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De tiempo en
tiempo parece haber necesidad de dar un nombre a la época en que
vivimos, o acuñar un nuevo rótulo para el conjunto de
cambios que percibimos a nuestro alrededor y que acaban alterando
nuestras vidas. Se pone de moda apellidar la sociedad con
denominaciones más o menos afortunadas, de
cuyo significado duda uno si constituirá un concepto
sólido o poco más que una etiqueta adherida a un
montón de observaciones metidas en un cajón de sastre.
Así, se ha hablado con fundamento de sociedad capitalista y
sociedad industrial; luego, de sociedad posindustrial, sociedad de
consumo, sociedad opulenta, sociedad posmoderna, sociedad del riesgo...
Más recientemente, todo el mundo alude a la sociedad de
la información, la sociedad del conocimiento, la sociedad red. Y
si
citamos el último vaticinio con que nos obsequia Francis
Fukuyama,
en su último libro, estaríamos a las puertas de la
«sociedad
poshumana».
Aquí me
propongo disertar sobre la llamada «sociedad del
conocimiento» o «sociedad de la información»,
y lo primero que me pregunto es si se tratará de una etiqueta
más, o, por el contrario, nos estamos refiriendo a una verdadera
inflexión en la historia antroposocial, a un nuevo sistema de
producción que da principio a una nueva era. Pues el afán
de etiquetar no siempre responde a una realidad verdaderamente
significativa; acaso sólo represente un rótulo, un
tópico o consigna del discurso ritual, que, en el peor de los
casos, en vez de desvelar la naturaleza
de las cosas, viene a encubrir buena parte de lo que pasa. Para
dilucidarlo,
es menester tantear una definición o descripción de las
condiciones
que demuestren su importancia, su carácter innovador, rupturista
y
revolucionario. Y será preciso, además, analizar las
repercusiones
a escala global, a fin de determinar su incidencia, positiva o
negativa,
en la crisis estructural que afecta sin excepción a todas las
sociedades
y, por tanto, al destino de la humanidad entera y del planeta. 1. Un nuevo «modo de desarrollo», basado en la tecnología de la información, crea la sociedad informacional La presencia y el uso de conocimientos y de información no es ninguna novedad: ha sido coextensiva con todas las culturas humanas, desde los tiempos más remotos; hasta el punto de que cada civilización y cada época ha elaborado un sistema de saberes bien trabado. Se trata de un rasgo antropológico general. Lo específico de esta nueva sociedad es que pasa a ser decisivo el uso sistemático de nuevas tecnologías de la información/comunicación, llegando a convertirse éstas en la principal fuente del incremento de la productividad y del crecimiento económico. Por ello, doy la razón a Manuel Castells (1996, 1: 47) cuando prefiere la denominación de «sociedad informacional», en vez de sociedad de la información o del conocimiento, lo que sería pertinente predicarlo de toda sociedad humana. Según el autor mencionado, nos encontramos hoy más allá de la sociedad industrial, estamos en la sociedad informacional. Se ha producido la transición desde el industrialismo al informacionalismo. ¿Qué lo caracteriza? Si la clave radica en la información y el conocimiento, ¿qué entendemos por tales términos? Los términos de «conocimiento» y de «información» con los que se nombra este nuevo tipo de sociedad se pueden distinguir y relacionar entre sí. La información puede definirse como la comunicación de ideas o conocimientos (uno informa de algo); o bien cualquier conocimiento que se transmite. Pero en el sentido más preciso que adquiere en el ámbito de la teoría y la tecnología de la información significa los datos, ideas, o noticias, que luego son elaborados, organizados y comunicados. Constituye como un conocimiento en bruto: aquellos materiales, palabras, números, gráficos, imágenes, documentos en general, a partir de los cuales conocemos. Llamamos conocimiento a la información organizada con una coherencia lógica y empírica, es decir, a un conjunto de afirmaciones que articulan datos, hechos o ideas de forma sistemática y metódica. El conocimiento añade un plus de comprensión a las informaciones con las que se elabora; produce una intelección más amplia y profunda, o más útil, que es susceptible de transmisión social y de aplicación práctica. A esa transmisión a los demás es a lo que designamos como comunicación. Mientras que su utilización para la toma de decisiones o la materialización de bienes y servicios acopla el conocimiento con la producción. En realidad toda información supone ya algo de conocimiento. Y todo conocimiento puede ser utilizado como información para producir nuevos conocimientos. Por tanto, una misma serie de afirmaciones constituye conocimiento respecto a los elementos de información que ella engloba, y constituye una información con respecto a otro nivel de elaboración superior, del que entra a formar parte como elemento. En cuanto a la producción, cabe describirla como «la acción de la humanidad sobre la materia (naturaleza) para apropiársela y transformarla en su beneficio mediante la obtención de un producto, el consumo (desigual) de parte de él y la acumulación del excedente para la inversión, según una variedad de metas determinada por la sociedad» (Castells 1996, 1: 40). Con ello, la idea de producción queda encerrada en el dominio tecnoeconómico. Cuando el proceso de información > conocimiento > comunicación > producción > (información...) pasa a ser el factor principal del crecimiento económico, entonces nos encontramos ante un nuevo modo de desarrollo, que nos introduce en la llamada sociedad del conocimiento o, mejor sociedad informacional. Ésta «indica el atributo de una forma específica de organización social en la que la generación, el procesamiento y la transmisión de la información se convierten en las fuentes fundamentales de la productividad y el poder, debido a las nuevas condiciones tecnológicas que surgen en este período histórico» (Castells, 1996, 1: 47 nota). En el informacionalismo, la producción de conocimiento constituye la clave decisiva para el incremento de la productividad. Lo que hay que entender de manera más precisa en el sentido de que las «nuevas tecnologías» alteran el modo de desarrollo hasta el punto de dar nacimiento a una «nueva economía». Ha habido una revolución tecnológica desencadenada por la innovación en el conocimiento y sus aplicaciones productivas, promovida sobre todo por investigación en el dominio de la informatización/ computación/ comunicación, que desarrolla máquinas, redes y programas digitales, que a su vez potencian y relanzan la investigación que hace avanzar su desarrollo, en un bucle de retroacción positiva.
