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Lo humano, entre dos mundos En el libro de Otto Walter Ensayos sobre el mito, el autor nos describe la noche desde una perspectiva literaria, pintada por el gran poeta romántico Hölderlin. Explica que aquello que concierne los símbolos y la metáfora ha sido relegado al dominio de la ficción poética, único medio en donde todo aquello que de esta realidad relega, como el mito, la literatura y el arte en general es tolerado y protegido por nuestra confusión de espíritu en lo que respecta a qué es justamente la poesía. Este autor afirma que el ser humano vive en dos mundos y a continuación nos da una imagen de ellos:
La
representación que el poeta nos hace
en este magnífico poema sobre la noche es completamente distinto
de la representación que de ella harían los
astrónomos:
«las representaciones suscitadas por el poeta no tienen
ningún
lugar en un universo regido por leyes físicas» (Walter
1987:
5). Estas imágenes, estos símbolos no tienen ninguna
realidad
material como aquellos objetos de nuestra experiencia prosaica, de
nuestro
pensamiento inteligente y riguroso. Y, sin embargo, constituyen una
realidad,
pero ¿cuál?, ¿de qué realidad se trata? A
falta
de una respuesta fallida, podemos sentir que estas imágenes
alcanzan
mejor las 'cosas' que ningún otro concepto o palabra; como dice
la voz popular: "una imagen vale más que mil palabras".
Así
pues, deducimos que debe haber algo en las 'cosas' que demande ser
abordado
precisamente así, de forma poética, y no de otra manera.
Y es que hay 'cosas' en este mundo que no piden explicaciones sino
desvelamiento,
desocultación. Tal es el caso del misterio de la creación
del mundo y del ser humano. Desvelar no es una cuestión de
método
sino de arte, cuyo principio epistemológico de 'verdad', se
encuentra
enraizado en la comprensión diálogica, en la
intersubjetividad. Ciencias humanas, ciencias sociales El advenimiento de lo social, propio de la modernidad, implica una ruptura con el mundo clásico. En este último, las dimensiones claramente diferenciadas de público y privado constituían dos mundos diferentes entre los cuales el ser humano se movía, el discurrir humano tenía lugar. Por un lado estaba lo político, en donde el ser humano cobraba una dignidad que lo elevaba de la efímera cotidianeidad del dominio privado constituido por la familia y la economía. En esta esfera privada, el ser humano era como cualquier otro animal; en ella reinaba la ley de la selva, dándose así toda clase de desigualdades. En términos propiamente modernos, el hombre era, en esta esfera, un animal social. Por el contrario, en el dominio público, en la esfera política, el ser humano elevaba su condición animal a la de propiamente humano y ello, por la palabra y la acción (Arendt 1961). Cada día, los ciudadanos debían alternar entre estas dos esferas. Lo público y lo privado constituían dos mundos, completamente diferenciados pero complementarios, formando así un orden tanto ético como estético, llamado cosmos. En este cosmos, el ser humano era un ciudadano de (entre) dos mundos (Gadamer 1998). Con la caída del imperio romano, la Iglesia ofrece a los seres humanos un sustituto de la ciudad. Así, en la Edad Media, «la tensión medieval entre la oscuridad de la vida cotidiana y el grandioso esplendor que esperaba a todo lo sagrado, con el concomitante ascenso de lo secular a lo religioso, corresponde en muchos aspectos al ascenso de lo privado a lo público en la antigüedad» (Arendt 1993: 46). De una manera grosera, cabe aquí identificar lo público y lo religioso, siendo lo secular en esta época un 'equivalente' a lo que privado fue en la antigüedad. Con la aparición de la sociedad en los albores de la modernidad, desaparece aquello que distingue estas dos esferas, cambiando así el significado tanto de lo público como de lo privado. Ambas significaciones se han reabsorbido en una sola: lo social. De esta manera, aquello que en el mundo antiguo era propio de lo privado, el hogar, el trabajo y la economía, asciende a la esfera pública. Aquello que era condición indispensable para ejercer en la esfera pública, la tierra, desaparece en pos de la propiedad colectiva, Nación. La tierra privada se colectiviza y el ser humano sufre así su primer serio destierro, al que seguirían otros (Arendt 1961). Por otro lado, lo propiamente público y singular desaparece bajo la igualdad democrática y consensuada, propiciada por la revolución francesa, dando lugar al conformismo. Desaparece así el sentido común -sensus communis-, cuyo fundamento se encuentra en la dimensión intersubjetiva de lo humano. En este contexto de la Ilustración se desarrollan las modernas ciencias sociales tal y como hoy las conocemos: medicina, psicología, sociología, antropología y economía, basándose en principios epistemológicos, metodológicos y técnicos propios de las ciencias naturales como la estadística, la experimentación y el método hipotético deductivo, que sentarán cátedra. Es así que, sobre la base estadística de la media aritmética, tomarán estas ciencias sociales un carácter científico, haciendo así de la norma el ideal. De esta manera, la norma se define hoy por un solo criterio: la media estadística, «traducción matemática de la mediocridad» (Bertrand 2000: 14). Los científicos sociales se convierten en tecnólogos, 'especialistas sin alma', que dispensan remedios para el buen comportamiento (Geertz 1994). Lo humano deviene así social: «… a partir de Durkheim lo humano, se convierte (…) en sinónimo de lo social» (Salazar 1996: 25). De esta manera, el estudio de lo social sigue la metafísica kantiana, confiriendo a los fenómenos sociales «una categoría ontológica equivalente a la de los hechos de la naturaleza, es decir, una categoría ontológica que los haga susceptibles de ser analizados científicamente de manera análoga a como proceden las ciencias naturales» (Salazar 1996: 26). En este contexto, el problema de fondo de la antropología en tanto que ciencia social, aquello que constituye el núcleo fundamental de su crisis profunda de la cual hoy todavía no ha salido, es que pretende hacer como las ciencias naturales, convirtiéndose así en una ciencia empírica sobre la naturaleza humana: «Para los especialistas en ciencias sociales (…) la antropología es una ciencia empírica porque formula conclusiones acerca de la naturaleza de los seres humanos» (Rossi y O'Higgins 1981: 12). Radcliffe-Brown ya definía la antropología social como «ciencia natural de la sociedad» (Salazar 1996: 10). La antropología pretende ser una ciencia natural como lo es la física, la biología, la zoología. Comelles (1993) nos muestra claramente cómo la antropología es todavía una ciencia natural que reduce al ser humano a su condición biológica:
