Diana Wood:
El
pensamiento económico
medieval.
Barcelona,
Crítica,
[2002] 2003.
Por:
Juan
Javier Rivera
Andía
Este libro de Diana Wood,
aunque cuente con una pésima traducción al español,
ostenta una estructura y un desarrollo argumental que facilita la
comprensión
de sus ideas básicas. Aquí solo vamos a exponer aquellas
que suscitaron más nuestro interés. Uno de los primeros temas
discutidos en el libro es el conflicto de dos leyes: aquellos
concernientes
a la propiedad privada y aquellos en torno a los derechos comunales.
Existe
un desacuerdo entre las leyes divina y humana: según la ley de Dios,
todas las cosas se habían dado a los hombres por igual; según
la humana, las cosas se repartían de modo desigual. En esta
confrontación
- donde la ley divina (también llamada "ley natural") tenía
una preeminencia ideal -, se pensaba que la propiedad privada era un
producto
del pecado, una institución necesaria para ordenar la vida de los
hombres después de la Caída. En los hechos, la propiedad,
los derechos políticos y legales que involucra, están marcados
por el "descubrimiento del individuo" que caracteriza el siglo XII,
cuyo
aumento demográfico incrementa el interés en las disputas
por la propiedad.
La primera solución
invocada en este debate será la agustiniana (derivada del siglo
V). Para San Agustín, se trataba de un falso problema pues el autor
de la ley humana era Dios. Por lo tanto, era Dios quien, a través
de la ley de los reyes, había sancionado la propiedad privada. Sin
embargo, las posesiones terrenales son efímeras y, por lo tanto,
el hombre no debía amarlas mucho. Esta solución no anulaba
una cuestión que resultaba inquietante: ¿Cómo Dios
podía contradecirse estableciendo dos leyes contrarias?
Una solución alternativa
a la agustiniana fue la de cambiar la ley divina explotando su
flexibilidad.
Algunos clérigos del siglo XII propusieron que, en el contexto
específico
de la ley divina aplicada a un caso particular (como la Caída),
la propiedad común podía tornarse en privada. Después
de la Caída, la propiedad común comporta la discordia (pues
nadie cuida lo que es común, ni es posible que todos se ocupen de
todo). Por tanto, la propiedad privada, aunque parecía beneficiar
solo a algunos, era en realidad para el bien común. En apoyo de
esta solución, se traía a colación la reflexión
de Santo Tomás de Aquino acerca de que toda ley, si provenía
de la recta razón (y buscaba el bien común), provenía
de la ley eterna de Dios. Por tanto, aunque los preceptos primeros eran
inalterables, los preceptos secundarios, podían adaptarse a las
circunstancias. En esta medida, pues, se podía alterar la ley divina.
En apoyo de esta solución, venía la propuesta de que la propiedad
individual era, en realidad, un hecho natural. Aquella era un derecho
natural
del hombre porque este la adquiría a través de su trabajo.
Por tanto, era probable que la propiedad privada existiera incluso
desde
el estado de inocencia anterior a la Caída.
La solución monástica
era la renuncia a la propiedad, como una expresión de la búsqueda
de la perfección en la vida, del deseo de a Jerusalén (Regla
de San Benito). Bajo este signo, surgen diversos grupos (los valdenses,
los hombres pobres de Lyon, los cátaros, los humiliati, los taboritas,
y los franciscanos en el s. XIII). Sin embargo, esta opción - que
busca la pobreza total, la renuncia a la propiedad individual y aun
colectiva,
que rechaza el dinero - se torna cada vez más difícil cuando
la orden crece y se requiere un mínimo de "cosas". Será el
papa Gregorio quien trate de reducir las implicaciones impracticas de
esta
pobreza total.
La cuarta solución
encontrada por Diana Wood era la "administrativa". Afirmaba - basándose
en el Antiguo Testamento - que la tierra y sus recursos eran propiedad
de Dios y que los cristianos eran solo sus administradores. Por tanto,
en la práctica, era el papa, jefe de la iglesia, quien debía
tener el dominio de la propiedad en nombre de Cristo. Frente a esta
opción
clerical, pero manteniéndose en los mismos términos, surge
la propuesta de John Wyclif en la que el rey es el administrador. En la
monarquía nacional inglesa, el rey es el vicario de Dios en la tierra.
Contrariamente a San Agustín, se afirmaba que los reyes existían
antes que el clero. Pero además, se sostenía que la propiedad
secular se había desarrollado con la realeza, y que, por tanto,
el clero no tenía derecho sobre ella. De hecho, cualquier propiedad
del clero era otorgada por el rey, por el bien del reino, y por
supuesto
era revocable.
