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A comienzos de
la
década de los setenta del siglo pasado, Mircea Eliade era un afamado
profesor
de historia de las religiones en la facultad de Teología de la
Universidad de
Chicago. Sus estudios sobre filosofía y antropología de la religión
gozaban de
un prestigio y un reconocimiento internacional y eran traducidos a
diversas
lenguas, al igual que sus novelas. Incluso se barajaba su posible
nominación al
Nobel.
De repente, todo este escenario quedó ensombrecido en 1971 por un artículo aparecido en Toladot, la revista israelí de la emigración rumana, en el cual se ponía al descubierto el pasado de Eliade de cuatro décadas atrás, cuando era miembro de un grupo nacionalista étnico y ultraderechista en su país. Pocos podían imaginar entonces que ese gran estudioso de las religiones, de fama mundial, hubiera podido pertenecer en su etapa de formación a grupos de extrema derecha. Pero menos gente aún se atrevería a pensar entonces que ese oscuro pasado que ahora salía a la luz, hubiera podido influir en su carrera intelectual. En cambio, para nosotros esta hipótesis, lejos de ser aventurada, abre una perspectiva fundamental en el estudio de la obra del pensador rumano que merece ser atendida. Como primer paso en nuestra investigación, trataremos el contexto histórico y social en el que irrumpió la obra y la fama de Eliade en Rumania. En un segundo lugar examinaremos el grado de implicación de Eliade en los movimientos conservadores y nacionalistas de su país, para, finalmente, llevar a cabo el acendramiento de los elementos ideológicos que están a la base de la filosofía de la religión del pensador rumano.
1. Rumania tras la Primera Guerra Mundial a) Contexto histórico Desde su independencia en 1877, Rumania fue constituida en monarquía, con el rey Carol I, de la familia Hohenzollern, como soberano y con un sistema parlamentario copado por dos partidos, el conservador y el liberal, que se alternarán en el poder. El rey convocaba a uno u otro partido, tras lo cual se realizaban unas elecciones por voto censitario que siempre confirmaban en su puesto al elegido. El estallido de la Primera Guerra Mundial coincide en el tiempo con la muerte del rey Carol. Su sucesor, el rey Fernando, se mantendrá neutral hasta que en agosto de 1916 decidió sumarse al bando aliado de la mano del gobierno liberal. Lo hizo entonces, ya que esperaba un fin próximo de la contienda, y así sentarse en la mesa de negociación sin apenas pérdidas humanas. No obstante, lo cierto es que de los 750.000 hombres movilizados, dos tercios murieron o fueron heridos o desaparecieron. Aún así, también es verdad que Rumania fue el país preexistente a 1914 que obtuvo mayores ganancias territoriales: se anexionó las regiones de Transilvania y Besaravia, pertenecientes respectivamente al antiguo Imperio Austrohúngaro y a la Unión Soviética, que eran ricas en recursos naturales. Estas regiones eran tradicionalmente reivindicadas por Rumania desde 1877, año en que tuvo que cederlas para así conseguir la independencia. Por ese motivo, el volver a anexionarlas a su territorio fue percibido por los rumanos como todo un éxito de su país en la guerra. No obstante, la situación social de la Rumania de la posguerra no era muy esperanzadora: la reforma agraria prometida por el rey durante la guerra no se acometía, lo provocó el malestar entre el campesinado y la consiguiente aparición de partidos agraristas, entre los que destacará el Partido Campesino. Por otro lado, viendo a la Rusia soviética como la gran amenaza, las izquierdas padecían una gran debilidad. Esta situación fue aprovechada por las fuerzas derechistas, que desde el fin de la guerra experimentaron un progreso constante. Todo ello supuso la ruptura del bipartidismo que había imperado hasta entonces, y que nuevos partidos, como los nacionalistas o los agraristas, lograran acceder al poder. Entre 1919, año en que se convocan las primeras elecciones democráticas de la posguerra, y 1930, hubo hasta cuatro gobiernos distintos, en un total de seis comicios celebrados. Las principales fuerzas que formarán el poder ejecutivo serán, por orden cronológico, nacionalistas transilvanos (1919-20 y 1928-31, ésta vez en coalición con los agraristas); conservadores populistas dirigidos por el sanguinario general Averescu (1920-22 y 1926-27), y liberales (1922-26 y 27-28). La llegada del rey Carol II al trono en 1930 fue bien visto por la población, ya que confiaban que con él se estabilizara el panorama político. Pero en lugar de ello, Carol II lo que hizo fue más bien distorsionarlo. Se rodeó de una camarilla, compuesta por políticos conservadores, industriales y banqueros. Ambos, la camarilla y el monarca, se convirtieron en el centro de la política rumana, lo que provocó las parálisis del partido agrarista en el poder. Finalmente, en 1931 el rey hizo dimitir al gobierno y creó otro de técnicos ligados a la camarilla y al margen de los partidos, lo que fue el primer paso para conducir al país al autoritarismo. Hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial Rumania se enfrenta a un panorama político ominoso con elecciones amañadas, el asesinato de un presidente de gobierno, Duca, en 1933, casos de corrupción y la definitiva instauración de la dictadura por parte del rey en 1938. Durante los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial, Rumania se mantuvo fiel a los Aliados. Sin embargo, la presión creada sobre el país por campañas anexionistas nazis decantó a Rumania en su apoyo al Reich. Rumania se vio obligada a evacuar Besarabia, lo que generó una ola de manifestaciones y críticas contra la ineficacia del gobierno y el rey, y pidieron su dimisión. Finalmente Carol II abdicó a favor de su hijo Mihail, puso al frente del gobierno a Averescu y se exilió. Pero la grave crisis desatada por la guerra obligó a Averescu a acudir a otras fuerzas para poder formar gobierno: la Guardia de Hierro, una organización fascista que se había hecho con el dominio de la calle y que había colaborado con el general en el derrocamiento del rey Carol fue la elegida. No obstante, este gobierno duró poco tiempo, ya que en 1940 Rumania será invadida por los rusos y con esta invasión llegó el fin de la aventura de Rumania en la Segunda Guerra Mundial junto a las fuerzas del Eje. b) La concepción nacionalista A un nivel social los temas que gozaban de mayor actualidad eran dos: el nacionalismo y el antisemitismo, que examinados atentamente, estaban entremezclados. Desde el cambio de siglo vino desarrollándose un sentir nacionalista de tipo étnico que dominó la escena política, cultural y social. Para esta corriente, la conciencia nacional rumana se basaba en la comunidad de lengua (la rumana), en el reconocimiento de las raíces espirituales dacias y romanas y en la profesión de la religión ortodoxa (1). El principal precursor de esta concepción, ya en la década de 1880, será el movimiento intelectual Junimea (Juventud), a cuyo frente