Lo que caracteriza a las ciencias sociales es la 'usurpación' de métodos propios de las ciencias naturales. Así, en antropología, la observación participante resulta ser «un trasplante de la observación naturalista de los zoólogos» (Jociles 2001: 3). Pero, además, también se adoptan postulados evolucionistas y deterministas al igual que en las ciencias naturales. Así, el determinismo biológico tiene su corolario en antropología en el determinismo social cuyo objeto de estudio empírico se centra en la estructura social (Radcliffe-Brown 1952). Todo es lo mismo y uno. Así: «las leyes del pensamiento (…) son las mismas que las que se expresan en la realidad física y en la realidad social» (Lévi-Strauss 1969: 451). Todo se reduce a lo mismo, física y química diría Severo Ochoa, y desde esta perspectiva, el ser y lo social también son física y química. Ello obligará a las ciencias sociales a adoptar igualmente el propio lenguaje de las ciencias naturales y, en este sentido, se hablará en el ser humano de conceptos tales como orgánico, mecánico, necesidad, adaptación, funciones, estructuras, medio, especie, etc. No es pues de extrañar que las ciencias sociales hayan sido siempre consideradas «como ciencias naturales subdesarrolladas que esperan sólo el tiempo y la intervención de las regiones más avanzadas de la ciencia para adquirir solidez» (Geertz 1994: 33). Finalmente, el principio de universalidad de las ciencias de la naturaleza también será adoptado por las ciencias sociales como la antropología, por lo que su contenido será aceptado como universal y generalizable a todos los diferentes pueblos y, por lo tanto, adquiriendo ese carácter absoluto:
Este principio universal y universalista en antropología subyace en la característica de ciencia global u holista, es decir, que lo abarca todo: «la antropología, (…) es una ciencia holística (…) Estudia la totalidad de la condición humana: pasado, presente y futuro; biología, sociedad, lenguaje y cultura» (Kottak 1996: 2). Este distintivo, holista, de la antropología, debido a la especialización moderna que ha permitido la emergencia de múltiples campos antropológicos se ha modificado (Ember 1997), de tal manera que la visión holista se define por «el intento de describir las partes de un sistema por referencia al todo de ese sistema» (Harris 1998: 54). El espíritu antropológico que «aspira siempre a conocer al hombre total» (Lévi-Strauss 1995: 370) aún hoy impregna la mirada antropológica, haciéndose heredera de pretensiones filosóficas acerca del conocimiento humano: «La antropología es el estudio de la humanidad» (Harris 1997: 23). La
antropología parece no comprender
que la ciencia se aproxima a los fenómenos desde una
posición
concreta que implica una visión del ser humano y del mundo,
siempre
parcial e incompleta, es decir, que podemos aproximarnos a los
fenómenos
desde diferentes puntos de vista y todos ellos tan reales y verdaderos
los unos como los otros:
Se ha de
reconocer,
sin embargo, que las ciencias
sociales, «usurpadoras ignorantes y pretenciosas de la
misión
de las humanidades» (Geertz 1994: 33), han comenzado a utilizar
analogías
propias de las ciencias humanas, liberándose, «sólo
parcialmente, de sus sueños de física social -de las
leyes
de alcance universal, de la ciencia unificada, del operacionalismo y
todo
eso-» (Geertz 1994: 36). Así, autores como Ricardo Yepes y
Javier Aranguren (1998) entre otros, hablarán de diálogo
e intersubjetividad para fundamentar la antropología. Ahora
bien,
no se trata de introducir conceptos como alteridad, otredad,
intersubjetividad
sin implicar, además, todo un giro metodológico
(métodos
y técnicas) que vaya acorde con esta línea de
pensamiento,
abandonando así mismo la noción de traducir al otro, ya
que
sigue siendo un hablar del otro y no un hablar con el otro. Concepción (científica) del ser humano Como la ciencia no puede abarcar el fenómeno global, no le queda más remedio que abordarlo parcialmente, rompiendo así la visión global de los fenómenos que estudia. En este sentido, no debiera nunca olvidar que su percepción es una entre muchas y tan real -o no- como las otras. Pretender olvidar que la ciencia es sólo una perspectiva es caer en el dogmatismo científico naturalista y utópico según el cual podemos observar el mundo desde ninguna parte como si pudiéramos abstraernos de nuestra propia existencia, de nuestra propia situación de observadores, de experimentadores (Jager 2001): «es ilusorio pensar que la ciencia nos proporcionaría un punto de vista absoluto e inhóspito que daría un acceso absoluto al mundo» (Jager 2001: 2). Cuando las llamadas ciencias sociales toman prestado técnicas de las ciencias naturales, están abrazando así mismo una concepción naturalista del hombre, según la cual es posible entender al ser humano fuera del contexto que habita. Lo sitúan en tierras inhóspitas e inhumanas propias de la ciencia: «La ciencia manipula las cosas y renuncia a habitarlas» (Merleau-Ponty, 1964). Este autor habla del esfuerzo que hace el observador naturalista para olvidar su propia posición y su puesto de observación en un mundo habitado. "Manipular las cosas", luchar contra la naturaleza es dejar de lado, temporalmente, la posibilidad del verdadero encuentro entre las 'cosas' y los seres. Manipular las cosas quiere decir alejarse temporalmente de lo propiamente humano, el encuentro, la morada. Ahora bien, renunciar a habitar las cosas es propio de la ideología materialista y positivista que niega el hecho de que después del trabajo (en el laboratorio), uno debe volver a casa, al hogar que es el verdadero fundamento de la vida humana y que nos abre hacia el encuentro con los otros. La ciencia reconoce el otro mundo, el de las relaciones hospitalarias y abiertas con los otros. El cientifismo no. Este espíritu cientifista es el que predomina hoy en algunas ciencias naturales y por supuesto, en las ciencias sociales, que pretenden un reconocimiento en tanto que