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En el
presente artículo, desarrollo
las coincidencias y las diferencias en los ámbitos
teórico-metodológicos
con respecto a la categoría mito y, después de un
riguroso
estudio, propongo una definición en cuanto relato oral como una
práctica discursiva social sobre los acontecimientos sagrados y
primordiales ocurridos en el principio de los tiempos, entre seres
sobrenaturales,
y que dan cuenta de la cosmogonía, de la antropogonía y
del
origen de algo en el mundo como los elementos naturales y los
pertenecientes
a los derivados de la naturaleza humana.
Los
mitos han sido y son estudiados desde
diversas perspectivas. Se han ocupado de ellos las disciplinas como el
folklore, la lingüística, la etnolingüística,
la
filología, la psicología, la filosofía, la
epistemología,
la sociología, la etnología, la historia de las
religiones
comparadas, la semiótica de la cultura, la semántica
estructural
y el análisis del discurso entre otros (C. García 1989;
Cassirer
1993; López Austin 1998; Beristáin 1998). Del perfil de
este
panorama se induce a reconocer que no existe una definición
única
del mito, menos que fuera aceptada por los diversos especialistas. Tan
pronto como se interroga qué es el mito, nos vemos envuelto en
una
batalla de opiniones contrapuestas. Cada escuela da una respuesta
diferente;
y algunas de estas respuestas están en contradicción con
otras. No obstante, por ser ésta un instrumento indispensable
para
el trabajo de investigación, desarrollaré los consensos
teóricos
y, después de deslindar las aproximaciones y los
distanciamientos
teóricos, formularé una definición. 1. Consensos, aproximaciones y distanciamientos teóricos 1.1. Consensos teóricos Existe un conjunto de características comunes del mito aceptado por diversos estudiosos que les hacen convergir teóricamente. Esta convergencia, entre las que me sitúo, está caracterizada por a) la consideración del mito como relato de la emergencia de los tiempos primordiales, b) el carácter sagrado del espacio mítico y c) el reconocimiento de su carácter social o colectivo (no tiene autor). Amplío cada una de estas características: 1.1.1. El mito como relato de la emergencia de los tiempos primordiales El mito como relato hace referencia a una irrupción del «otro tiempo» en el «tiempo de los hombres» que provoca el origen de la realidad más vasta, del mundo o el origen de algo en el mundo; es decir, estamos ante la presencia de vínculos entre distintas calidades de tiempo que se expresan en el «origen como fundamento» y en el «origen como principio» (López Austin 1998). Lo anterior es lúcidamente expuesto por M. Eliade (1981), quien al realizar una clasificación, habla de mitos cosmo-antropogónicos y mitos de origen, que no es más que otra forma de diferenciar al origen como fundamento y como principio. Lo cosmogónico refiere a la creación del mundo e incluye a lo antropogónico que refiere a la creación del hombre (se trata de la creación por excelencia). Los mitos de origen refieren a las prolongaciones de los mitos cosmogónicos, y relatan cómo el mundo ha sido modificado, enriquecido, etc.; es decir, da cuenta de los fenómenos del cosmos, de los seres y objetos que viven y existen en él, de los fenómenos sociales, políticos y económicos que acontecen entre los hombres. «Todo mito de origen narra y justifica una "situación nueva" -nueva en el sentido de que no estaba desde el principio del mundo-. Los mitos de origen prolongan y completan el mito cosmogónico: cuentan cómo el mundo ha sido modificado, enriquecido o empobrecido» (Eliade 1994a: 28). En este sentido, los mitos de origen dan cuenta de un fragmento de la realidad total: Una isla, una especie vegetal, una institución humana. Al narrar cómo han venido las cosas a la existencia, se les da una explicación y se responde indirectamente al por qué han venido a la existencia. Pero narran también todos los acontecimientos primordiales como consecuencia de los cuales el hombre ha llegado a ser lo que es hoy; es decir, un ser mortal, sexuado, organizado en sociedad, obligado a trabajar para vivir, y que trabaja según ciertas reglas. Si el mundo existe, si el hombre existe, es porque los seres sobrenaturales (dioses o héroes culturales) han desplegado una actividad creadora en los comienzos (Eliade 1994a y 2000). Para la conciencia mítica, el tiempo primordial emergió de golpe, no le precedió ningún tiempo, porque no podía existir tiempo alguno antes de la aparición de la realidad relatada por el mito. En contraste, el tiempo profano tiene principio y fin (Eliade 1981). C. Lévi-Strauss refiere también que el mito se define por un sistema temporal, que combina las propiedades de la lengua y el habla. Un mito se refiere siempre a acontecimientos pasados: «Antes de la creación del mundo» o «durante las primeras edades» o en todo caso «hace mucho tiempo». «Pero el valor intrínseco atribuido al mito proviene de que estos acontecimientos, que se suponen ocurridos en un momento del tiempo, forman también una estructura permanente. Ella se refiere simultáneamente al pasado, al presente y al futuro» (Lévi-Strauss 1987a: 232). El tiempo primordial es lo que diferencia al mito del cuento popular. El «érase una vez» del cuento supone un tiempo histórico pero no un tiempo primigenio. Aún cuando el relato mítico pueda tomar pasajes contemporáneos, y de hecho así lo hace en razón de una característica contextualizadora, siempre hará referencia a la irrupción del otro tiempo (Ferdinandy 1961; Kirk 1990); así influyen sin cesar sobre el mundo y sobre el destino de los hombres, narrando y justificando situaciones nuevas. F. Boas ha registrado también que entre los indígenas americanos existía la distinción de los mitos como referidos a incidentes del tiempo en el que el mundo todavía no tenía su forma presente y cuando la humanidad no se había posesionado de todas las artes y costumbres que pertenecen a nuestra era; los cuentos populares, en cambio, son narraciones referidas a nuestra era (López Austin 1998). 1.1.2. El carácter sagrado del espacio mítico Existen diferentes sentidos cualitativos del espacio. Una tipología de la misma nos presenta una rápida proyección del siguiente panorama: se habla del espacio de la percepción sensible y del conocimiento puro (espacio euclidiano o geométrico); homogéneo y no-homogéneo; visual y táctil; fisiológico y métrico (Cassirer 1998); mítico y no-mítico; sagrado y profano (Eliade 1981, 1984, 1994a, 1994b y 1997); santo y profano en Cassirer (1998); liminar y no-liminar (Turner 1999); propio y ajeno; culto e inculto; caótico y no-caótico (Lotman 1996); interno y externo (Bachelard 1986; Lotman 1998); cultural y extracultural (Lotman 1999); continuo y discontinuo; cerrado y abierto (Melgar 1996); absoluto (Newton) y «vacío» (Maxwell) (Hawking 1992); íntimo y extraño (Bachelard 1986); y, contemporáneamente se habla de los «no lugares» como espacios de confluencia anónimos (Augé 1998). Encuentro coincidencia en que el espacio mítico es sagrado, liminar, cultural o cosmizado, discontinuo y cerrado. Cassirer (1998) ubica a la intuición mítica del espacio en una posición intermedia entre el espacio de la percepción sensible y la concepción moderna del espacio del conocimiento puro o euclidiano. El espacio euclidiano está caracterizado por tres rasgos: de continuidad, infinitud y uniformidad. En la percepción sensible del espacio se desconoce el concepto infinito, por el contrario, desde un comienzo está sujeta a un campo estrictamente delimitado, que también determina su discontinuidad o ruptura; por otra parte, la homogeneidad del espacio geométrico se reduce a su interrelación, es puramente funcional y no substancial. El espacio homogéneo nunca está dado, sino que es un espacio constructivamente creado, por lo que el concepto geométrico de homogeneidad puede ser expresado precisamente por el postulado de que en cualquier punto en el espacio pueden efectuarse las mismas construcciones en todos los sitios y en todas direcciones. Por el contrario, «en el espacio de la percepción inmediata nunca puede verificarse este postulado. Aquí no hay ninguna homogeneidad de lugares y direcciones sino que cada lugar tiene su peculiaridad y valor propios. El espacio visual y el espacio táctil coinciden en que, en contraste con el espacio métrico de la geometría euclidiana, son "anisotrópicos" e "inhomogéneos": Las direcciones fundamentales de la organización adelante-atrás, arriba-abajo, izquierda-derecha, en ambos espacios fisiológicos no son equivalentes» (Cassirer 1998: 117). En el espacio fisiológico, a diferencia del métrico, el adelante y el atrás, la izquierda y la derecha, el arriba y el abajo no son intercambiables, dado que al movernos en cada una de estas direcciones se producen sensaciones orgánicas específicas, y cada una de estas direcciones va ligada correlativamente a específicos valores mitológicos. Contrastando con la homogeneidad que priva en el espacio geométrico conceptual, en el espacio mitológico, cada lugar y cada dirección están revestidos de un acento particular que se deriva del acento fundamental mitológico, la división de lo santo y lo profano. Los límites que traza la conciencia mítica y mediante los cuales organiza el mundo espacial y espiritualmente, no se basan como en la geometría, en el descubrimiento de un reino de rigurosas figuras frente a las fluctuantes impresiones sensibles, sino en la autolimitación del hombre como sujeto que quiere y actúa en su posición inmediata ante la realidad, en la edificación de ciertas barreras frente a esta realidad que sujetan sus sentimientos y su voluntad. La única distinción espacial primigenia que siempre se repite en las creaciones más complejas del mito y se va sublimando cada vez más, a esta distinción del ser: una normal (profana) generalmente accesible y otra que, como región sagrada, aparece realzada, separada, cercada y protegida de lo que la rodea (Cassirer 1998). Como se puede observar, la oposición entre lo sagrado (lo santo) y lo profano (lo no-santo) constituye un principio fundamental para caracterizar al espacio mítico (y también para caracterizar al tiempo mítico). El espacio sagrado es un espacio «fuerte» y significativo que se opone a otros espacios no consagrados, amorfos, sin estructura ni consistencia. Para la conciencia mítico-religiosa, el espacio sagrado es el único real y todo el resto es extensión informe. La experiencia religiosa de la no-homogeneidad del espacio constituye una experiencia primordial, equivalente a una fundación del mundo. Es la ruptura operada en el espacio lo que permite la constitución del mundo, descubriendo un punto fijo, el eje central de toda orientación futura. Desde el momento en que lo sagrado se manifiesta en una hierofanía no sólo se da una ruptura en la homogeneidad del espacio, sino también se da la revelación de una realidad absoluta, que se opone a la no-realidad de la inmensa extensión circundante. La manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el mundo. En la extensión homogénea e infinita donde no hay posibilidad de hallar demarcación alguna, en la que no se puede efectuar ninguna orientación, la hierofanía revela un «punto fijo» absoluto, un «centro» (Eliade 1981, 1997). Nada puede comenzar, hacerse, sin una orientación previa, y toda orientación implica la adquisición de un punto fijo. El descubrimiento o la proyección de un punto fijo -el centro- equivale a la creación del mundo. Por el contrario, para la experiencia profana, el espacio es homogéneo y neutro: ninguna ruptura diferencia cualitativamente las diversas partes de su masa (Eliade 1981). Lo que caracteriza a las sociedades tradicionales es la oposición que tácticamente establecen entre su territorio habitado y el espacio desconocido e indeterminado que les circunda: el primero es el «mundo», el cosmos; el resto es una especie de «otro mundo», un espacio extraño, caótico, poblado de larvas, de demonios, de «extranjeros». Un territorio desconocido que continúa participando de la modalidad fluida y larvaria del caos. Al ocuparlo y al instalarse en él, el hombre lo transforma simbólicamente en cosmos por una repetición ritual de la cosmogonía. Importa comprender bien que la cosmización de territorios desconocidos es siempre una consagración: al organizar un espacio, se reitera la obra ejemplar de los dioses. El mismo simbolismo del centro explica otra serie de imágenes cosmológicas y de creencias religiosas como la consideración que a) las ciudades santas y los santuarios se encuentran en el centro del mundo; b) los templos son réplicas de la montaña cósmica y constituyen el vínculo por excelencia entre la tierra y el cielo; c) los cimientos de los templos se hunden profundamente en las regiones inferiores. De
todo cuanto precede resulta que el verdadero
mundo se encuentra siempre en el centro, pues allí se da una
comunicación
entre las dos zonas cósmicas (vertical u horizontal). Por
ejemplo,
como expone Cassirer (1998), los indios zuñi organizan la
totalidad
del mundo septenariamente: el norte y el sur, el oeste y el este, el
mundo
situado por encima de nosotros y el mundo situado por debajo de
nosotros
y, finalmente, el centro que es como el «ombligo» del
mundo.
