|
|||||
|
|||||
El gobierno nacional ha declarado el 2002 año del turismo cultural, sancionando con su patrocinio el interés mostrado en los últimos cuatro o cinco años por un nuevo sector de mercado turístico que complemente al público de sol y playa, que, desde los años 60, nutre y equilibra nuestra balanza de pagos. Los rasgos más sugerentes de estos nuevos visitantes son: consumen casi el doble de media que el resto de turistas de masas -siete mil pesetas de gasto diario del turista de masa frente a las 15 mil del cultural-; suelen desplazarse a lo largo de todo el año, con lo que no están tan constreñidos a la estacionalidad propia del turismo de masas, y acostumbran a tener unas motivaciones y un respeto por la cultura del destino más agudizadas que lo que muestra el turista corriente. Lamento este uso reiterado del término masas, pero creo que matiza lo que nos traemos entre manos, el descubrimiento de un nuevo héroe, el viajero del siglo XXI. Hay que destacar que el aspecto más relevante para el gobierno, así como para el resto de agentes implicados en este negocio, es ese indicador económico: consume más, aunque, eso sí, es más exigente y en base a ello demanda unas condiciones para el disfrute de una experiencia estética más en armonía con su estatus y el precio pagado. El tema se vuelve apasionante cuando echamos un vistazo a las lógicas, y agentes que se ven implicadas en las mismas, y discursos desde los que se exalta o rechaza a este segmento de mercado. En base a esta intersección de intereses y contradicciones implicados en la comercialización y explotación de este público he decidido hablar de "cultura, por un lado, y de turismo, por el otro. Los que llevan la voz cantante, tanto desde el punto de vista lucrativo como institucional, son los agentes vinculados al turismo como actividad económica, que ha localizado otro segmento de público al que le ofrecen un producto a su medida. Desde el punto de vista político existen dos aspectos a destacar, en primer lugar, que el turismo en este momento aporta a nuestra economía el 10% del PIB, y que este segmento de mercado complementa la oferta existente, pudiendo incrementarse mucho más estos ingresos, y, en segundo lugar, que este tipo de público requiere del diseño de una imagen, como escenario y como producto, que le da una mayor rentabilidad desde el punto de vista político- identitario. Luego veremos hasta que punto este interés político por la identidad no deja de ser una ficción, como los espacios mismos habilitados para su disfrute, en cuyo diseño y consumo la mayoría de las veces no se contempla al local como usuario. De los agentes culturales hemos dicho más bien poco, quizás como metáfora misma de lo que ocurre. Me voy a referir a ellos haciendo uso de los temas que he encontrado en la literatura consultada, y que, al ser encuentros convocados para debatir sobre turismo cultural, deberían incluir a quienes están implicados en el mismo. Entre ellos destacaré el papel de los museos, el de los especialistas en patrimonio, instituciones o personas vinculadas al mundo de las artes escénicas -presentes de una manera casi anecdótica-, y, de una manera muy numerosa, de urbanistas y arquitectos en relación a lo que se ha venido en llamar rehabilitación de los centros históricos, teatralización en boca de algunos antropólogos (Delgado 2002). La presencia de antropólogos en este debate brilla por su ausencia. En general, como iremos viendo a lo largo de esto ensayo, los especialistas en todos estos campos, en boca de economistas, geógrafos, urbanistas o historiadores del arte, principalmente, reivindican la democratización del uso de los escenarios considerados de interés cultural mediante un mayor acercamiento al público, y a su segmentación, a través de las posibilidades didácticas que ofrecen las nuevas tecnologías de la comunicación, aunque no parece que estén todos muy de acuerdo en cuál es su público y en cómo tiene que llevarse a cabo esa apertura de la cultura. La mayoría de los agentes culturales no han mostrado un interés especial por el turista, a pesar de sus pérdidas económicas en muchos casos, supongo, y espero que me perdonen la licencia que me voy a tomar, porque viven de las subvenciones que aseguran su mantenimiento como equipamiento de interés público. Los