Nathan Wachtel:
Dioses
y
vampiros. Regreso
a Chipaya.
México, Fondo
de
Cultura Económica, [1992] 19972.
Por:
Juan
Javier Rivera
Andía
Este libro, escrito por el
notable andinista Nathan Wachtel, pequeño y con un lenguaje y trama
muy accesibles, trata sobre los habitantes de Santa Ana de Chipaya
(parte
de los argumentos desarrollados aquí, que son de nuestra entera
responsabilidad, fueron discutidos en un seminario de maestría dirigido
por Rodolfo Cerrón-Palomino en la Pontificia Universidad Católica
del Perú). Como se sabe, este pueblo, ubicado en territorio boliviano
y muy cerca de Chile, conserva una valiosísima variante de una lengua
hoy casi extinta en otras regiones andinas el uro. Sin embargo, el
trabajo
de investigación etnográfica que se ha realizado es aun relativamente
escaso.
Este libro constituye, pues,
más que una etnografía relevante, una buena oportunidad para
contrastar algunas de las perspectivas recurrentes que los
investigadores
sociales han adoptado acerca de los Chipaya. Queremos contrastar la
visión
de Chipaya en este libro con la de los trabajos etnográficos publicados
por los colaboradores de la revista Eco Andino y con la de las
investigaciones
lingüísticas de R. Olson, un miembro del Instituto Lingüístico
de Verano (que pasó cerca de diecisiete años visitando Santa
Ana de Chipaya con una avioneta particular hasta que fue acusado de
colaborar
para el servicio de inteligencia norteamericano).
Uno de los argumentos implícitos
del libro de Wachtel parece decirnos que, a pesar del relativo
aislamiento
de esta región de frontera, Santa Ana de Chipaya es un escenario
más de la mayoría de los cambios e influencias que afectan
a todo el mundo andino. Las transformaciones más notables abarcan
el mundo material, la organización de la comunidad y las prácticas
cotidianas y rituales. Los cambios materiales involucran la
infraestructura
- la construcción y disposición de las casas adoptando los
materiales manufacturados y un trazo urbano de la villa (Wachtel 1997:
84) -, la indumentaria - los hombres dejan sus ropas tradicionales por
productos manufacturados, de procedencia urbana -, y la desaparición
de las tierras dedicadas a fines religiosos -los terrenos de las
"capillas"
o cofradías son abandonados o expropiados con fines utilitarios
y fundamentalmente económicos, como los "invernaderos" de
vegetales-.
Los cambios en la organización
de Chipaya producen fenómenos comunes a todas las comunidades donde
la población incrementa su movilidad espacial, la emigración
resta jóvenes dispuestos a quedarse, y el incremento demográfico
vuelve escasas las tierras que podrían ayudar a los nuevos integrantes
de la comunidad. "…los alcaldes empezaban a encontrar dificultades para
establecer la lista de pasantes, ya que los voluntarios escaseaban cada
vez más" (1997 [1992]: 38). Wachtel nos brinda otros datos en los
que hubiese sido interesante que profundizara más. Es el caso del
sistema de rotación de tierras, que mantiene en Chipaya la misma
pauta que en otras regiones andinas (los terrenos son de propiedad
comunal
y de usufructo familiar, deben dejarse "en descanso" durante un lapso
de
tiempo prolongado, y siguen un sistema de alternación) a pesar de
las notabilísimas particularidades ecológicas de Chipaya.
La fuerte salinidad del suelo
exige, para el cultivo de la quinua, la inundación de una parte
del territorio durante más de seis meses, de este modo la sal de
la tierra es lavada por el agua, que luego es evacuada. El viejo lago
se
transforma entonces en campo cultivado, en el que cada jefe de familia
recibe cierto número de lotes. Sin embargo, al término del
año agrícola el suelo se empobrece al subir la sal, y el
cultivo se transfiere a otro terreno preparado con anterioridad para
una
nueva fase de inundación. Se trata, pues, de un complejo sistema
de rotación, a la vez del campo y del agua, ya que los lagos
artificiales
deben alternarse de tal modo que esté listo un terreno cada año.