estará el gran poeta nacional rumano Mihail Eminescu. En su obra se expresa una fe en el destino de la patria rumana y en los valores nacionales, sobretodo los del campesinado. El movimiento Juventud constituyó el primer intento de definir "lo específico rumano" basado en una cultura agraria en declive y en la denuncia de la contaminación de las influencias culturales extranjeras. El testigo del movimiento nacionalista abierto por aquella generación lo recogió ya en el siglo XX una revista literaria, El sembrador. Es en ella donde se articuló el primer intento de definir "lo específico rumano" sobre un pasado mítico. Este movimiento se nutrió de intelectuales descontentos con la situación de crisis que atravesaba el país a comienzos de siglo. Al frente de estos jóvenes se situó el historiador Nacela Iorga (1871-1940), principal ideólogo del pasado medieval rumano y de la conciencia nacional de la unidad rumana, a través de la cual buscaba una implicación de la población en los grandes temas del país. Este movimiento provocó una ola de xenofobia y degeneró en un populismo derechista tras la anexión de los nuevos territorios concluida la primera guerra mundial. En la posguerra ese nacionalismo étnico se empleaba como forma de autoafirmación frente al entorno de naciones históricamente hostiles como polacos, magiares, turcos y rusos. La pieza clave de este nacionalismo es su carga cultural y religiosa. Se pretendía una nación rumana erigida sobre los valores del cristianismo ortodoxo. Esa oleada de espiritualismo fue catalizada por el diario Cuvântul (La Palabra), en el que posteriormente publicará Eliade, dirigido por el profesor universitario Nae Ionescu (2). Ahora bien, enarbolar la identidad nacional sobre la adscripción religiosa, propia del nacionalismo étnico, suponía pasar por encima de las minorías que han quedado dentro del territorio nacional tras la ampliación. Entre esas minorías la peor parada será la judía, que sufrirá una continua persecución. Estos movimientos antisemitas constituyen el segundo problema a resaltar como objeto de polémica junto al nacionalismo. El antisemitismo estaba muy presente en el mundo cultural rumano ya desde el siglo anterior. Desde la independencia de Rumania los distintos gobiernos hicieron leyes antisemitas con el propósito de apartar a los judíos de los órganos del Estado y de la posesión de la tierra. No obstante, esto provocó que los judíos coparan y monopolizaran los sectores comerciales y financieros de la economía nacional. De ahí su gran confluencia en el medio urbano. Los judíos no sólo representaban un peligro para el nacionalismo, sino que también eran el enemigo a batir por los sectores industriales nacionales, muy reacios a que recibieran la ciudadanía con plenos derechos y la posibilidad de ir a la universidad. Esta situación provocó disturbios, manifestaciones, movimientos estudiantiles y pogromos, radicalizados en la época de entreguerras.
2. La Guardia de Hierro Todos estos hechos desembocaron en la aparición de ciertos grupos, asociaciones y partidos políticos de extrema derecha, que hicieron del nacionalismo populista y el antisemitismo su caldo de cultivo. Entre tales grupos sobresale especialmente la Guardia de Conciencia Nacional, de carácter nacionalista y antisemita, creada en 1920 por Corneliu Codreanu, hijo del líder del Partido Nacional Demócrata. Éste partido lo fundó A. C. Cuza, el más rabioso ideólogo del antisemitismo rumano. Codreanu se caracterizó por su odio a las izquierdas y a los judíos, que eran un enemigo común a batir, los primeros por la amenaza soviética, y los segundos por su enorme influencia en el ámbito urbano. La Guardia de Conciencia Nacional, que no llegaba al centenar de militantes en su origen, estaba compuesta por proletarios y estudiantes. No obstante, llevaban a cabo una actividad frenética que se centraba en el proselitismo y escaramuzas con las izquierdas. Su expansión se vio favorecida por la señalada debilidad de las fuerzas de izquierdas y la condescendencia del gobierno del general Averescu con los grupos derechistas. Serán los disturbios antisemitas de 1922 en la universidad y las huelgas generadas por entonces lo que catapulte a Codreanu como líder político. Ese año se crea la Liga para la Defensa Nacional Cristiana presidida por A. C. Cuza, de la que el grupo de Codreanu formará parte. Este movimiento opuso una férrea oposición a la nueva Carta Magna que se estaba elaborando por entonces (debido a la nueva organización geográfica del país) y que otorgaba nuevos derechos civiles a los judíos. Su respuesta a la aprobación del documento fue una cadena de atentados contra políticos liberales, a quienes consideraban culpables de la situación, jueces y periodistas. En 1926 cae el gobierno liberal y vuelve al poder Averescu. En las elecciones de ese año se presentó la Liga para la Defensa Nacional Cristiana, conseguirá diez diputados en el Parlamento. De este modo este movimiento ceñirá su actividad al ámbito parlamentario. Sin embargo, Codreanu no era partidario de esta nueva táctica. Por ese motivo, en 1927 deja la Liga para la Defensa Nacional Cristiana y junto a unos incondicionales funda la Legión del Arcángel San Miguel. Codreanu y sus seguidores recorrían las localidades rurales a caballo, ataviados con el traje popular, y convocaban a los ciudadanos frente a las iglesias. Allí Codreanu exponía unos discursos patrióticos y antisemitas y rememoraba las leyendas propias del folclore nacional, fuente de inspiración de los colectivos de intelectuales nacionalistas (Veiga 1989: 135). Con ello lograba empatizar con el campesinado, desposeído y arruinado tras la fracasada reforma agraria y la época de malas cosechas. El éxito de las campañas agraristas llevó a Codreanu a darle entidad nacional a la Legión, llegando así al ámbito urbano. En éste, los militantes procedían sobretodo de la pequeña burguesía afectada por la crisis económica de los años treinta y la intelligentsia que no encontraba salidas profesionales más allá del ámbito funcionarial. Codreanu llevó el centro de mando a la capital de país y creó una organización más amplia y dinámica, con la idea también de dar el salto a la política. También le cambió el nombre, pasándose a llamar desde 1930 Guardia de Hierro, año en que contaban ya con más de 6.000 militantes. Sus atentados, proclamas y escaramuzas antisemitas y antiizquierdistas fueron siempre perseguidos por los distintos gobiernos, aunque en mayor medida por los liberales, quienes eran el blanco de buena parte de sus acciones. En varias ocasiones fue intentada su ilegalización, aunque infructuosamente. El poderío que adquirió la Legión fue tal que pasó de lograr su primer escaño en las alecciones de 1931, a ser en 1934 la tercera fuerza más votada, elecciones éstas a las que se presentó con otro nombre, "Todo por la Patria". La expansión de este partido alarmó al rey, que veía la necesidad de controlar a la Guardia de Hierro. Propuso a Codreanu en 1936 formar