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1. Introducción El 20 de noviembre de 1929, Emilio C. Portes Gil, entonces Presidente Interino de México, al conmemorar por primera vez la iniciación de la Revolución Mexicana con un desfile cívico-deportivo-antialcohólico, pronunció desde el balcón central de Palacio de Gobierno en la Ciudad de México el siguiente discurso: "El 20 de noviembre, aniversario de nuestra revolución, debe ser conmemorado por las generaciones nuevas porque esa fecha marca desde 1910 el programa de resurgimiento y liberación de las conciencias mexicanas. La niñez de las escuelas de la República debe venerar a los héroes, a los mártires, a los que en nuestras trágicas jornadas revolucionarias han caído por redimir a los hombres de todas las opresiones" (Portes Gil 1972: 130-131). La celebración de este evento a casi una década de la revolución mexicana instauró no sólo un ritual nacional, sino también legitimó el poder hegemónico del Estado posrevolucionario al apropiar un movimiento armado, resaltar como símbolos nacionales a héroes y mártires de la revolución, pero sobre todo al inculcar una "cultura nacionalista" entre hombres y mujeres del pueblo, especialmente en las nuevas generaciones. Aún más, la intervención del Estado en el forjamiento de una cultura nacional también resaltó una identidad masculina hegemónica, caracterizada por el culto al valor y el honor de los hombres revolucionarios, enarbolando a los vaqueros como símbolo de hombría en el campo, cuestionando la homosexualidad masculina, ensalzando la autoridad y violencia de los hombres en la familia y el respeto en la escuela. La construcción de una identidad masculina hegemónica por parte del Estado fue evidente en diversas regiones del país como Tamaulipas: una de las entidades ubicada al noreste, colindante con el sureste de los Estados Unidos de América. Por lo anterior, en este trabajo exploraré cómo el Estado mexicano forjó dicha cultura vinculada con una identidad regional masculina en entidades como Tamaulipas, entre los años veinte y cuarenta del siglo XX, periodo conocido como de reconstrucción nacional. Desde esta mirada, siguiendo a Corrigan y Sayer (1985) concibo al Estado no sólo como una institución que ejerce el poder valiéndose de la legitimación de la violencia en diferentes formas, sino también como una institución que se forma a través de un proceso de "revolución cultural" que, mediante el forjamiento de una cultura nacional, construye discursos y prácticas que son resignificadas en las regiones. Por otro lado, si bien comparto la noción de que las masculinidades se construyen socialmente, varían de una cultura a otra, se transforman con el tiempo y surgen como resultado de relaciones de poder entre hombres y mujeres y entre hombres (Kimmel 1998: 207-208), también considero que las masculinidades se construyen con relación a políticas del Estado, mismas que se traducen en una cultura regional apropiada y redefinida por hombres y mujeres. A lo largo de este trabajo, entonces, exploro cómo el Estado al forjar una cultura nacional, en regiones como Tamaulipas se tradujo en el surgimiento de una cultura que fomentó la identidad regional y masculina con relación al culto del valor y honor de héroes locales, el ensalzamiento del vaquero como símbolo de hombría, el cuestionamiento de la homosexualidad masculina, la legitimación del prestigio, el respeto y la violencia de los hombres tanto en la escuela como en la familia y la comunidad. Para la realización del mismo me baso en los resultados de un estudio de corte histórico-antropológico, el cual indagó cómo procesos históricos moldearon la construcción de masculinidades entre hombres y mujeres de clase trabajadora que hoy día residen en la capital de Tamaulipas (Hernández 2007). El trabajo de campo se realizó entre los años 2005 y 2006, haciendo decenas de entrevistas a hombres y mujeres de diferentes generaciones, así como revisando leyes y otros textos culturales de la región. 