ciencia y verosímil (real). Al confundir la realidad humana con la natural, las ciencias sociales parten del postulado epistemológico materialista -positivista- según el cual existe una realidad social objetiva y externa, susceptible de pensarse como independiente del sujeto que la investiga (Salazar 1996). Esta realidad objetivamente percibida, podrá ser explicada también en términos de causa y efecto, partiendo de hipótesis verificables que conferirán a la realidad su carácter verídico y absoluto. Al proceder de esta manera, la antropología -así como las ciencias sociales en general- pretende objetivar lo humano, someterlo a pruebas, siguiendo el método cartesiano de la duda y, por lo tanto, poniendo en duda la realidad de su existencia. Se prestará, así mismo, a los mismos criterios empleados por la metodología cuantitativa (Hammersly y Atkinson 1994), los cuales pretenderán demostrar la validez y fiabilidad de lo 'supuestamente' cualitativo, es decir, para que esta metodología tenga una credibilidad. Se hablará, así mismo, de criterios de calidad (Valles 1997), de técnicas de triangulación -utilización de diferentes métodos dentro de una misma investigación- (Hammersly y Atkinson 1994), y otras técnicas, todo ello siguiendo siempre los criterios positivistas de las ciencias naturales según los cuales todo aquello que se sale de la pura objetividad es relegado a ficción, a mentira, a subjetivo e irreal. Con ello, se condena una parte del ser humano al ostracismo de lo a-científico y, por lo tanto, del no reconocimiento. La cultura, objeto de estudio consensuadamente aceptado, de la antropología no puede ser -ni ha sido- sometido a este tipo de metodología y, por lo tanto, todos sabemos que ella existe. Ahora bien ella existe, como nos lo recuerda el antropólogo Edward T. Hall, en tanto que lenguaje silencioso (Hall 1984), en tanto que dimensión oculta e invisible (Hall 1971). A pesar del reconocimiento de esta dimensión oculta, el autor afirma:
Todo aquello que concierne la cultura concierne el sentido, el significado y ello no puede ser validado. Esta obsesión
por ver lo humano como
problemático y necesario de solucionar deriva también de
las ciencias naturales que entienden el mundo desde la perspectiva
-metafórica-
del obstáculo (Jager 1996), perfilándonos así un
universo
continuo, infinito y homogéneo que ofrece resistencias para ser
dominado, domesticado. Es un mundo en donde impera la fuerza y el
trabajo;
en donde se nos habla de un mundo inhóspito y duro: el habitat
natural.
No habrá separaciones, ya que buscará siempre el
eslabón
perdido que falta en la comprensión de los procesos
químicos,
físicos y biológicos (Jager 1996). Se trata de un mundo
caracterizado
por el deseo ferviente de continuidad, de unidad, de eliminación
de todos los obstáculos. Un mundo así produce una
abundancia
de herramientas y celebra las soluciones a los problemas planteados
(Jager
1996). Los trabajos de Spitz (1945) y Bowlby (1969) han (de)mostrado
suficientemente
que la vida humana es algo más que reflejos, necesidades,
estímulos,
respuestas. El conocido "síndrome de hospitalismo" que
desarrollaron
y profundizaron dichos autores evidencia cómo niños
huérfanos,
con todas sus necesidades físicas cubiertas, morían sin
aparente
explicación en los hospitales después de la II Guerra
Mundial.
Estudios sobre este fenómeno apuntaban a otros factores como el
contacto, la voz, el tacto. Variables todas ellas directamente
relacionadas
con las relaciones humanas. Y es que, si hay algún medio o
entorno
propiamente humano, éste es el de las relaciones humanas
mediadas
por la cultura, es decir, relaciones cultivadas, mediadas, en donde el
otro deviene un sujeto y no un objeto instrumental para un fin
cualquiera. Poesía, ciencia y cientifismo La esfera de las ciencias humanas, de las artes y de las religiones nos ponen en presencia de otro mundo (Jager 1996), restaurando, bajo una forma simbólica, la unidad perdida entre el ser humano y la otredad. Minkowski (1999) llama nuestra atención sobre estas dos maneras de mirar el mundo y de entrar en contacto con él a través de Balzac (Jager, no publicado). En el libro epistolar Le lys dans la vallée, de Balzac, el protagonista Félix describe, en una carta dirigida a su amante, el momento de su infancia en el cual, por primera vez, se sintió maravillado por la belleza del cielo y de las estrellas. El libro cuenta efectivamente que un día, cuando la noche caía, Félix, que tenía entonces cinco años, estaba confortablemente apoyado sobre una higuera, mirando apasionadamente el cielo y descubrió el esplendor que desprendía un astro. Abandonándose a un delicioso ensueño, casi mágico, Félix atravesó el umbral que le conduciría al mundo de los sueños, los mitos y la poesía. Este momento fue perturbado por la llamada de la criada, quien venía a buscarle para cenar:
En esta escena, podemos observar la manera natural-científica, que nos hace descubrir los hechos brutos a los cuales uno puede aproximarse a través de una mirada pura, objetiva y desinteresada. Desde esta perspectiva natural, el mundo se revela como universo ilimitado cuya comprensión científica requiere del modelo físico-matemático. La otra, aquella en que los ensueños y la poesía autorizan, revelando así un mundo común, habitable y habitado concierne a las ciencias humanas. Mientras que el mundo de la comprensión, privilegiado por las ciencias naturales, excluye toda referencia a la intersubjetividad y, naturalmente, toda alusión a la hospitalidad y la habitación humana, tornándose explicación, comprender dentro de las disciplinas humanas significa transportar el fenómeno en el horizonte del encuentro entre invitado y anfitrión, en gesto de hospitalidad. Este gesto es susceptible de interpelar la atención del otro, ya sea éste oyente, espectador o lector. El mundo puede emerger del contacto con un libro, una película, una obra de teatro, un cuadro, una escultura o una comida. Así, para la ciencia, el vino es el resultado de una composición química compleja. No se trata de un néctar delicioso; no alberga en él ningún ensueño; no es el vino de un anfitrión y su invitado, del comensal o del poeta de los viñedos. Ante la puerta del laboratorio, el vino deja de ser fuente de placer para convertirse, ante el ojo del científico, en un liquido con propiedades químicas particulares. Por el contrario, para quien trata de aproximar un fenómeno desde el punto de vista de las ciencias humanas, de la literatura o de la religión, comprender significa construir y cultivar un mundo común susceptible de acoger, reservando lugares para pueblos diferentes, hombres y mujeres, hombres y dioses, mortales e inmortales (Jager, inédito). El literato Isak Dinesen nos muestra con gran maestría estas dos actitudes ante un mismo alimento, el vino, a través de las figuras de dos hermanas, Martine y Philippa, y de la criada Babette:
