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En las páginas que siguen se sugiere la existencia de un paralelismo entre el discurso de la economía clásica sobre el valor, el derecho de propiedad y la relación moderna del Hombre con la Naturaleza como medio de satisfacción de necesidades. Todo ocurre como si la modernidad occidental, basada en la economía de mercado y en el derecho, dependiese de la inscripción en la realidad social de una valorización (sería necesario decir, tal vez, de una des-valorización) de la Naturaleza, y más precisamente de la tierra. Para establecer dicho paralelismo, el desvío por la cosmología de las sociedades tradicionales parece una andadura necesaria. Además, es necesario considerar que la investidura tecnológica de la Naturaleza no es en sí misma inmediata, natural, objetiva; sino que tiene siempre como presupuesto una investidura simbólica general, la cual condiciona su modo de existencia y su desarrollo. La relación de poder, de fuerza, que el grupo humano establece con el medio natural o ecológico, relación que determina su supervivencia, está siempre mediada por una relación simbólica, la cual delimita y determina los modos de actuar, el campo de los modos de acción posibles, que el hombre se autoriza a desarrollar sobre la Naturaleza y sobre sí mismo. Así, podemos comprender la relación de las sociedades tradicionales con la Naturaleza de modo distinto que bajo el signo de la escasez, la impotencia o la debilidad; es decir, de otro modo que bajo un signo negativo: esa relación no puede definirse mediante la cuadrícula de la investidura simbólica moderna, colocada bajo el único signo del dominio productivo (o de la soberanía política). Lo que, desde el punto de vista de nuestra representación de la relación Hombre-Naturaleza, nos aparece como negativo está por considerar como el correlato de otra positividad, de otro tipo de investidura simbólica. De ese modo, puede ser evacuado radicalmente el evolucionismo allí donde nace, allí donde se impone al hombre moderno como una evidencia, a saber: en el desarrollo de la tecnología y de la productividad. No se trata de cuestionar la investidura simbólica moderna de la Naturaleza, el derecho a considerar las otras sociedades desde ese mismo punto de vista, sino de reconocer que se trata del punto de vista de una sociedad dada, y no de un punto de vista objetivo, que trascendería los universos simbólicos y los sistemas de valores de toda sociedad. Podría preservarse el evolucionismo si se considera que la conquista de la Naturaleza por parte del hombre proviene siempre del orden de lo tecnológico, y que la religión o la magia dependen sólo del orden de la interpretación de la relación del hombre con su medio ecológico, o que a lo sumo sólo intervienen prácticamente bajo la forma de la prohibición, definiendo solamente límites a la acción técnica. Pero, en verdad, religión y magia conllevan ellas mismas modos específicos de operar sobre y en el contexto natural. Más exactamente, en el universo religioso y mágico, como por ejemplo en el del mundo negro-africano tradicional, la técnica es inseparable del rito, como la naturaleza del signo, lo profano de lo sagrado, lo visible de lo invisible, la manipulación del desciframiento, el artesano del sacerdote o del mago. En ese universo el Verbo está dotado de una eficacia que le es propia. Es menos instrumento, como en el mundo moderno, que poder efectivo de expresión y desencadenamiento de fuerzas vitales. "La palabra es todo", dice Komo-Dibi, el chantre malinés de una sociedad de iniciación (Komo), que continúa así: ella, la palabra: "Corta, desuella. Modela, modula. Perturba, enloquece. Sana o mata fulminante. Amplía, disminuye según su carga. Excita o calma las almas" (cit. en Thomas y Lureau 1981: 28). Podría señalarse que con el psicoanálisis la civilización moderna efectúa con tintes racionales un determinado retorno a ese estatuto del Verbo. En todo caso, para el hombre negro tradicional, la fe en el poder del símbolo verbal es tal "que no emprenderá acción alguna (ahuecar una piragua, preparar un pescado, sembrar un campo) sin pronunciar las palabras rituales que harán la acción eficaz" (Thomas y Lureau 1981: 24). Así, el aprendizaje de las técnicas está necesariamente ligado a la iniciación, al aprendizaje de las palabras rituales: en el caso del pastor