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Introducción: Discapacidad y cultura La revisión de las principales contribuciones que la antropología social ha realizado al estudio de la discapacidad, nos conduciría de inmediato a detenernos en tres importantes cuestiones que han sido el caldo de cultivo de inspiradoras aportaciones teóricas e incontables referencias etnográficas. Se trata por una parte del sentido cultural que otorgamos al comportamiento humano en función de dimensiones y categorías sociales preexistentes como la de "normalidad-anormalidad" o "capacidad-(dis)capacidad". Por otra parte, un segundo aspecto fundamental es la consideración de las creencias culturales en torno a la naturaleza humana, al ideal de humanidad que todos poseemos, con el que establecemos cierta distancia valorativa y tomamos como modelo del ser humano. Por último un tercer elemento clave en el estudio antropológico de la discapacidad es el concepto de cultura. El empleo del mismo en este ámbito tiene no sólo connotaciones teóricas y metodológicas sino también políticas e ideológicas. Así por ejemplo sucede cuando hablamos de "cultura de la discapacidad" en el sentido que le atribuyen y adjudican ciertos movimientos reivindicativos de concienciación social que propugnan la transformación de la sociedad y la reificación de la identidad de las personas con discapacidad, bien para delimitar un territorio de la interacción social en el que se ponen en juego identidades culturales claramente diferenciadas y contrapuestas, bien para exteriorizar intereses comunes, oportunidades, expectativas, creencias y estilos de vida compartidos por el colectivo de personas con discapacidad frente a aquellos que son asumidos por el resto de la sociedad o por otros grupos sociales. El ámbito disciplinar en el que históricamente se han desarrollado los primeros estudios etnográficos sobre la discapacidad ha sido la antropología psicológica, aunque sin duda podríamos remontarnos al trabajo de campo que llevó a cabo E. B. Tylor en Inglaterra y Alemania sobre la sordera y que fue recogido en 1865 en Research into the Early History of Mankind como primera cita histórica relevante. Ciertamente las contribuciones desde la antropología de la medicina, la antropología de la desviación o la antropología del trabajo han sido también notables, pero si dirigimos nuestra atención al origen del estudio sociocultural de la discapacidad en realidad nos encontramos que las primeras referencias etnográficas, incidentales y anecdóticas en unos casos y poco sistematizadas y pobremente fundamentadas desde un punto de vista teórico en otros, proceden de antropólogos pertenecientes a lo que conocemos como la escuela norteamericana de Cultura y Personalidad. Emblemático es el caso de R. Benedict quien a principios de la década de los treinta del siglo XX escribió acerca de la conducta normal y anormal en un artículo publicado en el prestigioso Journal of General Psychology. Este conocido trabajo de la aventajada discípula boasiana, recogía un análisis comparativo de distintas culturas nativas de Norteamérica. En él R. Benedict se refiere a determinados fenómenos psíquicos, como el estado de trance o la catalepsia, que en determinadas muestras etnográficas se encuentran perfectamente enraizados en un modelo o patrón cultural que no los consideraba fenómenos extraordinarios o anómalos, mientras que a los ojos de la sociedad occidental podían parecer inexplicables, desviados o patológicos. En este popular artículo, R. Benedict argumenta y sostiene abiertamente una postura inequívoca acerca de la definición cultural de "normalidad" y "anormalidad". El comportamiento humano "normal" -sugiere R. Benedict- estaría sujeto a diferentes exigencias morales básicas (Benedict 1934: 59-82), todas ellas en estricta consonancia con las costumbres sociales, las prácticas y convenciones culturales, y también con los valores y principios que aceptan, proclaman a través de las interacciones sociales y exteriorizan los individuos que comparten una misma cultura. El comportamiento anormal sería, desde esta formulación, aquel que queda fuera del repertorio de conductas consideradas normales y moralmente aceptables por una sociedad. El concepto de normalidad es aquí una variante de lo bueno, entendido a su vez como lo deseable, lo esperable y lo valorado desde el punto de vista de la tradición, las creencias y de los hábitos de una cultura determinada. A pesar de que el término "discapacidad" no aparece referenciado en este artículo, sujeto a una oportuna reflexión antropológica, en cambio resulta decisiva la consideración de la categoría social "normalidad-anormalidad" en el espectro de las prácticas y comportamientos culturales. El concepto de normalidad es una poderosa idea, una