Cuando adoptamos la actitud de las ciencias naturales buscamos poner el objeto de estudio dentro de un conjunto completamente indiferente del destino de la vida humana, gobernado por fuerzas naturales. En un mundo en donde el vino no cambia jamás de naturaleza, de sabor, de color, de olor. El vino es vino. La cosmología o la fenomenología nos incitan a ofrecer un aspecto íntimo de nuestra experiencia con el otro para transformarla en parte de un mundo común, habitable y habitado. En este contexto, el vino puede ser un elixir o un veneno, la sangre de Cristo o el espíritu de Dionisos (Jager, inédito). Ambos aspectos del vino, como de la existencia humana, existen aunque en mundos diferentes, los cuales no pueden ser negados. La actitud de la madre de Félix no corresponde ni a la actitud propia de las ciencias humanas ni a la actitud del científico de las ciencias naturales. Representa la actitud 'cientifista' o ideológica que no admite más actitud que la objetiva, habilitada para observar los fenómenos naturales en función de leyes físicas que la determinan. Una manera que requiere únicamente de la tecnología, en este caso de un telescopio, despojando a la imaginación de su lugar legítimo en el mundo humano. Esta actitud 'cientifista', representada por el personaje de la madre, es totalmente diferente de la actitud verdaderamente científica que reconoce la existencia de estas dos realidades, otorgándoles a cada una de ellas una identidad diferenciada. Mientras que la actitud de Félix se encuentra dentro de esa experiencia ingenua, próxima a la poesía, cuya rica aportación permite una contribución importante a la comprensión de la condición humana, la de su madre, muestra una dificultad para concebir otra forma de mirar el cielo que la de un astrónomo. Representa finalmente esa creencia que se ignora como tal y que nada tiene que ver con la ciencia. Es esta creencia, y no la ciencia, quien querría que sólo la ciencia guíe nuestra vida individual y colectiva. Esta creencia, que no es otra cosa que un intento de absolutismo de la perspectiva que la ciencia natural ofrece del mundo, no es en sí misma científica sino ideológica. Falta integrar la dimensión ética que concierne al mundo humano. Sólo dentro de un mundo intersubjetivo propio de la habitación humana, anterior y primigenio, la ciencia cobra sentido. La cosmología de Minkowski se opone a esta ideología 'cientifista', afirmando que las ciencias naturales sólo presentan un aspecto del mundo, y especifica que dicha posición debe complementarse con la perspectiva poética susceptible de revelarnos otros aspectos. Esta cosmología -fenomenología- no niega la verdad revelada por las ciencias naturales, sino que contesta la pretensión de éstas en tanto que detentoras de una única verdad a partir de un retrato sintético con carácter absolutista del mundo en el cual vivimos. No se trata, según Minkowski, de rechazar una u otra actitud, pues ilegitimar una de ellas no haría sino empobrecer nuestra cultura y disolver una parte de nuestra humanidad. En este contexto, una existencia plenamente humana permite cohabitar ambas actitudes sin que una excluya la otra. Como el día y la noche se suceden complementariamente en la existencia, también la presencia de una actitud suspende temporalmente la otra, manteniéndola en perspectiva. Así, la ciencia nos revela aspectos fascinantes del universo, pero lo hace «después de haber despoetizado y haberle quitado todo su perfume, como lo exige de ella la finalidad que persigue» (Minkowski 1999: 166). Según la perspectiva 'cientifista', el ser humano es capaz de entender el mundo una vez expulsado del paraíso y haber roto el lazo poético y mítico que nos une al mundo. Aprender a vivir en el mundo exige del ser humano una ruptura con el fundamento mismo del ser: la poesía. Esto, en el contexto de la modernidad, significa eliminar toda traza de percepción infantil o ingenua en la mirada al mundo. Conocer implica cambiar la presencia poética de una estrella por la prosaica de un cuerpo celeste. Es posible pensar que el 'cientifismo', al apostar únicamente a la carta de la separación radical entre los mundos celeste y terrestre, ha engendrado no solamente el utopismo científico y tecnológico, sino también el culto a la muerte (González 1996). Idea que en una primera lectura puede parecer grosera pero que lo es menos cuando ha creado la esperanza de un retorno al paraíso perdido, gracias a la ciencia y la tecnología que todo lo pueden. En y por ella se tiende a borrar y eliminar todo obstáculo o límite con la finalidad de apropiarnos del mundo. En suma, se pretende borrar toda diferencia, toda duda, toda ambigüedad, toda ambivalencia. En este contexto, se confunde el encuentro con la empresa, el carácter hospitalario de las primeras imágenes con la posibilidad de dominar aquello que se ofrece a la mirada. Se tiende a vencer toda falta, a llenar todo vacío. En contraposición con esta posición 'cientifista' que conduce a exiliar la existencia humana en un solo universo natural científico, la cosmología -fenomenología- pretende que el ser humano habite un tiempo y un espacio que pueda abrirse tanto a la ciencia como al arte, a la naturaleza como a la cultura, a uno como a otro, al ser humano como a Dios. Siguiendo esta constatación, resulta posible reconocer la esencia del movimiento político-filosófico del 'cientifismo' que consiste en conformar, limitar y reducir nuestro otro mundo y espacio, el cultural, a la única dimensión universal de las ciencias naturales, convirtiendo los dos mundos humanos en un solo mundo unidimensional (Marcuse 1994). Es contra este 'cientifismo', y nunca contra la ciencia, que la cosmología -fenomenología- protesta, defendiendo la idea de una vida cultural que se extiende como un esfuerzo perpetuo para relacionar mundos diferentes que son