fulani, por ejemplo, el nombre secreto del bóvido; en el del cazador sudanés o nigeriano, la fórmula que hará vulnerable la caza; etcétera. No son solamente las operaciones de acción o de producción del hombre sobre la Naturaleza (con respecto a las cuales se puede decir, desde un punto de vista moderno, que el sistema define la relación material-económica de una sociedad dada con su medio ecológico) las que se encuentran reguladas por una investidura cultural simbólica; sino también las operaciones estrictamente sociales sobre los componentes de la Naturaleza, de la tierra al agua, de los vegetales a la caza, y sobre los bienes producidos por el hombre. El régimen de los bienes no depende inmediatamente de la relación cultural-tecnológica entre Hombre y Naturaleza, como pensaba Marx, sino de su régimen cultural simbólico, del o de los estatutos que le son asignados por una red instituida de representaciones que definen la cosmología y la antropología de una sociedad determinada. El gran libro de la naturaleza La investidura simbólica de las cosas presente en las sociedades tradicionales nos resulta visible por ser extraño al nuestra, que consideramos como natural, racional, es decir, como la única válida. (Es evidente, por otra parte, que esa visibilidad no es un fenómeno inmediato y espontáneo, el cual supusiese una no-proyección, sino que resulta de la puesta entre paréntesis de la investidura simbólica del observador. La historia del etnocentrismo occidental lo testimonia con suficiencia.) En la medida en que eso es así, podemos comprender, a través del ejemplo de las sociedades tradicionales, hasta qué punto las representaciones cosmológicas dominan el régimen de los bienes, y sobre todo el de la tierra. Podemos comprender a contrario, mediante el juego de la confrontación, hasta qué punto la institución "propiedad" presupone como condición de su existencia la desacralización, la despersonalización, la reificación de la Naturaleza. Por ejemplo, el estatuto comunitario de la tierra en el caso de los incas no era independiente de los valores religiosos. La cultura dependía del acto sagrado, el cual honraba a todos los que lo realizaban. El representante del Dios-Sol, el Inca mismo, sacrificaba al uso en el primer surco, imitado seguidamente por los miembros más importantes de su familia, cada vez que una parcela de tierra en el imperio era consagrada a un fin religioso, es decir, destinada al Sol. Se cantaban himnos en su honor y cada verso concluía con la palabra Hayli, que significa triunfo (Karsten 1952: 92). Henry Labouret (1959: 161) indica que en África occidental, en el siglo XVIII, una reina de una región tenía la costumbre de sacrificar a un hombre y una mujer en el mes de marzo. Sus cuerpos eran enterrados en medio de un campo recién labrado. La posibilidad de disponer de la tierra, y particularmente las operaciones sociales que pueden ser efectuadas al respecto, aparecen siempre delimitadas en primer lugar por la relación del hombre con los poderes sagrados, y por la relación del hombre con los ancestros. La dependencia de los seres vivos de los muertos, de la criatura de los dioses que la han creado, se opone a la toma de poder del hombre sobre el suelo. Esa dependencia se inscribe en una relación de pertenencia, en la que los dioses y los ancestros son considerados como dueños originarios de la tierra. "El Corán admite como dogma", escriben Hanoteau y Letourneux (1873: 235), "que sólo a Dios pertenece el dominium de todas las cosas. Él es, por ello, el propietario verdadero, mientras que el hombre, criatura efímera, no es más que su amo pasajero". Para los indios de América del Norte, la tierra pertenecía al Todo-poderoso, y les fue dada al mismo tiempo que su existencia para "vivir descalzos sobre la tierra sagrada". Dios "crea la Tierra, la tierra de los indios, y es como si Él hubiese desplegado un gran manto. Él pone a los indios encima (....) Cuando Usen (nombre apache para Dios) crea los apaches, crea también sus tierras del Oeste. Él les dona tantos granos, frutos y caza como necesitan para alimentarse. Para restaurar su salud cuando la enfermedad los abate, él les enseñó donde encontrar las hierbas y a prepararlas para hacer remedios. Él les dona un clima agradable, y todo lo que necesitan para vestirse y abrigarse está al alcance de sus manos" (Mac Luhan y Curtis 1974: 