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Es un reto aproximarse al hecho de la pobreza. Más, si cabe, encontrar el sentido que adopta en la infancia. La pobreza en el mundo de los menores es una realidad que se muestra desarbolada, en ocasiones oculta, o emerge asociada a problemas lacerantes como en los casos de la explotación laboral o sexual, el maltrato doméstico, el abandono u otras formas de violación de la dignidad. Pero en todo caso adolece de un tratamiento sistemático. Nuestra intención persigue una aproximación a la visión de conjunto del problema. Trata de observar cómo la pobreza de los adultos influye en la infancia más allá de la situación de carencia material, motivada en última instancia por la escasa consideración prestada a la naturaleza de los problemas de este colectivo, que en modo alguno es asimilable a las razones de pobreza de los adultos. Los problemas de los menores tienen como sujetos a personas que a pesar de su minoridad tienen razones propias que aportar y que tener en cuenta. En consecuencia, no sería coherente hablar de los niños sin los niños: sin atender al modo de producción de sus significados. Hace ya algunos años que autores como Hans P. Dreitzel (1973) pusieron en evidencia que desde edades tempranas, desde los cinco años, incluso más jóvenes, los niños ya luchan por la construcción y mantenimiento de una cultura de iguales, relativamente autónoma de las presiones de los de fuera de su mundo, los adultos, aunque muchos de ellos no sobreviven al intento. En la aproximación al objeto de estudio estimamos que los procesos de exclusión social deben ser vistos como el resultado de una continua interacción simbólica entre los menores que la experimentan y sus grupos de referencia, no menos que como el resultado de deprivaciones objetivas. Para ello se intentará una descripción de la principales dimensiones que afectan a la pobreza como problema social y como problema de identidad, en cuyos respectivos ámbitos se focalizarán determinadas cuestiones teóricas y empíricas que tienen por interés el mundo particular de los menores. Especialmente las interacciones básicas de convivencia desde las que comprender el modo por el cual «las personas de poca edad intentan hacer sociedad real a través de los procesos de auto-percepción» (Denzin 1977: 13). El estudio
quedará
complementado con una lectura sobre los contrastes que se aprecian en
la
pobreza a nivel estatal en relación a las mismas magnitudes que
se
dan en Andalucía; no obstante, el interés primordial se
centra
en los significados que genera la pobreza en el ámbito
interaccional
de convivencia. 1. Centrando el interés de la infancia Se han conseguido logros en la atención y en las políticas sociales de la infancia, pero todavía no se ha generalizado la consideración del menor como un actor social singularizado a pesar de la centralidad que tienen hoy los adolescentes en el entorno familiar y social. La autonomía personal parece que no goza de prestigio social. Ph. Ariès (1987) y Ll. de Mause (1991) entre otros nos han informado de las vicisitudes que han tenido que soportar históricamente los niños por la minusvaloración social en la que se han encontrado hasta los albores de la modernidad. De hecho, se ha reconocido a la infancia como una etapa singular de la vida humana cuando sus problemas se han hecho notar. La infancia surge como concepto, como grupo social diferenciado, en el mismo contexto que dio origen a la Sociología: con la industrialización. En particular, la preocupación por los menores surge a partir de los problemas que presenta la socialización de los niños en el nuevo marco de convivencia de la familia nuclear, aparecida con el desarrollo de la sociedad industrial (Casas 1992). Hay quienes opinan que la falta de noticias sobre la vida de los menores en tiempos pasados no era más que una evidencia de su bienestar procurado por la comunidad en general, superando así las particulares contingencias de la familia de orientación. No está claro que fuera así. La evidente precariedad en la que se encuentra una gran proporción de la población infantil en nuestros días -hambre, marginación, explotación sexual y otros-, nos hace adoptar una interpretación crítica de las condiciones sociales en las que se socializa este grupo de edad y su contraste con las posibilidades que ofrece el mundo de los adultos. La socialización es un proceso abierto y global que, como advierte Denzin (1977), no puede ser separado de las demandas de las situaciones sociales, de las restricciones del lenguaje y de las auto-definiciones de las personas implicadas. Aunque toda persona suele contar con alguna red de pertenencia, sin embargo, el beneficio de compartir tal red no produce per se los mismos beneficios a todos los grupos, ni siquiera entre los miembros del mismo grupo, como suele ocurrir, aunque de manera solapada, con los menores en la estructura familiar. Cuando uno busca referencias para conocer el estado de pobreza de los niños encuentra que los menores están escondidos en la información estadística, social y económica de la familia, impidiendo así una visión clara de su situación. La perspectiva de la infancia está así dispersa y se pierde con ello la posibilidad de describir al colectivo infantil desde las condiciones específicas en que se desenvuelven. Dadas las
diferencias
sociales entre grupos (clases sociales, subculturas, etc.) así
como
dentro de cada grupo, se debería afrontar con los menores los
mismos
problemas a como se hace con la población adulta (1).
