Gazeta de Antropología


Gazeta de Antropología, 2002, 18 · Recensiones · http://hdl.handle.net/10481/7415
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RECENSIONES DE LIBROS

01 José Ignacio Cruz Orozco:
El yunque azul. Frente de Juventudes y sistema educativo. Razones de un fracaso.
Madrid, Alianza Editorial, 2001: 253 páginas.

02 Rafael Pérez-Taylor (compilador):
Antropología y complejidad.
Barcelona, Gedisa, 2002: 190 páginas.

03 Jean Cocteau:
Opio. Diario de una desintoxicación.
Valencia, Editorial MCA, 2002: 160 páginas.

04 Michael D. Murphy y J. Carlos González Farraco (coord.):
El Rocío. Análisis culturales e históricos.
Huelva, Servicio de Publicaciones de la Diputación de Huelva, 2002: 202 páginas.

05 Clifford Geertz:
Los usos de la diversidad.
Barcelona, Paidós,1999: 127 páginas.

06 Clifford Geertz:
Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos.
Barcelona, Paidós, 2002: 276 páginas.

07 Yassine Essid (dir.):
Alimentation et pratiques de table en Méditerranée.
Túnez, GERIM/Maisonneuve et Larose, 2000.



Recensión 01

José Ignacio Cruz Orozco:
El yunque azul. Frente de Juventudes y sistema educativo. Razones de un fracaso
Madrid, Alianza Editorial, 2001.

Por Francisco López Casimiro

Los españoles de entre 35 y 75 años recordamos aquello de las " tres Marías". De un mal estudiante se decía que no había aprobado ni las "Marías". Se llamaba así a las asignaturas de  Religión, Gimnasia y Formación del Espíritu Nacional (FEN). Las dos primeras siguen formando parte del currículo; FEN, sin embargo, desapareció en 1977 con la instauración de la democracia. La Política y la Gimnasia, como coloquialmente las denominábamos, estuvieron encomendadas al Frente de Juventudes (FJ), creado por ley de diciembre de 1940. Llama la atención el carácter bélico del nombre, explicable en un estado nacido de una "cruzada". Tenía como objetivo la educación política en el espíritu y la doctrina de FET y de la JONS, y ser "cauce que pueda asegurar la formación y disciplina de las generaciones de la patria en el espíritu católico, español y de milicia". Como dice el prof. Cruz Orozco en el libro que comentamos, "la ideología totalitaria impregnaba por los cuatro costados el FJ".

En la escuela, FEN estuvo encomendada a los maestros. Éstos, además de cursar FEN en los tres cursos de la carrera, que se estudiaba en las Escuelas Normales, debían realizar un curso de tres semanas, fuera del horario escolar, en un albergue o campamento, que los convertía en Instructores Elementales del FJ. Sin ello, los maestros no podían tomar posesión de su escuela. Después, sería un requisito para obtener el título de maestro. Los futuros maestros hacían el curso de instructores por imperativo legal. Les resultaba además particularmente oneroso. Debían, amén de pagar el curso y comprar el material didáctico. En los primeros años 60, se calculaba que el gasto total de la carrera eran unas 5.000 pts., un 1/5, 1.000 pts., debía destinarse al título de Instructor Elemental del FJ. El campamento se realizaba generalmente en verano. Allí aprendían piezas musicales del "cancionero" oficial de la organización juvenil. La Delegación Nacional siempre consideró la preparación de las futuras generaciones de maestros como algo de singular trascendencia. Sin embargo, todavía en 1962, como señala el prof. Cruz Orozco en su magnífica investigación, no existía un manual didáctico de la materia de Formación Político-Social para uso de las Escuelas Normales. El profesorado estaba peor pagado que el que impartía enseñanza en institutos y colegios.

El intento de adoctrinamiento de los maestros era tal que, en el primer ejercicio de las oposiciones de ingreso al cuerpo, había que desarrollar necesariamente un tema de Religión y otro de FEN. En el tribunal, además de un cura -generalmente un canónigo- nombrado por el obispo, había un maestro representante del FJ. La Jefatura de Enseñanzas del FJ enviaba instrucciones a las escuelas sobre cómo debía enseñarse FEN. La jornada escolar se iniciaba con el acto de izar las banderas, los alumnos formados en posición de firmes y el canto del "Cara al sol" o "Prietas las filas". Una vez izada la bandera, un maestro debía proclamar la "consigna" del día o de la semana, que luego se escribía en la pizarra de la clase. Por la tarde, la jornada escolar terminaba después de arriar las banderas y el rezo de la "Oración por los Caídos". Recuerdo que una de las consignas decía: "Antes de obrar, piensa". Un maestro extremeño me contaba con hilaridad la pregunta de uno de sus alumnos: "Don Juan, ¿ en qué tengo que pensar antes de c...?". Los escolares debían recibir también una clase semanal de FEN de una hora. No existía, sin embargo, texto o manual. El maestro debía explicar las lecciones que se publicaban en la revista falangista Mandos. Había que confeccionar también un mural así como recoger en el "cuaderno de rotación" las enseñanzas político-sociales recibidas por los alumnos durante el curso.

En las enseñanzas medias, las clases las impartían Oficiales Instructores que, desde 1942, empezaron a prepararse en la "Academia de Mandos José Antonio". Tenían una orientación ideológica completamente afín a la doctrina oficial del Régimen. A pesar de ser el bachillerato el campo predilecto de trabajo para los responsables del FJ, hasta 1951 no empezaron a publicarse algunos pequeños textos para estos alumnos. En los contenidos se daba una visión de la historia nacionalista, distorsionada y tremendamente partidista, sobre todo en cuanto se refería a la II República y a la Guerra Civil. A partir de 1960, los falangistas perdieron fuerza, que ganaron los tecnócratas ligados al Opus Dei. Ello tuvo importantes repercusiones en el FJ. El órgano rector empezó a denominarse Delegación Nacional de Juventudes (DNJ), y el FJ se llamaría en adelante Organización Juvenil Española (OJE). Ello revela significativamente el paso del totalitarismo a la democracia orgánica.

Poco antes habían empezado a publicarse nuevos libros de texto de autores casi todos vinculados al falangismo. Se suprimieron casi todas las referencias a la Guerra Civil, se abandonaron los contenidos históricos, sustituidos por textos y reflexiones sobre la convivencia y la organización social, haciendo especial hincapié en la organización y estructura del Estado Español. Sin embargo, según Cruz Orozco, los nuevos manuales no tenían en cuenta el tipo de alumnado y empleaban además un lenguaje farragoso, de modo que su utilización planteaba un desajuste entre el nivel de los contenidos y la capacidad de los alumnos. 

El balance, incluso para los propios dirigentes del FJ, se situaba entre la frustración y el desengaño. La asignatura de FEN formaba parte del currículo desde la enseñanza primaria hasta la universidad. Fue una parcela del sistema educativo franquista en manos falangistas, pero nunca tuvieron todo el conjunto del sistema. Para Cruz Orozco, sorprende la penuria económica y la precariedad de recursos pedagógicos. No se tuvieron en cuenta las normas y conocimientos más elementales de la psicología evolutiva. A pesar de haber constituido el Patronato Escolar Primario del FJ, organismo que agrupaba a más de un centenar de colegios distribuidos desigualmente por toda España, fue incapaz de imponer un modelo de educación falangista. El profesorado se seleccionaba entre los maestros afines ideológicamente. El Patronato no creció con la Ley General de Educación, sino todo lo contrario; hasta el extremo de que en 1968 sólo agrupaba a 49 centros escolares, 144 maestros y 5.845 alumnos. Por estas fechas estaban matriculados en la enseñanza primaria más de 3.700.000 alumnos, de los cuales más de un millón acudían a centros privados. La educación siempre estuvo en manos de la familia demócrata-cristiana. El FJ estuvo desde los primeros momentos en la periferia del sistema educativo. Aislado y con escasa influencia, parecía que era un medio para acallar y dar trabajo a algunos falangistas que soñaban con la "revolución pendiente". La colaboración de los maestros ya en los primeros años 60 era muy baja: dos de cada tres maestros actuaban sin ajustarse a las normas didácticas de la DNJ. Esto en la enseñanza pública; de la privada ni se hacía mención. Según datos del curso 1969-70, uno de cada cinco maestros seguía las pautas de la DNJ. En la enseñanza media, el profesorado de FEN y Educación Física no procedía de los cuerpos de funcionarios docentes. Se recomendaba que se seleccionara entre los propuestos a aquellos que fueran militantes de FET y de la JONS. En resumen, como ya en el subtitulo del libro se anuncia, el fracaso de FJ y del Movimiento en el ámbito educativo hay que achacarlo al escaso papel de la Falange en comparación con la Iglesia Católica. Tampoco los Oficiales Instructores, aprovechando su contacto privilegiado con los adolescentes, consiguieron "establecer un cauce eficaz de reclutamiento para engrosar las filas de la entidad juvenil". El objetivo de FEN era la socialización política de las nuevas generaciones "dentro del universo ideológico y político del régimen franquista", de modo que la restauración de la democracia tras la muerte de Franco "nos demuestra su fracaso más palmario". 