Semejante revolución tecnológica, la revolución de la tecnología de la información, está modificando la infraestructura del sistema social a un ritmo acelerado, desencadenando al mismo tiempo transformaciones en el contexto social: en el modo de vida, en la estructura del poder político y en la visión del mundo que tiene la gente. Los modelos de organización tienden cada vez más a una arquitectura de red, a una descomposición del tejido social propio de la era industrial, con una radical preeminencia del yo individualista y un alcance global de esta revolución y sus consecuencias. No es que la tecnología determine la sociedad linealmente, al modo de un determinismo infraestructural, sea marxista o no. Pero lo cierto es que impone complejas interacciones, que con toda probabilidad acabarán haciendo surgir y expandirse un nuevo modo de producir, de relacionarse, de gestionar y de vivir, con formas nuevas, quizá imprevistas y sorprendentes. Al parecer, estos grandes cambios, aunque parezca paradójico, no tienen por qué afectar al carácter capitalista de nuestra sociedad. Esta nueva «revolución» dista mucho de la idea de revolución vinculada a los movimientos sociales y políticos de los siglos XIX y XX. Para explicarlo, Castells establece una neta distinción analítica entre «modo de producción» y «modo de desarrollo». A diferencia del materialismo histórico, que define el modo de producción como resultado de la articulación entre las fuerzas productivas (incluyendo los medios de producción y la técnica) y las relaciones de producción (referidas al régimen social de propiedad de los medios de producción), Castells restringe el significado del concepto de modo de producción a las reglas que definen las «relaciones sociales de producción»: «El principio estructural en virtud del cual el excedente es apropiado y controlado caracteriza un modo de producción» (1996, 1: 42). Esta definición se corresponde con el sistema de propiedad y consiguiente control de los medios productivos y el producto; determina la apropiación y uso del excedente. Por lo tanto, constituyen dos modos de producción dispares el capitalismo y el estatismo comunista. Junto a esto, acuña un concepto de modo de desarrollo, caracterizado por las «relaciones técnicas de producción», esto es, marcado por el tipo de tecnología dominante: «Cada modo de desarrollo se define por el elemento que es fundamental para fomentar la productividad en el proceso de producción» (Castells 1996, 1: 42). Según cuál sea, tendremos un modo agrario, otro industrial, otro informacional. El informacionalismo constituye, pues, un modo de desarrollo, no un modo de producción. La sociedad capitalista opera una transición del industrialismo al informacionalismo, basada en una revolución tecnológica, sin alterar la estructura de apropiación y control, que simplemente se reajusta conforme a sus propios principios clasistas. Ya el materialismo cultural efectúa una desarticulación entre las relaciones técnicas y las relaciones sociales, en el fondo análoga. Marvin Harris identifica el «modo de producción» con la tecnología, las pautas de trabajo y las relaciones tecnoecológicas (Harris 1979: 68), expulsando las relaciones sociales de producción fuera de la infraestructura, al nivel de la estructura, como «economía doméstica» y «economía política». En consecuencia, el motor de la transformación del sistema social no radica, como proponía Marx, en la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción dominantes, que determinaría dialécticamente cambios en esta dominación. El origen de la transformación se sitúa (y en esto coincide Castells con Harris, aunque crucen la terminología) como factor primordial en la innovación tecnológica que incrementa la productividad. Esta tesis ya la había sostenido Lewis H. Morgan, hacia 1870. Morgan, Harris y Castells dejan claro el rechazo de toda vinculación necesaria de las fuerzas productivas (aspectos técnicos) con las relaciones de producción (aspectos sociales y organizativos). No hay ninguna ley dialéctica entre ellos que conduzca de manera determinista desde la apropiación estatal a un mayor desarrollo tecnoeconómico; ni desde la innovación tecnológica a una sociedad más justa. Por cierto que
sea que, en la era de la información, nos encontramos ante
nuevas condiciones, nuevos conocimientos que generan nuevas
estructuras, que a su vez modifican las condiciones existentes y
aceleran la producción de conocimiento, esto no prejuzga el
sentido del cambio. El impacto de Internet y del modelo reticular de
organización empresarial sobre las sociedades ricas
y sobre el resto del mundo no es garantía de nada en el orden de
la redistribución o de la justicia. Lo que ha aparecido es un
nuevo paradigma tecnológico, pero en absoluto un nuevo paradigma
sociopolítico. Una revolución técnica no es una
revolución social,
ni viceversa. 2. La revolución de la tecnología de la información es un hecho abrumador Se está
dando, en efecto, un ingente incremento de la cantidad de
información existente en el mundo, casi toda ella accesible por
Internet. Se calcula que en la Red
hay disponibles 600.000 millones de páginas digitales, a las que
cada
día se añaden 7,5 millones de nuevas páginas. Del
total,
hay cerca de 3.000 millones de acceso público y directo. En
conjunto,
la producción total anual de información en soporte
impreso,
fílmico, óptico y magnético suma (según
estimación
para 1999) alrededor de 2,12 exabytes (siendo un exabyte = un
millón
de terabytes = mil millones de gigabytes = un billón de
megabytes
= 1018 bytes; o sea, un trillón):
Tan colosal cantidad de información supone aproximadamente 240 megabytes al año por cada ser humano de la tierra: como cien volúmenes de mil páginas cada uno, por persona. Esos dos millones y pico de terabytes se reparten en los diferentes soportes de manera muy desproporcionada: - en soporte
óptico (discos compactos, o CD, de datos y de música, los
DVD) 80 Tb. Por otro lado, la información producida en formato digital supera enormemente a toda la restante información. Supuso en 1999 el 93% del total. Mientras que los documentos de todo tipo impresos en papel abarcan sólo 3 milésimas partes de la información producida. El registro magnético es, con mucha diferencia, el medio más utilizado para almacenar información y el que crece más rápido, multiplicando a ritmo casi constante la capacidad de carga o almacenamiento de los discos duros.
Al mismo tiempo, ha ido disminuyendo drásticamente el costo por gigabyte, que suponía más de 11.000 dólares, en 1988, y que resulta insignificante en la actualidad.
Los microprocesadores, por su parte, son cada vez más rápidos e incluyen un enjambre mayor de transistores. En 1971, el microprocesador más avanzado constaba de 2.250 transistores. En 2001, un Pentium 4 comercial cuenta con 42 millones de transistores. De esta manera, la investigación y la industria consiguen un aumento exponencial de la eficiencia de computación, que permite incrementar la cantidad de operaciones por segundo (están en construcción supercomputadoras que procesarán más de 100 billones de instrucciones por segundo).