parte integrante de nuestra vida y que deben ser unificados fuera de toda tentativa de disolver sus identidades. Así, las llamadas ciencias humanas, ahora ciencias sociales, también están dominadas por el afán científico de las ciencias naturales, convirtiéndose éstas en cientifistas. El objeto de las nuevas ciencias sociales será llegar a obtener leyes universales de los asuntos humanos, ahora sociales. El concepto de logos, palabra reflexionada (Heidegger 1958), se transforma en razón; lo real y verdadero se transforma en verosímil y probable. La ciencia -natural y social- adquiere así el carácter sagrado que antaño lo habían tenido la política, la cultura y la religión. Aparece así la ideología 'cientifista' que subyace en las ciencias sociales, elevándola a la categoría suprema de Dios. Ello (de)muestra que el ser humano necesita trascender su propia condición finita y limitada, aunque no lo logrará solamente a través de la ciencia, sino de la cultura. El concepto griego, Cosmos, desaparece en pos del universo, desapareciendo así, desde una perspectiva ontológica, un mundo cualitativamente diferenciado (Koyré 1973). La destrucción del Cosmos hace que desaparezcan de la ciencia todas las consideraciones fundadas sobre esta noción, produciéndose así la matematización de la naturaleza y de la ciencia (Koyré 1973). En las ciencias
humanas el criterio científico
de peso es aquel que concierne a la significación, cuya validez
se apoya en el sentido común (Gadamer 1997). Vico (1995) erige
el
recurso a este sentido, en contra de la razón moderna: «Lo
que orienta la voluntad humana no es, en opinión de Vico, la
generalidad
abstracta de la razón, sino la generalidad concreta que
representa
la comunidad de un grupo, de un pueblo» (Gadamer 1997: 50). Metodologías cualitativa y cuantitativa: dos realidades científicas diferentes Así pues, las ciencias sociales, como su calificativo social lo indica, borran toda diferencia y distinción entre lo propiamente humano y lo natural -o social-. En metodología, esta confusión y eliminación de dos maneras de hacer, fusionándose en una sola, se traduce en la mezcla de ambas maneras de hacer en una sola investigación, apareciendo lo cuali-cuantitativo o lo cuanti-cualitativo. Esta confusión se extiende al método y a la técnica, de tal manera que una técnica de producción de información -recogida de datos-, como la observación participante -trabajo de campo- en antropología, se definirá como método -manera o modo de conocer-, distinguiéndola así de las otras ciencias sociales. Dicha confusión entre técnica y método resulta a veces bastante evidente:
En este párrafo no sólo se evidencia la indistinción entre técnica -observación participante- y método -método clínico- sino que la confusión aparece en la expresión "instrumental técnico-metodológico". Métodos, maneras de llegar al conocimiento, no hay tantos en metodología cualitativa. Sin embargo cuando leemos títulos como "Métodos y técnicas cualitativas de investigación en ciencias sociales" o " Etnografía. Métodos de investigación", enseguida observamos la confusión entre una manera de hacer que guía el conocimiento de fenómenos humanos y una manera de producir información a la cuál debe siempre seguir un análisis de la información recogida. La confusión llega a su máximo exponente cuándo las ciencias sociales pretenden verificar en el ser humano y en los asuntos igualmente humanos hipótesis a partir de técnicas estadísticas, olvidándose de o modificando a su conveniencia los principios científicos establecidos por la epistemología con autores como Descartes, Bacon, Hume y Kant. Así:
En otras palabras, la ciencia intenta demostrar la falsedad de las hipótesis, lo que se traduce en estadística como hipótesis nula: «Pues, someter a tests una teoría, es siempre, así que en todo examen riguroso, intentar mostrar que el candidato está en un error, en la ocurrencia que la teoría implica una aserción falsa» (Popper 1985: 288). En otras palabras, «desde un punto de vista lógico, todos los tests empíricos constituyen en consecuencia tentativas de refutación». No se puede pues acordar a las teorías -por muy científicas que éstas se pretendan- el estatuto de verdad sino solamente un grado de probabilidad: «Todo lo que podamos jamás esperar afirmar de una teoría es que explica esto o aquello, que ella ha sido severamente sometida a tests y que ha resistido todos nuestros tests» (Popper 1985: 288). Siguiendo la lógica matemática se puede incluso demostrar que toda teoría, incluso las peores, tienen la misma posibilidad, a saber, cero. Ya David Hume afirmó en su día que el recurso a las probabilidades no puede resolver el enigma de la experiencia (Popper 1985). Los análisis lógicos muestran en consecuencia que la experiencia no es una acumulación mecánica de observaciones sino que es creadora (Popper 1985). Las teorías son modelos de aproximación a la realidad, nunca la realidad. En este sentido, una receta nunca será el plato guisado. La posibilidad nunca es la realidad. El mapa nunca podrá sustituir al terreno mismo. Bien que las técnicas estén al servicio de ser humano para ayudarle en su tarea esencial y última que es un desarrollo espiritual, ético, ellas no están a la altura de esta empresa, pues interrogan lo real dentro de los estrechos límites que se les asigna. En otras palabras, el lugar de la comprensión científica no debiera ella misma ser el objeto de una posición científica, pues nos colocamos dentro de una paradoja de primer orden, de la cual no nos es posible salir, a menos que se establezca un segundo orden (Watzlawick, Beavin y Jackson 1972). La comprensión refiere a las elecciones humanas, a los valores y, en consecuencia, concierne el estudio ético que no es más que un tipo de reflexión sobre la orientación que los humanos queremos dar a las prácticas significativas, ante todo en un contexto cultural o en el mundo en el que vivimos. La posibilidad técnica y médica de clonar es un problema que concierne a la ciencia pero la elección humana de autorizarla o no, concierne exclusivamente a la ética y, en consecuencia, al mundo habitado por la experiencia humana que pre-existe a la ciencia: «esa conciencia deberá en buena lógica proceder de los humanistas y de sus apologistas y no de los científicos naturales y los suyos» (Geertz 1994: 36). En este sentido, reconocemos que