De modo que Cruz Orozco puede afirmar con rotundidad que el FJ "fracasó por completo como plataforma de socialización política de la juventud española".
 



Recensión 02

Rafael Pérez-Taylor (compilador):
Antropología y complejidad
Barcelona, Gedisa, 2002: 190 páginas.

Por José Luis Solana Ruiz

El libro procede del seno del Seminario Permanente de Antropología Contemporánea, ubicado en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Precisamente una de las finalidades de la obra es la de dar cuenta del estado actual de las investigaciones que sobre la complejidad y temas afines se están llevando a cabo en México desde el ámbito de las ciencias antropológicas.

Como reconoce el mismo compilador, los textos que componen la obra muestran una destacada heterogeneidad, la cual -y esto ya lo dice quien reseña- se deja notar también en la dispar calidad de los mismos.

Tras una introducción del compilador, titulada «Algunas reflexiones para pensar-comprender una antropología de la complejidad», el libro se divide en dos partes.

La primera parte, «Hacia la complejidad», incluye cuatro textos.

En «La antropología física en sus historias», Enrique Serrano Carreto muestra como la redefinición del ámbito de estudio de la antropología física ha conducido a la exigencia del reconocimiento de la dinámica existente entre los diferentes sustratos biológicos y socioculturales resultantes de las relaciones complejas que han acontecido a lo largo del proceso evolutivo de nuestra especie. El cambio de perspectiva que conlleva esa redefinición de la antropología física implica la emergencia de nuevos paradigmas epistémicos, metodológicos y sociológicos. Avances procedentes del desarrollo de las teorías de la complejidad, y de los que se ha hecho eco la antropología física, permiten replantear la clásica y paradigmática oposición binomial entre lo estrictamente biológico (innato) y lo estrictamente sociocultural (adquirido), así como las cuestiones relacionadas con esta dicotomía. Los procesos seguidos por la variabilidad biológica y la diversidad cultural en el transcurso evolutivo de la especie humana son eminentemente biosociales.

A ese primer texto le sigue «El ensayo y la antropología: Montaigne y los posibles orígenes de una práctica», a cargo de Liliana Weinberg Marchevsky. Como su título ya sugiere, la autora reivindica al ensayista y filósofo francés como uno de los primeros antropólogos, por su intento de realizar una antropología de sí mismo y como antecedente de algunas cuestiones planteadas y profundizadas siglos después por la antropología simbólica y posmoderna.

«Globalización y cultura en América latina. Crisis de la razón y de la axiología patrimonial», donde Ricardo Melgar Bao aborda cuestiones relacionadas con el patrimonio cultural global y el turismo cultural, es el tercero de los textos de la primera parte del libro. Le sigue «Leyendas luminosas de la complejidad», de Gabriel Weisz Carrington, uno de cuyos propósitos es el de «trasladar la caótica a ciertos relatos chamánicos recurriendo a la teoría tropológica.» (pág. 67). La teoría tropológica, «contempla el hibridismo de los textos, con lo cual constatamos una formulación parcialmente caótica y parcialmente chamánica de nuestro campo de estudio.» (pág. 67). «La teoría tropológica se compone por lecturas metafóricas donde persisten ataduras retóricas de los significados internos que se hacen externos y viceversa.» (pág. 68). De aquí que el límite de la aspiración de autor sea, según el mismo nos dice, «presentar un pequeño relato interno que al subir a la forma externa nuevamente adopta un comportamiento intrínseco.» (pág. 68).

Textos como los acabados de citar muestran la conveniencia de atender a las advertencias que, ya en la segunda parte del libro (titulada «Comprender la complejidad» y compuesta por cuatro textos), comienza haciendo Raymundo Mier (1) en relación a los innumerables equívocos suscitados por la noción de complejidad y por las teorizaciones que tienen a ésta como eje (2). Su clarificadora contribución lleva por título «Complejidad: bosquejos para una antropología de la inestabilidad».

Como el autor señala, en la cuestión de la complejidad han venido a convergir un conjunto difuso de problemas, inquietudes, especulaciones y desarrollos procedentes de distintas disciplinas, a veces distantes entre sí. No hay una teoría de la complejidad, sino un conjunto de teorías de la complejidad.

En muchos casos las reflexiones sobre la complejidad han resultado a consecuencia de las «anomalías» que, en particular desde el siglo XIX, han surgido en las ciencias denominadas «duras». Esos desarrollos científicos de carácter anómalo, en muchos casos rechazados o marginalizados, al menos en principio, vienen a constituir el ámbito teórico de las teorías de la complejidad. De ahí que Mier dedique la mayor parte de su texto a exponer, mediante logradas síntesis precisas y muy clarificadoras, algunos de esos «enrarecimientos cruciales», de esas fuentes de anomalías conformadoras y/o inspiradoras de las teorías de la complejidad: la reflexión de Weierstrass sobre la naturaleza de las funciones continuas sin derivada; los números transfinitos de Cantor (1883); las nociones de entropía y resonancia acuñadas y desarrolladas por Boltzmann y Henri Poincaré, respectivamente (3); las reflexiones de Gödel sobre los alcances y la naturaleza de los fundamentos axiomáticos de la matemática y la consistencia lógica interna de los sistemas deductivos (1931); la exploración y las construcciones conceptuales de la termodinámica de los procesos irreversibles (Prigogine); el desarrollo de procedimientos computacionales para el cálculo y algoritmos para la resolución de ecuaciones, que han posibilitado el seguimiento y la representación virtual de fenómenos irregulares e impredecibles como la variabilidad climática («efecto mariposa» de Lorenz); los objetos fractales de Benoit Mandelbrot (4); la teoría de los creodos en Biología (5); las reflexiones de Maturana y Varela sobre las máquinas vivas, que dieron lugar al concepto de autopoiesis.

Esas teorizaciones y conceptos, junto a otras y otros, se han ido difundiendo, a través de desplazamientos metafóricos, en diversos ámbitos disciplinares, incluidos los de las ciencias sociales y las humanidades. Mier concluye su texto indagando y revelando en clásicos de la antropología como Durkheim, Mauss y Lévi-Strauss la diseminación de algunas de las anomalías anteriormente estudiadas.

En el segundo texto de la segunda parte de la compilación que nos ocupa (sexto de la misma), «Pensar al primate humano: pensar en hominización-humanización», Xabier Lizárraga Cruchaga muestra cómo para indagar la evolución humana hay que hacerlo en términos de complejidad (emergencias, aleatoriedad, eventualidad, transformación, innovación, incertidumbre, desviación, fractura, dialógica, desórdenes...). Además, señala con tino que, cuando llegamos a pensar en tales términos, solemos no obstante presuponer que todos esos procesos derivan de una lógica inmutable, de leyes de la naturaleza que no evolucionan; creemos que deben ajustarse a leyes inmutables, las mismas desde el principio del Universo. Y, sin embargo, cabe plantearse que tal vez las «leyes» de la naturaleza hayan evolucionado o puedan transformarse, de modo que la misma idea de ley vendría a ser inadecuada.

Un texto de Rafael Pérez-Taylor sobre la construcción del espacio entre los totonacos de Rancho Playa (Veracruz, México) y otro de Linda Lasky sobre el tiempo cierran esta variopinta, dispar, innovadora y sugerente compilación.
 

Notas

1. Profesor de las asignaturas Teoría antropológica y Filosofía del lenguaje en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, y profesor investigador en la UAM-Xochimilgo.

2. La mercantilización del trabajo científico y académico, apunta posteriormente Mier, ha generado una necesidad de novedades que, a su vez, está dando lugar a una disgregación y a un enrarecimiento de las ciencias sociales y de las humanidades.

3. Las cuales implicaban un cuestionamiento de la universalidad y la vigencia incontrovertible del determinismo. Por otra parte, recábese en cómo muchos de los objetos anómalos que estamos señalando o vamos a referir son ambiguos, extrañamente fronterizos: funciones continuas, pero sin derivada; conjuntos infinitos (el que resulta de asignar a cada elemento n del conjunto -infinito- de todos los números naturales el número 2n) que al mismo tiempo son también subconjuntos (del conjunto de todos los números naturales); el cuestionamiento de la supuesta independencia, inequívoca y sin restricciones, entre la energía cinética y la potencial (la resonancia de Poincaré); puntos-línea y demás fractales (véase nota 4).

4. La geometría deductiva euclidiana reconoce los siguientes objetos: objetos sin dimensión, como el punto; unidimensionales, como la línea; bidimensionales, como el plano; tridimensionales, como un volumen cualquiera. Mandelbrot propuso figuras inscritas en las zonas transicionales o fronterizas de esas dimensiones: puntos que tienen algo de línea; líneas que, al volverse interminablemente sobre sí, tienden a confundirse con superficies; planos que por tener pliegues infinitos tienden a confundirse con volúmenes. La dimensión de estos objetos es una fracción que indica un estado irregular.

