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Pensando
el tiempo
Empezaremos
con algo que ha estado en oídos de todos: “las palabras se las
lleva
el viento”, dice el refranero popular. La antropología nace
vinculada
a esta voluntad legalista o normalizadora de la razón. A partir
de este momento, lo que permanece y lo que se desvanece ya no
dependerá
del ser de Dios, de la participación de su divinidad, sino de su
institucionalización y normativización en la escritura.
Ahora
designada garante de lo eterno, de lo que preexiste al tiempo. La
analogía
es obvia, y es que las cartas magnas -constitucionales- son a lo largo
del siglo XVIII y hasta nuestros días las que designan el nuevo
orden de la razón. La antropología, como proyecto
ilustrado
de la concepción del hombre como ser racional, interviene de
forma
decisiva en esta transformación, buscando en este primer momento
el error en la diferencia. Identidad y ley - ésta como
teología
de la historia de la razón- forman una amalgama sobre la que se
construye una nueva noción de hombre.
En
este sentido, la escritura, al servicio de la historia de la
razón,
contribuye a secularizar el tiempo. Lo material, el hombre
histórico,
le roba protagonismo a Dios en la contemplación de la esencia
del
mundo. El cambio es lo que dibuja el tiempo, el progreso, el control
que
la ciencia permite al hombre ejercer sobre el mundo. Por tanto, el
tiempo
puede representarse gráficamente como una línea, como
unidades
variables, dispuestas una a continuación de otras, sobre las que
el hombre construye su dominio. El arquetipo del tiempo, de la esencia
del mundo, ya no residirá en nada externo al hombre, en la
participación
de Dios, como orden que dicta sus posibilidades de existencia, sino en
la razón como mecanismo del que dispone el hombre para hacer
historia.
Esperamos no haber desconcertado a nadie con esta entrada, pero no considero que nuestra originalidad resida precisamente en deconstruir la dimensión tiempo presentándola como una construcción social. Y es que la historia para muchos se inicia con la escritura, con la aparición de esos documentos que no dependían de la maleabilidad del viento. El resto era pre-historia, de la que algunas piedras y restos materiales nos dejan huellas. Las sociedades ágrafas, como los primeros antropólogos entendieron, eran prehistóricos coetáneos en contraste con la civilización occidental, que en refuerzo de la razón tenían unos mecanismos de transmisión y acumulación -la escritura- que permitían ese desarrollo en línea recta de la historia. La tradición, en su concepción equivocada, se equipararía al trauma freudiano que impediría el avance de la historia, constriñendo a su moradores en un recorrido circular. Y es así como cultura e historia llegan a ser en una primera etapa de la reflexión antropológica sinónimos, pues ambos son concebidos en la única dirección que marcaba la razón. La
llegada del “relativismo cultural” a finales del XIX, de la mano del
particularismo
histórico, tampoco rompió en definitiva demasiado con lo
que decían los etnocéntricos- para ellos- evolucionistas.
En todo caso, podríamos decir que se admite el derecho
consuetudinario,
es decir, la tradición como opción de orden. La identidad
y la ley, al dar paso a esa tradición, se proyectan en
antropología
sobre lo “otro” -la diferencia- y rompen con una concepción
unilineal
de la historia y la verdad. Sin embargo, se mantiene un modelo de
análisis
que privilegia la historia y la ley -estos referentes ahora condensados
en una tradición que describe genealogías diferentes a
las
de Occidente-, pero se flexibilizan sus posibilidades de existencia.
Sirva
como ejemplo ese super-orgánico de Kroeber, mediante el que
pretende
institucionalizar un área de estudio propio de la
antropología,
y que confirma la herencia de las premisas anteriores de la
racionalización
de la diferencia a partir de nuestro orden legalista y su referente en
la escritura. El hombre se caracteriza por la “cultura”, ésta es
la que permite la adaptación del hombre a contextos ambientales
muy distintos y esa variabilidad de lo humano, y la esencia de
ésta
es su potencial civilizatorio. Es decir, y ya llegamos, los mecanismos
de transmisión y acumulación que posibilita el lenguaje.
La cultura tiene sus propias reglas, externas a lo orgánico, y
puede
ser estudiada como un campo propio. Ya entonces Durkheim hacía
tiempo
que había hablado de eso de los hechos sociales como si fueran
cosas,
externas, estudiables en sí mismas y con su propia
lógica. Si
bien la tradición -y por tanto la diferencia- deja de ser
entendida
como error, y por tanto como algo contrario al desarrollo de la
razón,
es traducida a los parámetros del pensamiento normativo moderno:
en nuestra sociedad la convivencia está construida sobre la
razón
-la ley-, y mediante los códigos legales en donde ésta
está
escrita -explícita- se garantiza la igualdad y la libertad entre
todos los ciudadanos que forman parte de un mismo territorio, que
están
regidos por la misma ley. Los antropólogos se acercan a sus
primitivos
entendiéndolos en estos términos: serían miembros
de una comunidad todos aquellos que participaran de una misma
tradición,
aunque ésta se transmita y sea vivida de una manera
implícita.
Habrá que naturalizar esa tradición haciéndola
explícita
y visible, presentándola en un formato normativo afín a
nuestro
orden legalista. Sin embargo, esta traducción desconsidera el
contexto
mismo -la oralidad- en el que se daría esta transmisión
de
conocimientos. La dispersión de los registros orales es
operativizada
por el antropólogo mediante su conversión en
información:
las normas condensan las regularidades de los enunciados, y su
significatividad
reside en su sentido compartido. No es que la institución sea
previa
al significado, sino que el antropólogo sólo sería
capaz de validar información -en tanto que legitimación
científica-
en la medida que fuese capaz de construirla en ese sentido formal de la
institución. El
registro oral como fuente
Es
en este momento originario, cuando la oralidad se le presenta como
solución
y problema a la antropología, y no a la inversa; la
antropología
la que problematiza la oralidad. En una Europa sacudida por constantes
descubrimientos científicos, descubrimientos
(colonización)
de los últimos rincones del planeta y enormes adelantos
tecnológicos,
los antropólogos del XIX viven en sus carnes la historia,
están
subidos en lo que perciben como dominio del hombre sobre el “mundo”. La
historia como civilización, sin embargo, convive con unos
márgenes
que se hallarían ajenos a esta razón. Estas gentes, en el
seno de los países occidentales estudiados por folcloristas, y
más
allá del “mundo conocido” por los antropólogos, inscriben
sus vidas en los mecanismos que marca la tradición, la costumbre
entendida como error. Asistimos, o al menos así lo hemos
presentado
nosotros, a una inversión de papeles en la concepción del
tiempo: la tradición, en su concepción teológica
eterna,
ahora deviene efímera, y la razón humana, antes
perecedera,
ahora se convierte en fundamento, cimiento, de la historia de la
humanidad.
