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Introducción: Racismo versus hospitalidad Según la Encuesta Europea sobre el Racismo (Eurobarómetro 1997), un 20% de españoles adultos se declara «muy o bastante racista» y un 31% «algo racista». Según el Informe de la Juventud de 1996, el 60% de los jóvenes (menores de 30 años) ve en la inmigración más inconvenientes que ventajas. En una Encuesta escolar sobre prejuicios racistas y valores solidarios, realizada en 1997, patrocinada por el Ministerio de Educación y por el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, dirigida por Tomás Calvo Buezas y aplicada a seis mil alumnos (entre 13 y 19 años) de todo el Estado español: el 65% de los encuestados opina que en España ya hay demasiados trabajadores extranjeros; el 51% que los inmigrantes quitan puestos de trabajo, el 42% que contribuyen al aumento del tráfico de drogas y de la delincuencia; el 65% que en España hay un número similar o superior de inmigrantes al existente en los otros países de la Unión Europea; y el 72% que la inmigración nos trae sobre todo inconvenientes. En una encuesta de ASEP de 1997, el 46% de los encuestados opina que los inmigrantes contribuyen a aumentar el paro y un 47% que aumentan la delincuencia (sobre estas encuestas e informes, véase Barbadillo 1997 y SOS Racismo 1998: 156-157). Los inmigrantes son discriminados en distintos ámbitos: el laboral, en la vivienda, en el ámbito educativo, en la sanidad. Diremos algo sobre los dos primeros (la vivienda y el acceso al empleo). La negativa a alquilar pisos a los inmigrantes ocurre con bastante frecuencia; lo que, unido al hecho de que el elevado precio de los alquileres resulta muchas veces prohibitivo para las personas inmigradas, está ocasionando varios efectos negativos. Por un lado, se está produciendo una progresiva concentración de los inmigrantes en las zonas más degradadas de las ciudades. En estas zonas, debido a las escasas ofertas de alquiler a las que tienen acceso, pagan alquileres relativamente elevados en proporción a la calidad de la vivienda y más elevados que los pagados por los autóctonos. Por otro lado, una parte de la población inmigrante está viviendo en condiciones indignas, en habitáculos sin aseo, sin agua potable, a veces incluso sin luz, en malas condiciones higiénicas, con hacinamiento, durmiendo en el suelo, etc. La discriminación laboral padecida por las personas inmigradas procede de dos focos (puede verse Solé 1995). El primero, de una normativa legal de extranjería discriminatoria. Al determinar los contingentes anuales de permisos de inmigración el Gobierno establece también los sectores laborales para los que se admite mano de obra, que se concentran en tres: servicio doméstico, construcción y agrícola. De este modo se recluye a los extranjeros en los sectores con peores condiciones laborales. El segundo foco generador de discriminación laboral lo conforman las prácticas discriminatorias que, por parte de los particulares, sufren los inmigrantes en el mercado laboral. El trabajo sin contrato, las extensas jornadas laborales, el exceso de horas de trabajo, la no disposición de los días reglamentarios de descanso, los bajos salarios y el pago de salarios significativamente menores que los abonados a los autóctonos, la no percepción de pagas extras, el impago de horas extraordinarias, los despidos gratuitos, las negativas de las empresas a pagar bajas en caso de accidente laboral, son algunas de las situaciones de discriminación y sobreexplotación laboral padecidas por los inmigrantes. Ambas causas están contribuyendo al surgimiento de tendencias hacia una «segmentación racial del mercado laboral» y una «racialización» de la fuerza de trabajo inmigrante que, no obstante, en nuestro país no se hallan aún consolidadas, a través de las cuales se intenta mantener unos salarios bajos y unas condiciones laborales de sobreexplotación. «Esta segmentación del mercado laboral escribe Pajares (1998: 249) es la forma que adopta en nuestros días un racismo que casi siempre tuvo como objetivo principal la explotación del grupo humano diferenciado. En