5. Sustentada en la noción de atractor, procedente a su vez de la teoría matemática de las catástrofes de René Thom, y que suscitó el reemplazo de la noción de homeostasis (estabilidad sistémica) por la de homeorhesis (cambio estabilizado).


Recensión 03

Jean Cocteau:
Opio. Diario de una desintoxicación
Valencia, Editorial MCA, 2002: 160 páginas.

Por José Luis Solana Ruiz

Nacido en una familia de la alta burguesía parisina, educado en los mejores colegios de Francia y, aunque mal estudiante, considerado siempre un niño prodigio, a lo largo de su intensa vida Jean Cocteau (1892-1963) cultivó distintos géneros artísticos: fue poeta, dramaturgo, novelista, realizador de cine, dibujante, diseñador, músico. Figura destacada de los ambientes vanguardistas del París de entre guerras, que convulsionaron las expresiones estéticas en todos los ámbitos artísticos, fue amigo y colaborador de, entre otras personalidades señeras, Stravinsky, Apollinaire, Satie, Picasso, Milhaud y Radiguet. Posiblemente, la muerte de este último influyó en el desarrollo de la crisis nerviosa que, a finales de la década de los veinte del pasado siglo, aquejó a Cocteau. Para calmar sus pesadillas nerviosas, recurrió al opio, sustancia que fumaba en solitario, y terminó sufriendo dos intoxicaciones (1). Mientras se desintoxicaba de la segunda, en la clínica de Saint-Cloud entre el 16 de diciembre de 1928 y abril de 1929, fue escribiendo los textos que vendrían a conformar la obra que reseñamos: Opium, journal d'une desintoxication. Posteriormente, ya en 1930, cuando disponía de las pruebas del libro, Cocteau añadió algunos comentarios al texto del mismo.

La presente edición castellana, que incluye un prólogo de Ramón Gómez de la Serna, adolece de algunos fallos de impresión y edición (por ejemplo, las notas de las páginas no se corresponden con las numeradas al final del texto).

La obra fue ilustrada por Cocteau con varios dibujos estilográficos (cuerpos mutilados, desgarrados, descoyuntados, estallando; luego, cuerpos construidos a base de tubos y otras figuras geométricas), también reproducidos en esta edición en castellano, con los que quiso «expresar las torturas que la impotencia médica inflige a los que rechazan un remedio que se está convirtiendo en un déspota» (pág. 36); es decir, el sufrimiento que le causaba el proceso médico de desintoxicación.

Entre comentarios sobre diversos temas (estética, sus obras, artistas de la época), algunos cuasi aforísticos, muchas veces insustanciales y carentes de interés, encontramos dispersas un conjunto de reflexiones en relación al opio que, al decir de Escohotado (2), han hecho del Journal «un texto clásico y revolucionario a la vez». Conjuntadas no ocuparían más de diez páginas, pero son jugosas y sagaces. Como fruto de su experiencia y de su relación con el opio, Cocteau vierte en pocas frases más verdades que muchos mamotretos psicoeducativos viciados por la cruzada contra las drogas y la victimización en relación a las mismas.

De entrada, el Diario nos permite conocer los efectos del opio. Seda, tranquiliza, serena, calma, silencia, disipa la impaciencia. Contrae o centra el psiquismo en el presente, suspendiendo su relación con el pasado y el provenir, con los tormentos y las preocupaciones vinculados a éstos. Nos desocializa y aleja del mundo exterior, suprime toda mundanidad. El opio no produce visiones, sino que consuela el ánimo, adormece lo sensible, exalta el corazón, alimenta un semisueño. Dota a los lugares y espacios de familiaridad y acogimiento. Inmuniza contra gripes, catarros e infecciones de anginas.

Insiste especialmente en las alteraciones del tiempo y de la velocidad vital que el jugo de adormidera le suscitaba. El opio «cambia nuestras velocidades». Nos sitúa en un «estado vegetal», acerca nuestros ritmos a la velocidad de las plantas. Con el opio, el tiempo se ralentiza; aminora la velocidad de nuestra vida, que se hace más lenta, hasta acercarse a la inmovilidad; se enlentece el ritmo al que ejecutamos nuestras actividades. El opio induce en quien lo fuma una velocidad lenta idónea para la contemplación artística de las cosas y del mundo. Nos coloca en una «velocidad de seda» que permite al cuerpo pensar, soñar y «volar», contemplar las cosas como a vuelo de pájaro. Cocteau afirma no haber conseguido nunca por otros medios ese tipo de velocidades que el opio suscita.

Por otra parte, Cocteau niega que -como, según él, pretendían los médicos- el opio prive del sentido de los valores. Lo que hace es situar ante el sujeto escalas de valores más altas y refinadas. Tampoco provoca impotencia. Lo que hace es sustituir las obsesiones sexuales burdas por pasiones sexuales refinadas, «por un género de obsesiones bastante elevadas, singularísimas y desconocidas para un organismo sexualmente normal» (pág. 88).

Y, a diferencia del alcohol, que «provoca actos de locura», el jugo de adormidera "provoca actos de cordura» (pág. 84); pero no aguza el espíritu, sino que más bien lo despeja y explaya. Afirma que el consumo de opio es menos peligroso que el de alcohol o tabaco. «Conozco personas que fuman, una, tres, siete a doce pipas desde hace cuarenta años» (pág. 70).

Pero, además de los efectos señalados, experimentados por la mayoría de los fumadores de opio y los opiómanos, señala también que las consecuencias de la sustancia varían según las personas. Cada persona alberga un mundo más o menos oculto que el opio hace aflorar, «desenrrolla»:

«Todos llevamos en nosotros algo enrrollado, como esas flores japonesas que se despliegan en el agua.

El opio hace el papel del agua. Ninguno de nosotros lleva el mismo modelo de flor. Puede ocurrir que una persona que no fume no sepa nunca el género de flor que el opio hubiese desenrrollado en ella» (pág. 72).

Y cuidado, pues hay flores de fragancias deletéreas o, al menos, intoxicadoras. Si se albergan tragedias, tempestades, el opio las desenrrollará.

Todos los anteriores efectos hicieron que se sintiese especialmente atraído por el jugo de adormidera y su «envenenamiento exquisito». Considera al opio como la más sutil de las drogas, como una sustancia con poder de seducción a la que los embelesados difícilmente querrán abandonar (3).

Fatal atracción, dirán algunos, que le condujo ineluctablemente a la intoxicación, y por dos veces; además, seguirán diciendo los mismos, seguro que mediante un aumento progresivo de la dosis consumida. Porque eso es lo que pasa con las drogas, que inevitablemente crean adictos y obligan a un aumento progresivo de la dosis... Interrumpamos aquí este discurso, que no es el de quien reseña, sino el de los cruzados contra la droga. El prohibicionista errará si deduce que la experiencia de Cocteau otorga razón a sus dogmas. Todo lo contrario: viene a desmentir las referidas mistificaciones de los cruzados anti-droga. En primer lugar, porque la adicción al opio no condujo a nuestro autor a un aumento progresivo de la dosis; desde el principio y todos los días fumó la misma cantidad (diez pipas). «No se me diga: "El hábito obliga al fumador a aumentar la dosis". Uno de los enigmas del opio es que permite al fumador el no aumentar nunca su dosis» (pág. 45). Conexo con esto, Cocteau señala con claridad la distinción entre intoxicación y costumbre:

«Ciertas personas no fuman [opio] más que los domingos. No pueden pasarse el domingo sin drogas; es la costumbre. La intoxicación destroza el hígado, ataca las células nerviosas, estriñe, apergamina las sienes, contrae el iris del ojo. La costumbre es un ritmo, un hambre singular que puede molestar al fumador, pero que no le causa daño alguno» (pág. 70).

Es muy posible (seguro) que nuestro cruzado eche en saco roto estas palabras y alegue que es lo mismo, que al final lo que cuenta y permanece es que la droga esclaviza ineluctablemente a quienes la toman, y que es mala en sí y por sí. Y ahí están las dos intoxicaciones de Cocteau como prueba irrefutable. ¿Sí? Atendamos a Cocteau: ¿culpa al opio de sus adicciones? No: se culpa a sí mismo, a su desequilibrio nervioso. Éste fue la causa de su primera intoxicación y, aún presente ese desequilibrio, tras cinco meses de abstinencia volvió a fumar opio y a reintoxicarse porque con esa sustancia consigue un «equilibrio artificial» con el que combatir su falta total de equilibrio (pág.34). El opio (la droga) no es bueno ni malo; su bondad o su maldad dependerá de cómo lo manejemos, de nuestra sabiduría para saber relacionarlos con la sustancia:

«Sigo convencido, a pesar de mis fracasos, de que el opio puede ser bueno y que sólo de nosotros depende el hacerlo grato. Hay que saber manejarlo. Ahora bien, no hay nada igual a nuestra torpeza» (págs. 44-45).