De manera complementaria, los motores de búsqueda, ya sea ésta robotizada masivamente o catalogada mediante intervención humana, adquieren una versatilidad inaudita, tanto en rastreo de la información como en técnicas de filtrado y selección, ofreciéndonos sus resultados en breves segundos. El conocido buscador Google es, por el momento, el más utilizado, y ha inaugurado recientemente un servicio de noticias (http://news.google.com) que ofrece contenidos de 4.000 medios de comunicación digitales de todo el mundo. Constituye un verdadero periódico planetario, en actualización permanente. La realidad es que el soporte digital se ha convertido ya en el medio universal privilegiado para almacenamiento de la información (cfr. Lyman y Varian 2000). La sobreabundancia de información es formidable y crece prodigiosamente; fluye a través de la televisión, la radio, la música, los periódicos, los libros y revistas, el cine, el correo electrónico, el teléfono fijo o móvil, las mensajerías... En particular, Internet se expande como el medio de intercambio universal, que está traspasando y rompiendo todas las fronteras de un mundo cuarteado en tantos compartimentos estancos. A pesar de que, tal como la conocemos hoy, la Red de redes sólo lleva abierta para las empresas y para la gente en general desde fecha tan cercana como finales de 1994. La revolución informacional y multimediática, cuyo máximo exponente es por antonomasia Internet, potencia y amplifica vertiginosamente el propio desarrollo muy competitivo de dicha revolución, generando a la vez unos negocios colosales para los que triunfan.
Por lo que respecta a los usuarios de Internet, en continuo aumento y según las estimaciones que se manejan, serían, a comienzos de 2003, cerca de 600 millones en todo el mundo.
No obstante, el hecho es que estos internautas se encuentran muy desigualmente repartidos entre las distintas regiones del mundo. Aunque las previsiones apuntan a una creciente expansión por todos los continentes y tal vez un futuro mayor equilibrio.
La presencia de los diferentes idiomas ofrece también una gran disparidad en su distribución. Predomina el inglés, con un 40%; seguido del chino, el japonés y el español (éste, con un 7,2%).
La implantación de la infraestructura digital y el aumento de sus usuarios, sin embargo, no debe hacernos olvidar que la cuestión más importante está en que, para ser útil, la información debe procesarse hasta generar conocimiento y organización, clave para el incremento de la producción, incluida la producción de más conocimiento. Esta cuestión la resuelve el modo de desarrollo informacional allí donde tiene éxito. Sin embargo, sería un error medir el progreso tecnológico en aislado, sin tener en cuenta otros factores relacionados. El determinismo tecnológico puede ser ilusorio (cfr. Castells 1996; Tuomi 2002). La mente humana se convierte en fuente productiva directa; es clave la capacidad educativa e intelectual para seleccionar información, elaborarla como conocimiento y plasmar éste en aplicaciones que sirvan a los objetivos que nos propongamos en la vida, individual y colectivamente. Pero aún entonces queda pendiente una decisiva cuestión, la que se refiere a las finalidades globales humanas: al buen o mal uso de lo conocido y de lo producido contemplado a la luz de la humanidad planetaria. Por lo tanto, no debería olvidarse que con el informacionalismo también se acrecienta la capacidad de manipulación bastarda del flujo de la información circulante. Hay sistemas de espionaje global, como la red Echelon, que acecha y rastrea todas las comunicaciones transmitidas por medio de Internet, el teléfono, el télex y el fax, vulnerando toda confidencialidad e intimidad.
A pesar de los
incuestionables progresos de la sociedad informacional, lo cierto es
que el sistema mundial se agita en una crisis y un malestar
generalizado, al que no se le ve salida. La crisis puede incluso
agravarse por el desfase existente entre los que saben
qué hacer con la información y los que no tienen ni idea
de
cómo hacerlo. 3. La revolución informacional frente a la crisis del sistema mundial Sostiene Castells que el modo de desarrollo informacional ha conducido a una nueva economía, creando un nuevo modelo empresarial y desencadenando, como consecuencia, el surgimiento de una nueva estructura social. Al parecer esta estructura es tan compatible con el capitalismo occidental como con el estatismo chino. ¿Qué supone en realidad toda esta revolución y esa nueva estructura social? ¿Que qué problemas responde? Porque la problemática más grave no es ya la que afecta a tal o cual sociedad, a tal o cual estado o régimen político, cuando ya no hay más que un solo mundo, una sociedad-mundo, aquejada por una geoproblemática que se arrastra y agrava año tras año, sin horizontes de solución a la vista. Todas las civilizaciones tradicionales se asentaron sobre el perfeccionamiento de la revolución neolítica, que introdujo las técnicas del desarrollo agrícola y ganadero. Desde mediados del siglo XVIII, la revolución industrial se lanza a la conquista del mundo, en sucesivas oleadas, dando por resultado la situación contemporánea del conjunto de las sociedades humanas y del mismo planeta. Una situación crítica. No se trata ya de las crisis económicas típicas del capitalismo industrial, sino del resultado global de una compleja trama de problemas interconectados, en cuya detección y análisis fue pionero el Club de Roma, desde principio de los años 1970, con sus célebres informes. Era urgente tomar conciencia de los límites, de las amenazas, de las posibilidades de futuro de la humanidad como tal. Ellos acotaron por primera vez la «problemática mundial», que ponía en cuestión los fundamentos mismos de todo el sistema. Inicialmente, el trabajo de investigación consistió en examinar a escala mundial las interdependencias e interacciones de cinco factores críticos: el crecimiento de la población, la producción de alimentos, la industrialización, el agotamiento de los recursos naturales y la contaminación (Meadows 1972; Mesarovic y Pestel 1974). No mencionaré los ríos de bytes que han fluido desde entonces: los estudios difundidos por la ONU, sus organismos y otras instituciones mundiales, por institutos de estudios internacionales o por anuarios diversos que no cesan de documentar nuestra conciencia planetaria. El estado de crisis de la humanidad era ya patente antes de que aflorase la revolución informacional. Ésta se presenta a veces como abanderada de las soluciones que el mundo necesita para abordar sus grandes problemas. Tal vez quince o veinte años sean poco tiempo para pedir resultados fehacientes. Tal vez la revolución neotecnológica no haya hecho más que empezar. Tal vez el potencial de la sociedad del conocimiento haya sido castrado por una globalización financiera indecente. Tal vez falten instituciones mundiales capaces de socializar, globalizar, mundializar, planetarizar los nuevos logros de la ciencia y la tecnología. Pero hay dos cosas claras y ciertas: que los problemas crecen y que la solución no llega. Lo primero es que la geoproblemática no ha dejado de complicarse: ninguno de los grandes problemas señalados hace ya treinta años (entre los que la superpoblación es el factor que más contribuye a agravar la crisis) ha entrado en vías de solución, sino que, por el contrario, se han agravado y se han añadido otros más (agrandamiento de la distancia entre ricos y pobres en el mundo, enfrentamientos bélicos, genocidios, deportaciones masivas, migraciones, proliferación nuclear, fundamentalismos políticos y religiosos, manipulación genética, agujero en la capa de ozono, el efecto invernadero y el cambio climático, degradación de los ecosistemas, deforestación, extinción de especies de flora y fauna, etc.).