Por ejemplo, podríamos preguntarnos por la situación de
la
vivienda o, como hacemos aquí, por la propia pobreza que
experimenta. 2. Los ámbitos de producción de la pobreza infantil El informe anual de UNICEF correspondiente al año 1999-2000, al dar cuenta del estado de los niños pobres en los países industrializados, reconoce expresamente que «hasta hoy no existe documentación claramente suficiente sobre los factores que hacen entrar a las personas en los lazos de la pobreza, ni sobre las fuerzas positivas que puedan ayudarlas a volver a salir de ella». Esta manifestación autorizada nos permite confirmar las escasas herramientas disponibles en el estudio del menor en general y de la pobreza en particular, al tiempo que muestra la preocupación de los estudiosos de UNICEF por poner remedio al creciente problema de la desigualdad en la infancia. Avanzando en este empeño conviene señalar que junto a la escasez de datos la pobreza muestra gran versatilidad en el caso de los menores y por tanto supone un factor de riesgo añadido en relación con los estudios de los adultos. La pobreza en la minoría de edad afecta de modo especial al proceso de maduración social, impidiendo el normal desarrollo cognitivo que subyace a todo proyecto biográfico pleno, convirtiéndose así en un problema plural: social, cultural y de la identidad personal (2). George Simmel, al tratar del estudio de la pobreza, distingue al respecto entre estados de carencia material y procesos cognitivos: del significado en sí de la pobreza según la percepción que del fenómeno tienen los propios actores de la situación: «El pobre, como categoría sociológica, no es el que sufre determinadas deficiencias y privaciones, sino el que recibe socorros según las normas sociales. Por consiguiente, en este sentido, la pobreza no puede definirse en sí misma como un estado cuantitativo sino sólo según la reacción social que se produce ante determinada situación» (Simmel 1977: 517). Esta percepción interpretativa de la pobreza que hace Simmel nos ayuda a enfatizar que la pobreza sociológica, como globalidad, se ve condicionada empíricamente por distintos factores de los que cabe distinguir tres planos interpenetrados de la realidad. Uno responde a las normas y valores mayoritariamente aceptados por la colectividad en la que se observa la pobreza; otro plano comprende las condiciones materiales de subsistencia propiamente dicha; y el tercero está referido a las relaciones de proximidad de la convivencia cotidiana, que en la infancia adquiere máxima significación para la personalidad por ser cuando se ensayan los mecanismos básicos de respuesta ante los dilemas existenciales. La clarificación de estos planos va a ser importante en nuestro análisis por aclarar con algún detalle los efectos de los factores de la pobreza según el plano en el que se sitúe y según el nivel de proximidad que tengan respecto de la experiencia individual, ordenando así la complejidad de la noción de «pobre» según la lógica de aproximación de lo general a lo particular (3). El Esquema I puede ayudar a la comprensión de nuestra intención. En el plano más general, el estructural, consideramos que la pobreza es una función dependiente directa de las condiciones del medio. Representa una fuerza social impositiva en la que la persona aislada poco puede modificar. La pobreza aparecerá con mayor o menor amplitud o intensidad dependiendo de las condiciones geopolíticas y macroestructurales del territorio considerado. Así, el medio se muestra como primera causa de la situación de la pobreza: la primera condición de tener y de mantener. El medio además influye de manera decisiva en las expectativas para la acción de las poblaciones. Un indicador generalizado para conocer la influencia de los factores estructurales en la pobreza se concreta en la distribución del Producto Interior Bruto (PIB) entre territorios o en la distribución de la Renta per Cápita entre los habitantes. Es el plano más trabajado en las ciencias sociales, y en el que aplican sofisticados métodos y técnicas cuantitativas (4). Esquema I. PLANOS, FACTORES E
INDICADORES QUE DETERMINAN LA POBREZA
Por su lado, la dimensión cultural de la realidad toma singular importancia ante la pobreza pero en este caso más al nivel del significado que de ella toman los miembros de la colectividad implicada. Vandana Shiva (1995) señala al respecto que: «Es útil separar una concepción cultural que considera pobreza la subsistencia de la experiencia material, de la pobreza que resulta del desposeimiento y de la privación. La pobreza percibida culturalmente no necesariamente es auténtica pobreza material: las economías de subsistencia que satisfacen las necesidades básicas mediante el autoabastecimiento no son pobres en el sentido de estar privadas de algo» (5). En el pensamiento de Shiva sobre el papel de la cultura en la percepción de la pobreza, desde cuya perspectiva crítica de la ideología del desarrollismo económico que declara pobres a los que no participan de lleno en la economía de mercado, encontramos también que «se consideran pobres a las personas que comen mijo en vez de los alimentos preparados y distribuidos comercialmente (...) Se las considera pobres si viven en casas construidas por ellas mismas con materiales naturales como el bambú y el barro en vez de vivir en casas de cemento. Se les considera pobres, en suma, si usan prendas de vestir hechas a mano de fibras naturales en vez de sintéticas.» Entender la subsistencia natural y prudente como pobreza es, en definitiva, una ideología cultural interesada que promueve el capitalismo como baza para eliminar la pobreza desde la producción y la lógica del mercado. La interpretación de la dimensión cultural es, así vista, decisiva; los niños en tanto que productos sociales son «productos culturales» también; e influidos desde las costumbres del grupo social supone una fuerza muy imperativa en la determinación de la acción social, formando la enculturación el círculo intermedio entre la coerción