El ñawpa (adelante) y el qipa (atrás), el alliq
(la derecha) y el ichoq (la izquierda), el hanan (el
mundo
de arriba), el kay (el mundo de aquí) y el uku pacha
(el mundo de abajo) de los andinos quechuas son homólogos a la
organización
espacial septenaria de los zuñi (esta concepción
está
ilustrada en la figura 1), aunque las oposiciones derecha/izquierda y
adelante/atrás
no necesariamente coinciden con los puntos cardinales.
Figura 1.
Espacio septenario andino. Las ciudades santas, los santuarios, los templos y sus cimientos nos dan la idea de espacios sagrados permanentes y fijos, que simbolizan el centro. No obstante existen espacios sacros temporales y no-fijos, que simbolizan también centros eventuales como los lugares cúlticos instalados en los ritos agrícolas, ganaderos y de construcciones (Taipe 1991; Taipe y Orrego 1999); instalados también en los ritos de paso, como los pabellones de la circuncisión que margina recluyendo y aislando a los novicios en el mukanda o el aislamiento en un espacio sagrado de las mujeres en el isoma (ritual femenino de procreación) entre los ndembu estudiados por Turner (1988, 1999). Por otra parte, como sugiere J. J. García (1998), los espacios sagrados pueden ser públicos o secretos, colectivos o individuales, macro o microrregionales. En este sentido, los lugares de origen (o paqarinas que en los Andes son el mar, los lagos, las lagunas, los manantiales, las cuevas y los cráteres), las montañas tutelares, las iglesias, los cementerios, las capillas, etc. son espacios sagrados de carácter público. El lugar donde entierran la ofrenda al espíritu de la montaña como ritos ganaderos propiciatorios es un espacio sagrado secreto. La iglesia en general es un espacio sagrado público, pero el púlpito es espacio sagrado individual al que tiene acceso sólo el sacerdote, otro tanto se puede argumentar del espacio interior del confesionario (individual) y exterior (colectivo). Los espacios sagrados macrorregionales son de carácter étnico o interétnico como algunas montañas sagradas, los espacios sagrados microrregionales son de carácter local o familiar como los cementerios o altares existentes al interior de una casa o el taqe (la troja) que al mismo tiempo se constituye en un centro del mundo y al que tiene acceso sólo la mujer. 1.1.3. El carácter social del mito El mito es un producto social, carece de autor, es anónimo. Haciendo el prólogo a Mito y significado de Lévi-Strauss (1987c), Héctor Arruabarrena apunta que «si el mito posee un origen "individual", su producción y transmisión se hallan exigidas y determinadas socialmente, razón por la cual su consecuencia quedará indicada en su resocialización. Dicho de otra manera, el mito no posee autor, pertenece al grupo social que lo relata, no se sujeta a ninguna transcripción y su esencia es la transformación. Un mitante, creyendo repetirlo, lo transforma» (1987: 9). En efecto, los mitos no se presentan con una autoría. Desde el instante en que son percibidos como mitos, sea cual haya sido su origen real, no existen más que encarnados en una tradición oral colectiva. «Al contar un mito, oyentes individuales reciben un mensaje que no viene, por hablar propiamente, de ningún sitio; esta es la razón de que se le asigne un origen sobrenatural. Así es comprensible que la unidad del mito se proyecte en foco virtual: más allá de la percepción consciente del oyente, que de momento sólo atraviesa, hasta un punto donde la energía que irradia será consumida por el trabajo de reorganización inconsciente, desencadenado anteriormente por él» (Lévi-Strauss 1997: 27). El mito como producto social ha surgido de fuentes diversas e innumerables, cargado de funciones, persistente en el tiempo pero no inmune a él; es decir, su estructura permanece aunque cambie su forma, y como todo producto social, adquiere su verdadera dimensión cuando es referida a la sociedad en su conjunto (López Austin 1998). El mito es un relato (mito-narración) pero también se le concibe como un complejo de creencias (mito-creencia), como una forma de captar y expresar un tipo específico de realidad, como un sistema lógico o como una forma de discurso. Cuando se refiere al mito como relato, su forma predominante es la del texto oral y anónimo (López Austin 1998). Al referirle como complejo de creencias también tiene carácter social y como postula Rodrigo Díaz, éstas «junto con las intenciones, los deseos, los intereses y las emociones, forman parte de lo que Carlos Pereda ha denominado la "trama conceptual de la mente", y sin alguna terminología mental no sólo seríamos incapaces de articular o entender o explicar o predecir las vicisitudes de otras formas de vida, tampoco por supuesto las vicisitudes de la propia forma de vida» (Díaz 1998: 49). El concepto de creencia responde a un interés epistémico, no a uno psicológico. No siempre existe correspondencia entre creencias y acciones, porque aquéllas condicionan sólo «... una disposición a actuar de ciertos modos y no de otros: el objeto de la creencia... determina, circunscribe, delimita o acota en cada circunstancia particular el ámbito de respuestas posibles» (Díaz, op. cit.: 60-61). En consecuencia, bajo la influencia de contextos específicos, las creencias míticas pueden ofrecer un abanico de respuestas posibles: prohibiendo, prescribiendo, previniendo o augurando las prácticas y las consecuencias sociales. Desde
otro ángulo, el mito es, según
M. Mauss, una institución social. Una institución implica
una convencionalidad explícita o implícita, y ésta
no existe jamás solamente para un individuo aislado; de
ahí
que sea justificada la afirmación anterior de Mauss. Asimismo,
para
Lévi-Strauss los mitos tienen la naturaleza de símbolo
que,
por poseer cierto grado de convencionalidad, son productos sociales. Se
acepta también que el mito es una manera de representar el
inconsciente
colectivo cuya función esencial para Durkheim (1968) es expresar
y mantener la solidaridad del grupo. También para C. Jung los
mitos
son símbolos en tanto que dicen «algo más»,
de
ahí su consideración que una manera de conocer el
inconsciente
consiste en analizar los mitos (Olavarría 1990). 1.2. Aproximaciones y distanciamientos teóricos Así como existen convergencias entre los estudiosos, en ellos hay también una serie de divergencias respecto a determinadas características del mito. Para unos el tiempo mítico es cíclico y para otros adopta formas más complejas, para unos el mito es lógico para otros aún es considerado prelógico, para unos el mito y el rito se corresponden mutuamente para otros no siempre existe esa correspondencia, para unos el mito es precedente (modelo o arquetipo) del presente para otros no, para unos el mito es una historia sobre dioses y para otros no siempre lo es, para unos el mito es reflejo del mundo para otros es más que eso, para unos existen mitos auténticos y para otros no y, finalmente, para unos el mito tiene una función educativa y para otros los mitos son especulativos. De las divergencias señaladas es necesario asumir una postura. Consideraré que el tiempo mítico adopta formas más complejas que lo cíclico, que el mito es lógico, que no siempre existe correspondencia entre mito y rito, que el mito es precedente y normativo, que el mito no siempre trata de dioses, que el significado real del mito es normalmente inconsciente, pero este hecho no impide reflejar las preocupaciones populares contingentes, que no existe mitos auténticos, y que el mito tiene una función educativa. Esta postura me aproxima y distancia diversamente de los estudiosos del mito y sus respectivas teorías. Amplío cada una de estas características controvertidas: 1.2.1. El tiempo mítico: ¿cíclico o de formas más complejas? Existen diferentes sentidos del tiempo. Una tipología del mismo presenta una rápida proyección del siguiente panorama: se habla del tiempo subjetivo y objetivo; lineal y cíclico; absoluto y relativo; externo e interno; biológico y psicológico; de reloj y calendárico (Hawking 1992; Eliade 1994b; Lotman 1998; Lasky 1999). También existen las referencias al tiempo «real» e «imaginario» (Hawking 1992); físico y mítico; cósmico-objetivo e histórico-objetivo; prehistórico, histórico y ahistórico; y físico-matemático (Cassirer 1998). Asimismo, hay quienes hablan del tiempo operativo e intuitivo (Piaget, 2000), de la ausencia del tiempo como fuente de la religión, del gran tiempo como fuente del mito, y del tiempo profano como fuente de la razón (Le Goff 1991). Finalmente, Bachelard (1997) señala que para el soñador del mundo el tiempo está suspendido (no tiene ayer ni mañana). Encuentro
coincidencia en un conjunto de mitólogos
en considerar que el tiempo mítico es circular (Eliade 1981,
1984,
1994a, 1994b; Cassirer 1998; Le Goff 1991; Lévi-Strauss 1987c).