Por otro lado, parece poco discutible que la revolución informacional, con sus nuevas tecnologías y su nueva economía no han supuesto ninguna inflexión significativa en el tratamiento de esos grandes problemas planetarios, al menos hasta ahora. La «sociedad del conocimiento» no es, al menos hasta ahora, una sociedad donde estén en vías de superación las crisis de alcance mundial. La geoproblemática agita la interacciones entre las crisis: crisis demográfica, alimentaria, armamentista, energética, tecnológica, ecológica, económica, política, educacional. Las repercusiones son mundiales y una intervención eficaz, que sólo puede afrontarse globalmente, brilla por su ausencia. Al mismo tiempo, el proceso de planetarización prosigue ineluctablemente, para bien y para mal. Sabemos que somos una sola y misma humanidad y que el planeta Tierra es nuestra única casa. Ninguna nación puede vivir ya fuera del alcance de la problemática mundial; ni siquiera a salvo de las crisis regionales o locales que afecten al punto más en los antípodas. Un modo de desarrollo y un modo de producción, para ser viable, debe ofrecer soluciones para la agonía planetaria; debe prevenir que no se traspasen los límites de la supervivencia humana y los límites de la sostenibilidad ecológica. El modelo desarrollado de «sociedad industrial», que está en el origen de la policrisis actual, ni es materialmente generalizable a todo el mundo, por lo que sólo un discurso cínico podría seguir proponiendolo como solución. En cuanto al modelo de la «sociedad informacional», está por averiguar si es capaz de aportar mejores expectativas. En otras palabras, la piedra de toque del informacionalismo estará en su capacidad para afrontar constructivamente la crisis de la humanidad, acercándonos al conocimiento de las soluciones necesarias y a la organización del poder económico y político que regule su puesta en práctica. Resultaría irrisoria una «sociedad del conocimiento» sin conocimiento de la sociedad en concreto, sin una perspectiva que contemple la sociedad-mundo en gestación, abrumada por incontables conflictos y desafíos de repercusión global. ¿Qué ventajas proporciona esta estructura social emergente con respecto a la industrial, anteriormente dominante? A cinco siglos y medio de la invención de la imprenta, aún hay cientos de millones de analfabetos en el mundo. El año 2000, en la Conferencia Internacional de Dakar, más de 70 países se comprometieron el objetivo de universalizar la educación para 2015.Poco tiempo después, según revelaba la Unesco, el 4 de noviembre de 2002, se reconoce que esos países están fracasando en el cumplimiento de tal compromiso. En plena euforia de la expansión de la «galaxia Internet», según las estadísticas, los usuarios de Internet eran 560 millones en marzo de 2002. Alcanzarán los 762 en 2003. Y serán 1.000 millones en el año 2005, cuando la población mundial será de 6.500 millones de personas. Pero estos datos indican que, hoy por hoy, los millones de internautas no llegan al 10% de la población mundial (en un mundo donde dos tercios de la especie humana jamás ha hecho una llamada telefónica, y donde un tercio no tiene acceso a la electricidad). En total, más del 90% de los humanos son analfabetos digitales, una inmensa mayoría de ciberanalfabetos. La brecha
entre los
conectados y los desconectados es aún mayor que la que hay entre
ricos
y pobres. Y ateniéndonos a los pocos ciberalfabetizados,
habría que preguntarse: ¿cuántos utilizan la Red
como fuente de conocimiento y como herramienta de desarrollo para
mejorar sus vidas, para adquirir conciencia de la situación
mundial, o para contribuir a aliviar la crisis de la
antroposfera y la crisis de la biosfera? Más aún,
¿es que acaso lo hacen en ese sentido las minorías
poderosas, las universidades, la prensa, las empresas, los estados? 4. Más allá del fetichismo de la información: un modo de desarrollo incompleto ¿Será cuestión de tiempo y de más inversiones para seguir avanzando y amplificando el modo de desarrollo informacional? ¿Será sensato esperarlo todo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación? El aura del informacionalismo reside en la promesa de redimirnos de los desastres provocados por la era industrial, en salvarnos de la crisis en la que andamos inmersos: superpoblación, insostenibilidad tecnológica, pobreza, hambre, enfermedad, guerra, armamento de destrucción masiva, desinformación, fanatismo, globalización excluyente, degradación de la biosfera. Un balance negativo, arrojado por un aparato tecnológico mundial de hecho sumamente rudimentario, en la medida en que resulta inadaptado, por ser insostenible y no generalizable, basado en procesos de producción contaminantes y agresivos con el medio, en fuentes energéticas agotables y sucias, y entregado a unos usos antisociales, elitistas y lucrativos, en perjuicio de las mayorías. Para clarificar la problemática, es muy conveniente entender el papel de la tecnología en el sistema económico, y el lugar de la economía en el sistema sociocultural, a fin de evitar incurrir en un fetichismo tecnológico informacional, reduccionista. Como se ha comprobado históricamente, existen límites intrínsecos de cada sistema tecnológico, que acaban imponiéndose precisamente por la propia dinámica de su interacción con el medio. Una determinada tecnología llega a no dar más de sí, toca el techo de su productividad, dando un producto cada vez menor en relación con la inversión efectuada. Todo el sistema social toca fondo entonces. Tomando como constantes una misma tecnología y un marco medioambiental dado, la producción no puede incrementarse indefinidamente. La productividad y rentabilidad tienden a decaer, obedeciendo a una entropía específica. De manera que para mantener el nivel se hace necesario aumentar la inversión de energía por unidad de tiempo, la cantidad de tierra, agua, minerales o plantas empleados en el proceso productivo. Hasta que ese intento choca finalmente con topes absolutos e irreversibles. Es el mecanismo de la disminución del rendimiento, estudiado hace ya tiempo. El binomio ecosistema-tecnología fija el límite de producción de energía, que a su vez determina el máximo de población que se puede mantener. En ese proceso, dada una tecnología concreta, se puede aumentar la producción manteniendo el ritmo pero ampliando el área de aplicación (por ejemplo, cultivando nuevas tierras, abriendo nuevas fábricas). A esto se le llama expansión del sistema tecnológico. El problema es que, al cabo del tiempo, no basta la expansión, pues la rentabilidad no puede expandirse sin fin mediante ese método. En tal coyuntura, cabe hacer que trabaje