toda comprensión científica tiene sentido si es reconducida posteriormente dentro del mundo cósmico de la habitación humana (Jager inédito). Nuestra comprensión final está concernida por la integración de lo comprendido por las ciencias, dentro del horizonte significativo de un mundo cósmico en el cual habitamos. Sin embargo, en la modernidad en la cual nuestra cultura se inserta, solamente la inserción del fenómeno estudiado en el universo físico y material es significativo. La comprensión final de los fenómenos en las ciencias naturales se acaba con la inserción de los mismos en un mundo físico del universo técnico-científico, al punto de concebir el debate ético sobre su lugar en el mundo cultural del ser humano también como un problema científico. El 'cientifismo' moderno abriga en nosotros la esperanza de un mundo en donde la única y absoluta perspectiva naturalista es, y seguirá siendo, la reina madre. Esto se hace sentir en las ciencias humanas, cuyo predominio de la perspectiva naturalista convierte a estas ciencias en sociales, cuya finalidad continúa siendo la extracción de leyes naturales en los fenómenos sociales. Esta forma de anti-cultura nos conducirá a suprimir la consciencia íntima que tenemos de habitar el mundo; un mundo organizado por el principio hospitalario de la cohabitación de personas, de perspectivas, de tiempos, de mundos diferentes; un mundo organizado por umbrales que transforman el obstáculo en recibidor -hall-. Siendo así, el 'cientifismo' acaba con la diferencia y complementariedad existente entre cultura y naturaleza, mito y ciencia, uno y otro, anfitrión e invitado, hombre y mujer, ser humano y Dios. La ciencia, perdiéndose de vista como perspectiva, corre el riesgo de ser absorbida por una visión universal, perdiendo todo contacto con el mundo habitado, común, en donde el otro también existe. Este olvido amenaza a todas las formas e instituciones culturales viables, tendiendo a reducir el mundo humano a estructuras puramente universales. Es imposible fundar una cultura y creer en un mundo habitable, común, sobre el principio del olvido del otro, de la diferencia. La historia de este siglo nos ha dado múltiples ocasiones de constatar las consecuencias de este olvido (Jager, inédito). El científismo llega a su máximo paroxismo cuando las ciencias sociales -y en ellas se incluye las ciencias de la salud- pretenden obtener de simples correlaciones, explicaciones causales, olvidando así el principio matemático que subyace a la correlación, a saber, una correlación es solamente una relación entre variables, influyéndose unas a otras, pero nunca determinándose; es imposible aislar al ser humano, vaciarlo de su historia, de su entorno humano en el cual habita; es imposible envasarlo al vacío salvo muerto: momias. La ciencias
sociales
no son, así, ciencias
humanas pues han ido despojando al ser de aquello que lo define como
propiamente
humano: «la antropología,(…) es y ha sido siempre una
disciplina
abierta a todos los mundos, ya sea el de las ciencias sociales o el de
las ciencias naturales» (Jocele 2001:). Sin embargo, aún
no
se ha abierto al mundo de las ciencias humanas. Debate abierto sobre la cultura en antropología La antropología no sólo ha tomado prestado técnicas de producir información -recogida de datos- de las ciencias naturales, sino que además se ha hecho con el término de cultura:«cultura es el término que usan los antropólogos para describir su objeto de estudio» (Rossi y O'Higgins 1981: 13). Ahora bien, el objeto de la antropología, como su propio nombre indica, es el Hombre -ser humano-. Si fuera la cultura, dicha disciplina debiera llamarse 'paideialogia' o culturología. Sin embargo, es aceptado en el medio 'científico' que la antropología es una ciencia general de la cultura (Alvargonzález 1988). Sin embargo, algunos autores como G. Bueno (1971) avanzan en este debate, diciendo que «el concepto de cultura no sirve para delimitar una disciplina categorial -ya sea la Antropología general o la Antropología cultural, como ciencia de la cultura- conforme han venido suponiendo tantos autores (Taylor 1871; Malinowski 1944; Lévi-Strauss 1958; Harris 1971, etc.)» (Alvargonzález 1988: 233). Es más, lo propio de esta antropología no sería la cultura sino determinadas 'culturas' o aspectos determinados de una 'cultura', suponiendo que sea aún pertinente hablar de culturas diferentes. Por otro lado, el saber que estudia la cultura en toda su amplitud no pertenece a la ciencia sino a la filosofía, concretamente a la antropología filosófica (Alvargonzález 1988). Javier San Martín (1999) dirá, en este sentido, que se detectan insuficiencias en el concepto usual de la cultura manejado por las ciencias sociales, insinuando que los saberes sobre los que se asientan tanto las ciencias naturales como las sociales, a saber, la objetividad y el método científico hipotético-deductivo, quedan desbordados por el alcance del concepto de cultura para cuyo estudio faltan, desde esta perspectiva, naturalista y cientifista, instrumentos para 'conceptualizarla':
Algunas de estas insuficiencias parten de la concepción de las ciencias sociales, para quienes el concepto de cultura es relativamente nuevo (siglo XIX), contemporáneo de la etnología, la etnografía y la antropología cultural (San Martín Sala 1999). Como el espíritu de su época, heredero de la Ilustración, rechazan el legado antiguo de este concepto -tradición- y sitúan su origen en este período moderno de la historia. A pesar de haberse aceptado 'consensuadamente' la definición de cultura de Taylor, la comprensión del modo de ser de lo cultural apenas ha avanzado más allá de esta primera descripción (San Martín Sala, 1999). Ante tal cuestión, solamente «la recuperación de esa tradición nos posibilitará la comprensión de la insuficiencia del concepto socioantropológico de cultura» (San Martín Sala 1999). Historicamente, el término cultura refiere a un ideal de humanidad heredero de Grecia (Jaeger 1996) que, de manera trivial, ha sido extendido a todos los pueblos de la tierra. Así entendida, la cultura viene a ser «la totalidad de manifestaciones y formas de vida que caracterizan a un pueblo» (Jaeger 1996: 6). El término se ha convertido «en un simple concepto antropológico descriptivo» (Jaeger 1996: 6) que nada tiene que ver con el ideal griego de formación -paideia-. Con ello, se confunde así la organización que cualquier pueblo tiene con la noción de cultura, ideal estrictamente occidental. En este sentido, podemos hablar de sistema confuciano, del dharma de los indios o de la ley y los profetas israelitas. Todos estos sistemas son esencial y espirtualmente distintos del ideal griego de formación humana, cultura o paideia (Jaeger 1996). Según este autor