El tiempo circular, el mítico y el sagrado deben ser homologados
para su tratamiento teórico, como contrapuestos al tiempo lineal
homologado con el histórico y el profano. Las figuras 2 y 3
proyectan
sus representaciones icónicas:
En la contraposición circular/lineal es fundamental, como sugieren Cassirer y Eliade, la distinción universal en que se basa toda conciencia mítico-religiosa: la antítesis de lo «sagrado» y lo «profano». Todo lo sagrado del ser mitológico se remonta en última instancia a lo sagrado del origen. Lo sagrado no reside inmediatamente en el contenido de lo dado, sino en su procedencia, no reside en su cualidad y constitución, sino en su advenimiento. En consecuencia, «el significado básico del "mito" en cuanto tal no entraña una perspectiva espacial, sino puramente temporal; designa un determinado "aspecto" temporal de la totalidad del mundo. El genuino mito no empieza ahí donde la intuición del universo y de cada una de sus partes y fuerza toma la forma de imágenes determinadas, las figuras de demonios y dioses, sino ahí donde se atribuye a estas figuras un nacimiento, un devenir y una vida en el tiempo» (Cassirer 1998: 140-141). Por otra parte, la contraposición lineal/circular se asocia generalmente con la escritura y la no-escritura. La escritura es lineal mientras que lo no-escrito es cíclico. La concepción cíclica del tiempo y el pasado se relaciona con sistemas de comunicación no-escritas. La concepción lineal del tiempo se relaciona con sistemas escritos (Farris 1983). De ahí que en las sociedades modernas se piense el tiempo como flecha; es decir, de modo lineal, sucesivo e irreversible, porque es la duración propiamente dicha, con principio y fin en la que se inserta la existencia cotidiana y desacralizada, en una duración precaria y evanescente que conduce irremediablemente a la muerte; mientras que en las sociedades tradicionales se piensa el tiempo en forma circular, no-sucesivo y reversible, sin principio ni fin, como un eterno retorno cuya perspectiva es una no-duración, que no participa de la duración profana, donde la repetición confiere una realidad a los acontecimientos y éstos se repiten porque imitan un arquetipo: el acontecimiento ejemplar (Eliade, ops. cits.). La mayor parte de las civilizaciones antiguas no compartieron esa visión del tiempo como un continuo lineal que se prolonga hacia el infinito (visión de influencia judeo cristiana). Los pueblos antiguos creían que el tiempo era de carácter cíclico que seguían esquemas repetitivos y reversibles, reflejándose dichos esquemas en la propia naturaleza. En una civilización tras otras, nos encontramos con mitos que anuncian la destrucción final del mundo. El destino del mundo es ser destruido para después renacer, después de cada cataclismo se crearía un nuevo mundo y la humanidad volvería a progresar atravesando diferentes etapas (Lasky 1999). Pero las sociedades tradicionales imaginan la existencia temporal del hombre no sólo como una repetición ad infinitum de determinados arquetipos y gestos ejemplares, sino también como un eterno volver a empezar. En efecto, simbólica y ritualmente, el mundo se re-crea periódicamente. Por lo menos, una vez al año se repite la cosmogonía, y el mito cosmogónico sirve análogamente de modelo a muchísimas acciones (Eliade 1994b). La noción del tiempo se desarrolla sobre la base del movimiento (Almeida y Haidar 1979). En el principio esa noción se rigió por las observaciones de acontecimientos cíclicos naturales como la salida y la puesta del sol (la alternancia del día y la noche, de la luz y la oscuridad), las fases y las alternancias de la luna. En cuanto el hombre comenzó a observar las estrellas se dio cuenta de que también se producían movimientos periódicos en el cielo. Fue natural relacionar al tiempo esos aconteceres (Lasky 1999). Esta fue la base de la noción del tiempo cíclico. El tiempo mítico es un tiempo primordial surgido de golpe (Eliade 1981), como una «irrupción incoativa», como la denomina López Austin (1998), que no le precedía ningún tiempo, porque no podía existir tiempo alguno antes de la aparición de la realidad relatada por el mito. De ahí que «el pasado mismo ya no tiene otro "por qué"; él es el porqué de las cosas. Esto es justamente lo que distingue al punto de vista cronológico del mito, del punto de vista cronológico de la historia; para el primero existe un pasado absoluto que en cuanto tal ya no es susceptible ni necesita ulterior explicación. La historia reduce el ser a la serie continua del devenir, dentro del cual no hay ningún punto privilegiado sino que cada punto apunta hacia otro anterior, de tal manera que el regreso al pasado se convierte en un regresus in infinitum; el mito por el contrario lleva a cabo la división entre ser y devenir, presente y pasado, pero una vez que ha llegado a éste se detiene en él como si se tratase de algo permanente e incuestionable» (Cassirer 1998: 142). Para el mito el tiempo no adopta la forma de una mera relación en la cual los momentos del presente, pasado y futuro cambien constantemente de lugar y se substituyan, sino que para él hay una barrera fija que separa el presente empírico del origen mitológico y confiere a ambos un carácter propio e inalienable. En este sentido es comprensible que en ocasiones se le haya llamado conciencia «intemporal». Pues en comparación con el tiempo cósmico-objetivo e histórico-objetivo es un hecho que aquí existe una tal intemporalidad. En ella prevalece todavía el tiempo absolutamente idéntico, el cual, sea cual fuere la duración que se le atribuya, hay que considerarla como un momento; es decir, como un tiempo en que el final es como el comienzo y el comienzo como el final, una especie de eternidad (Cassirer 1998). La intuición mitológica del tiempo es enteramente cualitativa y concreta y no cualitativa y abstracta. Para el mito no hay tiempo ni duración uniforme, solamente hay configuraciones materiales que a su vez revelan determinadas «formas temporales», un ir y venir, un ser y devenir rítmicos. El mito desconoce la objetividad que se expresa en el concepto moderno físico-matemático, ese «tiempo absoluto» de Newton que «fluye en sí y por sí sin referencia a ningún objeto exterior». Desconoce tanto este tiempo físico-matemático como un tiempo «histórico» en sentido estricto (Cassirer 1998). La reversibilidad es una característica del tiempo mítico. Por esta característica, el tiempo mítico resulta indefinidamente recuperable y repetible. Es un tiempo ontológico que no cambia ni se agota, es una especie de «mito de eterno retorno», de eterno presente mítico, parmenídeo: siempre igual a sí mismo, no cambia ni se agota; pero que se reintegra al presente periódicamente mediante los ritos y las narraciones, mediante la inmersión en el tiempo litúrgico y la participación en las fiestas religiosas (Eliade 1981, 1984, 1994a, 1994b), que proyecta al hombre hacia el gran tiempo, en un instante paradójico que no puede mensurarse porque no está constituido por una duración. Lo que significa que el mito implica una ruptura del tiempo y del mundo en torno; realiza una apertura hacia el tiempo sacro y equivale a una revelación de la realidad última (Eliade 1994b). La reversibilidad del tiempo fundamenta a los mitos mesiánicos como «el retorno del inca» (Inkarrí), a los movimientos nativistas basados en «el retorno de las guacas [deidades andinas]» como el «Taki Onqoy» (canto de la enfermedad), el «Muru Onqoy» (enfermedad de las manchas), bajo el colonialismo español en el Perú, que buscaron reinstaurar el orden social prehispánico, y el hasta hoy vigente mito «Pachakuti» (reversión cíclica del orden social al caos o del caos a un nuevo orden). No obstante, muchos otros aspectos que guían la conducta de los hombres y las instituciones socioculturales también se fundan en este principio de reversibilidad del tiempo mítico, pensemos, por ejemplo, que el tiempo es renovado en cada año nuevo; en esa reversibilidad se basa la creencia en el retorno de las almas en Todo los Santos; el calendario de las fiestas implica también el retorno periódico a la situación primordial y, por consiguiente, la reactualización periódica del tiempo sagrado. Pero la situación no es tan simple como parece, el tiempo como categoría está concebido, por las sociedades arcaicas y tradicionales, de modo más complejo. Hasta aquí la contraposición dual y opositiva entre el tiempo circular versus lineal. Sin embargo, el debate sobre el tiempo ha sido enriquecido y es necesario explicar las nuevas tendencias que cuestionan esa forma estructural de estudiar al tiempo. En efecto, la oposición del tiempo lineal/circular ha sido cuestionada más recientemente. Entre los estudiosos de esta nueva tendencia están Farris (1983), López Austin (1983), Bouysee-Cassagne y Harris (1987) y Melgar (1994). La
hipótesis manejada por Farris es
que las concepciones cíclica y lineal son categorías
ideales
que no son en la práctica mutuamente excluyentes. La segunda
hipótesis
de Farris es que en esos sistemas de pensamiento, el tiempo
cósmico
(cíclico) era el elemento dominante, mientras que el tiempo
histórico
le está subordinado o está incluido en él, por su
naturaleza de profundidad corta. La tercera hipótesis es que las
dos concepciones de tiempo no pueden existir en un mismo plano de
igualdad.