2. Regionalismo y discursos de masculinidad: héroes, valor y honor El historiador Lorenzo Meyer (2000: 825) comenta que en México, a partir de 1917 con el triunfo de los constitucionalistas, los gobernantes se propusieron reconstruir el Estado para hacer realidad un programa político que solucionara los problemas sociales del pueblo. Claramente esto no fue fácil, pues como señala Elsa Muñiz, " uno de los obstáculos era precisamente la desarticulación del país debido a la existencia de tendencias, regiones y grupos de poder " (Muñiz 2002: 43). En una de esas regiones del país, Tamaulipas, se consolidó un grupo de poder encabezado por Emilio C. Portes Gil, quien después de ser gobernador de la entidad (1925-1928) fungió como Presidente Interino de la República y posteriormente influyó en los políticos y la política tamaulipeca, conociéndose este periodo como portesgilismo y representando un caso de poder regional que incidió en la formación del poder nacional (Alvarado Mendoza 1992: 18). La hegemonía política del portesgilismo en Tamaulipas no sólo se basó en el monopolio de las decisiones gubernamentales, sino también en la formación de una supuesta identidad regional que identificara a todos los tamaulipecos. Lo anterior se logró, en cierta medida, con la elaboración de un himno que incluyó la mitificación de héroes locales y regionales, exaltando su valor y honor como hombres en el campo de batalla, haciendo alusión a los varones de la revolución. El Himno a Tamaulipas resalta la memoria de los héroes varones y su honor, de tal forma que la región se concibe como una tierra de hombres valientes que dieron su sangre o su vida por la libertad de los habitantes tamaulipecos; como una tierra de nobles varones que, al luchar, se inmortalizaron como hombres; el valor masculino está vinculado con el honor y, por lo tanto, con la heroicidad regional que supuestamente queda registrada en la historia regional y nacional. Mientras que en el Himno se exalta a los hombres, su valor en el campo de batalla y el honor que se ganaron, a las mujeres se les nombra pero con relación a otras cualidades: la belleza, el amor, la virtud y el decorado en el ámbito familiar: ellas, como hace décadas afirmaron Michelle Z. Rosaldo y Louise Lamphere (1974) y Sherry B. Ortner (1990), culturalmente son asociadas con lo privado del hogar, mientras que los hombres con lo público de la guerra. Evidentemente en el Himno se deja de lado la participación de algunas mujeres en la revolución mexicana, no sólo como soldaderas (Salas, 2003), sino también desempeñando otras actividades y como víctimas de los hombres en el movimiento armado (Hernández 2008a). Sin lugar a duda, como parte de una política cultural el Himno vino a fomentar una supuesta identidad regional resaltando cualidades masculinas. La cima de lo anterior fue la composición de una canción titulada El cuerudo tamaulipeco, creada por un músico local a mediados de los años veinte. En ésta se narra el encuentro y diálogo entre dos hombres: un vaquero y otro que va a pie. El último describe que el primero monta un caballo fino, viste de cuero y se dirige a la ciudad capital a ver a su novia y, quizás, a proponerle matrimonio. Aún más, el vaquero resalta que él es de Tamaulipas y, si alguno lo duda, que se lo diga de frente porque él no se sabe rajar. Al igual que en el Himno, en la canción se articula la identidad regional con la identidad masculina. En esta última, el cuerudo es representado por el vaquero por portar la cuera, chamarra típica tamaulipeca, de la misma manera se resalta la hombría del vaquero al hacer público que él es heterosexual y no homosexual, que es valiente y no cobarde; en suma, que es un verdadero hombre tamaulipeco. 