social y la autodeterminación personal. Para Simmel (1977: 69-72), confirmando esta tendencia, el papel de la costumbre sigue vigente y «allí donde la coacción del derecho no tiene cabida, ni la moral individual garantía bastante (...), la costumbre actúa hoy como complemento de las otras dos». La cultura viene a suponer la justificación de la acción más allá de las pulsiones humanas. El ámbito de la conciencia, de la moralidad, de la reflexividad forma el tercer plano de la realidad. La pobreza a este nivel es una condición y un sentimiento que comparten las personas y los grupos que la experimentan, cualquiera que sea la forma que presente en cada situación particular. La experiencia de la pobreza cristaliza así en una autopercepción que elabora cada persona a partir de las condiciones del contexto mediada por la opinión social, forjando así cada individuo la propia conciencia individual. A partir de ahí entendemos la conciencia como una responsabilidad personal que nada puede evitarla; es totalmente libre y en consecuencia responsable de sí misma. La persona, en cuanto tal, no puede optar entre ser o no libre; sólo puede escoger la forma de su libertad. Si bien desde la libertad cabe optar por la dependencia; o reniega la potencialidad de hacerse libre y tiende a la pobreza. La libertad siempre permite elegir, y en esta elección se es siempre soberano, lo que no significa que las posibilidades de elección sean infinitas. Coincidimos con J. P. Sartre en que se puede elegir incluso en la absoluta indigencia; aun así la persona tiene la opción de escoger: aunque en última instancia las opciones se reduzcan a elegir solo entre la vida y la muerte (6). Los tres niveles
de
la
realidad que forman el esquema analítico que comentamos nos
permiten
ver con mayor claridad cómo opera la mecánica de
determinación
de la condición social de la pobreza, perturbando así,
entre
otros, el proyecto de autonomía personal de los menores que se
ven
envueltos en esta «situación». 3. Los procesos de interacción ante la pobreza infantil La pobreza consiste en no ser querido, dice el intuitivo escritor Ben Yelloum. La carencia de recursos materiales es sin duda la primera evidencia de la pobreza, además de ser la manifestación por la que localizar al colectivo más vulnerable; pero en la infancia, el aspecto material del problema no es la cuestión principal, al menos en las condiciones actuales del mundo industrializado. En la situación de los menores lo que destaca es, sobre todo, un proceso potencial de desajuste en la formación de su identidad social por el desafecto en que se encuentra, dado que en los hogares económicamente deprimidos se generan menos estímulos que inciten al niño hacia actividades autónomas. El amor, la atención, la confiabilidad como respuesta a sus demandas, son actitudes que se despliegan de manera deseable en el seno socializador del menor. La carencia de estos elementos primordiales del bienestar del niño da lugar a lo que llamamos «pobreza significativa», entendiendo por ella el contexto carencial que da lugar al aprendizaje de los modos de «vivir en la pobreza». Algunos autores clásicos en el tema abordan el problema de la pobreza recurrente como un fenómeno cultural persistente, más que como una producción interaccional coyuntural que puede superarse una vez abolidas las condiciones de dependencia. Así, M. Harrington (1965) entiende que la situación de los pobres es debida a que cometieron el error de nacer de padres en mala situación, en una zona mala del país, por trabajar en empresas inadecuadas o, sencillamente, por pertenecer a un grupo étnico o social mal valorado socialmente. A los así caracterizados los sitúa en la cultura de la pobreza. Oscar Lewis (1965) es menos determinista en la interpretación de la pobreza. Distingue entre pobreza y cultura de la pobreza. Para que aparezca ésta son necesarios algunos requisitos de entre los que destaca una estructura de economía capitalista con problemas estructurales agudos --alta tasa de paro, condiciones laborales precarias, escasa cualificación de la población, etc.--, ausencia de organización entre los pobres para la defensa de sus intereses, alta valoración de la posesión de bienes materiales, entre otros. El autor cae sin embargo en cierto determinismo al no tener en cuenta la capacidad de influir que tiene la agencia. Ambos autores adoptan perspectivas que no descienden a los detalles de la dinámica interaccional en la que la perspectiva de la acción toma especial protagonismo, que nos interesa aquí profundizar. De la dinámica interaccional interesa sobremanera observar los desajustes de la convivencia que dan lugar a la pobreza significativa. Tales desajuste son debidos, en principio, a una inadecuada interpretación de las condiciones del mundo material en el que se resuelven las expectativas vitales, influyendo de manera directa en los mecanismos psicosociales que dan lugar a la conciencia individual, base de las disposiciones personales de la acción. Una imagen próxima de lo que aquí queremos expresar podemos encontrarla en el concepto de «anomía» de R. K. Merton (1980), donde aborda los problemas de desajuste que se dan entre fines socialmente definidos y medios individualmente adoptados para alcanzarlos. Merton sostiene que el comportamiento desviado es un síntoma de disociación entre las metas culturales y los estándares de vida propuestos y prescritos para todos (aunque no aceptados por todos) y los caminos legítimos disponibles para alcanzar esas metas. El desajuste
interpretativo
que da pie a la pobreza significativa consistiría, pues, en no
saber
calibrar las posibilidades reales o potenciales con las que cuenta la
unidad
de convivencia para llevar a cabo su proyecto de vida. Se da un
desajuste
interpretativo cuando las personas adultas que intervienen como agentes
de
socialización no actúan críticamente denunciando
las
contradicciones y las falsas imágenes (7) que
se
promueven en el entorno social. La capacidad mediadora en la
transmisión