La figura 4 proyecta su representación icónica:
Figura 4. Concepción cíclica y lineal del tiempo. (TCD: tiempo cósmico dominante, THS: tiempo histórico subordinado.) «Se puede tener ambas concepciones del pasado a la vez, o pasar de una a otra dentro de un mismo sistema cognitivo», afirma Farris (1983: 49). En su cuestionamiento, Farris argumenta que la idea según la cual las sociedades humanas pasan de manera ineludible de la concepción cíclica a la concepción lineal, siguiendo un proceso irreversible, puede ser ella misma el producto de un modo de pensar exclusivamente lineal evolucionista. La prueba que esgrime a su favor es que la cuenta de los katunes (13 períodos de 20 años) registrados en los libros Chilam Balam (maya) no es ahistórica de manera estricta. No presenta sucesos completamente separados del tiempo histórico. A diferencia de los mitos de creación y de los mitos de origen más comunes, en los cuales se conserva únicamente la estructura, en la cuenta de los katunes se hace referencia a personajes y lugares muchas veces identificables; a períodos específicos de tiempo; a acciones concretas -no fantásticas-; y a eventos -hambres, invasiones, exilios y migraciones- en los que lo sobrenatural representa un papel mínimo. En consecuencia, la concepción lineal y cíclica fue anterior a la conquista. Al mismo tiempo, la cronología o el tiempo histórico no tenía sentido o importancia cuando abarcaba un largo plazo. Estaba subordinado a los ritmos cíclicos del tiempo cósmico. La preocupación mayor de los mayas, la que infundía su pensamiento acerca del tiempo y del pasado junto con todos los demás, era la estructura, lo que se puede llamar el orden, y sobre todo el orden cósmico, porque el mal es el desorden, manifestado en el caso que precedió la creación y que siempre está a punto de reafirmarse; de ahí que el orden cósmico deba constantemente ser reestablecido contra este caos que amenaza destruirlo. El tiempo forma parte del orden cósmico y su valor psíquico se basa precisamente sobre su carácter cíclico. Con la repetición viene la previsión de lo que va a suceder. En consecuencia, los mayas siguieron ordenado sus acontecimientos según un ritmo cíclico del cosmos. Se puede esgrimir en favor del argumento de la simultaneidad del tiempo circular y lineal, al cumplimiento del calendario de fiestas (lo circular), pero que la persona que realiza la fiesta busca con ella aumentar su prestigio social o aspira a ser autoridad de su comunidad, o busca legitimar mediante la realización de la fiesta el acceso a los recursos comunales (como pastos, bosques y agua), y estos aspectos pertenecen al tiempo lineal. Por
su parte López Austin refiere a
los nahuas y escribe que «la simultaneidad de diversas
concepciones
del tiempo entre los antiguos nahuas puede observarse en las
descripciones
del fin de las migraciones, en el tiempo de los asentamientos
definitivos
de los grupos migrantes. La memoria histórica servía para
justificar el establecimiento; pero por una doble vertiente. Los
migrantes,
al establecerse, se remitían a los tiempos míticos,
recurrían
al pacto de alianza con el dios patrono para recibir de él, por
medio del milagro, la tierra prometida» (1983: 77), pero al mismo
tiempo manejaban la cronología lineal de la sucesión de
los
hechos irrepetibles, por medio del cual establecían sus
límites
internos y externos en el territorio, fijaban los derechos y las
obligaciones
frente a los vecinos y se atribuían méritos de
fundación
a los linajes de dirigentes. «Eran pues dos tipos de memoria: uno
el del tiempo mítico hecho presente para pautar la
acción,
para regir un rito de ocupación de la tierra, para dar
cohesión
a los grupos ocupantes; otro, el del tiempo lineal, para establecer las
relaciones que imperarían a partir de la ocupación de la
tierra» (1983: 77). El autor concluye, pues, que el
carácter
del tiempo cósmico era cíclico: cíclico en forma
gradual
y creciente. La figura 5 proyecta su representación
icónica:
Figura 5. Tiempo cíclico en forma gradual y creciente (espiral). En Bouysse-Cassagne y Harris también encuentro, aunque de manera más débil, cuando estudian a los aymaras de los Andes bolivianos que, «además de incorporar parte de la historia del grupo, los mitos constituyen un marco espacio-temporal en el cual los distintos eventos entran, se combinan, se contrastan, se rechazan unos a otros» (1987: 33). Esta descripción sería más completa si, como hace Farris, el tiempo histórico estara explícitamente subordinado al tiempo cósmico; sin embargo, es de considerar que así como el mito puede subsumir a la historia, inversamente, también la historia somete al mito, haciéndolo florecer de otra forma. Por otra parte, Ricardo Melgar me comentó que en una plática sobre el mito Pachakuti (reversión cíclica del orden social del caos o del caos a un nuevo orden) un dirigente andino le dijo que sí habría retorno al pasado pero que ya no sería a un pasado exactamente igual, sino cambiado. Testimonio semejante me describió Juan José García, por lo que el mito del eterno retorno no rige en forma absoluta en los Andes. El tiempo mítico en el cual se circunscribe el mito Pachakuti sería el del tiempo en espiral. El
análisis detenido de algunos mitos,
acontecimientos religiosos y cotidianos, hace aún más
complejo
el asunto del tiempo. Existe en los Andes la concepción del
tiempo
mítico como tiempo circular, pero presenta sus propias
características.
La crónica de Pedro Sarmiento narra que Viracocha (dios
creador
panandino) creó una primera generación de hombres
gigantes
y fue destruida en forma total. En este caso el tiempo es
cíclico
pero se cierra y se conecta linealmente con el inicio de otro tiempo
que
no recupera nada del anterior, porque Viracocha creó
hombres
de la segunda generación que, por tacaños y
engreídos,
fueron convertidos en piedras o se los tragó el mar, excepto
tres
hombres que se constituyen en los antepasados míticos a partir
de
los cuales se «re-crea» la tercera generación de la
humanidad. En este caso estamos de cara a una concepción de
tiempo
circular que cierra (la segunda generación) y da inicio a otra
en
espiral (la tercera generación). Los análisis de los
mitos
contemporáneos sobre los gentiles, en los Andes
Centrales
del Perú, ilustran la misma concepción de tiempo. La
figura
6 proyecta la representación icónica respectiva:
Existen
mitos que relatan que los gentiles (según
la figura anterior serían los hombres de la segunda
generación)
«trabajaban amarrando al sol», lo que significa que en el
imaginario
andino preinca existió la virtualidad mítica de controlar
al tiempo. Otro mito contemporáneo narra que el inca quiso
amarrar
al sol en una inmensa roca, aunque fracasó en su intento,
así
se ratifica que el «tiempo suspendido» existió y
existe
en el imaginario andino. No obstante, en este segundo ejemplo, la
circularidad
derrota a la suspensión del tiempo, porque el inca no pudo
detenerlo,
fue aplastado y muerto por la roca. La figura 7 proyecta su
representación
icónica:
Otro
mito andino contemporáneo narra
que el águila (Aguila chrysaetos) va cada madrugada en
busca
del Sol, para encontrarle aún en su morada y saldar una deuda.
Si
el Sol se dirige en dirección saliente-poniente, el
águila
va en dirección poniente-saliente. Para el águila el
futuro
está atrás, si fuera hacia delante iría al pasado
(detrás del Sol); en cambio, para el Sol el futuro está
siempre
delante. La figura 8 proyecta su representación icónica:
Figura 8. El futuro y el pasado pueden estar atrás o delante. También en la vida cotidiana, unas veces, los hombres ubican al futuro atrás y al pasado delante. A decir de Almeida y Haidar (1979), en los Andes, el vocablo runasimi (quechua) qipa (atrás) espacialmente designa lo que está atrás, temporalmente designa el futuro: lo que será y que es desconocido porque no se ve; mientras que el vocablo ñawpa (delante) espacialmente designa lo que está delante, temporalmente designa el pasado: lo que ha sido, y lo que es conocido porque ya se vio. Por otra parte, Lakoff y Johnson exponen que «Charles Filmore ha observado que nuestra lengua parece tener dos organizaciones del tiempo contradictorias. En la primera, el futuro está delante y el pasado está detrás: En las
semanas que quedan por delante... (futuro). La
figura 9 proyecta su representación
icónica:
Figura 9. El futuro y el pasado pueden estar delante o atrás. Lo anterior lleva a Melgar (1994) a sostener que el pasado fundante como referente simbólico de la utopía indígena se expresa dicotómicamente: como el tiempo que quedó atrás pero también como futuro. En ese tiempo inventado que se mueve con sus mismos símbolos hacia los orígenes pero también hacia un mañana soñado, devela su mismidad, su posibilidad de sujeto hacedor de su propio destino, individualizado y colectivo, que le enfrenta la posibilidad de ser y no ser como lo de antes, que expresa la dialéctica de la permanencia y el cambio. En
suma, el análisis precedente me
lleva a aceptar que el tiempo mítico adopta diversas formas
complejas
que pueden ser cíclicos, en espiral, cíclico que coexiste
con el lineal, cíclico que cierra para empezar otro, o
también
la virtualidad mítica de la suspensión del tiempo. Muchos antropólogos han sostenido que el mito es un fenómeno muy simple, y que no requiere una complicada explicación psicológica o filosófica. Argumentaban: «es la simplicidad misma... No es el producto de la reflexión o del pensamiento» (Cassirer 1993: 9), cuyo responsable sería más bien la «primitiva estupidez». Se trataba, pues, de algo «primitivo», «absurdo», «onírico», «infantil», «enfermedad» o «fenómeno patológico». No obstante, todas las grandes culturas estuvieron dominadas y penetradas por elementos míticos, y su vigencia se proyecta hasta los Estados modernos y justifican una serie de prácticas socioculturales, económicas, políticas y guerreras contemporáneas. Las posturas de los estudiosos que se preocuparon por el mito fueron diversas, por ejemplo para J. Frazer (1980), el mito era una especie de ciencia primitiva: «La magia es hermana bastarda de la ciencia», esta posición no admite ninguna heterogeneidad radical entre el pensamiento mítico y el pensamiento científico. Mientras que E. B. Tylor consideraba que no existía diferencia esencial entre la mente del «salvaje» y la del hombre civilizado, de ahí que para él, el mito fuera como una especie de filosofía del «salvaje», cuyo pensamiento, aún cuando parecía ser grotesco, no era en modo alguno confuso ni contradictorio, y que en cierto sentido la lógica del salvaje era impecable, así, el principio metodológico tyloriano borra casi enteramente toda diferencia entre la mente del hombre primitivo y del civilizado. En cambio para M. Müller y H. Spencer los mitos eran una enfermedad del lenguaje. Con S. Freud el mito dejó de ser considerado como un hecho aislado, fue conectado con fenómenos bien conocidos, que podían estudiarse científicamente y someterlo a comprobación empírica. «De este modo, el mito se convirtió en algo perfectamente lógico -casi demasiado lógico. Ya no era un caos de las cosas más extravagantes e inconcebibles; era ya un sistema. Podía reducirse a unos pocos elementos muy simples. Claro está que el mito seguía siendo un fenómeno "patológico"» (Cassirer 1993: 38). Freud no pretende haber