más gente, o que trabajen más horas, o que trabajen más rápido: esta estrategia se denomina intensificación. No obstante, puesto que los recursos son siempre finitos, todos los sistemas tecnológicos (digamos, todos los modos de desarrollo) acaban viéndose confrontados a estos problemas. La expansión no puede continuar sin fin (al topar con la escasez de recursos: tierra cultivable, de agua, de minerales). La intensificación puede ser la solución, pero sólo durante un tiempo, hasta que empieza a causar un «daño irreversible al ambiente» (por ejemplo, el empobrecimiento del suelo o el agotamiento de los recursos no renovables), y entonces se llega al denominado «punto de los rendimientos decrecientes» (Harris 1988: 319); esto es, cada vez se produce menos por unidad de esfuerzo empleado. A partir de ahí la producción quizá pueda mantenerse o incluso seguir creciendo, pero evidentemente a un costo crecientemente mayor y que, por eso mismo, propenderá a hacerse absolutamente insostenible al cabo de un tiempo. Esta situación de crisis, de la que sólo se saldrá si se consigue elevar el rendimiento, no admite otra respuesta que la innovación, la introducción de nuevas tecnologías y la utilización de nuevas fuentes energéticas, cuya eficiencia garantice un balance positivo, durante otra época.
Una veintena de civilizaciones sucumbieron por consumación de estos ciclos de cambio tecnológico, expansión, intensificación y rendimiento decreciente, al traspasar la capacidad de sustentación ecosistémica y no contar a tiempo con las imprescindibles innovaciones. Hasta ahora, tales colapsos de la civilización han sido de alcance regional. Lo que ocurre actualmente es que ahora, por primera vez, la amenaza de la productividad negativa se cierne sobre el mundo entero, como una agonía planetaria. A este punto es adonde nos habría traído la era industrial. En el sistema tecnoeconómico mundial contemporáneo se puede evaluar cada tecnología, conforme a la evolución concreta de sus interacciones con la población mundial y la biosfera. Se puede constatar cómo se ha producido un crecimiento de la cantidad de energía producida per cápita. Pero, aunque no es tan evidente como pudiera parecer, el balance del desarrollo industrial no supone ya un crecimiento de la eficiencia productiva. Lo cierto es que no sabemos exactamente cuánto tiempo hace que el modelo de desarrollo industrial, en conjunto, es contraproductivo; se halla en fase de rendimientos decrecientes, si tenemos en cuenta y contabilizamos todos los gastos energéticos requeridos para la producción. Ahí está el fondo de la crisis. Y ahí es donde interviene la revolución de la tecnología informacional. La pregunta del millón es saber si la revolución informacional ha traído al mundo un modelo de desarrollo como alternativa válida al modelo industrial. Es un hecho que la productividad se ha disparado en alza, sobre todo en ciertos sectores relacionados con la informatización. Pero, la pregunta es si está justificado afirmar lo mismo acerca del sistema económico mundial en su conjunto. ¿Contamos con un nuevo modo de desarrollo, con las innovaciones que sacarán a la economía mundial de la crisis? ¿O habremos caído en un tecnocentrismo reductor, en un fetichismo de la información? Un modo de desarrollo maneja no sólo información, sino materia y energía. Y da la impresión de que, mientras se resalta tanto y tan encomiásticamente el componente informacional de la producción, apenas se menciona el componente energético de la producción. ¿Acaso el informacionalismo nos ha hecho entrar en una nueva era energética? ¿Dónde está el nuevo sistema energético típico de la sociedad informacional? Cabe sospechar, con fundamento, que, mientras no se produzca una revolución energética, no habremos salido de la era industrial, la era de los combustibles fósiles. La tecnología informacional, salvo en orden a la producción de su propia infraestructura y el incremento en la producción de conocimientos, puede verse reducida a una más eficaz administración de una economía y una sociedad que no es posindustrial sino hiperindustrial. La realidad es que el sistema tecnoeconómico de los países más desarrollados sigue dependiendo energéticamente, en grado superlativo, de los combustibles fósiles, sobre todo del petróleo, en complemento con esa «monstruosidad tecnológica» insostenible que son las centrales de fisión nuclear. (Sin olvidar que seguimos dependiendo materialmente de recursos minerales limitados y no renovables.) El petróleo sigue siendo «el recurso vital sin el cual nuestra economía global y nuestra sociedad moderna dejarían de existir», en palabras de Jeremy Rifkin (2002a), presidente de la Fundación sobre Tendencias Económicas de Washington. Sin embargo, un drástico descenso de su producción mundial aguarda para dentro de diez o quince años. Mientras tanto, la demanda mundial de energía, según todas las previsiones, no cesará de incrementarse año tras año:
Ni la mítica energía de fusión nuclear, ni las energías fotovoltaica, eólica, hídrica, geotérmica, de biomasa, ni la del hidrógeno constituyen todavía alternativas efectivamente disponibles para sustituir a las fuentes energéticas propias de la era industrial, basada en combustibles fósiles. Por consiguiente, las «nuevas tecnologías» (de la información) en ausencia de «nuevas energías» difícilmente pueden suponer una alteración sustancial del modo de desarrollo. Al menos no lo cambian sino de forma parcial y precaria. Coloquialmente: Un fallo en el suministro eléctrico causará un apagón que paralizará nuestra producción de conocimiento. Pues los propios ordenadores conllevan un problema de consumo energético: Hoy (2002), la infraestructura de Internet y los ordenadores gastan más del 8% de la energía eléctrica en todo el mundo, y al ritmo de crecimiento actual requerirán el 50% de la energía para el año 2010. Es muy problemático saber cómo se responderá a la demanda energética prevista. Si es una
realidad que aún carecemos de la revolución
energética necesaria, esto implica que el informacionalismo como
modo de desarrollo resulta cojo e incompleto. Entonces, en realidad ni
siquiera cabe hablar con propiedad de un nuevo modo de desarrollo, de
un sistema tecnoeconómico y tecnoecológico que trascienda
el modelo industrial. No es lógico afirmar que hay una
«nueva economía» desde el punto de vista
energético, cuando energéticamente continuamos atrapados
en la antigua economía industrial y ante una escasez creciente
de las fuentes energéticas fundamentales. El motor informacional
como principal incrementador de la
productividad puede pararse en seco tan pronto le falte la
energía.