gobierno a cambio de que éste cediera el mando de la legión. La negativa de éste provocó la ira del rey y el principio del fin de la legión. En 1938 el rey Carol II, tras instaurar la dictadura, encarcela y asesina a Codreanu y a miles de sus seguidores. No obstante, esto no supuso el fin de la Legión. El movimiento sufrió una metamorfosis de una organización política de unos 40.000 miembros registrados, se convertirá en un partido mayoritario (ahora bajo el liderazgo de Horia Sima) que alcanzaría los 600.000 miembros en septiembre de 1941 (Stoenescu 2001: 56). Como ya dijimos, en 1940 la Legión logró llegar al poder, aunque por un periodo breve de tiempo, entre septiembre del 1940 y enero de 1941, ya en plena guerra mundial y con Rumania del lado del Eje, instaurándose así una época ominosa para el país. Será en 1941, con el derrocamiento del poder de los legionarios por parte del general Antonescu y el ejército ruso, cuando llegue el final de la Legión con el exilio de sus dirigentes a la Alemania nazi. Por lo que respecta a sus componentes ideológicos, la Legión promovió el elemento étnico rumano, junto a las corrientes nacionalistas descritas antes, erigiendo sobre ello toda su ideología fascista (Stoenescu 2001: 56). La Legión reflejaba una actitud contraria al individualismo. La nación toma un carácter orgánico, es un ser vivo, cuya esencia se encontraba en la sangre del pueblo rumano. Lugar especial en esta ideología ocupaba la religión. Codreanu era todo un místico religioso y los objetivos finales de la Legión eran espirituales y trascendentales: la resurrección espiritual (Paine 1995: 349). El cristianismo es el camino de la salvación de la patria y del mundo. Por ello, se necesitaba una revolución religiosa cuyo objetivo era la creación de un hombre nuevo consustancial a la Iglesia ortodoxa. Así, la seña de identidad del pueblo rumano viene a ser su religiosidad, el cristianismo ortodoxo. Esta devoción cristiana era palpable en la praxis legionaria, cercana al ascetismo. Destacan las oraciones públicas, las procesiones, el culto fanático al icono de San Miguel Arcángel y los ayunos. Así también les estaba prohibido a los ateos ingresar en la Legión. Ahora bien, ese religiosismo no se dirigía exactamente a una defensa a ultranza de la religiosidad estatutaria, sino que se fundamentaba en el cristianismo del mundo agrario, caracterizado por su sincretismo con tradiciones paganas, ya que el campesinado constituye el origen de la nación y su "destino". En la Guardia de Hierro se aprecia un leve distanciamiento de la Iglesia oficial y un descenso al sustrato de creencias mágico-supersticiosas que formaban parte de la compleja estructura cultural del campesinado rumano (Veiga 1989: 136-137; cfr. Paine 1995: 185 y Sánchez 1998: 37). Es decir, no se va tanto al Evangelio sino más bien a las leyendas populares, tengan o no un origen demostradamente cristiano. Finalmente, la Guardia de Hierro reavivará todo el folclore rumano por medio de la idealización de la comunidad agraria de los orígenes y ciertos moldes culturales como referentes de la construcción nacional. Todo ello con un fin claro: arrastrar a las masas hacia la legión y su ideología, mediante un populismo de derechas semejante al del resto de fascismos europeos.
3. Mircea Eliade y la Guardia de Hierro Una vez estudiado el componente ideológico de la Guardia de Hierro, surge una pregunta, ¿cómo pudo Eliade entrar en contacto con ese movimiento fascista? La relación de Eliade con la Guardia de Hierro es una cuestión polémica que ha sido tratada por distintos autores, con valoraciones también divergentes (Ricketts 2002: 153; cfr. Stoenescu 2001: 54-58). Dos son las causas que a nuestro entender llevarán a Eliade a formar parte de la Legión. Primero, su carácter personal, y en segundo lugar, el contexto social que rodeará al autor. Respecto al primer aspecto creemos muy reveladora una cita del primer volumen de sus memorias. En él dice que ya en su adolescencia mostraba "una tendencia a volverse hacia el pasado y a sucumbir bajo el peso de los recuerdos" (Eliade s.d.: 22). Este rasgo de su temperamento puede sernos muy esclarecedor. Por un lado, porque ilustraría una tesis que considero fundamental en la obra de Eliade, la importancia que posee el pasado como constitutivo de nuestra identidad presente, tema que trataremos más adelante. Por otro lado, y volviendo a la cuestión que ahora nos ocupa, este rasgo de su carácter podría haber llevado a Eliade a simpatizar con aquellos sectores de su país en los que el recuerdo del pasado originario era un elemento esencial de su ideología. Lógicamente, esos sectores no son otros que los nacionalistas y conservadores tratados antes. Respecto al segundo aspecto, hemos de señalar que las publicaciones culturales y literarias de la Rumania de entreguerras estaban copadas por el ambiente nacionalista, conservador y derechista al que hicimos alusión anteriormente (Garrigós y Veiga 2000). Por ejemplo, la revista Gândirea o Vremea iban de la búsqueda de las esencias místicas de lo rumano a los alegatos antisemitas. Del mismo modo también la universidad la ocupaban los hijos de las clases altas y medias, ya que eran las únicas capaces de enviar a sus hijos allí. Lógicamente, la universidad era de derechas, no sólo los alumnos, sino también los profesores. En este contexto hay que entender el papel que juega Nae Ionescu en la sociedad rumana de la época. Éste era profesor de lógica y metafísica en la Facultad de Letras de Bucarest y una de las mentes más preclaras del país, aunque también estaba fuertemente implicado en la política. Era derechista, enemigo de la democracia y un conocido antisemita. Fue durante un tiempo miembro de la camarilla del rey Carol II, pero las ideas ultraderechistas de Ionescu lo apartaron de su cargo. Militó de una forma activa en la Legión desde comienzos de los años treinta, impartiendo conferencias apologéticas de la legión por todo el territorio rumano. Fue él uno de los militantes arrestados tras la ilegalización definitiva del movimiento en 1938 y pasó varios meses en un campo de concentración. Después aún sufría varias excarcelaciones y arrestos hasta 1940, año de su muerte. Será también el líder de la nueva generación de intelectuales rumanos posterior a la Primera Guerra Mundial, entre los que destacaban Eliade y Cioran, sobre quienes ejercerá una gran influencia, como ellos mismos reconocerán (Eliade 2001: 177). Era miembro activo de la corriente intelectual nacionalista que reflexionaba sobre lo específico nacional. Nae Ionescu pondrá a Eliade en contacto directo con la Legión. Ionescu será el profesor universitario que marcó decisivamente a Eliade, tanto a nivel intelectual como también ideológico, siendo su mentor y protector. En 1933 le nombró profesor ayudante suyo en la universidad, y le incluyó como miembro de redacción del diario Cuvântul. En definitiva, Eliade se dejó llevar por el sarampión legionario, como otros muchos intelectuales