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Muchos se
preguntarán
qué tiene que ver la teología con la inmigración,
y
la verdad es que mucho más de lo que se suele reparar en ello.
Para
empezar, fruto del predominio de los modelos griego y judío en
el
pensamiento Occidental, en perjuicio del oriental, hemos tendido a
darle
una valencia negativa a la liminaridad: ausencia de Ser, lugar de paso,
transición,
degradación, etc. Hecho, éste, que será
trascendental
en la generación de una lógica binaria, lógica
ésta
que afecta de manera directa los discursos con los que occidente ha
leído
la identidad y su relación con la alteridad. Este dualismo nos
induce
a pensar nuestra historicidad -como axioma de la identidad moderna-
como
distancia, y dominio, o verbalización, con respecto a nuestro
cuerpo,
la sociedad, o el otro, al tiempo mismo que nos obliga a depender de
estos
nichos para producir nuestra autonomía. La diferencia como
espejo
sobre la que reproducir nuestra identidad.
Este interés por la diferencia, acentuadamente moderno, alcanzará su cenit con el sujeto cartesiano, artefacto sobre el que se constituirá un mundo auto-centrado que, poco a poco, irá dando lugar al olvido del componente relacionista inherente a las religiones (re-ligare) para imaginar un mundo hecho a la medida del hombre, icono que expone magníficamente Leonardo Da Vinci, con su hombre proporcionado, clásico. La ilustración, y su formismo taxonomizador, y el evolucionismo, sacando a la razón y los sentidos hacia fuera, utilizándolos como combustible para proyectar al hombre en su dimensión histórica, acabaron por delinear un nuevo plan divino: el del dominio del hombre sobre el hombre, su cuerpo y su entorno. La distancia entre el sujeto y el mundo había dejado de ser una hipótesis para convertirse en una verdad histórica, o de hecho. Este desarrollo lineal, y auto-centrado, sin embargo, no obvia insistir en la posibilidad de otras reglas discursivas que, aunque en un plano de subalternidad, siempre han supuesto una amenaza para quienes han basado, a lo largo de los dos últimos milenios, su reproducción en el poder en esta lógica de la distinción. Ahora dejémonos llevar, procurando una reconstrucción virtual de la historia del pensamiento, e imaginemos qué hubiese ocurrido si, en lugar de este dualismo, la interpretación prevaleciente hubiese sido la de Ireneo de Lyon, de la llamada Escuela Asiática. Paralelamente, traten de ver como estas sugerencias que ya en el inicio -el génesis o el mundo griego- nos propone Ireneo tienen puntos de contacto con perspectivas contemporáneas -como las ecológicas, y algunas posmodernas- críticas con el pensamiento ilustrado: "Dios modeló al hombre con sus propias manos, tomando de lo más fino y puro que hay en la tierra y mezclando proporcionalmente su propio poder con la tierra. Sobre la carne modelada delineó luego su propia forma, de suerte que lo visible mismo tuviera una forma divina" (Vives 1998: 162).Ese dualismo, la ruptura entre lo material y lo espiritual, sobre el que se ha construido occidente, y en el caso del contexto histórico cultural que nos ha tocado vivir, la modernidad, pierde su valor universal u ontológico en el enunciado, que bien podríamos calificar de sísmico, que acabamos de exponer. Éste reduce la distancia que la versión platónica, hegemónica, estableció entre la forma y el contenido, considerando divinas ambas dimensiones; lo finito y lo infinito dejan de estar radicalmente separados en la medida en que lo histórico, la corporeidad del hombre, participa de su principio de semejanza con Dios. Lo corpóreo puede ser interpretado como dimensión que responde a una intención divina, el amor, pero concibiendo éste como relacionismo integral, es decir, implicando en su acontecer nuestra propia naturaleza, nuestra historicidad como culto a Dios. Esta interpretación teológica de la creación se nos ofrece como margen a una visión pluridimensional, al tiempo que contingente y abierta, de la vida. Discurso que quedaría truncado por la priorización que de esa parte superior del alma, el logos, en detrimento de lo corpóreo, establecerían las principales corrientes filosóficas que se han perpetuado en los círculos de poder intelectual, político y cultural occidentales. Únicamente la palabra, lo que en ella hay de divino, participará de un vínculo consustancial con la deidad. Sesgo, o unidimensionalidad, que alimentará los relacionismos sobre los que se piensan la mayoría de tradiciones religiosas judeo-cristianas. El cuerpo, en éstas, se convierte en templo, al tiempo mismo en que se nos confía la naturaleza como legado a cultivar, civilizar o someter al nombre de dios, pero lejos ya de su divinidad, externos a ella. Esto no quiere decir que en estas versiones lo profano, o cotidiano, no sea importante, ya que incluso lo era para el propio Platón, si no que se muestra impedido para trascender. Las interacciones sociales únicamente toman entidad como relaciones de reconocimiento, de participación, vinculando mi contingencia aquí, en la tierra, o en el espacio de lo privado, con aquello que le dan su ser en el Origen, o en el marco de lo público o social. Este énfasis en la unidad, o reducción de las heterodoxias, junto a la necesidad de la diferencia devienen, conjuntamente, los dos axiomas principales sobre los que se ha dibujado el acontecer político de Occidente. La relación entre los hombres, y entre éstos y su entorno, pasa así a estar regida por principios disciplinarios, de dominio, que malinterpretan una lectura alternativa del amor. Intuición que Jean François Lyotard se atreve a hacer extensible también al discurso científico: "Desde Platón la cuestión de la legitimación de la ciencia se encuentra indisolublemente relacionada con la de la limitación del legislador. Desde esta perspectiva, el derecho a decidir lo que es justo, incluso si los enunciados sometidos respectivamente a una u otra autoridad son de naturaleza diferente. Hay un hermanamiento entre el tipo de lenguaje que se llama ciencia y ese otro que se llama ética y política: uno y otro proceden de una misma perspectiva o si se prefiere de una misma "elección", y ésta se llama Occidente" (Lyotard 1998: 58) Este planteamiento, que contemporaneiza nuestro argumento de partida, nos remite a la versión laica o secular del platonismo, es decir, a la exterioridad del espacio público, o al menos, al aura con que se inviste éste como representación del carácter sagrado y cohesionador de la comunidad que se rige por sus normas. Los planteamientos universalistas, o institucionalistas de la modernidad, muestran en formato laico -científico- su voluntad de sustituir