De ahí que sea menester ir más adelante en la
innovación
tecnológica: implantar un nuevo sistema energético, tal
vez
basado en energías renovables y en «redes de
energía
de hidrógeno» (Rifkin 2002a) que garantice el flujo de
energía
a todos los seres humanos. Y más allá de lo
tecnoeconómico,
que sea imprescindible enfocar cada problema en su ámbito
específico
y, a la vez, en su interdependencia con los demás. 5. Las dimensiones sociales de la tecnología de la información Nos habían dicho que las nuevas tecnologías no tienen por qué alterar el modo de producción (en el sentido de las relaciones sociales capitalistas). El núcleo duro de la economía se reduce a sus componentes infraestructurales, a la tecnología productiva. A esto cabe objetar que la economía, por fundamental que sea, es tan sólo un sector del sistema sociocultural. Interacciona a su vez con el sector político y con el sector ideológico o intelectual-moral. El mercado, el estado, la ciencia, la industria se interrelacionan entre sí y con los restantes aspectos del sistema social, del que forman parte. No se trata de poner en entredicho la maravilla de la tecnología informacional y su carácter revolucionario. Según Jeremy Rifkin, las nuevas tecnologías, que (en principio) permiten conectar a cada ser humano con cualquier otro en cualquier momento y a la velocidad de la luz entrañan un cambio tan extraordinario en las comunicaciones que «el capitalismo actual y la economía de mercado son demasiado lentos para esta revolución digital y quedarán colapsados» (CiberP@ís, 29 agosto 2002: 8). Es aleccionador ser tan optimista y esperar incluso que las jóvenes generaciones consigan cambiar el futuro. Pero hay que plantear bien los problemas. Es obligado señalar cómo las tecnologías de la información comportan una dimensión política y múltiples dimensiones sociales: educativas, asociativas, convivenciales, informativas, etc.(entre ellas está la labor del periodismo digital). Estas dimensiones están siendo también objeto de estudio (cfr. G. David Garson 2000). Se ha analizado cómo se opera una «reproducción tecnológica de la desigualdad social». Se ha subrayado la dimensión política internacional de la tecnología de la información, como hace R. Alan Hedley, en un trabajo donde especula en torno a tres posibles escenarios de desarrollo mundial en la era de la información: 1) la imposición de un sistema de apartheid; 2) el triunfo del imperialismo cultural; 3) la formación de una Aldea global (en Garson 2000: 278-290). En definitiva, se reclama una política internacional que, entre otras cosas, regule los flujos mundiales de información, teniendo en cuenta las implicaciones sociales. ¿Cuál es la repercusión social mundial durante los últimos años? Es llamativo que la revolución informacional haya sido concomitante con la «revolución conservadora» neoliberal. Ésta se ha fundado en una santa alianza entre el anarquismo de derechas (representado por el ultraliberalismo que desregula y privatiza) y el marxismo-leninismo de ricos (representado por las estrategias del G-7, como internacional oligárquica, junto a los planes del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial). Al mismo tiempo, la «nueva estructura social» (sociedad informacional) augurada se parece tanto a la anterior, que no ha hecho sino intensificar los rasgos clasistas dominantes en la sociedad industrial. Basta examinar, por ejemplo, el Informe sobre desarrollo humano, que cada año publica el Programa para el Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD), para documentar hasta la náusea el incremento de las desigualdades en el mundo.
Se da una creciente y extrema desigualdad económica incluso en el país más rico y por ahora más eficiente de la tierra, Estados Unidos: con 35 millones de pobres oficialmente censados. Igualmente, en casi todos los países industrializados o medio industrializados, la desigualdad no deja de crecer a ritmo rápido y constante. El foso entre ricos y pobres se hace cada año mayor en todos los meridianos del mundo. En contraste con la ostentosa opulencia del mundo desarrollado, casi la mitad de la humanidad (2.800 millones de personas) vive con menos de dos euros diarios. De esas personas, 1.300 millones viven con menos de un euro al día.