rumanos de la época, debido a que el ambiente cultural rumano se encontraba copado por esas corrientes conservadoras, a cuyo frente se encontraba Nae Ionescu. Sin embargo, Eliade se echó atrás cuando esa relación le llevó a dar con sus huesos en la cárcel en 1938. Desde ese momento no volverá a publicar nuevos artículos apologéticos de la causa legionaria (Sánchez 1998: 47). Pero la principal prueba de cargo que demuestra la filiación de Eliade al ideario conservador y, en concreto, a la Guardia de Hierro, la constituyen sus publicaciones en los medios afines a la Legión como Vremea y Buna Vestire durante la segunda mitad de los años treinta. En ellos afirma, por ejemplo, que sólo por la disolución de la democracia se lograría el advenimiento de "una Rumania potente, consciente de su fuerza y su destino" (Sánchez 1998: 39-40). En 1937 se consuma la adhesión de Eliade al movimiento legionario, mediante su participación en elecciones dentro del partido "Todo por la Patria". Como era de esperar, sus artículos serán ahora especialmente apologéticos respecto a la causa legionaria. En ellos interpreta a la Guardia como una "cruzada ortodoxa", como una invitación a morir por un ideal sobrehumano, por una revolución mística. Rumania, de la mano de los legionarios, debía realizar una misión religiosa en Europa, una redención nacional, tesis que las prácticas legionarias permitían reforzar. Define al movimiento legionario como un movimiento ético y espiritual que pretendía la creación de "un hombre nuevo" (Sánchez 1998: 44) (3), ideal que él siempre había perseguido. Éste es un punto importante, ya que, como diremos después, los postulados teóricos de Eliade no procederán de su relación con la Guardia de Hierro, sino que serán anteriores (Sánchez 1998: 47). Por otro lado, la Legión era, como dirá en sus memorias, "el único movimiento rumano que se había tomado en serio el cristianismo y la Iglesia" (Ricketts 2002: 153). En diciembre de ese año publica un artículo que muestra de forma explícita su adhesión a la Guardia de Hierro: el famoso "Por qué creo en la victoria del movimiento legionario", al que después haremos referencia. En él se defiende la misión divina del movimiento legionario como guía de la nación rumana frente a sus muchos detractores. A nuestro entender, aún hay otro texto de Eliade en el que se muestra su adhesión al movimiento legionario. Me refiero al Diario portugués, escrito durante su permanencia en Portugal como delegado cultural de Rumania entre los años 1941 y 1945 y que recoge sus inquietudes durante el tiempo de guerra. Estas que exponemos a continuación son algunas de las citas que ponen de manifiesto su extremado nacionalismo y su pasión por la Guardia de Hierro, y en especial por su líder Codreanu: "Ayer, primeros comunicados alemanes del frente ruso. Me tranquilizan. Mi amor rabioso por Rumania, mi nacionalismo incandescente, me tiene abatido. No puedo hacer nada desde que Rumania ha entrado en guerra. No puedo escribir, he abandonado incluso la novela" (Eliade 2001: 17). "Continúo con mis pesquisas entre mis amigos legionarios. ¿Qué pasó y por qué el 25 de enero? Cada vez estoy más convencido de que les tendieron una trampa y cayeron como incautos" (Eliade 2001: 42). "Si no me sintiera tan rumano, tal vez pudiera mantenerme indiferente sin dificultad e incluso aplicarme a los trabajos que me imponen las circunstancias. Pero Corneliu Codreanu hizo de mí un fanático rumano" (Eliade 2001: 62).
4. Componentes ideológicos en la obra de Mircea Eliade Una vez demostrada la pertenencia de Eliade al movimiento fascista, procedamos ahora, siguiendo nuestra hipótesis inicial, a evaluar en qué medida esos componentes ideológicos han podido contribuir a la gestación en el pensador rumano de ciertos intereses investigadores. En concreto, me centraré en un motivo que articula en buena medida la producción intelectual del sabio rumano: la revalorización del pasado como elemento constitutivo de nuestra misma comprensión del presente. El estudio de este tema, presente en la obra de Eliade, puede sacar a la luz los motivos ideológicos que laten, por un lado, en su producción teórica y, como veremos al final, en su concepción del estatus de la filosofía de la religión. Como primer paso en nuestra investigación creemos necesario mostrar la comunión de Eliade con el movimiento nacionalista analizado anteriormente. Para ello será útil analizar más detenidamente otros artículos de Eliade de los años treinta. Durante los años veinte, Eliade no mostrará inquietudes políticas, aunque ya hacia 1926 empezó a publicar en diarios como Adevarul, Gandirea o el ya citado Cuvântul, todos ellos de marcado rasgo conservador y símbolos del efervescente nacionalismo étnico y cultural rumano. En esas primeras publicaciones se interesaba por la religión, la magia, los fenómenos iniciáticos o mistéricos. Será a comienzos de los años treinta, cuando aflorarán ya ciertos temas nacionalistas en sus artículos, sobretodo en el diario Cuvântul (Ricketts 2002: 150). En ellos se encuentran reflexiones acerca de la rumanidad y la misión y destino de Rumania, influido por autores decimonónicos rumanos como el citado anteriormente Mihail Eminescu o el escritor y erudito B. P. Hasdeu (4). Eliade también se lamenta de la situación de la cultura rumana de su época. Los autores rumanos se encontraban marginados en el panorama internacional, entre otras razones por la lengua rumana, completamente desconocida en el resto de Europa. Así el único contacto de los intelectuales rumanos con los europeos era mediante traducciones de sus obras. Esto suponía no sólo una pérdida para la cultura rumana, sino también, y en consecuencia, para la gloria del país (Eliade 2003a). Pero fundamentalmente, Eliade carga contra los mismos intelectuales rumanos, aquellos, claro está, que no comulgan con el ideario nacionalista. Éstos acuden a las mismas fuentes que se utilizan en Roma, París o Berlín. No han hecho nada a favor de la revitalización de la cultura rumana. Se han dejado llevar por los modelos europeos y de este modo se han olvidado de los elementos idiosincrásicos rumanos, que deben ser, según Eliade, los que verdaderamente resulten interesantes para un intelectual de su nación. Siguiendo las corrientes nacionalistas de la época, cree necesaria la búsqueda de un mito nacional como motivo inspirador de la intelectualidad rumana mediante el que ésta dé expresión a su visión del mundo y de la vida. Así lo expresa, por ejemplo en su artículo "En España y en Rumania", de 1933: "Tenemos la leyenda de la Cordera o la de Maese Manole que, si bien no son únicamente rumanas, son tan nuestras y su mito central es tan rico en significados, que sería preciso y podría resultar revelador, estudiarlas. Sin embargo, ninguno de nuestros pensadores y ensayistas de altura les ha prestado atención. ¡Qué hermoso "Comentario a la leyenda del Maestre Manole" podría escribirse! ¡Qué hermosa historia de la filosofía de la cultura rumana podría