Mientras que el uso de los lotes cultivados es individual, los trabajos
de riego y drenaje se ejecutan mediante faenas colectivas que reúnen
a los hombres de cada aillu en sus respectivos territorios (Wachtel
1997:
22-23).
Pero quizá lo más
interesante sean las anotaciones respecto a los cambios en las
prácticas
cotidianas y rituales. En primer lugar, la parquedad en las
manifestaciones
afectivas públicas entre adolescentes parece estar dejándose
de lado (en contraste con lo observado por los investigadores
interesados
en el tema; cf. Ortiz Rescaniere: La pareja y el mito. Lima,
Pontificia
Universidad Católica del Perú, 2001): "una escena de carácter
idílico: de un lado y otro de un bajo muro a lo largo de la calle,
un joven sentado en su bicicleta y una muchacha de pie en su patio
conversan
con ternura en voz baja" (Wachtel 1997: 14). Además, el mundo ritual
de Chipaya está marcado por un cambio muy común en las comunidades
campesinas de los Andes: la aparición de fiestas nacionales. Los
emblemas y las celebraciones relacionadas con las naciones andinas cada
vez tienen más presencia en la sociedad rural. Así, en Chipaya,
el "día de la raza" y sus representaciones teatrales han comenzado
a conmemorarse a partir de 1990. Sin embargo, algunos interesantes
párrafos
sobre un ritual de exhumación -del que no conocemos otras referencias
etnográficas- en el libro parecen contradecir lo anterior. Wachtel
nos cuenta como el alma de una difunta, enterrada en una fosa común
hace ya varios años, atormenta al viudo. Éste se arrepiente
de no haber buscado una mejor tumba para su mujer, y decide reparar el
error. El ritual, protagonizado por un especialista, es el siguiente:
"[en el cementerio] degüella
un borrego negro sobre la fosa, cuya sangre derrama en libaciones hacia
el oeste (donde se encuentra la morada de los muertos). Después
comienza a excavar el suelo en el sitio del sacrificio, con la ayuda de
un asistente... Después enciende un cigarrillo a fin de que el humo
aleje los efluvios peligrosos y recoge los restos, que coloca poco a
poco
sobre un pedazo de tela... No solamente extrae los huesos, también
los tritura, los soba y los acaricia con afecto. Se reconocen, con
manifestaciones
de ternura, las trenzas de la difunta perfectamente conservadas. El
cráneo
y la osamenta se limpian... y finalmente Martín retira el frasco
de alcohol con que el cuerpo fue enterrado... la pieza de tela es
replegada
y se la coloca con las ofrendas en una caja de madera, que se instala
en
la tumba donde se planta una cruz en el momento preciso en que el sol
desaparece
tras de la montaña" (1997: 29-30).
A pesar de estos parágrafos,
los cambios resaltados por Wachtel parecen inspirarle un cierto
pesimismo.
En "Dioses y Vampiros", Wachtel ve a los pobladores de Santa Ana de
Chipaya
inmersos en un mundo grotesco, un mundo que, por ejemplo, los aficiona
al uso generalizado de "una horrible gorra de fabricación coreana"
(1997: 11). Se trata de un mundo en asombrosa transformación. No
es sólo un cambio en las condiciones materiales (la contaminación,
la escasez de agua y de tierras) y sociales (el antiguo sistema de
cargos
se desmorona por la ausencia de nuevos integrantes). Se trata, ante
todo,
de un cambio religioso, un cambio en las ideas y los valores que animan
y orientan la vida de los Chipaya. Wachtel, como un historiador
preocupado
por el paso del tiempo, nos dice una y otra vez que este es el cambio
fundamental:
los Chipaya se han convertido multitudinariamente a las nuevas
religiones
llegadas al pueblo y que, hasta hace poco, era cosa de minorías.
Catequistas y protestantes priman sobre los católicos paganos, sobre
los que aun siguen las costumbres antiguas y, ahora, son una franca
minoría.
Las mismas permanencias culturales
de los habitantes de Chipaya son utilizadas por Wachtel para
ejemplificar
el cambio. Gran parte del libro está dedicado al tema de los kharisiris.