No abjura del opio, no reniega de éste, no lo maldice: «No esperéis de mí que traicione. El opio sigue siendo único, naturalmente, y su euforia superior a la salud. Le debo mis horas perfectas» (pág. 38).

Cocteau no culpabiliza al opio, no se victimiza, no se exime de sus responsabilidades, no descarga sus males, sino que las y los asume. Tiene el valor de reconocerse torpe y fracasado; reconocimiento que constituye el paso necesario para salir de nuestras miserias o, al menos, para aprender a convivir con ellas sin que nos destrocen la vida. Y eso le salvó.

El opio no es apto para desdichados, para esos que buscan en las drogas remedios a sus miserias sociales o personales. Para éstos, puede terminar teniendo letales consecuencias. Quienes se destrozan tomando alguna droga, opio u otras, es porque intentan purgar una culpa con ese consumo y esta relación con la sustancia la vuelve contra su usuario. Ni el miedo ni la frivolidad ni la huida, tanto de sí como del mundo, son buenas actitudes para consumir opio u otras drogas específicas. No son esas las actitudes aconsejables, sino actitudes peligrosas. Quienes se han acercado al opio «sin miedo», es decir, con un alma equilibrada, pueden enfrentar esos síntomas, superar su adicción. A quienes el opio no perdona es a quienes lo han tomado «trágicamente», «a lo trágico»; es decir, a quienes han recurrido al fármaco como manera de «combatir un desequilibrio moral» (pág. 72). Esto es lo grave y realmente peligroso.

Cocteau comprendió con lucidez todo lo anterior y sacó las fuerzas necesarias para desintoxicarse, para pasar las torturas (malestar generalizado, insomnio, calambres, sudores en la raíz de los cabellos, boca pastosa, mucosidad nasal, lagrimeo, estornudos; molestias similares a las de una gripe intensa) que provienen de la salida del «orden eufórico» del opio y el retorno, a contrapelo, a la vida. Para pasar esas torturas, aconseja paciencia, tranquilidad, serenidad; el enfermo debe acurrucarse y dejar transcurrir el tiempo, mientras en su organismo se libran múltiples batallas.

Bastaría con fumar una pipa para que esos síntomas desapareciesen, y los placeres del opio son tan seductores... Pero a quienes deben aguantar Cocteau les recuerda que, al fin y al cabo, la responsabilidad es la única defensa contra la recaída, contra la reintoxicación. «El vicio», la adicción, no es una caída mecánica, sino que en ella hay implicadas elecciones y decisiones del sujeto. Por ello, hay en la misma un factor de responsabilidad ineludible. Lo que en modo alguno significa, a su vez, que niegue los posibles condicionamientos («la herencia, la inteligencia, la fatiga nerviosa del sujeto») de esa elección.

Pero Cocteau no se enorgullece de haber sido capaz de desintoxicarse, sino que se avergüenza por haberse intoxicado. Digo por haberse intoxicado, no por tomar o haber tomado opio. Es decir, se avergüenza de su adicción porque ésta le ha obligado a dejar los placeres del opio. Se avergüenza de sí mismo, de su incapacidad para mantener una relación controlada, placentera y productiva con su fármaco:

«No soy un desintoxicado orgulloso de su esfuerzo. Me avergüenza ser expulsado de este mundo (...) Es duro sentirse reformado por el opio después de varios fracasos, es duro saber que ese tapiz volador existe y que no volará uno más en él» (pág. 76).

Cocteau sentirá siempre nostalgia de la inolvidable embriaguez del perfume del opio. Para él, el euforizado, el colgado, por opio no es una persona degradada, sino una obra de arte:

«Decir, refiriéndose a un fumador en estado continuo de euforia, que se degrada, viene a ser como decir del mármol que ha sido deteriorado por Miguel Ángel; del lienzo, que fue manchado por Rafael; del papel, que fue emborronado por Shakespeare; del silencio, que fue roto por Bach» (pág. 84).

Lo que Cocteau siente es que sus miserias personales le impidan acercarse al estatuto de obra de arte, acceder al mismo aunque sea por momentos y de vez en cuando. Da muestras de inteligencia y responsabilidad mostrándose capaz de conocer sus límites y asumirlos, a pesar del dolor que ello siempre supone. Pero esta grandeza personal no se presenta inmaculada. Nuestro autor sabe que sería aún más grande si pudiese acceder sin problemas al estatus de obra de arte. Y en parte se odia por su incapacidad, porque sabe que la culpa es suya, no de la droga.

Cocteau ilumina aspectos oscuros y problemas que suelen soslayarse, y apunta algunas de las verdades que deberían inculcarse a los jóvenes y adolescentes para que estos supiesen manejarse con las drogas. En síntesis de Escohotado (4): «Cocteau es quizás el primero en percibir con nitidez el tipo de chantaje de sí mismo y a los demás que se deriva de buscar la adicción, para plantearla luego como una indeseada esclavitud, surgida de la droga y no de la intención del sujeto, que a partir de entonces aspira a toda suerte de privilegios por el procedimiento de presentarse como pobre víctima, en vez de asumirse como autor de su suerte.»


Notas

1. Apenas superada la segunda, escribió en diecisiete días sus Enfants terribles (1929).

2. Historia general de las drogas, Espasa Calpe, Madrid, 1991, pág. 580.

3. Poder de seducción que incluso testimonian distintos animales: «Todos los animales se quedan fascinados por el opio. Los fumadores coloniales conocen el peligro de este cebo para las fieras y los reptiles.- Las moscas se agrupan alrededor de la bandeja y sueñan; las salamandras, con sus pequeños mitones, desfallecen en el techo encima de la lamparilla y esperan la hora; los ratones se acercan y roen el dross. (...) las cucarachas y las arañas forman círculo extasiadas» (pág. 89).

4. Op. cit., pág. 579.



Recensión 04

Michael D. Murphy y J. Carlos González Farraco (coord.):
El Rocío. Análisis culturales e históricos
Huelva, Servicio de Publicaciones de la Diputación de Huelva, 2002: 202 páginas.

Por Ángel Acuña Delgado

El Rocío constituye actualmente una manifestación social y cultural de gran envergadura que, además de atraer la atención de un nutrido público, entre curiosos y devotos, acapara también la atención de investigadores pertenecientes a diversas disciplinas y que, desde distintos puntos de vista, reflexionan y dan respuestas a innumerables preguntas, unas veces amparados en el rigor científico y otras dejándose llevar por visiones románticas e incluso pasionales.

Con el título El Rocío. Análisis culturales e históricos, el Servicio de Publicaciones de la Diputación de Huelva, bajo la dirección de Josefa Feria Martín y la coordinación de los profesores Michael D. Murphy y J. Carlos González Farraco, ha editado un libro que reúne una serie de ensayos de distinta factura, fruto del trabajo de campo, la investigación empírica y la reflexión teórica, de un conjunto de autores que han tratado el fenómeno del Rocío tanto desde una óptica histórica como etnográfica.

La obra en su conjunto compila un total de ocho trabajos, previamente publicados por distintas vías, aunque siempre editados o coeditados por la Diputación de Huelva, que ponen de manifiesto la diversidad de miradas, de objetivos intelectuales, de caminos metodológicos y áreas temáticas que despierta el hecho rociero. Esta muestra plural de textos han sido reunidos de manera ordenada en cuatro secciones complementarias entre sí, que proporcionan una imagen comprensiva, abierta y compleja del fenómeno en cuestión.

En síntesis, la primera sección está compuesta por dos textos generales que desde una perspectiva histórica y artística tratan respectivamente de la Virgen y su santuario. La segunda sección se centra en la "aldea sagrada", conteniendo dos artículos que con un enfoque etnográfico analizan los factores sociales, políticos y ecológicos que han configurado la evolución del fenómeno rociero. La tercera sección también netamente etnográfica contiene tres trabajos, dos de ellos prestan atención esta vez al Camino o los Caminos de peregrinación que hay que seguir para llegar a la Aldea, en uno se estudian las imágenes y representaciones visuales, mientras que el otro se ocupa del cuerpo y de su lenguaje en la romería; el tercero de ellos se enmarca en la tradición psicoanalítica, ahondando en los orígenes mitológicos de la devoción. Por último, en la cuarta sección se aporta una extensa y actualizada bibliografía rociera comentada, imprescindible de tener en cuenta para emprender cualquier trabajo de investigación en torno al Rocío.

El libro ofrece, pues, una diversidad de ópticas que sin duda ayudarán al lector a abrir sus miras y mejorar el conocimiento sobre un asunto tan vasto y complejo como el Rocío. Lejos de planteamientos mitopoéticos y de ortodoxias locales, los trabajos aquí recogidos contextualizan el fenómeno rociero dentro del marco social, religioso, económico, político, cultural y ambiental en donde se desarrolla y cobra sentido. Su pluralidad temática y metodológica le da un valor añadido a la obra y hace posible observar el fenómeno con visión panorámica y profundidad de campo, visión que permite un acercamiento más certero a la realidad multifacética de un singular acontecimiento que, además de formar parte de la historia, también es parte de la experiencia de las personas, acontecimiento que recrea año tras año la tradición en la modernidad avanzada, que hace posible la devoción de unos y el negocio de otros, la fiesta y el espectáculo, que aún con los cambios experimentados por los nuevos tiempos y la información mediática sigue siendo para muchos Camino y Espera.



