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A la manera de los "espejos rápidos y lentos" que reflejaban simultáneamente el pasado, el presente y el futuro (artificio inventado por el escritor neobarroco yugoslavo Milorad Pavic) las fuerzas de la memoria son ante todo palabras, las que, al volverse reflejo del pasado y del presente, en nuestro intento de comunicarnos se convierten simultáneamente en reflejo prevaricador del futuro. La palabra hecha escritura es un espejo que no sólo retrata el presente, sino que es capaz de atrapar la memoria y el porvenir. Por ello, en nuestra tradición cultural helénica-judía-cristiana que separa los tipos discursivos (taxonomía emanada fundamentalmente de la Poética aristotélica), el surgimiento y consolidación de la racionalidad moderna, ha requerido del concepto de ciencia como un espejo capcioso desde el cual ubicar las distintas comprensiones que han interpretado el mundo. Se evalúa así el pasado, y se influye a su vez en los distintos proyectos de sociedad, tanto a escala técnica como utópica. Se sueña la ciencia como el espejo mágico por excelencia, que aglutinaría todos los tiempos posibles de ser pensados desde nuestra racionalidad: pasado, presente y futuro. En América Latina, múltiples paradigmas culturales y científicos han definido la comprensión y la práctica social por parte de la élite; sin embargo, se encuentran aún en signos de interrogación, las fuentes culturales que nos han permitido la reinterpretación de estos paradigmas, en tanto desconocemos los elementos culturales que han confluido en el modo como se reinterpretan estos en el contexto específico de nuestro continente. Así, reflexionar en torno al vínculo entre ciencia, poder y cultura en América Latina implica identificar las fuentes de aquellas formas de leer nuestro mundo social que, desde las ciencias, la teología o la estética, han determinado la comprensión que la élite va definiendo con respecto a su entorno. Comprensión que le es necesaria a esta élite para diseñar desde allí los proyectos y utopías con los que se ha intentado definir el futuro, tanto en la afirmación de movimientos sociales como en la crítica de éstos y de sus actores. Según lo planteado por Manfred Frank en su obra El Dios venidero, o El Dios aveniente (Das kommende Gott), sin duda, el movimiento posmoderno no es la única reacción hacia el proyecto ilustrado de la cual la historia de occidente puede dar cuenta, en tanto en la corriente romántica europea y latinoamericana existe una crítica de los fundamentos culturales del poder, con un profundo cuestionamiento de la verdadera posibilidad de emancipación humana por medio del uso de la razón. Frente a esto, la crítica posmoderna latinoamericana del Racional Iluminismo, en su estridencia, no nos aparece en muchos sentidos más que como una reedición de algunos elementos de la corriente romántica; en tanto, dentro de este movimiento cultural en la "legitimación estética" de los valores, se jugaba la posibilidad de construir la sociedad desde los fundamentos valórico-culturales del poder, estando esta "legitimación estética" fundamentada en el primado formal de la muerte de Dios. Se edifica por parte de la Romántica Latinoamericana en numerosas ocasiones, en sustitución de la figura de Dios, mitologías estéticamente coherentes, las cuales cerrarán el círculo que comienza con la secularización y concluye con la elaboración de una nueva teogonía, en un proceso vertiginoso en que la moral de los poderosos se edifica sobre la base de una nueva concepción de lo justo desde lo bello: José Victorino Lastarria, Domingo Faustino Sarmiento y Nicolás Palacios, al igual que figuras como Martí o Rodó, son fundamentos de ese todo polimorfo que constituye la expresión estética, y por este medio ideológica, de nuestra romántica. Es como si el barroco penara, a la manera de un espectro en una habitación sombría llena de candelabros, candelabros cuya luz cumple el propósito arcaico de proyectar sombras. A la manera quizás de un Lezama Lima enclaustrado y obeso hasta la muerte, construyendo su eterno Paradiso, lugar metafísico desde donde se pregunta y se responde: "¿Lo que más admiro en un escritor? Que maneje fuerzas que lo arrebaten, que parezcan que van a destruirlo. Que se apodere de ese reto y disuelva la resistencia. Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y por la noche sea milenario (Lezama-Lima 1987). La élite intenta asumir la modernidad desde la relectura de nuestra identidad cultural, como si lo milenario del cual habla Lezama fuese sintetizable en algunos modelos analíticos, y ello se desarrolla sobre la base de la búsqueda de una mitología secularizada, en la cual, la figura del pobre y del indígena pasan a ser un elemento más en este panteón mítico asociado al trazado modernizante. Se apela al recurso estético como mecanismo de comprensión intercultural en un ejercicio dialógico, producto del cual el pobre y el "indio" en abstracto, pasan a configurarse en imágenes estilísticas a las cuales se menciona como mecanismo de legitimación de las transformaciones modernizantes del orden social. El espejo opera reflejando en las palabras unos sentidos del que el lenguaje es portador, y que por eso mismo definirá el futuro. Todo se hace por el indio o el pueblo en pos de su promoción, para ello el pasado es embellecido y el bárbaro pasa a ser el "ingenuo salvaje", bello tan sólo por su misma ingenuidad. La nueva mitología se construye, por lo tanto, sobre la base de sujetos elaborados escénicamente como dignos y sufrientes, olvidándose al sujeto cultural concreto, con sus grandezas y contradicciones. La