Desde
estos presupuestos parten antropólogos y folcloristas en defensa
y contra la desaparición de estas “formas”. Unos verán en
su desaparición la llegada del progreso, y otros la
pérdida
de las raíces, de un orden natural romantizado como
auténtico
y propio. En esta segunda versión, la negación de la
historia
y esa búsqueda de la autenticidad, les acercan a una
concepción
teológica del tiempo. Tanto en un caso como en el otro, con lo
que
estos aventureros se encuentran son con relatos, leyendas, refranes,
pautas
de sociabilidad, etc. que tienen como código a la oralidad. Sin
embargo, como puede desprenderse de lo dicho hasta el momento, estos
conocimientos
transmitidos por “tradición” oral son concebidos ya desde su
nacimiento
como tendentes a desaparecer. Incluso quienes, sobre todo desde
posicionamientos
nacionalistas -especialmente lingüistas-, defienden los
particularismos
frente a esta tendencia universalizadora de la razón, suelen
entender
estos conocimientos transmitidos por vía oral como
degeneración,
embrutecidos con respecto a un orden prístino idealizado en que
esa tradición alcanzaba su estado y forma pura. Salvo tendencias
muy aisladas, como el caso del folclore progresivo de la
etnología
soviética, y los tientos italianos en su “problema meridional”,
metidos ya bien en el segundo cuarto del XX, -sobre todo a partir de la
orientación de De Martino- no suele atenderse a las
potencialidades
creativas de la oralidad. Muchos románticos acuden al pueblo
como
inspiración, pero el “genio” suele haberse idealizado en esos
componentes
“atemporales” que sin saberlo transportan -las más de las veces-
los campesinos. O se está en la historia, con la razón, o
más allá de la historia, con una tradición
cíclica
en tanto regida por arquetipos.
En todo caso, las diferencias se establecerían en que los antropólogos se acercaron mayoritariamente a esta oralidad como científicos -con toda la contundencia del término- mientras -y siento moverme tanto entre estereotipos- los folcloristas lo hicieron desde posicionamientos ideológicos. Nosotros nos centraremos en los antropólogos, que son de hecho, quienes han construido esta dicotomía ciencia/ideología (Prat 1985). Y es que si en las sociedades occidentales existían un tipo de fuentes oficiales que permitían establecer generalizaciones con criterios, sin embargo, nuestros antropólogos se las tienen que ver con gentes “sin historia”, con sociedades de las que no se dispone de documentos escritos. En este momento fundacional ya se estaba partiendo de un presupuesto que la antropología hegemónica aún mantiene, existir y estar registrado en el seno del orden de lo escrito son lo mismo. Un tipo de existencia legalista, normativa, y por ello, controladora, oficial con respecto a las necesidades del Estado, del poder. Las fuentes orales tratan de adecuarse al tipo de documentos oficiales con los que se trabajaba en Occidente, asemejándose en la medida de lo posible a las características científicas con las que la estadística construía la fiabilidad y representatividad de sus datos en Europa. Por tanto, desde buen inicio, lo oral tiene que ser traducido a lo institucional, a un lenguaje formal que registre nombres significativos y compartidos. Las formas habitan a sus hablantes, más que intentar ver la posibilidad de estos últimos para expresar su subjetividad mediante formas comunicables. Un “ser” que toma existencia con respecto a la sociedad o comunidad que inventa el antropólogo. Es así como una antropología al servicio de la ciencia y el poder desprovee a “esos diferentes” que estudia de la posibilidad de escapar a nuestros criterios de orden y de control, neutralizando su subjetividad en las formas normativas de la institución-concepto. Esta
tendencia podemos afirmar que en mayor o menor medida ha estado
implícita
en la importancia que los antropólogos, a lo largo de la
historia
de la disciplina, le han dado al discurso y a las fuentes orales. En la
exposición que os presento he distinguido tres momentos: En
primer
lugar, una primera etapa que podemos llamar de “coleccionismo”, en la
cual
se recogen los documentos orales con ánimo de fijar y buscar
“normativizar”
-institucionalizar- los contenidos implícitos en lo que muchos
científicos
sociales llaman tradición oral. Esta etapa inicial coincide con
el estudio de las llamadas sociedades primitivas y tradicionales,
sobreentendiéndose
por los estudiosos de esta época que éstas
tenderán
a desaparecer. Un segundo momento, a partir de la segunda guerra
mundial
-que coincide en nuestra disciplina con el desplazamiento del campo de
estudio de los antropólogos hacia Occidente- comprende el
estudio
de las sociedades que escapan a los cánones de control
político
oficial, es decir, a la normalidad o “institucionalización” de
las
relaciones sociales, y en cuya dinámica la función e
interés
de los antropólogos consiste en el uso de las técnicas de
campo y de los registros orales como mecanismos de visualización
de sectores marginales. Por último, un tercer momento, en el que
el interés ya no toma como modelo la
institucionalización,
es decir, el cuestionamiento de ésta como campo de estudio de la
antropología, sino la importancia de los registros orales como
elementos
de análisis importante para comprender como los sujetos sociales
construyen su realidad social -y en la mayoría de las ocasiones
buscando sus identidades colectivas-, atendiendo a las propias
narrativas
o ficciones mediante las cuales los “colectivos” y sujetos estudiados
establecen
la significatividad de los hitos y relaciones más importantes
-la
trama- sobre la que se definen a sí mismos, es decir, “su
historia”. El coleccionista de historias Dos de los marcos en los que más relevancia tuvo el análisis del discurso y de las fuentes orales en esta primera etapa fueron las etnografías francesa y británica centradas sobre el continente africano y las monografías que en los EE UU se realizaron sobre las leyendas de los jefes indios americanos, en un momento en el que las mermadas tribus indias habían sido confinadas en reservas. Existen otros usos muy diferentes de estos registros, sobretodo dentro de eso que podríamos llamar antropología periférica, pero por esta distinción misma, quizás convenga destacar esta relación que se estableció entre la antropología hegemónica y el colonialismo. De hecho, es en esta etapa inicial, en donde se gesta el aparato conceptual y metodológico que luego -tras la segunda guerra mundial- trataría de aplicarse en casa. Esta herencia tenía unas connotaciones que iban más allá del ámbito estrictamente teórico y que lo vinculan directamente a las funciones controladoras del estado. Los casos francés y británico son probablemente los que más trascendieron al dar inicio a lo que ahora se llaman estudios africanistas, y tener que crear estrategias y recursos para estudiar un tipo de sociedades a las que había que acceder mediante presencia directa del investigador y trabajando con un tipo de fuentes “cualitativas” -es una acepción más que cuestionable- a partir de las cuales producir