En síntesis, Diana
Wood reúne en tres grupos las soluciones al problema de las dos
leyes. En un grupo se encuentran las soluciones centradas en las leyes
(Dios había autorizado la ley humana, o la ley divina podía
adaptarse a las circunstancias, o la propiedad privada era para el bien
común). En un segundo grupo, se encuentran las opiniones inglesas
(la propiedad es privada pero un monarca constitucional la fiscaliza
para
el bien común). En un tercer grupo, encontramos la renuncia de la
ley divina y de la propiedad privada (o la propiedad privada es el
producto
natural del trabajo del hombre, o se renuncia a la posesión privada,
o se entrega la administración de la propiedad al papa).
Una vez expuestas estas soluciones
al problema de la confrontación entre leyes divina y humana, Wood
nos introduce en las controversias en torno a la naturaleza del dinero.
La conciencia de su importancia se puede ilustrar a través de un
humanista del siglo XV, Poggio Bracciolini, que comparaba el dinero con
los nervios que sostienen al cuerpo social. Parecen existir dos tipos
de
dinero en la Edad Media: el dinero como un bien con un valor inherente
(esto es, el que se hallaba realmente en circulación), y el dinero
artificial (pues solo existía en la mente y en los escritos), usado
solo para contar (existen autores que afirman la existencia de este
segundo
tipo de dinero en el caso de los grandes estados andinos
prehispánicos).
Como en otros casos, las ideas de Aristóteles son las que marcan
las líneas generales de la reflexión medieval en torno al
dinero. Basándose en la Ética y en la Política
(aunque esta tuvo una lectura un poco posterior), se considera el
dinero,
alternativamente, como una medida artificial de valor de las cosas y
como
algo con un valor intrínseco.
El primer tipo, el dinero
"fantasma", considerado una mera medida de valor surge primero, en el
siglo
VII, en Inglaterra y España. El dinero real, como medio de intercambio,
no tendrá mucha importancia hasta el siglo X, en que aun se utilizaban
pocas monedas en la vida cotidiana (debido a la escasez de metales, las
dificultades de acuñación y la mala distribución)
pero comienza el despegue de la economía monetaria (más precisamente
hacia el 950, con el desarrollo comercial del imperio Otomano). Este
dinero
en circulación tiene valores cambiantes, es un bien de contenido
metálico que tenía un valor en sí mismo.
Viene a completar esta visión
dual del dinero, una tercera consideración, también extraída
de la Ética Aristóteles: el dinero como una reserva
de valor, una garantía, el anticipo de un futuro intercambio. Esta
tercera perspectiva es opacada, en parte, debido al rechazo de los
escolásticos
a la acumulación de dinero y a su falta de interés en el
ahorro como formación del capital. De hecho, nos encontramos frente
a lo que Wood llama la doctrina de la esterilidad. El dinero solo sirve
para el intercambio y para nada más. De esta interpretación
de Aristóteles, surge la metáfora, biológica, de la
"esterilidad" del dinero. En suma, podemos encontrar cuatro funciones
del
dinero: como medida de valor artificial (es decir, dependiente de la
convención
humana y no de la necesidad, según la clásica distinción
de Tomás de Aquino) autorizada por el Estado, como medio de
intercambio,
como reserva de valor imperecedera y, finalmente, como valor en si
mismo.
El uso del dinero considerado
más adecuado es el de medio de intercambio. En el derecho romano,
por ejemplo, el dinero es fungible, se consume con su uso. Esta
posición
frente al dinero tiene consecuencias directas en el siguiente tema del
libo: la usura. En primer lugar, implica que no es posible separar la
propiedad
del dinero, del uso del dinero. En consecuencia, la usura es un pecado:
pide que se devuelva lo que se ha prestado, más el uso de
lo prestado. La usura es, pues, un abuso del propósito del dinero,
el intercambio. Sin embargo, una pregunta perturbadora enfrentará
este planteamiento: ¿El dinero metálico crece en caso de
préstamo?
Wood nos presenta dos visiones
de aquel que practica la usura: una como ganador y otra como perdedor.
Nos explica el primer caso a través de las enormes preocupaciones
medievales sobre la naturaleza de la usura. Ante todo, el concepto de
usura
es aplicable, no solo al dinero, sino también a cualquier cosa que
se pudiese contar, pesar o medir. A veces bastaba con la intención
de ganarla para cometer usura. Aun más, para algunos personajes,
como Graciano, la usura se definía como todo lo que sobrepasaba
la suma inicial. Por tanto, si el justo precio se basa en la justicia y
la igualdad aritmética y proporcional, la usura se consideraba como
basada en la injusticia y la desigualdad. El usurero es un pecador,
pues
vende un tiempo que solo le pertenece a Dios. El presupuesto subyacente
a este razonamiento donde la usura es un robo y el usurero, un ladrón;
es la siguiente: el dinero no puede producir más dinero.