convicción cultural más que una invención teórica, que desde luego va más allá de las connotaciones estadísticas que imaginó para el mismo F. Galton al describir lo normal como "lo más típico", el estado usual de las cosas, como si se tratara de un conveniente imperativo categórico formulado en un lenguaje moral y no sólo matemático. En el momento en el que vio la luz la contribución de R. Benedict no existía una clara delimitación de lo que en la sociedad occidental se entendía por discapacidad intelectual, al menos en el plano estrictamente científico. Los estudios incipientes en este campo abarcaban desde las enfermedades crónicas y los trastornos mentales como la "psicosis" o la "neurosis", hasta las deficiencias intelectuales, motrices o sensoriales, sin que hubiera tan siquiera una aportación teórica y metodológica que propiciara o facilitara la distinción entre categorías diagnósticas, grupos de síntomas y procesos clínicos o afectaciones del desarrollo humano ciertamente emparentadas, pero hoy día muy distantes entre sí desde el punto de vista médico y psicológico. En cualquier caso las creencias culturales acerca de la naturaleza y el sentido de la discapacidad estaban presentes en el discurso científico desde el siglo XIX (1), y puede incluso que desde mucho tiempo antes, más allá de que éstas poseyeran un mayor o menor grado de "poder" discriminativo, explicativo y en el mejor de los casos hasta predictivo del comportamiento humano y de la manifestación de ciertas dolencias, incapacidades o limitaciones funcionales tanto físicas como psicológicas. Podemos afirmar que la etnografía acerca de la discapacidad intelectual, como de la discapacidad en un sentido más extenso, se encuentra implicada desde sus comienzos en una problemática epistemológica relacionada inexorablemente con el concepto de cultura, de lo que significa y representa en las ciencias sociales y de modo más concreto en la antropología sociocultural, y de lo que con él se ha pretendido significar ya fuera a lo largo de la historia (Zeitgeist) o desde los diferentes paradigmas teóricos y contextos epistemológicos dominantes en el saber antropológico. Un handicap epistemológico de ramificaciones metodológicas que no ha sido superado en el trabajo etnográfico, ni en la recopilación de datos y en el análisis de los mismos (proceso etnográfico) ni en la posterior fase de interpretación y teorización (producto etnográfico). El estudio antropológico de la discapacidad no ha escapado al discurrir epistemológico del concepto de "cultura", como se acaba de mencionar, ni tampoco a los avatares propios de la confrontación entre distintas corrientes teóricas y modelos dentro de las ciencias sociales. Considerando las aportaciones de J. Klotz en su revisión del concepto con relación a la discapacidad, podemos corroborar por ejemplo que la cultura ha sido definida unas veces en términos funcionales, descriptivos y empíricos, entendida como el repertorio de instituciones y normas que configuran la vida social, cada una de las cuales posee una función de determinada; para otras veces recibir una caracterización bien distinta, más en consonancia con las interpretaciones simbólicas, semióticas y estructurales del comportamiento cultural (Klotz 2003). Esta última formulación hace especial hincapié en los "patrones de significado" insertos en las formas simbólicas de la vida humana y en las prácticas culturales. A tenor de lo dicho por las orientaciones simbólicas de la cultura el propósito del antropólogo sería revelar, a través de un proceso interpretativo, la significación de las formas de vida "aparentemente ininteligibles" como la discapacidad que se encontraría inmersa en su propio contexto de significación como cualquier otra realidad sociocultural. Las personas con discapacidad compartirían ciertos sistemas en interacción de signos interpretables. Signos culturales a los que se refería C. Geertz cuando exponía que por medio de la descripción "densa" (thick description) del trabajo de campo etnográfico nos aproximamos a la comprensión de la lógica subyacente, y del significado de las diferentes prácticas culturales trasmitidas de generación en generación (Geertz 1990: 27) y también de los comportamientos, en este caso adscritos a la discapacidad, que aluden de forma inextricable al conocimiento y las actitudes que las personas con discapacidad tienen sobre la vida y frente a la vida. La crítica del sentido estático y monolítico de la interpretación cultural ha supuesto desde otras orientaciones de la antropología, incorporar nuevas variables al estudio de la discapacidad, como por ejemplo la dinámica social del poder, ampliándose así el espectro de posibilidades interpretativas esta vez sobre la base de un concepto de cultura entendida como ecuación