otro tiempo se hacía esclavos y se los explotaba como tales, se colonizaba y se explotaba a los nativos después de haberlos declarado inferior, hoy se definen determinados sectores laborales sólo para extranjeros y a esos sectores se les aplican condiciones laborales inferiores, sobre todo salarios más bajos.» Por lo que a los procesos de segregación existentes en España se refiere, debido a que la llegada de inmigración extranjera constituye un fenómeno reciente en nuestro país, no puede establecerse aún cuáles serán las consecuencias de las tendencias y los procesos segregacionistas existentes. En España aún no hay barrios en los que solamente vivan inmigrantes o determinados grupos de ellos, ni escuelas a las que sólo acudan hijos de inmigrantes, y los índices de exogamia de la población inmigrada con respecto a la nacional son bastante elevados. Pero, ante la falta de dinero de los inmigrantes, la carestía de los alquileres y las prácticas discriminatorias de propietarios y agencias inmobiliarias, comienza a haber barrios, por lo general en las zonas más degradadas del centro de las ciudades, donde se están concentrando las personas inmigradas. También hay escuelas donde más del 50% del alumnado procede de padres inmigrantes. Y, en lo que a los porcentajes de exogamia se refiere, existen sin embargo diferencias significativas entre unos grupos de inmigrantes y otros, siendo altos entre los residentes iberoamericanos y bajos entre los magrebíes y subsaharianos. Por otra parte, no son infrecuentes en nuestro país las movilizaciones colectivas de corte racista, la mayoría de las cuales son movilizaciones de vecinos (por ejemplo, para impedir la construcción de una mezquita, para apoyar a otros vecinos acusados de agredir a un inmigrante), con respecto a las cuales hay que denunciar las débiles, cuando no contemporizadoras, reacciones de las instituciones públicas contra los prejuicios racistas que las promueven. Junto a éstas es preciso recordar los execrables estallidos de violencia racista ocurridos durante los últimos años en España, como los casos de Ceuta en 1995, de Ca n'Anglada en 1999 y, el más reciente y sonado, de El Ejido en febrero de 2000. Finalmente, para concluir este breve recorrido por el racismo social, es preciso señalar que los distintos informes anuales sobre el racismo vienen denunciando que, junto a los particulares, las distintas fuerzas de seguridad (mediante malos tratos y torturas) y los grupos de extrema derecha o de skinheads neonazis son también autores de reiteradas agresiones. Además, la violencia de carácter psicológico (abusos de poder, insultos, campañas indiscriminadas de identificación, detenciones arbitrarias, etc.) sigue siendo, por desgracia, de uso corriente en nuestro país. Los escasos juicios por comportamientos racistas terminan en condenas muy leves en proporción a la agresión cometida, cuando no con vergonzosas sentencias absolutorias. Por tanto, desde determinada óptica, puede decirse que una sociedad hospitalaria es lo opuesto de una sociedad que da claras y reiteradas muestras de racismo con respecto a las personas inmigradas. Pero, ¿cómo se entiende y debería entenderse la hospitalidad? ¿Cómo una sociedad puede ser real y profundamente hospitalaria con los inmigrantes que llegan y se establecen en ella? Nos encontramos con propuestas, formuladas de modo más o menos explícito, que asumiendo o presuponiendo que el principal foco de hostilidad hacia los inmigrantes proviene de las manifestaciones de racismo social (1) y, de manera más concreta, del sistema de prejuicios existente hacen de la educación intercultural, del derecho a la diferencia cultural y de la tolerancia de las diferencias culturales el eje sobre el que debería constituirse una sociedad hospitalaria o fomentarse la hospitalidad. En el presente
texto
intentaré mostrar
cómo estas propuestas de hospitalidad son insuficientes y
presentan
aspectos problemáticos. A la vez, intentaré
también
esbozar una propuesta de hospitalidad más generosa, que pueda
suponer
realmente una lucha efectiva contra las manifestaciones
xenófobas
y racistas.