escribirse desde la Cordera a Vasile Pârvan! Sin embargo, las revistas están llenas ahora, en pleno verano, de debates en torno a nada" (Eliade 2003b). Ahora bien, la búsqueda de Eliade de un mito identitario del pueblo rumano la emprende espoleado por el ejemplo español. Alude al tratamiento que hacen Unamuno y Ortega de don Quijote y dice que al igual que estos autores habían reflexionado sobre distintos temas tomando como base estos motivos cuasimíticos (5), esperaba Eliade que los intelectuales de su tiempo hicieran lo mismo con los mitos y leyendas de la cultura popular rumana y no se dejaran llevar por las modas europeas. O como dice en "Unamuno tras la revolución" de 1932: "Aprendemos que la actualidad no significa moda y que no se resuelve con experiencias tomadas de otros ni con aureolas cosmopolitas, sino con la misma toma de conciencia de la realidad local" (Eliade 2002: 178). Pasando ya a su obra intelectual, en 1937 escribe el prólogo y el epílogo de una obra de Ionescu, La rosa de los vientos. En ellos, aborda el tema de la rumanidad y el nacionalismo. Pero donde mejor se observa el tratamiento de estos temas es en el prólogo de una obra suya de ese mismo año, Cosmología y alquimia babilónicas. Aquí alude al "destino de la cultura rumana", que, según dice, es diferente del de las culturas limítrofes. De este modo, prosigue el interés manifestado en sus artículos políticos de esa misma época por la afirmación de la idiosincrasia rumana. Ahora bien, a Eliade, lo que le interesa de la cultura rumana no es tanto la historia, sino la prehistoria o intrahistoria. Rumania no tiene una historia gloriosa, no ha sido un pueblo que haya "hecho historia". Pero posee una prehistoria rica, capaz de igualarla con otras culturas europeas, o incluso superarlas. En esa prehistoria es donde el pueblo rumano puede encontrar sus raíces como nación, a través de un fondo cultural arcaico compuesto de mitos, folclore, etc... Por eso la prehistoria debe acaparar mayor importancia que la historia, porque es la única manera de reconocer una Rumania gloriosa. Además, es en ella donde encontramos la verdadera esencia de la nación. No obstante, ¿cómo podemos dar cuenta de ese pasado remoto? Para Eliade eso será posible gracias al estudio del folclore y los mitos. Éstos no son sino el modo de expresión de la cultura popular heredada de ese pasado remoto y con ello también de la espiritualidad de la nación rumana. De esta manera, adquieren una importancia clave, como seña de identidad de Rumania, tal como mantenían el nacionalismo étnico y la Guardia de Hierro. Gracias a su folclore, sus tradiciones, sus rituales… los rumanos pueden formar parte de un mismo espíritu comunitario en el que radica su ser como pueblo, como nación. A este respecto, recojo una cita del Diario portugués del 17 de noviembre del 1942: "¡Cómo
se ha
falsificado la visión de la historia que nosotros entendemos
exclusivamente
respaldada por los documentos! (…) Por eso una historia universal no
puede
hacerse basándose en documentos escritos sino únicamente en documentos
espirituales, o sea, en mitos y creencias. Europa, y en especial
occidente, puede
compararse con oriente y las estepas de los nómadas, no a través de
documentos,
sino de los mitos" (Eliade 2001: 59).
Ya vimos cómo para Eliade la historia juega un papel importante. Pero esta importancia de la historia trasciende a la que le daba la tradición historiográfica. No se limita al pasado que puede ser documentado, sino al que hay detrás, que es en realidad el que nos hace ser lo que somos. Para Eliade, como dijimos, el pasado jugaba un papel clave, pero sobre todo el pasado mítico originario, ya que sólo comprendiendo bien éste se puede conocer mejor el presente que ha devenido. Eliade reivindica este pasado mítico, en el que evidentemente no hay textos sino leyendas, pero que forma parte de nuestra historia, por lo que no podemos renegar del mismo si queremos conocer nuestra situación presente. Ahora bien, como los mitos son los únicos elementos que nos han quedado de ese pasado originario, no podemos obviarlos en ninguna reconstrucción de la historia. No son algo fabuloso, imaginario, propio de una época bisoña del desarrollo de un pueblo, como pudiera creerse. Todo lo contrario: para Eliade constituyen nada menos que el testimonio que ha quedado de la creación misma de ese pueblo. Son aquello que mejor nos puede ayudar a comprender el origen de esa nación. De ahí la importancia que para Eliade posee el pasado frente al presente. Nuestro pasado no empieza con la historia, sino con lo que hay detrás y que no debemos olvidar: la prehistoria, la intrahistoria, en la que radica nuestro ser. Por ello su recuerdo es tan necesario. Esto enlaza con la importancia que tiene en Eliade el papel de la memoria frente al olvido, pero esto lo analizaremos más adelante. Ahora quedémonos con la reivindicación por parte de Eliade de los mitos como parte de nuestro pasado y de los que no podemos renegar, limitándonos sólo a "los textos", es decir, los testimonios de un pasado mucho más reciente. Por otro lado, esto no es sino otra vez un espaldarazo al nacionalismo étnico, para el cual los mitos forman un papel fundamental en la constitución de nuestra identidad como nación. Ahora bien, si los mitos y el folclore son piezas clave del pasado de todo pueblo, y la encargada de estudiarlos no es otra que la filosofía de la religión, ¿no correspondería, por tanto, a dicha disciplina la reconstrucción de la identidad de los distintos pueblos? Y, consiguientemente, ¿no puede deducirse de ello una evidente implicación política de la filosofía de la religión? Estas son sin duda las cuestiones que articulan la investigación y a las que esperaremos haber dado una adecuada respuesta al final de nuestro ensayo. El reconocimiento del pasado como elemento constitutivo de nuestra identidad llevará a nuestro autor a criticar la historiografía racionalista, como vimos. Así lo hace por ejemplo también en la introducción al comentario del mito de Dragosh en su obra De Zalmoxis a Gengis-Khan. Aquí dice que, tradicionalmente, el pueblo rumano ha considerado a Dragosh como el fundador de la nación rumana. La historiografía romántica incidió en la consagración de los relatos que transmitieron esta creencia durante las generaciones precedentes. No obstante, posteriormente, la historiografía racionalista dio un giro a esta actitud y decidió desmitificar estos relatos y sustituirlos por estudios contrastables hasta donde llegue la información disponible. Por su parte, los mitos quedaban relegados a meras narraciones sin ningún tipo de credibilidad. Pero frente a este planteamiento Eliade manifiesta que; por un lado, en la investigación que él realiza dentro del estudio de los mitos no se plantea los orígenes del Estado. Este es un problema al que han de hacer frente los historiadores. Él no busca demostrar la historicidad de los mitos recogidos, sino sólo los elementos míticos y sistemas de valores