resuelto el viejo enigma tan largamente irresuelto. Marca el paralelo entre la vida psíquica de los «salvajes» y la de los neuróticos. Estaba convencido de que la única clave del mundo mítico tenía que buscarse en la vida emotiva del hombre. El mito estaba profundamente arraigado en la naturaleza humana; se fundaba en un instinto fundamental e irresistible, cuyo carácter y naturaleza tenían que ser determinados todavía. El método de Freud parece completamente original. Antes que él, nadie había considerado el problema desde este ángulo. No obstante, hay un rasgo común que pone a la concepción de Freud en relación con la de sus predecesores: estaba convencido de que el modo más seguro de entender el sentido del mito era describir y enumerar, ordenar y caracterizar sus objetos. El mito era una «forma simbólica», y una característica común a todas las formas simbólicas es la de ser explicables a cualquier objeto. Sin embargo, Cassirer (1993) cuestiona que lo deseable no era la mera sustancia del mito, como venía haciéndolo Freud, sino más bien su función en la vida social y cultural del hombre. Para fines de mi estudio consideraré que el mito es lógico. En este sentido me aproximo a C. Lévi-Strauss, Jean-Baptiste Fages y E. Cassirer; al primero porque considera que el mito «constituye un sistema de operaciones lógicas realizadas por medio de muchos códigos» (Haidar 1990: 161), porque el mito, como sostiene en El pensamiento salvaje, preserva hasta la actualidad, en forma residual, modos de observación y de reflexión que estuvieron adaptados a los descubrimientos de un cierto tipo: los que autoriza la naturaleza, a partir de la organización y de la explotación reflexiva del mundo sensible en cuanto sensible (Lévi-Strauss 1984). Para Lévi-Strauss, como lo ha demostrado en sus diversas obras, existe básicamente un sistema lógico universal que opera mediante oposiciones binarias y por el método de transformación, expresándose en las estructuras internas míticas que se refieren a los enigmas fundamentales del ser humano y del mundo. Al segundo, a Fages (1972), porque considera que existe una lógica en las narraciones míticas tan necesaria para la significación del mundo como para la organización presente o futura del universo. Al tercero, a Cassirer, porque considera que el pensamiento mítico es tan lógico como el moderno, y cada sistema mitológico posee un fundamento racional propio, unos supuestos recónditos específicos, una concepción de la naturaleza y una lógica desarrollada por él mismo (Olavarría 1990). Otros autores, como M. Mauss y M. Eliade, también se ubican dentro de esta postura que atribuyen al mito una lógica diferente del pensamiento moderno. Mauss sostiene que existen procedimientos de análisis que le son propios, modos particulares de asociación de imágenes que lo hacen un aparato lógico especial (López Austin 1998). Eliade afirma que las concepciones metafísicas del mundo arcaico no siempre se han formulado en un lenguaje teórico que les son propios, pero el símbolo, el mito, el rito, a diferentes niveles y con los medios que les son propios, expresan un complejo sistema de afirmaciones coherentes sobre la realidad última de las cosas...» (1984: 13). La posición mía, que el mito es lógico, me distancia del joven L. Lévy-Bruhl que ve, en los hombres con mitos, procesos mentales sujetos a otras leyes, con pensamiento «prelógico», concepción que le lleva a afirmar que la mentalidad primitiva es esencialmente mística y; por tanto, difícilmente comprensible por el investigador externo (López Austin 1998); para el joven Lévy-Bruhl la mente del salvaje es incapaz de todos los procesos de argumentación y raciocinio que le fueron atribuidos en las teorías de Frazer y Tylor. Si esta teoría fuera cierta -argumenta Cassirer (1993)-, sería imposible todo análisis del pensamiento mítico, si los hechos psicológicos o los principios lógicos del mito no existen, habría entonces que abandonar toda esperanza de encontrar un punto de abordaje al mundo mítico que permanecería para siempre como un libro cerrado. Luego Cassirer interroga: ¿no representa acaso la teoría misma de Lévy-Bruhl un intento de leer este libro, de descifrar los jeroglíficos del mito? Asimismo, si Lévy-Bruhl admite una íntima relación entre el mito y el lenguaje, entonces estamos de cara a una paradoja irresuelta: todo lenguaje tiene una estructura lógica cabal y definida (no existe un lenguaje prelógico) y cuanto se dice de las lenguas «primitivas» vale también para el pensamiento primitivo. Su estructura puede parecernos extraña y paradójica, pero no es carente de una estructura lógica y definida. No obstante, no se puede dejar de mencionar, como expuso Jean Duvignaud (1977), que desde el joven Lévi-Bruhl hasta su muerte han existido en él varias rupturas epistemológicas, que obviamente ha significado un proceso de autocrítica para redefinir el conjunto del proceso emprendido después de la publicación de La morale et la sciencie desmoeurs (1903). Las rupturas epistemológicas por las que atravesó Lévy-Bruhl deben ser vistas con detenimiento, porque como advierte Duvignaud: «se ha dicho y repetido, a menudo sin haberlos leído que los Carnets de Lévi-Bruhl, publicados después de su muerte por solicitud de Maurice Leenhart que supo admitir en los últimos años de su vida "que se había equivocado"» (1977: 85). La realidad es otra, argumenta Duvignaud, Lévy-Bruhl no pone en duda su trabajo pero sí algunas conclusiones demasiada afirmativas y dogmáticas; pero no rechaza el principio mismo de su gestión: la especificidad de dos sistemas mentales y psíquicos diferentes, el de los «salvajes» y el de los «civilizados». ¿Qué sucedió respecto a la calificación de mentalidad primitiva como pre-lógica? El principio de la incompatibilidad lógica entre la mentalidad primitiva y el pensamiento científico se suavizó mucho, pero después de L'expérience mystique et les symboles (1938), la diferenciación era reemplazada por una investigación no concluida que había -según Duvignaud- concluido menos a la dualidad de los sistemas que a una tipología de los sistemas. En cambio, sí rechazó con nitidez, el malentendido que creó el término «pre-lógica» empleado en Las funciones mentales..., donde escribió: «La mentalidad de las sociedades inferiores, al convertirse en menos impermeable a la experiencia, permanece largo tiempo pre-lógica y conserva la impronta mística en la mayor parte de sus representaciones» (Lévy-Bruhl citado por Duvignaud 1977: 102). La palabra «pre-lógica» tiende a hacer creer que se puede mirar las mentalidades de las sociedades primitivas como bosquejos del espíritu científico y que la razón, nuestra razón, sólo aparece en el momento del pasaje de lo inferior a lo superior. Sobre este punto, explica Duvignaud, los Carnets toman lo que Lévy-Bruhl mismo escribió o dijo después de 1929, contra lectores ingenuos, rápidos, atolondrados o mal intencionados, que extrapolan tanto la definición de pre-lógico que esta distinción se convirtió en un simple término cómodamente utilizable, aunque fuese cambiándole su sentido por razones completamente opuestas al análisis. Lévy-Bruhl sostiene que el estudio a la mentalidad primitiva le ha hecho oponer a la mentalidad nuestra, pero que nunca dijo, ni pensado, que se encontraba únicamente en los primitivos. Lo anterior no significa ningún arrepentimiento. La mentalidad de las «sociedades inferiores», para Lévy-Bruhl, no es tan impenetrable como si obedeciese a una lógica distinta de la nuestra, pero tampoco nos resulta completamente inteligible. Y le lleva a pensar que no obedece exclusivamente a las leyes de nuestra lógica ni quizá a leyes que sean todas de naturaleza lógica. Por otra parte, tomo distancia también del contemporáneo Miguel de Ferdinandy (1961) para quien el mito pertenece a un mundo en el cual los pensamientos humanos están determinados por las formas prelógicas; es decir, la humanidad formaba sus pensamientos no lógica, sino mitológicamente; se trata de un «saber» inmediato, espontáneo, acerca de las cosas, los eventos, los fenómenos de una situación pre-consciente, y, por consiguiente, pre-histórica del hombre; un saber no racional, ni fabuloso, ni poético, ni teleológico, ni lógico, sino un saber exclusivamente mitológico. Igualmente rechazo la consideración del mito como «enfermedad del lenguaje» que se debía entender encontrando las figuras primitivas que se escondían detrás de los nombres de los dioses (como propuso M. Müller y H. Spencer), consideración calificada por Dumézil (1977) como una formulación nada seria. Para Müller, entre el mito y el lenguaje, no sólo existe una íntima relación, sino una verdadera solidaridad. Sin embargo, no son idénticos en sus estructuras. El lenguaje ofrece siempre un carácter estrictamente lógico; el mito parece desafiar todas las reglas lógicas: es considerado incoherente, caprichoso e irracional. El mito es reconocido como un aspecto del lenguaje, pero un aspecto negativo: el mito no se origina en sus virtudes, sino en sus vicios. Es cierto que el lenguaje es racional y lógico, pero, por otra parte, es también una fuente de ilusiones y falacias. El logro mayor del lenguaje es a la vez fuente de sus defectos. El lenguaje no es tan sólo una escuela de sabiduría, es también una escuela de desatino. El mito revela este último aspecto; no es más que la oscura sombra que el lenguaje proyecta sobre el mundo del pensamiento humano. Así se presenta a la mitología como patológica: es una enfermedad que empieza en el campo del lenguaje, y que luego se difunde, en una peligrosa infección, por todo el cuerpo de la civilización humana. Para Spencer la fuente primera y principal de toda religión es el culto de los antepasados, que fue el primer culto. El poder y la influencia perdurable del lenguaje hicieron posible y hasta necesario el paso del culto de los antepasados al culto de los dioses. «El lenguaje humano es metafórico en su esencia misma; está lleno de símiles y analogías. La mente primitiva es incapaz de comprender estos símiles en un sentido meramente metafórico, la toma por realidades, y piensa y actúa de acuerdo con este principio. Esta interpretación literal de los nombres metafóricos fue la que condujo, desde las primeras formas elementales del culto de los antepasados, desde la adoración de seres humanos, hasta la adoración de plantas y animales, y finalmente de grandes fuerzas de la naturaleza» (Cassirer 1993: 30). Los niños recibían el nombre de plantas, animales, estrellas y otros objetos naturales: «luna» en la mente primitiva conduciría a una identificación con la luna misma; y sus aventuras serían interpretadas de la manera que pareciera más congruente con la naturaleza de la luna. Como podrá apreciarse, también en Spencer el fenómeno del mito está explicado como una simple enfermedad del lenguaje. Actualmente ha sido superada largamente la consideración pre-lógica del mito. Esta superación ha significado también el avance de la mitología sobre bases más científicas y los resultados contemporáneos del desarrollo teórico sobre los mitos son muy halagadores. 