de los mensajes educativos a los menores depende en alto grado de la
idoneidad que alcancen los agentes de socialización en la
«gestión de las decisiones domésticas» ante
sus respectivos socializadas. Como toda gestión, la destinada a
favorecer la educación de
conductas autónomas también es susceptible de ser
modificada, de mejorarse. 4. Alternativas a la pobreza Se ha podido comprobar en investigaciones con niños, que los seres humanos, a diferencia de otros organismos, pueden acceder a la organización de su propia conducta; y el niño, al igual que el adulto puede formar, definir y negociar sus relaciones con el mundo externo de los objetos, de los otros y de las situaciones sociales. Los niños como actores sociales pueden incidir en la organización de su propia secuencia de desarrollo, cerrando etapas certeras, retrocediendo a otras, ignorando incluso otras, y quizás creando etapas o fases que aún pueden ser imaginadas. Estas posibilidades de autoconciencia que ha destacado algún autor en los menores están estrechamente relacionadas con las potencialidades que cada individuo puede emprender para reorientar su vida incluso desde la pobreza (Denzin 1977: 10). Como modelo, la ecuación de una adecuada gestión de las decisiones domésticas quedaría completada cuando se elaborara con algún criterio un «núcleo de intencionalidad» (8) en el que se puedan basar las decisiones que favorecen un equilibrio entre necesidades, aspiraciones, potencialidades y autonomía de las personas insertas en una red de convivencia. Este núcleo de intencionalidad regiría los comportamientos ante los quehaceres de la vida cotidiana y, de modo especial, ante los dilemas que aparecen entre las personas que comparten un hogar u otro medio de convivencia. Compensar la pobreza significativa sería entonces un ejercicio similar a promover en el menor un estado de conciencia autónoma desde la ejemplaridad de las tareas mismas de la convivencia; en teoría sería posible esta meta, incluso, en aquellas circunstancias en las que la pobreza es absoluta, porque el ser humano siente la necesidad en algún momento de ser uno mismo, a costa incluso de la presión cultural y de la inercia del medio que empuja a uno a adoptar el comportamiento colectivo. La inmensa mayoría de la población se conforma con adaptar su identidad social a la identidad grupal de su medio. La situación de pobreza refuerza este conformismo; la pobreza es un factor estresante añadido que favorece todavía más la inercia de permanecer inmóvil en las mismas circunstancias que experimenta el propio colectivo. Cuando se aprecia que los menores se encuentran en esta situación de dependencia ante la pobreza es posible, insistimos, programar acciones compensatorias: generar núcleos de intencionalidad que promuevan la salida del menor de este círculo que podemos llamar de alienación. Consistirían dichas acciones en una adecuada gestión de los recursos de convivencia contando con apoyos proporcionales a los déficit de los factores (estructurales, culturales e individuales) que la originan. Las políticas compensatorias de los respectivos planos carenciales tomarían apoyos correlativos: los poderes públicos, instrumentado recursos y políticas sectoriales compensatorias; de los ciudadanos, que conscientes de la necesidad de erradicar la pobreza se organizan en movimientos sociales, y de manera especial de los agentes socializadores implicados directamente en la gestión de los recursos de la convivencia, favoreciendo un horizonte de certidumbre y de estímulo para la autonomía personal. La movilización de los diversos recursos se articularían en torno a dos tipos de gestiones: las instrumentales, que comprenden los distintos fondos que tienen que ver con el bienestar material y funcional de las personas, y las expresivas, referidas a acciones dirigidas al decisivo mundo emocional de la infancia. La estrategia que se sugiere aquí, a partir de estos dos niveles de gestión, y de modo heurístico, partiría de dos ideas motrices. La primera consistiría en valorar las limitaciones que impiden un ambiente expresivo en el medio familiar, al tiempo que observar la naturaleza de las carencias instrumentales. Esto conllevaría estar en disposición de proponer una alternativa capaz de compensar las deficiencias de ambos tipos de carencias apreciadas. Supondría, entre otros, romper con las acciones rutinarias, formalismos y estereotipos que se dan en las organizaciones especializadas (públicas y privadas) encargadas de los menesterosos. El núcleo intencional así impulsado procuraría redefinir el impasible modelo actual de redistribución de los recursos instrumentales, haciéndolo efectivo al posibilitar que los menores que requieran, por razones justificadas, más apoyos y de manera más prolongada puedan acceder a ellos sin demoras innecesarias que afectarían negativamente a sus proyectos personales, cuando no a su subsistencia y a su dignidad. La segunda idea se refiere al ámbito de producción de la autopercepción. Al principio de la sección hemos apuntado que las personas, incluidos los niños, pueden acceder a la organización de su propia conducta; hemos dicho también que la autoreflexividad, en cuanto que producción de la conciencia, es una cualidad que puede desarrollar toda persona aún en situaciones de precariedad social o material; aunque muy condicionada por los factores ambientales e interaccionales. Pero sobre todo requiere de la disposición personal del socializando. Los déficit de autonomía que muestran las personas se deben a la influencia de una mezcla de fuerzas ambientales, pero en las sociedades desarrolladas hay una cuota añadida de responsabilidad personal de los propios dependientes. Fromm dice con similar intención que «el individuo carece de libertad en la medida que todavía no ha cortado enteramente el cordón umbilical que -en sentido figurado- lo ata al mundo exterior» (Fromm 1982: 47). Para superar esta tendencia habrá que recurrir además de a las disponibilidades de otros recursos, a la promoción de las potencialidades humanas del sujeto dependiente. La