18 y 149). En el caso de los diola, en el África negra, encontramos esa misma representación, en la que las tierras aparecen como pertenecientes primitivamente a Dios (Atat Emit). La tierra, dice un proverbio, es un regalo del cielo. Esa relación de pertenencia de la tierra a los poderes sagrados se arguye generalmente en África negra y Madagascar como razón de la inalienabilidad tradicional de la tenencia de los bienes raíces, el obstáculo al derecho de propiedad. La tierra no puede ser objeto de propiedad individual, puesto que es la propiedad de Dios (Thomas 1960; Rarijoana 1967: 33; Verdier 1960: 35). Esa representación se materializa en ritos: "En el origen de toda instalación pacífica sobre una nueva tierra, se encuentra, entre el ancestro fundador y los dioses del suelo, un verdadero tratado de alianza", escribe Raymond Verdier en un ensayo sobre las relaciones relativas a los bienes raíces en el pensamiento negro-africano. El sacerdote lobi se expresa así en el momento de la toma de posesión de una tierra, intercediendo entre los dioses y los hombres: "Tierra nutricia, te ofrecemos este pollo. Acéptalo y danos a cambio abundantes cosechas, numerosos rebaños y muchos niños. Aleja de nosotros las enfermedades, las epidemias y todos los males" (Verdier 1960: 37). Entre los hombres y la tierra se interponen los dioses y los ancestros. Desde el punto de vista de las sociedades tradicionales, la tierra funciona, al contrario, como un medio de comunicación entre los hombres de una parte, y los dioses y ancestros de otra. La relación de pertenencia de la tierra a los dioses puede redoblarse o ceder el lugar a la relación que liga la tierra a los ancestros: "Los ancestros", escribe Rattray, "son los verdaderos propietarios del suelo. Aunque muertos desde largo tiempo, continúan interesándose vivamente por la tierra donde nacieron... Las leyes agrarias de los ashanti de hoy son el producto lógico de la creencia que, en un pasado no muy lejano, consideraba a los poseedores vivos de la tierra como siendo, por así decir, no más que arrendatarios que tenían la tierra de los muertos por una especie de fideicomiso". En sus estudios sobre los ba-kongo, el padre Van Wing define el clan (es decir, el sujeto real de los derechos territoriales, la unidad comunitaria) como la colectividad de todo descendiente por filiación uterina con un antepasado común, del cual deriva el nombre de esa colectividad. El clan abarca a los individuos de los dos sexos, "que viven bajo o sobre la tierra". Quienes viven debajo son los Bakulu (los buenos ancestros) que han conquistado los dominios del clan, sus bosques, sus ríos, sus lagunas y sus fuentes. "Ellos continúan dominándolos. Los miembros del clan.... tienen el disfrute de la posesión ancestral; pero son los muertos los que guardan su propiedad". El disponer de la tierra es, en consecuencia, tributario de esa dependencia reconocida, y se sitúa bajo el signo del deber antes que del poder: "La tierra pertenece a los ancestros", decía un jefe ashanti, "y me pedirán cuentas cuando me reúna con ellos". La no-alienabilidad se encuentra en la lógica de la obligación para con los ancestros, y puede aparecer inmediatamente como negativa a separarse del lugar de su sepultura. Es así como un indio de América del norte justifica su apego a la tierra: "Tú te taparás los oídos", cuenta refiriéndose a las últimas palabras de su padre, "cuando te pidan firmar un tratado para vender tu tierra. Dentro de unos años el hombre blanco estará aquí. Tienen sus ojos puestos en este país. Nunca olvides, hijo, mis palabras de moribundo. Esta tierra contiene el cuerpo de tu padre. Jamás vendas los huesos de tu padre y de tu madre. Apreté las manos de mi padre y le dije que protegería su tumba con mi vida. Mi padre sonrió y partió hacia el país de los Espíritus" (Van Wing 1921: 85; Mac Luhan y Curtis 1971: 35). Las tierras de la tribu, del clan, representan el lugar donde la comunidad de los vivos y de los muertos se reproduce, y se afirma por las funciones de consejo, de arbitraje, atribuidas a los ancestros; más aún, hay una verdadera identificación entre el poder de los ancestros y el del medio ecológico. En el Medio Congo, por ejemplo, no sólo es necesario obtener del jefe del grupo la autorización para establecerse; es necesario, también, consultar a los ancestros. "Al pueblo de los vivos