tiempos neoliberales que corren presagian un futuro incierto a quienes están acomodados en este ámbito, y entre las voces más críticas de la museografía se reivindicada una mayor presencia social del museo en la sociedad. Si el museo ha de ser una escenificación de aquellas dimensiones de la sociedad en que se basan sus representaciones, quizás habría que abrir sus puertas a quienes son la excusa para el curso de esas subvenciones. El local tiene que usar el museo, y para ello los especialistas de estos últimos tienen que mejorar su manera de llegar a él, agudizar su sensibilidad para conseguir transmitirle los contenidos asociados a la exposición tratada en ese espacio ¿El turista? En la mayor parte de los casos posiblemente alguien que ayude a rentabilizar su uso como escenario cultural. Los funcionarios, en este sentido, son el último bastión de resistencia a la globalización y a la mercantilización de la cultura, ésta, para ellos tiene que estar al servicio de la comunidad. Este último aspecto posiblemente aclare porqué la mayoría de éstos no entran dentro de la oferta cultural que manejan los touroperadores, y entre aquellos que lo hacen, es frecuente que se comercialicen como una marca propia, caso del Museo Picasso de Barcelona (1.058.524 visitas, que lo sitúan como el tercer museo más frecuentado) o el Dalí de Figueras. En otros casos, entre los que cabe destacar al Guggenheim de Bilbao, una activación de este tipo puede convertirse en el emblema a partir del cual se ha renovado la imagen de la ciudad, y incluimos también a ésta como escenario -estación de metro, maquetación estética de la ciudad, etc.-, inventando un reclamo que les posicione en el mercado como destino turístico. Es importante matizar que Bilbao tiene un peso económico, sobre todo industrial, que le permitía jugar esta baza, atendiendo a que el turismo de negocios y congresos es también uno de los sectores que se incluye dentro del turismo cultural. En general, sin embargo, la mayoría de museos siguen sin estar acondicionados para recibir a este nuevo público, dirigiéndose principalmente a un usuario local culto, y gestionando su rentabilidad, en los poquitos casos en que así sea, en su consumo por grupos escolares y del Inserso. El otro gran campo implicado en este marco del turismo cultural es el del patrimonio, especialmente en el caso de aquellos activos relacionados con monumentos o conjuntos monumentales. Los discursos sobre el mismo tienen muchas coincidencias con el caso anterior, si bien parece que tienen más claro que su público, el que hace uso del patrimonio, es el foráneo, y a partir de tal rasgo se efectúan las críticas. Los gestores del mismo en muchos casos tienen una concepción de la autenticidad y un celo por la conservación, es decir, del fetichismo del objeto expuesto tal y como está como referente científico de su valor como emblema de la historia o la cultura del territorio al que pertenece, que choca con ese acceso al público, que en este caso demandan especialmente economistas. Veamos esto a través del cruce de los comentarios de un consultor turístico, Rodríguez Suerio, y de Mateo Revilla Uceda, director del Patronato de la Alhambra y el Generalife:
Don Mateo Revilla Uceda apunta los desacordes de esta apertura a todos los públicos, sugiriendo en todo caso, que para que tal consumo democrático sea posible antes habría que formar en las reglas del juego de la experiencia estética correspondiente a todos esos potenciales consumidores:
Espero disculpen lo extenso de ambos fragmentos, pero he considerado que era una buena manera de presentar los intereses antagónicos que enfrentan a los gestores del ámbito de lo cultural, a aquellos agentes encargados de velar por la investigación, conservación y difusión del patrimonio, y a aquellos otros interesados en el turismo cultural. A diferencia del interés de algunas voces que desde la museografía buscan metamorfosearse con la sociedad a la que re-presentan, ofreciéndose como una alternativa de ocio cultural que debe llegar a todos los públicos de su "territorio", en el caso de la oferta centrada en el patrimonio monumental sus gestores identifican su público principalmente en el no local, dirigiéndose las voces críticas a cuestionar el escaso interés mostrado por su gestores en dotarlo