En África subsahariana, Asia Meridional y América Latina la pobreza ha aumentado de manera constante, y sólo se ha reducido algo en Asia oriental. A la vez, la miseria ha crecido espectacularmente en Europa del Este y las repúblicas de la antigua Unión Soviética, donde los pobres se han multiplicado por más de 20, entre 1987 y 1998. Un balance desolador señala que más de 80 países del mundo han tenido, en el año 2000, una renta per cápita inferior a la que tuvieron en 1990. La década de los años 1990 ha sido, pues, desastrosa para los más pobres, como consecuencia más que directa de las condiciones impuestas por la llamada «nueva economía». Para colmo, las optimistas previsiones trazadas en septiembre de 2000, en la Cumbre del Milenio, proclamando que los 49 Estados que sufren extrema pobreza se reducirían a la mitad en 2015, se han desmentido pocos meses después. Una conferencia de la ONU sobre los llamados Países Menos Adelantados constata que sólo uno de esos países, Lesoto, escapará de la miseria. Así, pues, el verdadero desafío, ante el que se encuentra la «sociedad del conocimiento» y el modo de desarrollo informacional que la caracteriza, procede de la eficacia que sea capaz de manifestar con vistas al mejoramiento de la situación crítica de la humanidad. Porque a la pregunta sobre si las nuevas tecnologías cambiarán a la humanidad, la respuesta es evidentemente afirmativa. No está claro en qué sentido lo están haciendo, pero podemos señalar algunos objetivos estratégicos deseables: 1. Por un lado, es necesaria más innovación científica y tecnológica, en múltiples planos (cibertecnológico, nanotecnológico, biotecnológico, neoenergético, etcétera). Los desastres y las frustraciones se deben atribuir, sin duda, más al subdesarrollo que al avance tecnocientífico. La noosfera está en fase inicial. Estamos en la prehistoria del espíritu humano (Morin 1993). Las nuevas tecnologías deberán someterse a una selección antroposocial y biosférica, esto es, en función de su valor de supervivencia y sostenibilidad. Para ello, hay que terminar con el productivismo destructivo, que no contabiliza los costos sociales (en producción de pobres) y ecológicos (en daños a la biodiversidad y esquilmación de recursos). 2. Es igualmente necesaria la socialización / mundialización / democratización del saber adquirido, sin la cual la innovación no será fecunda ni resolverá los problemas. Los conocimientos de la alfarería y la cerámica, cuya técnica se empleaba ya hace 25.000 años, tardaron 15 milenios en socializarse, pues su uso se restringió a fabricar objetos como símbolo de prestigio para ciertas minorías de rango. Con la revolución de la metalurgia ocurrió algo parecido: pasaron quizá dos mil años antes de que se socializara a la mayoría de las poblaciones humanas. El Egipto faraónico conoció la escritura, pero era privilegio de la casta sacerdotal. La milenaria China, por su parte, usó la escritura e inventó la imprenta, pero era patrimonio de los mandarines. Esto demuestra que las restricciones a la difusión social de las innovaciones no se deben a dificultades de orden técnico, sino que tienen un carácter social, político, de poder y prestigio. La invención de Gutenberg, en Europa, tardó tres siglos en socializarse, impulsada por la burguesía, y nutrir la Ilustración. ¿Cuánto tardarán las nuevas tecnologías de la información y el conocimiento en ponerse al servicio y en beneficio de toda la humanidad? Porque no basta con instalar un televisor en cada sala de estar, una antena parabólica, un ordenador conectado a Internet y llevar un teléfono móvil, acumular libros, discos compactos, enciclopedias digitales y películas. Si casi todo se usa para el juego, el charloteo... pudiera ocurrir que las nuevas condiciones de producción y consumo lo que generen sea, junto a unas élites conspicuas, unas tribus de neosalvajes (ya observables en cierta juventud) en el seno mismo de las sociedades civilizadas: salvajes y bárbaros con avanzada tecnología, dañinos social y ecológicamente. 3. Falta una articulación organizativa, política, institucional (local, regional y global) entre mercado, estado, sociedad. El informacionalismo potencia el incremento del conocimiento y la productividad, pero esto solo no lo pone a salvo de la ambivalencia inherente a sus usos sociales. El impacto de las nuevas tecnologías depende de la orientación de las decisiones de las instituciones diversas: empresariales, financieras, políticas, sindicales, etc. Porque el dominio incontrolado de los intereses mercantiles aboca a tensiones y desgarramientos del tejido social, y al empeoramiento de la crisis mundial. A ello contribuye también la inoperancia de los Estados, la prepotencia de las superpotencias y la proverbial impotencia de la ONU. 4. Habría que invertir las tendencias psicológicas y culturales y políticas a la infravaloración del conocimiento. Porque se da un regusto malsano por la ignorancia, por la difusión de desinformación, por la idealización de lo canallesco y de la codicia individualista como valor supremo; se da un recelo hacia el gasto en ciencia y educación; se da un uso estúpido de las maravillas tecnológicas. Si no nos decidimos a suprimir la brecha tecnológica, socializar el conocimiento, generalizar sus herramientas y sus beneficios como un valor para nosotros mismos y un servicio a toda la comunidad humana, nada de esto acontecerá como efecto automático de la revolución informacional. Incluso el exceso de información puede convertirse en «ruido». No basta siquiera con poseer los medios para hacer que sean productivos. Por ejemplo, el panorama entre nosotros no es muy alentador. Un estudio encargado por el Consejo Económico y Social, recientemente publicado, concluye que Andalucía aún no se ha incorporado a la sociedad de la información, a pesar de que la dotación de infraestructuras en tecnología de la información y la comunicación es similar a la de otras regiones españolas y europeas. El problema no es el equipamiento, sino el uso y aprovechamiento productivo, que es mínimo (El País, Andalucía, 10 octubre 2002). Otro ejemplo: La Comisión Europea, en su informe estadístico anual, acaba de señalar a España, junto con Italia, como los países de la Unión peor colocados en cuanto al acceso a la sociedad del conocimiento, aplicando los parámetros de gasto en investigación, educación, nuevas tecnologías, formación continuada y número de científicos por habitante. Y califica la situación de preocupante (El País, 8 noviembre 2002). Otro aspecto más: Según un estudio encargado por el Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid sobre las costumbres de los niños menores de 18 años en Internet, resulta que, de los que se conectan, un 38% visita páginas de violencia; un 28%, páginas pornográficas; y un 16%, páginas racistas. En cuanto a los canales de charla, el 18% de los menores suelen acceder a tertulias de sexo. Y el 14,5% han concertado alguna cita con un desconocido, a través de la red (El País, 14 noviembre 2002). En el peor de los casos, el nuevo contexto informacional no sería incompatible con la proliferación de hominoides ignorantes, equipados con cacharros tecnológicamente avanzados, pero a la vez imbuidos de una mentalidad mágica, que lo pone todo al servicio de un imbécil, obsceno y nocivo narcisismo. 