a Dios por el Hombre en ese lugar central que la teología le había dado. La razón pasa a sustituir a la fe como religiosidad compartida, al tiempo mismo que instaura como espacio de comunión a los rituales colectivos, liturgias que tienen su propia espacio- temporalidad, ajena a las tensiones y discrepancias individuales que cruzan una cotidianidad reducida a una espacio-temporalidad de lo privado. Distinción, o hipostización de la festividad de lo sagrado, que hunde sus raíces en el carácter monoteísta del pensamiento Occidental. Exaltación de la unidad, o metafísica de la comunión, que, junto a la influencia del historicismo judío, se convertirán en las dos matrices generativas del pensamiento moderno. Durkheim, y su empeño en construir un espiritualismo histórico -y por histórico entendemos racional y explícitamente cimentado sobre el hombre como fin de sí mismo-, nos remite a este sincretismo, aunando el peso de la sociedad como lugar sagrado con la importancia que tiene para el judaísmo la "alianza" como hecho histórico, compromiso laico que se traduce para el autor en la defensa de un ritualismo que implique de manera más intensa a los elementos individuales en su comunicación con el todo, o "conciencia colectiva". Una comunión no completada en las sociedades modernas, como muestra para Durkheim la existencia de la anomía, y cuya perfección debería alcanzarse a consta de renunciar al disenso, a la materialidad del cuerpo, o a la individualidad disidente como proyecto de vida heterónomo. Uno de los capítulos mas reveladores y apasionantes del pensamiento moderno es el que enfrenta a algunos antropólogos, como en el caso de Lévi Strauss, con el totemismo. La distinción entre la naturaleza y la cultura no aparece claramente contorneada en las sociedades totémicas, obstaculizando la aplicación del valor heurístico que la clasificación tenía para la modernidad. Inquietud que, paradójicamente, trata de sujetarse incidiendo en el carácter sagrado de la representación, del valor simbólico de ésta por encima de su referente natural, algo que legitimaban reiterando en sus escritos como la violación de su imagen y preceptos era más severamente castigada que cualquier infracción cometida sobre el propio animal o planta totémica. En cierta manera, necesitan externalizar la representación que el clan tiene de sí mismo, para poder convertirla en el centro, o clasificación, sobre la que sus miembros racionalizan, o verbalizan el mundo. Límite, o anomalía, a esta pretensión totalizadora inscrito en el carácter iconográfico de sus imágenes, emblemas, y en la dificultad para separar el color, la forma, o el tamaño, de su significado, de unas cualidades inextricablemente ligados a su relación con la naturaleza. Existen, no obstante, otros modelos teóricos que, como en el caso de los marxismos idealistas, la fenomenología, o distintos historicismos hermenéuticos, entre otras posturas, nos ofrecen espacios epistemológicos menos rígidos, o institucionalizados, y más beligerantes con la lectura metafísica que hemos venido exponiendo. En estos discursos, de manera estereotipada, la relación entre lo sagrado y lo profano no viene precedida por el temor, o terror característico del antiguo testamento, sino por la afirmación histórica, ya que el hombre -finito- sólo puede adorar a Dios -infinito- a partir del contexto histórico-cultural desde el que trata de habitar el mundo. Opción que nos abre nuevamente la posibilidad de contemplar la contingencia como una especie de compromiso -encarnación del verbo- entre el hombre y Dios, legitimando nuestra historicidad como única dimensión sobre la que los hombres deben concretizarse como tales, pero respetando el principio de no tomar el nombre de Dios en vano, como axioma anti-idólatra que impone metafóricamente la distancia entre Dios, plenitud y eternidad, y el hombre que, inmerso en un estado de éxodo, tiene una naturaleza histórica y finita. Desde estas posiciones se redime el valor negativo que desde el platonismo se le había atribuido a la cotidianidad, lo contingente, como espacio privilegiado para el conocimiento y la acción política, o comunitaria. Lo que no evita implícitamente una reproducción unidimensional, o monoteísta, del mundo, aunque, y pensemos en María Zambrano, recuperando la importancia del relacionismo como poética que desobjetiviza la formas, las redime de su exterioridad, o valencia metafísica como valores de cambio, para estetizarlas, convertirlas en compromisos históricos, efímeros, del espíritu. Revalorización de la interioridad, del espíritu, de la historicidad, pero sin renunciar a la unidad, o necesidad que tiene el espíritu de la forma como expresión humana de lo divino. Posiciones que simpatizan con una propuesta humanista y vitalista, aunque, en su obsesión por la necesidad de conceptuar, o verbalizar el mundo como totalidad, en tanto que representación del vínculo dialéctico, mediado por la palabra, del sujeto con el mundo, desprecia todo aquello que escape a ella, al sentido que establece. Sea desde una versión más institucionalista, o bien desde esta última más interpretativa que hemos expuesto, dicha visión unidimensional del hombre como ser cultural, lingüístico, se convertirá en el centro a partir del cual discurrirá el acontecer teórico-genético de nuestra disciplina. Esto es debido a que, en la repartición moderna que las ciencias sociales se hacen del hombre, a la antropología le correspondería la cultura, vista ésta como super-orgánica -externa al cuerpo y a los determinismos genéticos-, lugar desde el que distintos grupos culturales verbalizan (arbitrariedad que legitima el relativismo cultural antropológico) y actúan sobre el mundo. Convirtiendo esta competencia lingüística o cultural, la capacidad de abstracción o simbólica, en el elemento propiamente singularizador de lo humano, campo que buscarán habilitar los antropólogos como estudiosos de sus reglas del juego y contenidos transmitidos, de las racionalidades culturales. Esta simplificación que hemos presentado aquí ilustra el fraccionamiento con el que la modernidad representa al hombre, y la prevalencia que atribuye a su cualidad como ser racional -cultural, o cognitiva, serían equivalentes- como factor de autonomía y dominio sobre la naturaleza. Contexto, éste, que encaminará a la antropología moderna a preocuparse por el estudio de aquellos rituales culturales mediante los que otras sociedades ponen nombre, habitan o socializan su entorno natural y social, reduciendo al hombre a su naturaleza lingüística, y evitando prestar atención a otro tipo de dimensiones como la afectividad, o la empatía como pilares para otro