Recensión 05

Clifford Geertz:
Los usos de la diversidad

Barcelona, Paidós,1999: 127 páginas.

Por Enrique Anrubia

Las confusiones y las disparidades que se generan en las respuestas de un antropólogo sociocultural o de un filósofo ante una pregunta del estilo "¿qué es la antropología?" llevan posiblemente en España la más de las veces a un distanciamiento teórico y académico que a una genuina y originaria "fusión de horizontes". Clifford Geertz, es de esos autores que logran, quizás involuntariamente, reagrupar bajo un mismo nicho de lectura a unos y a otros. Quizás también debido a su formación filosófica, quizás también a su autodefinición como antropólogo sociocultural, y tal vez, quizás, por unir algo tan necesario al genuino trabajo de campo antropológico como la reflexión epistemológica.

No es esto nada distinto a lo que hace Geertz en Los usos de la diversidad: mostrar los problemas y aciertos epistemológicos y fundacionales de un disciplina que de suyo nace hija de la modernidad tardíamente. En este caso se han unido tres artículos -alguno ya publicado anteriormente- que muestran cómo algunos de los temas más estructurales de la antropología sociocultural no están ni mucho menos de capa caída. De hecho, casi se puede decir, que los tres artículos son un cruce de polémicas entre Geertz y otros antropólogos y filósofos, como Gellner y Rorty, posiblemente tan ávidos de polémica como él.

"El pensar en cuanto acto moral: las dimensiones éticas del trabajo antropológico en los Nuevos Estados" -el primero de los tres- es la resolución de la tesis pragmatista de que el pensamiento es público y conductual, quedando, por consiguiente, también sujeto a disertación y escrutinio moral, y que Geertz aplica a los discursos y las acciones del antropólogo cultural. No se trata tanto de ver a la ética como parte integral del objeto de estudio -esa sociedad, o ese "otro" antropológico- de la antropología cultural, cuanto de vislumbrar las implicaciones morales del antropólogo en su trabajo de campo. Los discursos no son inocuos y asépticos con respecto a la realidad que presuntamente describen, más aún aquellos que pretenden, de forma no tan ingenua, decir de los otros "lo que en verdad hacen", frente a lo que "ellos dicen que hacen", tesis ambas de la jerga antropológica. Desde la perspectiva de una no inocencia moral en los discursos de otras culturas, la relación intersubjetiva entre etnógrafo e informante cobra dimensiones que hasta hace muy poco quedaban obviadas: entre ellas la dimensión ética. "Los métodos y teorías de la ciencia social no son producidos por ordenadores, sino por el hombre; y, en su mayor parte, por hombres que no trabajan en laboratorios, sino en el mismo mundo social en el que se aplican los métodos y al que pertenecen las teorías" (pp. 40-1). Parece la vieja idea platónica de hacerse cargo de que el compromiso con la verdad lleva en su zurrón un inapelable compromiso con la moral, sólo que amparada bajo los matices de la antropología: "Una valoración de las implicaciones morales del estudio científico del hombre que vaya a consistir en algo más que en elegantes mofas o descerebradas celebraciones debe comenzar con un reconocimiento de la investigación científica como una variedad de la experiencia moral"( p. 41).

Geertz muestra, primeramente, con ejemplos de sus investigaciones en los Nuevos Estados de Indonesia y Marruecos y sus correspondientes reformas agrarias, la cuasideseperanzadora situación de estos países. Consiste su relato en un pseudocompromiso público de ser "voz de los alejados" -los millares de agricultores no citados-, a la par que enseña la capacidad de neutralidad que conlleva este tipo de discursos sobre un tema, tan general como "metafíscamente social", como son los problemas de las políticas agrícolas en estos dos países. No deshecha Geertz este tipo de discursos antropológicos -aquellos que exaltan lo mal que está el mundo y que inducen a "encenderle unas velas a la Virgen [después de un acto de] estoicismo profesional" (p.49)-, pero es en el trabajo de campo donde se alumbran la peculiaridades éticas del trabajo antropológico. Será en lo que Geertz llama la "ironía antropológica", donde se muestran los equívocos entre nativos y etnógrafo, puesto que éste, sin quererlo lleva en sus carnes una asimetría "en algún sentido comparable a la del burgués que le pide al pobre que sea paciente, que Roma no se hizo en un día" (p. 51). La situación más discordante entra en escena en el trasunto de qué efecto mediador, o incluso, salvífico -pues eso creen los "nativos" en ocasiones- debe tener el antropólogo con respecto a los informantes. La respuesta sólo puede darse, y eso es lo que muestra Geertz, redefiniendo los cimientos teóricos de la antropología. Sólo si el investigador social es un mero espejo que debe dar cuenta de lo que "en verdad allí sucede" de forma neutra y transparente, dejando todo bagaje personal -lo que uno es-, puede tener sentido que la moralidad quede apartada en un rincón sospechoso de la conciencia para que no perturbe mientras se hace dicha descripción.

Tanto "el desequilibrio entre la capacidad para poner al descubierto problemas y la facultad de resolverlos y la inherente tensión moral que existe entre el investigador y su objeto (subject)" (p. 58), muestran la pata coja ética de un antropología pudorosamente académica, ya que sacan a la luz sus temas básicos: el relativismo, la imparcialidad, el método científico. Hacerse cargo de que un investigador social se puede mover por motivos morales -aparte de ser algo repudiado científicamente- parte de la tesis de que "la característica sobresaliente del trabajo de campo antropológico como una forma de conducta es que no permite una separación significativa entre las esferas ocupacionales y extra-ocupacionales de la propia vida" (p. 61). La radicalidad del "otro" estudiado implica una realidad personal primera -"lo que" se estudian son personas- que trunca la idea de una deontología "sanamente objetiva", pues, para Geertz, "la ética profesional descansa en la personal y de ella obtiene su fuerza" (p. 62). No hay una separación de esferas vitales, y, por consiguiente, resulta sumamente probable que el antropólogo sea tan subjetivamente subjetivo como sujeto que es, y, aunque aceptar esta propuesta sea cerrar las puertas a lo ilustradamente objetivo de la etnografía en ese cambio de información con el informante, también implica abrirlas para que entren consideraciones del calado "lo único que uno tiene que dar [al informante] para evitar la mendicidad (o -para no pasar por alto el método de las chucherías y los abalorios- el soborno) es a sí mismo" (p. 53).

Pero en la situación actual la especificidad de ese "otro" -tan exótico como extraño para el antropólogo- se haya difuminada, tomando carices hegemónicos y uniformizantes. Los valores por los cuáles las culturas de "antaño" cobraban identidad propia se están vaporizando -"aquellos buenos viejos tiempos del canibalismo y de la quema de brujas se nos fueron para siempre" (p. 68)- dejando a la etnografía en la caza de la diferencia sutil. La propuesta de Lévi-Strauss es una vuelta al más estricto etnocentrismo, y eso es lo que Geertz discutirá en "Los usos de la diversidad" -el segundo artículo-. El primero apuesta por un "ser lo que somos etnocéntrico" -que permite, por añadidura, a los otros "ser lo que son"- hermético y sin ventanas al exterior, que impida, por supuesto, saber qué valores merecen la pena ser admitidos desde el exterior . La inconmesurabilidad de diálogo es inherente a ese etnocentrismo, y éste, por supuesto debe ser "«consustancial a nuestra especie»" (p. 71), en tanto que es mejor -para no caer en esa mezcolanza cultural- la "imperméabilité del «somos quienes somos» y «ellos son quienes son»" (p. 72). La tesis queda reafirmada por la posición de Rorty, que remarca el hecho del juego entre identidad-contraste, donde a uno le es necesario el otro -al menos en parte- para ser sí mismo. De tal forma que uno sólo queda sujeto a responsabilidad dentro de la tradición (historia) en la que se inscribe, a la vez que se hace sujeto de dignidad no por una "luminiscencia interior, sino porque participa de tales efectos de contraste" (p. 75) . Hay que cerrar puertas, lacrar ventanas y "procurar ser y dejar ser" -amén de agradecer que uno no haya nacido en Papua Nueva Guinea- por el bien de la integridad cultural y del propio objeto de la antropología. Ante ello, Geertz inicia un ejercicio de apertura de significados y semántica -"los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, lo cual no implica que el alcance de nuestras mentes [...] esté dentro de nuestra sociedad" (p. 79)-, a la par que reafirmar que ese "otro" está tan cercano de nosotros como los lindes de nuestra piel -"Los «negratas» empiezan bastante antes de Calais" (p. 78)-.El "collage" cultural, la "subjetividad variante" (p.87), es la nueva carga que la etnografía debe asumir -incluido en el saco el relativismo y la deliberación de los valores (los nuestros y los de los otros)-, pues "hemos alcanzado tal punto en la historia moral del mundo (una historia ella misma cualquier cosa menos moral), que estamos obligados a pensar en esa diversidad de un modo bastante distinto al que estamos acostumbrados a hacerlo" (p. 89). No toda diversidad cultural afecta de la misma manera -ni todo es igualmente diverso, ni todo nos es igualmente ajeno, de la misma forma que el etnocentrismo no consiste una mónada leibniciana que permite "vivir y dejar vivir"-, pero es en la facultad de "aprender a captar aquello a lo que no podemos sumarnos" (p.91) donde se pone en juego no sólo la tarea básica y los cimientos teóricos de la antropología actual, sino el valor de un valor.