de unas pautas interpretativas que faciliten su consumo a un mayor margen de público, siendo especialmente relevante este acceso dado el origen multicultural de sus visitantes. El patrimonio, en este sentido, debe convertirse en un punto de encuentro entre culturas, en un espacio vivo aunque sea un lugar para la memoria, capaz de hacerse inteligible y agradable, sensible y evocador, ante la mirada de visitantes que provienen de otras culturales. Otro de los agentes que habíamos mencionado es el que afectaría a las artes escénicas, incluyendo entre estas al teatro, la ópera, los conciertos de música -clásica, como no-, como oferta principal. No tiene mucha acogida. Sólo los escenarios más emblemáticos, como el Liceu, o el Palau de la Música, con muy poco número de entrada para turistas, aparecen entre las inquietudes del visitante. Entonces, si ninguno de estos agentes propiamente culturales -no obviamente desde el punto de vista de la antropología cultural- interviene en esta construcción de España como destino del turismo cultural, ¿qué consumen éstos y quienes tienen la voz cantante en el diseño de su oferta? La literatura consultada me lleva a desplazar mi vista hacia el apartado centros históricos. Puede parecer muy reduccionista este impulso, y realmente lo es si atendemos a las energías que diferentes especialistas han gastado en ofrecernos sus puntos de vista, pero en mi opinión condensa una serie de tendencias que bien podríamos decir que definen a lo que desde el mercado y desde lo político se entiende por turismo cultural. La clave económica y política de todo esto estaría sintetizada en la expresión de España como marca. Si revisamos los últimos eslóganes con los que se ha promocionado publicitariamente, desde el Spain is different, al más reciente, España Bravo, nos podemos hacer una ligera idea de cómo nos estamos ofreciendo al exterior. La construcción de España como destino cultural implica su singularización como producto, es decir, la escenificación de su otredad dentro de un mercado mundial en que las alteridades compiten entre sí por conseguir aumentar su cuota de consumidores de identidad. A nivel micro esto se escenifica en esas rehabilitaciones que se están llevado a cabo en la mayoría de los centros históricos de las ciudades con importancia turística. Estos se tematizan buscando parecerse a la imagen que el mercado ha promocionado de sí mismo, obviamente buscando esos puntos de interés habituales en su público objetivo, motivo por el cual pasear por el centro histórico de cualquier ciudad, aunque en ellas se haya exagerado su componente diferencial y exótico, genera en el paseante curioso la sensación de que todos son iguales. Lo irregular de las incorporaciones arquitectónicas y sociales al escenario urbano, tendencias funcionalistas y modernistas, inmigrantes y estudiantes, de clase alta o baja, pierden su protagonismo ante su teatralización como espacio utópico, coherente, desproveyéndolo de la heterogeneidad de sus habitantes habituales y del uso que estos hacen de lo urbano. El residente autóctono que habitaba en el centro va siendo progresivamente sustituido por el turista, curiosamente al tiempo mismo en que ese centro mismo se museifica como exaltación de la historia y de la cultura de esa ciudad (Delgado 2002). El orden moderno, como paradigma de la identidad colectiva de una comunidad en un territorio concreto, se reinventa y teatraliza para reproducirse como simulacro destinado a un público muy restringido, el turista cultural. Su inquietud por la cultura, por la diferencia, e interés en vivirla, más que en buscarla en los libros, lleva a que éstos se reconozcan en las calles del destino elegido, y que éste, por su puesto, no defraude las expectativas del cliente mediante el diseño de una experiencia a medida, el cosmopolitismo internacionalista como segmento de público unidos a la reificación y simplificación del otro como objeto de consumo. El mercado recrea en estos escenarios esa distancia moderna que permite el culto, el partir hacía el reconocimiento de la armonía o belleza de la obra de arte, o el pueblo exhibido, pero manteniendo el aura de su existencia como creación, como emblema de un espíritu colectivo o como obra de autor que le procura una profundidad, valor absoluto o incluso