corresponde el pueblo de los ancestros establecido allá abajo, no se sabe dónde, en las tierras del clan. El indígena dice que está situado en el agua, al lado del bosque, porque el bosque se alza cerca de los ríos. Los ancestros, dueños de la tierra y de toda vida, están obligados a apartarse de una empresa tan esencial. La tierra sólo dará frutos si ellos lo permiten. Ningún indígena obrará sin haber invocado su poder misterioso y obtenido su acuerdo" (Wickers 1955: 565). Un presidente de jurisdicción de Madagascar testimonia que los juramentos siempre válidos son los que toman como testigos, separadamente o asociados, a Dios, los ancestros y la tierra sagrada (Hébert 1965: 136-137). Esa identificación es ilustrada por lo que cita Richard Turnwald (1937: 248) en su obra sobre la economía primitiva: "El hombre que reivindica la propiedad de una tierra sobre la que no tiene absolutamente ningunos derechos, se sitúa sobre una pequeña prominencia de terreno y repite los nombres de sus ancestros en presencia de los jefes y de los otros testigos. Se recitan los árboles genealógicos de las dos familias; después, por invitación del jefe, lanza un poco de tierra sobre su adversario, gritándole: Que esta tierra te mate". La violación de los derechos sobre la tierra recibe sanción de la tierra misma, en tanto que ella es a la vez poder vital, divino y ancestral. La tierra no aparece de manera separada como lugar de depósito de valores de uso, medio de producción, lugar de protección o medio de circulación. Es en conjunto establecida como poder dinámico y en la polivalencia de sus funciones. Esa aprehensión global, no segmentada, de la tierra y de la relación del hombre con la tierra, y no una simple debilidad productiva, es el fundamento de la dependencia general reconocida del hombre para con ella, que excluye disponer de ella, usarla y abusar de ella como cosa y medio. La tierra es fuente de vida, fuerza vital, lugar de surgimiento y de término de existencias humanas. El esquimal está ligado "cuasi religiosamente, chamánicamente, a sus piedras, a sus cabos y a sus valles, a las fuerzas telúricas del territorio (...). El tiempo está cercano... donde el esquimal reverenciará, mediante ritos en un espacio bien conocido por él, al animal, la Tierra y las aguas, fecundas y últimas matrices" (Malaurie 1976: 626 y 627). El reconocimiento de esa dependencia fundamental se manifiesta particularmente en esta invocación ritual ashanti a la Tierra: "Tierra,
si acabo de morir, El sermón sobre la tierra sagrada (ny tany masina), que parece igualmente conocido por todos los pueblos malgaches, es, más que un sermón para la tierra de las tumbas, invocación de la porción de tierra donde está enterrado el cordón umbilical. Eso es verdad, señala J.C. Hébert (1965: 137), "incluso cuando el cordón umbilical no está enterrado, como en el caso de los merina o de los sakalava; incluso si es arrojado al río, como en el caso de los tsimihety o los antaisaka, o a un pantano, como en los antandroy". Esa ceremonia malgache sobre el cordón umbilical nos sitúa ante un mito de carácter universal: el de la tierra como fuente de vida, de fecundidad, como matriz nutricia, el de la Madre-Tierra. Esa investidura simbólica de la tierra, esa identificación de funciones, se encuentra en las comunidades que viven de la recolección y la caza tanto como en las sociedades agrícolas. "La pareja divina Cielo-Tierra que Hesíodo evocó", escribe Mircea Eliade (1964: 209), "es uno de los leitmotiv de la mitología universal. En numerosas mitologías en las que el Cielo juega y ha jugado el rol de divinidad suprema, la Tierra se representa como su compañera". La asimilación al vientre maternal, al lugar verdadero del que nacen los hombres, se expresa en esos rituales de los hurones de América del Norte en los que se entierra bajo el camino a los niños muertos, a fin de que puedan nacer de nuevo, introduciéndose soterradamente en las entrañas de las mujeres que pasan por allí. Lo mismo que se coloca al niño en tierra, inmediatamente después del parto, a fin de que sea legitimado por su primera madre, en caso de enfermedad se pone sobre el suelo a los niños y a los hombres maduros. "Ese rito equivale a un nuevo nacimiento. El enterramiento simbólico, parcial o total, tiene el mismo valor mágico-religioso que la inmersión en el agua, el bautismo. El enfermo