Las condenas a la usura,
que comienzan entre los clérigos con el Concilio de Nicea, se apoyaban
principalmente en el Levítico XXV, 36, y en Lucas VI, 35. El tercer
concilio Luterano (1179) niega a los usureros "declarados" la comunión
en el altar y la cristiana sepultura, de modo que el sacerdote que
enterraba
a un usurero debía ser excomulgado y el cadáver era exhumado.
En el Fasciculus Morum (del siglo XIV) se cuenta que junto al
cadáver
de un usurero, enterrado con su dinero, "encontraron en el lugar donde
el dinero había sido atado unos horribles sapos royendo su cuerpo
en descomposición e incontables gusanos en lugar de un brazalete
con el dinero. Cuando vieron el acontecimiento, lo enterraron, pero
muchos
murieron a causa del hedor". Finalmente, Bernardino de Siena utiliza la
metáfora biológica para explicarnos que la usura acumula
el dinero de la comunidad como si toda la sangre de un cuerpo fluyese
hasta
el corazón dejando el resto vacío.
Junto con la condena, el
tercer concilio Luterano prescribía la restitución de lo
robado por los usureros. Tales restituciones se convertían, en el
caso de los usureros ricos (como los comerciantes italianos de los
siglos
XII al XIV), en actos de "filantropía" que no solo enriquecieron
al clero sino que compraban la salvación de los que cometían
usura. Pero lo que hacia aun más complejos la restitución
y la persecución de la usura, era que los usureros resultaban
indispensables
para los gobernantes. Así, desde el siglo XII, los reyes protegen
a los usureros, incluso a los judíos (a menos que estos dejasen
de ser útiles). Otra excepción a la regla era la llamada
"usura clerical": el mismo papado prestaba dinero con interés al
clero (para la formación de sus carreras) que este debía
devolver como impuestos. Además, los banqueros del papa podían
prestar dinero, con la licencia de aquel, con usura.
En el siglo XIII, se encuentra,
en De usuris de Giles Lessines, algunas excepciones que
permitían
pedir más de lo que se había prestado sin cometer usura:
las variaciones en el precio de la cosecha; el incremento en el número,
tamaño o valor de los objetos naturales; y los cambios en los precios
en el mercado de acuerdo a la demanda. En este punto, el criterio
definitivo
para saber si hay o no usura, parece refugiarse en la esperanza, en la
intención de obtener beneficios con la usura. Si no hay intención,
no hay usura ni pecado. Por tanto, el desconocimiento puede ser una
dispensa.
Estas complejidades, contradicciones
y excepciones en torno a la usura parecen reflejar ciertos cambios en
las
concepciones medievales en torno al tiempo, el trabajo y la industria.
Frente a ese tiempo que es, según Le Goff, el tiempo de la iglesia,
aquel regulado por la liturgia; otro comienza a regular la vida de los
hombres: el del reloj mecánico. La creciente conciencia del hombre
como propietario de su tiempo, concuerda con la recuperación, en
el siglo XV, por el humanista florentino León Battista Alberti,
de la idea del derecho romano de que el tiempo pertenecía al individuo.
La doctrina de la esterilidad
del dinero (y su pregunta: ¿cómo el dinero, siendo fungible
y estéril, puede aumentar con el tiempo?) recibe su estocada final
cuando consideramos otros dos factores: el trabajo y la industria. Si
el
tiempo no justifica el incremento del dinero, se puede acudir al
trabajo
y la "industria" (la agudeza, la sagacidad, la capacidad empresarial)
que
pertenecen al hombre.
La doctrina de la esterilidad
negaba que el dinero pudiera ser incrementado por el tiempo; por tanto,
la usura era un pecado mortal equivalente al robo del tiempo que solo
pertenece
a Dios. Sin embargo, lo que si podía ser afectado por el tiempo
era el trabajo y la industria, tanto los del prestamista como los del
prestatario.
Sin embargo, llegados a este punto, se podía considerar el trabajo
del prestatario como más importante que el del prestamista. Por
tanto, otra vez el usurero era un ganador condenable: sería condenado
por tomar el trabajo de otro.
A continuación, Diana
Wood expone la perspectiva contraria, en la que el usurero es visto
como
un perdedor, como alguien perjudicado: la teoría del interés.