proyecto alternativo de hombre y sociedad. Este tipo de presupuestos, el de la reducción o visión del grupo como lugar común, ilustra la hegemonía en el pensamiento moderno de la identidad, aquello que separa y diferencia los objetos que son iguales de los que no lo son, y su carácter anti-intersubjetivo. Identidad reflexiva, o mejor cognitiva, que, como metáfora del darvinismo de Spencer, requiere de márgenes, de la existencia del otro, o de la naturaleza, para cobrar autenticidad. El otro, en lugar de convertirse en una línea de fuga, oportunidad para la vida, para crecer, deviene para el pensamiento moderno una ocasión para distinguirse, reproducirse como ente autónomo. Una magnífica presentación de esta lectura vírica de la modernidad nos la ilustra el film Blade Runner, de Ridley Scot (1982), en donde se nos muestra un entorno radicalmente urbanizado que ha rebasado todo margen o umbral que hubiese podido tener la naturaleza, bien sea en la racionalización de un espacio hipertecnificado, o en los progresos de una biotecnología que permite al hombre hacer "copias a imagen y semejanza de la modernidad", perfectos, hiperreales, en tanto que desprovistos de esa emotividad que los distingue del humano imperfecto, real, viéndose constreñido el hombre, una vez colonizados los límites que la naturaleza había representado para él en la tierra, a expandirse hacia otros planetas para reproducir su modo de vida instrumental. También es cierto que esta imagen, deudora del pesimismo propio de la Escuela de Francfort, que creía que el capitalismo industrial acabaría por impregnarlo todo, y de ahí la frecuente lectura, también unidimensional, de la globalización como proceso de homogeneización, ha tenido y tiene réplicas, como las que, especialmente desde hace algo más de treinta años, reivindican una visión integral del hombre y la sociedad. Discursos desde los que oponer a la lógica lineal moderna, centrada en la particularización, fragmentación (individuación) y búsqueda de autonomía -conciencia de sí mismo como ente separado-, otro tipo de eco-lógicas que priorizan la relación -búsqueda de puentes- y la gestión desde lo global. Peter Sloterdijk expuso una metáfora que bien puede servirnos para mostrar de forma estereotipada este doble discurso; según él, la modernidad, y el antropocentrismo que la contextualiza, podría relacionarse con nuestra condición de mamíferos, con el hecho mismo de que el nacimiento pueda representarse como salida del vientre materno, y en esto como acción o lucha para la vida, nexo que se prolonga en forma de proceso de individuación mediante el que, según Freud, un bebé pasa a convertirse en un adulto maduro. Metáfora, ésta, que pese a sus límites, pues no somos los únicos mamíferos, esboza bastante bien ese énfasis en la separación, en la segregación, que singulariza al sentido de la identidad moderno. Pero, ¿qué hubiese ocurrido si fuésemos ovíparos?, nos sugiere el propio Sloterdijk, imagen que nos remite a como el huevo deja paso directamente al mundo, sin ruptura, distinción, sino simplemente como ampliación de escala. Este cambio de génesis cosmogónico, aunque no sea más que como ficción, nos acerca a otra lectura de lo humano como ente bio-cultural, ofreciéndonos una alternativa para redimirnos del reduccionismo unidimensional con el que el análisis platónico ha asfixiado al hombre. Una nueva conceptualización de la vida que sustituiría las relaciones sociales jerárquicas (verticales) y lineales modernas, por un nuevo espacio para la interacción social, co-habitativo, en el que las interacciones sociales destacarían por su naturaleza simbiótica y situacional. Un nuevo mapa de lo social en el que el relacionismo desterritorializador desplace al esencialismo identitario, convirtiendo así el espacio público, a la exterioridad de lo social en general, no tanto en un límite sobre el que representarnos, sino en la concretización de las relaciones con que nos abrimos a la vida. El otro, como nos indica Deleuze, como oportunidad para perdernos y expandirnos, salir de nosotros mismos y crecer. Una expansión que ya no se produce sobre la transformación, o el dominio, sino sobre la destribalización y retroalimentación co-generativa entre quienes se encuentran. El prefijo bio- indica así, en primer lugar, que la expansión de la vida puede plantearse desde un paradigma alternativo al moderno, y que hay que tomar conciencia de la relación de autonomía y dependencia que mantenemos con respecto al entorno global que habitamos. Se trata, por tanto, de eco-lógicas, en donde la realidad debe mostrarse como fenómeno complejo -complexus, lo que está tejido junto- en la que el conjunto de elementos que la habitan están en una relación de interdependencia y interretroacción. Desde esta concepción global de la vida, se asume la participación e influencia de todos los elementos sobre la forma que toma el ecosistema, favoreciendo su autonomización, al tiempo que su responsabilidad sobre el efecto que sus relaciones ejercen sobre el Todo. Ciertamente, nos
resulta
difícil pensar así, pues el pensamiento Occidental se ha
establecido
sobre la existencia previa del sujeto, y su distinción con
respecto
a un mundo completo de objetos, mientras que lo que aquí se
propone
es una especie de predicamiento, el accionarse, más que el
sujetarse
al mundo. No es por ello extraño que fuese un religioso
-jesuita-,
nos referimos a Michel de Certeau, uno de los científicos
sociales
que más incidiese en la necesidad de suprimir la
dicotomía
entre profano y sagrado, para investir a la cotidianidad y a la
contingencia
que contextualiza su espacio-temporalidad como dimensiones
privilegiadas
para la vida. La práctica como descentramiento. El hacerse como
desujetarse
para reterritorializarse enriquecido. Exaltación de lo
erótico como juego sensual, lógica fronteriza, que
introduce el cuerpo y permea
nuestros sentidos para seducir y ser seducidos. Segregación social y
producción de la alteridad
Debo decir que
los
interrogantes
sobre los que está construido este apartado son fruto de mi
trabajo
de campo en Lorca, y tienen su núcleo, una vez que supe que iba
a
integrarme en un grupo de investigación sobre inmigración
en
la UCAM, en mi predisposición negativa, como advertencia
epistemológica, a admitir que existieran dos comunidades
distintas, la Lorquina y la ecuatoriana, colectivo este último
al que estaba destinado este estudio. Reticencia
que apoyaba en el riesgo que corremos de "delimitar un campo de
estudio"
que al remarcar esta distinción de antemano, los
autóctonos versus los recién llegados, naturalizase esta
frontera como constituyente de la realidad social misma.