Los griegos devienen así, con su ideal de formación o educación -paideia-, los creadores de la idea de cultura y dicho concepto resulta difícil extrapolarlo a cualquier otredad de corte no occidental, sin pecar de etnocentrismo. Este constituye así el significado histórico del término cultura. En cuanto al significado etimológico del término cultura, abstracto del colere, cultivar, significa hacerlo fértil, es decir, pasar de un estado asilvestrado a una situación culta, educada, formada, laborada, trabajada (San Martín Sala 1999). Para ello, los griegos idearon todo un sistema educativo conocido con el nombre de paideia (Jaeger 1996). El término cultura es en realidad una metáfora de la cultura agri (San Martín Sala 1999). En este sentido, el término cultura posee un elemento normativo, ideal, ético importante, alejándose así de la naturaleza y «este elemento ideal normativo es el que destaca en la metáfora del cultivo del espíritu» (San Martín Sala 1999: 33). Esto es algo asumido incluso por la Ilustración, aceptando la educación del ser humano como algo necesario para pasar de la inmadurez a la madurez (San Martín Sala 1999). A partir de la Ilustración y con el desarrollo de la filosofía del positivismo, esta connotación del concepto de cultura se ensombrece, resaltándose cada vez más sus aspectos más 'objetivos'. Solamente el idealismo alemán se opone a esta metamórfosis, destacando algunos autores como Dilthey que, recogiendo la tradición de Vico, forjaron el término de ciencias del espíritu para aquellas disciplinas que hoy llamaríamos ciencias humanas o de la cultura, o de las letras o simplemente humanidades. El concepto de
cultura permite así
reconocer dos estados, dos momentos en el ser humano, uno natural sobre
el cual se inscribe el cultural, el cual debe cuidarse y protegerse
porque
no es un estado definitivo. Lejos de ser incompatibles, estos dos
momentos
demandan al ser humano una alternancia que no tiene porque ser resuelta
(Jager 1996). No se trata pues de un problema que hay que resolver,
sino
dos momentos de la condición del ser humano que hay que
mantenerlos
diferenciados. En este sentido, el ser humano no es por
definición
un ser cultural sino que, en momentos precisos, se sale de su
cotidianeidad,
de su naturalidad, para crear algo extraordinario, cultural. Por poner
un ejemplo, el ser humano acude de vez en cuando al teatro, pero no
está
haciendo teatro todo el día. En ese caso, estaríamos ante
un ser delirante (del Pino 1998) que se cree Otelo o Hamlet. Tal y como
se concibió el concepto de cultura, éste se
restringía
a aquellos momentos en que la educación permitía la
transformación
del Hombre en bios politikos o zôon politikon
aristotélico
(Arendt 1961). La antropología: fundamentos epistemológicos de una disciplina humana Yendo a la significación etimológica de la Antropología, el logos del Hombre, ésta pertenece a uno de los campos de la filosofía (Ayllón 1998), seno materno de la cual se separa a finales del siglo XVIII (Smith, cf. en Llobera 1979). Sin embargo, no debemos olvidar que a su vez la filosofía tiene su fundamento en la poesía (Jaeger 1996). Si la Antropología nace como reacción a la filosofía social y política de tipo deductivo y especulativo, siguiendo el legado de algunos autores como Vico, Turgot, Montesquieu y Hume (Smith, cf. en Llobera 1979), para así dar realidad a lo vivido junto con los pueblos primitivos, esta disciplina debiera recuperar el espíritu de ciencia nueva basada en la experiencia poética o pre-científica, en vez de seguir ahora los pasos del racionalismo de Descartes, filosofía contra la cual pretendió erigirse. Si la voz popular dice que 'la experiencia es la madre de la ciencia', podemos entender que la ciencia no es pues la experiencia pero funda sus raíces en ella. Ahora bien, la experiencia tiene su fundamento en la intersubjetividad. El término griego logos no hace referencia ni al estudio ni a la razón sino a la palabra; pero no cualquier palabra sino la palabra reflexionada, recogida, extendida, presentada. Se trata de una palabra que debe ser entendida por el otro (Heidegger 1958). El logos significa la palabra reflexionada del diálogo y no del monólogo. El logos refiere a la palabra que desvela aquello que se oculta tras la inmediatez de la experiencia, que quedará velada mientras se transmite la palabra. En este sentido, la antropología refiere a aquella palabra reflexionada y dirigida hacia los otros, en donde aquello que concierne al ser humano nos es revelado, suspendiendo -ocultando- así la experiencia inmediata. De alguna manera, la antropología, en tanto que ciencia, toma una distancia con respecto a la experiencia humana. Recoge datos in situ observando y participando, por lo que su experiencia resulta siempre del encuentro hospitalario con los otros. Se trata pues de una experiencia intersubjetiva que pide ser transmitida, compartida, hablada, reflexionada por la comunidad científica, de manera a integrarla dentro del mundo humano. Lo fundamental en la antropología -como en cualquier disciplina de esta índole- no es tanto la técnica de producir información como el análisis de la misma, para lo cual la metodología cualitativa dispone de sus propios criterios, totalmente diferentes de la metodología cuantitativa. Puesto que la realidad antropológica -como de hecho ninguna otra realidad humana- no es objetiva, no es posible someterla a criterios metodológicos naturalistas de validez y fiabilidad. En este sentido, la antropología, en tanto que disciplina humana, no concierne al método, sino a la verdad, que diría G. H. Gadamer (1997). En vez de inspirarse en el paradigma metódico como única fuente del saber, la antropología puede reconocer su legado humanista basado en la cultura en tanto que toma de distancia con respecto a lo particular, comenzando por lo propio, los prejuicios (Grondin 1999). Se trataría de un saber hermenéutico. Aparecen aquí dibujadas las bases epistemológicas de una antropología