convincente de la vida social que constantemente está siendo reformulada por sus protagonistas y por las relaciones que mantienen entre sí. La discapacidad, en este sentido más práctico y relacional, posee una naturaleza dinámica al igual que la cultura y su significado es negociado por los actores sociales en un proceso en el que intervienen las relaciones de poder. Por último J. Klotz cita la versión fenomenológica de la cultura apuntando así hacia formulaciones teóricas en las que se incorporan tanto elementos biológicos como psicológicos (percepción, memoria, inteligencia y pensamiento) y somáticos de la naturaleza humana para comprender el fenómeno de la discapacidad. Para finalizar este apartado introductorio quisiera mencionar el proceso de conceptualización y revisión que ha sufrido también el término discapacidad y en concreto el de discapacidad intelectual. Los estudios etnográficos sobre la discapacidad asumen las limitaciones propias derivadas del método de investigación, pero también las dificultades que surgen para hallar un consenso acerca de qué es lo que entendemos por "discapacidad", en el uso científico del término frente a, o mejor dicho, paralelamente a la acepción popular (folk) del mismo. Esta aparente limitación es si cabe un reto para los antropólogos, una ruta etnográfica fértil, ya que la discapacidad está inscrita en la cultura y también en el conocimiento científico como parte de ésta, y por tanto desgajar el sentido del término "discapacidad" separándolo de su trasfondo cultural sería más bien una labor completamente estéril en nuestro caso. Una suerte de cirugía intelectual que la desligara artificialmente de su contexto de significación, y de otros conceptos, resultaría bastante infructuosa. Si pensamos en la discapacidad como categoría social y científica es más que evidente que ésta se encuentra ubicada en una geografía semántico-cultural muy próxima a la de conceptos como el de "deficiencia", "incapacidad" o "minusvalía", ligados históricamente con el de discapacidad, y que se generaron en consonancia con los descubrimientos científicos y con las ideologías dominantes en una época sobre la enfermedad, el cuerpo, la personalidad, la identidad o la naturaleza humana. Del diagnóstico a la reivindicación. Una breve aproximación al etiquetado de la discapacidad Si nos referimos ahora a las definiciones que se han aportado en los últimos tiempos sobre la discapacidad desde fundaciones, instituciones u organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS), nos percatamos de inmediato que éstas reflejan una clara e inequívoca intención taxonómica, propia del modelo biomédico que es asumido en las políticas sociales y en los sistemas sanitarios convencionales. Esta pulsión clasificadora está dirigida a establecer un diagnóstico fiable de la discapacidad, que permita compararla con otras afecciones o enfermedades y con determinados niveles e intensidades, signos y síntomas de las mismas que pueden ser objeto de tratamiento, curación o rehabilitación. Fue en 1980 cuando la OMS presentó el Sistema Internacional de Deficiencias, Discapacidades y Minusvalías (CIDMM), que estaba basado a su vez en el modelo de la CIE (Sistema de Internacional de Clasificación de las Enfermedades) en el que por primera vez se incluyeron los aspectos relativos a las consecuencias de la discapacidad para la vida de las personas y la consideración del contexto social. Un intento éste de romper el isomorfismo entre categorías médicas (nosológicas) y hechos (enfermedades-discapacidades) imperante en el modelo biomédico (Martínez 2008: 85) que había postergado del propio sistema de salud a la persona, a su biografía, a sus experiencias y creencias y también a las condiciones materiales y sociales de su existencia. La definición de deficiencia (o impairment) entendida como la pérdida o anormalidad de una estructura o función psicológica, fisiológica o anatómica, vendría a representar la diferencia que Arthur Kleinman estableció entre disease e illness en la década de los ochenta del siglo XX en algunos de sus trabajos más representativos (Kleinman 1980; 1988). Como el concepto de disease, el de impairment o deficiencia, se refiere a aspectos físicos o mentales que son juzgados (identificados y evaluados) por expertos de acuerdo con un catálogo de signos que reflejan el funcionamiento estándar de una persona y los rangos posibles de desviación. Mientras que el término de deficiencia nos remite a un nivel orgánico, el de discapacidad en cambio se refiere a las actividades integradas que la persona, o el cuerpo de una persona, puede desarrollar en forma de tareas, aptitudes o conductas. La discapacidad se entiende entonces como restricción o ausencia (debido a una deficiencia) de la capacidad de realizar una