ciencia social, aplicada tanto al indigenismo como al desarrollismo, es la heredera de este proceso de construcción ideológica, que, dentro de una cáscara racionalista, esconde la idealización estéticamente fundamentada, y que se aparta en numerosas oportunidades de los sujetos culturales concretos, para crear valores en torno a la praxis social, edificados sobre la base de una ética autorreferida, en pos de la belleza de un actuar y de un pensar, definida desde el prisma de esa élite y en función del destino profético que la élite quisiese darle a nuestro continente. El liberal-romanticismo crea en Latinoamérica un concepto de cultura antes de que lo hiciese la ciencia antropológica, lo que determinó una autocomprensión tanto con respecto a los efectos del proyecto ecuménico del Barroco, como del Racional Iluminismo, sellándose así un tipo de legitimación estética del poder por parte de esa élite. Ello se evidencia en el indianismo literario y en el indigenismo político de la primera mitad del siglo XX, fundamentados en una apelación estética, lo cual fue positivo como recuperación de lo indígena, pero negativo como caricaturización del mismo. Ello se hace presente en las numerosas transformaciones en la percepción del sujeto popular desde la idea de chusma, luego sujeto de redención hasta llegar a pueblo actor de su liberación. Asumiendo que el lenguaje refleja tanto pasado como futuro, es fundamental considerar que una de nuestras limitaciones en el plano interpretativo consiste en evaluar los procesos que vivimos en Latinoamérica desde las sucesiones de formaciones sociales que atraviesan a los países centrales de Europa y hoy a Norteamérica, particularmente en los planos político, estético y económico, como si ese espejo más que reflejar portara una sucesión de imágenes que deben ser perseguidas. Ningún proceso es equivalente, particularmente en el plano de las formas culturales; por ello la sucesión entre Barroco, Ilustración, Romanticismo y Modernidad, es una escalera ascendente, y una forma de expresión de lo que Max Weber entendió por tipos ideales; sin embargo, los tipos ideales permiten muchas veces entender la historia pero no son la historia. Esta sucesión resulta engañosa y engañadora, si intentamos desde ella comprender nuestros procesos culturales. Desde la disección del sincretismo, identificamos elementos que nos permiten hablar de cada uno de estos "movimientos" de la cultura, sin que ninguno se encuentre químicamente puro en su momento histórico de manifestación más plena. En este sentido, ni siquiera el concepto de hibridación nos parece del todo pertinente. Algo híbrido es, por una parte, algo que no se reproduce y los procesos culturales comúnmente se difunden y reinterpretan, y por otra, significaría en el plano cultural el tránsito libre de un tipo de movimiento cultural a otro. Esto último no es del todo aplicable a nuestra historia cultural, ya que, por ejemplo, ni la modernidad se da químicamente pura, como tampoco podemos salirnos totalmente de ella, siendo las diversas formas de difusión cultural las que priman. Bástenos recordar, a manera de ejemplo, que elementos del barroco se reproducen aún creativamente en nuestra religiosidad popular, que el romanticismo aún impregna el discurso político, o que la apelación ilustrada a la razón sigue siendo un valor que genera relaciones de dominación. La específica polaridad e interconexión entre modernidad y barroco, que es separación por sobre todo arbitraria, parece ser un tema sobrexplotado por nuestras formas de escritura. En Latinoamérica, desde la metalengua de Alejo Carpentier hasta los desarrollos de la sociología culturalista y de la antropología cultural, la interconexión sincrética entre la exacerbación barroca y la racionalidad moderna parece ser un hecho asumido, tanto desde el macondismo más simplista, hasta los análisis de la cultura popular que demuestran lo especial de los modos en que la modernidad ha sido asumida en nuestro contexto desde lo estético y hacia lo científico. En este sentido, el planteamiento del sociólogo José Joaquín Brunner, quien evidentemente no piensa desde la periferia sino desde el centro del poder, es indicativo de este fenómeno, siendo tajante al hablar de la crisis radical del pensamiento científico social latinoamericano, crisis que se estaría gestando desde finales del siglo XIX, en una suerte de disputa que sostendría la novela latinoamericana en contra del pensamiento social, la cual se aprecia -según su planteamiento- en las posiciones en que se ubicaron disciplinas puntuales como la sociología, la antropología o la ciencia política. Todo ello en oposición a las pretensiones de la literatura en sus diversos géneros, pero particularmente en la novela, como forma alternativa de narración de la realidad sociocultural, planteándose la literatura en paralelo y en pugna con las ciencias sociales. Brunner sostiene que en esa confrontación hay un ganador, siendo éste la novela, que por mucho ha superado a la discursividad propia de las ciencias sociales, todo ello apoyado en Bajtin, en su concepción del texto epopéyico, el cual homologa con nuestra textualidad científico social. Otro factor contemporáneo de esta "nuevas" manifestaciones de las ciencias de la cultura, es el surgimiento de una serie de estudiosos en el ámbito de lo que genéricamente podríamos denominar como "estudios culturales", ámbito originalmente desarrollado por cientistas sociales -estudiosos como Néstor García Canclini en México, Walter Mignolo y Carlos Reinoso, en Argentina y Estados Unidos, entre otros- que, desde sus propias perspectivas de