intervención
pública tendrá que ser reorientada en su sesgo
ideológico;
efectuado dicho cambio institucional, y al tener influencia en los
procesos
sociales que determinan el modo de vida del individuo, sus relaciones
con
otros y sus actividades básicas, «remodela al mismo tiempo
la
estructura del carácter» (Fromm 1982): de donde se
alimentan
las funciones reflexivas de la conciencia individual. Pero la
intervención
de los poderes públicos siendo decisiva es al mismo tiempo
contraproducente
en su lógica burocrática que tiene por principio la
racionalidad
instrumental y la acción formal rutinaria. Esta
característica,
por lo demás necesaria, se muestra incompetente para resolver la
dimensión emocional del complejo mundo de la pobreza infantil en
el que las formas espontáneas
de expresividad son determinantes. Una solución que se vislumbra
consistiría
en la dinamización del tejido asociativo desde la acción
pública,
proveyendo recursos y tutelando la gestión del sistema
compensatorio,
pero dejando bajo la responsabilidad de la iniciativa social la
acción
directa de la gestión de los objetivos, con sus peculiares
maneras
de actuar, y con el concurso evaluativo de la opinión social. 5. Algunas evidencias empíricas Algunos datos y estudios que señalen aspectos sobre cómo influyen los planos de la realidad con déficit en los menores, nos puede aportar mayor información de lo que es la pobreza significativa. Las evidencias elegidas proceden de fuentes estadísticas y de datos cualitativos de un estudio realizado ad hoc. Se trata de resultados de un estudio de caso que muestran las formas de gestión de la convivencia en unos internados de atención al menor, con modelos educativos diferentes aunque ambos bajo tutela pública. La experiencia es narrada por los propios menores asistidos, de ambos sexos, que tuvieron que recurrir al amparo institucional por carencias sociales, afectivas y materiales; podríamos decir sencillamente, por pobreza. Ambas fuentes de
información
dan lugar a los dos epígrafes siguientes. 5.1. Dimensiones cuantitativas de la pobreza De las condiciones en las que vive la infancia en España podemos destacar en relación a otros países del entorno, según indicadores de UNICEF para las naciones ricas, que un 12,3 por ciento de niños viven en hogares pobres, situándose España hacia la mitad de la escala de pobreza de estos países, que va de el 2,6 por ciento de Suecia al 26,2 por ciento de México (9). La primera nota que podemos advertir de dimensión económica de la pobreza en la infancia es que, al depender de los ingresos de los padres y tener escasas posibilidades de cambiar por sí mismos el estatus económico, la hace más vulnerable que a los adultos en proporción y en duración. Así, según datos del EUROSTAT (1997), la proporción de niños que viven en familias pobres en Europa es de un 20 por ciento, esto es, tres puntos más que la correspondiente a toda la población en el mismo periodo. A ello añadido se constata que la mayor permanencia en la pobreza favorece especialmente en la infancia la aparición de otros riesgos que trascienden el hecho material, al afectar a las bases del aprendizaje de los niños, dando como resultado, en la dimensión social del problema, desigualdades en la movilidad social y económica de las generaciones (Machín 1998). El ámbito concreto de España, y observando la evolución de los indicadores no dinerarios también referida a la infancia, se aprecia una importante mejora en el bienestar de los niños en el transcurso del tiempo. Entre los avances más llamativos encontramos que: la tasa de mortalidad infantil bajó un 80 por ciento entre 1960 y principios de los noventa; la tasa de mortalidad infantil corrió una suerte paralela para los menores de 5 años, así como la ratio neta de escolarización que ha llegado a alcanzar el 100 por cien de los menores en edad escolar, situación que no ha variado prácticamente en la actualidad. Estas mejoras, entre otras, son debidas a razones de contexto, por los procesos de cambio que ha experimentado la sociedad española en general influidos por los avances del Estado de bienestar que se consolida durante estos años. Si nos detenemos en aspectos concretos de las condiciones familiares, podemos encontrar razones que hacen aparecer la pobreza objetiva de la infancia. Dos variables son importantes al respecto, el «perfil demográfico de la familia» y el «status socioeconómico de los padres». Según la primera dimensión, la tasa de pobreza es relativamente alta entre los niños que viven en familias numerosas (más de cuatro miembros), y en las familias formadas solo por un adulto y un menor. Estos dos tipos de hogares cuentan con más del 64 por ciento de los niños pobres. En los últimos años está apareciendo un nuevo foco de niños pobres entorno al creciente número de familias monoparentales, donde la tasa de pobreza infantil casi se duplicó a partir de los años ochenta (del 25,4 por ciento al 43,8), a pesar de la todavía baja proporción de la monoparentalidad entre el conjunto de las familias (10). Por su lado, según el status económico familiar, la situación que más influye en la probabilidad de acceder a la pobreza se da en niños que pertenecen a familias con el padre en paro. En el extremo contrario, como es obvio, están las familias encabezadas por parejas en las que ambos cónyuges están empleados; tales hogares muestran la tasa más baja de pobreza infantil (solamente alrededor del 3 por ciento en 1990). Profundizando un poco más a través del análisis longitudinal de la pobreza infantil en España, se constata, coincidiendo con nuestra hipótesis sobre la importancia de la gestión de las responsabilidades domésticas, que «los factores de riesgo que tienden a influir en la probabilidad de que un niño entre o salga de la pobreza están condicionados en gran medida, además de por el perfil de los padres del niño, por la presencia o la ausencia de otros miembros de la familia