Más allá del racismo social: la hospitalidad como combate contra el racismo institucional A veces se tiende a creer, lo que tiene sus consecuencias prácticas, que la hostilidad contra los inmigrantes proviene de la sociedad, de algunos ciudadanos nacionales. Ciertamente, como acabamos de ver, así es en muchos casos. Pero el problema aquí es no percatarse de que, junto a este racismo social, la acogida hospitalaria de los inmigrantes se ve impedida, de modo más radical aún, por otro tipo de racismo: el llamado racismo institucional. La política de extranjería realizada en nuestro país durante la última década (2), sus leyes y prácticas administrativas han institucionalizado una situación de inferioridad de la población inmigrada incurriendo, así, en el denominado «racismo institucional». El racismo institucional hacia los inmigrantes consiste en «la institucionalización de una situación de inferioridad de la población inmigrada a través de leyes, prácticas administrativas y comportamientos sociales» (Pajares 1998: 286) y se expresa en «una serie de medidas legales restrictivas en cuanto a la entrada y estancia de inmigrantes económicos, una orientación policial del problema de esta inmigración y una falta de concreción práctica de la teórica voluntad de integrar a estos colectivos» (Corredera 1994: 141). Se trata de un racismo no declarado, no intencional por parte de los actores, arraigado en prácticas rutinarias y en el funcionamiento de las organizaciones; constituye una propiedad del sistema social. Podemos señalar al menos tres ámbitos de manifestación de este racismo institucional. En primer lugar, y de modo fundamental, el racismo institucional reside en la legislación de extranjería y en el inferior nivel de derechos reconocido a las personas inmigradas. Al limitar y/o no garantizar a la población inmigrada, incluso a la ya estable, los derechos que sí otorga y reconoce a los ciudadanos nacionales, la Administración pública discrimina a los inmigrantes y los excluye de la plena ciudadanía. En segundo lugar, el racismo institucional se expresa a través de determinadas actuaciones puntuales de las instituciones. Las actuaciones más frecuentes al respecto tienen que ver con aplicaciones lo menos favorables posibles de las normativas sobre inmigración; con el incumplimiento, en el trato que la Administración da a los inmigrantes, de lo establecido en la Ley 30/90 de procedimiento administrativo (3); con las actuaciones de los consulados; y con las situaciones de discriminación que padecen las personas extranjeras encarceladas (4). Una tercera manifestación del racismo institucional la constituyen las agresiones sufridas por las personas inmigradas por parte de los Cuerpos de Policía. La antigua Ley de Extranjería y sus Reglamentos de aplicación limitaban y/o no garantizaban derechos y libertades de los extranjeros no comunitarios. El derecho al trabajo está limitado fundamentalmente por la necesidad de un permiso de trabajo, difícil de conseguir y no fácil de renovar. El derecho a la residencia legal permanente no está garantizado (no quedó establecido por la Ley de Extranjería y sólo se introdujo años después con el Reglamento de 1996). El derecho de voto no se reconoce a los extracomunitarios. El procedimiento de sanciones y expulsiones previsto para los extranjeros merma el derecho a la seguridad jurídica. El complejo procedimiento de la reagrupación familiar limita, en la práctica, el derecho a vivir en familia. El pleno derecho a la salud y a la educación de los hijos sólo se halla vigente mientras se tiene situación legal. El permiso de residencia sin derecho a trabajar que se otorga a quienes (fundamentalmente mujeres) vienen por procesos de reagrupación familiar limita también el derecho al trabajo, a la par que deja a su titular (insistimos: mujeres mayoritariamente) en situación de dependencia respecto del cónyuge, pues su vigencia depende de la vigencia del permiso del cónyuge y del mantenimiento del lazo conyugal. Igualmente, el sistema de sanciones y expulsiones previsto por la legislación de extranjería está falto de garantías. El 22 de diciembre de 1999 el Congreso aprobó una nueva Ley Orgánica sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España y su Integración Social, en vigor desde el 1 de febrero de 2000, derogándose, así, la Ley de Extranjería de 1985. Es necesario comentar, aunque sea brevemente, algunas cuestiones sobre esta Ley. Introduce una serie de mejoras positivas respecto a la antigua Ley de 1985, si bien aún insuficientes. Así, reconoce y generaliza a los irregulares que estén empadronados el derecho y acceso a la sanidad en igualdad de condiciones; establece que la resolución sobre la denegación de visados debe ser expresa y motivada; introduce el automatismo en la renovación de permisos de trabajo, la asistencia letrada en los supuestos de denegación de entrada y un procedimiento de regularización permanente. Pero es una Ley que ha nacido amenazada de muerte y cuya vigencia va a ser efímera, pues se aprobó al final de la pasada legislatura con la oposición del Partido Popular (PP), quien dejó claro su intención de modificarla en cuanto pudiese, lo que la mayoría absoluta lograda en la presente legislatura se lo permite sin impedimento alguno. Contrario a la vigente Ley, el Gobierno del PP ha realizado una antidemocrática «insumisión» a ella, pues no ha creado, como es su responsabilidad, los mecanismos que permitan desarrollarla plenamente. Para justificar su oposición a la vigente Ley de Extranjería y con el fin de crear un estado de opinión que justifique su modificación en sentido más restrictivo, el PP ha infectado a la sociedad con un discurso alarmista y demagógico sobre la inmigración, nucleado en torno al miedo a la invasión, el coste económico de la inmigración y la incompatibilidad cultural, con el que se siembra y abona el racismo social, y se propicia el arraigo y la proliferación de la extrema derecha xenófoba. Conviene, además, no idealizar la vigente Ley de Extranjería, pues deja aún derechos fundamentales sin reconocer y/o garantizar. Mantiene restricciones en el acceso al trabajo. Mantiene también, sin grandes modificaciones, la vinculación entre permiso de residencia y permiso de trabajo, que ha sido uno de los aspectos más criticados de la Ley de 1985, y que implica seguir considerando a los inmigrantes prioritariamente como mano de obra barata. No equipara con los españoles nacionales a los inmigrantes extracomunitarios ni les reconoce el derecho al voto en las elecciones municipales. Como la anterior, la vigente Ley de Extranjería no es integral, es decir, que determinados derechos precisan para su desarrollo de ulteriores reformas legislativas o de su concreción en normas de rango inferior, e ignora reconocimientos y desarrollos de derechos como el derecho a la libre circulación en la Unión Europea y el derecho a competir en el mercado laboral en igualdad de condiciones que los autóctonos. Por tanto, la
población inmigrada extracomunitaria
se halla sometida a condiciones legales discriminatorias, excluida de
derechos
básicos de ciudadanía. Esta discriminación, esta
exclusión,
la padecen incluso los inmigrantes que se hallan en situación
legal
y resulta especialmente grave para los ilegales. Deberíamos
cuidarnos
de centrar la importancia del racismo en las expresiones de racismo
social,
secundarizando indebidamente, cuando no obviando, la
problemática
del racismo institucional. La verdadera hospitalidad no debería
relacionarse tanto ni sólo (claro que también) con las
eliminaciones
del racismo social, sino sobre todo con la eliminación del
racismo
institucional.