Esto no quiere decir que no sea posible hablar de la comunidad ecuatoriana como tal, pero siendo conscientes de la arbitrariedad y circunstancialidad de su reunión en torno a este atributo nacional, evitando así caer en la tentación, como muchas veces ha ocurrido en la antropología cultural, de constreñir a quienes hayamos agrupado como ecuatorianos a habitar todo su mundo desde dicha pertenencia, obviando el carácter multidimensional y abierto sobre el que los sujetos construimos el sentido de nuestro mundo. Algo similar cabe decir con respecto a la posibilidad de estudiar los problemas de convivencia, o "incomunicación", entre autóctonos y ecuatorianos, pues si bien podemos trabajar sobre los estereotipos a partir de los cuales miembros de una categoría y otra producen la alteridad del otro, debemos procurar atender al marco global en el que tienen lugar estas construcciones discursivas para evitar reificar estas fronteras y poder contextualizar los procesos sociales más amplios que posibilitan dicha incomunicación. Para empezar, si cogemos como comunidad de estudio a los ecuatorianos que viven en Lorca, deberemos eludir los determinismos estadísticos a que puede conducirnos este marcaje de partida, es decir, a no reducir a un "modelo tipo" a todos los que cumplan el requisito de pertenencia a nuestra categoría, buscando al contrario su heterogeneidad, y a reconocer la circunstancialidad -nuestra necesidad de visualización- que los convoca, dejándoles la posibilidad de que puedan participar de otras pertenencias, o incluso salirse de ésta. Hacemos un estudio sobre señores que por circunstancias de la vida han llegado a este país con un pasaporte del Estado de Ecuador, y en base a esta distinción vamos a hablar con estos sujetos, y la percepción que de ellos tienen quienes no pertenecen a este grupo, sobre su salud, condiciones de vivienda o trabajo, entre otras cosas. Desgraciadamente, para los señores de pasaporte ecuatoriano, esta distinción no es tan ingenua como quisiéramos. Con ella se "remarca" que, aunque muchos de estos sujetos trabajen, e incluso tengan en mente residir por un tiempo indefinido en Lorca, no son originariamente patrios, discursos que acostumbran a venir enmarcados por las cualidades culturales que realzan su extranjería o diferencia. Lo cultural se convierte en una categoría que autocontiene esencialismos identitarios, que tanto desde dentro como desde fuera, genera un fenómeno de reificación -producción- de la alteridad. Los propios "autóctonos" reconocen el "chollo" que supone la presencia masiva de estos extranjeros, las empresas agrícolas los necesitan, las viviendas -no siempre en óptimas condiciones- se alquilan muy por encima del valor que tenían hace apenas cuatro años, las tiendas, las peluquerías y todo tipo de servicios también se muestran contentos con el aumento de demanda, aunque parece que todo queda en simple transacción mercantil, pues son de fuera, quedando constreñidos a visualizarse como culturalmente ecuatorianos. La clasificación, o marcaje previo de nuestro conjunto de estudio como comunidad, los sitúa en un "lugar común" -atributos que los homogeneizan- que preexiste a las interacciones que puedan mantener sus miembros individuales. Situación que, paradójicamente, y acude aquí a mi mente el clásico de Oscar Lewis La cultura de la pobreza, puede llevar a confundir lo que es un proceso de marginalización con una elección natural de autodistinción y reproducción social como colectivo diferenciado. Esta negación de la participación de los inmigrantes en la cotidianidad de la vida de Lorca, y su exclusión de su participación política, viene legitimada por la sanción legal que les declara extranjeros, así como por esta frontera que, proyectando una distancia "cultural", diferencia a ecuatorianos y autóctonos, distinción que se carga de contenido coloreándose aquellos atributos que más les separan, en lugar que aquellos que le unen. Juego situacionalista, no obstante, en donde existe una desigualdad de partida, y es que mientras los lorquinos pueden salirse, es decir, su mundo no se ve muy constreñido por la categorización que de él hagan "los inmigrantes", estos últimos sí que se ven limitados por esta sanción en su quehacer cotidiano. Por ello, deberemos denunciar el carácter hipócrita de aquellos discursos que exalten la "identidad cultural" de la ciudad, que acostumbran a venir entrelazados con sermones moralistas sobre como debería discurrir la vida pública, y que ignoran lo que pública y cotidianamente ocurre en la calle, y a los protagonistas de esas interacciones de las que hablamos, traduciendo esa participación social por una mayor capacidad de decisión, o un mayor umbral de participación democrática, del conjunto de la población en aquellos asuntos que les afectan. Esto requerirá de una corrección inminente, sobre todo si atendemos a que son muchos los inmigrantes que, especialmente aquellos que se están comprando una vivienda, tienen intención de quedarse. Antes, sin embargo, habrá que acabar con ciertos prejuicios de superioridad moral desde los que se imposibilita esta integración de la diferencia dentro de la gestión oficial del espacio público. Y es que cuando tanta gente se empeña en decir como deberían ser las cosas, es que no lo son. La única autoridad que debe primar en la gestión de lo público debe venir de sus usuarios. La cotidianidad, y esto implica a los ecuatorianos que abarrotan las calles y comercios de Lorca, no puede ir contra el sentido de lo público, salvo en caso de criminalidad generalizada, algo en todo caso imputable al propio