extensa» (Cantó y Mercader 1998: 20). La importancia de otros familiares al lado de un padre o una madre en situación de soledad paterna/materna, nos confirma que el juego interaccional del grupo de convivencia se enriquece por la suma de apoyos adecuados provenientes de los miembros adultos dispuestos a ayudar en el cuidado de los niños. Así tenemos que, siendo las familias monoparentales en general uno de los tipos que presenta mayor probabilidad de que los niños se hallen en situación de pobreza, encontramos que, de ellas, las formadas por madres o padres solteros que son acompañadas por otros familiares adultos: padres o hermanos, es más frecuente que el niño salga con más facilidad de la pobreza que en los hogares de un solo padre o madre (separados) que permanecen más aislados de este tipo de apoyos. Situándonos en una óptica territorial tenemos que, según los estudios regionalizados sobre la pobreza en España, la mayor presencia de ella se halla en la linea fronteriza con Portugal y la que demarca Andalucía con el resto de España (Alonso Torrens 1998, García Lizana 1996, FOESSA 1994, Martín, G. et al. 1989). En Andalucía, además, la pobreza tiene algunas particularidades dignas de reseñar en relación a la edad. Según el Informe de Pérez Moreno (1999:22), la población pobre en España es cada vez más joven (32,8 años de media) debido a la creciente proporción de niños y adolescentes menores de 15 años que acceden a dicha situación en relación a las personas mayores de 65 años. La mejor situación en la que se hallan las personas mayores con respecto a décadas anteriores se debe en parte a la política de pensiones que ha promovido el Estado pero de modo significativo a la mayor prolongación de las condiciones de la pobreza de los menores. De modo que, en la actualidad, por cada anciano que vive por debajo de la línea de la pobreza, hay 2,1 niños o adolescentes menores de 15 años. En la comunidad andaluza la situación se agudiza según la edad, como ocurre con otros indicadores que venimos observando. La media de edad de los pobres andaluces está entre las más bajas de España, situándose en 29,7 años. La razón está en el grueso de niños en situación de pobreza que hay en la región en comparación con el resto de España. Por otro lado,
atendiendo
a los gastos e ingresos mensuales de los hogares pobres andaluces
apreciamos
que Andalucía es una de las tres regiones españolas con
mayores
niveles de gasto familiar, influyendo en ello sin duda el tamaño
familiar,
pero también las actitudes ante el ahorro: Navarro Botella
(1998)
y Pérez Moreno (1999). Si la pobreza significativa tiene
algún
correlato directo con los indicadores que utilizan los analistas de la
pobreza
económica, éste puede encontrarse entre los datos que
muestran
los comportamientos de las poblaciones pobres con los recursos de
existencia,
y más directamente con los recursos dinerarios. Decíamos
al
conceptualizar las dimensiones de la pobreza, y sus consecuencias para
la
infancia, que la mediación de los adultos en la gestión
de
los asuntos de la vida cotidiana y el significado que de ello capta la
infancia
constituye una de las cuestiones más decisivas en la
formación
de la cosmovisión del niño. Y en dicha formación,
una
de las primeras referencias en las que basa el menor su
comprensión es en la manera de obtener 'sus' cosas: la forma de
usar el dinero para conseguirlas (11). 5.2. Hacia una comprensión de las evidencias Otra forma de acercarnos a la pobreza significativa es a través de la visión que tienen los propios menores de los efectos en sus vidas de las decisiones domésticas en las que se han desenvuelto. Hemos recurrido para ello a detalles del análisis que llevamos a cabo en la década de los noventa sobre información proporcionada directamente por un colectivo de jóvenes y adolescentes que pasaron parte -en algunos caso la totalidad- de su vida infantil en un centro asistencial. Los entrevistados fueron jóvenes que tuvieron la necesidad de recurrir a medios institucionales de internamiento para complementar o sustituir el medio familiar durante la primordial edad de su infancia, de su primera socialización. El trabajo que referimos fue llevado a cabo mediante un conjunto de técnicas formada por la observación, entrevistas focalizadas y reuniones de grupo. El estudio procuró profundizar tanto en las prácticas observadas de la vida institucional como en el sentido que emergía de los discursos de los jóvenes entrevistados sobre sus vidas (12). El grupo objeto de estudio lo formaban jóvenes de ambos sexos residentes en centros de la provincia de Jaén, con la particularidad añadida que durante su internamiento tuvieron la oportunidad de experimentar modelos diferentes de organización. Dichos modelos correspondían a dos estilos formativos arraigados en la tradición educativa de la cultura local: el que procede de un pensamiento religioso y el que se orienta en una visión secular paternalista. Vamos a llamar a cada una de las experiencias «modelo laico» y «modelo religioso» para facilitar la exposición de los resultados. Mientras que el modelo religioso presenta una orientación normativa/emocional, la del laico es burocrática/racional. En líneas generales, la opinión de los residentes muestra cierta polaridad ante ambos modelos. Los menores asistidos tenían clara conciencia de donde estaban; la institución de acogida no sólo es un centro de formación, sino que se constituye en la matriz central desde la que se establece la forma simbólica comunicativa en la que el individuo construye su propia identidad en torno a un conjunto de estilos, valores y recursos sólo así disponibles. En este sentido, sobresale la opinión común de los residentes acogidos en destacar el compromiso social solidario como valor de especial importancia, no sólo como ideario aglutinador desde los discursos, sino como forma de vida a ras de la praxis institucional: en tanto que espacio social formado por estructuras normativas y afectivas, por la necesidad de contar con enclaves de