De metecos a ciudadanos: la hospitalidad como otorgación de ciudadanía Para combatir con efectividad el racismo institucional y crear una sociedad hospitalaria hay que plantear y abordar una cuestión de mayor calado y de amplias repercusiones: la incorporación de los inmigrantes extranjeros y sus comunidades a la vida pública y social de los países receptores está suscitando, junto con otros procesos confluyentes (como la consolidación y expansión del discurso universalista de los derechos humanos, las reivindicaciones nacionalistas y de minorías socio-étnicas, y la construcción de identidades supranacionales), una revisión y reformulación de la concepción e institución de la ciudadanía. La concepción moderna de ciudadanía tiene, entre otros, dos rasgos resaltables: aparece ligada a la configuración del Estado-nación y remite a individuos. Estos rasgos, así como la relación entre ellos, están siendo trastrocados por esos procesos (5). La concepción universalista de los derechos humanos, asumida por los Estados nacionales democráticos en sus ordenamientos jurídico-políticos, permite fundamentar el pleno reconocimiento de tales derechos a los inmigrantes, incluidos los irregulares. Pero esta posible exigencia entra en tensión y contradicción con la denegación o coartación de derechos por el hecho de no ser nacional (o europeo comunitario) y/o ser irregular. El extranjero, sobre todo el extracomunitario, aparece así en palabras de Julia Kristeva 1991 como «cicatriz entre el hombre y el ciudadano». Tensión o contradicción que han dado lugar a situaciones paradójicas incluso absurdas en las que derechos como la atención sanitaria a los irregulares que son denegados por no ser nacional y/o encontrarse en situación irregular son luego, en ocasiones, hechos más o menos efectivos apelando al reconocimiento que de ese derecho determinado (como el derecho a la salud) hace la Declaración Universal de Derechos Humanos. Los derechos políticos y sociales que, desde una perspectiva universalista, se reconocen por el mero hecho de ser ser humano, se les niegan de hecho, desde el prisma de la ciudadanía nacional, por no ser nacionales o por ser irregulares. Se configuran, así, democracias con una ciudadanía no universal, sino fragmentada, dualizada y desigual. La hospitalidad hacia los inmigrantes cobra un sentido pleno y real si se concibe como «un proceso de creación de nueva ciudadanía» (Giménez 1998: 30-31). Proceso que supondría un enriquecimiento o fortalecimiento de la democracia. Sin un reconocimiento pleno de ciudadanía a los inmigrantes, las políticas sociales de integración de los inmigrantes, de convivencia intercultural y de combate contra el racismo, la xenofobia y la exclusión social aparecerán siempre como insuficientes, por muy necesarias que, por otra parte y al mismo tiempo, sean. El proceso contrario (el mantenimiento y la consolidación de modelos de ciudadanía dual y desigualitaria) puede favorecer el avance de la exclusión social de los inmigrantes y de la xenofobia. Todas las personas, incluidos los extranjeros que residen y trabajan de forma continuada y estable en un determinado país, deberían ser consideradas como ciudadanos, con independencia de la nacionalidad. Lo que supone la desvinculación de dos categorías, las de ciudadanía y nacionalidad, histórica y actualmente engarzadas. Reconozco que esta propuesta general plantea, a la hora de hacerla efectiva, numerosos interrogantes (a quiénes incluir, qué requisitos se requerirán...) y exigiría remover muchos obstáculos y generar cambios socio-jurídicos sustanciales. Aunque las personas inmigradas tengan un status legal diferenciado (el de residente extranjero), no obstante sus derechos habrían de estar equiparados, en lo fundamental, a los reconocidos a los nacionales. No es necesario que esta equiparación se dé desde el primer día de llegada del inmigrante, que desde su llegada el inmigrante disponga plenamente de todos los derechos. La igualdad plena y en todos sus aspectos puede adquirirse progresivamente. Pero el proceso como llegará a producirse y el tiempo en que lo hará deben estar especificados con claridad. La
profundización de la hospitalidad
desemboca, pues, en la ciudadanía. Y es que, si en cierto modo
la
hospitalidad se relaciona con el hospedaje de quienes están de
paso
por algún lugar, no debemos olvidar de muchos inmigrantes han
venido
a nuestro país y están aquí para quedarse.