1.2.3. El mito y el rito: ¿una relación absoluta? Otro aspecto controvertido es el que refiere a la relación y el tipo de dependencia entre mito y rito. López Austin escribe: «Algunos especialistas han considerado el rito como una representación dramática de un mito previo, mientras que otros han sostenido que los mitos tienen como función la explicación o la sanción de un rito preexistente; unos afirman que ninguno deriva del otro, pero que ambos están estrecha y esencialmente asociados; hay mitólogos que dicen que el mito es la contrapartida del ritual: el mito dice lo que el rito expone en forma de acción; hay estudiosos, en cambio, que encuentran en las particulares culturas que investigan que existe muy poca evidencia firme entre mito y rito» (1998: 117). A. M. Hocart (1985), E. Cassirer (1993), M. Eliade (1981, 1994a), G. Dumézil (1977), E. R. Leach, C. Kluckhohn (Kirk 1990), B. Malinowski, E. Durkheim, L. Lévy-Bruhl (Lévi-Strauss 1987b), J. A. González (1997) y M. de Ferdinandy (1961), presentan por común denominador la postura teórica que el mito implica ritual y el ritual implica mito. Amplío el argumento de algunos de ellos: Arthur M. Hocart (1985) sostiene la tesis que el ritual depende del mito que le confiere sentido, que es su precedente. El mito describe al ritual y éste actualiza al mito. El conocimiento del mito es necesario para que el oficiante pueda celebrar el ritual en la forma correcta y, por su medio, obtener la vida que el ritual confiere. Hocart corrobora su posición argumentando que la organización social es, en sus orígenes, una organización para la celebración del ritual y que depende del mito que relata cómo fueron instituidas las realezas, las clases, las castas, etc., y con ello explica y justifica el papel que éstos desempeñan en la vida de la comunidad. B. Malinowski (1974) postula que el mito está relacionado con el ritual religioso. Sostiene que quizá el punto principal de la tesis que propone es que existe una clase especial de narraciones que son consideradas sacras, que están inspiradas en el ritual, la moral y la organización social y que constituyen una parte integrante y activa de la cultura primitiva, pero al mismo tiempo, el conocimiento del mito le proporciona al hombre el motivo del ritual y de las acciones morales, junto con indicaciones de cómo celebrarlos. Para Malinowski «... todos los relatos constituyen una parte íntegra de la cultura. Su existencia e influencia no solamente trasciende al acto de contar la narración, no sólo adquiere su sustancia de la vida y sus intereses, sino que gobierna y controla muchos aspectos de la cultura y constituye la espina dorsal de la civilización primitiva» (1974: 132-133). M. Eliade (1984, 1994a) postula la tesis que el mito es el arquetipo del ritual. Escribe que «no se puede cumplir un ritual si no se conoce el "origen"; es decir, el mito que se cuenta cómo ha sido efectuado la primera vez» (1994a: 23). Entre los primitivos -para Eliade- no sólo los rituales tienen su modelo mítico, sino que cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado. G. Dumézil (1977) sostiene que los mitos no se pueden entender si se los separa de la vida de los hombres que los narran, que no constituyen invenciones dramáticas o líricas gratuitas sin relación con la organización social o política, con el ritual, con la ley o la costumbre; por el contrario, su papel era el de justificarlos. En consecuencia, se deduce que el rito es primero y el mito es posterior en tanto justificante del primero. Finalmente, M. de Ferdinandy también sostiene que sólo en el culto puede el mito ser auténticamente mito, porque sólo entonces adquiere la virtualidad de influir vinculativamente en la imaginación del hombre, sugiriendo en él la imagen preformada de su destino; sólo entonces adquiere el mito la virtualidad de mantener intacta, o si antes se prefiriese, renovada periódicamente su energía persuasiva. Escribe que «sin la posibilidad de revivir constantemente el mito por intermedio de los ritos culturales, perdería éste el ascendiente sobre el espíritu y destino del hombre, transformándose en aquello, con lo cual, tantas veces y por error confundimos: la fábula fantástica o la poesía que constituye formas de narración» (1961: 7). E. Cassirer (1993) presenta otro matiz de esta postura: refiriendo al mito y al rito sostiene que no se puede plantear cuál de ellos es «primero» y cuál el «segundo», sino, éstos no existen separados, son correlativos e interdependientes, se apoyan y se explican el uno al otro. En este sentido, plantea que el mito es el elemento épico de la primitiva vida religiosa; el rito es su elemento dramático. La consecuencia metodológica para Cassirer es que se debe empezar estudiando al segundo para comprender al primero, porque consideradas en sí mismas, las historias míticas de los dioses y los héroes no pueden revelarnos el secreto de la religión, pues no son otra cosa que interpretaciones de ritos. Según él, el rito es un elemento más profundo y más perdurable que el mito en la vida religiosa del hombre: mientras que los credos cambian, el rito persiste. El contra-argumento podría ser que tanto el rito como el mito, en cuanto prácticas culturales, no son estáticos; por tanto, la condición de su persistencia es su capacidad de cambio, de contextualización permanente a sus condiciones presentes, en consecuencia, son y no son al mismo tiempo: los mitos cada vez que se narran se modifican, igualmente los ritos de paso, los fúnebres, agrícolas o ganaderos incorporan objetos rituales «modernos» que se mezclan con otros «de siempre». Estos autores consideran que si el relato mítico no está asociado con un culto o ritual, explícita o implícitamente, es mejor no llamarlo mito, sino leyenda o cuento popular. Aunque hay estudiosos como de Fontenrose (en The ritual theory of Mith, 1966) que han superado este punto de vista y sugieren que el término «mito» debería restringirse a los «cuentos tradicionales de los hechos de los númenes». Mi posición sobre la relación entre el mito y el rito, basada en una exploración de relatos míticos de los Andes Centrales del Perú, es que éstos no siempre se corresponden, lo que significa que hay mitos sin su correspondiente rito. Por ejemplo, el mito del origen del gusano de la papa no se corresponde con ningún rito. Esta posición me aproxima teóricamente a C. Lévi-Strauss y a G. S. Kirk. Al revisar el análisis del mito de Edipo que ejecuta Lévi-Strauss (1987a) se nota la ausencia del rito. En «Estructura y dialéctica», Lévi-Strauss (1987b) demuestra la relatividad de la correspondencia ordenada entre mito y rito. Expone que un conjunto de autores (Lang, Malinowski, Durkheim, Lévy-Bruhl y van der Leeuw) postula una correspondencia ordenada entre mito y rito; «dicho de otra manera, una homología: sea cual fuere aquel al que se atribuye el papel original o de reflejo, el mito y el rito se reproducen el uno al otro, uno en el plano de la acción, el otro en el plano de las nociones. No se explica por qué no todos los mitos corresponden a ritos e inversamente; porqué esta homología solamente es demostrable en un número pequeño de casos; y, sobre todo, cuál es la razón de esta extraña duplicación» (1987b: 253). Cuando analiza el mito Pawnee del muchacho embarazado muestra que no corresponde a ningún rito. Igual sucede con el mito de la raya y el Viento Sur del occidente de Canadá. No obstante, la relatividad de esta postura no le lleva a rechazar el reconocimiento de la necesidad de comparar mito y rito allí donde fuere posible hacerlo no sólo en el seno de una misma sociedad, sino también con las creencias y prácticas de las sociedades vecinas. Kirk (1990) es enfático también en afirmar que existen mitos a los que no acompañan la ejecución de ningún ritual. La causa de esa correspondencia la asocia con los estudiosos de la Biblia (préstamo de James Frazer y Robertson Smith principalmente) que vieron que resultaba atractiva en relación con los mitos y ritos de Oriente Próximo y, particularmente, que podía dar un sentido, teológicamente aceptable, aparte del material hebreo. R. de Langhe ha escrito: «Del mismo modo que el estudio de los mitos y las prácticas rituales de los llamados pueblos primitivos han revelado en algunas ocasiones una estrecha relación entre mitos y rituales, es igualmente cierto que también ha demostrado que existen mitos a los que no acompañan ninguna ejecución ritual» (Kirk 1990: 26). Kirk analiza a «Mito en la psicología primitiva» y concluye que hasta los mitos seleccionados por Malinowski carecen de conexiones explícitas con rituales específicos. Esos mitos suponen que los hombres surgieron de la tierra. Suelen justificar la pretensión de autoctonía. Kirk muestra que entre los indios mohave y los bosquimanos de Suráfrica existen ejemplos de riqueza mitológica junto a un ritual pobre o eventualmente inexistente. Esto refuta categóricamente la afirmación absoluta de que los mitos derivan del rito. Por otra parte, los mitos tsimshi registrados por F. Boas sugieren que la mayor parte de ellos permanecían expresamente separados de los rituales, por mucho que refieran a la época de la creación. A su vez, el aspecto ceremonial más interesante de la vida social tsimshi, el potlach, es ignorado por la mayor parte de los mitos, exceptuando una pequeña minoría. Impresiones similares son las que dan los mitos suramericanos estudiados por Lévi-Strauss. Finalmente, existen mitos que se corresponden con los ritos, hay mitos que no tienen contrapartida en los ritos, pero no existen ritos sin mitos. En este sentido, doy razón a Eliade cuando afirma que: «No se puede cumplir un ritual si no se conoce el "origen"; es decir, el mito que cuenta cómo ha sido efectuado la primera vez» (2000: 25). 1.2.4. El mito: ¿precedente del presente? Coincido con Eliade y otros estudiosos en considerar que mito es precedente y normativo respecto a la acción de los hombres con pensamiento mítico. Mircea Eliade (1981, 1984, 1994a y 2000) postula la consideración del mito como arquetipo, modelo o precedente del presente. En consecuencia, los mitos actúan fundamentando y justificando todos los comportamientos y las actividades presentes del hombre con pensamiento mítico. «Precisamente -argumenta Eliade- la función principal del mito es revelar los modelos ejemplares de todos los ritos y actividades humanas significativas: Tanto la alimentación o el matrimonio como el trabajo, la educación, el arte o la sabiduría» (1994a: 14, ver también 2000: 18). Al lado de M. Eliade se ubican otros estudiosos que sostienen también que el mito es ejemplar porque preforma o modela todos los ámbitos de la vida individual y colectiva, y confiere por ello significado y valor a la existencia (Ferdinandy 1961; Jesi 1976; Olavarría 1990), «que la presencia del mito va más allá de la realización de su narración; rige los hábitos alimenticios y enriquece el caudal de creencia» (López Austin 1998: 107), que el mito es una garantía, una carta de validez y, con frecuencia, incluso una guía práctica para las actividades (Malinowski 1974), que el mito legisla las acciones humanas (Kolakowski 1975), que los mitos son arquetipos de la conciencia humana (May 1992), en consecuencia, los hombres se comportan como lo hicieron sus ancestros (Hocart 1985). Jesi califica al carácter arquetípico o precedente del mito como «socorredor». Argumenta que «el mito... socorre, auxilia a lo real, además de al hombre hundido en lo real, proporcionando a la realidad un precedente de los "modos" de ser objetivamente verdadera» (1976: 90). Me parece inapropiada la homología que Jesi realiza entre precedente y auxiliante, creo que es más apropiado conservar sin complicaciones lo arquetípico, lo modelante o lo precedente del mito. Son diversos los ejemplos que ilustran el carácter precedente del mito: Para instalarse en un territorio o edificar una morada es preciso imitar la obra de los dioses, la cosmogonía; esto no es fácil, porque existen también cosmogonías trágicas, sangrientas. Si los dioses han tenido que abatir y despedazar a un monstruo o un ser primordial para poder sacar de él el mundo, el hombre a su vez ha de imitarle cuando construye su mundo, su ciudad o su casa. De ahí la necesidad de sacrificios sangrientos o simbólicos con motivo de las construcciones (Eliade 1981). El trabajo agrícola es un trabajo revelado por los dioses o héroes civilizadores (Eliade, op. cit.). El canibalismo fue fundado por seres sobrenaturales para permitir a los humanos asumir una responsabilidad en el cosmos, para ponerles en situación de velar por la continuidad de la vida vegetal; de ahí que al juzgar a una sociedad «salvaje», no hay que perder de vista que incluso los actos más bárbaros y los comportamientos más aberrantes tienen modelos trans-humanos divinos (Eliade, op. cit.). Si una tribu vive de la pesca es porque los seres sobrenaturales enseñaron a sus antepasados cómo capturar y cocer los pescados (Eliade 1994a). Toda danza imita siempre un acto arquetípico o conmemora un momento mítico: es una repetición y, por consiguiente, una reactualización de «aquel tiempo» (Eliade 1984). En Nueva Guinea, numerosos mitos hablan de largos viajes por mar, proveyendo así modelos a los navegantes actuales y también modelos para las demás actividades, ya se trate del amor, de la guerra, de la pesca o de producir lluvia, suministra también precedentes para los momentos de la construcción de un barco, para los tabúes sexuales que ésta implica, etc. (Eliade, op. cit). C. Lévi-Strauss representa la postura opuesta. Para él la función primera del mito de resolver un problema socio-histórico está subordinada a las estructuras lógicas presentes en todo discurso mítico. Este determinismo racional es el que justifica la afirmación que los mitos se piensan en los hombres (Haidar 1990). No obstante, en algunos de sus análisis, como cuando trabaja los mitos polinesios y americanos, muestran que éstos disponen de una tabla de posibilidades en las cuales los grupos encuentran las fórmulas propias para resolver sus problemas de organización interna o para realzar su prestigio frente a sus rivales. Entonces, las fórmulas elaboradas por los mitos son susceptibles de aplicaciones prácticas; por tanto, la especulación mítica se torna acción (Haidar op. cit.). 1.2.5. El mito: ¿trata siempre de dioses? Para A. M. Hocart, E. Durkheim, M. Eliade, F. Jesi, H. Gadamer y otros, el mito trata siempre de dioses. Gadamer es enfático al afirmar que «los mitos son sobre todo historia de dioses y de su acción sobre los hombres» (1997: 17). Igualmente, Eliade sustenta que «el mito relata una historia sagrada; es decir, un acontecimiento primordial que tuvo lugar en el comienzo del tiempo, ab initio. Mas relatar una historia sagrada equivale a revelar un misterio, pues los personajes del mito no son seres humanos: son dioses o héroes civilizadores y por esta razón sus gestas constituyen misterios: el hombre no los podría conocer si no le hubieran sido revelados. El mito es, pues, la historia de lo acontecido in illo tempore, es relato de lo que los dioses o los seres divinos hicieron al principio del tiempo» (1981: 84). Si el mito revela la actividad creadora de los dioses y devela la sacralidad de sus obras, entonces, arguye Eliade, no se puede recitar indiferentemente en cualquier lugar y momento sino tan sólo en las estaciones más ricas ritualmente o en el intervalo de las ceremonias religiosas, en una palabra: en un lapso sagrado (Eliade 1981). Malinowski (1974 y 1982) ha establecido que en las Trobriand, el cuento maravilloso se cuenta en estaciones, días y horas determinadas, con el fondo de los huertos en germinación, esperando la labor futura influida por la magia de los cuentos maravillosos. Las leyendas (consideradas cuentos de verdad sobre sequías, hambrunas, etc.) no tienen especial estación ni modo estereotipado de narrarse y su recitado no tiene carácter de una celebración ni comporta efecto mágico alguno. En cambio, los cuentos sacros o míticos entran en escena cuando el rito, la ceremonia o una regla social o moral demandan justificante, garantía de antigüedad, realidad y santidad. Otros tratadistas enfatizan incluso en que los relatos no los pueden realizar cualquiera, sino sólo determinadas personas, recordemos por ejemplo los mitos transmitidos por los instructores en los rituales de circuncisión entre los ndembu estudiados por V. Turner (1999). No rechazo totalmente a las posturas anteriores, pero si evito concebirlos como prácticas absolutas para todas las culturas. En este sentido manifiesto mi acuerdo con C. Lévi-Strauss y G. S. Kirk cuando sostiene que el mito no siempre trata de dioses aunque sí puede hacerlo. El mito de Edipo y otros correspondientes al área de América, estudiados por Lévi-Strauss, no tratan de dioses. Kirk argumenta de modo irrefutable que «la mayor parte de los mitos de los indios suramericanos que estudió Lévi-Strauss son mitos de origen en un sentido o en otro. Explican el origen de los fenómenos culturales como la cocina o la cerámica pintada, o fenómenos naturales como las especies de animales, determinadas constelaciones o fenómenos meteorológicos. Sus personajes son tanto seres humanos como animales, que a veces tienen poderes extraños. Pero no hay razón alguna para asociarlos en su mayoría ni ahora ni en el pasado con el culto o la propiciación, las verdaderas marcas externas de la religión. El argumento de que en ellos y las historias acerca de ellos son "sagradas" en sentido estricto, es una cuestión completamente diferente» (1990: 25). Así como hay mitos que no siempre tratan de historias de dioses, tampoco no es generalizada que su narración esté siempre ritualizada. Hay sociedades en las cuales los mitos son narrados por hombres o mujeres, por jóvenes, adultos o ancianos. Del mismo modo, pueden narrarlos en cualquier tiempo y en cualquier espacio. 1.2.6. El mito: ¿reflejo de la realidad o especulación sobre algún problema? Kerényi afirmó que «en el mito, como en un espejo, se refleja el propio mundo»; es decir, que detrás de una narración mítica se esconde siempre la imagen del propio mundo y que, en el mito, él nos habla a nosotros de sí (Ferdinandy 1961). Flashner (1986) coincide con Kerényi y sostiene que los mitos revelan las estructuras de lo real y las múltiples modalidades de ser en el mundo; es por eso que nos sirven como modelos para comprender al hombre y su relación con el mundo natural en particular y con el universo en su globalidad. Igualmente, Malinowski (1974 y 1982) considera que el mito no trae realidades escondidas, sino es expresión directa de lo que constituye su asunto; no se trata de una explicación que venga a satisfacer un interés científico, sino una resurrección de lo que fue una realidad primordial que se narra para satisfacer profundas necesidades religiosas, anhelos morales, sumisiones sociales, reivindicaciones e incluso requerimientos prácticos. El mito, según Malinowski, cumple en la cultura primitiva una indispensable función: expresa, da bríos y codifica el credo, salvaguarda y refuerza la moralidad, responde de la eficacia ritual y contiene reglas prácticas para la guía del hombre. Argumenta el autor que de esta suerte el mito es un ingrediente vital de la civilización humana, no un cuento ocioso, sino una laboriosa y activa fuerza, no es una explicación intelectual ni una imaginería del arte, sino una pragmática carta de validez de la fe primitiva y de la sabiduría moral. G. Dumézil sostiene la tesis que los mitos no constituyen un dominio autónomo, sino que expresan realidades sociales y culturales más profundas. Operando en particular dentro del ámbito de las culturas indoeuropeas, Dumézil ha puesto a punto una técnica de comparación de elementos homólogos de las tradiciones mitológicas; homólogas, o sea, tales en cada contexto específico sus interrelaciones corresponden al reflejo de las interrelaciones de elementos idénticos o afines de instituciones sociales de la historia más antigua (Jesi 1976). Las posturas teóricas anteriores no admiten una diferencia entre la realidad y el mito, sino que ambos se interpretan y coinciden. Casi estamos ante un sistema de identidad que no admite una brusca distinción entre lo «subjetivo» y lo «objetivo» y que lo uno y lo otro no se oponen, ambos coinciden. Opuestamente, para C. Lévi-Strauss los mitos no son reflejos del mundo en el sentido que «cada sociedad expresa en sus mitos sentimientos fundamentales tales como el amor, el odio o la venganza, comunes a la humanidad entera (...). Si un sistema mitológico otorga un lugar importante a cierto personaje, digamos una abuela malévola, se nos dirá que en tal sociedad las abuelas tienen una actitud hostil hacia sus nietos; la mitología será considerada un reflejo de la estructura social y de las relaciones sociales» (1987a: 230). Excluido que en el mito puedan reconocerse esencialmente expresiones de sentimientos universales, explicaciones pseudo científicas o etiológicas de fenómenos naturales, formas de reflejo de instituciones sociales, acaba Lévi-Strauss por reconocerle al mito una esfera de existencia y significación autónoma, exclusiva, dentro de lo cual operan normas de variación, de asociación, de metamorfosis, autónomas también peculiares de la mitología, y traducibles al lenguaje de las operaciones algebraicas (Jesi 1976). No obstante, en las Paroles données, «Lévi-Strauss quiere demostrar que el discurso mítico puede evolucionar según las leyes que le son propias y ajustándose (gracias a los mecanismos lógicos de los cuales ya se conoce la complejidad) a la infraestructura tecno-económica de cada sociedad. En este momento Lévi-Strauss concede un lugar más relevante a la contingencia, porque plantea que el mito se ajusta a la infraestructura tecno-económica (Haidar 1990: 164). «La actitud descrita de Lévi-Strauss es porque trata de defenderse ante la crítica de idealista y mentalista por construir modelos abstractos sin ningún asidero en la realidad. En otro momento vuelve a aparecer el verdadero carácter del análisis estructural que da la primacía a lo racional sobre lo empírico. Cuando analiza los mitos salish, no obstante que los pueblos tienen necesidad de dar un lugar en sus mitos a las condiciones de la existencia objetiva del medio geográfico, Lévi-Strauss afirma que la explicación del mito por el medio geográfico o por la contingencia es superficial e insuficiente, y que es necesario recurrir a la explicación lógica para llegar a las verdaderas leyes míticas» (Haidar 1990: 165). La tensión teórica está en que el análisis estructural se metamorfosea como historia, como realidad, como medio ambiente, como contingencia. Esta tensión nunca se resuelve, siempre es retomada o repensada, produciendo análisis ambiguos donde algunas veces gana terreno lo histórico, la realidad y otras veces reina absolutamente lo racional, lo lógico (Haidar 1990). Ambas posturas se polarizan, la primera enfatiza en lo explícito o lo yacente mientras que la segunda enfatiza en lo implícito o lo subyacente del mensaje de los mitos. Estamos ante una confrontación entre la residencia de la verdad del mito en los contenidos explícitos versus la consideración que ella, la verdad, más bien se agota en la lógica de sus relaciones. Considero que la solución no reside en la polaridad teórica, sino que teniendo en cuenta que el significado real de un mito es normalmente inconsciente, es aceptable que este hecho no impide reflejar las preocupaciones populares de carácter social, económico, meteorológicos o de otra índole. Expreso mi acuerdo con G. S. Kirk cuando sustenta que «es posible que los mitos posean un significado en su propia estructura, que inconscientemente puede que represente elementos estructurales de la propia sociedad en la que se originaron o actitudes típicas del comportamiento de los propios creadores de los mitos. Pueden también reflejar ciertas preocupaciones humanas específicas, que incluyen las que las contradicciones entre los instintos, deseos y las inconmovibles realidades de la naturaleza y la sociedad pueden producir» (1990: 261). En consecuencia, postulo que el mito refleja los diversos ámbitos de la realidad del mundo, pero al mismo tiempo son especulativos sobre algún problema; es decir, los mitos sirven para pensar. De ahí la necesidad de estudiar tanto los explícitos como los implícitos del mensaje contenidos en los mitos. 