actividad en la forma o dentro del margen que se considera normal para el ser humano. Por último el concepto de minusvalía o handicap -un término rechazado por la gran mayoría de los movimientos asociativos por su uso despectivo-, se refiere a una situación desventajosa para un individuo determinado consecuencia de una deficiencia o discapacidad, que limita o impide el desempeño de un rol que es considerado por la sociedad normal en función de su edad, sexo y factores sociales y culturales. Este sistema de clasificación posee dos grandes limitaciones. Por una parte, y a pesar de que intenta ir más allá de las restricciones que imponen las nomenclaturas del modelo biomédico, en realidad el proceso taxonómico está organizado en función de un concepto completamente medicalizado, el de deficiencia (o impairment), del que derivan a su vez los de discapacidad y minusvalía. La hegemonía del modelo biomédico se constata en el hecho de que el listado de deficiencias es mucho más abultado y detallado que el de discapacidades, entre otras razones porque la discapacidad remite siempre desde esta perspectiva a una enfermedad o condición traumática como fuente originaria y explicativa de la misma. La otra limitación es que este sistema no soporta bien la comparación cultural. Esta es otra de las rutas etnográficas de la discapacidad por las que transita habitualmente el antropólogo. La pretendida universalidad del sistema nosológico oculta, o mejor dicho, ignora los aspectos culturales de la discapacidad. S. Whyte y B. Ingstad nos lo explican con un sencillo ejemplo etnográfico. Entre la tribu Tuareg de los Kel Tamasheq de Mali el listado folk de deficiencias incluye entre otras el nacimiento ilegítimo, la inmadurez, la fealdad, tener excesivas pecas o unas nalgas pequeñas. Evidentemente ninguna de estas condiciones forma parte de la clasificación elaborada por la ONS, por razones muy evidentes pero también porque haber nacido ilegítimo no es un problema orgánico sino en todo caso social (Ingstad y Whyte 1995: 6). La postura antropológica en lo que se refiere a la clasificación cultural de la discapacidad, nos dicen B. Ingstad y S. Whyte, va desde un relativismo débil, que asume que ésta dependerá de lo que es más valorado o necesario en un contexto sociocultural determinado, es decir, que se hablará de discapacidad cuando desde un punto de vista adaptativo la persona no sea capaz de llevar a cabo ciertas tareas o actividades que se espera de ella, hasta un relativismo fuerte o radical, que busca determinar los supuestos básicos sobre los que se entiende qué es ser persona, y qué tipo de valores e identidades predominan en ciertos contextos sociales (Ingstad y Whyte 1995: 7). En ocasiones desde movimientos sociales de profunda inspiración ideológica y política como el UPIAS (Union of the Physically Impaired Againts Segregation), se ha interpretado el diagnóstico y la clasificación como una forma de opresión social y de exclusión, en definitiva de limitación de las oportunidades y por tanto generadora de desigualdad (desventaja social) entre las personas. En cualquier caso en este proceso taxonómico intervienen metodologías de trabajo altamente tecnificadas. El discurso se nutre de una corriente léxica profundamente cientificista. Se habla en todo momento de "grado o nivel de afectación", "intensidad", "frecuencia", "duración", es decir, de variables objetivamente medibles y cuantificables, mientras que, como acabamos de mencionar, desde la óptica reivindicativa propia de los movimientos de concienciación social estas nomenclaturas y catálogos científicos dejan entrever precisamente la necesidad de un cambio de actitudes y de una transformación del entorno físico y social para eliminar todo tipo de barreras que obstaculizan la vida de las personas con discapacidad, incluidas aquellas que se derivan del etiquetado, que amordazan y silencian la voz de las personas con discapacidad, sujetas a una extraña perversión de significados y de valoraciones morales contradictorias (Kasnitz y Shuttleworth 2001: 19-38). La discapacidad existe, desde esta concepción reivindicativa, si la persona es sometida a alguna forma de discriminación activa o pasiva, y si como resultado de una limitación física y/o psicológica funcional recibe un trato paternalista o una consideración infantilizadora que le obliga a desarrollar estrategias compensadoras frente a determinadas demandas sociales. El discurso político e ideológico del modelo social asume en este caso un papel activo -panfletario en algunos casos-, de cambio y confrontación, bien distante y alejado de la asepsia del modelo biomédico centrado en la eficiencia y el diagnóstico. De cualquier forma, como ya advierte M. Allué, esta obsesión clasificadora puede sin lugar a dudas encerrar a la