De la hospitalidad multiculturalista a la hospitalidad igualitarista Nos encontramos con planteamientos hospitalarios de carácter multiculturalista, sustentados en la defensa del derecho a la diferencia y en la propuesta de que los grupos inmigrados desarrollen su cultura en el país receptor. Quienes reivindican el valor de la diferencia otorgan a ésta, en tanto que elemento de enriquecimiento cultural de la sociedad, una dimensión positiva. Ahora bien, cuando nos centramos en la consideración de algunas de las diferencias culturales concretas de los inmigrantes, nos hallamos con que, a veces, éstas no pueden considerarse como aportes positivos al conjunto de la sociedad, pues resultan incompatibles con el sistema de derechos y libertades establecido en la sociedad receptora. Así, por ejemplo, el derecho a la igualdad que en nuestra sociedad se le reconoce a las mujeres inmigradas entra a veces en contradicción con status más desigualitarios característicos de su cultura de procedencia y del que son culturalmente portadoras. Casos como éste, donde la diferencia cultural colisiona con la igualdad de derechos, muestran cómo la proclama abstracta de que la diferencia enriquece resulta muy insuficiente. Lo relevante y significativo reside en averiguar, precisar y justificar qué diferencias culturales concretas enriquecen. Ante las diferencias culturales de las minorías inmigradas lo que conviene es analizar cada diferencia en concreto para ponderar su valía real, en vez de incurrir en el ensalzamiento general y abstracto de «la diferencia». Frente a aquellas diferencias que contradigan las conquistas de igualdad y libertad logradas en nuestras sociedades (como la igualdad de la mujer, la laicidad de la enseñanza, los derechos de la infancia), debe adoptarse una actitud crítica sustentada en la defensa de los derechos humanos, pues se trata de «diferencias» culturales que, por reproducir relaciones de poder, no constituyen aportaciones enriquecedoras, en el sentido de contribuir a una riqueza cultural acrecentadora de la igualdad y la libertad de las personas o, al menos, compatible con éstas. Por otra parte, la hospitalidad multiculturalista corre el riesgo de esencializar las culturas y de favorecer la segregación, sobre todo cuando se supone la existencia de minorías étnicas. Además, tiene dificultades para responder al racismo culturalista, pues se producen algunos puntos de conexión entre el multiculturalismo y el racismo diferencialista. Ambos se cruzan en líneas de argumentación que gravitan en torno al reconocimiento de la diversidad cultural, la afirmación y el desarrollo de cada cultura por separado, el rechazo del mestizaje, el derecho a la diferencia y la defensa de las identidades culturales. Por tanto, la
hospitalidad basada en la reivindicación
del derecho a la diferencia resulta inadecuada y poco útil. Si
se
quiere hacer una sociedad hospitalaria y combatir contra el racismo, es
más adecuado poner el acento en la igualdad de todos los seres
humanos,
reclamando el derecho a la diferencia como una exigencia más del
trato igualitario. Las propuestas antirracistas y de integración
no deben tener como centro de gravedad el derecho a la diferencia, sino
la igualdad y la defensa de los derechos de las personas inmigradas.
