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1.
La forma mítica
de la verdad
La filosofía pretende subsistir en nuestro mundo poniendo sobre la mesa las mismas cuestiones que venía planteando desde antiguo; sigue siendo búsqueda de la verdad, un querer conocer lo que las cosas realmente son, en el mismo sentido en que Sócrates la practicaba en Atenas. Pero la historia no pasa en balde. La filosofía ha contribuido decisivamente a construir la razón ilustrada y al mismo tiempo ha enseñado a ver sus límites, tanto más en un mundo como el nuestro donde la ciencia y la técnica y la economía amenazan con aplastar cualquier forma decente de vida. Pero ya sabemos -son enseñanzas de la historia de la filosofía- algunas cosas acerca de la verdad; por ejemplo que, en cierto sentido, la verdad es fea y terrible y que esa fealdad no es algo que tenga que ver con la ciencia, pues sabemos que ese aspecto de la misma no puede ser deducido racionalmente. Podemos, por así decir, hablar de la fealdad de la verdad en un congreso de filosofía, pero no podemos hacer que "aparezca" aquí, pues nuestros discursos pretenden ser bellos discursos que buscan la luminosidad, la transparencia y la claridad de la razón. Nada más lejos de mi intención que hacer que ustedes sientan la fealdad de la verdad; para eso, y también para otras cosas, están el arte y los artistas. Piso, pues, ese terreno de la filosofía que plantea que hay aspectos de la verdad que no se pueden resolver racionalmente -el filósofo nada tiene que ver con el hombre de ciencia- y la cuestión que quiero discutir es: ¿se pueden entonces resolver apelando al mito? ¿Se puede defender filosóficamente una forma mítica de la verdad? Reducir la verdad a dos formas básicas, la científica y la mitológica es, sin duda, una simplificación, pero a través de ella quiero aludir a una constelación que aparece recurrentemente cuando se descubren los límites de la razón -descubrimiento implícito en la distinción entre el hombre de ciencia y el filósofo-. Si la organización racional de la existencia no es suficiente para vivir, ni individual ni colectivamente, ¿es inevitable -cuando la destrucción y el nihilismo aparecen por el horizonte- el "paso atrás" al mito, entendiendo por "mito" un modo de comprensión que cuenta con "la posibilidad de que el verdadero orden de las cosas no es hoy o será alguna vez sino que ha sido en otro tiempo y que, de la misma manera, el conocimiento de hoy o de mañana no alcanza las verdades que en otro tiempo fueron sabidas"? (Gadamer 1997: 15). El filósofo que más ha influido en nuestro tiempo en la defensa de una forma mítica de la verdad ha sido, a mi juicio, Martin Heidegger. Así que recurriré a él para saber de qué hablamos cuando hablamos de verdad. Consideremos, siguiendo sus sugerencias, que la palabra "verdad" es una palabra fundamental (junto a otras igualmente fundamentales como belleza, libertad, razón o voluntad) que mienta la manera en que el hombre "se confronta con el ente en cuanto tal para conquistar un estar en medio de él y fundar ese lugar de estancia de un modo determinante." (Heidegger 2000: 141) Las palabras fundamentales tienen, según el filósofo alemán, múltiples significados, que se agrupan en torno a dos vías, las que él denomina vía esencial, por una parte, y vía que se aparta de la esencia, permaneciendo sin embargo referida a ella, por otra. En el caso de la palabra fundamental "verdad" esas vías se articulan según dos significados principales, relacionados uno con otro, pero básicamente diferentes; por un lado, "verdad" se entiende, en un sentido que no admite plural, como esencia de lo verdadero (igual que belleza mienta la esencia de lo bello o justicia la de lo justo); por otro, "verdad" designa algo verdadero en cuanto tal. Hay, pues, en ella una ambigüedad de fondo en cuanto que refiere tanto a la esencia como a "la multiplicidad que satisface la esencia" (Heidegger 2000: 144), ambigüedad que no es por lo demás exclusivamente suya, sino propia de nuestro lenguaje en general. Se trata, por tanto, de un deslizamiento de uno a otro sentido producido siempre que usamos el lenguaje, un deslizamiento que provoca la identificación de la esencia de lo verdadero con lo válido múltiple y universalmente (das Viel- und Allgemeingültige). Y así la verdad de la esencia consistiría en la "validez universal": Por lo tanto -escribe Heidegger- la verdad, en cuanto esencia de lo verdadero, es lo universal. La "verdad" en sentido plural, en cambio, "las verdades", lo verdadero individual, las proposiciones verdaderas, son "casos" que caen bajo lo universal. Nada más claro que esto. Pero hay diferentes tipos de claridad y transparencia, entre otras una transparencia que vive de que lo que en ella es transparente es vacío, de que con ella se piensa lo