Pero la aceptación de dicha diversidad corre un peligro -aterrador y odioso para muchos- que es la del relativismo. En "Anti-antirrelativismo" -el tercer artículo- Geertz quiere mostrar no un postura relativista, sino las incongruencias que se pueden llevar a cabo en la argumentación que se suele hacer en contra de los relativistas: los antirrelativistas. Para un antirrelativista el relativismo es definido, por supuesto, en términos absolutos, cayendo siempre, de un forma estrepitosa y sumamente peligrosa, en un nihilismo existencial, un escepticismo cognitivo o un pirronismo moral. Por descontado, la antropología sociocultural es parte -no la única- de la cabeza de turco, debido, en mayor medida, a la porción de culpa que tiene el haber enseñado cuan distintos y humanos pueden ser los mundos en que se mueve el hombre. "El relativismo cultural es la fuente de todos los males" (p. 104): ese es el axioma que Geertz no está dispuesto a admitir, por lo menos, en tanto que las réplicas que se han dado son tan abstrusas como la idea de que uno no sabe qué es bueno o malo -actuar moralmente- si no se aferra a un fundamento universal e inexcusable -un algo a qué asirse para no caer al precipicio-. La apelación a una mente racional de talante ahistórico -con base sociobiológica o neurocientífica-, o a una naturaleza humana perfectamente inmutable -materialización de leyes igual de inmutables- parten de un "todo se reduce a..." con carácter fundacionalista. También las disciplinas sociales -el estructuralismo en la vanguardia, y Gellner, Rorty, Sperber... y todo un sinfín de nombres (la lista parece no acabarse) en el centro- han visto como enjundioso e inseguro, el camino de la constatación de lo diverso como esencial al hombre. Para Geertz el precio que se paga es "la desconstrucción de la alteridad" (p.122), amén del insostenible corpus teórico que se esgrime. Pero no pretenda el lector descubrir qué entiende Geertz, excepto en pequeñas dosis, por relativismo. El anti-antirrelativismo es un perfecto ejercicio de "negación de", de "por qué no"; una metateoría acerca de qué no es sostenible y qué sí.

Al libro hay que añadir la contextualizada, clarificadora y magnífica introducción del profesor Sánchez Durá, sobre todo para aquellos que no conozcan la obra de Geertz. Asimismo, el libro peca de desigual en ciertos aspectos, no tanto por la calidad de sus traducciones, sino por los criterios que se han seguido. Así, uno encuentra términos originales añadidos por los traductores de los dos primeros artículos que puntualizan mejor la posición de Geertz -valga el ejemplo para una publicación de calidad científica-, no así en el tercero. Tampoco se explica muy bien, que criterio se ha seguido en la ordenación de los artículos. El mismo Geertz publicó en el 2000 un nuevo libro con dichos tres -Avaliable light, anthropological reflections on phlilosophical topics, Princetown, 2000- dándoles un orden distinto.

Indudablemente, tras la lectura, uno puede estar de acuerdo o no con las tesis de Geertz, máxime cuando, las más de las veces, su propia posición está sucintamente expuesta, pero desde luego, bien sea por su calidad literaria -calidad que Marvin Harris denuncia como "alusión burlona" en su último libro traducido al castellano-, bien sea por su agudo puntillismo teórico, bien sea por capacidad irónica, lo que Geertz consigue es que uno no se quede callado ante sus palabras. Otra cosa sería qué decirle.



Recensión 06

Clifford Geertz:
Reflexiones antropológicas sobre temas filosóficos
Barcelona, Paidós, 2002: 276 páginas.

Por Enrique Anrubia

En 1999 Paidós publicó tres ensayos de Geertz bajo el título Los usos de la diversidad. Curiosamente -y acertadamente por quien decidió su unión- esos tres ensayos fueron incluidos por el mismo Geertz en el 2000 como los tres primeros capítulos de Available Light. Anthropological reflections on philosophical topics. El libro que nos llega ahora -titulado con el subtítulo- son los capítulos restantes que faltaban por traducir de la última obra del antropólogo de Princeton. Como ya es habitual, el libro es una selección y recopilación de los últimos trabajos que Geertz ha realizado sobre temáticas afines.

El primer capítulo es una especie de redacción comprimida de la vida académica de Geertz. Vida, por otro lado, que ya ha sido redactada en otros sitios como el capítulo de "Disciplinas" de After the Fact, o, en otra gran parte, en la entrevista concedida a Handler en el 91. Anécdotas incluidas, desaires personales de soslayo, existen puntos interesantes que ayudan a contextualizar mejor ciertos debates teóricos de las décadas anteriores, ciertas sentencias, escandalosas en el pasado y convertidas en clásicas después -los gallos y sus textos, los símbolos que no sólo funcionan-, pronunciadas en determinadas situaciones, y algunas influencias que, entre sus más y sus menos, eran conocidas -los Wittgenstein, Burke (Kenneth que no Peter), Langer, y demás-.

El segundo es una mezcolanza de reseñas y artículos que tiene como argumento unificador el análisis actual de la antropología (un "Estado de la cuestión" que es singularmente mencionado como una state-of-the-art) como disciplina y como ciencia. El primero de ellos -"Zizag", en referencia a la idea de los andares antropológicos de un pato como zarandeos, oscilaciones...- anota los problemas de la identidad de la antropología. Para Geertz el seísmo desorientador no es producido mayormente por la pérdida del objeto de estudio -no es que ya no queden "primitivos" sino que nunca existieron-, o por la aglutinación a veces inconexa de los llamados "Cuatro Campos", ni por el movimiento gravitatorio que recuerda que el edificio de la antropología social está cogido por hilos y que nadie sabe muy bien quién sujeta a quién, si realmente hay que sujetar a alguien -también eso sucede en cierto modo en la filosofía, la historia o la psicología-. Para Geertz, la privación que origina el revuelo de no saber cómo definir a la antropología comienza (que no acaba) por "la pérdida del aislamiento en la investigación" (p. 47). Parece que el "campo" ha sido invadido por todo tipo de estudiosos -economistas, psicólogos, abogados, arquitectos-. La respuesta de la antropología ha sido un esfuerzo por definir, más hondamente si cabe después de Malinowski, el método de los antropólogos: "lo que nosotros hacemos y otros no, o lo hacen sólo ocasionalmente, y no tan bien, es [...] hablar con el hombre del arrozal o con la mujer en el bazar desenfadadamente" (p. 48). La antropología da una visión supuestamente holística, humanizadora, capaz de encontrar recovecos del corazón humano que ni el economista, ni el psicólogo, ni el arquitecto son capaces de hallar. Esto ha dado un prestigio externo a la antropología, a la par que ha recrudecido interiormente el debate sobre la seriedad científica (objetivismo y cia.) y la naturaleza moral de la investigación. Parecen dos gritos de guerra -la única validez es la científica versus el "«¡abajo con nosotros!» como crítica" (p. 52)- que resuenan a la dicotomía de la ciencias del espíritu y las de la naturaleza. Geertz, ecléctico y moderado entre ambas posturas, simplemente reseña que lo que sí que parece obvio en la antropología es que en esa confusión de puertas adentro, y en esa fama y reconocimiento más allá de las ventanas, algo tiene que ofrecer que idiosincrásicamente las demás disciplinas no pueden. "Cultura de guerra", el segundo de los artículos, toma como base la disputa entre Sahlins y Obeyesekere sobre el encuentro y la muerte del capitán Cook por parte de los hawaianos. En el cruce de acusaciones encuentra Geertz la excusa para plantear no sólo cuestiones casi tipológicas -"¿qué podemos hacer ante prácticas culturales que nos resultan tan extrañas e ilógicas? ¿cómo son de extrañas? ¿cómo de ilógicas?" (pp. 62-63)-, sino plantearlas en el nuevo contexto disciplinar de la llamada era "post-todo": la posibilidad de hacer un estudio antropológico evitando la acusación de un etnocentrismo teórico. "Un pasatiempo profundo" es una comparación entre los libros de Pierre Clastres, Chronicle of the guayakis indians -una obra publicada hace treinta años y traducida al inglés hace cinco-, y el de James Clifford, Routes. Geertz encuentra en el del francés -de sesgo estructuralista para más señas-un alegato a favor del trabajo de campo en su sentido más "clásico" en contra del amasijo metodológico y teórico de Clifford. Por último, le siguen dos artículos ya traducidos en otros sitios al español -aunque se han vuelto a traducir de nuevo-: "Historia y antropología", y "Conocimiento local: algunos obiter dicta".