eternidad en la que busca quedar atrapado su lector. El resto, las masas, dada su falta de preparación, es mejor que sean desplazados a otros espacios más ajustados a su in-cultura, mejorando así el uso y disfrute de los espacios de cultura por parte de quienes saben apreciarlo, los cultos, turistas o no. Estas personas, nos dice Revilla refiriéndose al turismo masa, en lugar de acercarse a los monumentos, "podrían verse interesadas por conocer otros aspectos de las ciudades u otro tipo de lugares -playas, parques temáticos- con lo cual se diversificarían los objetivos y permitirían que aquellos otros que acuden por un interés real y personal no sufrieran las consecuencias de esta masificación" (Revilla 2002). El turismo, al igual que lo hace la oferta cultural en general, distingue entre consumidores cultos e incultos, desubicando el sentido mismo del ocio y de la fiesta como espacio para la cohesión colectiva. Ahora las liturgias identitarias colectivas -basadas en el consumo de comunidades otras- se escriben en clave de marketing. Sus actores no son sus ciudadanos, sino sus turistas, puesto que son estos últimos quienes mantienen esas fronteras simbólicas que permite a unos pocos considerarse los elegidos, aquellos que pueden y saben apreciar lo que es real. Extraño juego en donde desde el espacio político se apela a lo real y a la autenticidad para legitimar sus simulacros, mientras sus moradores habituales, al verse desplazados de esta teatralización, huyen a la periferia en busca de ocio, y en base al mismo de identidad. El ciudadano de a pié, como el turista de masas, es alguien indigno, además de indebidamente preparado, del culto a la identidad colectiva. Mientras, las industrias del entretenimiento, más propias de ese mercado de lo privado, de la individuación, frente al mercado de lo público, del orden colectivo, les dicen a sus consumidores que no hay límites, que se dejen de autoridades y que sean ellos mismos, que acudan al centro y rían, cómo y cuando quieran. El turista de masas, por tanto, tiene su equivalente en el ciudadano de masas, es decir, en la mayoría de los usuarios del espacio público. El carnaval y la fiesta se reinventan en un marco de gestión privada exacerbando las posibilidades de individuación de sus participantes. El mercado, el centro comercial en este caso o un no-lugar de estos cualquiera, como Ibiza o Salou, les ofrece un estilo de vida personalizado a su clientes mediante la creación de marcos que, sin atender a las constricciones sobre las que se determinaban las realidades o las identidades modernas, invitan a que cada sujeto invente sus propios personajes. Un centro vacío dispuesto para que cada uno pueda llenarlo con lo que quiera, eso sí, dentro del abanico de posibilidades que le dispone la empresa. Para el mercado todos son consumidores; a unos -en consorcio con las instituciones públicas- les ofrece otredad, distancia, autenticidad en su sentido moderno, a los otros, espacios de diversión, escenarios en los que desenvolverse relacionalmente y emocionalmente, aunque sin que nada de ello sirva o quede en nada. La construcción del espacio urbano recrea esta doble concepción de lo público. El centro, y me refiero ahora al centro histórico, se recupera como lugar, como espacio de historia, situando en él la oferta cultural considerada como tal, teatros, filmotecas, bibliotecas, museos, etc., que le dan un nuevo uso al patrimonio arquitectónico del área. Este centro histórico, a su vez, se convierte en muchos casos en el eje a partir del cual se diseña el imaginario con el que los organismos que intervienen en la promoción de un destino turístico construyen su identidad como producto, su imagen o marca. Este centro se tematiza, recurriendo a la identidad como excusa de autenticidad -identidad desprovista de su uso por la mayoría- para procurarle esa armonía que facilite su consumo por parte del turista cultural. En la periferia, o al menos en los márgenes de cada vez más ciudades, entre las que nombraremos Tarragona, Murcia o Zaragoza, entre otras, las industrias del entretenimiento construyen sus centros de ocio, teatralizando en ellos su oferta cultural alternativa -o de masas- como los multicines, locales musicales, restauración, etc., que tienen principalmente como público a quienes