un conocimiento que permitiese su mejor gestión política, su control. La antropología nace ligada a un conocimiento entendido desde y para el poder. Su distinción con respecto a la sociología no radica en esa naturaleza “abierta” -dispuesta al diálogo- de la antropología cualitativa frente al cuantitativismo de la sociología, sino en la naturaleza los sujetos de estudio y de las fuentes disponibles para estudiarlas. El modelo en ambos casos está en las ciencias naturales, y en las pretensiones de objetividad y de generalización a partir de las cuales abordan sus investigaciones. En Occidente, el Estado ya había construido sus propias fuentes, y la estadística permitía presentar como “real” la normalidad sobre la que éste había reificado su noción de sociedad. Conceptos como institución, estructura social, organización social, etc. utilizados de forma sistemática en Occidente son también los referentes a partir de los cuales sistematizar el análisis de estas sociedades africanas por parte de los antropólogos. Por tanto, en esta primera etapa, la mirada -y si se me permite, el panóptico en esta primera fase es una buena metáfora de ésta- no aparece problematizada, sino problematizadora. Ella busca el orden, instituciones, y para ello hace uso de los registros orales, si bien los traduce a una serie de conceptos y categorías que permita generalizar lo que de compartido y regular “dicen” sus informantes y hay en el comportamiento de la comunidad estudiada. Por tanto, en el marco de una ciencia positivista, el registro oral es traducido a “dato”, y las reglas sobre las que se estructura a institución, situando el orden en ese lugar sagrado con el que el concepto de sociedad había desplazado a Dios. Un ejemplo, si bien este de más allá del Atlántico, que manifiesta la voluntad controladora del discurso una vez convertido en mecanismo de “normativización” nos lo ilustran en este primer momento las historias de vida -leyendas- de los jefes indios americanos. Una vez desplazados las tribus indias de sus territorios originales y confinados en reservas, son muchos los antropólogos que se dedican a recoger la historia de estas gentes, surgiendo además un género -muy difundido en EE UU- literario que trata sobre personajes indios célebres. La producción americana suele vincularse a eso que algunos llaman idealismo, dada la importancia que dan al discurso y, a su vez, al desconsiderar las constricciones materiales y políticas sobre las cuáles sus comunidades de estudio construyen su discurso. En este sentido, los relatos recogidos -las historias de vida en el caso de centrarse únicamente en uno de estos indios célebres- sirven para presentar una imagen mítica, atemporal y abarcadora, de aquellos a quienes estudian. Su manera de entender el mundo, de enfrentarse a él, está contenido en las narraciones recogidas por los antropólogos. El relato atrapa la tradición, aquello que en esencia les contiene, desvinculando al discurso y a “la tradición” -si por ésta entendemos la lectura que de su recuerdo hacen los “nativos”- del contexto material y político presente, que teniendo en cuenta eran las reservas, nada tenía que ver con esas narraciones. Es así como este énfasis idealista sirve al poder, negando la capacidad del discurso para actualizarse y actuar sobre sus nuevas condiciones. La historia muere en el seno de las constricciones del relato. Sin
embargo, los riesgos, o las limitaciones científicas en la
producción
de este saber histórico, según destacan algunos
antropólogos
(Pujadas 1992), reside en la falta de contrastación de la
información,
es decir, la posibilidad de que esa historia construida en formato
literario
sea representativa de la sociedad estudiada, y meticulosidad en la
contextualización
de las condiciones en las que se llevaron a cabo estas historias de
vida.
De hecho, estas acusaciones serán las mismas que en nuestro
propio
país, por no ir más lejos, los antropólogos
científicos
con mayores pretensiones objetivistas lanzaron para deslegitimar las
recopilaciones
de los folcloristas. Aunque habría que añadir, a modo de
cuña, que estas críticas no se hacen eco de ese mismo
contexto
sobre el cuál esa forma de construir historias de vida tomaba
sentido,
y nosotros -lamentablemente- vemos en esta aproximación la
razón
de ser de nuestra antropología. Es más, esta
posición
de algunos antropólogos, refuerza yactualiza
en sus pretensiones objetivistas el carácter colonial de este
tipo
de producción de conocimiento. Podríamos decir que para
los
antropólogos cientifistas de este primer momento hay que
encontrar
algo exterior, sea en forma tradición o de ley -estructura
social-,
a partir de lo cual reconocer el “ser” o autenticidad de las
narraciones
de sus interlocutores. Las pretensiones cualitativas mueren en esta
actitud
“autoritaria”, en esta disposición del antropólogo que
recoge
y sanciona con respecto a un modelo de comunidad o verdad -aquí
son sinónimos-. Las
mismas críticas podrían aplicarse a las formas de
aproximación
al conocimiento de la antropología social británica, en
donde
si bien el énfasis no residió en la reificación
del
discurso -del ideal- se omitieron las repercusiones del dominio
colonial
sobre las comunidades estudiadas, dominio que ejemplificaba la propia
presencia
del antropólogo en el área estudiada y, todo hay que
decirlo,
que no les cortaran la cabeza. En este caso el modelo no es el “ideal”
sino la estructura social, pero los mecanismos de reconocimiento
funcionan
igual. Como enseñan los libros de historia de la
antropología,
el imperio británico basó su dominio sobre sus colonias
en
el control indirecto, es decir, a través del control de los
sistemas
políticos indígenas y su subordinación a la corona
británica. En este sentido, el interés -nosotros no
decimos
que conscientemente, pero sí obviamente a la práctica-
consistía
en construir y estudiar un conjunto ordenado de relaciones sociales que
mantuviese la estabilidad en la zona y permitiese a las autoridades
coloniales
obtener los recursos, con el menor coste militar posible, sobre los que
tomaban su razón de ser en la zona. Es por ello que
deliberadamente
se lanzan a normativizar esas formas de vida salvajes, respetando sus
formas,
pero haciéndolas visibles y controlables por el imperio
colonial.
El discurso pierde relevancia frente al conocimiento de sus formas de
organización
social, y lo efímero de las cosas dichas -de nuestras queridas
fuentes
orales- tendrá que tomar algún formato más
consistente;
así surge este énfasis por una tradición
normativa.
Una tradición anclada en el positivismo y el empirismo, en la
negación
del carácter circunstancial y expresivo de la misma. Los
dos casos mostrados explicitan que la relación de la
antropología
con el poder no está tanto en el uso de discursos materialistas
o idealistas, sino en la adecuación de estos a las necesidades
del
Estado, cuando lo había -ahora en un marco neoliberal son los
estudios
sobre multiculturalismo y ONG, por ejemplo, los que dibujan los
espacios
de adaptación de la antropología a un capitalismo
global-.