análisis, han puesto sus ojos en la historia del arte y de la literatura latinoamericana como camino interpretativo. Para estos estudiosos no solamente se trata de configurar un objeto de estudio en los terrenos de lo cultural, sino también de tomar elementos metodológicos del análisis propio de la teoría literaria, de la teoría del arte, de la historia de la literatura, etc., para intentar interpretar la sociedad latinoamericana. Estos estudios han sido la avanzada para la aparición de experimentos textuales mucho menos vinculados a la concepción tradicional de racionalidad científica. Podríamos hablar de un "posmodernismo periférico", para explicar el surgimiento de los estudios culturales latinoamericanos, reverenciadores del arte y emuladores de los métodos de estudio de las humanidades. Sería éste un camino que explicaría el surgimiento de esta modalidad textual y metodológica, en tanto estos estudios consistirían en una suerte de renuncia a pensar la totalidad. Esta afirmación es peligrosa, debido justamente a las características de la sociedad latinoamericana. No podemos hablar de posmodernidad sin haber constituido al sujeto moderno propiamente tal, y nos referimos al sujeto como un ethos formado en la multidimensionalidad de la dependencia económica, pero que además -en palabras del renovador de psicoanálisis Jacques Lacan- se ubica con toda su precariedad en el estadio del espejo en el plano cultural, imitación y búsqueda de rostro frente a los sostenes simbólicos que son ante todo falos totémicos y por tanto figuras de la ley. En este sentido, algunos de los textos interesantes surgidos en Latinoamérica aparecen en Chile en las últimas tres décadas. Estos textos disímiles y, en algunos casos, desconcertantes, surgen desde la interacción y el cruce de los campos científico y literario; poseen caracteres heterogéneos y sus contextos de formación son espacios culturales tales como el periodismo, la etnoliteratura, la literatura etnocultural, la poesía experimental, la antropología experimental, etc. Estos nuevos textos híbridos, son imposibles de ubicar exclusivamente o en la literatura o en la ciencia social, o por lo menos, en una noción tradicional de ciencia social. La modernidad europea se constituyo sobre la base de la disputa entre el irracionalismo romántico y el racionalismo ilustrado, disputa ganada de forma solapada pero rutilante por el irracionalismo romántico. Esta situación dialéctica -o de conflicto-, en la cual el tipo de discurso propio de lo que nosotros llamamos, a nivel europeo y norteamericano, posmoderno, no es ni una irrupción ni una casualidad, ni tampoco algo demasiado nuevo. Podríamos hablar de una cierta continuidad entre pensadores bisagras (entre los cuales destaca Jean-Jacques Rousseau) quienes, de una u otra manera, están en ese límite entre el irracionalismo romántico que genera tipos estéticos como el del buen salvaje y la idea del contrato social, los que -al igual que en el pensamiento hegeliano- supone la identidad entre realidad y razón, por lo cual asumimos que el mundo puede ser racionalmente comprendido porque se encuentra racionalmente organizado. Sobre esta base, es fundamental identificar los tipos ideales, es decir, los modelos para la interpretación de la realidad que están presentes en la ciencia social latinoamericana y que no responden solamente a una copia o un simulacro respecto del desarrollo de la discursividad científica de los países centrales de Europa y luego de Estados Unidos. Pero no podemos pensarnos tan alejados del centro. En la especificad del camino que Hispanoamérica ha seguido en la reformulación de sus formas culturales, la racionalidad moderna no es una hecho ausente sino un marco de referencia frente al cual se debe responder. Así, en la historia de la urgencia por el sentido, una de las primeras ediciones en lengua española de la obra de Erasmo, el Elogio de la locura (1506) es quizás la más desconcertante, al filo de lo impensable para el imperio español. Lo que inicialmente el impresor Frobenio publicara como Opera omnia Desiderii, Erasmo será el elogio a valores nuevos, contrarios incluso, a la reforma misma. Este libro de Erasmo debiera, no obstante, haber sido traducido como Elogio de la estulticia. En él, Erasmo anunciaba el resquebrajamiento de las certidumbres medievales,y la emergencia de la cosmovisión renacentista, un cambio cultural, como diríamos nosotros. Otro nuevo fuego que anunciaba otra conciencia de lo humano, el inicio de otra forma de utopía. Un espejo que refleja el futuro. Desde la Civitas Dei de Agustín, pocas obras conmovieron tanto los pilares de occidente como esta obra estulta. En la lengua de Góngora y Quevedo, la estulticia, no obstante, se encuentra más cercana de los razonamientos de don Alonso Quijano que de los desvaríos del demente moderno. La estulticia alabada por Erasmo es interpretada desde la lengua del Siglo de Oro español como una exquisita mezcla entre estupidez y locura, como sincretismo de las edades, como síntesis semántica, en la construcción de un rostro para la cultura occidental. Planteados de esta forma, los desvelos de la utopía de Erasmo tendrían en esa remota traducción dos sentidos: por una parte se erguirá semánticamente desde la idea de desquiciamiento como perdida del quicio, un salirse del rumbo establecido y, por otro lado, se tratará de la estupidez como negación de una forma específica de inteligencia (la inteligencia de la razón instrumental, prefigurada en el proyecto del cogito cartesiano que ya se incubaba en Erasmo). Así, pensándonos desde el adentro y desde el afuera, aún nos asombra la forma