están menos preocupados por la seriedad, o el valor distintivo del producto consumido, que por la oportunidad que brindan estos escenarios como lugares de relación, expresivos, más que intelectuales, lúdicos más que contemplativos. Allá, en la periferia, Soldado Universal. Acá, en el centro, una de niños explotados. Allí, la denuncia, la crítica al sistema, la dosis semanal de dramatismo que dé conciencia a estos seudointelectuales, el compromiso, la profundidad. Allá en la periferia, sólo una película -la última de Leonardo Di Caprio- sólo una cerveza entre amigos, sólo un rollo. El lugar, como reproducción ociosa de la modernidad, recupera los valores del dramatismo y el esfuerzo, de lo formativo por masoquista, del escritorio sin ventana, de la historia como gramática que permite su acceso sólo a los entendidos, a aquellos que por saber ya no necesitan vagabundear, dejarse ir, o relacionarse para vivir. Lo invisible, la profundidad, el esfuerzo, la seriedad, todo son adjetivos de ese acceso privilegiado al conocimiento del intelectual de título, de aquél que necesita barreras, representaciones o lugares comunes que impongan un acceso restringido al conocimiento. Acceso limitado, ¡sólo pedantes! Detrás, la excusa altruista, una razón puesta al servicio del progreso, del bienestar colectivo, de un orden público sólo válido para funcionarios. Para ellos el culto al objeto, la distancia de la razón, y la autoridad y sacralidad de la representación. Afortunadamente la esperanza, la utopía en el futuro como redención, no casa muy bien con las nuevas condiciones que acompañan a la globalización -individuación, desinstitucionalización, placer, etc- invalidando ese esquema fordista, o durkheimiano, según el cual mi rol, la diferenciación institucionalizada de mi posición, de mi individualidad como pieza, tendrá su premio en la adhesión y contribución a ese proyecto colectivo que es la empresa, la nación o la humanidad. Frente a esta concepción institucional moderna el mundo como producto, la opción de habitarlo, su concepción heteróclita, su sentido y valor en tanto que ratificado y legitimado por el consumidor, por el cliente. El turismo cultural se vería atrapado, según este desfase, dentro de un orden paradójico en que circulan dos lógicas antitéticas, pero que se necesitan; por un lado, la lógica política de la identidad, de la creación de un patrimonio como emblema identitario de un territorio y una población , de una "cultura", por otro lado responde a la lógica del mercado, a su importancia como entrada de divisas en un mundo en el que el viaje y el desplazamiento, así como el acceso a información de cualquier parte del mundo en tiempo real, le procuran un carácter virtual a las distancias y fronteras de la modernidad. El tiempo y el espacio ya no son las coordenadas de un mundo ordenado, sino los ejes, las excusas sobre las que el mercado construye sus reclamos. Esos hitos más significativos que otorgan singularidad a nuestro producto turístico son objetos de consumo, que mantienen su sentido moderno de la historia, la comunidad y la identidad porque existe el turismo para convertirlos en "mercancías". ¿Podrían buscarse alternativas que implicasen también al local tanto en la producción como en el consumo de esos escenarios culturales devolviéndoles así, en su uso por el local, su autenticidad? Digamos que resulta difícil formular tan sencilla pregunta cuando ya se sabe la respuesta, ¡el desarrollo sostenible! Éste, según los técnicos, obviamente bajo la dirección y auspicio de economistas, contempla la implicación del local, su identidad, y el respecto a sus recursos culturales y naturales, asegurando su reproducción a largo plazo. Hecha la ley, hecha la trampa. El patrimonio, con todas sus sanciones y auras de prestigio, se ha convertido en el hilo de Ariadna del que se están sirviendo tanto los agentes relacionados con el mercado como las autoridades políticas o públicas implicadas en el sector turístico-cultural para llegar a su público. En el caso de las autoridades públicas no sólo se convierte en una fuente de ingresos, sino en una manera de obtener una renta de imagen que le sigue dando entidad como realidad, que sigue escenificando su monopolio de la identidad en el sentido público e institucional en que lo definió la modernidad. Manuel Delgado hace, en este sentido, una apreciación que he considerado pertinente reseñar y reproducir aquí:
