Ramón Pajuelo:
"Imágenes de la comunidad.
Indígenas, campesinos y antropólogos en el Perú",
en Carlos Iván Degregori (ed.), No hay país más
diverso. Compendio de antropología peruana.
Lima, Red para el Desarrollo
de las Ciencias Sociales, 2000.
Por: Juan Javier Rivera
Andía
Este artículo hace
un balance de los estudios antropológicos sobre comunidades indígenas
o campesinas en Ecuador, Bolivia y Perú. Pajuelo reconoce que la
dificultad de esta tarea estriba en la abundancia de la bibliografía,
en la falta de acuerdo, hasta el día de hoy, sobre lo que es una
comunidad y sobre cuáles son sus tipos, y, finalmente, en que un
balance de los estudios de comunidades se confunde con un balance de la
antropología misma en estas regiones (Esfuerzos anteriores como
este han sido realizados por Henry Dobyns (1970, Juan Ossio (1983),
César
Fonseca (1985), Mossbrucker (1991), Jaime Urrutia (1992), Heraclio
Bonilla
(1996) y Alejandro Diez (1997)).
Pajuelo sitúa los
primeros estudios de comunidades entre 1900 y 1930. en estos años
encontramos a juristas preocupados por el estatuto legal del régimen
de propiedad de las comunidades, y a economistas e ingenieros
interesados
en el progreso de la agricultura. Entre los autores de esta primera
etapa,
que buscaban describir e interpretar a los indios de las comunidades,
encontramos
a Francisco Tudela y Varela (1905, Socialismo peruano. Estudio
sobre
las comunidades indígenas), para quien las comunidades
indígenas -donde imperaba el socialismo- debían ser disueltas
para "transformar la población de la sierra del Perú en factor
activo y consciente" (p. 31); a Manuel Vicente Villarán (1907),
preocupado por los problemas jurídicos del status legal de las
comunidades
indígenas, cuyas "tradicionales costumbres comunistas" (p. 129)
y "decantada semibarbarie e ignorancia" (p. 64), estaban asociados a un
régimen de propiedad derivado del imperio de los incas que era
incompatible
con una "vida civilizada y progresiva" (p. 58); a Juan Bautista
Saavedra
(1913, El ayllu), para quien los linajes indígenas se fundaban
en el parentesco consanguíneo y en el disfrute colectivo de la tierra.
Con todo, el autor más importante de esta época es Hildebrando
Castro Pozo (1924). Como es sabido, Castro Pozo hace "la primera
descripción
etnográfica de una comunidad" (p. 131) del siglo XX. Pajuelo nos
dice, sin ninguna crítica posterior, que "Nuestra comunidad indígena,
hermoso y extenso libro... es el resultado del primer trabajo de campo
realizado en el Perú antes de la existencia de la antropología
profesional" (p. 131).
La segunda etapa es la llamada
"Edad de oro" de los estudios de comunidades (1940-1960). Este período
es iniciado por dos antropólogos extranjeros que realizan trabajos
de campo en los Andes: Mishkin (en el área quechua) y Tschopik (en
el área aimara). Los resultados de las investigaciones de Bernard
Mishkin en Quispicanchis, Cusco, entre 1938-1942, aparecen en Los
quechuas
contemporáneos (1946), publicado en el "Libro de bolsillo de
los indios sudamericanos". Allí toma la comunidad como un conjunto
de familias extensas unidas por el parentesco y la reciprocidad, y
susceptibles
a las presiones económicas externas. De modo paralelo, aparece Los
quechuas en el mundo colonial (1946) de George Kubler, donde
intenta
analizar los "componentes quechuas" en una "cultura colonial". Un hito
importante sucede en 1948, cuando comienza la primera investigación
del Instituto de Etnología y Arqueología de la Universidad
Mayor de San Marcos, realizada en la comunidad de Tupe (Yauyos, Lima)
por
Matos Mar (1949) y R. Ávalos (1952). Para Pajuelo se trata de la
primera vez que los antropólogos peruanos descubren un "otro". Por
la misma época, el Instituto Francés de Estudios Andinos,
con personajes como Vellard y Borricaud, investigan comunidades y
haciendas
en los Andes. Este último, a fines de la década de 1960,
rompe con "la imagen propagada por la antropología culturalista
y el indigenismo" (p. 148). Mientras que Matos y Ávalos estudiarán
el régimen de propiedad de la tierra (punto de partida usual de
cualquier investigación de la época) en las islas lacustres
del altiplano peruano.