como, en el contexto de nuestro país a mediados del siglo XIX, una voz abrió una disonancia en el pensar. José Victorino Lastarria el polimorfo, acorralado por una aristocracia que apenas lo tolera en la cátedra, en el foro y en la escritura, pero que no puede dejar de admirar esa inteligente insolencia, esa estulticia del solitario desesperado, de la que da cuenta el profeta que anuncia sin saberlo las voces de la clase media en el siglo XX latinoamericano, y la crisis de la política de caballeros: En el chileno Lastarria aparece el reverso, el poeta héroe emergente, desde quien se originan tipos ideales estéticos, imprescindibles para la comprensión e incomprensión intercultural que hemos practicado. Erasmo (no sin un dejo de ironía que revelaba la incapacidad de oponerse al signo de los tiempos) elogiaba la necedad que es el apresuramiento, lo contrario al silencio de las culturas tradicionales y la economía de las palabras en la circulación de sentido, para Claude Lévi-Strauss. Justamente, fue contra esa estulticia como el barroco se erigió, contraviniendo las prácticas del cálculo y la inversión propias de la acumulación capitalista según las premisas weberianas. Paradójicamente la dilapidación ejercida por el proceso colonizador hispano en América, ajeno a los fines de la acumulación, favoreció a otras economías europeas según las crónicas de Das Kapital. Lastarria por su parte procuró abrir la forma discursiva del Estado nacional, representando a través de lo público a quienes no eran parte del peonaje ni de la polis oligárquica, esa clase media en ascenso que pugnaba por emerger. Lastarria no economizó palabras, pero tampoco las dilapidó. Se armó con ellas y, con voz estridente, se enfrentó al poder del santo Grial, haciendo uso de todos los recursos lógicos y estéticos de los que disponía, el poeta héroe acorralado y digno, anunciando nuevos tiempos para Chile y para toda Latinoamérica. Lastarria nos fue posible porque, en el contexto del elogio de la estulticia en lengua española, se gestaba también la ideología de la contrarreforma y su estética. El barroco (uno de cuyos enemigos ideológicos paradójicamente fue Lastarria), el desborde de la forma, la negación de los albores del cogito, una manera estética de construir la utopía, donde la forma ocupaba el lugar de los desvelos de la razón, donde la alegoría del poder imperial legitimada por la ostentación se erguía como faro. Frente a la incertidumbre naciente, fruto de una modernidad europea incierta, se erigía sólido el Cristo sufriente, la Madona Dolorosa, la sangre de las llagas y las puntas de las espinas macabras e irrebatibles, más poderosas que todos los argumentos del tomismo. Lo fundamental en este momento cultural, no es el derecho indiano definido desde Vitoria, sino la práctica misma de la evangelización, proceso enculturador por excelencia en la colonización de Latinoamérica, que se prolonga subrepticiamente hasta nuestro contexto. Una estética del dolor regulada por la razón y el poder desde la Inquisición, pura ritualidad transmitida por la estética barroca, el lado oscuro de la belleza añorada y hecha destino histórico. El sacrificio por última vez no introyectado (en términos del psicoanálisis lacaniano), evidente, auténtico y macabro. Encaminados en esta misma lógica, ¿cómo leer, por ejemplo hoy, el libro Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento? ¿Estamos frente a una novela o a un ensayo protosociológico? ¿Es un texto político? Podríamos decir, incluso, que se trata de un panfleto, en el profundo sentido del concepto, es decir, de un texto que intenta generar agitación y movimiento social. Cualesquiera sea nuestra caracterización del Facundo, no podríamos negar que desde ella se proyecta un modelo de sociedad que se constituye en un tipo ideal, un modelo analítico con profunda repercusión en América Latina. El Facundo se subtitula, como todos sabemos, "Civilización o barbarie", esta polaridad está representada (a la manera de tipos ideales), por un lado, por la ciudad como el exponente de la civilización, y del otro lado, el barbarismo está constituido por el campo y todo lo que él conlleva. Pero hay también una conceptualización de esos tipos ideales, de esos modelos analíticos. El gaucho, que tiene un contenido fuertemente indígena, es considerado por Sarmiento un signo de la barbarie y lo que debe hacer América Latina, según este autor, mancomunados el empresario, el político y el intelectual, es combatir esa instancia de barbarismo. Se trata de arrasar con el otro. En Sarmiento, profeta de la exclusión, la diversidad es vista como un enemigo poderoso que no debe ser negado sino más bien aniquilado. Hay aquí un modelo analítico; no es sólo poética. Hay una retórica atronadora que mueve a la acción y que, por ello, va a tener profundas repercusiones primero en las élites de corte político-literario, y luego en las élites técnicas de América Latina, aquí el tipo ideal opera en el ámbito político. Por otra parte, en esta lógica iniciada por autores como Lastarria y Sarmiento, surgen también obras paradójicas y monumentales, como el libro Raza chilena, de Nicolás Palacios. Par leer a Palacios debemos siempre recordar que cuando el poeta Octavio Paz intentó explicar la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, en la Ciudad de Méjico, no pudo afirmar más que "el reino del progreso no es un reino de este mundo". Su crítica del racional iluminismo respondía a la continuidad del escándalo frente a la barbarie, que iniciara Domingo Faustino Sarmiento en la lógica de un racismo modernizante, en el contexto del paradigma de la razón