1.2.7. ¿Mito original? Asumo con C. Lévi-Strauss que no hay mitos «auténticos» y «primitivos»; y que cada mito está constituido por el conjunto de sus versiones, que en una versión puede faltar uno o más motivos presentes en otra y viceversa. Lévi-Strauss escribe que «el método [que niega la existencia de una versión original del mito] nos evita, pues, una dificultad que ha constituido hasta el presente uno de los principales obstáculos para el progreso de los estudios mitológicos, a saber, la búsqueda de la versión auténtica o primitiva. Nosotros -afirma el autor- proponemos, por el contrario, definir cada mito por el conjunto de todas sus versiones. Dicho de otra manera: el mito sigue siendo mito mientras se lo perciba como tal» (1987a: 234). Este principio metodológico es ratificado en El hombre desnudo cuando opina que «jamás existe un texto original: todo mito es por naturaleza una traducción, tiene su origen en otro mito procedente de la población vecina pero extraña, o en un mito anterior de la misma población, o bien contemporáneo pero perteneciente a otra subdivisión social -clan, subclán, línea, familia, hermandad-, que un oyente procura deslindar traduciéndolo a su lenguaje personal o tribal, ya sea para apropiárselo, ya para desmentirlo, deformándolo siempre, pues» (Lévi-Strauss 1997: 582). En efecto, uno de los principios metodológicos del análisis estructural de los mitos de Lévi-Strauss, con el que estoy plenamente de acuerdo, es negar el problema de saber cuál es la versión más verdadera o fiel: un mito está constituido por el conjunto de sus versiones, un conjunto que por definición está siempre incompleto porque es una serie abierta que nunca se cierra. En consecuencia, el análisis deberá considerar a todas las variantes por igual. El conjunto mítico es un grupo de mitos que transmiten el mismo mensaje aunque no empleen el mismo vocabulario; es decir, que mantienen el mensaje pero no el mismo código ni la armadura. «Convengamos en llamar armadura a un conjunto de propiedades que se mantienen invariables en dos o más mitos, códigos al sistema de las funciones asignadas por cada mito a estas propiedades, mensaje al contenido de un mito particular» (Lévi-Strauss 1997). «Ya dispuesta las versiones en un orden determinado, se impone el problema del punto de partida; éste se establece a través de la elección de un mito que opera como referencia, el cual no representa lo típico sino más bien una transformación de otros mitos provenientes ya sea de la misma sociedad o bien de las sociedades próximas o alejadas. A partir de la selección de un mito de referencia se constituye para cada sucesión, el grupo de sus transformaciones, sea en el interior del mismo mito, sea elucidando las relaciones de isomorfismo entre sucesiones extraídas de varios mitos provenientes de la misma población. Posteriormente, si ese es el objetivo, se realiza la misma operación no únicamente con los mitos de una población, sino surgidos de sociedades vecinas, que exhiban analogías con los primeros» (Olavarría 1990: 24-25). 1.2.8. Lo educativo: ¿una función del mito? Lo educativo en el mito es otra fuente de debates teóricos. Al respecto están confrontados de una parte Hocart, Cassirer, Eliade, López Austin y May, y de otra Arruabarrena y Lévi-Strauss. A. M. Hocart (1985) expone que las alegorías platónicas encargaron al mito la tarea de educar el intelecto y mejorar la moral. Por su parte E. Cassirer (1993) enfatiza que se ha de considerar el mito a luz de la actividad formadora que le es propia. M. Eliade (1981, 1994a) pondera también que el mito fija modelos ejemplares de todas las actividades humanas, entre las cuales se halla la educación. Entre otras funciones, A. López Austin sostiene que «el mito educa. La narración mítica enlaza a las generaciones en la transmisión de valores y conocimientos. Pero hay que advertir que esta función no hace de la narración mítica un vehículo de sentencia o ejemplos moralizantes» (1998: 362). R. May también es de esta misma opinión, para él «los mitos son medios de descubrimiento. Son una revelación estructural progresiva en nuestra relación con la naturaleza y con nuestra propia existencia. Los mitos son educativos: "E-ducatio". Al hacer aflorar la realidad interna capacitan a la persona para que experimente una realidad más amplia en el mundo externo» (1992: 82). Igualmente, May sostiene también que «los mitos afianzan nuestros valores morales: esto es de una importancia crucial para nuestros contemporáneos, dado el deterioro de la moralidad, que parece haber desaparecido completamente en ciertas áreas» (1992: 32). La posición opuesta la representa H. Arruabarrena (1987), quien aduciendo a Lévi-Strauss afirma que de los mitos no puede extraerse ninguna enseñanza. Si la educación, como un proceso que vive el ser pensante en cuanto tal, se orienta a la adquisición de la cultura por el individuo, la formación de su personalidad y su socialización; es decir, su enseñanza para acomodarse a vivir como miembro de una sociedad, entonces el mito cumple una función educativa. Por otra parte, el objeto del mito -para Lévi-Strauss (1987a)- es proporcionar un modelo lógico para resolver una contradicción. No obstante se puede homologar la afirmación de Lévi-Strauss (1986a) que el tótem sirve para pensar («... porque proponen al hombre un método de pensamiento»), con los mitos sirven para especular. Pero como escribe J. Haidar: «... La función primera del mito de resolver un problema socio-histórico está subordinada a las estructuras lógicas presentes en todo discurso mítico» (1990: 160). Tal vez
la posición que del mito no
puede extraerse ninguna enseñanza esté justificada porque
«... el mito fracasa en su objetivo de proporcionar al hombre un
mayor poder material sobre el medio. A pesar de todo le brinda la
ilusión,
extremadamente importante, de que él puede entender el universo
y de que, de hecho, él entiende el universo. Empero, como es
evidente,
apenas se trata de una ilusión» (Lévi-Strauss
1987a:
38). No obstante, insisto en que al brindar ante un problema varias
propuestas,
el mito actúa formativamente. 2. Mito: definición operativa El desarrollo de las características comunes del mito que provoca consenso teórico en un conjunto de autores, y de las características que suscitaron distanciamientos y aproximaciones teóricas entre los mitólogos, me deja en condiciones de arribar a postular una definición del mito. Cuando decidí estudiar la categoría mito, hice mío la definición formulada por C. Lévi-Strauss (1987a) como un lenguaje que integra la lengua y el habla. Por el habla se le conoce; pertenece al orden del discurso. Por tanto, el mito está en el lenguaje y al mismo tiempo más allá de él. Esta primera aproximación, aparecida en 1958 en Antropología estructural, constituye el fundamento para la aplicación del método lingüístico-estructural al análisis del mito (Haidar 1990). Sin embargo, en 1985, en La potière jalouse (Lévi-Strauss 1986b) presenta una definición más rica y compleja, postulando que «el mito es un sistema de operaciones lógicas» que opera mediante varios códigos. El mito no sólo se realiza por medio del código oral, sino también a través de otros códigos culturales como el astronómico, meteorológico, cosmológico, zoológico, botánico, psicoorgánico (que incluyen los visuales, acústicos, olfativos, gustativos y táctiles) y tecnológico entre otros, con los que el mito puede elabora una especie de un metacódigo. Es interesante postular de modo específico que el mito, en cuanto relato oral, es una práctica discursiva sobre los acontecimientos primigenios ocurridos en el principio de los tiempos, entre seres sobrenaturales, y que dan cuenta de la cosmogonía, de la antropogonía y del origen de algo en el mundo como los elementos naturales y los pertenecientes a los derivados de la naturaleza humana. Las características que complementan a la definición postulada son: -
Hace referencia a los tiempos primigenios.
- El espacio mítico es de carácter sagrado. - Es social y anónimo. - El tiempo mítico puede ser cíclico, espiral (cíclico en forma gradual y creciente), o adoptar formas complejas como el cíclico que coexiste con el lineal, lo cíclico que cierra para empezar otro, o también la posibilidad virtual de la suspensión del tiempo. - Es un sistema de operaciones lógicas. - Mito y rito no siempre se corresponden. Hay mitos sin ritos, pero no ritos sin mitos. - Es precedente y normativo respecto a la acción de los hombres. - No siempre trata de los dioses aunque sí puede hacerlo. - Su significado real es normalmente inconsciente, pero este hecho no impide reflejar las preocupaciones populares contingentes. - No existen mitos auténticos, un mito está constituido por el conjunto de sus versiones. - Finalmente, entre otras, el mito cumple una función educativa.
Almeida, Ileana (y Julieta
Haidar) Arruabarrena, Héctor Augé, Marc Bachelard, Gaston Beristáin, Helena Bouysse-Cassagne,
Thrérèse (y
Olivia Harris) Cassirer, Ernst Dumézil, Georges Duvignaud, Jean Díaz Cruz, Rodrigo Eliade, Mircea Fages, Jean-Baptiste Farris, Nancy Ferdinandy, Miguel de Flashner, Ana Frazer, James Gadamer, Hans-Georg García, Carlos García Miranda, Juan
José González,
José A. García, Jackeline Garcilaso de la Vega, Inca Geertz, Clifford Haidar, Julieta Hawking, Stephen W. Hocart, Arthur M. Jesi, Furio Kirk, G. S. Kolakowski, Leszek Lakoff, George y Mark
Johnson Lasky, Linda Le Goff, Jacques Lévi-Strauss, Claude López Austin,
Alfredo Lotman, Iuri M. Malinowski, Bronislaw Melgar, Ricardo May, Rollo Olavarría,
María Eugenia Piaget, Jean Taipe C., Godofredo N. Taipe, Godofredo (y Amparo
Orrego) Turner, Victor |
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