certidumbre e interacciones sociales relacionadas con experiencias influyentes en la construcción de la identidad; donde caben, incluso, otros subterfugios para la supervivencia. Frente a esta forma de hacer «comunidad residencial» (Goffman 1988) basada en la solidaridad entre los asistidos, se da la vida «reglamentada» del centro, más preocupada en disciplinar las acciones individuales a los ritmos normativos de la institución que en atender los problemas formativos y humanos de los asistidos. Esta tendencia la comparten ambos modelos. Por eso ninguno se ha mostrado adecuado a las necesidades y expectativas que se habían forjado los menores al entrar. Hubo no obstante, con distintos grados de convicción y por distintas razones, opiniones que se inclinan por una u otra forma de gestión que merecen ser tenidas en cuenta. A partir de ellas se han podido destacar elementos apreciativos que cada proyecto lleva en ciernes. Quizá sea más correcto decir razones por las que cada modelo de organización es más funcional a determinadas tipologías de personalidad. Siguiendo las trayectorias que se han cursado los residentes en sus vidas adultas, podemos resumir en los siguientes rasgos las formas de identidades personales asociadas a cada tipo de gestión institucional de la convivencia (modelos educativos): - El modelo de orientación religiosa: es valorado por aquellos discursos que aceptan la inculcación de normas de manera acrítica y tienden a la conformidad con los valores dominantes; la jerarquía y la emotividad a ella asociada es una característica importante entre los que participan de este discurso. Este es un modelo que se presenta atractivo para aquellos menores que tienen déficit de afectividad, para los que provienen de ambientes muy desarraigados, y para los que tienden a ser conformistas con lo que le viene dado. El religioso, tal como se aprecia en las interpretaciones de los discursos estudiados, es un modelo socializador incluyente que no discrimina a nadie si no cuestionan el sistema normativo establecido aunque jerarquiza. En contraste, el menor identificado con este perfil que no se integra tiende a una marginalidad dependiente, a la pobreza y, en definitiva, a la supeditación de grupos contraculturales. - El modelo de orientación laico: es un sistema útil para aquellos discursos que muestran una perspectiva vital y competitiva, que valoran la independencia y que consideran a la institución como un medio fácil y económico para alcanzar estatus social que por otra vía ofrece más inconvenientes. Diríamos que favorece un marco de relaciones para quienes lo importante es la dimensión instrumental del proyecto vital. Este modelo de gestión es apreciado por quienes tienen satisfecho los órdenes emocionales de su personalidad pero carecen de recursos; para los individualistas que priorizan los recursos materiales sobre los expresivos. Sin duda, en este modelo los menores con una destacada capacidad intelectual consiguen más fácilmente estímulos compensatorios de todos lo órdenes de los que pudieran carecer. Los que muestran disposiciones y aptitudes proclives a este modelo que no se integran tienden a ser individualidades iconoclastas, subversivas ante el statu quo o prometeicas en defensa de lo propio. - Los menores cuyo discurso no encaja en alguno de los anteriores modelos tienden a buscarse la vida «por su cuenta» o a ir «a su bola». Los que se integran lo hacen como autodidactas frente a las dificultades que encuentran. Los que no se integran inician carreras dispares con resultados en cárceles, drogadicción o prostitución; estas son alternativas a las que han derivado varios y varias jóvenes que participaron del estudio. Los déficits
de
ambos modelos quedaron en cualquier caso patentes. Conclusiones Los jóvenes que han tenido la ocasión de desarrollar una forma de vida satisfactoria, o al menos así sentida, han procurado olvidar cuanto antes su experiencia institucional, han intentado con distinta suerte formar una familia enseguida y se han volcado en sus hijos. Muchos y muchas jóvenes de aquella experiencia se encuentran en situaciones laborales precarias, echan en falta tener a alguien que les ayude a encontrar trabajo. Otros y otras tienen grandes dificultades para llevar una vida autónoma por falta de destrezas profesionales y sociales, pero sobre todo porque han asumido su identidad marginal y el estatus de pobre. Muchos de los perfiles humanos descritos son una clara consecuencia de los efectos de la pobreza significativa. La pobreza se manifiesta aquí como una carencia del sentido de la vida. Los modelos socializadores no han sabido resolver el dilema que se les planteaba. Como en tantos hogares que generan pobreza o la reproducen. Como la propia sociedad. En última instancia no se puede entender la pobreza sin apelar a la desigualdad social intrínseca que se desprende de la estructura social y, en general, de la lógica del reparto del bienestar basado en la filosofía del mercado. En la actualidad, por esta lógica del mercado, es característico ver cómo individuos, pueblos y sociedades enteras entran en una inercia alienante de falsas imágenes que derivan a la postre en una pobreza significativa generalizada. Mientras los países del Tercer Mundo carecen de casi todo, los habitantes del mundo rico entre los que se encuentran los andaluces, compiten por alcanzar mayores cotas de despilfarro de bienes superfluos. En este contexto es en el que estamos discutiendo los datos y la comprensión microsociológica de la pobreza de los niños andaluces; no se vea por ello incoherencia, porque, como ha señalado John O'Neill: «Una teoría de la socialización del niño es implícitamente una teoría de la construcción de la realidad social, si no lo es de un particular orden social histórico». Quizás muchos
de
los problemas que nos envuelven en la cotidianidad y que achacamos a
las
fuerzas sociales y a la confrontación de intereses
políticos
pueden resolverse desde un aprendizaje de la coherencia de la
identidad.