iluminista, surgido en el siglo XVIII, el cual se quiebra frente a la violencia de la segunda mitad del siglo XIX, organizada por los Estados que se sienten depositarios de la razón universal en la organización del mestizaje. Se trata del mito del Estado como entronización de la razón que Hegel aseguró. Cuando hoy muchos releen a nuestro racista Nicolás Palacios, no lo piensan desde la periferia, porque no se acepta la condición de periferia, sino que se enarbola la condición de fragmento perdido del centro. Nuestro pensamiento se va edificando en diálogo con la razón, diálogo que reviste por momentos características de idolatría, en el sueño de creerse un criollo ilustrado exiliado permanente de alguna metrópoli. El fin del ensayismo latinoamericano, sustituido por el paper o el informe científico, significa una violenta ruptura con formas de diálogo con la razón que, no obstante su racionalismo implícito, nunca dejó de contener intertextualmente un tipo de analogía estética, que en contradicción algunas veces con su idolatría a la razón, le daban su fuerza expresiva. En este tipo de textos, la metáfora vibrante permitía que se pasara del pensamiento a la agitación y luego a la acción. Dentro de este tipo, Nicolás Palacios es un exponente maldito y enardecido, pero que por el mismo hecho de su invisivilización resulta en un momento invisible por efecto de la crítica infundada y un tótem para las formas más irreflexivas de adhesión a sus postulados. Palacios escribe desde ciertas condiciones y supuestos, que hoy son inconcebibles. Este autor personifica para nosotros en primer lugar la ambición de pensar la totalidad. Una hipótesis sin recovecos ni vacíos; una hipótesis totalizadora, poética y retóricamente indesmentible, prendida por ello de todas las formas de ciencia, historia, biología, sociología, antropología y lingüística de las que se dispone en el Chile de finales del siglo XIX: El mito de lo chileno como raza arauco-germánica, inaudita, increíble y retumbante. La mezcla de lo araucano con los castellanos vascos godos, formulación antropológicamente increíble. El libro de Palacios representa una propuesta política, ya que posee "voluntad de poder ideológica", en tanto está revestida de "voluntad de verdad". El hilo conductor originado por Nicolás Palacios y que continúa en Francisco Antonio Encina, Jaime Eyzaguirre y Jaime Guzmán, resulta un delgado hilo que puede ser enrollado y desenrollado en el texto mismo. Nada impide a nuestra propia voluntad de verdad identificar en este libro de Palacios los trazos perdidos que, de alguna forma, vuelven a juntarse en el proyecto refundacional de la dictadura militar de Pinochet, que como proyecto cultural posee una historicidad no del todo reconocida. El alma de Palacios y el alma del autor textual se ven en su reinterpretación contemporánea inmersa en un proyecto neoliberal en el plano económico, genocida en el plano sociológico, pero que requiere de un concepto abstracto de unidad nacional, en el que reverbera un concepto de unidad racial, como una imagen que oscurece el cristal y permite el reflejo. Raza chilena puede ser leída como el primer texto de antropología sistemático escrito en Chile. También en el plano de los géneros podría dársele, en el afán de clasificar los géneros discursivos con los que se corresponde, el carácter de una inmensa novela. No obstante, la reubicación tipológica nada resuelve respecto de su voluntad de verdad y de dominio, lo realmente fundamental es otra cosa, algo distinto, aquello que la teoría crítica, especialmente Walter Benjamín esbozó en toda su radicalidad: Nicolás Palacios no es un cronista de su tiempo, es más bien un profeta, un revelador que se mueve entre la ideología, con el mito como fundamento de toda ritualidad y la utopía como energía de base de un proyecto histórico. El sustrato de Palacios es evidente, tiene toda la claridad de un cristal en el plano de su concepción mitológica. De esta forma Palacios es el primer antropólogo chileno, racista y vehemente como Lamarck o Gobineau. Palacios es un antecesor maldito y negado de nuestros actuales experimentos textuales. Luego de asumir y filtrar a autores como Lastarria, Sarmiento y Palacios, ya que la retroalimentación entre la forma estética y la forma escritural científica no es la unión de dos cánones sino la continuidad de un canon negado, podemos afirmar que seguimos creyendo en la antropología poética, pero en un concepto de poesía que es metodología y no una forma precaria de literaturiedad o de argamasa literatosa. En 1968, se publicó el libro Cortázar; una antropología poética, escrito por Néstor García Canclini; en este libro premonitorio se afirma que la antropología poética es la experiencia de una fisura en las formas de narrar, donde "todo configura un clima grotesco en el cual el hombre, jugando con los animales, pareciera expulsar de su interior bestias que lo perturban". Muchas son las bestias que nos perturban en el ambiente intelectual de nuestro país, y son esas mismas bestias las que nos hacen embestirnos unos contra otros. Se trata de seguir la estrategia deconstructiva que desde el fragmento es capaz de mirar la totalidad, en un proceso pulsional que ante todo se remonta a las formas más elementales del pensamiento, donde un rastro o una huella nos permite decir algo del conjunto. La antropología poética no es el centro de la analogía estética, simplemente por que ese centro no existe. En 1961, ve la luz la primera edición de Contra la interpretación, de la gran Susan Sontag (como se puede apreciar, mucho antes de la avalancha aglutinante de los estudios culturales) y ya