persona, enclaustrarla en un sin fin de denominaciones que solidifican un proceso de etiquetado nada clarificador en realidad (Allué 2003: 26) y que deja de un lado, fuera del discurso, la consideración sobre qué entendemos por "limitación" o por "vida normal" y qué papel juega en todo ello las variables específicas de la cultura. Veámoslo con un sencillo ejemplo. La American Association on Mental Retardation (AAMR) define el retraso mental, al menos parcialmente, como "déficits en el comportamiento adaptativo". Esta sencilla definición (2) plantea sin embargo algunas controversias. El retraso mental es una categoría, un nivel dentro de un sistema de clasificación más genérico que responde no sólo a necesidades diagnósticas sino también a una mentalidad burocrática irradiada desde las redes de apoyo formal y las instituciones sociales: la sanidad pública, la escuela, los servicios sociales, los profesionales, etc. Por una parte este proceso de clasificación impone en cierta medida una segregación arbitraria entre realidades experienciales muchas veces interconectadas como son la "enfermedad mental", la "alteración emocional" o el "comportamiento desordenado", y por otra parte el hecho de identificar a un niño como "retrasado", "deficiente" o con una "discapacidad intelectual" produce, como consecuencia de este etiquetado, una curiosa paradoja. Me refiero a que si bien el etiquetado tiene un aspecto funcional positivo muy evidente, nos permitiría adecuarnos a las necesidades educativas, sociales y familiares del niño y que éste recibiera las justas atenciones considerando su discapacidad, en cambio los niños que están incorporados a un programa de educación especial fuera del contexto socioeducativo del que participan la mayoría de los escolares, tienden a experimentar en sus vidas la "profecía autocumplida". Se trata en definitiva de niños que son socializados en un sistema donde se les aleja del contexto de estimulación intelectual al que son expuestos el resto de los niños, y se les inculcan ciertos patrones de conducta que los identificarán de por vida como "niños que necesitan ayuda", a quienes se les permite comportarse de un cierto modo, mientras que las expectativas de cambio, integración o autonomía personal en relación a su vida futura se desdibujan para dar lugar a personas que ocuparán una posición social marginal, víctimas de esta profecía autocumplida. La primera aproximación a la comprensión y el análisis de las experiencias de personas con discapacidad intelectual considerando sus propias perspectivas, fue realizada por R. Edgerton en la década de los 60 del siglo XX. Esta ha sido otra de las rutas y enclaves más decisivos de la etnografía de la discapacidad intelectual. Los trabajos de R. Edgerton pusieron de manifiesto, a través de técnicas etnográficas, que las personas con discapacidad intelectual eran etiquetas por la sociedad en base a una mala puntuación en un test de inteligencia que supuestamente medía sus habilidades cognitivas. Evidentemente la herramienta no tenía en cuenta factores como el entorno sociofamiliar, las condiciones de vida, los aprendizajes singulares y formales, etc. de la persona que respondía a la prueba. El etiquetado social llevaba consigo la apreciación de que las capacidades de estas personas eran claramente inferiores a las del resto de la población, y que como resultado de su discapacidad intelectual eran incapaces de generar y dotar de significado a su existencia, pero en cambio debían esforzarse para mejorar esta condición como si de un mandato social se tratara y así convertirse en personas "socialmente normales". El dilema paradójico de este planteamiento es que esto nunca sucedía en realidad, ya que precisamente al haber sido etiquetados como incapaces o carentes de ciertas capacidades para el razonamiento, para resolver problemas de aritmética y realizar cálculos numéricos, para escribir o leer, sus posibilidades estaban previamente limitadas por un significado socialmente restrictivo y peyorativo de su comportamiento, que por supuesto no consideraba las competencias y habilidades de estas personas para interactuar con los demás, desarrollar tareas o responder a las demandas del entorno. Para R. Edgerton la etiqueta social asignada en función de un nivel o baremo psicológico excluye muchos aspectos de la vida de una persona que son decisivos, y condiciona su futuro al verse sujeto a un rol de "deficiente" que en ocasiones implica un proceso de institucionalización y tratamiento durante buena parte de su vida (Edgerton 1993: 223). Por tanto R. Edgerton arguye que la etiqueta (nivel de discapacidad) en definitiva crea e incentiva el estigma social. Sobre el etiquetado en la sociedad norteamericana realizó un estudio etnográfico M. Angrosino muy interesante