3. Estado, educación y masculinidades: formando hombres en las escuelas Aunque civil, Emilio C. Portes Gil fue uno de los gobernantes posrevolucionarios de México reconocidos como políticos que sentaron las bases de la reconstrucción del Estado-nación al legitimar la autoridad pública (Alvarado Mendoza 1992). Uno de las formas en que Portes Gil logró lo anterior, como se enunció al principio, fue creando el ritual que en adelante se llegó a conocer en el país como desfile de la Revolución Mexicana. Como ritual cívico celebrado desde 1929 cada 20 de noviembre, éste sentó sus bases principalmente en las llamadas escuelas rurales del país. En Tamaulipas no fue la excepción, pues como el mismo Portes Gil lo reconoció años más tarde, durante su gobierno en la entidad y como Presidente Interino del país, en las escuelas de todo el territorio niños y niñas, maestros y maestras, tenían la obligación patriótica de rendir culto a los héroes y mártires de la revolución (Portes Gil 1972). Aunado a lo anterior, los héroes y mártires nacionales fueron exaltados en el conocido Himno Nacional, aunque como también se dijo anteriormente, en la cultura regional el culto al valor y honor de los héroes locales fue enarbolado mediante discursos contenidos en el Himno a Tamaulipas entonado en los honores escolares, el cual vinculó la historia y cultura regional con una supuesta identidad masculina que se traslapó con ideologías locales (como ser valiente) y arquetipos de hombres del campo (como los vaqueros). Además del valor y el honor que se inculcó en espacios escolares, especialmente entre los niños, otra de las cualidades resaltadas y valoradas en las escuelas fue el respeto. Los maestros fueron los principales impulsores de esta cualidad: para ellos que los alumnos y alumnas fueran respetuosos hacia los héroes de la nación, hacia las autoridades y hacia ellos como instructores, representaba la formación de hombres "de bien" tanto en la escuela, la familia y la comunidad (Hernández 2008b). La formación de hombres "de bien", y no así de mujeres de bien, entonces, formó parte de otro discurso del Estado que se gestó en las escuelas de Tamaulipas: hombres que además de letrados eran respetuosos de los héroes nacionales así como de las autoridades locales y regionales. Incluso, los padres aprobaron este nuevo discurso en tanto que el respeto hacia ellos por parte de sus hijos, así como para los maestros y otras autoridades, sentaba las bases de hombres de bien que, en adelante, fungirían como hombres respetables y responsables con su familia y la nación. 4. Símbolos regionales de masculinidad: vaqueros, valor y hombría El discurso sobre los héroes, su valor y honor, entonces, se tradujo en el arquetipo del cuerudo tamaulipeco: el vaquero que no sólo monta a caballo, sino que al hacerlo también demuestra valentía pues, de no lograrlo, mancha el honor de su familia, de sí mismo y no es digno de reconocerse como un verdadero hombre como lo fueron aquellos hombres de la revolución que se distinguían por montar a caballo, por sus habilidades ecuestres y jugarse la vida en el campo de batalla. Sin lugar a duda, como afirmó Américo Paredes (1967) en un ensayo hace cuatro décadas, los vaqueros mexicanos estuvieron vinculados en un proceso de nacionalismo, racismo y relaciones internacionales, particularmente entre vaqueros mexicanos y del sur de los Estados Unidos de América. Pero por otra parte, Paredes también señala que la figura del vaquero da pistas sobre la historia del término machismo: en este caso sobre la construcción cultural de masculinidades. En la "cultura íntima de rancheros" -parafraseando a Lomnitz-Adler (1995)-, la figura de los vaqueros desempeña un papel cultural importante en la construcción de masculinidades en el campo. Los vaqueros son, ante todo, hombres con valor, el cual demuestran al domar caballos, al evidenciar sus habilidades ecuestres ante otros hombres y mujeres. Sin embargo, la formación de los hombres como vaqueros atraviesa por un proceso de interiorización de la "cultura vaquera". Este proceso iniciaba desde la infancia, en el que llegar a ser vaquero también implica hacerse hombre. En sus memorias, un viejo vaquero tamaulipeco, Genaro Sánchez Báez (1984: 56), narra que antes de cumplir los seis años su padre lo hizo acompañarlo a cabalgar, compartiendo con él aventuras en campeadas, así como aprendiendo los conocimientos necesarios para ser un vaquero. Sánchez Báez recuerda aquél rito de iniciación (masculina) como vaquero en el rancho, recordando cómo su padre le escogió el caballo y vigiló desde el ensillado hasta la monta. Así, iniciarse como vaquero también representaba un rito de iniciación