En el caso británico reificaban las relaciones sociales de las
comunidades
por ellos estudiadas, normativizándolas, y creando a partir de
estas
pretensiones institucionales unos mecanismos de visualización
que
garantizaban su control por el imperio colonial, a la vez que obviaban
la posibilidad de una tradición dinámica y
asistemática
a partir de la cual sus protagonistas pudieran actualizar y modificar
en
su reproducción social sus condiciones materiales e ideales de
existencia.
Esta circunstancialidad, esta dinámica, será a la que
atenderá
la llamada escuela de Manchester, así como otros
antropólogos
británicos conceptualizados entorno a lo que se ha venido a
llamar
neofuncionalismo. Sin embargo, la aparición del conflicto y del
movimiento, la historia, no escaparán a esta necesidad de orden
de la producción científica de los antropólogos,
dando
lugar a mecanismos homoestáticos y otra serie de artilugios que
encierran a estos salvajes -aunque en movimiento, ahora
subdesarrollados-
en el interior de tradiciones culturales desde las que actualizan el
mundo.
La producción norteamericana también pudo continuar con
la
construcción de discursos, a partir de los cuales encerraban a
sus
sujetos de estudio, aplicándolos a nuevos objetos de estudio
como
los inmigrantes, la pobreza o la marginalización en general. Zurciendo rotos Así, si bien a partir de la segunda guerra mundial se hace menos implícita esta vinculación de la antropología con el colonialismo, la aplicación de su metodología y la redefinición de nuevos objetos de estudio muestra como las relaciones con las intenciones controladoras del estado siguen siendo muy estrechas. La antropología vuelve su mirada sobre Occidente, pero problematiza y estudia aquellos nichos que las restantes ciencias sociales le han dejado. Esto es una reproducción a otra escala de lo que había ocurrido originariamente, con esa especialización de la antropología en aquellos que estaban más allá de nuestras fronteras culturales. Una vez más los primitivos coinciden con los diferentes, con los márgenes que cuestionan la definición de normalidad a partir de la cual está construida la sociedad hegemónica, el centro. Una vez más el papel del antropólogo consistirá en dar existencia a esos márgenes a partir de su visualización y presentación a partir de los cánones estéticos -en tanto producción de conocimiento científico- de ese centro. Esto no evitará el que estos antropólogos comprometidos se vean como defensores de las “causas perdidas”, e incluso se definan frente a lo que consideren las intenciones hegemónicas del Estado, pero lo que no podrán obviar es el problematizar y centrarse en el estudio de las sociedades que resisten o cuestionan esos cánones de normalidad. Los sociólogos y trabajadores sociales que se aventurarán más allá de lo normativo estudiarán “desviados”, mientras los antropólogos intentarán enseñar al resto de la sociedad como esos desviados adquieren sentido en relación a unos estilos de vidas diferentes al hegemónico. De todas formas, y sin necesidad de extenderse en el tema, nuestros nuevos objetos de estudio se caracterizarán por cuestionar esa normalidad hegemónica. Se estudian inmigrantes, drogadictos, delincuentes -es decir, marginados en general- y también sociedades tradicionales, entendidas como comunidades coherentes en oposición a unos procesos de urbanización que ya no permitían trabajar al antropólogo en aldeas o grupos claramente contorneables. Es posible que aquello que empujara a los antropólogos hacia estos sujetos de estudio fuera esta necesidad de “comunidad”, derivada de la importancia del trabajo de campo y de las fuentes cualitativas como principales instrumentos de la disciplina, aunque también es posible hacer la lectura contraria; que la comunidad requiriera de la antropología para existir. Eso es lo que había llevado a los antropólogos a otras tierras que no estaban dentro de estructuras estatales, y a la necesidad de entender la tradición en un sentido normativo, como metáfora del orden legalista occidental. Esa necesidad de orden llevó a diseñar un tipo de estrategias y fuentes específicas para estas comunidades no explicitadas, como vimos un poco más arriba. La necesidad de estructuras, ese énfasis en las formas de organización social que aún caracteriza a la antropología social británica, permitía delimitar y tener bajo control “a los diferentes”, aquellos que existían por y frente a las metrópolis coloniales. Es dándoles existencia como garantizaban su dominio. Esta será también la tarea desempeñada en esta segunda etapa por los antropólogos. Mientras la mayoría de los sociólogos se dedicaban a estudiar una “realidad” en sintonía con su definición normativa, los antropólogos estudiarán esos espacios entre estructuras -espacios intersticiales según algunos- que quedaban fuera de esa normalidad. Y será definiéndolos en forma de comunidad, confinándolos entorno a categorías como identidad, buscando su consistencia y coherencia, como contribuirán los antropólogos con el poder. Al darles existencia según las necesidades del centro, del discurso científico como hegemónico, contribuían a reificar esas comunidades y a construir discursos dentro de los que se intentará atrapar a estos “liminares”. Y será así como ser pobre podrá ser conceptualizado como un estilo de vida entendido desde sí mismo, y el ser inmigrante como una forma de actualización de un ser “foráneo” empeñado en reproducir su mundo de origen, y el ser joven y formar parte de una “tribu urbana” como una forma lograr el marco expresivo e ideológico que no cubre la familia ni la escuela. El antropólogo buscará las estructuras propias de esos otros, cubriendo con ellas los espacios que no permitían su continuidad en la estructura social hegemónica. Definirá la diferencia en relación a aquellos que cuestionan el orden hegemónico, y lo reintegrará al traducirlo al lenguaje del orden, de una relación que cose las distancias con respecto a la estructura. Sin embargo, la antropología académica se haya ya suficientemente enquistada - o institucionalizada- como para incluso no resultarle útil al poder. Los procesos de descolonización y la autonomía que han ido ganando nuestros clásicos “primitivos”, ahora ya dentro de sus propias estructuras estatales, introducen el problema de la “historización” del otro. Las tensiones políticas que cruzan el planeta con motivo de la guerra fría también se ven