Aunque Pajuelo no lo destaca
de modo muy explícito, nos encontramos en un período marcado
por el poder de José Matos Mar, a quien la antropología en
el Perú debe aun hoy muchas de sus tendencias actuales. Un ejemplo
de ello es el proyecto de estudios de Huarochirí y Yauyos que él
dirige. Surgen así los primeros intentos de estudios de área
y trabajos como los de Julio Cotler (1959). Al respecto, Pajuelo nos
dice
que Cotler "presenta las conclusiones más interesantes" (p. 136),
pero no hace ninguna crítica a uno de los prejuicios de Cotler que
subsistirán durante muchos años: en el pasado, toda la tierra
de las comunidades indígenas no podía haber sido sino de
propiedad comunal (Cf. Ortiz Rescaniere: "Unas imágenes del tiempo".
En: Anthropologica 13. Año 13. Lima: Pontificia
Universidad
Católica del Perú. Pags. 141-166. 1995). Aunque Pajuelo menciona
investigaciones poco conocidas (como las del valle de Lurín y el
pueblo de Pachacámac), del famoso "proyecto Vicos", sólo
menciona una pequeña etnografía ("Carcas, la comunidad olvidada",
de Castillo, Egoavil y Revilla, 1965). Además de desequilibrios
como éste, Pajuelo se detiene a criticar una de las publicaciones
de la época: la única colección de artículos
compilada por José María Arguedas (Estudios sobre la cultura
actual del Perú, 1964). Según Pajuelo, este libro aparecen
rezagado, pues buscaría "el 'mito' de la comunidad tradicional,
estudiada como herencia de un pasado todavía presente que, a ojos
de los antropólogos, aparecía como inmutable" (p. 139). Esto
contrasta con el hecho de que el texto de Arguedas incluido en esa
compilación
hable precisamente del cambio cultural, con que solo cuatro años
después, en 1968, según el mismo Pajuelo, Arguedas "enterró
la vieja imagen que presentaba a las comunidades como reductos
precolombinos
supervivientes a la Colonia y República" (p. 149); y, finalmente,
con que la expedición al "último ayllu Inka", también
mencionada en el artículo, organizada en 1957 por algunos estudiosos
cuzqueños (bajo la influencia de la corriente "Cultura y Personalidad")
hubiese podido prestarse mejor a una crítica de este tipo.
Entre 1960 y 1980, con la
crisis del culturalismo norteamericano y la influencia del
estructuralismo,
del marxismo y de la teoría de la dependencia, se afianzan los estudios
de áreas que incluían haciendas y comunidades, y se enfatizan
los cambios más que en las permanencias. Este período, que
Pajuelo llama la "gran transformación", se inicia con el Proyecto
de Estudios de Cambios en Pueblos Peruanos (1964), dirigido, una
vez
más, por José Matos Mar. Las investigaciones de este proyecto,
a juicio de Pajuelo, "significaron una verdadera renovación de la
antropología" (p. 146). Entre todas las áreas estudiadas
por este enorme proyecto, es, por supuesto, aquella dirigida
directamente
por Matos y llevada a cabo por los antropólogos más relevantes
del presente la que más elogios recibe de Pajuelo. "El proyecto
alcanzó sus mejores resultados en el valle del Chancay, que se
convierte
a lo largo de la década, como antes en el caso de Vicos, en un
importante
laboratorio de investigación y enseñanza" (p. 143-144). Del
libro más glamoroso de este proyecto, Estructuras tradicionales
y economía de mercado, tesis codefendida en 1967 por Fuenzalida,
Valiente y Villarán y publicada el mismo año por ellos y
Golte, Ramón Pajuelo afirma que es "una investigación sumamente
novedosa", pues "El gran descubrimiento fue que en Huayopampa la
mercantilización
no había desintegrado la los rasgos comunitarios" (p. 145). De otro
trabajo, escrito por Carlos Iván Degregori y Golte, Dependencia
y desintegración estructural, Pajuelo declara que es una
"investigación
importante... [donde,] mediante la revisión cronológica de
las diferentes modalidades de dependencia se estudia el proceso
histórico
de la comunidad, resaltando su 'matriz colonial' y su proceso de
diferenciación
interna" (p. 145-146). Pajuelo confiesa, sin embargo, que Golte y
Degregori
"asumieron con demasiada rigidez la perspectiva de la teoría de
la dependencia" (p. 145). La visión de Pajuelo respecto a este
importante
proyecto de Matos y Whyte en el valle de Chancay nos parece
excesivamente
condescendiente, por razones que hemos desarrollado en otra parte (Cf.
Rivera Andía: "Apuntes para una historia de la antropología
en el Perú: los documentos de Alejandro Vivanco y una bibliografía
de estudios etnológicos en el valle del Chancay". En Anthropologica
19. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú. 2001.
Y Rivera Andía: La fiesta del ganado en el valle de Chancay
(1962-2002).
Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú. 2003).