desde la perspectiva interaccionista, a través del cual comprobamos que la discapacidad forma parte de un entramado sociocultural rico y variado en sus significados y en las interacciones que se propician entre personas que reciben una misma etiqueta social (Angrosino 1998: 25-53). M. Angrosino, había trabajado desde 1980 con personas que habían sido catalogadas como "retrasados mentales" y/o "enfermos mentales crónicos". En concreto tomó como referencia para su investigación etnográfica dos asociaciones de la ciudad de Tampa en Florida, la Opportunity House (OH) y la MacBride Foundation (MF). No podría decirse que las personas con las que M. Angrosino tuvo contacto durante su experiencia de campo fueran, desde un punto de vista estadístico, representativas de la población de personas con retraso mental (discapacidad intelectual) en Norteamérica. Las personas que atendían la OH eran bastante atípicas, se trataba en muchos casos de hombres afroamericanos de entre 18 y 45 años con retraso mental y con desórdenes psicológicos, que además se habían visto envueltos en problemas con la justicia, y que eran considerados por la sociedad como delincuentes potencialmente peligrosos; mientras que las personas vinculadas a la MF, eran ciudadanos blancos o hispanos, que vivían en casas proporcionadas por la Fundación y destinadas a personas cuyos recursos económicos eran limitados o cuyas familias no podían hacerse cargo de su cuidado. Aunque no se trata de un estudio experimental, sin embargo haber optado por una metodología de corte cualitativo y naturalista lo hace verdaderamente sugestivo por el abanico de posibilidades interpretativas e hipótesis a las que conduce. Si bien nos permitió extraer generalizaciones, sí en cambio allanó el camino para investigaciones futuras, que además pudieran tener en cuenta el amplio rango de variabilidad que existe en los patrones de conducta individual y grupal en este tipo de colectivos. La investigación de M. Angrosino sugiere lo siguiente (Angrosino 1998: 49): 1. La comparación transcultural acerca de la (in)capacidad intelectual revela una oposición entre los sistemas populares o folk de clasificación y los criterios (estándares) extrínsecos de la biomedicina empleados para catalogar y definir la discapacidad (una oposición que funciona como los conceptos de illness y disease de A. Kleinman). 2. Las personas con discapacidad intelectual han interiorizado el sistema de clasificación de la discapacidad, entendiendo que se trata de un proceso burocrático y de etiquetado, pero la investigación etnográfica desvela que como actores sociales embarcados en interacciones complejas que les permiten desarrollar variadas y cambiantes identidades, estas personas ponen en duda la etiqueta superficialmente homogeneizadora de "discapacitado intelectual". 3. La sociedad norteamericana es más tolerante con las personas que tienen "retraso mental" (discapacidad intelectual) que con quienes poseen una enfermedad mental crónica. 4. Las personas con discapacidad intelectual se enfrentan a las limitaciones que les comporta un sistema burocrático que impone sus propias normas, más allá de los déficits objetivos que pueda tener, por ello las personas con discapacidad desarrollan comportamientos para compensar estas limitaciones. 5. Las personas con "retraso mental" (discapacidad intelectual) son sorprendentemente conscientes de su vida emocional, poseen criterios acerca de sus estados emocionales y de sus sentimientos, y temen comportarse de un modo que los demás interpreten o califiquen como desfavorable, lo que en ocasiones les hace contener sus emociones y realizar esfuerzos por ordenarlas evitando que fluyan con naturalidad, reforzando así la imagen de "incompetencia". 6. La sexualidad es un área de configuración de la identidad muy significativa. 7. La raza o la etnia juegan un papel bastante ambiguo en la formación de la identidad de las personas con retraso mental. 8. Las organizaciones que prestan sus servicios y realizan una labor de ayuda, en ocasiones lo hacen como resultado de una visión religiosa del mundo y de la humanidad que con frecuencia llega a materializarse en actitudes y comportamientos auténticamente paternalistas dirigidos a las personas con discapacidad. 9. Las personas con discapacidad intelectual poseen además una visión de sí mismos, una imagen personal acerca de quiénes son, tal vez no tan elaborada como para determinar que existe una conciencia plena de sí mismo (self), de la personalidad o de la identidad, pero sí una cierta coherencia interna tal vez consecuencia de una cultura obsesionada por la introspección. 