reflejadas en esta concepción de un sujeto creador de historia; en la antropología periférica se intentan localizar formas de resistencia a la hegemonía, y se busca la creación de dinámicas sincréticas en los discursos de estas gentes ahora “reintegradas en la historia”- en su propia historia como manifestación de su vitalidad-, construyendo narrativas alternativas a la oficial, contestatarias si se quiere. h-(sic)-istorias que sin embargo se definen frente al poder, y que muchas veces encierran en el discurso con el que se les da coherencia las reglas del juego a partir de las cuales ese poder define sus fórmulas de re-conocimiento. La antropología oficial, es decir, la que acostumbra a figurar en los manuales de historia de la disciplina -y como tal conservadora hasta en sus comas- se repliega sobre la aplicación del trabajo de campo y las técnicas cualitativas en nuestros “primitivos” en casa. Tenemos así una continuación de estudios de comunidad que aún hoy en día constriñen el uso de categorías utilizadas por los antropólogos en sus estudios. La necesidad de representatividad, coherencia, incluso la recuperación del proceso histórico como fórmula para apuntalar las pretensiones científicas de objetividad de una realidad que se percibe como efímera arriba -en la azotea que implica la subjetividad de la realidad como construcción social- y que necesita de un centro externo al propio agente, de un inconsciente que dicte las condiciones de posibilidad de lo que esa gente hace o dice. La historia así usada sirve para salvar la distancia que permite al antropólogo mantener su “autoridad”, el poder que le permite definir una verdad más allá de la consciencia de aquellos a quienes estudia. Es así como incluso la historia de estas gentes, que debería escapar a esa definición racionalista decimonónica de civilización como historia, es traducida a sus reglas del juego, entrando dentro de una estructura (positivismo) que si bien no explícita o escrita circula en forma de tradición oral y de una serie de hitos identificables (empirismo) sobre los que se definen las particularidades de “las comunidades” estudiadas”. Esto tampoco escapó a los que antes definimos como periféricos, si bien lo relevante en este caso es la introducción de esa tercera persona que representa el antropólogo como “testigo” de la verdad. Tenemos entonces todo tipo de estudios de a-culturación, en una paradójica negación de ese carácter activo de los sujetos como creadores de historias, y la separación entre historia (como pretensiones de la cultura hegemónica, normalmente en forma de capitalismo) y las diferentes tradiciones culturales desde las que se definen las singularidades de unos aculturados atrapados ahora en “una autenticidad” que se ve amenazada. Este momento también coincidirá con la problematización de la mirada del antropólogo. El otro no puede existir por sí mismo, sino en relación a su definición por el antropólogo -representante cultural del discurso hegemónico-. Desaparece la objetividad -a través de la cual años atrás la reificación de las relaciones sociales y de la tradición quedaban legitimadas- y se entiende la “función” del antropólogo como mediador, intérprete si se quiere, del Otro. El antropólogo se hallaría inmerso en un diálogo con un extraño, participando ambos de un proceso de re-conocimiento intersubjetivo en que el investigador -consciente de su naturaleza etnocéntrica- se esfuerza por modificar sus estereotipos de partida y acercarse a la subjetividad de su interlocutor. En ese reconocimiento de la subjetividad del Otro, en ese recorrer el camino, el antropólogo busca establecer puentes que sitúen su discurso a medio camino entre el mundo del que proviene y aquél que estudia. Esto dará lugar a un proceso que recorrerá la reflexión antropológica hasta rellenar el vacío que ha motivado la investigación. El antropólogo entonces tratará de hacer explícitas las dimensiones a partir de las cuales se ha construido el diálogo y el sentido entre-tejido en el informe final de la investigación. Una vez más las fuentes orales y el trabajo de campo se convierten en mecanismos de producción de conocimiento en espacios de los que no se dispone de fuentes oficiales. Una vez más, la oralidad y la mirada, como aspectos constitutivos de la antropología, estarán subordinados a lograr una estructura que los ordene y de sentido. Esta estructura reconocerá la mutua relación entre alguien que mira y otro que es mirado, pero entendiéndola en forma de proceso que cierra la reflexión que originó la búsqueda por parte del antropólogo y que subordina las interacciones con sus “observados” a la necesidad de un discurso que cierre su investigación de manera coherente. En última instancia todo se reduciría a un ejercicio de comentario: en que la investigación puede ser traducida a una creación que se fundamenta sobre un autor y un tema a tratar. El investigador hace explícita su biografía a partir de la cual nace el impulso intelectual de la reflexión, y recorre con ella la interacción a partir de la cual dialoga, y recorre el camino hacia esa otredad. El destino será la construcción de un viaje inter-subjetivo, en donde el sentido construido por el antropólogo ha incorporado parte de la subjetividad de sus interlocutores. Desde
el punto de vista de las historias de vida, que es uno de los subtemas
que nos ocupa, lo significativo será su uso para ejemplificar
“esos
estilos de vida” diferentes al hegemónico. A través de
una
familia, o de las relatos biográficos de unos cuantos yonquis o
jóvenes es posible reconstruir el sentido de esos submundos,
subculturas
serán llamadas por la escuela de Birminghan en el Reino Unido.
Es
necesario recuperar la dimensión subjetiva de los propios
protagonistas,
y el componente activo que en su diferenciación con respeto a la
estructura hegemónica representan. Generalmente es posible
encontrar
informantes suficientemente representativos como para presentar esos
espacios
no normativizados como normativizados en sus propios términos.
No
somos nosotros quienes caemos en nuestra paradoja, sino quienes siguen
mediatizados por esa necesidad de seguir definiendo comunidadesy
la importancia que aún tenían las ciencias naturales como
modelo a seguir. Ahora ya no es posible refugiarse tras el
término
de tradición, que hasta entonces había funcionado para
equiparar
las comunidades primitivas a nuestra noción de sociedad como
estado.