se regenera de ese modo: nace de nuevo" (Eliade 1964: 217; véase igualmente sobre esta cuestión Doutreloux 1967: 223). Encontramos en América del Sur un mismo vínculo mágico, inmediato, entre la comunicación de la vida humana y la Tierra, considerada como Madre: los peruanos llegan hasta ver en ella a la divinidad tutelar propia de las mujeres en cinta, que le hacen sacrificios en el momento de parir (Karsten 1952: 186). "La tierra es la primera mujer del Creador. Ella alimenta a los vivos y envuelve a los muertos", dice un proverbio malgache. Se pone de relieve que en Madagascar la creencia de que los ancestros nacen de la tierra está igualmente extendida. Hay, instituido de esa manera, un vínculo de parentesco entre el grupo humano y el territorio que ocupa. Los reyes que sucesivamente han reinado sobre suelo malgache han tenido que recurrir a esa concepción para formular una especie de derecho eminente. Mientras que la reina, para conservar intacto el vínculo con su tierra de origen, sólo toma sus comidas en platos fabricados con tierra de su país, se ve a un rey, como el rey Radama, llamar a la tierra su esposa" (Rarijaona 1967: 32). En los orígenes del mundo griego antiguo se descubre el gran mito: uno de los himnos homéricos está dedicado a la Tierra-Madre: "Es a la tierra a la que yo canto, madre universal con sólidos fundamentos, antepasado venerable que nutre con su suelo todo lo que existe... Es a ti a quien corresponde donar la vida a los mortales, como reponérsela... ¡Dichosos aquellos que honras con tu benevolencia! Por ti, la gleba de vida está cargada de cosecha; en los campos, sus rebaños prosperan; y su casa se llena de riquezas" (cit. por Eliade 1964: 208). Aquí, quien rinde homenaje es un hombre ocupado en tareas agrícolas. Pero esa representación de la relación hombre/tierra como una relación de parentesco niños/Madre no es específica, como se escrito a veces, de las sociedades agrícolas. Vemos, al contrario, articularse y legitimarse a partir de ese mismo mito el rechazo a labrar la tierra. Así, este discurso de un indio de América del Norte, que sólo obtiene su subsistencia de la caza: "Usted me exige labrar la tierra. ¿Debo tomar un cuchillo y desgarrar el pecho de mi madre? Pero, cuando yo muera, ¿quién me acogerá en su seno para reposar? Usted me exige cavar para buscar la piedra. Pero, cuando yo muera, ¿en qué cuerpo podría yo entrar para renacer? Usted me exige cortar la hierba, hacerla forraje y revenderla, y hacerme rico como los hombres blancos. ¡Vamos!, ¿cómo osaría yo cortar los cabellos de mi madre?" (cit. en Mac Luhan y Curtis 1971: 62). Frazer cuenta que los miembros de una tribu dravidiana primitiva de India central, los baiga, practican la agricultura migratoria contentándose con sembrar exclusivamente en las pistas de ceniza que quedan tras el incendio de algunas partes de la jungla. Se toman esa molestia porque consideran como un pecado "desgarrar el pecho de su madre-tierra con el arado" (Eliade 1964: 213). Bajo el signo del derecho a disponer La sociedad mercantil moderna opera un trastorno general de la relación entre derecho y obligación. Las obligaciones tienden a no ser más que obligaciones contraídas por el individuo, y no ya ligadas a un estatus. El dominio del interés suplanta al dominio del deber, del cumplimiento de obligaciones y funciones propias de un estatus dado. El derecho mismo no aparece ya, al modo de las sociedades tradicionales, como la otra cara de la obligación. Derechos y obligaciones entran separadamente en un cálculo comparativo de las ventajas y pérdidas, las primeras bajo signo positivo, las segundas bajo signo negativo. La obligación sólo es ya el costo de la adquisición de un derecho, como el trabajo el del salario. En la naturaleza del dinero (naturaleza puramente cuantitativa que no indica límite alguno, puesto que una suma de dinero puede siempre acrecentarse con una cantidad, por mínima que sea, de dinero suplementario), Marx vio inscrito el origen del deseo de acumulación. Pero el dinero no hace más que materializar la perspectiva de una acumulación indefinida de derechos o de poderes concretos por los individuos, en una sociedad donde han desaparecido las barreras estatutarias y donde el hombre se erige primero como un derecho habiente. La propiedad, en su definición lógica, tal como aparece en santo Tomás de Aquino, es