10. Las personas con discapacidad intelectual poseen una ideología política que se articula en los principios de igualdad, justicia y solidaridad. Tienen un conocimiento de sus derechos y de los recursos a los que pueden acceder, así como de las prestaciones y servicios que la sociedad les proporciona. El empleo de la historias de vida en la etnografía sobre la discapacidad intelectual Cuando nos referimos a la discapacidad en su sentido etnográfico hablamos de procesos instalados en los modos de vida, en los usos culturales, en las costumbres y las tradiciones de las que los actores sociales participan. Estos modos culturales refrendan una cierta forma de ver el mundo, de entender la discapacidad. Es precisamente en este "modo de ver el mundo" en el que interviene de forma directa el actor social, una de las piedras de toque de la investigación etnográfica de la discapacidad. S. R. Whyte al abordar el estudio etnográfico de la epilepsia en Tanzania, -kifafa como se la denomina en Swahili que quiere decir literalmente "muerte breve"- plantea que las nociones de "contaminación", "polución" y "contagio", tan extendidas en la antropología, aplicadas de manera general para explicar el fenómeno de construcción cultural de la enfermedad puedan ofrecernos una imagen bastante estereotipada de cómo las personas perciben e interpretan esta afectación neurológica (Whyte 1995: 226-245). Indudablemente las consecuencias de la epilepsia tienen mucho que ver con el grupo social al que pertenece la persona afectada, sus características individuales, la severidad de los síntomas, las actitudes sociales frente a la enfermedad, etc. Pero referirnos a la epilepsia como un constructo cultural no debe, según S. R. Whyte, alejarnos de una premisa fundamental en relación al análisis cultural, y es que éste debe basarse en la suposición de que las personas son actores insertos en contextos sociales, no son prisioneros de una construcción cultural fija. Cuando describimos las creencias sobre la epilepsia, tendemos a imponerlas a las personas que las han expresado y a generalizarlas con referencia a los contextos de las que han surgido, pero que podría haberse manifestado de forma completamente diferente en otro contexto. La cultura, expresa S. R. Whyte, "no dirige a las personas, las personas crean y re-crean la cultura desde sus posiciones particulares" (Whyte 1995: 241). En los países más desarrollados desde el punto de vista industrial y económico existen sistemas altamente complejos, que no están basados en una particular filosofía política acerca de la discapacidad, pero que se han previsto en la sociedad para atender a las necesidades de las personas con discapacidad basándose en los principios de igualdad, integración y respeto a la diferencia. Existen leyes, procedimientos administrativos, fiscales, instituciones sanitarias y educativas, profesionales especializados, etc., que forman parte de una estructura que da sostén vital a las personas con discapacidad y que vendría a configurarse en torno a la idea de redistribución equitativa y justa de recursos en favor del bienestar social y la promoción de la igualdad de oportunidades, es decir, de las condiciones que garantizan la vida en comunidad y la participación de los individuos más allá de las diferencias físicas o psicológicas en la toma de decisiones y en aquellos ámbitos que no le son ajenos: trabajo, escuela, sanidad, familia, etc. Desde este punto de vista la discapacidad en las sociedades avanzadas es un reclamo etnográfico de gran poder de seducción para el antropólogo, otro decisivo enclave. Pero no es solo este aspecto más enraizado en la estructura y la organización social el que nos interesa, la discapacidad se ha considerado también teniendo en cuenta la comparación y el contraste cultural entre sociedades complejas y sociedades tradicionales, entre países del norte y países del sur y entre oriente y occidente. Siguiendo a S. R. Whyte y B. Ingstad (1995: 3-37), podemos hablar de seis grandes áreas de interés en la investigación sociocultural de la discapacidad: A. Teorías
sociales y políticas
de la discapacidad. Tomando en consideración algunas muestras de los trabajos etnográficos que se han realizado durante el pasado siglo XX, y a partir de la revisión histórica que nos ofrece David B. Hershenson (Hershenson 2000: 151-157), podemos establecer al menos dos periodos bien diferenciados en la investigación etnográfica sobre la discapacidad. Un primer periodo ubicado en la década de los años cincuenta del siglo XX, caracterizado por una escasa y reducida presencia de trabajos etnográficos o de investigaciones socioculturales, que en cualquier caso pasaron de puntillas sobre el campo de la discapacidad y las enfermedades crónicas. Esta etapa de inactividad y sequía en la investigación etnográfica dio paso a una nueva etapa en los años sesenta del siglo XX en la que se fraguaría la revolución de los estudios etnográficos sobre