espirituales subyacentes a las leyendas (6). Pero por otro lado, y esto es lo importante, Eliade pone en cuestión la necesidad de este proceso de derribo de la mitología tradicional por parte de la historiografía. No se puede hacer, como defienden los positivistas, una división de la realidad entre lo que es real y lo que es meramente fruto de nuestra imaginación y no tiene efectividad real. Para Eliade el mito no es algo imaginario, ideal, fantástico, sino un modo de categorización de una dimensión de la existencia humana no contrapuesta a la racional. De ahí su rechazo de las filosofías de la religión evolucionistas, que decretaban una línea continua e irreversible entre la mera irracionalidad presente en la mente primitiva y el mundo moderno, caracterizado, precisamente, por la racionalidad. Del mismo modo, para Eliade, los pueblos antiguos mantienen unas formas de categorización propias no meramente irracionales. Por eso los mitos expresan también una forma determinada de verdad sin que por ello se opongan a la racionalidad moderna (Eliade 1985: 135-136). Es más, para Eliade, la desmistificación constituye error como método hermenéutico. Como dice en obras como La búsqueda o Mito y realidad, el historiador de las religiones no puede dejar de lado los valores religiosos que envuelven la vida de las personas si quiere alcanzar una comprensión plena de la misma. Y esto no sólo es válido para el hombre antiguo, sino también para el moderno. Por supuesto, el caso del hombre antiguo es más evidente. Éste comprende su vida conforme a los mitos: éstos le revelan el origen del mundo y del hombre y además los modelos ejemplares de las actividades humanas: trabajo, matrimonio, familia, etc, siendo una justificación de las mismas. Por ejemplo, un pueblo es pescador o cazador porque, tal como narran los mitos, los dioses enseñaron esas técnicas a sus antepasados. En definitiva, revelan las estructuras de la realidad. Pero también pasa algo similar en el caso del hombre moderno. Para Eliade, y esto es clave, no podemos entender ciertos fenómenos actuales sin tener en cuenta su dimensión religiosa o mítica, pues ésta reviste a los hechos de su verdadero sentido. Desechar tal dimensión nos condena a una comprensión pobre de la realidad, y por consiguiente, errónea. Éste último punto se refleja de una forma especial en la obra El viejo y el funcionario de 1968, donde la reivindicación del pasado como elemento de nuestra identidad ocupa un lugar central. Por ello creemos necesario detenernos en esta obra y analizarla en profundidad. El viejo y el funcionario es sin duda una obra enigmática. Para una mejor comprensión de la misma haremos primero un resumen y después entresacaremos los puntos más importantes para nuestro estudio: Nos encontramos en la Bucarest salida de la segunda guerra mundial, donde se ha instaurado un régimen policial. Farama, un profesor de colegio jubilado, visita a Borza, un antiguo alumno que ahora es un renombrado oficial de la policía que ocupa el poder. Borza, al ver a Farama, niega conocerle, y le echa de su despacho, pero ante las sospechas sobre el motivo de la visita, la policía le detiene para interrogarle. El cuerpo de la novela gira en torno al proceso de interrogatorio al que es sometido el anciano durante meses. La policía quiere saber quién es y qué quería de Borza. Él les dice quién es, su antiguo profesor, y que sólo quería saludarle y preguntarle por los otros antiguos alumnos, amigos de Borza. Pero los policías desconfían de sus respuestas y le reiteran esas mismas preguntas una y otra vez, esperando una confesión del anciano sobre algunas oscuras intenciones. Ante esta situación, Farama comienza a responder a sus preguntas con una serie de relatos fantásticos, que provocan incredulidad y sorpresa entre los funcionarios, quienes continuamente le exigen brevedad y concisión. La policía no entiende qué es lo que cuenta y le ordenan que lo ponga todo por escrito. A partir de ese momento Farama empieza a escribir decenas de hojas en su lugar de reclusión y ocasionalmente es interrogado sobre las cosas que escribía. En esas páginas cuenta sucesos de la infancia de Borza y relatos fantásticos de antepasados. Contar los relatos del anciano resultaría demasiado farragoso, debido a la multitud de personajes a los que alude: Oana, Lixandru, Dragomir, Calomfir, Iozi, Darvari… y las relaciones existentes entre ellos, que resultan poco clarificadoras para el objeto de nuestro estudio. Por ello, trataremos los aspectos más relevantes, dejando para más tarde el desenlace de la obra: En primer lugar hemos de tener en cuenta la existencia en la narración de dos planos: por un lado el pasado mítico al que aluden las narraciones de Farama, y por otro, el contexto de los interrogatorios centrados siempre en el presente, en los motivos que llevan al anciano a visitar a Borza. Esto nos puede explicar la insistencia que le hacen los policías de que se ciña a las preguntas y que no se remonte al pasado. En cambio, Farama dice constantemente que sin conocer lo que sucedió en el pasado no se puede conocer el presente. Con este referente podremos entender el por qué los policías no entienden nada de lo que cuenta el anciano, porque forman parte de un universo simbólico diferente al de Farama, como veremos. Aquí se refleja de nuevo la importancia que para Eliade tiene el pasado. Como decía en el Diario portugués, la historia no sólo se hace de documentos, sino también de mitos. De ahí que Farama recurra a esos relatos fantásticos, aparentemente inconexos, para dar razón del presente. Sin los mitos del pasado no se puede entender el presente. Los mitos no son algo que se pueda dejar atrás, como pretendía la historiografía racionalista moderna, sino que guardan la raíz de nuestra identidad presente. Farama posee una extraordinaria memoria, tanta como para recordar acontecimientos ocurridos siglos atrás. En cambio, ni Borza ni ninguno de los policías y políticos que le entrevistan recuerdan no sólo nada de lo que dice Farama, sino tampoco nada de su propio pasado. Por ejemplo Borza no recuerda, o no quiere recordar, (aquí está la clave de la obra) su pasado académico. Lo que para Farama es parte del pasado de cada uno, para los policías se trata de relatos fantásticos, a causa de su olvido. Sin duda para Eliade la memoria es una virtud, pero el olvido se convierte en una gran desgracia. Del mismo modo, para un gran número de culturas antiguas el olvido equivale al sueño, pero también a la pérdida de sí mismo, a la desorientación, a la ceguera. Es más, el olvido del pasado (histórico o primordial) se equipara a la muerte. Por el contrario, la memoria será un signo de vida. Así por ejemplo en la mitología griega, la fuente del olvido forma parte integrante del dominio de la muerte. Por ese motivo, Hermes, para hacer a su hijo inmortal le concede una memoria inalterable. De este modo, cobra especial importancia el hecho de que Farama pueda recordar su pasado, esto es, permanece