aparecen en este libro conspicuo dos ensayos que deberían dejarnos atónitos: uno dedicado a Lévi-Strauss, donde habla del antropólogo como "héroe", y otro sobre La era del hombre de Michel Leiris. El capítulo donde se encuentran estos ensayo se titula paradójicamente "El artista como sufridor ejemplar". Pensamos que estos textos de Sontag sintetizan, hace más de cuarenta años, algo que debemos asumir como acto de fe: todo programa científico en ciencias humanas es inevitablemente un proyecto escritural, y sus éxitos paradigmáticos más bien se corresponden con su capacidad seductiva (al estilo del ritual que envuelve), y no con su capacidad de acumular verdades. Nada nuevo, pero ello estaba claro hace más de cuarenta años para Sontag. Quizás también todo se inicia con la visión abarcadora de Lacan, cuando saca al psicoanálisis de su zapato chino, en lo referido al soporte biológico que Freud le soñó y, para nuestra alegría, descubre el "imperio del significante", donde lo realmente profundo no es siquiera el inconsciente, sino el lenguaje mismo, asumiendo algo que particularmente la lingüística cognitiva no quiere aceptar, incluso en aquella incrustada en el análisis crítico del discurso de Teun Van Dijk: Esto se sintetizaría en la premisa que sostiene (nos sostiene) que el lenguaje en su dialéctica texto-contexto es constructor de mundo. En lo particular preferimos asumirlo como constructor de ideología, a la manera del Marx de la Ideología alemana, que se balancea grácil entre el materialismo de los economistas empiristas ingleses y el idealismo hegeliano, dando cuenta del deambular del sentido (algo que las culturas indígenas ya sabían, el movimiento perenne pero no progresivo de los ciclos de la naturaleza, que son los ciclos de los seres humanos relacionándose entre ellos y con el cosmos). Por otra parte, Martín Hopenhayn, escribió hace unos años que en rigor, todo El arco y la lira de Octavio Paz es una suerte de cascada de antropología poética, una poética del ser que se funde con una poética del poema, donde el viaje por los clásicos antiguos y modernos, los románticos, los neorrománticos, el Oriente y el surrealismo no es sino un desfile de referencias metafóricas de una misma poética dialéctica del Ser. No es casual, por lo tanto, la entrada de Paz en las licencias del pensamiento de la antropología poética, basta leer Madres y huachos… de Sonia Montecino. En concreto, nadie puede pretender la posesión del concepto; las palabras superan a sus autores y el lenguaje es prevaricador. Unir semánticamente en un breve sintagma las palabras poesía y antropología, es una forma de acceder a lo que podemos llamar las "licencias del pensamiento", sintagma no muy original. Agregaríamos que esas licencias de las palabras mismas, con todos los permisos que las antropologías posibles e imposibles nos permiten, no pueden dejar de ser pensamiento, aunque se trate de "otro pensar", del otro o del sí mismo. Se trata de ir al más allá, como predicaba Sarduy en su comentario de Bataille, en su texto genial Escritos sobre un cuerpo, se trata de cometer de una vez por todas el crimen que la burguesía más reprime; esto es, no solamente pensar sobre la muerte o sobre el erotismo, sino pensar sobre el pensamiento y así como Joyce intentara, se trata no solamente de que escribamos "sobre" algo, sino que en sí "escribamos algo" que merezca ser escrito. La renuncia a pensar es una renuncia al ethos occidental mismo, sin el cual, para los occidentales sólo es posible el vacío, y la justificación de una suerte de posmodernismo periférico, no puede sustentar ni la descalificación de lo que no se encuentre en este circuito ortodoxo y exiguo de nuestra ciencia social, ni la renuncia a pensar como ejercicio del más socrático de los logos, ya que la mimesis poética en la narración de lo sociocultural es algo que podemos remontar a Sarmiento y Lastarria, y que muy bien sabían hacer maestros como Jorge Millas y Carlos Munizaga, y bien enseñó, en Chile, Alfred Métraux. Es la continuidad de la analogía estética. Hace un tiempo el poeta Adolfo de Nordenflycht comentaba uno de los textos ortodoxos de la antropología poética chilena y planteaba que la tendencia originada por los "ortodoxos antropólogos poetas" tendría más bien que denominarse como "antropología narrativa", en tanto no hay en ella argumento ni reflexión sustantiva, sino un intento de narración mimética en el sentido de co-creación creativa de la realidad. Si seguimos a Ricoeur, "la poesía articula y preserva, en unión con otros modos de discurso, la experiencia de la pertenencia que incluye al hombre en el discurso y al discurso en el ser" (Ricoeur 1984). No vemos en esta antropología poética ortodoxa una poeticidad, sino más bien una estrategia metodológica, ya que el concepto de poesía presente en las obras de esta antropología, no es una categoría poética en el sentido literario del concepto, sino una categoría de carácter teórico-metodológica definida epistemológicamente desde una concepción "interpretativa", crítica de la racionalidad y de la textualidad científica, al estilo de la antropología posmoderna. Esta antropología poética no logra convertir a sus practicantes en poetas desde una definición rígida de lo literario. Más bien, "hacerse" antropólogo-poeta es practicar la antropología desde una autorreferencia que epistemológicamente significa el desplazamiento de la centralidad de esta práctica, desde lo observado hacia el propio observador. Poesía en estos textos es semánticamente rebasar los límites del texto antropológico tradicional para describir y definir de otra manera el encuentro con