masculina, de hacerse hombre ante otros hombres y mujeres, pero sobre todo, para beneplácito del padre, a quien se trataba de seguir y emular como vaquero y como hombre. Otro viejo vaquero, Leopoldo Bello López (1998: 25), quien si bien era de origen duranguense desde niño se crio en Tamaulipas, también narra su experiencia al iniciarse como vaquero y como hombre aún siendo un niño. Cierto día su padre le dijo que lo acompañaría a llevar unos toretes a la ciudad capital, invitación que le hizo experimentar emociones contradictorias, pero también darse cuenta de que se haría hombre al ser arreador. El deseo de ser vaquero a la vez que un hombre del campo, debía demostrarse ante otros hombres que cuestionaban la hombría y habilidades del vaquero con los caballos. Sánchez Báez narra que su padre, si bien principió de vaquero, a los pocos años se convirtió en caporal. Sin embargo, el primer día de trabajo en un rancho su hombría y habilidades de vaquero fueron probadas: otro hombre cuestionó sus habilidades ecuestres pero él demostró saber domar caballos al mismo tiempo que ser un vaquero y hombre de verdad. De esta forma, los hombres como vaqueros se probaban ante otros hombres, legitimaban no sólo su valor, sino también sus habilidades para domar caballos ante otros hombres como eran los caporales y otros vaqueros que trabajaban en un mismo rancho. Tal valor y habilidades demostradas por los vaqueros eran pieza clave para posicionarse como hombres "de a caballo". De lo contrario, su valor y habilidades como hombres y vaqueros eran cuestionados. Así, los vaqueros demostraban sus habilidades domando caballos, ganándose la amistad y el respeto de otros hombres, pero también legitimándose como hombres al demostrar su valor. Sin embargo, los hombres como vaqueros no sólo demostraban su valor y habilidades para domar caballos ante caporales y otros vaqueros, sino también ante otros hombres que, en su opinión, desconocían el arte de ser un verdadero vaquero y hombre en el campo: los hombres de ciudad. Al respecto, Sánchez Báez (1984: 37) nos narra dos casos. El primero es sobre un joven que, si bien se había criado en el campo, tenía varios años de residir en la ciudad. El joven le pidió prestado el caballo para practicar y distraerse, decidió prestárselo pero el joven no pudo ensillarlo. El segundo caso es sobre un hombre que Sánchez Báez conoció al vivir en la ciudad, quien presumía a otros de saber domar caballos, presunción que Sánchez Báez cuestionaba burlándose de la hombría del primero. 5. Estado y soltería: cuestionando la homosexualidad masculina Sin duda alguna, la cultura regional que se construyó en Tamaulipas durante el periodo posrevolucionario formó parte del llamado proceso de reconstrucción nacional: una serie de políticas del Estado mexicano que no sólo intentaron resolver los problemas sociales que dieron origen al movimiento armado, sino también forjar lo que algunos intelectuales denominaron cultura y conciencia nacional. El culto a los héroes regionales y nacionales exaltando su valor y honor en el campo de batalla, así como la emergencia de símbolos regionales como el cuerudo tamaulipeco que retomó la figura del vaquero, matizaron claramente una cultura regional y nacionalista que enarboló la identidad masculina, específicamente cualidades como el valor, el honor, el ser hombre del campo y, particularmente, ser heterosexual como sinónimo de hombría ante las mujeres pero también ante otros hombres. Esto último salió a relucir en una ley que, en 1937, fue propuesta por el Gobierno del Estado de Tamaulipas al Congreso Local: la ley de impuesto al celibato, en la cual se propuso cobrar un impuesto proporcional de los ingresos mensuales de hombres que reunían las siguientes características: solteros mayores de 25 años, divorciados sin obligación de pago de pensiones alimenticias y viudos sin familia (Ley… 1937). Para Marte R. Gómez, entonces gobernador de Tamaulipas, se justificaba implementar dicha ley dado que el Estado era responsable de "estimular" la procreación del pueblo, especialmente en Tamaulipas donde había un vasto territorio y poca población para