5. Necesitamos reformar nuestros esquemas de pensamiento, para ser capaces de captar la complejidad de nuestro mundo y de los cambios que han llegado o que están por venir. Lo técnico y lo sociopolítico interactúan, pero la interacción no obedece a ningún orden determinista. En el plano teórico, debemos descartar dos simplezas diametralmente opuestas: La que piensa que la liberación (estatista) o la liberalización (capitalista) de las relaciones sociales de producción determinará un desarrollo ilimitado de la productividad y la abundancia. Y, en sentido opuesto, la que pontifica que el desarrollo de la innovación tecnológica va a generar beneficios sociales para todos, suprimiendo la pobreza y la desigualdad entre los hombres. Al no haber un determinismo infraestructural directo, no es suficiente con que se dé desarrollo tecnológico para conseguir la transformación de la sociedad en un sentido previsible. Ni la interdependencia entre la infraestructuras y las estructuras y superestructuras entraña ninguna orientación necesaria, sino tan sólo modifica las condiciones y posibilidades de cambio. Por eso, es imprescindible plantear específicamente cada problemática, la reforma y el desarrollo de cada uno de los sectores o subsistemas que componen el sistema sociocultural y el sistema mundial. Llevar adelante el proceso de humanización del planeta y de planetarización de la humanidad no depende de ninguna ley; es un proyecto por el que trabajar, espoleados por la crisis de la antroposfera y de la biosfera y por el deseo de mejorar la vida. 6. Es más urgente que nunca adoptar un marco de referencia planetario, desarrollar una conciencia planetaria, con un sentido crítico de la realidad mundial y un compromiso ético y político con la humanidad. Por el contrario, el enfoque dominante insiste simplemente en innovar en ingeniería del conocimiento, o lo que es lo mismo: busca la transformación de la tecnología en valor contante para la empresa, medido por la eficiencia de su implantación en el mercado. Como consecuencia de esta reducción economicista, el «conocimiento» se vuelve ciego con respecto a los problemas sociomundiales que debería contribuir a resolver y que, en cambo, quedan fuera de su campo de intereses. Semejante forma de conocimiento promueve y amplifica una forma específica de ignorancia, por cuanto desconsidera al ser humano concreto y sus necesidades, desconoce el valor de supervivencia y ecológico asociado a las prácticas tecnológicas, a las que sólo se les exige que sean rentables para las empresas. Es ilusorio pretender que el valor de mercado coincida con el valor social para la satisfacción de las necesidades humanas, cuando de hecho la mayor parte de la humanidad no se encuentra en condiciones de acceder al mercado. La ensalzada sociedad del conocimiento no es hoy más que el club privado de los ricos. En una época donde se ha instaurado ya la sociedad-mundo, queda mucho por hacer en la línea de la socialización / mundialización de las innovaciones tecnocientíficas. No habrá verdadera sociedad del conocimiento mientras el conocimiento no se socialice realmente. Sería absurdo confundirlo con ese «ruido» masivo y aturdidor que caracteriza a gran parte de los medios, que compiten en ofrecer un retablo de chismorreo, politiqueo, cachondeo, e información manipulada, incrementando con eficacia digna de mejor causa la producción escatológica de vulgaridad intelectual, estética y moral. Bajo la etiqueta de «sociedad del conocimiento» no encontramos, en términos globales, una humanidad más ilustrada, ni más justa, ni más libre, ni más solidaria, sino el reforzamiento de la opulencia de los menos y la penuria de los más. La denominada «comunidad científica» parece oficiar (con excepciones, claro está) como un clero paniaguado al servicio del Estado y de las grandes corporaciones mundiales. Las estructuras sociales predominantes responden a modelos reaccionarios y a una lógica de exclusión. Como ejemplos paradigmáticos, ahí están, en un polo, el sistema de clases norteamericano con su célebre movilidad; en el otro polo, el sistema de castas índico, con su tradicional inmovilismo. Pero ambos coinciden en estratificar y negarse sistémicamente a socializar los beneficios del conocimiento. Para tal fin, cada uno segrega sus respectivas ilusiones, que, bajo apariencias opuestas, cumplen idéntica función: El sueño falaz de que se puede, con el propio esfuerzo, salir de la pobreza y ascender en la escala social; o bien la devota superstición de que no se debe aspirar a salir de la casta donde uno ha nacido. En los dos casos, como en otras variantes intermedias, se trata de avatares del darwinismo social o su clonación en el ideal nietzscheano de la voluntad de poder del fuerte, tan contrario a la igualdad postulada por el budismo y el cristianismo y los ideales revolucionarios, y plasmada en la declaración universal de los derechos humanos. La revolución informacional es una transformación necesaria, pero insuficiente, tanto por motivos técnicos como por razones antroposociales. No habrá una nueva sociedad hasta el día en que el conocimiento se socialice realmente a todo el mundo. A esto contribuye, sin duda, el desarrollo de Internet como red por la que fluye la información a escala global. Pero falta construir, además, la red mundial por la que fluya la energía... para que un verdadero nuevo modo de desarrollo pueda sustentar la civilización planetaria. Por desgracia, hoy por hoy, todo parece indicar que los grandes problemas de la humanidad no están siendo abordados como exige su gravedad y su urgencia. Si la llamada
sociedad del conocimiento no afronta con decisión la crisis de
la sociedad-mundo, completando su modo de desarrollo hasta resolver los
problemas energéticos de la productividad y promoviendo un modo
de producción que resuelva los problemas sociológicos de
la desigualdad y la injusticia, entonces su significado para la inmensa
mayoría de la humanidad no será siquiera el de «pan
y circo», sino lamentablemente más circo y menos pan. No
será sino el etiquetaje o la coartada para
una redistribución menguante de la riqueza, cuyo producto
más
obsceno, en el plano humano, serán los miserables de la tierra,
cada
año más desesperados, y las bandas de neosalvajes en el
interior
de la civilización, desnortados y desposeídos de futuro.
Y
es de temer que gentes en tales condiciones, en cuanto escasee la
carnaza
que se les echa, mutarán fácilmente en masa de apoyo para
nuevas
formas políticas de fascismo o totalitarismo, que tendrán
su
oportunidad, en cuanto la crisis golpee con suficiente fuerza a las
sociedades
opulentas del informacionalismo.
Castells,
Manuel Cebrián,
Juan
Luis Fukuyama,
Francis Garson, G.
David Harris, Marvin Marx, Karl Meadows,
Donella H. (y otros) Mesarovic,
Mihajlo (y Eduard Pestel) Morgan, Lewis
H. Morin, Edgar
(y Anne
Brigitte Kern) Ramonet,
Ignacio Revuelta,
José Manuel Rifkin, Jeremy
Bissio,
Roberto Remo
(coord.) Congreso
«Cultura & política @ ciberespacio», 2002 Estadísticas
de Internet en el ámbito internacional Leiner, B. M.
(y otros) Lyman, Peter
(y Hal
R. Varian) Programa para
el Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD) Tuomi, Ilkka |
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