En la década de 1970
se desarrollan el marxismo y la teoría de la dependencia. Por tanto,
la diferenciación social y económica dentro de las comunidades,
los modos de producción, y la formación de clases sociales
en el campo serán las nuevas obsesiones de unos científicos
sociales que rechazan tanto el "culturalismo" y el funcionalismo, como
el "populismo" de autores como Castro Pozo. Uno de los antropólogos
más ejemplares de estos tiempos es Rodrigo Montoya, alumno de Maurice
Godelier y autor de Producción parcelaria y universo ideológico
(1980). Un autor más creativo puede encontrarse en César
Fonseca, que intentó una articulación entre el estudio de
las comunidades y la etnohistoria andina, buscando la continuidad del
ideal
del uso vertical de un máximo de pisos ecológicos planteado
por John Murra.
A partir de 1980 surge una
mayor diversificación temática, y un tratamiento de aspectos
específicos de las comunidades campesinas en vez de la comunidad
como un todo. Autores como Golte (1980 y 1986) se preocupan por definir
"el sentido y la organización propia de la agricultura andina",
y en mostrar que "la organización económica de las comunidades
opera articulando las esferas de subsistencia e intercambio mercantil"
(p. 157). Otros, como De la Cadena y Mayer, siguen esta línea agregando
el estudio de la diferenciación y de los conflictos. Comienza a
profundizarse en el estudio de los aspectos económicos (Caballero,
Figueroa, González de Olarte, Plaza y Francke, Salvador, Morlon)
e históricos (Flores Galindo, Bonilla) de las comunidades campesinas.
En este contexto, las comunidades a veces son vistas como receptores de
tecnologías foráneas, y otras como una base de políticas
agrarias alternativas.
Resumiendo, podríamos
afirmar que la primera visión de la comunidad indígena, de
principios del siglo XX, la entiende como la subsistencia de un pasado
inmemorial. Se la observa a través de una ideología (el comunismo)
y se la asocia a varios prejuicios: embrutecimiento, ociosidad,
barbarie,
hombre sumido en la naturaleza. A esta visión, expresada por juristas,
economistas e ingenieros peruanos, le sigue otra, expresada por
norteamericanos,
en la que se toman en cuenta las presiones económicas exteriores.
Las primeras generaciones de antropólogos peruanos profesionales
ven a las comunidades como una institución en proceso de cambio,
un cambio que afecta sobre todo a la propiedad, la familia y la
organización
comunal. El marxismo buscó expresar este cambio a través
de la diferenciación socioeconómica dentro de las comunidades
y de una especie de formación de clases sociales. Por otro lado,
la etnohistoria enfatiza, con base documental, ciertas permanencias de
formas de dominio ecológico en las comunidades campesinas. Muy cerca,
los ecologistas estudian la organización productiva y su relación
con el medio ecológico.
Este artículo, como
el resto del libro, tiene una bibliografía desordenada e incompleta:
simplemente no se encuentran en ella todos los textos citados por los
autores.
Más allá de esta cuestión, el artículo rescata
y contextualiza algunos textos casi olvidados de principios del siglo
XX
que pueden ayudar a conocer mejor los paradigmas que animaron la
antropología
en el Perú. Esta es su virtud más destacable. Sin embargo,
nos parece que Pajuelo tiene una actitud complaciente y parcial hacia
los
grandes proyectos realizados por una generación crucial en el
desarrollo
de la antropología en el Perú (en la que participó,
precisamente, el editor de Pajuelo, Carlos Iván Degregori). Muchos
estudios importantes de las últimas décadas, realizados desde
escuelas ajenas a la Universidad Mayor de San Marcos, se encuentran
inexplicablemente
ausentes de este balance. Esto podría tener que ver con la tendencia
misma del autor, que parece inclinado a continuar con la vieja
tendencia
al economicismo y al estudio de las instituciones más variables
dentro de las comunidades campesinas: "en la actualidad el debate se
enmarca
en los procesos de liberalización del mercado y la presencia gravitante
de la economía de mercado" (p. 167). Es ilustrativo leer su propuesta,
al final del artículo, de la descripción de ciertos cambios
en las comunidades campesinas: "la afirmación de la pequeña
propiedad, la pequeña producción, la urbanización
de los espacios rurales, la crisis del populismo redistributivo y la
afirmación
del mercado como el escenario central de reproducción de los pequeños
productores" (p. 166), la liberalización del mercado de tierras,
la "socialización política", y los "estudios regionales".
El tema de la cultura, en cambio, aparece subordinado a la organización
social: "¿Qué nuevas estrategias culturales viene planteando
el campesinado para seguir reproduciendo el "efecto comunidad" en los
Andes?"
(p. 166). Otro viejo error parece disimulado en el artículo de Pajuelo:
la pretensión de entender el cambio social sin conocer lo permanente.
Así, nos dice que "la antropología aún no asume el
reto de entender que los recientes procesos de cambio, tanto en lo
material
como en lo simbólico vienen modificando las anteriores formas de
socialización" (p. 167). Nosotros recordamos que, a veces, más
que los hechos, son las teorías de moda las que han condicionado
no solo las visiones que los antropólogos han tenido de las comunidades
campesinas, sino también los balances que se hacen al respecto.
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