lo que corresponde o es atribuido a las substancias. Así, la propiedad de un metal, la propiedad del átomo. Resulta sorprendente constatar que el empleo del término "propiedad" en el lenguaje jurídico inscribe en cierto modo la conmoción moderna de la relación del hombre con las cosas. Todo ocurre como si las propiedades de las cosas llegasen a ser o no estuvieran llamadas a ser más que propiedades del hombre. Como si los predicados o los atributos de las substancias no se encadenaran ya a ellas, sino que el hombre que afirma su derecho a apropiárselas, a convertirlas en suyas, se proclama el sujeto de todos los predicados. Es sólo con la sociedad mercantil moderna cuando se afirma realmente ese derecho del hombre a disponer de las cosas y del mundo. Su expresión filosófica es el proyecto cartesiano de hacer del hombre el "dueño y poseedor de la naturaleza" (Heidegger 1950: 114-121); su expresión institucional, la propiedad. El dominium en el universo de la Roma antigua es más un poder sobre los hombres que un poder sobre las cosas, remitiendo, por lo demás, indiferentemente a unos y a otras. Basta con considerar que el símbolo de la propiedad en Roma no es otro que la lanza. El poder instituido sobre las cosas se refiere sobre todo a otros hombres y a la conquista militar. Lo que con la sociedad mercantil moderna resulta relevante es la conjunción entre el proyecto de dominación de la naturaleza y la propiedad como institución, en tanto que ésta organiza un derecho del hombre a disponer inmediata y absolutamente de las cosas (y, aunque ese derecho sea sólo con respecto a las cosas, no obstante, es sabido que la propiedad de éstas significa, en determinadas condiciones, disposición sobre los hombres). Persiste esa perspectiva de un poder que sólo sea una administración de las cosas, que también es asumida en las aspiraciones de Saint-Simon o de Marx. Ocurre como si la institución de la propiedad difundiese de algún modo el sueño cartesiano en el cuerpo social, lo encarnase y le diese vida a una escala reducida e individual. Como si la institución de la propiedad, antes incluso de que el dominio de las fuerzas de la Naturaleza tomase todo su impulso, hubiese formalizado la aspiración a esa posesión; como si postulando la apropiación de la Naturaleza, hubiese recurrido a esa apropiación. El valor y la carga La relación de propiedad, tal como apareció en la sociedad moderna, es inseparable de la relación económica del hombre con las cosas, de la investidura simbólica de las cosas como valor de uso, como suma de beneficios. Esa unión entre lo uno y lo otro explica que casi se haya podido confundir propiedad y relación utilitaria. Es por ello que Bentham, en su Tratado de legislación, puede escribir: "La propiedad sólo es una base de espera, la espera de retirar determinados beneficios de la cosa que se dice poseer, en consecuencia relaciones en las que se está ya situado frente a ella. No hay pintura, no hay rasgos visibles, que puedan expresar esa relación que constituye la propiedad; es que ella no es material, sino metafísica... La idea de la propiedad consiste en la espera establecida, en la persuasión de poder retirar tal o cual ventaja según la naturaleza del caso. Ahora bien, esa persuasión, esa espera, no puede ser otra que la obra de la ley" (cit. por Tarbouriech 1904: 182). La confusión entre lo que es del orden de la ley y lo que es del orden económico es por tanto característica. ¿Qué hay aquí de común entre la propiedad y la relación utilitaria? La institución de la cosa como simple soporte de un "bien", de un plus, simple soporte para la disposición de utilidades, de ventajas inmediatas o mediatas según los individuos. La cosa nunca es portadora de obligaciones sociales o suprasociales. Ella representa la unidad de una suma de ganancias o de poderes de los que el hombre viviente puede disponer a voluntad. La exposición de esa relación del hombre con las cosas que es la propiedad ofrece, en los tratados en los que su codificación no está aún fijada, materia para la reflexión. El Tratado del derecho de dominio de Pothier, escrito en 1772, cuyo título indica por sí mismo que la propiedad no es todavía el concepto dominante para pensar el vínculo jurídico de los hombres con los bienes, es característico. El contenido del derecho de propiedad toma la forma de un larga enumeración. "Ese