De partida, lo que aglutina estos estudios es su cuestionamiento de la
estructura social, y lo que orienta su reflexión es la necesidad
de entenderlos como una estructura que define de manera sui generis
aquellos
espacios que no cubre el discurso hegemónico. El mercado como utopía Es un título que me parece apropiado para la situación actual que vive la antropología. Encontramos autores que dicen que es un momento caracterizado por la crisis de la disciplina, mientras otros -los que menos, ya he dicho que eso de la imaginación no es algo que haya promocionado la antropología institucional- afirman que está de moda. Esto se desarrolla paralelamente a esa necesidad de abrirse, de definirnos interdisciplinarmente desde el corporativismo académico, o en la confrontación entre quienes ven la necesidad de definir o buscar nuevos “objetos de estudio” y quienes, al contrario, no necesitan definirse en función de “objetos de estudio”. Y es que una antropología que siempre ha sido la herramienta sutil del poder ahora en su nostalgia de la razón deviene reaccionaria, por no decir nacional-tradicionalista. Muchos incluso buscan su nicho -su trozo de pastel- dentro de una concepción orgánica de sistema-mundo, buscando las funciones que el antropólogo puede desempeñar en la “sociedad” del presente. Por otro lado, y posiblemente más acordes con la fragmentación y las dinámicas que genera el mercado mismo, otros -entre los que nos incluimos- reivindican una definición inútil de la antropología como posibilidad constructiva. Esta última posición, si bien puede convertirse en mistificadora de las buenas intenciones del discurso neoliberal, construye sus relatos tomando como referente la cotidianidad, la carencia misma de un orden institucionalizado que coercione hacia dónde -qué- y cómo mirar. Es así como el periodismo, el cine, la literatura e incluso la museografía, que es el lugar que quizás nos correspondería en tanto que coleccionistas, se convierten en productores de conocimiento antropológico, de productores de sentido de la sociedad en la que vivimos, más que las tentativas de la mayoría de los antropólogos empeñados en seguir relacionando el orden del discurso, en tanto círculo reflexivo, con un concepto de lo público ligado a la concepción durkheiniana de sociedad en tanto que exterior y coercitiva sobre los sujetos a los que da existencia. Es decir, aún hay antropólogos empeñados en identificar prácticas y representaciones culturales, valores y creencias compartidos, a partir de lo que en la práctica observan y escuchan de la gente a la que analizan, situando en el orden de la estructura social, de ese más allá de la realidad concreta, su sentido y su posibilidad de existencia. Sin embargo, y al contrario de la trayectoria histórica que hemos descrito, actualmente el antropólogo, en su función de guardián del orden en tanto que cultural -estudios de identidad, tradiciones, etc-, ni siquiera puede decirse que sirva a un discurso de legitimación del poder -ahora disuelto en un capitalismo global imparable-, o lo que sea que constriña nuestras formas de apropiación de la realidad, pues los procesos o tramas -según los veamos como estructuras consistentes o como una forma de establecer relatos ordenados- que dan vida a lo que la literatura especializada llama globalización están regidos por el mercado más que por la razón. El relato o la trama -una vez demos por buena esa hipótesis que habla de un mundo desinstitucionalizado, sin ese referente externo que constituía la naturaleza y sobre el cual se construía el dominio de la sociedad mediante la razón como ley o norma- mediante el cual se imaginan las identidades -las construccines identitarias tanto individuales como colectivas desde posiciones explícitamente reflexivas, es decir, de las que se tiene conciencia-,renueva la relación moderna entre la necesidad de coherencia y la libertad individual. Ahora la totalidad es a posteriori, es decir, depende de la apropiación que un sujeto se hace del mundo -y media el mercado en lugar de la razón-, mientras que antes esa totalidad -como ya vimos- venía condensada en la tradicióno el espacio público (la ley) como expresión visible del orden del Estado.La necesidad de la totalidad como universal en tanto que garante de la libertad individual es, de hecho, el centro del pensamiento moderno. “Mi libertad acaba allá donde empieza la de los demás”, nos dice Montesquieu, situando en la razón, en nombre de ese ser etéreo y abstracto llamado sociedad, la autoridad que establece los límites sobre los que era posible la convivencia y, paralelamente, la libertad. La ley como razón evita los excesos que provocaría la justicia individual, el egoísmo, delegando al Todo -y no quiero abusar de este sentido teológico de todo- la potestad de establecer las premisas del orden. La sociedad establece los límites a la individualidad, o más aún, la concepción racionalista sobre la que se reifica esta concepción de sociedad establece normas sobre las que se construye lo que es “malo” para la sociedad. La moral deja paso a la razón, a las leyes, aunque también a las convenciones burguesas sobre las que se construye el orden de las buenas maneras o normas de urbanidad -convivencia-. Tenemos por tanto una libertad que no puede escapar a los límites de lo social, del grupo, y cuya individualidad no es concebible más allá de esta institucionalización de las relaciones sociales. Sin embargo, esa globalización e individuación de la que hablábamos, esa des-institucionalización mediada por el mercado, ya no necesitan de la razón como metáfora del orden público del Estado. El panorama “intelectual” se hace eco de este “nuevo marco” en el momento mismo en que recupera autores en su día alabados por su capacidad retórica, su capacidad para producir relatos embaucadores, pero también por su falta de rigurosidad científica o, por qué no, su poca consistencia. La imaginación, y sírvanos de metáfora el título de una de las últimas obras de García Clanclini “La globalización imaginada” (Canclini 2000), es imprescindible para nuestro nuevo rol de chamanes, constructores de sentido, en un contexto en que todo es posible, todo está abierto a la ficción -característica fundamental de la realidad social de la que formamos parte- de los relatos que seamos capaces de construir. Si recurrimos al mercado editorial, nos daremos cuenta que en el plano estrictamente teórico -aunque destacaron en su día por romper precisamente con todo intento de estructura-forma que constriñese los términos en los que se produce la vida- se están recuperando figuras como Georg Simmel, Walter Benjamín o Charles Baudelaire, en un intento por encontrar en lo artístico la posibilidad de acercar la expresividad a la antropología. Lo que resulta en todo caso mortífero es esa traducción domesticada de estos autores -la necesidad de introducirlos en el orden de una academia que busca estructuras-. Autores que precisamente fueron desconsiderados en su día en tanto que no-científicos -posiblemente porque cuando escribieron la ficción y la realidad si que eran planos claramente diferenciados-. La desinstitucionalización rompe con esta frontera real-ficción, y si no, ¿por qué este empeño de los literatos, desde Gao Xingjian, José Saramago o Antonio Muñoz Molina, entre otros, por remarcar que sus obras son ficción, aunque no puedan escapar a experiencias vividas por sus autores? El antropólogo estándar, al contrario, tiene miedo al formato literario, al cine, a todo tipo de lenguaje que de una manera explícita no comunique de manera clara lo que quiere “decir”. ¿Algún antropólogo ha presentado alguna vez una tesis doctoral musicada, es decir, en un CD en el que canta sobre el tema tratado? Y la antropología