Estado. Reivindicación, la nuestra, que se convirtió en performance cuando numerosos colectivos de inmigrantes hace unos años se manifestaron y encerraron en demanda de su regularización; estaban generando beneficios al país, así que también les correspondían derechos. La aplastante lógica de la reivindicación acabó en la tramitación de numerosos permisos de residencia por arraigo. Una muestra del carácter hipócrita, si no perversa, de los representantes y su sentido moderno de lo público reside en su contención de una campaña de expulsión radical de inmigrantes en la zona, o del país, puesto que es conocido que, al menos en Lorca, son uno de los motores de su economía. Existencia social del inmigrante que puede ser negada, no obstante, desligitimando su participación de lo público, si se remarca su carácter anómalo, irregularidad, extranjería, inestabilidad (población flotante que impide una cuantificación), falta de integración, carencia de autodignidad, etc. Visualización paranoica de carencias que, vuelvo a reiterar, en su inercia clasificatoria excluyente olvida sus contribuciones positivas al espacio de acogida. Este estado de sitio induce a la culpabilización del inmigrante de su situación de marginalización, y a nivel global a la legitimación de la falta de recursos posibles, puesto que las carencias no son resultado del sistema, sino de un aumento del contingente poblacional de naturaleza exógena. Resulta un tanto macabro, pero al parecer la provisionalidad -en el caso de inmigrantes con permiso de trabajo- y la irregularidad beneficia a nivel global tanto a las actuales políticas neoliberales, ¿si hubiese regularización hay un compromiso firme de ampliar los actuales recursos públicos?, como a un amplio segmento de la población, lorquina en este caso, que se enriquece con la falta de derechos, o miedo a protestar, de los inmigrantes. Únicamente es posible una respuesta satisfactoria para todas las partes si priorizamos "la cotidianidad", es decir, los acontecimientos y discursos que concretizan y contextúan las distintas trayectorias de sentido que tienen lugar en este espacio, así como su gestión desde un enfoque global y multidimensional que facilite el diálogo y posibilite tanto el protagonismo, como la cohabitación entre sus agentes socioculturales. La realidad dista bastante de parecerse a esta pretensión filosófica, lo que no deslegitima por ello la defensa de esta voluntad, llamémosle, política. Con esta intención quisiera darle la vuelta a la idea de partida, la preexistencia de dos comunidades distintas, y la identidad como lugar común, y presentar una lectura epistemológica y política diferente que habilite un nuevo espacio público que tome su razón de ser en la gestión y retroalimentación de la diversidad sociocultural. Para abordar este cometido podemos tomar las enseñanzas de Jesús Ibáñez sobre la composición de los grupos de discusión como metáfora sobre la que pensar la circunstancialidad y heterogeneidad que siempre preside la convocatoria y visualización de cualquier conjunto social. Procederíamos reuniendo o convocando un amplio espectro de voces -nos interesa la pluralidad de sensibilidades, y no encuadrarlas en un lugar común- alrededor de un atributo, el haber nacido en un mismo estado, si pensamos en ecuatorianos, o el conjunto de la población lorquina, para lanzarlas a un juego o diálogo polifónico que delegue el protagonismo, y control o regulación de la situación discursiva, a sus propios enunciadores. El discurso como constructo complejo que se auto-regula y alimenta de la propia heterogeneidad que producen sus actos de habla. Este cometido resulta únicamente posible si nos abrimos a una dimensión estética de la vida, si somos capaces de empatizar y reconocer que el mundo no sólo existe o acaba en lo que somos capaces de nombrar. La
concretización
ideal de esta sociedad heterónoma requiere, siguiendo a Manuel
Delgado,
del derecho a la invisibilidad, sólo así, no estando
sujetos
a priori a ninguna prescripción excluyente, tendremos libertad
para
visualizarnos como sintamos. Exaltación de la relación
con
el otro como línea de fuga, espacio para la
desterritorialización
y reterritorialización, que devuelva su valor integral,
multidimensional,
a la vida, en sustitución de una reproducción
vírica
o segregacionista de ésta. Propuesta que va pareja a una
despositivización
del espacio público, algo que debe comenzar por la
legitimación
de la "cotidianidad" como único legislador investido de
sacralidad. Lo local como simulacro
No deja de ser
curioso
que un importante sector de la antropología sociocultural
manifieste
cierto temor ante el uso de categorías, que muchos
tildarán
"negativamente" de posmodernas, como serían las de simulacro,
que
encabeza nuestro apartado, o la de heterotopía. Puede que esto,
más
que una cuestión de ciencia o conocimiento, sea la
expresión
del temor que provoca mirar en esta dirección, dado el
carácter dinamitador que estas categorías y presupuestos
que los enmarcan teóricamente
suponen para los planteamientos más clásicos de la
antropología
moderna. En juego está el modelo clasificatorio moderno, que en
los
apartados anteriores ejemplificamos en la figura de Durkheim, y su
lógica
de la distinción dicotómica. El otro como cuerpo sobre el
que
reproducirse y el lugar como espacio de consenso. Frente a esta
lógica
clasificatoria, localizatoria y excluyente, Michel de Certeau, y otros
autores,
nos proponen el a-lugar como umbral de posibilidad, no centrado y
liminar,
como espacio multidimensional -abierto a una pluralidad indefinida de
conexiones-
de encuentro y convivencia.