menos posible y de ese modo se elimina el peligro de la oscuridad. Esto es lo que sucede cuando se caracteriza la esencia de una cosa como el concepto universal. Que en ciertos ámbitos -no en todos- la esencia de algo valga respecto de muchos individuos (la validez múltiple) es una consecuencia de la esencia, pero no acierta con su esencialidad (Heidegger 2000: 145).Implícita, pues, en la comprensión de lo universalmente válido como "válido respecto de los múltiples individuos que en cada caso le pertenecen" se encuentra la identificación de la esencia con lo válido en sí, en general y siempre, esto es, el principio de la inmutabilidad de la esencia y, por lo tanto, también de la esencia de la verdad. Un principio, dice Heidegger, "lógicamente correcto pero metafísicamente no verdadero". Así, queda liberado un espacio para otra forma de la verdad, la que yo llamo aquí "mítica". Vivimos -qué duda cabe- una crisis del logos como crisis del sentido o finalidad. La razón, por sí sola, precisamente por su carácter analítico y procedimental, no puede dar cuenta del sentido. Vivimos en un mundo oscurecido, carente de metas. Es la crisis de la razón patente en las deficiencias del proyecto ilustrado. No puedo detenerme en los detalles de esta crisis ni en el intento de solución por parte de Heidegger. Pedro Cerezo ha descrito muy bien el proceso y ha defendido la vía mítica heideggeriana (Cerezo 1998). Con Heidegger hemos aprendido que esa crisis no concierne sólo a nuestra época, sino a la totalidad de la trayectoria del hombre occidental. Se puede, sin duda, sostener, como hace Heidegger, que la ciencia y la técnica representan la consumación de las posibilidades abiertas por la metafísica y, por tanto, el cumplimiento del acontecer nihilista de nuestra tradición. Ante este panorama es comprensible que el movimiento del pensar heideggeriano tome la dirección de una vuelta al mito. Si las cosas han llegado a ser como son, se hace necesario retroceder hasta el origen histórico de la metafísica (tierra natal del logos) para preguntar por qué ha pasado lo que ha pasado y qué hemos perdido del origen o en el origen. Son conocidas sus tesis: ¿Qué se ha olvidado o perdido? El sentido del ser. ¿Quién lo ha olvidado? La metafísica, nosotros mismos en cuanto que nos comportamos de un modo metafísico. ¿Quién puede recordar lo olvidado? El hombre creador, el hombre poeta. Los pensadores y los poetas compartirían una misma tarea, una tarea mítica, que consistiría en la rememoración de lo que aconteció en el origen con vistas a una expectativa futura de salvación o sentido o finalidad. Su tarea consistiría en trabajar en la apertura del claro del mundo a partir del cual se habría desplegado el horizonte histórico de sentido -ahora ya perdido- donde comenzaron a mostrarse las cosas en su ser, para que el hombre pueda demorarse de nuevo junto a ellas o, como dice Heidegger, para que el hombre pueda volver a habitar el mundo. Heidegger piensa -todos lo sabemos- que es aquí donde se localiza la verdad. "Verdad" es, a su entender, la palabra adecuada -colocada, obviamente, en el surco de la vía principal que no se aparta de la esencia- para describir la estructura del claro. En cuanto apertura del mundo, la verdad se daría en el quicio entre ocultación y desocultación (entre Verbergung y Entbergung), algo bien diferente de la verdad como modo correcto de habérselas teóricamente con lo dado en el claro del mundo. Y no otra cosa serían el poetizar y el mito como proyectos iluminadores de la verdad. La poesía originaria guardaría la esencia del mito como instauración de sentido. A modo de resumen y para abreviar tengamos presente el siguiente texto: Pero suponiendo -escribe Heidegger- que la 'Mitología' no es una teoría de los dioses que los hombres se inventan porque todavía no están maduros para una Física y Química exactas, suponiendo que la Mitología es el 'proceso' histórico en el que el Ser mismo aparece poéticamente, entonces, el pensar, en el sentido de pensar esencial, está en una relación originaria con la poesía (Heidegger 1984: 139).El texto autoriza, pues a hablar de una "forma mítica de la verdad" en tanto que, por un lado, identifica el mito con el "'proceso' histórico en el que el Ser mismo aparece poéticamente" y, por otro, pone en relación la filosofía, nombrada ahora como pensar, con ese proceso histórico-poético. Como
dice Heidegger en otro contexto refiriéndose
al arte en general, éste sería necesario "como un camino
y una residencia del hombre en las que se le abre la verdad del ente en
su totalidad, es decir, lo incondicionado, lo absoluto" (Heidegger
2000:
88). Este acontecer se identifica con el proceso de
simbolización
de lo real tan admirablemente reflejado en el poema final del Fausto
de Goethe (versos 12.104 y 12.105):
2.