la época, también porque en su opinión lo recaudado por una ley como ésta permitiría al Estado "premiar" y apoyar la subsistencia de las familias extensas y, por último, porque se podrían atender las salas de maternidad a las que debían acudir, cada vez en mayor número, las madres de escasos recursos económicos que iban a parir. Además de los debates constitucionales que generó la propuesta de esta ley a nivel regional y nacional, así como las demandas de amparo de personas físicas y morales (Zorrilla 1980: 82), entre hombres y mujeres del pueblo la ley se prestó a cuestionamientos y redefiniciones, especialmente porque llegó a identificarse como una ley que, más allá de intentar promover una política de poblamiento y de recaudación de recursos para el fisco, sancionaba la homosexualidad masculina. Entre hombres y mujeres del campo, por ejemplo, la soltería de hombres adultos daba sospecha de su heterosexualidad, de tal forma que un proverbio popular rezaba: "soltero maduro, joto seguro". Si bien para los hombres la soltería durante la juventud significaba ser "más libres" en comparación con las mujeres en tanto podían ejercer el cortejo y la conquista femenina, así como no tener obligaciones familiares como ser proveedor o padresposo, la soltería masculina prolongada era cuestionada. Llegar a los cuarenta años o más sin haberse casado, para hombre y mujeres simbolizaba que un hombre podía ser homosexual, estando sujeto al escarnio público. De cierta forma esto se relacionaba con lo sucedido en 1901 en una calle de la ciudad de México, donde la policía hizo una redada de 41 homosexuales y travestis. Según Carlos Monsiváis, desde entonces "La redada es tan resonante que durante casi un siglo un número, el 41, es anuncio de incriminaciones y choteos" (Monsiváis 2001). Debido a los debates que generó la ley, así como a conflictos políticos que se gestaron (pues mientras que sindicatos de comerciantes y aduaneros del norte de la entidad aprobaron dicha ley, empresarios y trabajadores petroleros del sur se opusieron a ella), la ley duró en vigor cinco meses, siendo abrogada en mayo de 1938. No obstante, para el gobernador Marte R. Gómez, los "preceptos morales saludables" de la ley fueron malinterpretados, quedando en duda el papel del Estado como "gran padre de familia". 6. Familia y políticas del Estado: legitimando el poder masculino La percepción de Marte R. Gómez del Estado como el "gran padre de familia" sentaba sus bases en políticas nacionales que se materializaron en leyes, mismas que regularon la organización social de la familia, además de intentar intervenir en la reproducción de la misma mediante leyes como la antes mencionada, la cual incitó a la procreación masculina aunque de fondo legitimó la heterosexualidad y cuestionó la homosexualidad masculina. En agosto de 1923, el Congreso del Estado de Tamaulipas aprobó y decretó la Ley sobre Relaciones Familiares, la cual estuvo en vigor hasta noviembre de 1940. Dicha ley, originalmente llamada Ley sobre Relaciones Familiares para el Distrito Federal y Territorios, fue promulgada en México por el Presidente Venustiano Carranza en 1917. En la época y la región, esta ley para historiadores como Juan Fidel Zorrilla (1980: 76-78) constituyó un régimen jurídico moderno en materia de relaciones familiares. La ley se centró en el matrimonio definiéndolo como "un contrato civil entre un solo hombre y una sola mujer que se unen en vínculo disoluble para perpetuar su especie y ayudarse a llevar el peso de la vida" (Ley… 1923, cap. II, art. 13). Claramente, el objetivo de la ley era regular y controlar las uniones conyugales a través de jueces civiles representantes del Estado y, de esta forma, desarticulando el poder del clero, el cual estaba arraigado particularmente en ámbitos campesinos. Más allá de la regulación y control que ejerció el Estado mediante esa ley sobre la familia y los matrimonios, también legitimó a los hombres como maridos. Por ejemplo, en unos de sus artículos la ley estipuló que: 1) la mujer debía vivir con el marido, salvo cuando éste se ausentara del país; 2) el marido debía fungir como el principal