Las
diferencias culturales deberán ser tratadas de manera concreta,
pero no estatuidas como propuesta antirracista general. La
hospitalidad,
como propuesta general, debe nuclearse en torno al respeto de la
dignidad
de las personas y del reconocimiento de los derechos, dejando claro que
constituir la igualdad de derechos de las personas inmigradas como
elemento
central de la lucha contra el racismo y por la integración no
significa
reducir éstas a una cuestión de equiparación de
derechos
rechazando la diferencia cultural y olvidando la problemática de
la diversidad cultural. La hospitalidad igualitarista, que es o debe
ser
una hospitalidad crítica, se hace también cargo de esta
problemática
acometiendo la diferencia cultural desde la crítica a los rasgos
culturales, tanto de la sociedad receptora como de los grupos
inmigrados,
que violen derechos y libertades o impidan que estos se puedan expresar
debidamente. Se precisa un diálogo intercultural entre los
grupos
inmigrados y la población autóctona mediante el cual las
diferencias culturales se contrasten y debatan con espíritu
crítico
con el fin de establecer y reforzar valores comunes universalizables,
generar
procesos de cambio y mestizaje cultural.
Más allá de la tolerancia y de la educación intercultural: hospitalidad crítica y hospitalidad activa como lucha política Una de las líneas de defensa de las diferencias culturales de los inmigrados esgrimida como propuesta hospitalaria se articula en torno al concepto de tolerancia. Con sus reclamos de la tolerancia los antirracistas pretenden que se valoren positivamente determinadas diferencias culturales, se las acepte y respete. Estos objetivos son suscribibles. No obstante, debe prestarse atención a los riesgos que el recurso a y sobre todo el abuso de la tolerancia pueden entrañar. La propuesta de tolerancia, en el terreno que nos ocupa, tiñe de duda y con connotaciones negativas (tolerar es aceptar algo que no termina de gustarnos) diferencias culturales que, por ser positivas, no sólo deberían ser toleradas, sino incorporadas por la sociedad de acogida. Y, por otro lado, otorga a lo intolerable cierta cobertura frente a la crítica. Hay rasgos culturales intolerables, pero la propuesta general de tolerancia corre el riesgo de eliminar la lucha ideológica que debería llevarse contra ellos. La propuesta general de tolerancia obvia el reconocimiento que se merecen los aspectos culturales positivos y orilla la crítica que debería ejercerse contra los negativos. Los valores, las costumbres y los comportamientos positivos no deben tolerarse, sino reconocerse y promocionarse. Y los negativos no deben tolerarse, sino discutirse críticamente e intentar cambiarlos. Por tanto, la defensa de la tolerancia de las diferencias culturales no es demasiado útil para articular una propuesta antirracista. Lo que no obsta, claro está, para que la tolerancia, en situaciones concretas y siempre que no se abuse de ella ni se renuncie a la crítica, pueda resultar un modo de contribuir a la construcción de una sociedad más hospitalaria. Así, la tolerancia es adecuada cuando nos hallemos ante expresiones culturales nuevas y desconocidas. Mientras las comprendemos está bien ser tolerantes, para no incurrir en juicios o rechazos precipitados. Igualmente, la tolerancia resulta válida ante situaciones con las que nos hallamos en desacuerdo, pero que no se pueden cambiar de inmediato. Durante el proceso, necesariamente gradual, de cambio de esa situación convendrá ser tolerante para evitar la reclusión de los implicados en posturas inamovibles y acríticas. Por otra parte, la tolerancia, con las posibilidades de convivencia que posibilita, es desde luego siempre mejor que la intolerancia y el fundamentalismo cultural que suelen provocar conflictos. La tolerancia, pues, puede resultar útil en determinadas situaciones concretas, pero no resulta adecuada como propuesta antirracista general. El antirracismo debe articular su propuesta general en torno al respeto de la dignidad de las personas y del reconocimiento de los derechos. Como propuesta general, no se trata de tolerar, sino de reconocer derechos y de no discriminar. La tolerancia como propuesta encaja bien con el relativismo cultural, para el que nadie, desde su cultura, puede juzgar las costumbres de otras culturas, pero no con planteamientos más críticos basados en la validez universal de los derechos humanos. Por otra parte, la mayoría de las intervenciones contra el racismo y la xenofobia se han realizado en el ámbito educativo y por lo general vinculadas a la educación intercultural. Muchas de esas intervenciones educativas tienen una orientación y asumen unos presupuestos psicologizantes, en virtud de los cuales los prejuicios se conciben como un error, como un mero juicio erróneo por falta de datos o experiencia, y que, como tal, puede ser corregido a fuer de educación. La mayoría de las veces el prejuicio se concibe, pues, no desde la perspectiva del interés, sino desde el ángulo del error, se ve como una percepción falsa de la realidad, como un juicio erróneo construido al margen de la experiencia real. Frente a esta concepción, las teorías que resaltan el carácter funcional del prejuicio racial insisten sobre los determinantes sociales y culturales del prejuicio (conflictos sociales, relaciones de dominación, formas de estratificación social, etc.), relacionan prejuicios e intereses de grupos sociales y resaltan la funcionalidad del prejuicio enraizado en la estructura social. Desde este enfoque, el prejuicio puede resultar tanto de una actitud de carácter ofensivo (mantener o reforzar la dominación), como de una actitud de carácter defensivo (por ejemplo, como respuesta al miedo que genera el supuesto ascenso social del grupo dominado y segregado racialmente). La radicalización de la perspectiva funcional del prejuicio desemboca en una perspectiva instrumentalista de éste, en virtud de la cual el prejuicio se convierte en un instrumento estratégicamente utilizado por agentes sociales para obtener ganancias manteniendo, a la par, al culpabilizar al grupo prejuiciado mediante la negativización de sus características, una autopresentación positiva de sí mismo. A su vez, la radicalización del carácter instrumental del prejuicio conduce a una subordinación de éste al cálculo y a la elección racional (6). Frente a las