A partir de aquí se podría decir que vienen una serie de capítulos que podrían ser reagrupados -Geertz no lo hace- bajo el rótulo de "nominales", es decir, capítulos que tienen en común el hecho de dirigirse a un autor concreto afines, en algún aspecto, a las posiciones de Geertz: Charles Taylor, Thomas S. Kuhn, William James y Jerome Bruner.

En el caso de Taylor -"El extraño extrañamiento"-, Geertz comparte con él la idea, -archiconocida, archicitada y recalcitrantemente propugnada por todo tipo de pensadores- de la penuria teórica de comprender al ser humano tomando solamente como fundamento el modelo propugnado por las ciencias naturales -leyes, causas y demás logísticas predictivas-; pero lo que el norteamericano le reputa al canadiense es, dicho rápidamente, que la idea que toma de "ciencias naturales" es más un paradigma que una investigación profusa de lo que son, han sido o han ido cambiando las mismas (p. 117). Parece como si desde Newton o Galileo todas las Naturwissenschaften hayan sido hermanas gemelas con un desarrollo homogéneo, aconflictivo e imperturbable (o "perturbado" sólo por el progreso de la misma ciencia); y que, en cierto modo, han sido una resistencia constante a aquellas ciencias humanas que no veían ni razonable, ni factible realizar una "física social" o un "positivismo gnoseológico". Para Geertz, existe una historiografía de la ciencia -Kuhn, Lakatos, son los primeros de una lista cada vez más floreciente- que enseña ésta como un devenir histórico, variable, comprometido, de tal manera que no está tan claro que ese resquemor de Taylor sea teóricamente tan productivo. Además, existen disciplinas "científicas" o corrientes de pensamiento dentro de ellas-la biología, en el primer caso, Heisenberg y otros, en el segundo- cuyos modelos de comprensión no sólo son totalmente dispares a lo que se ha entendido por "modelo científico", sino que incluso han aportado formas de pensamiento de las que se han apropiado pensadores humanistas fuera de toda sospecha. Geertz entiende que defender una postura culturalmente interpretativa, en la que se alía con Taylor, implica "desplazar, o al menos complicar, la imagen diltheyana que nos ha cautivado durante tanto tiempo " (p. 128). Taylor ha luchado contra la naturalización de las ciencias humanas bajo la poderosa influencia de la ciencias fuertes, pero lo que se ha ido poniendo de relieve es que quizás, las segundas, no son tan naturales como se creía, ni las primeras están actualmente tan amenazadas.

Desde esta perspectiva, el capítulo sobre Kuhn -"El legado de Thomas Kuhn"- es un reconocimiento y un refinamiento personal y académico de la enorme influencia de su obra. Y, obviamente, en especial de La estructura de las revoluciones científicas. Geertz hace balance de lo que fue la gran aportación de Kuhn, y de las múltiples e infinidades matizaciones, recapitulaciones y aclaraciones que tuvo que hacer en su vida tras la publicación de La estructura: "rezó para que lloviera y se produjo una inundación" (p. 142).

En "Una pizca de destino", Geertz vuelve a uno de sus temas fibrilares: la religión. Desde la obra de James, Las variedades de la experiencia religiosa, Geertz intenta desdoblar el subjetivismo de la experiencia religiosa en James. Desde la posición de que la religión es para James, sobre todo, una experiencia personal y subjetiva, y que para Geertz la religión es, sobre todo, una acción pública y social, el intento del de Princeton consiste en un rescate de ese lado personalista que a veces se desecha demasiado pronto, (también sobre todo), en algunas investigaciones antropológicas. La tarea puede entenderse como limpiar el cesto de las manzanas estropeadas (un psicologismo demasiado solipsista) para retomar los aspectos positivos de las brillantes intuiciones de James. Así visto, el capítulo consiste en una primera parte dedicada a observar lo profundamente enraizadas que están la "las creencias religiosas" en el mundo de la cultura -con anotaciones nuevas sobre su concepción de la religión-, y un segundo dedicado sobre todo a mostrar, desde un trabajo recientemente publicado, que todo estudio de la religión como fenómeno social debe abarcarla como experiencia de interioridad para completar el primer punto -una pars construens de James-.

"Acta de desequilibrio" analiza la obra de uno de los padres de la llamada Revolución Cognitiva, el psicólogo Jerome Bruner. A través del tema de la educación en la psicología infantil, relata Geertz como Bruner pasó de una postura donde creía que pensar era principalmente un acto intracerebral a otra, más acorde con lo que Geertz profesa, donde el pensamiento depende en su mayoría de la adecuación a significaciones socioculturales: "cualquier teoría, dice Geertz que dice Bruner, de la educación que aspire a reformar [la realidad], y apenas hay de algún otro tipo, necesita ejercitar su atención en la producción social del significado" (p. 177). Singularmente atractivo resulta el tema (muy conocido para los psicólogos) de la concepción narrativa del niño -algo así como somos lo que somos porque nos contamos las historias (cuentos) que nos contamos-. Geertz acaba el capítulo mostrando las dificultades académicas y teóricas entre una reciente psicología cultural -la que defiende Bruner- y la antropología cultural -no tan reciente, pero no tan asentada como se puede creer- , a la vez que apostando por dicha inicial confusión que promete ser sumamente productiva (aunque sin sello de garantía).

En "Cultura, mente cerebro / cerebro, mente, cultura" Geertz vuelve a temas de los que ya se había preocupado en La interpretación de las culturas: la relación entre pensamiento, cultura y corporalidad, la noción estratigráfica del ser humano, la idea de cultura como sistemas simbólicos, los problemas del cartesianismo, etc. La novedad es el asunto a partir del cual desarrolla sus ideas: los sentimientos, esto es, desde estudios recientes sobre la antropología de la afectividad "que defienden un enfoque de las emociones esencialmente semiótico" (p. 198).

Pero es probable que el capítulo estrella del libro sea "El mundo en pedazos". Quizás porque no es estrictamente un capítulo sino un diminuto libro dentro de otro -fue publicado originalmente en alemán en 1996 (e impartido como Lecture en el 95 en Viena) con el nombre de Welt in Stücken: Kultur und Politik am Ende des 20. Jahrhunderts-. El capítulo es toda una serie de reflexiones en torno a una situación: "la rampante rotura [cultural y política] del mundo, a la que, tan de repente, nos enfrentamos" (p. 214), y cómo debe ser la reflexión sobre ella. Los modelos conceptuales que se usan hoy en día para describir y calificar no son apropiados para el mundo plural, amalgamado, irregular, cambiante (vertiginosamente cambiante) y discontinuo en el que vivimos. La solución para hacerse cargo de esta situación no pasa por reemplazar esos términos de gran escala "por otros aún de mayor escala, más integradores y totalizantes, «civilizaciones», o lo que sea" (p. 216), ni tampoco por defender, posmodernistamente, que "hay tan sólo sucesos, personas y fórmulas provisionales en disonancia unas con otras" (p. 216). La tarea de entender el mundo astillado en el que vivimos pasa por la laboriosa, concienzuda y seria tarea de hacer caso a las astillas: "Lo que necesitamos son maneras de pensar sensibles a las particularidades" (p. 218). El modo en que costumbristamente se ha divido el mundo -Países (Marruecos o Indonesia) dentro "unidades mayores (el sureste de Asia o el Norte de África), y éstas, a su vez, en unidades aún mayores (Asia, Oriente Medio, el Tercer Mundo, etc.)- no parece funcionar demasiado bien en ningún nivel posible" (p. 217). La simetría que hace tiempo podría cuanto menos orientar (país o conjunto de países = nación = cultura) se ha desvanecido a favor de un conglomerado de diferencias. Ideas como "identidad", "estado", "tradición", etc., deben ser repensadas.

Geertz intentará esta tarea haciéndose dos preguntas:

"¿Qué es un país si no es una nación?" El antropólogo norteamericano quiere hacer ver que cuanto menos los dos términos no son homogéneos en su posible dicotomización -un patriotismo frente a un nacionalismo-, ni en la comparación de realidades concretas de países concretos. Para ello, pondrá tres ejemplos de países con distintos conflictos: Canadá, Sri Lanka y la antigua ex-Yugoslavia (aunque uno duda de si esa necesidad de atender a lo particular la cumple el mismo Geertz viendo el supuestamente análisis "local" que hace de la situación de los Balcanes).