El hilo argumental de este tema son las desventuras de un hombre
acusado
por el pueblo de ser un degollador o una suerte de vampiro. ¿Qué
motiva esta exacerbación de las creencias más tradicionales
de los Chipaya? La respuesta de Wachtel es similar a la de otros
autores
que han tocado el tema de los míticos degolladores (pishtakuq, nakaq
o "sacaojos" en otras regiones andinas). La intensificación de estas
creencias es asociada a la desestabilización, al desequilibrio de
un mundo sumido en la explotación y la pobreza, a la excesiva
marginalidad
de un mundo explotado. Wachtel afirma lo mismo cuando nos dice que en
Chipaya
existe una especie de desesperanza frente a las transformaciones, un
desconcierto
que se manifiesta en las nuevas búsquedas religiosas y en las supuestas
apariciones de kharisiris.
"La interiorización
de la otredad, dado que el Kharisiri, aunque ligado a las amplias redes
del mundo exterior, surge en esta ocasión del mundo indígena.
Esto es, sin duda, síntoma de una profunda crisis: la intrusión
de la modernidad en el corazón de las comunidades andinas amenaza
hasta las raíces mismas de su identidad" (Wachtel 1997: 82).
Por otro lado, los investigadores
de Eco Andino (en especial G. Pauwels, Santiago Condori y
Orlando
Acosta) presentan un mundo pleno de tradiciones, de rituales y
narraciones
míticas. Como etnógrafos preocupados por lo exótico,
muestran las obsesiones y las preocupaciones fundamentales de los
habitantes
de Chipaya como fundadas en una visión mítica del mundo (el
celeste, el subterráneo y el de los hombres) y del tiempo. Aquí
también el campo de las ideas (y el de los gestos, los ritos que
estas animan y dan sentido) es el privilegiado para mostrar las
permanencias
de las antiguas tradiciones de Santa Ana de Chipaya.
En cierto modo, la diferencia
entre ambas posturas es análoga a la oposición entre el cambio
y la permanencia. Mientras Wachtel enfatiza y sólo ve cambios; el
equipo de la revista de Oruro privilegia la observación de las
tradiciones
y omite los cambios en Chipaya. Al mismo tiempo, ambos puntos de vista
encontrados tienen dos aspectos en común (además de su énfasis
común en los aspectos ideológicos de los habitantes de Chipaya).
Por un lado, ambas posturas dejan de lado la cuestión lingüística,
no la toman como un punto relevante dentro de sus argumentaciones a
favor
del cambio o la permanencia. Por otro lado, ambas posturas, consideran
que la "tradición" era muy fuerte en la historia pasada de Chipaya,
sea para negarla (como hace Wachtel) o para afirmarla (como hacen en Eco
andino) en el presente.
Este último
punto
en común nos ayudará a comprender la perspectiva adoptada
por otro de los estudiosos más notables de Chipaya: R. Olson, traductor
de la Biblia al uro-chipaya y de varios libros de cuentos en ediciones
bilingües. En el trabajo de este lingüista y pastor norteamericano,
la tradición oral Chipaya no aparece ni como muy distinta ni como
muy lejana. Los cuentos que compila y traduce son los más cercanos
a su propia tradición. Cuentos como los del gato que caza ratones
haciéndose pasar por muerto, la gallina laboriosa que no desea
compartir
el fruto de sus trabajo con los animales holgazanes, parecen haber sido
escogidos con el afán de mostrar a los Chipaya como un pueblo cercano
a la tradición occidental, como un pueblo no exótico. Un
pueblo cuya cultura indígena es, por tanto, fácilmente asimilable
a la tradición religiosa protestante (su objetivo final). Vemos,
pues, que, en este caso y en oposición al punto en común
de las dos perspectivas anteriores, las investigaciones de Olson dejan
de lado la tradición indígena en Chipaya: no discute su permanencia
o pérdida, porque simplemente no la considera relevante, no se interesa
en su diferencia. En suma, Wachtel nos ha entregado un libro con una
tendencia
bastante popular en las ciencias sociales de hoy, y que es promovida
por
aquellos que temen ser acusados de "exotismo". Nos preguntamos si
evitar
tal acusación vale la omisión de una descripción tan
detallada como los rituales funerarios o la organización del cultivo
de tierras en Chipaya.
|