intersubjetiva, de una antropología fenomenológica, enraizada en la tradición humanista legada por Vico, Dilthey, Cassirer, Heidegger, Gadamer, Ricoeur. Una antropología hermenéutica. Una disciplina que reconoce la realidad humana como fundamentalmente intersubjetiva y metafórica, ligada más al arte que a la ciencia -en el sentido moderno del término-, para lo cual requiere una reflexión. Si la racionalidad de las ciencias sociales, copiada de la de las ciencias naturales, acaba por disolver la subjetividad del ser humano, así como su especificidad como tal, se trata de recuperar no la razón cartesiana sino el logos heraclitiano, que es quien permitirá acceder a lo propiamente humano. En ella, no se trata ni de sujeto ni de objeto sino de intersubjetividad, es decir, las relaciones que se construyen entre sujetos diferentes, lo que Heidegger llama habitación humana, para cuya condición el ser humano debe acceder a través de la poesía, el arte, la cultura. La antropología así recupera la dimensión intersubjetiva y habitante del ser humano, esto es, que el ser humano es un ser-en-el mundo (Ricoeur 1981) o ser-ahí -Dasein- (Heidegger 2000), para quien los fenómenos humanos, tales como la sociedad, son significativos, en el sentido de que significan. Esta línea de pensamiento, en Antropología, puede perfectamente remontarse a Clifford Geertz, que a su vez se inspiró en el sociólogo Max Weber (Salazar 1996). Para este autor, la realidad social es completamente diferente de la realidad física y, por lo tanto, los hechos sociales no pueden considerarse como hechos físicos susceptibles de ser explicados por leyes causales, pues se trata de fenómenos con significado y que solo pueden, en consecuencia, tener significados. Ahora bien, el hecho de que los fenómenos sociales no tengan necesariamente una realidad física, no quiere decir que estos no existan realmente; existen pero no en la mente sino en los hechos mismos, en las acciones para cuyo entendimiento no es necesaria la explicación sino la comprensión. Esta distinción entre dos realidades diferentes, una física y otra humana, se remonta a Dilthey, quien distinguía las ciencias naturales de las ciencias humanas -ciencias de las letras o ciencias del espíritu o ciencias morales o humanidades-, cada una con sus respectivas realidades, metodologías y métodos para abordarlas (van Manen 1990). De esta manera, las acciones sociales no son pensadas en términos de acontecimientos sino de textos y para su comprensión se requiere de la hermenéutica como la propuesta por Gadamer y Ricoeur, cuyo sentido es la comprensión, no de las intenciones psicológicas inconscientes que se esconden en las acciones o textos, sino del ser-en-el-mundo (Gadamer 1998). Este ser habitante puede fácilmente ser identificado con el ser cultural de Clifford Geertz, ese ser que construye redes de significaciones en las cuáles él mismo se encuentra tejido (Salazar 1996). En este sentido, la cultura recupera esa dimensión pública de antaño y, en consecuencia, de lo que se trata en Antropología es de conocer el mundo desde el punto de vista del otro, de entrar en conversación con él, cuya estructura fundamental es la de pregunta y respuesta (1). Gadamer hablaría aquí de fusión de horizontes propio de la comprensión, que no es otra cosa que abrazar la perspectiva del otro, entrar en diálogo con el otro, ya sea éste una persona, un pueblo, un texto, para lo cual el moderno concepto de método científico (2) resulta claramente insuficiente (Gadamer 1997). Así, «el quehacer del antropólogo se asemeja más bien al del traductor o intérprete de una lengua extranjera» (Salazar 1996: 33). El modo de
conocimiento que aquí se
propone para la antropología, al igual que todas las
demás
disciplinas humanas, denota un carácter intersubjetivo. La
reflexión
antropológica deviene una construcción de un mundo
habitable
y ello, a través de la escritura, una forma de pensamiento, una
forma de creación. Ello permite que aquello sobre lo cual el
antropólogo
se pregunta emerja en el diálogo con el otro: «algo
aparece
puesto en medio, y los interlocutores participan de ello (…) ambos van
entrando, a medida que se logra la conversación, bajo la verdad
de la cosa misma, y es ésta la que los reúne en una nueva
comunidad» (Gadamer 1997: 457-458).
1. «En la primacía de la pregunta para la esencia del saber es donde se muestra de la manera más originaria el límite que impone al saber la idea de método, (…) No hay método que enseñe a preguntar, a ver qué es lo cuestionable» (Gadamer 1997: 443). La pregunta se eleva contra la doxa, la opinión consensuada de la mayoría que diríamos hoy, los prejuicios, imponiéndose a aquel o aquella que quiera saber. No es un saber que se pueda enseñar sino un arte, la dialéctica: un arte de preguntar que es un arte de pensar. Es un arte que requiere la presencia respetuosa del otro: «requiere no aplastar al otro con argumentos sino sopesar realmente el peso (…) de la opinión contraria» (Gadamer 1997: 445). Preguntar requiere distanciarse de las opiniones, separarse de ellas, suspenderlas durante la conversación, ponerlas al descubierto, transformando el obstáculo que impide el conocimiento en umbral que permita el encuentro con el otro y por lo tanto el verdadero conocimiento. 2. La
justificación
de la insuficiencia del método científico moderno arranca
de Hegel, quien, recordándonos la apelación expresa del
concepto
griego de método como reflexión externa, lo
crítica
pues se reduce a una «realización ajena a las
cosas»,
mientras que «el verdadero método sería el hacer de
la cosas misma» (Hegel citado en Gadamer 1997: 555).
Arendt, H. Ayllón, J. R. Bertrand, P. Bowlby, J. Bueno, G. Comelles, J. M. (y A. M.
Hernáez) Ember, C. R. Gadamer, H. G. Geertz, C. Girondin, J. González, J. Hall, E. T. Hammersly, M. (y P. Atkinson) Harris, M. Heidegger, M. Jaeger, W. Jager, B. Jociles Rubio, M. I. Kottak, C. P. Koyré, A. Lévi- Strauss, C. Llobera, J. R. Malinowski, B. Manen, M. van Marcuse, H. Martín Santos, L. Merleau-Ponty, M. Minkowski, E. Pino, C. del Popper, K. R. Radcliffe-Brawn, A. R. Reyes, R. (director) Ricoeur, P. Rossi, I. (y E. O'Higgins) Salazar, C. Smith, M. G. Spitz, R. Tylor, E. B. Valles, M. S. Vico, G. Walter, O. Watzlawick, P. (J. H. . Beavin y
D.
D. Jackson) Yepes, R. (y J. Aranguren) |
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