Para contextualizar esta nueva dinámica ente Estado y mercado he considerado pertinente esbozar las políticas culturales que han caracterizado a Europa a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado. En este recorrido vamos a distinguir cuatro hitos; en los años 1950, con la promoción del estado del bienestar en las sociedades occidentales, básicamente como compromiso ante la amenaza comunista, en segundo lugar hablaremos de la demanda de democracia cultural que se prolonga desde finales de los sesenta hasta finales de los setenta, después pasaremos a esbozar la desdemonización de las industrias culturales y de los medios de masas propia de los 80, y acabaremos hablando de la importancia de las industrias del entretenimiento y del mercado -pérdida de relevancia del sector público- desde principios de los noventa. El primer momento podríamos situarlo tras la segunda guerra mundial. Vendría sintetizado por lo que se ha venido en conocer estado del bienestar, y tendría como prioridad el procurar garantizar la educación a toda la población. El movimiento, si queremos pensarlo gráficamente, sería de arriba hacia abajo. El orden institucional se reinventaba como democrático intentando llegar a todos los rincones del teatro social, todos deben considerarse partícipes del sistema. Los acontecimientos del sesenta y ocho supusieron el descontento de un sector de la izquierda cultural que se había implicado en el juego partidista -derecha e izquierda- precedente, y llevan a un grueso número de intelectuales a identificar nuevos núcleos de autoridad. Lo popular o lo subalterno se idealiza como forma alternativa de creatividad y de acceso a la realidad, precisamente frente a la concepción institucional anterior. El movimiento ahora sería de abajo hacia arriba, al tiempo que descentrado y en continua elaboración. El tercer referente podríamos situarlo en los años ochenta, momento en el que el discurso de lo popular debe redefinirse ante el nacimiento de una nueva categoría social, la masas, espacio en el que las afiliaciones partidistas, así como la lucha de clases, parecen estar perdiendo importancia como factores de movilización ideológica. Los medios de comunicación, y la literatura, vinculadas a las industrias culturales, son acogidos como espacios a través de los cuales llegar a la gente. El último momento al que haremos referencia es el de la caída del muro de Berlín, o el fin del antagonismo entre comunismo y capitalismo, que supone el que el espacio político y militar tradicional, basado en el estado nación, deje de resultar viable ante la escala que ha adquirido el capitalismo, ahora auspiciado por una tecnología que conecta todo el planeta en directo, al tiempo que necesita de otro tipo de regulaciones, o mejor desregulaciones, que acabe con las trabas que conllevaba el capitalismo territorial que definió al desarrollo de la era industrial. Los límites de la razón, del Estado, o del territorio, el tiempo y espacio como coordenadas del mundo moderno, se desvanecen en la medida misma en que el capital se desterritorializa. Este último escenario es aquél sobre el que podemos entender o pensar hoy en día una definición alternativa de cultura, y consecuentemente, de cómo escenificarla. Néstor García Canclini así lo hace y nos propone una manera nueva de concebir ésta, entendiéndola como "un proceso de ensamblado multinacional, una articulación flexible de partes, un montaje de rasgos que cualquier ciudadano de cualquier país, religión o ideología puede leer y usar" (Canclini 1995: 23). No parece, no obstante, que esta idea tenga muchos seguidores, aunque éste sea un autor muy citado. Otros temas como la sociedad del riesgo, o la reflexividad, también surgen como dimensiones o preocupaciones del mundo intelectual ante este último momento que hemos señalado. Estas dimensiones podrían ayudar a pensar y a democratizar la oferta cultural existente, sin embargo, todo acaba perdiéndose en esos oscuros despachos de universidad, o en esos espacios sagrados del conocimiento en el que se debaten ideas en congresos y otros encuentros para críticos preocupados en no ensuciarse con la impureza de la presentación de esas