Esta perspectiva, tomada del derecho romano, afirmaba que el interés
debía compensar las pérdidas reales o posibles. Se considera
que el interés es un justo medio, pues conserva la equidad y observa
el intercambio natural. Estas ideas ponían en peligro la teoría
de la usura, minaban sus principios (de que un préstamo debía
ser libre, de que el tiempo no se podía vender, pues era de Dios,
y de que el dinero era estéril y fungible), salvo uno: seguía
siendo la intención de obtener usura lo que constituía el
pecado. Sin embargo, en la práctica, usura e interés eran
iguales: ambos pedían un dinero adicional sobre el préstamo.
Los modos de esconder la usura eran variados: los "regalos" del
prestatario
al prestamista, los préstamos ficticios (la cantidad que aparecía
en el contrato era mayor a la prestada), los contratos por venta (el
contrato
de usura era disimulado como uno de venta), los pagos al usurero con el
trabajo del deudor, y los censos o rentas de por vida (que evitan las
prohibiciones
sobre la usura, aunque el pecado podía estar en esperar la muerte
temprana del beneficiado). Sin embargo, comienzan a formularse algunos
argumentos a favor del pago de interés, dictados por circunstancias
ajenas al préstamo (pues al ser este supuestamente "libre", aquellas
circunstancias no podían ser intrínsecas), como la pérdida
que podía causar el retraso en el pago (damnum emergens)
y la retención del beneficio de un monto cuando este es prestado
(lucrum cessans).
Uno de los aspectos más
interesantes en el libro de Wood es la relación que establece entre
las prohibiciones de la usura y el desarrollo de la banca y los
depósitos.
Como el intercambio de dinero (una de las funciones de los banqueros
comerciantes),
no era condenado, podía ser utilizado para disimular los préstamos
en pequeños intercambios, letras de cambio o intercambios simples.
Una de las instuciones más importantes de crédito, nacidas
en este contexto, fueron los "montes pietatis" aparecidos en
Italia
(o "cajas de misericordia", como se las llamó en España).
La polémica en torno a estas casas de empeño que prestaban
a los pobres a bajos intereses, aparecidas en Perugia en 1462, es tan
grande
que producirá una nueva definición de usura como consecuencia
de la bendición recibida de León X en el quinto Concilio
Laterano. La nueva definición acepta, implícitamente, que
se puede vender el tiempo, y que el dinero, antes considerado estéril,
podía ser fructífero. Esta institución, defendida
por los franciscanos, competía con los judíos (que ya habían
sido expulsados de Francia e Inglaterra) en el negocio de la usura,
enfatizando
su aspecto "caritativo" (el interés solo era para cubrir los gastos
y recibir una indemnización en caso de pérdida). Nos encontramos,
pues, ante la primera vez que la imposición de un interés
desde el principio del préstamo tiene sanción universal.
En síntesis, por un
lado, se produce una denigración de la pobreza. Los pobres que podían
trabajar eran culpables de su estado. Por tanto, la caridad hacia ellos
se torna más discriminatoria. Por otro lado, se glorifica el estatus
del comerciante rico y se justifica el comercio (antes visto como
pecaminoso).
Posteriormente, el concepto de interés surge y se separa del de
usura en el pensamiento económico medieval. Por tanto, el dinero
no solo será un medio conveniente de intercambio, sino un capital
que puede incrementarse. Se acepta que se pueden obtener beneficios con
el dinero sin correr riesgos ni hacer esfuerzo. Estamos, pues, ante el
paso de una economía basada en los recursos naturales, a otra basada
en el dinero, moderna. Diana Wood nos muestra la ironía de que fuese
precisamente un papa quien hiciese esta separación entre el interés
y la usura (por lo demás, los derechos de propiedad privada, la
riqueza, el comercio, el estatus comercial y las funciones del dinero
también
recibirán una justificación retrospectiva de la Iglesia).
Finalmente,
nos podemos acercar
a uno de los principios éticos fundamentales del pensamiento económico
medieval. Se trata de la imposición de un justo medio en el sentido
de un equilibrio justo y moralmente correcto. Tal idea es tácita
en todos los aspectos de la economía medieval a los que Diana Wood
acerca su mirada escrutadora: el equilibrio entre los derechos de
propiedad
privada y comunal, la redistribución de los recursos entre los ricos
y los pobres, el uso de dinero como un medio imparcial por medio del
cual
se podían medir todas las cosas, y, finalmente, los negocios (entre
compradores y vendedores, entre productores y consumidores, entre
empleadores
y empleados, y también entre prestamistas y prestatarios).
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