vivo, mientras que los demás están sumidos en la más profunda amnesia, real o forzada. Están por ello condenados a la muerte. De ahí que vayan desfilando delante de Farama una serie de funcionarios y políticos para interrogarle. Todos ellos desaparecen, mientras que Farama les sobrevive a todos, precisamente porque es el único que guarda recuerdo del pasado. Esto muestra también la importancia y la necesidad que tiene para un individuo, y digámoslo también, para un pueblo, el recordar su pasado, también el mítico, para seguir vivo. A este respecto recordemos la obsesión que sentía Eliade por la pérdida de la memoria, tal y como confiesa en La prueba del laberinto: "La pérdida de la memoria es algo que efectivamente me obsesiona" (Eliade 1980: 66). Por otro lado, la intención de Eliade es hacer ver cómo esa nueva política antirreligiosa se ha convertido en otra mitología. En vez de reconocer que Farama sólo quiere saber qué ha sido de los amigos de Borza que eran antiguos alumnos suyos, la policía toma al anciano por un espía con intenciones ocultas, y cuando le interrogan es para pedirle que confiese sus verdaderas intenciones. Los policías no entienden a Farama porque sólo alcanzan a ver en las palabras del anciano un sentido político, el único que les permite ver el nuevo régimen, que les ha hecho incapaces de comprender el mundo del pasado mítico y fantástico, que por serlo, no deja de pertenecer menos a su vida y no deja de ser tampoco menos real. Los policías son presos de una ontología meramente superficial que deja de lado toda una esfera de la realidad. Mientras, Farama maneja una ontología más compleja que es capaz de captar otros elementos de la realidad que escapan a una ontología construida de espaldas a lo mítico y religioso. De ahí la escisión entre dos planos que encontramos en la obra. Los policías están instalados en uno y son incapaces de pasar al otro. En cambio, Farama sí puede transitar del plano mítico al presente, porque tiene una ontología no excluyente, a diferencia de los policías. Eliade quiere mostrar que no se puede hacer una escisión tajante entre el mito y lo que sería real (7). El lector es testigo del error en el que se encuentran sumidos los policías, aunque también a él le cueste seguir los relatos del anciano. Este hecho no es casual. Podemos decir que los policías no son sino un trasunto de ese nuevo modo de categorizar la realidad, propio del hombre occidental moderno, el hombre al que denomina "arreligioso": un hombre que rechaza la trascendencia del mundo en la que vive el hombre religioso (Eliade 1873: 170-171). Eliade parece querer advertirnos con esta obra que la nueva forma de ser en el mundo de espaldas a la religión se aboca a unas negativas consecuencias, que podemos encontrar ejemplificadas en el caso de los policías. Por un lado, al quedar privados de toda una esfera de realidad. Pero también porque dando la espalda a la religión, el hombre rompe con su pasado y de esta manera será incapaz de conocerse plenamente, pues no podemos conocer lo que somos sin conocer antes nuestra intrahistoria que nos ha llegado a través de los mitos (Eliade 2003c: 121). Volvamos ahora al desenlace de la obra: tras meses de interrogatorio, del que no se ha podido llegar a conclusión alguna, Farama es puesto en libertad. Un día, en el parque, mientras estaba sentado en un banco, se le acerca un individuo que le dice ser Borza y pretende hablar con él. No obstante, Farama desconfía, se levanta y se despide del individuo. Seguidamente, éste se marcha también y se reúne con otra persona que le estaba esperando escondido. Ambos se ponen a hablar y especulan sobre la reacción de Farama. Creen que él ha descubierto que quien se le acercó no era el verdadero Borza, pero deciden intentar otra vez el acercarse a él porque, como dicen, "estuvo allí con Ana, aquella noche en que ocurrió todo". Este es el final de la obra, como podemos comprobar muy enigmático, que deja abiertas todos los interrogantes de la novela. E incluso abre otros nuevos: ¿quiénes son esos individuos que se le acercan? ¿qué querían de él? ¿por qué sospecha de ellos Farama? ¿a qué noche aluden? Probablemente se refieran al día en que Farama visitó a Borza, pero entonces ¿qué fue lo que pasó? ¿acaso murió Borza? (pues no volverá a aparecer en toda la novela). Esta última es una hipótesis bastante probable, ya que, al igual que el resto de policías, él tampoco recordaba su pasado, por lo que no era de esperar su pervivencia, por lo ya dicho. Eliade también
narra una serie de hechos fantásticos ocurridos no en el pasado, sino
en la
infancia de Borza. No obstante, tanto Borza como los policías son
incapaces de
recordar también esos hechos que ellos mismos habían vivido. Esto sólo
tiene
una explicación posible: las circunstancias políticas requerían que ese
pasado
fuera rechazado u olvidado. Es decir, la política ejerce un poder
fundamental
sobre la concepción del pasado y pretende acoplarlo a sus intereses.
Así, por ejemplo,
Borza se ve obligado a negar que viviera durante su infancia en la
calle
Mantuleasa para fingir que su pasado fue siempre revolucionario. De
este modo,
el pasado queda sometido al presente, e incluso en determinados casos a
los
individuos les resulta conveniente eliminarlo para poder sobrevivir
ante las
determinadas circunstancias políticas. El pasado, en lugar de sernos
valioso
para dar razón de nuestro presente, como defenderá Eliade, queda
sometido a las
contingencias del presente: el pasado será útil o no dependiendo de la
situación
política y en virtud de ello será aceptado o negado. 5. Compromiso político de la filosofía de la religión Las consecuencias extraídas de la lectura de El viejo y el funcionario tienen una especial relevancia para el mismo estatuto de la filosofía de la religión. Como anunciamos anteriormente, esta disciplina es, según Eliade, la encargada del estudio de los mitos, folclore y creencias de los distintos pueblos antiguos y modernos. La filosofía de la religión se encarga precisamente por ello de estudiar, o si se quiere, de rescatar, nuestro pasado y recordárnoslo para hacernos conscientes del mismo. Como deducimos de la crítica de Eliade al historicismo en De Zalmoxis a Gengis-Kahn, esta función no suponía una reconstrucción del origen fáctico de una nación, pero sí es clave para recomponer la forma que tiene un pueblo de comprender su historia desde sus orígenes. Esto, en principio, no parece tener una directa implicación política. Ahora bien, para Eliade el conocimiento de nuestro pasado proporcionado por los mitos y el folclore es imprescindible para comprender nuestra identidad presente, pues sólo podemos comprender lo que somos hoy conociendo lo que hemos devenido, tesis que ha quedado patente a lo largo del ensayo. Esta labor puede en ocasiones resultar incómoda para la política, como refleja el caso de Farama en El viejo y el funcionario (8). Esto sucede cuando una determinada política pretende gobernar de espaldas a lo sagrado o en ruptura