"¿Qué es una cultura si no es un consenso?" La idea clave de su respuesta pasa, según Geertz, por entender que "la visión de la cultura, una cultura, esta cultura, como un consenso sobre lo fundamental -concepciones, sentimiento, valores compartidos- apenas parece viable a la vista de tanta dispersión y desmembramiento" (p. 254)

Tras todo, Geertz acabará con una reflexión sobre cómo se ha de entender -sorpresa mayúscula- el liberalismo social en el que se incluye a la estela de Walzer o I. Berlin.

Para los que creemos que Geertz aún tiene mucho que decir este libro es una buena muestra de ello. En cierto modo, el libro es una "vuelta a los orígenes" lleno de matizaciones que sorprenderán -o se malinterpretarán diciendo que Geertz se contradice- a los que no han estudiado detalladamente su obra (un Geertz retomando la "interioridad" de la religión desde la publicidad de la misma, repensando la subjetividad de la mente desde su talante cultural, imprimiendo un valor a la idea de "Ciencias de la naturaleza" y al workfield de la antropología clásica). Quizás por ello se echa de menos más que nunca una introducción, que bien podría haber hecho Sánchez Durá, uno de los dos magníficos traductores del presente libro -el cuál ya hizo una realmente buena en Los usos de la diversidad-. "El mundo en pedazos" es cosa aparte. El análisis de Geertz no es exactamente novedoso, ni, posiblemente, brillante. Da la apariencia que su estilo narrativo ha perdido frescura -repeticiones de una forma abrumadora y un tanto absurda-, y que no responde a lo que promete (pregúntense el lector al acabar el capítulo si realmente Geertz ha respondido a ¿qué es una cultura si no es un consenso? o ¿qué es un país si no es una nación?, o bien ha hecho otra cosa -que puede ser igual de interesante pero eludiendo la pregunta-). Por otro lado, su adscripción a ese liberalismo social -que Geertz señala que no tiene tiempo de desarrollar- es digno de una o varias tesis doctorales con gran capacidad positiva de inventio, es decir, de reunión semántica.



Recensión 07

Yassine Essid (dir.):
Alimentation et pratiques de table en Méditerranée
Túnez, GERIM/Maisonneuve et Larose, 2000.

Por F. Xavier Medina. Instituto Europeo del Mediterráneo. Barcelona.

Situar el estudio de las prácticas alimentarias desde un punto de vista sociocultural en un contexto tan complejo como el Mediterráneo se ha convertido en las últimas décadas en una tarea harto difícil. El auge, además de la simplificación, la promoción y la "exotización" provocadas por la llamada dieta mediterránea durante el transcurso de los últimos años ha llevado a una mayor confusión que ha contribuido, asimismo, a crear y a extender un buen número de equívocos y de informaciones contradictorias que a menudo son difíciles de corregir.

Hablar, sin embargo, de alimentación en el Mediterráneo -en tanto que área social y culturalmente construida- supone implicaciones concretas que nos llevan mucho más allá de una consideración puramente dietética y/o nutricional y que nos sitúan, desde una perspectiva más abierta, en el ámbito cultural de los estilos de vida y de las relaciones sociales de los individuos.

Es en este contexto en el cual sitúa sus planteamientos el libro Alimentation et pratiques de table en Méditerranée, dirigido por el historiador tunecino Yassine Essid. Fruto de un coloquio celebrado en la ciudad de Sfax en marzo de 1999, el libro recoge las aportaciones de más de una veintena de especialistas procedentes de disciplinas tan diversas como son la historia, la antropología, la sociología, la filosofía, la literatura, la economía o la medicina.

Dividida en seis partes principales, la obra contextualiza el estudio de la alimentación en el área mediterránea en relación a diferentes perspectivas expuestas desde las disciplinas mencionadas más arriba, ofreciendo un amplio abanico de aportaciones de autores tanto magrebíes -principalmente tunecinos- como, del lado europeo, franceses y españoles. Así, por ejemplo, desde el punto de vista de las letras, la obra ofrece en la primera de sus subdivisiones, diversas aportaciones que recorren diferentes aspectos de la alimentación dentro del mundo de la creación literaria, aunque, eso sí, desde una perspectiva casi exclusivamente francófona (como se traduce a partir de los artículos de autores como Gilbert Dubois, Francis Lacoste, Jean-Louis Cabanès, Amélie Rouher, Poëlle Ponnier o Hatem Akkari). Tan sólo una aportación (la del francés Pierre Mazet), sobre el escritor barcelonés Manuel Vázquez Montalbán, trata sobre algún ámbito literario no francés.

Las secciones segunda, tercera y cuarta abordan el tema de la alimentación desde un punto de vista sociocultural, histórico y económico. Desde la perspectiva del análisis sociocultural, la obra recoge algunas interesantes aportaciones que analizan la alimentación desde el ámbito antropológico, con estudios que recorren diversos ámbitos geográficos mediterráneos, desde España (Martín Montejano) al Magreb (Mohamed Larbi) y hasta el Líbano (Aïda Kanafani-Zahar). Por su parte, Amado Millán lleva a cabo una innovadora aproximación sociocultural general al tema del escrúpulo alimentario, en tanto que condicionante de la elección de la comida y de la bebida.

El histórico es un apartado realmente muy breve, con tan sólo dos aportaciones, centradas una en el área magrebí (concretamente en Túnez, la de Sihem Debbabi-), en la cual se observa la alimentación en Túnez desde una perspectiva histórica de larga duración, y la otra -firmada por la filóloga Leila Abu-Shams- en las influencias de la civilización musulmana sobre la Europa occidental en época medieval. Un poco más extensa es la subdivisión que se dedica a la rúbrica economía y sociedad. En ella se analizan, de todos modos, temas bastante diversos, que van desde sujetos históricos, como la crisis frumentaria en el Mediterráneo oriental en época medieval (Thierry Bianquis) hasta el análisis de las nuevas estrategias de mercado relacionadas con el papel de la solidaridad como valor en la promoción publicitaria de la alimentación (Luis Cantarero et alt., tomando como ejemplo de caso el de la sociedad española), pasando por el papel de los oficios relacionados con la alimentación en la economía urbana tunecina (Yassine Essid) y la evolución del gasto de consumo en este mismo país.

Finalmente, el libro se cierra con dos últimas y muy breves secciones (compuestas por dos artículos cada una), dedicadas, la una a un punto de vista dietético (Mohammed Abid et alt., y Tahar Garbi i TaIieb Doghri) y la otra a las prácticas culinarias, ambas en relación, nuevamente, a la sociedad tunecina en su calidad de cocina mediterránea (artículos de Abderrazak Kéfi y Rafik Tlali).

Uno de los principales críticas que pueden hacérsele al libro es, precisamente, el hecho de la amplia diversidad de las aportaciones -en ocasiones, con pocos puntos en común unas con otras- y el desequilibro de las distintas partes -con un importante número, por ejemplo, de artículos en la parte dedicada a alimentación y literatura, y muy pocas aportaciones en otros apartados como el histórico, el dietético o el que se dedica al análisis de las prácticas culinarias-; fruto todo ello, evidentemente, de ser este libro el resultado de la publicación de unas jornadas de estudio.

Dejando de lado esta crítica -en mi opinión significativa, ya que el hecho de que una obra se deba a la publicación de unas jornadas, seminario o simposio no es óbice para intentar, en la medida de lo posible, paliar las carencias (quizás con nuevas aportaciones encargadas expresamente para la publicación) o equilibrar los contenidos, e incluso las áreas de las cuales se habla, de un modo más operativo-, pienso que el libro constituye un acierto en bastantes otros sentidos. Entre ellos, y por un lado, constituye una visión sobre la alimentación en el área mediterránea llevada a cabo principalmente desde -y publicada en- la orilla sur, hecho este de una relevancia significativa, ya que, habitualmente, dicho tema parece haber sido principalmente objeto de interés y patrimonio cuasi exclusivo de los especialistas europeos o norteamericanos. En este sentido, se ofrecen bastantes temáticas y puntos de vista referentes, principalmente, a la sociedad tunecina -que aparece, en consecuencia, sobrerrepresentada en relación a otras áreas mediterráneas, tanto del sur como del norte- que nos permiten acceder a una más que interesante información sobre la alimentación en dicho país. Por otro lado, considero importante el punto de partida pluridisciplinar del libro, que valora muy positivamente la multidimensionalidad de la alimentación y la necesidad de su estudio a través de la colaboración de las diferentes disciplinas. Finalmente, podemos resaltar la calidad de la mayor parte de las aportaciones, además de poner de relieve la existencia y los resultados de los trabajos de un buen número de jóvenes investigadores de ambas orillas que participan en la obra, los esfuerzos de los cuales están dando considerables frutos.

Una obra, pues, interdisciplinar e interesante, que viene al mismo tiempo a llenar un importante vacío existente todavía en el campo de los estudios llevados a cabo sobre alimentación -y particularmente en relación a nuestra controvertida área mediterránea- desde una necesaria perspectiva social y cultural.


 Gazeta de Antropología