Más allá de la verdad:
qué se puede esperar hoy del mito, del arte y de la
filosofía
Ahora bien, cabe preguntarse: ¿no sigue siendo ese horizonte totalizador un reducto metafísico?; ¿no refleja esta búsqueda la misma remisión del mundo sensible al mundo inteligible (eterno, imperecedero e incondicionado) rechazada como un operar que ha producido el necesario olvido del ser del que la propia razón occidental sería culpable?; ¿no es ese ansia de totalización de lo real precisamente el aspecto de la razón que ha entrado en crisis en nuestro mundo, incluso, si hacemos caso de Heidegger, ya desde el origen? Quisiera aquí solamente aportar una prueba de que esto es así que se encuentra en la Crítica del juicio de Kant, es decir, en la, por así decir, clave de bóveda que cierra la estructura de la razón ilustrada. En efecto, en la descripción kantiana de lo sublime se encuentra, a mi entender, el fundamento teórico más antiguo de la forma mítica de la verdad que estamos examinado aquí. Gracias a ese sentimiento se muestra, según Kant, la secreta concordancia entre la naturaleza y la estructura racional de la subjetividad del sujeto, de manera que se podría postular un acorde (Stimmung) del hombre con el mundo al que el propio Kant le da el nombre de "verdad". Según Kant, en la apreciación de lo sublime experimentamos la naturaleza como un poder o fuerza (Macht) que despierta en nosotros el sentimiento de un poder todavía más fuerte que el de la propia naturaleza y que, sin embargo, no es naturaleza. La fuerza de ésta hace que experimentásemos nuestra existencia terrenal (Kant habla de bienes, salud y vida) como infinitamente pequeña, vulnerable, pero, al mismo tiempo, descubre un poder en nosotros, en nuestros más elevados principios, que en ningún caso podría ser puesto en cuestión por una fuerza natural, por muy grande que fuese. Así que la sublimidad vendría dada por esas situaciones en que la imaginación se ve forzada a exponer -a poner fuera, a sensibilizar- una fuerza que no se puede exponer, que es irrepresentable, haciendo así patente "la determinación del espíritu" -esto es, justo lo que no se puede exponer. Y en esto estaría la verdad (die Wahrheit), en un sentimiento, en una disposición o acorde (Stimmung) entre la incapacidad de la imaginación para exponer tanto la potencia de la naturaleza como la, por así decir, superpotencia de la determinación moral en nosotros. Simplificando: Nuestra naturaleza in-condicionada, inmortal, eterna e imperecedera.. En este lugar de la argumentación se podría introducir, si tuviéramos tiempo, una reflexión que mostrara la similitud entre, por una parte, la estructura del sentimiento de lo sublime descrita por Kant en la Crítica del juicio, que muestra que, primeramente, se produce una suspensión del ánimo ante las potencias de la naturaleza que amenazan con destruir al sujeto (sentimiento de la muerte) y, en segundo lugar -sin solución de continuidad-, se desvela la superpotencia del espíritu y, por otra parte, la estructura de la obra de arte como lucha entre "mundo" y "tierra", es decir, la descripción heideggeriana de la verdad ontológica, pasando por la lucha entre lo apolíneo y lo dionisíaco descrita por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia (he desarrollado este asunto en Zúñiga 2005). Se podría afirmar que las tres son descripciones de una misma estructura mítica. ¿No cabe entonces afirmar que en la forma mítica de la verdad que Heidegger reivindica se reitera, sin apenas cambios, la tradición metafísica? ¿No son esa voluntad de verdad y esa aspiración a lo imperecedero síntomas de un modo de existencia que niega el carácter perecedero de la realidad? Cabría, en efecto, preguntarse si los poetas que aspiran a lo incondicionado no son sino un símbolo de un modo metafísico de acceso al mundo. Cabría, pues partir de y llegar a otro lugar que fuese fuente de todo sentido. Cabría pensar que todas las doctrinas sobre lo imperecedero sean, quizá, mentiras propias de los poetas, pues éstos, como dice Platón, mienten, y mienten demasiado. Cabría entonces oír la voz de un poeta novísimo que, al entroncar con las voces de los poetas anteriores siguiera mintiendo, pero que, en la medida en que se hubiera cansado de las voces de sus antepasados, poetas viejos y no tan viejos, desbrozara sendas que conducen a lugares que son de mañana y del futuro. Cabría entonces oír a alguien que se hubiera dado cuenta de la poca profundidad con que se ha pensado y sentido hasta ahora, precisamente porque todo sentimiento y todo pensar habrían sido, hasta él, siempre, metafísicos. Por