con el pasado, creyendo que puede instaurar un nuevo presente irreligioso. En este caso, la filosofía de la religión muestra el doble error al que se enfrenta dicha política y que hará que ese pueblo sea incapaz de conocerse a sí mismo. Por un lado, porque esa voluntad de ruptura con el pasado es ilusoria: el hombre que se cree irreligioso es heredero del hombre religioso (9). Por otro, porque al rechazar la religión y el pasado, esas mismas políticas no advierten que en buena parte de los casos ellas mismas están reproduciendo esquemas religiosos de los que son herederas. Así, en Lo sagrado y lo profano cita el caso del marxismo: Marx veía la religión como una creación ideológica, un epifenómeno, pero en realidad recoge y continúa uno de los grandes mitos escatológicos del mundo asiático- mediterráneo, a saber: el del papel redentor del justo, (el "elegido", el "ungido", el "inocente"; en nuestros días, el proletariado), cuyos sufrimientos están llamados a cambiar el estatus ontológico del mundo. Marx ha enriquecido este mito venerable con toda una ideología mesiánica judeo-cristiana: el papel profético y la función soteriológica que asigna al proletariado (Eliade 173: 173-174) (10). Por ese motivo, rechazando el pasado, esos pueblos desconocen su mismo presente. Y la filosofía de la religión, al revelar las tradiciones y mitos de esos pueblos, saca a la luz hechos del pasado que tales políticas no aceptan, como por ejemplo el ser herederos de determinadas tradiciones religiosas, pero que son la clave para comprender su propio presente, como refleja el caso citado. Del mismo modo, la filosofía de la religión puede ser también la gran aliada de la política, como es de suponer, en aquellos casos en que ésta pretende legitimarse en un pasado remoto, como sucede precisamente en el caso del nacionalismo étnico. Por ello, para Eliade la filosofía de la religión posee unas claras implicaciones políticas. No es una disciplina neutral, sino que está comprometida con la revalorización de su objeto de estudio, el conocimiento de nuestro pasado y las tradiciones y mitos, que no pueden quedar en el olvido (Eliade 1980: 62-66, 117). De esta manera, se puede inferir de su filosofía un compromiso político con las ideologías asentadas en el pasado y las tradiciones. Así también, manifiesta una clara beligerancia con las doctrinas políticas que quieren olvidar el pasado, elemento esencial del espíritu humano. Evidentemente, la apuesta por la tradición en su filosofía tiene como claro referente la ideología nacionalista, tal y como hemos reflejado en la primera parte de nuestra exposición. Los lazos entre Mircea Eliade y el nacionalismo étnico rumano, y en especial con su sector más radical, la conocida Guardia de Hierro, han quedado demostrados. Por todo ello, parece razonable concluir que la política ha desempeñado un papel esencial en la formación intelectual del pensador rumano, y del mismo modo constituye uno de los elementos hermenéuticos claves del conjunto de su obra.
Notas 1. Eliade articula fielmente estos tres elementos constitutivos de la nación rumana según esta corriente nacionalista en su obra Los rumanos, latinos de oriente. En ella afirma que los orígenes de los rumanos se remontan dos mil años a. C., a los dacios, pueblo situado en la próspera región de la Hélade, junto a los Cárpatos y el Danubio. De este pueblo destaca sobre todo su creencia en la inmortalidad y en Zalmoxis, su bravura y su arraigo en una tierra que era lugar estratégico entre Asia y Europa. El segundo momento clave en la historia de los rumanos lo sitúa en la romanización, que se inició el siglo I a.C. y la concluyó Trajano a comienzos del siglo II d. C. Sin embargo, aunque los dacios adoptaron pronto la lengua latina, ello no impidió que conservaran sus costumbres y tradiciones ancestrales. Serán ambos elementos, sus tradiciones heredadas, junto con una lengua propia derivada de la influencia romana, el rumano, la seña de identidad que mantendrán a pesar de las invasiones bárbaras que sufrieron tras la caía del imperio romano. Formaban así los rumanos, como dice Eliade, una "isla de latinidad en medio de los eslavos". Y esto lo lograrán, como dice Eliade, gracias al amor que sentían por su tierra y a sus antepasados, y también, a su fe cristiana, que es el tercer elemento a destacar como constitutivo de la nación rumana. Los dacio-romanos fueron el primer pueblo del este de Europa en ser evangelizado, hacia el siglo IV d. C. Pero mantienen un cristianismo que, aun erigido sobre la Iglesia ortodoxa, se empapará de las creencias populares heredadas de los dacios. Es un cristianismo sincrético que no se asienta tanto sobre el Evangelio cuanto sobre la reintegración del hombre con el universo. Es un tipo peculiar de cristianismo, al que Eliade denominará en su obra Historia de las ideas y de las creencias religiosas como "cristianismo cósmico". 2. Eliade retrata a estos movimientos nacionalistas del cambio de siglo en su obra Diecinueve rosas, de 1979. En ella presenta a un grupo de teatro que reivindica en una obra la presencia de la lengua rumana ya en el siglo VI. Este hecho refleja que ese grupo de artistas no son sino un trasunto de estos intelectuales nacionalistas, que como hemos dicho, tomaban la lengua rumana como un pilar básico sobre el que se asentaba la conciencia nacional. 3. Por
otro lado, no olvidemos el contenido religiológico de esta expresión,
característica
de las epístolas paulinas (cfr. Gálatas 6,15). 5. Recordemos por ejemplo la Vida de don Quijote y
Sancho
de Unamuno o las Meditaciones
del Quijote de Ortega.
6. Estas afirmaciones pueden servirnos como respuesta a la primera de las dos preguntas señaladas anteriormente, no así a nuestro entender, a la segunda. Que la filosofía de la religión no pretenda descubrir los orígenes fácticos de una nación en un pasado remoto al que la historia no alcanza, no es suficiente para poder descartar sus implicaciones políticas. Más aún cuando Eliade ha realizado una apuesta tan fuerte por el papel de los mitos y el folclore en las raíces de los pueblos, siendo esta una tesis compartida por el ideario nacionalista rumano. 7. Esta tesis de la irreductibilidad de lo espiritual a lo material refleja la filiación de Eliade a la corriente antiintelectualista del italiano Petazzoni, con quien mantendrá una estrecha relación. 8.
Estaría
ya de más recordar que Farama no es sino un trasunto de Eliade y el
filósofo de
la religión. 9. De ahí el error de Borza al creer que el gobierno policial instaurado había roto con el "antiguo régimen". 10. Una crítica similar a este autor podemos encontrarla en El mito del eterno retorno, en la sección "Las dificultades del historicismo" del capítulo IV.
Bibliografía Bonamusa,
Fernando Cook, Charles
(y
James Stevenson) Eliade, Mircea Garrigós,
Joaquín
(y Francisco Veiga) Payne, Stanley
G. Ricketts, Mac.
L. Sánchez
Sánchez,
Teresa Stoenescu,
Stefan Turcanu, Florin |
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