proveedor económico de la familia, a excepción de que no pudiera trabajar o la mujer tuviera bienes propios, trabajara o ejerciera alguna profesión; 3) la mujer estaba obligada a atender los asuntos domésticos y, 4) la mujer necesitaba de la autorización del marido para trabajar o ejercer alguna profesión (arts. 41-45). Si bien gran parte de las familias de Tamaulipas de esta época desconocían la ley en cuestión, para ellos fue necesario celebrar sus matrimonios no sólo por la Iglesia, sino también el civil, pero por otro lado, para mujeres de comunidades rurales el matrimonio llegó a significar, más allá de una unión conyugal legitimada por el clero o por el Estado, una relación en la que pasaban de la autoridad de sus padres a la autoridad de sus maridos, pues para ellas en adelante debían hacer lo que ellos quisieran. En la experiencia de algunas mujeres campesinas, en las comunidades rurales era común un dicho que decía que las mujeres, al casarse, lo hacían por tres leyes: la de la Iglesia, la del civil y la "del gallo". Esta última ley constituía una metáfora que aludía a que los hombres, en tanto maridos, se parecían a los gallos: formaban su propio corral o familia, mandaban a la gallina o esposa y la pisaban o tenían relaciones sexuales con ella cuando les placía hacerlo. Por encima del desconocimiento de esta ley, para hombres y mujeres del campo los hombres eran quienes detentaban la autoridad en la familia al fungir como los proveedores económicos, pero también al detentar la representación de la familia en la comunidad: como resultado ellos legitimaban su poder ante sus esposas, hijos e hijas, no sólo tomando decisiones familiares, sino también ejerciendo violencia (ya fuera física o emocional) cuando alguno de los miembros de la familia los confrontaba. Irónicamente, en la ley también se estipuló que "el marido y la mujer tendrán en el hogar autoridad y consideraciones iguales" (art. 43). Sin embargo, en la vida cotidiana era evidente que los hombres eran quienes monopolizaban la autoridad familiar y el poder de representación comunitaria, incluso con la división sexual del trabajo tanto para hombres como para mujeres era claro qué obligaciones tenían cada uno de los sexos y, por consiguiente, que ellos pertenecían al espacio público y ellas al privado. 7. Conclusión Como ha señalado Elsa Muñiz (2002), después del movimiento armado en México vino un proceso de reconstrucción nacional que no sólo se caracterizó por políticas de reorganización social y política que dieron pie a la denominada reconstrucción nacional, sino también por un proceso cultural en el que el Estado intervino, reguló y resignificó representaciones de poder que se matizaron en ideologías y relaciones de género. A lo largo de este trabajo he tratado de mostrar lo anterior con base en un caso y periodo específicos, tal como sucedió en Tamaulipas entre los años veinte y cuarenta del siglo pasado. Aquí, los intentos del Estado por forjar una cultura y conciencia nacional dieron pie a la formación de una cultura regional que se traslapó con la construcción y significados de una identidad masculina hegemónica. El forjamiento de discursos regionalistas sobre los héroes, su valor y honor, así como la creación de símbolos regionales como el cuerudo tamaulipeco, el ensalzamiento de arquetipos rurales como el vaquero, la idea de formar "hombres de bien" en las escuelas o de legitimar la autoridad y poder de los hombres como maridos en el matrimonio, fueron tan sólo algunos de los ejemplos de cómo a nivel local y regional el Estado redefinió la cultura y, por lo tanto, los significados de ser y actuar como un hombre en el México posrevolucionario. Bibliografía Alvarado Mendoza, Arturo Bello López, Leopoldo Corrigan, Philip Richard D. (y
Derek Sayer) Hernández Hernández, Óscar Misael Kimmel, Michael S. Ley... Ley... Lomnitz-Adler, Claudio Meyer, Lorenzo Monsiváis, Carlos Muñiz, Elsa Ortner, Sherry B. Paredes, Américo Portes Gil, Emilio C. Rosaldo, Michelle Z. (y Louise
Lamphere) (eds.) Salas, Elizabeth Sánchez Báez, Genaro Zorrilla, Juan Fidel |
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