intervenciones de carácter
psicopatologizante e individualista, convendría atender a
explicaciones
que focalizan en las dimensiones sociales, políticas y
económicas
presentes en las manifestaciones y los fenómenos racistas. Desde
esta perspectiva, el racismo es inseparable del marco
geopolítico
donde se inserta y, de modo más particular, de las relaciones de
desigualdad Norte-Sur existentes. El racismo y la xenofobia hacia los
inmigrantes
no son simplemente problemas de actitudes, sino también producto
de condiciones socioeconómicas, las cuales configuran un
«sistema
de racismo estructural» (Castles y Kosack 1973: 558). Una
hospitalidad que quiera ser real y efectiva exige una lucha contra
estas
condiciones y este sistema, por lo que tiene que operar a nivel
político,
y no sólo a nivel individual, educativo o psicosocial: «es
de vital importancia efectuar campañas políticas contra
todas
las leyes y reglamentos discriminatorios, que restrinjan los derechos
civiles,
políticos y de mercado de trabajo de las minorías
étnicas.
Mientras estas disposiciones sigan en vigor no habrá posibilidad
alguna de erradicar al racismo del círculo vicioso estructural
en
que se encuentra» (Castles y Kosack 1973: 564).
A modo de conclusión: sobre las bases materiales de la ciudadanía formal Hemos defendido que la hospitalidad logra sus desarrollos más profundos, radicales y generosos, no cuando se la interpreta de modo restricto como un ejercicio de tolerancia y de reconocimiento del derecho a la diferencia, sino cuando supone lucha contra el racismo institucional, reconocimiento de igualdad de derechos y otorgación de ciudadanía. Pero con este planteamiento no estamos presuponiendo que el proceso de integración sea reducible al establecimiento de derechos y a la ciudadanía formal. A la hora de promocionar una sociedad hospitalaria, y de definir una política de igualdad y de lucha contra el racismo debe tenerse en cuenta que la igualdad de derechos no es solamente una cuestión legal. No basta con que las leyes reconozcan a las personas inmigradas derechos similares a los que disfrutan la población nacional, sino que además estos deben realizarse en el plano social. Sin duda, el reconocimiento legal es un requisito necesario para el reconocimiento social, pero -como muestran los casos de los negros en los Estados Unidos, de los gitanos en nuestro Estado y la desigualdad que sufren las mujeres- no es suficiente. Los derechos reconocidos por la legislación adquieren su realización en la esfera de las relaciones sociales. En las sociedades contemporáneas el racismo aparece vinculado e influido por tres procesos sociales: la exclusión social, la crisis del Estado Social y el empuje de las identidades étnicas. Cuando estos procesos se acrecientan, las manifestaciones racistas tienden a incrementarse; cuando decrecen, el racismo retrocede. Si esto es así, entonces, por un lado, las pretensiones antirracistas de una política de integración de los inmigrantes se hallarán siempre en una radical e irresoluble contradicción con las políticas sociales y económicas que, de modo directo o indirecto, están contribuyendo a la acentuación de los anteriores procesos y, consecuentemente, a la perpetuación del racismo y de las situaciones de marginación entre los inmigrantes. Y, de otro lado, se puede considerar una acción antirracista ejerciendo influencia sobre tales procesos. Es decir, paliando las desigualdades, las dinámicas de exclusión y el miedo en que se sumen los «vulnerables»; satisfaciendo al ritmo adecuado las demandas sociales legítimas; moderando las expresiones identitarias mediante su articulación a los principios democráticos; y reconstruyendo una consciencia nacional ligada a los ideales democráticos de igualdad, libertad y reconocimiento de los derechos humanos. A tenor de todo
lo
anterior, «el sostenimiento
de lo que en Europa han sido las conquistas sociales del siglo XX, es
el
mejor antídoto contra el auge de las posturas racistas»
(Pajares
1998: 321). Para ello, es preciso mantener y fortalecer la capacidad
política
y social, y las estructuras sociales capaces de defender las conquistas
sociales asociadas al Estado del Bienestar. El mantenimiento de dichas
conquistas sociales debe acometerse desde un planteamiento de
desarrollo
económico y social basado, por un lado, en la reducción
del
derroche existente en el mundo occidental y, por otro, en la
corrección
de los desequilibrios planetarios. Europa debe implicarse en el
desarrollo
de las zonas geográficas que la circundan, particularmente en
los
países mediterráneos norteafricanos, para desarrollar en
ellos la democracia y las conquistas sociales. La batalla contra el
racismo
no puede desvincularse de «la batalla global por el desarrollo de
un modelo democrático de sociedad, tanto dentro como fuera de
Europa»
(Pajares 1998: 322).