audiovisual, más nombrada que practicada, ¿dónde situaría las fronteras con otras “disciplinas” como el cine o el periodismo? Al fin y al cabo se trata de contar algo, y eso lo hacemos a través de una “historia”. La escritura es aún hoy en día el referente hegemónico a través del cuál se escriben esas historias, pero ni siquiera este formato-lenguaje está abierto a otras modalidades de expresión escrita como la literatura -en el sentido de ficción- o la poesía, aunque en algún artículo o conferencia alguno de los bibliotecarios guardianes del saber antropológico los haya mencionado. Y es que nuestro antropólogo estándar entiende la comunicación en un sentido de intercambio de información, de cosas, más que experiencias de un sujeto que habla para intentar expresar su subjetividad, obviamente dentro de formas comunicables -y ahí se busca ese sentido de lo social, como consenso ideal o como fragmentación que sólo deviene unidad en la relación misma sobre la que se comunican los interlocutores, eso que técnicamente llamamos intersubjetividad-. Las historias, trayectorias es un término que me gusta más, dependen del contexto, de quienes se hallan implicados en la situación discursiva, incluida la producción de un artículo de antropología, pero sobre todo de alguien que pretende comunicar a alguien una experiencia. Debemos liberar a ésta del formato información-cosa con el que aún trabajan la mayoría de los antropólogos. En este sentido resulta muy sugerente la aproximación a la poesía como lenguaje metafórico de la realidad, lenguaje que permite introducir el diálogo entre la subjetividad de la mirada del observador y lo mirado como una unidad que no es posible descomponer, es decir, que supera la distinción cartesiana etic/emic. El investigador aparece dentro de lo que transmite, y el lenguaje mediante el que se expresa jamás agota el sentido de lo que pretende comunicar, pues se privilegia el componente expresivo sobre el lenguaje conceptual -es decir, la palabra-idea como concepto-cosa-. La mirada se envuelve de lo cotidiano, sin necesidad de provocar extrañamiento, sino intentando empaparse de aquello que inquieta a su curiosidad. La distancia deja de ser necesaria, así como la necesidad de protegernos tras un modelo de realidad social con forma de sistema, ya que las situaciones que envuelven a la cotidianidad escapan a la institucionalización. En cierta manera, como me parece haber oído en una conferencia a Manuel Delgado, el antropólogo es un curioso de lo cotidiano, un niño embobado ante el espectáculo constante que le ofrece la calle. Esta curiosidad es la que desde siempre ha cruzado la disciplina, si bien al habernos especializado en primitivos y marginados, es decir, siempre en problemas para el orden social y político, el exotismo de la distancia favorecía la racionalización de esa cotidianidad ajena. Ahora, lo cotidiano -aquí y ahora- debe volver a convertirse en referente, pero el debate se sitúa entre quienes ven la necesidad de establecer una distancia, un extrañamiento que permita la lógica de la racionalización, o bien quienes entienden la antropología como una forma de comunicación y de producción de sentido, pudiéndose construir estos no únicamente en un formato seudocientífico. En primer lugar, uno de los obstáculos a vencer es ese empeño de la antropología académica en entenderse como útil, y paradójicamente sin trascender más allá de la academia. En todo caso, y en esta función -ya que se empeña en ser funcional- deviene reaccionaria, en su énfasis en identificar “relatos”e identidades contribuye a establecer unas fronteras que el mercado y el capitalismo globalizado ya no requieren. En su obstinada lucha racionalista por el orden reifica un orden institucional, que en sintonía con un orden político sin capacidad de acción sobre una realidad en manos de los mecanismos del mercado, marginaliza mediante su establecimiento de fronteras a quienes identifica. Es decir, en un momento en el que no existen comunidades -aunque quizás no existieron nunca, pero al menos antes su definición servía a las pretensiones políticas del estado y económicas del capitalismo- el antropólogo, y esto es también extensible a otros científicos sociales, mantiene una lucha quijotesca por mantenerlas, por inventarlas con fines folclóricos, los únicos que le dan razón de ser en un mundo globalizado e individualizado. Y no es una paradoja, pues es la mercantilización la que sirve de mediatizador entre estas dimensiones -globalización e individuación- favoreciendo la construcción de identidades individuales y colectivas a partir de los referentes que ofrece el mercado. En
este contexto la oralidad sirve mejor de estructura a la realidad, a la
dinámica del mercado, que el lenguaje escrito e institucional,
que
tenía como referente a la razón y el orden de lo
político
como público y universal. La expresión-subjetividad se
privilegia
sobre la exactitud del concepto-idea. Hay que hablar: terapias de
pareja,
desconocidos que buscan grupos para tomar unas copas y hablar,
educadores
que remarcan la necesidad de que los padres dialoguen más con
sus
hijos, etc. Muestras de una necesidad de comunicación, que, sin
embargo, corre paralela a la consolidación de lo que llamamos
individuación.
La aparición de este nuevo “individualista” con ansías de
comunicarse, aunque normalmente incapaz de hacerlo, viene muy bien
caracterizado
en las últimas películas de Woody Allen. Tenemos
personajes
envueltos dentro de sus propias neurosis, narcisistas incapaces de
reconocer
la posibilidad de existencia de otro más allá de ellos
mismos,
que hablan y hablan, haciendo explícita su identidad, haciendo
un
uso reiterativo de la reflexión para encontrarse a sí
mismos,
pero que -en esta situación de crisis permanente que implica el
estar ligado a esa imagen coherente que crean de sí mismo- son
incapaces
de abrirse a nada que no sea la construcción de su “yo”. Este
mismo
director -Woody Allen- ilustra este cambio en la manera de aplicar el
psicoanálisis
a la realidad que le envuelve: sus personajes ya no son represivos
incapaces
de romper, de vivir la autenticidad que les demanda su instinto
natural,
sino narcisistas sometidos a una ratificación constante de la
imagen
que han construido de sí mismos, pues ya no hay modelo -espejo-
exterior a partir del cual reconocer su belleza o su bondad. El otro sucumbe, pero no como instrumento sobre el que nuestro narcisista construye su identidad, es decir, la construcción de uno mismo a partir de la diferencia, sino que la identidad precede a la relación, monólogos con uno mismo y las expectativas vitales que le empujen a “relacionarse” con un mundo anti-intersubjetivo -cerrado a la posibilidad de considerar la humanidad del otro, la anulación de su subjetividad en su mero consumo instrumental-. Los límites sociales, la represión, ya no encuadran el escenario de nuestros seres individualistas, pues se ha disuelto ese “más allá” romántico, la transgresión, como mecanismo que les permitía liberar la vida, escapar a la estructura. La construcción individual que se hace de uno mismo se convierte en muchos casos más en un límite, en tanto que te coacciona a ser consecuente, en lugar de espacio de libertad, del actuar sobre la marcha, sobre la situación. Este actuar personalizado y vivencial caracteriza las practicas consumistas - y esto hace referencia a las relaciones sociales mismas- de muchos de quienes nos rodean, pero protegidos tras la conciencia de su autenticidad, la actitud reflexiva sobre las que se entienden a sí mismos, sobre las que construyen la imagen que quieren de sí mismos. Posiblemente sea la imagen, o mejor aún, un reflejo de ésta sin un contorno definido, la que mejor defina un tipo de interacciones