derecho es muy extenso", escribe Pothier; y largo de detallar: comprende "el derecho de tener todos los frutos que nazcan de la cosa"; el derecho de "servirse de la cosa, no solamente para los usos para los que está naturalmente destinada, sino para cualquier uso que sea". Así, las habitaciones de una casa destinadas a alojar a los hombres pueden ser utilizadas por el propietario para alojar en ellas a los animales. Ese derecho comprende también el de "cambiar la forma de la cosa", haciendo por ejemplo de un prado o de una tierra de labor, un estanque o viceversa. Derecho también de "convertir" la cosa "en algo peor", por ejemplo, dejando sin cultivo una tierra fértil, o utilizándola sólo para pasto de los animales. Derecho igualmente de "perder enteramente su cosa": el propietario de un bello cuadro tiene derecho a borrarlo, el de un libro, a arrojarlo al fuego o a destrozarlo. Derecho a alienar la cosa o "de acordar con otros para su cosa los derechos que quiera". Derecho, finalmente, de "impedir a los otros servirse de ella" (Pothier 1772: 114). Lo que sorprende en esa exposición bastante larga, poco deductiva, si no empírica, es la repetición de un término: el término derecho. La aprehensión de la originalidad de la propiedad reside en esa repetición, más que en los apartados que se suceden. La originalidad de esa relación del hombre con las cosas se sitúa en principio y ante todo en que instituye derechos independientes de toda obligación positiva para con la cosa como para con los otros (aunque las servidumbres de la tierra no sean totalmente expurgables). Podemos hacer aparecer esa particularidad oponiendo al valor lo que nosotros llamaremos la "carga" de las cosas. Se obtiene así el cuadro siguiente:
Vemos a partir de ese cuadro que considerar los bienes desde el único punto de vista de su valor supone ocultar la carga de uso de esos bienes o postular su inexistencia específica en el moderno derecho de propiedad. Vemos la homología entre la representación económica por la cual sólo existen los valores, de uso o de cambio, y la visión propietaria: ambos tienden a rechazar toda obligación positiva que reglamente la utilización de los bienes. Una ilustración contemporánea de ese rechazo: la reivindicación liberal radical, apoyada solamente en el imperativo económico, de una privatización generalizada incluyendo en ella incluso a las centrales nucleares, los mares y el espacio estratosférico (véase Lepage 1985, obra que constituye a la vez una vulgarización del neoliberalismo norteamericano y un manifiesto político). Vemos, también, que el derecho de propiedad, tal como se afirma desde el siglo XVIII, constituye el substrato de todas las representaciones de la relación instrumental, utilitaria, productiva del hombre con la Naturaleza como una relación asocial, natural. El estatus de los bienes en las sociedades tradicionales y las cargas de uso que le son correspondientes, en cuanto a ellas, no permiten olvidar que la relación del hombre con la Naturaleza y los bienes es inmediatamente social. Podemos, finalmente, poner de relieve cómo la oposición de la sociedad mercantil moderna a las sociedades que la precedieron no puede ser comprendida, tal y como hizo Marx, como una oposición entre un mundo dominado por el valor de cambio y unos mundos dominados por el valor de uso. Aparece también claramente cómo esa distinción permanece en el interior de la representación económica de la relación del hombre con la Naturaleza, ignorando la carga incluida en todo estatus extra-utilitario de los bienes y particularmente de la tierra, al presentar la religión moderna como la religión que organiza todas las sociedades, el fundamento oculto e inconsciente de todas las investiduras simbólicas de las sociedades tradicionales. Nota El
artículo "Le droit de l'homme à disposer du monde", fue publicado en la
revista Le genre humain
(París, Seuil), nº 14, abril 1986: 135-146.
Referencias bibliográficas Doutreloux,
Albert Eliade,
Mircea Hanoteau,
A. (y A. Letourneux) Hébert,
J. C. Heidegger,
Martin Karsten,
Rafael Labouret,
Henri Lepage,
Henri Mac
Luhan, T.C. (y S. Curtis) (comp.) Malaurie,
J. Pothier,
R. J. Rarijaona,
René Tarbouriech,
Ernest Thomas,
Louis-Vincent Thomas,
Louis-Vincent (y René Lureau) Thurnwald,
R. Van
Wing, S. J. Verdier,
Raymond Wickers,
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