1. Conforman el racismo social el conjunto de actitudes y actuaciones racistas manifestadas por los ciudadanos nacionales hacia los inmigrantes, que incluye los prejuicios, el llamado «racismo simbólico», la discriminación, la segregación, el insulto, pequeñas agresiones, agresiones violentas y movilizaciones colectivas. Sobre las manifestaciones de racismo social padecidas por los inmigrantes (y los gitanos) en España durante los últimos años, son de consulta obligada los informes anuales de SOS Racismo, cuyas referencias incluyo en la bibliografía. 2. Que, como es sabido, tuvo como marco legal general determinante la Ley Orgánica 7/1985 sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España y sus Reglamentos de aplicación de 1986 y 1996. 3. Ejemplos de esto último lo constituyen los casos en los que la Administración incumple los plazos adecuados para responder a las solicitudes presentadas por los inmigrantes, se les solicita varias veces un mismo documento para un único trámite, se les rechazan documentos que desean aportar en apoyo de sus solicitudes, no se les explican las denegaciones. 4. Siguen reproduciéndose discriminaciones con respecto a los presos nacionales, que tienen que ver con el idioma, el cumplimiento de las penas, las enormes dificultades existentes para acceder a la prisión provisional y a la libertad condicional. Sobre la situación actual de los inmigrantes en las prisiones, véase SOS Racismo, 1998: 143-146. 5. Así, por ejemplo, la creación de un espacio comunitario europeo y la formulación de una ciudadanía europea suponen la creación de una ciudadanía más allá del Estado nación. En los países de la Unión Europea se ha pasado de la dicotomía simple nacional/extranjero a una distinción tripartita más compleja entre nacionales, ciudadanos comunitarios (o extranjeros de países comunitarios) y ciudadanos de terceros países (o inmigrantes extracomunitarios). 6. Según
Wieviorka
(1991: 120), uno de los problemas de estos enfoques reside en la escasa
atención que le prestan a lo que el prejuicio tiene de
construcción
imaginaria. A partir del análisis de Edgar Morin (1969) sobre
los
rumores antisemitas que se extendieron por la ciudad de Orleans a
finales
de la década de los sesenta (se acusaba a los comerciantes
judíos
de drogar a jóvenes para someterlas a la trata de blancas),
Wieviorka
muestra cómo el prejuicio racial puede representar en algunos
casos
un modo de gestión y reconstitución imaginaria inventado
y naturalizado o estigmatizado, recurriendo a referencias
históricas
y culturales míticas del sentido perdido por agentes sociales en
situaciones de crisis.
Barbadillo, Patricia Castles, Stephen (y Godula
Kosack) Corredera, María Paz (y L.
Santiago
Díez) Giménez, Carlos Kristeva, Julia Lucas, Javier de Morin, Edgar Oliván, Fernando Pajares, Miguel Solé, Carlota SOS Racismo Wieviorka, Michel El presente
texto
fue expuesto como ponencia
en el Simposio Internacional «Pensar las complejidades del
Sur»,
organizado por el Institut Català de la Mediterrània
y celebrado en Vilanova i la Geltrú (Barcelona) del 18 al 20 de
octubre de 2000. La sesión tercera de dicho Simposio estuvo
dedicada
a cuáles deberían ser las nuevas regulaciones sociales,
los
valores, que deberían regular la complejidad de los
fenómenos
sociales existentes en el Sur. De modo más concreto, en el
título
de dicha sesión se hacía una referencia explícita
a dos valores: solidaridad y hospitalidad. En el presente texto nos
ocupamos
de este último. |
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