En este punto, aunque volveremos a modo de síntesis sobre aspectos tratados en los apartados anteriores, orbitaremos sobre los discursos que apoyan su reflexión en la distinción entre lo local y lo global. Panorama en el que destaca el fetichismo de lo local, que desplaza al de la "mercancía" como abstracción que rayaba o racionalizaba las fronteras territoriales modernas. Inercia, ésta, que al reificar uno de los dos lados -oposición que naturaliza- de la relación local/global, reproduce la inercia exclusivista y segregacionista del dualismo moderno. Lo local como espacio en el que muchos neorrománticos ven la posibilidad de recuperar el valor de la pureza de lo auténtico. Discursos que, a pesar del arraigo y seducción que ejerce sobre un importante segmento de la población, y de su importancia para contextualizar esa producción de la alteridad que ocupó nuestro segundo punto, desconsideran los nexos transnacionales que en forma de mensajes, bienes o personas atraviesan y constituyen, de manera compleja y contextual, este espacio. Como contrapartida, desde otro punto de vista, otros autores afirman que estas redes, y flujos, han terminado por arruinar, a pesar de las exaltaciones de lo local, las representaciones que hacían de los territorios contenedores de una cultura (Hannerz 1998). Versión radical que como nos comenta García Canclini, apoyándose en un performance de Yukinori Yanagi, ha llevado a algunos entusiastas a anunciar el colapso de las representaciones territoriales o modernas de la identidad: "Treinta y seis banderas de diferentes países, hechas con cajitas de plástico llenas de arena coloreada. Las banderas están interconectadas por tubos dentro de los cuales viajan hormigas que van corroyéndolas y confundiéndolas. ... . Después de unas semanas, los emblemas se volvían irreconocibles. Puede interpretarse la obra de Yanagi como metáfora de los trabajadores que, al migrar por el mundo, van descomponiendo los nacionalismo e imperialismos. Pero no todos los receptores se fijaron en eso. Cuando el artista presentó esta obra en la bienal de Venecia, la Sociedad Protectora de animales logró clausurarla por unos días para que Yanagi no continuara con la "explotación de hormigas". Otras reacciones se debían a que los espectadores no aceptaban ver desestabilizadas las diferencias entre naciones. El artista, en cambio, intentaba llevar su experiencia hasta la disolución de las marcas identitarias: la especie de hormiga conseguida en Brasil para la Bienal de San Pablo de 1996 le pareció a Yanagi demasiado lenta, y él manifestó al comienzo de la exhibición su temor de que no llegara a trastornar suficientemente las banderas" (Canclini 1999: 53).Imagen ésta que, como incide el propio García Canclini, no implica obviar la importancia que sigue teniendo el sedentarismo, y que incluye a la mayoría de la población, así como tampoco debe evitar que reconozcamos la capacidad que tienen determinadas estructuras modernas para constreñir la direccionalidad y los contenidos de muchos de estos flujos, creando espacios de segregación como los que adjetivan al inmigrante, un local externo. Convivencia de dos lógicas, la que reúne a consumidores que se apropian diariamente de bienes y mensajes deslocalizados, generando conjuntos transnacionales, y aquella otra que sigue produciéndose en base a centros de autoridad, legitimados en valores abstractos, como los que delegan en el jurista y el político su competencia para prescribir ciudadanía, independientemente de lo que cotidianamente ocurra en la calle. Entre ambos mundos, y las exclusiones propias de una globalización únicamente económica, se hace necesario introducir una tercera interpretación del espacio público, situacional y heteróclita, que integre en su vida los usos cotidianos que sus moradores hacen de él. Desde la antropología urbana se han producido herramientas y discursos interesantes para abordar este marco. Posiblemente, esto sea debido al propio carácter mestizo de esta subdisciplina, que se reinventa sobre el "nosotros", buscando una alternativa no sólo epistemológica sino también política al interés de la antropología madre por "el otro", y a sus implicaciones morales. Acto de sublevación excepcionalmente sintetizado hace unos años -1979- en esta sugerencia que se hace Eduardo Menéndez; ante lo que algunos proponía como crisis del clásico objeto de la antropología, este autor se plantea que en lugar de preguntarnos si podemos estudiar el "nos-otros" deberíamos reflexionar sobre porqué hasta ahora sólo hemos estudiado al "otro". Alusión que atenta contra el carácter dualista -moderno/tradicional, rural/urbano, etc.- del pensamiento moderno, pero que no fue acogido con el respeto debido. El nos-otros, en lugar de abrirse a la complejidad, pasó a reificarse en lo "urbano" como recorrido civilizatorio opuesto al "tradicional", sin que la antropología urbana se plantease de manera generalizada hasta hace unos años el contraste implícito sobre el que había construido su identidad. Dualismo que, ahora sí, parece ineficaz para describir esas conexiones que genera "la globalización". Considero que las ciencias sociales, y en especial la antropología, debe volver de nuevo al interrogante de Menéndez. Y esto, no tanto con ánimo revisionista de la antropología urbana, sino para reparar en la inercia moderna en la reificación, en la distinción más que en el nexo. Esto, no obstante, es compatible con contribuciones interesantes al estudio de la interconexión global, como en Hannerz (1998), Castells (1990; 1997), o Pujadas (1996), en las que, se incide en como ya no es posible contener el estudio y naturaleza de las relaciones sociales que acontecen en la ciudad dentro de su espacio físico, invitándonos a leer éstas, y a las trayectorias con que sus habitantes heteronomizan su apropiación del espacio, como acciones, o recorridos, inmersos en una red más amplia de la que constituirían -o alimentarían- un simple nodo. Bien es cierto que resulta más fácil pensar esto en grandes ciudades como Madrid o Barcelona, o en las llamadas ciudades mundiales (Castells 1990: 24), que en una pequeña ciudad como Lorca, aunque posiblemente como consecuencia de la inercia con la que tratamos de exortizar, o desplazar, hacia