No es posible una crítica del orden social injusto sin un
sentido
personal de la autonomía y de la responsabilidad. O ¿Es
posible
fomentar acciones colectivas sin emancipación personal?
¿Se
podrá valorar el interés común sin fomentar en los
menores
primero el concepto de autonomía personal?¿Es compatible
la
educación con la exhibición consumista de trasfondo en la
que
nos movemos? A caso la siguiente cita de Rousseau (1762: 115) nos ayude
a
la reflexión para proseguir el debate: ¿Sabéis
cual
es el medio más seguro para hacer miserable a vuestro hijo?
Acostumbrarlo
a obtener todo; porque, al crecer de modo incesante sus deseos por la
facilidad
de satisfacerlos, antes o después la impotencia os
obligará,
a pesar vuestro, a llegar a la negativa, y esa negativa insólita
lo
atormentará más que la privación misma de lo que
desea.
1. De las fuentes consultadas solo hemos encontrado el documento de Olga Cantó y Magda Mercader (1998) Child poverty in Spain: What Can Be Said?, International Child Development Centre, UNICEF, Florencia, que trate sobre niños pobres en España, aunque publicado solo en inglés. 2. UNICEF, Informe anual 1999-2000, Centro de Investigaciones Innocenti, Florencia, 2000: 12. 3. Preferimos esta imagen de gradualidad geométrica que va de lo extensivo y amplio -que guarda relación con los imperativos de la estructura social- a lo intensivo y particular -más próximo a la reflexividad individual-, en lugar de la dicotomía de Thomas D. Eliot que distingue entre «pobreza fundamental» y «pobreza accesoria» para distinguir entre carencia de ingresos pecuniarios y las carencias de aptitudes y actitudes más personales. Cfr. al respecto D. Casado 1994. 4. La mayoría de los estudios sobre pobreza realizados en nuestro entorno se centran en este nivel de análisis, bien para determinar su dimensión absoluta o, como tendencia más habitual, estimar la relativa; esto nos permite disponer de diversas fuentes de datos secundarios desde los que abordar estudios más focalizados. Para una visión global e introductoria Cfr. A. García Lizana 1996. 5. Las referencias relacionadas con Vandana Shiva han sido tomadas del extracto de su obra de referencia que se hace en la página web, www.cccbxaman.org/pobreza/; concretamente de las páginas 40 a 44. 6. Para el desarrollo de la idea de conciencia como libertad personal y su relación con las tesis existencialistas de Sartre me he basado en J. P. Sartre 1984. Son de interés las notas introductorias de J. M. Ortega de la edición comentada. 7. La mentira social llama Ignacio Gómez de Liaño (1989) al mecanismo social de autoengaño en el desarrollo de una obra homónima, donde explora el significado de los reclamos y mitos sociales en general. 8. El núcleo de intencionalidad estaría formado por el conjunto de razones, creencias, recursos y aspiraciones que orienta el ideal de vida en común; vendría a ser el ethos compartido por las personas que conviven. 9. Los datos se refieren al porcentaje de niños que viven en pobreza relativa, definida ésta como los hogares con ingresos por debajo del 50 por ciento de la media nacional. Cfr. para lo aquí dicho el Innocenti Report Card (2000). 10. Entre 1973 y 1990, a pesar de la caída neta de la proporción de la población que vive en familias numerosas, la tasa de pobreza de niños de este tipo de familia aumentó: en hogares de cinco miembros en un 59'8 por ciento y en los de más de seis en cerca del 20 por ciento (Cantó y Mercader 1998: 16). 11. Una visión de las cosas influyentes en la primera infancia puede conocerse en R. Morente 1982. 12.
Para mayor detalle de las características, metodología,
análisis
y conclusiones del estudio que sirve de referencia a la
reinterpretación
que aquí presentamos de los mismos hechos. Cfr. Felipe Morente
1997:
175-182.
Alonso Torréns, F. J. Ariès, Ph. Bourdieu, P. Cantó O. (y M. Mercader) Casado, D. DeMause, Ll. Denzin, N. K. Dreitzel, H. P. Eurostat Goffman, E. Gualda, E. (y O. Vázquez) Gómez de Liaño, I. García Lizana, A. Innocenti Report Card Machín, S. Martín, G., (A. García
y
J. Fernández) Merton, K. R. Morente, F. Morente, R. Pérez Moreno, S. Pobreza... Rousseau, J. J. Sartre, Jean P. Shiva, V. Simmel, G. Tortosa, J. M. UNICEF Worl Bank |
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