ideas a otro público no entendido. En el caso concreto de la antropología, sorprendentemente, parece que se reproduce el mismo doble posicionamiento que comentábamos con respecto al turismo, en un caso, diría que mayoritario, huir del no lugar, del anonimato, para mantener a salvo nuestro tradicional interés por las identidades colectivas. En el otro, entre aquellos autores que hunden sus discursos en ideas que arrancan mucho antes en el tiempo de que se hubiera producido el colapso soviético -y haciendo uso de autores como Gilles Deleuze, Foucault, o Barthès, entre otros-, se sugiere el abandono de los sistemas conceptuales modernos basados en nociones como centro, margen, jerarquía y linealidad para sustituirlos por otras como multilinealidad, nodos, nexos y redes. Mientras que los primeros, empeñados en representar el orden sagrado institucional, necesitan de un mundo cerrado, el de lo social, desde el que se determine que es posible y que no, los segundos demandan un horizonte abierto, en donde el sujeto puede desarrollarse a través de sus acciones sin quedar castrado o mutilado por el peso normativo del pasado, o bien las promesas de la conquista del futuro que eviten su hacerse como hombre aquí y ahora. Este doble posicionamiento entre el orden institucional, coercitivo y exterior en su sentido durkheimiano, y la reivindicación de un mayor margen a la pluralidad, al sujeto como constructor de su mundo, podemos encontrarlo bien ilustrado en ese doble espacio epistemológico a partir del cual se concibe al no lugar, es decir, bien en su sentido negativo como espacio no marcado, ajeno a las fronteras del orden institucional moderno, y como tal no civilizado, no histórico ni relacional, o bien en su sentido positivo como horizonte continuamente sometido a revisión o apropiación por parte de sus usuarios, quienes en el límite inscriben sobre él su subjetividad. Así, al mismo tiempo que los comerciales que trabajan para la industria del entretenimiento le dicen a sus clientes, ¡tú eliges!, ¡sé tu mismo!, los funcionarios del orden público moderno comercializan con la certeza, éste es el lugar común, el núcleo sagrado del que emana el poder de la ubicuidad, del reconocimiento de la identidad y de la verdad en un orden preexistente a toda acción, dispuesta, como en cualquier best seller del puritanismo, para que su público pueda encontrarse en una eternidad que sólo puede prometer quien está más allá del bien y del mal, quien es ajeno a toda imperfección. Llevado al turismo cultural, podríamos decir que el discurso que defienden los institucionalistas se corresponde con el que exaltan las autoridades públicas que gestionan activaciones turístico-culturales. Estos, en consorcio con el mercado, comercializan con la necesidad de certezas a través de la creación de lugares comunes en los que destacan aquellos elementos singulares que le dan entidad como destino, al tiempo que los teatraliza para no despistar, o confundir, a un cliente que busca encontrarse en esos estereotipos que previamente y trabajosamente ha interiorizado. La historia, y la identidad en su sentido institucional, se ofertan en el mercado para continuar existiendo, aunque esta vez como valores de cambio, como objetos de consumo para eruditos. Mientras, las industrias del entretenimiento y los medios de comunicación, a su vez, hacen del pecado negocio, y obviando esa historicidad que antaño supuso la razón como separación de la naturaleza, de la reificación de ésta como emblema diferenciador de lo humano, le dicen a sus usuarios-clientes que se olviden del futuro, que el trabajo no realiza, y que el progreso común es el negocio de unos pocos. Aquí, y ahora, ¡la felicidad! Así como en este último caso la heterogeneidad y la implicación del cliente son los fundamentos básicos de las experiencias que se construyen, en el anterior, la distancia, la necesidad de esa otredad, sigue requiriendo de los modelos de base estadística, formal, o centradas en ese espacio universalista de lo común. En los estudios urbanos se ha atendido a este doble discurso, a estas dos maneras de producir y consumir realidad e identidad, y en base a ello se ha establecido la distinción entre movimientos sociales territorializados, que pueden incluir plataformas de reivindicación de tipo pragmático -presionar y lograr determinados objetivos-, de tipo identitario clásico -sea en su espíritu jacobino territorial o romántico-tradicional-, o bien fundados en la sociabilidad local misma, y desterritorializados que también pueden responder a intereses instrumentales o ideológicos, en el caso de asociaciones de mujeres y movimientos ecologistas, o bien otro tipo de espacios expresivos que responden a las inquietudes de quienes se introducen en los mismos. En mi opinión, tanto en un caso como en el otro, la adscripción a dichas esferas acostumbra a ser voluntaria, al tiempo que se disponen los mecanismos que permiten una mayor participación y toma de decisiones -o modificación del marco mismo desde el que se habla- en los asuntos que ocupan a los miembros de las mismas. Estas dos lógicas que estamos oponiendo posiblemente sean tan clásicas como el pensamiento occidental mismo, y si no acudamos a los revivals entre la importancia del original, de la "idea" en Platón y del "movimiento" en Aristóteles, entre el énfasis en la identidad como gramática, como razón, o bien en su valor como acontecer, como momento efímero situado constantemente en el límite, abierto desde el presente a un itinerario imprevisible, en tanto que no marcado por la linealidad ni la causalidad racionalista. Entre las fronteras de la razón o el erotismo del flirteo. La antropología, de tradición institucionalista, si no platónica, últimamente parece estar mostrando una mayor sensibilidad por esta heterogeneidad de la que venimos hablando, redimiéndola del valor degradante al que, por su inconsistencia y su carácter efímero, lo habían sometido los defensores del formalismo de lo común, de la identidad como ente trascendente que distingue y determina que es real y que no lo es, qué se reconoce en el modelo, y qué lo diviniza mediante la acción. Sin embargo, salvo en el excepcional caso de Canclini, muy poquitos han sido los esfuerzos por intentar leer esta cotidianidad en relación a las nuevas dinámicas sobre las que se retroalimenta el propio mercado. En algunos casos, como el de Manuel Delgado, la cruzada parece estar aún en legitimar una nueva manera de mirar más sensible con la diversidad que aquella con el que está familiarizados los antropólogos -y que bien podríamos llamar formalismo estadístico-, tratando de ofrecer una visión distinta y más democrática del espacio público, ligada a la pluralidad misma de sus usuarios. Debemos
incentivar
no sólo la teorización
de un nueva lectura del uso del espacio público, sino su
aplicación.
Desdemonizar ese miedo a la heterogeneidad, a una opción
politeísta
que haga del uso del espacio público una manera de aplicarle
nuevas
posibilidades, nuevos itinerarios que le imprimen vida, que hagan lo
público
real en la medida misma en que pueda ser consumido o reapropiado por
sus
usuarios. Podríamos hablar de una aplicación bakhtiniana
de la novela polifónica basada una multiplicidad de voces.
Ésta,
según Bakhtin, "está constituida, no como el conjunto de
una única conciencia que absorbiese en sí misma como
objeto
las otras consciencias, sino como un conjunto formado por la
interacción
de varias conciencias, sin que ninguna de ellas se convierta del todo
en
objeto de otra" (Bakhtin 1984: 16). En ellas no hay lugar para la
contemplación,
las "terceras personas" no participantes no son representadas de
ningún
modo, el narrador, su autoridad como guionista queda desacreditada por
el rumbo imprevisible que puede tomar el protagonista, cualquier sujeto
-que no actor- social. No hay lugar para la institución, ni en
la
composición ni en el sentido más amplio de la obra"
(Bakhtin
1984:18). La voz siempre emana de la experiencia combinada del enfoque
del momento, de la lexia que uno está leyendo y de la narrativa
en perpetua formación según el propio trayecto de
lectura.
(Landaw 1995: 23) El turista, en esta trama urbana, sería un
morador
más, un nuevo lector que revitaliza el paisaje por el que se
recrea,
en lugar de ser sólo público objetivo, sólo un
caníbal
más de alteridad que se alimenta en su ritual con la
expulsión
del residente habitual de su uso de lo público.
Augé, M. Bakhtin, M. Baudrillard, J. Bonet, Ll. Canclini, N. Deleuze, G. Delgado, M. Landow, G. Prats, Ll. Revilla Uceda, M. Rodríguez, R. Santana, A. Sivan, R. |
|||||
|