fuera, lejos, algo que está inmerso en la cotidianidad en que nos desenvolvemos. Este desplazamiento hacia afuera precisamente legitima esas "simulaciones de la identidad local", y su fundamento en la producción de la alteridad, correspondiendo, en un mundo abierto y policéntrico, el deseo de un sector de la población por el arraigo monoteísta. El concepto de simulacro nos permite expresar este movimiento paradójico que provoca en muchos contextos la globalización. A medida que la economía, y el estilo de vida, de la población de Lorca aumenta su dependencia de factores y elementos transnacionales, el peso de lo lorquino cobra más fuerza. Espacios como la economía, y en concreto el turismo y la agricultura, la inmigración y el ocio son un botón de muestra de esta situación de interconexión negada. La importancia de la producción hortifrutícola de la huerta del Guadalentín se construye sobre un modelo agroexportador, que requiere de un importante contingente de mano de obra, obediente y barata, para existir. Los inmigrantes se convierten así en elementos básicos de una estructura económica local que produce para un mercado internacional. El proyecto turístico y de reestructuración urbana "Lorca Taller del tiempo" nos invita, a su vez, a pensar en como en esta ciudad se recupera el centro histórico como emblema, o marca identitaria, aunque como producto dirigido a un público externo, el turista. Des-territorialización de lo local puesta de manifiesto por la circulación de personas, mensajes, imaginarios o dinero, que entretejen, en este caso, Lorca con otros lugares, que trata de ser contenida, aunque sea como ficción, por la simulación de lo local como espacio homogéneo y autocontenido, lugar que requiere para diferenciarse de la visualización de elementos exógenos, el ecuatoriano extranjero en este caso. El "inmigrante" pasa a ser considerado como uno de los referentes -aunque sea como negativo- aglutinador de lo local, sirviendo de alimento a las "simulaciones de lo local" que tratan de mantener su aura sagrada, pureza, lejos del contacto con elementos que atenten contra su orden de la autenticidad. Proceder ritual que revela la violencia simbólica implícita en el dualismo clasificatorio, marcando el carácter patológico y amenazante del "otro" para resaltar su propia bondad o legitimidad, al tiempo mismo que invita a sus "víctimas" a moverse en su mundo como "esclavos". Exclusión del espacio sagrado de lo "público" que les niega el uso de la palabra, y en ello, la posibilidad de influir o participar de la trascendencia que condensa "lo local" como espacio de culto. Amenazando esta "representación de lo real", no obstante, encontramos al cuerpo, es decir, a los usos no disciplinados, disidentes, que no se reconocen en la posición que bien como "creyentes" o como víctimas les asigna "el poder de la simulación de lo local". Desacato a la autoridad que tenemos que instigar para evitar estos espacios de "segregación social", desacralizando el valor de lo "público" como ideal o manera de ser ritual y unitaria, totalizadora, que puede reproducirse e imponerse a pesar, y en contra, de quienes ni quieren ni tienen porqué compartir sus criterios. En su lugar habrá que pensar en la posibilidad de un espacio híbrido, cohabitado por múltiples discursos, que sólo toman concreción en el momento, y contexto, en que se expresan. Tarea en la que deberían implicarse los antropólogos, paradójicamente, tomando conciencia de nuestra tarea colonizadora desatada en defensa de la "diferencia". Y es que la cultura, como nostálgicamente reparó en ello Lévi-Strauss en Tristes Trópicos, ha perdido ese carácter exótico que tanto fascinó a los antropólogos de las primeras generaciones. Quizás por ello, y el discurso de Lévi- Strauss para la UNESCO en 1971, expresa esta desilusión, hemos tendido a volcarnos en coleccionar historias de marginalidades, obviando que esto nos encerraba dentro de una Jaula de Melancolía (Bartra), que nos convertía casi en expedidores de certificados de defunción, o bien en rebeldes de causas imposibles, como el mantener la pureza del otro a salvo. Es posible que la alternativa contraria, ver a nuestros "indígenas" como agentes que nadaban en ese inmenso océano industrial que implicaba el capitalismo y Estado liberal, hubiese supuesto un mejor conocimiento y soporte a la creatividad cultural de la que eran portadores como agentes sociales. Algo así nos propone Gruzinski (2000) en su concepto de mestizaje, de resistencia de alternativas de vida que se vehiculan en torno a los canales de expresión hegemónicos, como la introducción que los notables indígenas hacían de sus valores en los cuadros coloniales. O de sincretismo para Ernesto de Martino (1959), en tanto que reelaboración y coexistencia entre religiosidad popular y oficial en el meridional italiano. Ambos autores supieron ver los riesgos, o reduccionismo, que implicaba una lectura dicotómica del mundo, como las que en su tiempo oponían lo hegemónico a lo subalterno, o el centro a la periferia. Muestra erudita y exquisita de ello son las ricas monografías con las que Ernesto De Martino protege las particularidades de los contextos etnográficos que estudiaba de esa pretensión totalizante, o de unidad en base a la categoría de clase, que defendían sus colegas del PCI, motivos que llevarían a su expulsión del mismo. Es posible que ese proceder fuese una metáfora misma de su planteamiento teórico, el storicismo individuante, como manera de trabajar que incidía en la importancia del estudio meticuloso de los compromisos entre el Estado y la aristocracia local y la Iglesia, así como entre estos últimos y los distintos agentes que componían el tejido social de la zona de estudio. Lo local estaba inserto en la global, pero se priorizan los aspectos contextuales, y de carácter sincrético, de tipo económico, político o sociocultural, sobre los ideológicos. Precisamente, esto último como una manera de corresponder sus propios planteamientos políticos personales: el humanismo y el hombre como motor de la historia. Hoy en día Néstor García Canclini es posiblemente el antropólogo que con su concepto de "hibridismo" más ha hecho por contemporaneizar esta idea que tanto Gruzinski como De Martino