quien es estudiado y, desde esa nueva visión, centrada en el propio antropólogo, narrar en un ejercicio de intensificación de la propia subjetividad lo que hemos llamado un "yo rotundo". Pero, desde esta exacerbación nihilista de la subjetividad más concéntrica, pensar en haber inventado "la" antropología poética es, en términos borgeanos, como creer que Pierre Menard es el autor filológico del Quijote o que en el texto del mismo Borges Deutsche réquiem existe una enseñanza moral; sería un inmolarse en la marginalidad, como el Subdirector del campo de concentración de Borges, haciéndose dueño iracundo de las palabras, es no creer en el palimpsesto, es no conocer los intersticios del lenguaje. Pero todos nosotros sabemos que el lenguaje es borgeanamente un cuchillero, una voz que antecede cada cosa que pensamos, soñamos, decimos o escribimos y a la vuelta de la esquina nos pone el filo en el cuello, y como en los barrios populares, pensamos que no nos asaltaría por la vecindad entre nuestras emociones y las palabras que erradamente soñamos crear, y nos damos cuenta de que el lenguaje ya existía, la palabra concreta incluso ya existía, el adjetivo, antes de que la idea llegara a nuestra mente, casi como si la imaginación fuese una forma de memoria, en lo capcioso y prevaricador que el lenguaje tiene. Nuestro Leviatán, seamos o no antropólogos poetas, parece que se encuentra en los límites inconmensurables del lenguaje enfrentado a nuestra precariedad en el trabajo de campo, ya excesivas las angustias que el antropólogo y el poeta llevan a cuestas, pero son esas angustias combinadas las que hacen posible la innovación textual del etnógrafo. El "otro" es una excusa para hablar de sí mismo para el antropólogo, y es la innovación en el texto antropológico, una de las maneras como el lenguaje reconstruye al sujeto. Así la más empírica de las descripciones es del mismo modo un texto sobre un texto. Podría decirse más, toda esta polémica, que creemos recién se inicia, hace pensar en la posibilidad de hacer antropología desde un tiempo distinto para la experiencia etnográfica y la escritura de ésta, como lo ideó la maestra francesa Marguerite Yourcenar, un tiempo donde los viejos dioses han muerto y el nuevo, el Dios que puede salvarnos, no hace aún su potente aparición. Pero, por lo pronto, la poesía-mimesis-metodología no puede consumir al texto antropológico, las urgencias éticas lo hacen un acto de alguna forma depredatorio y alienado. Si la antropología surgió para hacer vida el sueño de Russell y Frege de generar una descripción isomórfica respecto del pensamiento, el lenguaje y la realidad, ello desde proposiciones definidas a partir de un contenido concreto, hasta una formulación verbo-simbólica con voluntad de verdad (a la manera de Foucault); ese mismo neopositivismo se ve flanqueado por la crisis de la metafísica de la conciencia; y nosotros, que seguimos creyendo en Malinowski, debemos sostenernos entre las fuerzas de la imposibilidad de la descripción objetiva y las exigencias morales de contextos que, por lo general, están saturados por la pobreza. Así, palabras duras como dominación, colonialismo, hegemonía, explotación son, a nuestro pesar, aún necesarias y vigentes en su capacidad de representar lo que se exhibe ante nuestros ojos. La estrategia deconstructiva tiene, para interpretar libros como los de nuestros antropólogos poetas ortodoxos, un conjunto de categorías en que parcialmente coincidimos, en el inmenso deseo de centro, como expresión de la necesidad de sentido, propio de la producción textual de la sociedad occidental. No obstante, el ser, la estructura, el bien y el mal, o cualquier forma de unificación del pensamiento es ambición de pensar el conjunto, pero la totalidad pensada es siempre frágil, y eso se expresa en la escritura antropológica, la cual desde la determinación de un punto fijo y acotado, se defiende, desde la emulación de las formas discursivas del evolucionismo, o las formas más diversas de subjetividad, en un contexto en que la antropología poética ortodoxa no es sino un punto en el desarrollo, de una búsqueda que es espiritual y epistemológica, pero por sobre todo metodológica; en la acepción que Bachelard le da al método: no como un sistema de técnicas, sino como un pensar para acceder al acaecer del mundo. El punto de encuentro entre ese pensar desde la fragilidad del fragmento y la escritura, hace a los antropólogos poetas por momentos divagar e incluso perderse en las formas poéticas, extraviándose por ello la capacidad para remontar en el objetivo de decir verdad, obnubilados por una crítica pugilística del informe técnico, para llegar a una textualidad que de experimental llega a ser un algo inacabado. Nos parece que ensayar nuevas formas de escritura tiene que considerar la materialidad del dolor, no solamente propio sino también ajeno, y quizás sea el mismo cuerpo del etnógrafo, nuestros cuerpos los que nos obliguen no solamente a poetizar, sino también a pensar, en la ingenua y legitima utopía de la plenitud posible, de la que hablaba Franz Hinkelammert, en su crítica de los tipos ideales weberianos. Podremos relativizar las relaciones causa efecto y justificar lo injustificable, las voces convocadas pueden ser muchas; no obstante, no podremos negar ciertas verdades, una de ellas es que en Chile y en toda América Latina han existido formas de pensamiento situado, que expresados en el arte, la historiografía, la filosofía, los estudios de género, la teología y las ciencias sociales han intentado dar razón de sus esperanzas en contextos donde la razón no es precisamente lo que prima. Lo que