en que sus moradores buscan la autenticidad en lo efímero, en aquello que muere apenas han corroborado su protagonismo -me he reconocido- en la situación. Entendida ésta como marco que me permita crear lo que yo quiera, pero que perecerá en el desarrollo mismo de la escena. No hay rastro, ni sombra ni historia. Expresividad pura -vida dirían los expresionistas de principios de siglo- que carece de intención, un hacerse sin estructura que hace de esta misma naturaleza efímera sus condiciones de posibilidad, su sentido de la “autenticidad”. La libertad en el individuo vuelve sobre la invención individualista de uno mismo, construyéndose de forma personalizada a partir de los referentes que ofrece el mercado, que es ahora el que dicta las condiciones de lo posible. Esta flexibilización de los referentes a disposición del individuo impide ese sentido compartido y coercitivo de la institución, pues el consumo establece sus propias reglas, más propensas a lo efímero de sus creaciones, que deben morir en el momento mismo de ser consumidas, y a un presentismo que rompe con esa necesidad de linealidad y acumulación que presuponía el discurso racionalista. Y es que la moda y el consumo son incompatibles con cualquier centro a partir del cual se pretenda esa imbricación de lo antiguo con lo nuevo sobre el que toma forma esa continuidad de la historia. Esto, sin embargo, no niega la existencia de la necesidad de coherencia, pero los relatos de los individuos ya no se construyen sobre un arquetipo que los estructura, sino que en él el sujeto presenta una imagen de sí mismo, y en principio pretende ser consecuente en su actuación con esa idea que tiene de sí mismo. La autenticidad ya no viene de la relación que podamos establecer entre el informante y la existencia de una estructura social más allá de él, sino del relato en sí mismo sobre el que el informante se inventa (se construye). Recordáis esa frase de la Agrado, una de las protagonistas de la película de Pedro Almodóvar, Todo sobre mi madre: “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”. Matrix, como película de éxito, ejemplificaría también este momento, en que la realidad ya no depende del sistema (primer momento que hemos presentado), ni de definirse contra el sistema (como segundo momento), sino de ser uno mismo y buscar en esta individualidad la autenticidad. Otros novelistas de éxito también integran estas necesidades actuales de experimentación, individualismo y presentismo, como los bestsellers de Paulo Coelho, y sirva como referencia “El alquimista”. La expresividad sin embargo no es que no esté modelada, pues está construida a partir de fines instrumentales como la satisfacción narcisista o el éxito, como evidencia la amplia literatura que desde un espacio empresarial -numerosos cursos de recursos humanos- se utiliza dentro de eso que se llama inteligencia emocional. Y es que el individuo sólo mantiene de su ideal ilustrado su consideración como totalidad, como búsqueda constante de ésta en la construcción coherente de su yo, que le permita suscribir un contrato constante, aunque inarticulado, con el consumo. Sin ir más lejos podemos referirnos al último premio novel Gao Xingjian: “Las grandes corrientes de arte del siglo XX en Occidente han sustituido las sensaciones por los conceptos ... En chino arcaico, el concepto “novela” se refiere a lo que tiene poca importancia, a lo que existe al margen del poder. Una novela puede incluir poemas, notas de viaje, leyendas. La novela es el mundo de la libertad, en el que todo es posible, un universo que funciona sin ninguna relación con la moral, la educación o la ética. La novela es un juego del espíritu, como también puede serlo la filosofía. La diferencia entre la novela y la filosofía es que la primera es obra de la sensibilidad, surge de una mezcla de deseos, códigos y convenciones arbitrariamente construidas”. (Martí 2001:7) Este mundo no-institucionalizado se parecería mucho al mundo de la novela si no fuera porque el mercado impone el género literario sobre el que vivir: consumo -y ahí es donde podríamos hablar de homogenización- e individualismo -desde estas construcciones imaginarias de uno mismo, al resurgimiento de todo tipo de particularismos nacionalistas-. La película que ha lanzado a la fama a nuestro Javier Bardem -Antes de que anochezca- también ilustra en su lenguaje poético esa posibilidad de escapar al orden institucional, mediante la producción de belleza, de un arte que el poder no puede controlar, como le comenta en una escena uno de los miembros del jurado a Reinaldo tras haberle “robado” el primer premio. La creatividad como forma de libertad se reencuentra con el individuo de una forma diferente a la que aconteció durante el romanticismo: ya no hay necesidad de transgredir ni de oponerse al sistema, el individuo puede construirse a sí mismo mediante los procesos de personalización que posibilita el mercado, siendo éste el referente y no ese “concepto de sociedad” que actuaba como modelo sobre el que se proyectaban los límites de la individualidad. El cine puede ser un buen ejemplo para ilustrar este momento, y que mejor “modelo” que el film de Robert Altman Vidas cruzadas, que ha servido de arquetipo a muchas otras películas que se han realizado posteriormente. Las grandes ciudades, como muy bien ilustra Manuel Delgado en El animal público (1999), ya no son el espacio del caos que los antropólogos como reformadores morales buscan reintegrar en el orden. Durante mucho tiempo este espacio asistemático y abierto a la invisibilidad ha sido concebido como sin alma, sin esa amalgama que permitiese entenderlo como totalidad ordenada y dotada en su interrelación con el Todo de vida . Es decir, frente a las “comunidades tradicionales”, la ciudad aparecía desintegrada, moviéndose por inercia y, por tanto, como analogía de Frankenstein, sin ese sentido de la vida que implica entender su existencia como derivada de la sociedad, o de Dios. “Sólo piel y huesos” diría otra vez Manuel Delgado. Pues bien, la película elegida muestra esa nada, si bien no como vacío sino como potencialidad creadora. Cruces casuales entre personajes que no se conocen que dan lugar a mini-historias, breves fragmentos de relatos, que se hacen y deshacen a lo largo de toda la trama del film. No hay una estructura o hilo conductor que necesite prescribir coherencia, sino situaciones sin continuidad episódica, cortocircuitos entre relatos que nos van llevando de un personaje a otro. El
periodismo también se ha hecho eco de estas tendencias e integra
en sus reportajes polifonías de voces que intentan dejar una
situación
abierta, más que reintegrar a sus personajes entorno a una
narrativa
en tercera persona que unifique sus voces. Desaparece un modelo de
verdad
y los medios de comunicación comercializan esta
pluri-sinfonía
de discursos en sus espacios televisivos al ratificar la existencia y
validez
de individuos considerados significativos en sí mismos. En este
sentido, los medios de comunicación alimentan la
producción
de ciertos referentes, influyendo en esa flexibilización de
imágenes
que implica una moda personalizada -contribuyendo en este sentido a la
homogeneización-, mientras que a su vez ayudan a difundir esa
existencia
del individuo como un “ser” en sí mismo, como totalidad, que
construye
su libertad a medida que se hace a sí mismo. Y, entonces, tras
este
recorrido histórico podemos preguntarnos ¿qué
pinta
el antropólogo en este momento? Posiblemente tenga mucho que
decir,
muchos, esos anónimos que trabajan en el mundo de la publicidad,
ya lo están haciendo, pero ahora hace falta que la academia deje
de insistir en su cruzada quijotesca por el orden.
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