trataron de alimentar; la última palabra la tienen las persona, su estar en el mundo cotidiano. La afirmación más polémica en este sentido que hace este autor quizás sea la de considerar a los espacios audiovisuales como patrimonio, o el proponer la flexibilidad y posibilidades de elección (consumo) que nos ofrecen los medios de comunicación y el mercado como metáfora sobre la que repensar una democracia más participativa. Demandas que nos llevan a priorizar los contextos concretos o particulares en que se desenvuelven los sujetos, así como a la retroalimentación de su carácter poliédrico o multidimensional. Lo particular no trata de colonizar lo global, de expandirse, ni lo global existe como forma metafísica que se encarna en los objetos de lo real. La lógica de lo híbrido no busca la reproducción, sino la coexistencia circunstancial de especies, y circunstancial porque implica especies diferentes que no instauran ningún linaje, sino que se asocian como alternativa de vida por un tiempo. La lectura negativa de este acto de amor viene ligada a la idea de que un híbrido no puede perpetuarse, y en él la lucha por la vida, una vida -finalista e instrumental- a su imagen, acaba. Idea inaceptable para un pensamiento moderno que le dio carácter universal a lo que se vino en llamar "voluntad de poder". Como réplica a este reiterado afán de la clasificación por perpetuarse, que en su genealogía jacobinista hacía del triángulo edípico, espacio, tiempo, cultura, un todo que atrapaba a sus moradores en una lógica circular, totalizante, sugiero aquí una lectura bio-antropológica del hombre. Paso que autoriza una coincidencia siempre liminar -que no orbita entorno a ningún punto fijo- entre forma y contenido, y a la legitimación del carácter heterotópico del espacio público y las voces que lo habitan, desacreditando aquellos discursos antropológicos que han construido una imagen de la identidad y lo social centrada sobre el campo -lo público como espacio cerrado-como metáfora literal de una cultura concebida en términos de residencia, de arraigo. Propuesta que desbanaliza lo que Jesulín de Ubrique, pero también Maffessoli cuando, citando a Van Gogh, reivindica una sociología formista, nos descubre como principio de la realidad: "Il faut hardiment croir que ce qui est, est". Opción que redime a la apariencia, lo que ocurre en la calle, de su Ser en función de su relación con un espacio de trascendencia que le precede. Desplazamiento éste, recogiendo la propuesta de James Clifford (1999) del "viaje" como categoría heurística, que nos empuja a considerar como desde siempre, aunque estos "hechos" no fuesen registrados, el estado normal no ha sido el "sedentarismo" sino el "movimiento" y la multiplicidad de pertenencias. Algo que este mismo autor nos ilustra con el relato autobiográfico de Amitav Ghosh, El imán y el hindú, mediante el que busca mostrarnos como, incluso también entonces, cuando la globalización aún no contaba con la tecnología digital, en los campos sobre los que el antropólogo moderno monocultiva identidades encontramos pluralidades vitales, es decir, personas que participaban y hubiesen contado, si se les hubiese pedido, historias reales o imaginarias sobre experiencias y lugares ocurridos en paraísos lejanos: "Cuando llegué por primera vez a ese tranquilo rincón del delta de Nilo, esperaba encontrar, en ese suelo tan antiguo y asentado, un pueblo establecido y pacífico. Mi error no pudo haber sido más grande. Todos los hombres de la aldea tenían el aspecto inquieto de esos pasajeros que suelen verse en las salas de tránsito de los aeropuertos. Muchos de ellos habían trabajado y viajado por las tierras de los jeques del Golfo Pérsico; otros habían estado en Libia, Jordania y Siria; alguna habían ido al Yemen como soldados, otros a Arabia Saudita como peregrinos, unos pocos habían visitado Europa: varios de ellos tenían pasaportes tan abultados que se abrían como acordeones ennegrecidos con tinta" (Clifford 1999: 11).Al respecto, reforzando esta última idea y como réplica a la intención contenedora del trabajo de campo clásico malinowskiniano, autores como Marcus, o Fisher, proponen etnografías multilocales, en la que nuestros sujetos de estudio, como metáfora de las condiciones de posibilidad sobre las que los hemos reunido como conjunto social, habitarían simultáneamente -desplazando la necesidad de reducirlos a un orden o lógica única- espacios heteróclitos en los que el "aquí y ahora" se desprende de su jacobinismo territorial y el carácter racionalista y teleológico que le había impreso la modernidad. Esto viene a traducir a nivel metodológico lo que a nivel filosófico Deleuze propuso como cambio desde una conceptualización de la identidad y la historia arbórea hacia otra rizomática, es decir, no echando raíces en nuestra identidad, pues nos impiden el movimiento, sino multiplicándonos rizomáticamente, actuándonos, haciéndonos mundo en base a los afectos con que nos mostramos. Este
replanteamiento
nos
empuja a una radicalización de lo que bien podríamos
llamar
contextualismo situacional. Matriz que redimiría a los espacios
de
creación de sus compromisos con un proyecto común de
unidad,
o voluntad espiritual, para instaurar un juego lascivo, erótico,
en
que la seducción, la excitación que produce nuestra
relación
con el otro, no implica disciplinar nuestro cuerpo, si no bien al
contrario,
gozar de él al tiempo que nos abrimos a un juego de
complicidades
con nuestro partenaire. Sensualidad que va mucho más
allá
de la complementariedad moderna entre los géneros,
metáfora
fundacional de la distinción entre naturaleza y cultura, pues se
construye
sobre la relación de autonomía y dependencia de sus
protagonistas
en el desarrollo de una acción, performance, que crean
conjuntamente.
Barth, Fredrik Baudrillard, Jean Borges, Jorge. L. Castells, Manuel (y otros)
Clifford, James Deleuze, Gilles Delgado, Manuel De Martino, Ernesto Duch, Lluís Durkheim, Émile Feixa, Carles Gadamer, Hans-Georg García Canclini,
Néstor Grodin, Jean Gruzinski, Serge Hannerz, Ulf Ibáñez,
Jesús Lewis, Oscar Lyotard, Jean-François Maffesoli, Michel Maillard, Chantal Marín, Higinio Morin, Edgar Pujadas, Juan J. Vives, José |
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