la sociología funcionalista llama "profecía autocumplida" el posestructuralismo lo caracteriza como la realización de un deseo. Incluso el patriarca de toda antropología literaria, Claude Lévi-Strauss, decía que su estructuralismo antropológico mismo era un mito, porque se movía en el eje sintagmático y paradigmático definido desde sistemas de oposiciones binarias. Si, desde García Canclini, en Latinoamérica se usa el concepto de antropología poética, se nos hace necesario un concepto de antropología literaria, con el cual reelaborar el mito, y de esta manera seguir en el camino que el lenguaje abre, como una suerte de Moisés que separa las aguas de la incomunicación, liberada nuestra lengua del vacío que genera la falta de isomorfía o equivalencia entre texto etnográfico y mundo sensible. Las antropologías poéticas o literarias serán siempre unas antropologías del cuerpo, ditirámbicas, inconclusas o funcionalmente inútiles, pero éticamente necesarias. Digamos como cita de incierta autoridad, que cuando niños todos creemos que las luces de Valparaíso vistas de lejos deben dejar ver que el puerto está de fiesta, sin embargo, no hay nada más triste que Valparaíso. Ensayar explicaciones frente al debate sobre las formas de narración antropológica nos lleva a pensar que en estas formas de escritura experimentamos el reflejo de los tres ciclos en que la antropología compromete hoy su teorización: los ciclos de la naturaleza, los ciclos del capitalismo y los ciclos del deseo. Una antropología de estos ciclos posiblemente sería la evidencia de que los impulsos son los mismos en todas partes, son únicamente las posibilidades las que cambian. No puede haber olvido. El rigor de los roles adheridos a nuestra pobre piel, son como latigazos o identidades de amos de rostro encubierto. En la lógica del capitalismo avanzado, el crimen más deleznable no es el deseo mismo, sino el no encubrir ese deseo, es el no proseguir con la parte del rito que nos corresponde, seamos científicos, sacerdotes o artistas. Se nos entrega la posibilidad de casi todo, pero asumiendo que, en el lugar preciso, hay un tiempo preciso y legal para el pecado como trasgresión, trasgresión en último caso de nuestra propia lengua, repartida en los compartimentos disciplinarios. No existe un tiempo ni un lugar para la vivencia ambigua del encuentro con otro u otros. ¿Qué pasaría si todos deshiciéramos e hiciéramos lo que queremos y simultáneamente eso fuese escritura? Como la "locura de la cruz" en san Juan, es aquello que no deja emica, por más que lo queramos. El conocimiento de lo que va más allá de estos ciclos es un bien escabroso, como la posesión del fuego: en este caso es como si no supiésemos producirlo, pero estamos predeterminados a alcanzar su lumbre, y por medio de ese procedimiento descongelar los huesos gélidos y seguir caminando. La antropología literaria como deseo de clasificación tipológico y por tanto taxonómico, tendría que ser una escritura ambigua respecto del deseo caracterizador, tendría que obviar sin rozar el ordenamiento que la academia tiende a conferirle a los discursos que circulan por el ambiente. Debería, soñando ya, ser un cúmulo textual convocante de los distintos modos de experimentación que en la antropología chilena usamos, pero sin vocación de secta, algo que se encarne en la escritura, para abrazar los fragmentos dispersos en los diversos experimentos, un abrazo tibio que no aprisiona sino que eleva, unos hombros confortables y gratuitos en los cuales depositar nuestras búsquedas expresivas. No obstante, sabemos los peligros de la travesía: la ambigüedad escrita y practicada es un pecado mortal; se trata por ello de la punible y mortal manera de que el capitalismo no funcione, es la ambigüedad de los afectos, mito antecedente por consecuencia de la ambigüedad de los cuerpos. Quizás por ello las distinciones maniqueas entre ciencia y literatura necesitan de un prójimo y un extraño, de un conmigo y de un sin mí, en definitiva: de un adentro y un afuera. Toda
ambigüedad de roles puede tener
un lugar, no obstante, la ubicuidad en la revelación escrita de
los otros por parte de quien posee el don de la palabra
antropológica,
ubicuidad que funde al yo con el otro, es el crimen mismo de la
línea
del montaje, el acto saboteador y deslumbrado, la impunidad
pública,
la estulticia del cuerpo, la ruptura con los ciclos. Tanto conocimiento
puede legítimamente transformarse en locura, pero jamás
en
evidencia. No nos podemos exponer a lo introyectado pero evidente: que
el ciclo del deseo es también ciclo productivo y que nuestra
experiencia
de los ciclos de la naturaleza, incluso del tiempo mismo, se define
desde
la mezcla entre deseo y producción, es decir, en el hecho social
que de allí
pasa en la teoría a ser acto de habla y luego
lenguaje únicamente.
Este artículo fue elaborado en el contexto del estudio El canon de la sociología chilena: del estructuralismo al culturalismo. Clave: HUMI 04-0705. Proyecto de investigación. Financiado por la Dirección de Investigación Universidad de Playa Ancha. Ejecutado en los años 2004-2005.
Allerbeck, Klaus Barthes, Roland Bataille, George Benjamin, Walter Bourdieu, Pierre Brioschi, F. (y C. di Girolamo) Brünner, José
Joaquín Durkheim, Emile Frank, Manfred Habermas, Jürgen Hauser, Arnold Hegel, Georg Friedrich Hinkelammert, Franz Lezama-Lima, José Marcus, G. Marcus, G. E. (y M. M. Fischer) Marcuse, Herbert Morandé, Pedro Palacios, Nicolás Paz, Octavio Rabinow, Paul Ricoeur, Paul Rosaldo, Renato Rosenau, P. Sarduy, Severo Sarmiento, Domingo Tyler, Stephen Weber, Max |
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