ese camino alguien podría llegar a suponer que el sentimiento de lo sublime como verdad (entendiendo esta palabra en su sentido histórico esencial, como acorde o acoplamiento o encaje -Stimmung- del hombre con el mundo) proviene de una única fuente, a saber: de la vanidad del hombre, a la cual podría quedar reducida toda voluntad metafísica de totalización de lo real, ya sea mítica o racional, voluntad metafísica que puede ser considerada, sin duda, como la más potente voluntad de poder sobre el mundo que quepa imaginar. Quizá alguien así pueda convencer a los poetas de que, en el fondo, ésa ha sido su voluntad más íntima hasta ahora, ayudándoles a descubrir que son demasiado sublimes y solemnes, que carecen de las rosas, de la risa, de la belleza. Sabrán gracias a él que han vuelto huraños cazando en los bosques de la verdad. Pero, ¿cómo serían entonces la nueva poesía y el nuevo pensamiento? Desde luego, todo poetizar tendría que mantenerse en los límites de lo pensable. Las suposiciones de poetas y pensadores no podrían ir más allá de lo que los hombres fuesen capaces de crear. Cabría, pues, imaginar una capacidad creadora que no esté fundada en aquello que no se puede llegar a pensar sin limpieza, una voluntad que en su creación transforme -en esto consiste la creación- lo que tenga que transformar en algo pensable y sensible para el hombre, algo, por así decir, al alcance de su mano, una voluntad creadora que piense lo sensible "hasta el final" (Nietzsche 1984: 132). Si alguien pensara así no tendría que renunciar, como poeta y como pensador, a su voluntad de verdad sino que simplemente debería crear una razón, una imagen de sí mismo y una voluntad de verdad acordes con este mundo, pues evidentemente, no podría soportar la vida sin esa esperanza. No. Ese hombre no tendría que instalarse en lo irracional, ni en lo incomprensible, ni en lo inconcebible. Sería, en cierto modo, un continuador de Sócrates, un buscador del conocimiento y la verdad que habría renunciado a todo pensamiento que se vuelva contra su mundo, y que persistiría en una creación que lo redimiera del sufrimiento e hiciera ligera la vida. Tendría que aceptar muchas transformaciones y muchas muertes hasta poder llegar a justificar su mundo perecedero. Gracias a su voluntad creadora aceptaría su destino, llegaría a quererlo y enseñaría la verdadera doctrina acerca de la voluntad y la libertad, a saber: que el querer, y no la verdad, nos hace libres. Esta "verdadera doctrina" valdría también para el que busca el conocimiento, para el filósofo, que llegaría a adquirirlo en la medida en que en su inteligencia hubiese voluntad de crear. Para concluir: se puede sostener la fuerza del mito en nuestro mundo, pero no por su valor de verdad. "El hombre quiere hablar, por muy imperfecto que sea, de aquello que en él es algo más que humano", dice Ernst Jünger. Creo que el mito tiene que ver con esa imperfección. Si el hombre pudiese hablar de eso que en él es algo más que humano de un modo perfecto, entonces podría alcanzar la verdad. Puesto que no es así, tiene que hablar en el modo no-verdadero e imperfecto del mito. Cervantes, cerca ya del final de sus días, yendo de viaje a Madrid, mientras caminaba -murió pobre, como se sabe- fue interpelado por un estudiante que realizaba el trayecto a caballo. Al creer reconocerlo le preguntó si él era el famoso Cervantes de quien tanto se hablaba, ofreciéndole seguir el camino a caballo. El ilustre escritor rechazó el ofrecimiento diciéndole que ese personaje famoso estaría en los oídos y en las bocas de mucha gente, pero que allí mismo, en aquel preciso lugar, sólo se encontraba el Cervantes de carne y hueso. Le pidió que dejara al Cervantes famoso en su lugar y que siguieran lo que quedaba de camino en buena conversación. Podemos, creo, seguir buscando como hombres míticos un acoplamiento con nuestro mundo, pero no en el sentido de la búsqueda de la verdad, sino respetando la no-verdad. Soy,
como se ve, muy crítico respecto
de cualquier intento de rescatar para la filosofía o para el
pensamiento
una verdad con mayúsculas. Creo que toda nuestra fuerza se nos
va
en ello, en empeñarnos en oponer a la ciencia y a lo
científico otra forma de verdad. Si, en vez de eso, pensamos el
mito
como un
más allá de la verdad, habremos avanzado un trecho y
podremos
quizá despejar el lugar desde donde seguir haciendo
filosofía
-mitológica-.
Cerezo, Pedro Gadamer, Hans-Georg Heidegger, Martin Jünger, Ernst Nietzsche, Friedrich Zúñiga García,
José
Francisco |
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