la discapacidad, en concreto a partir las repetidas incursiones que realizó sobre la discapacidad intelectual R. Edgerton instalado en el Mental Retardation Research Center, de la Universidad de California en Los Ángeles. En este centro se constituyó un grupo de investigadores punteros dedicados a la investigación del comportamiento social, configurado por psicólogos, lingüistas, antropólogos y educadores. Aplicando procedimientos de investigación naturalista, al objeto de aproximarse al mundo social, a cómo las personas entienden sus acciones y las de los demás en un contexto de interacciones sucesivas (Hammersly y Atkinson 2001: 20) tomaron las experiencias vitales de personas con discapacidad intelectual (en la terminología del momento "retraso mental") que habían dejado la escuela y que vivían de forma independiente intentando adaptarse a las demandas del entorno social y de la vida diaria. La muestra había sido seleccionada entre adultos de ambos sexos que puntuaron entre 60 y 70 en las escalas de inteligencia y que no poseían una incapacidad o dificultad física, lenguaje o un trastorno mental o del comportamiento. Parafraseando a R. Edgerton, la etnografía se volcaría a partir de este trabajo y a través de la observación participante y de todo el extenso instrumental metodológico de la etnografía, en la compresión no de cuáles son las causas que conducen a la discapacidad, es decir, por qué existe la discapacidad ya sea ésta de tipo psicológico, físico o sensorial, sino más bien de las razones por las cuales la discapacidad es considerada en unas culturas como un problema y en otras no. Sin lugar a dudas este periodo ha sido decisivo para la investigación etnográfica por varios motivos pero cabe destacar al menos uno, que los resultados de la aplicación de las teorías y los métodos antropológicos han sido enormemente fructíferos, desvelándose así la utilidad y el alcance explicativo e interpretativo de conceptos como liminaridad, otredad, corporeidad, desviación, estigma o etiquetado en el estudio del comportamiento humano en el medio sociocultural (Reid-Cunningham 2009: 99-111). Al mismo tiempo y como indica D. B. Hershenson (2000) la multitud de cuestiones que sugieren la investigación etnográfica de la discapacidad nos conduce irremisiblemente a formular planteamientos etnográficos bien diferenciados, ad hoc, en los que se apliquen los métodos antropológicos como la observación participante, las entrevistas en profundidad, las historias de vida o la comparación transcultural y se aborden numerosas y complejas facetas de esta realidad como las políticas acerca de la discapacidad o la rehabilitación, las instituciones y las culturas de las distintas profesiones implicadas en el diagnóstico, en el tratamiento y en el proceso rehabilitador. Precisamente, este aspecto de la investigación etnográfica entra de lleno en ese apartado destacado de "versiones duras de la crítica epistemológica" al que G. E. Marcus y M. M. Fischer se referían (Marcus y Fischer 1999: 152). Se trata de la etnografía de las instituciones y de las culturas de los profesionales, otra genuina ruta etnográfica poco explorada. Para el caso que nos ocupa, la cultura de los profesionales que están implicados en el diagnóstico, el tratamiento y la rehabilitación de personas con discapacidad. La relación entre los distintos profesionales -que definen la discapacidad en base a ciertas características y aplican técnicas para la rehabilitación y la consecución de ciertos objetivos como agentes expertos poseedores de un conocimiento especializado- y las personas con discapacidad -que se definen así mismas manifestando una visión propia, y en algunos casos compartida, es decir, popular, acerca de la discapacidad y de su rol como clientes, usuarios de un servicio o receptores de una prestación-, es considerada críticamente desde la antropología social sacando a la superficie contradicciones, incongruencias y dilemas entre las versiones que de la discapacidad se han generado entre los profesionales y las personas con discapacidad. Respecto a las personas con discapacidad el empleo de las historias de vida es un ejemplo de etnografía intensiva que considera el relato autobiográfico como documento científico. La tradición etnográfica insiste en la importancia de recopilar versiones de la cultura a partir de la visión que sus protagonistas nos proporcionan de ella, como actores y narradores del curso de la vida; aprehender la visión desde dentro de la cultura ("insider's point of view" tal y como lo expresaba B. Malinowski al referirse a la necesidad de recopilar datos acerca de la visión del mundo de los nativos, de su mundo social y del curso de sus vidas) de la mano de quienes se hayan insertos en la realidad sociocultural que ocupa al antropólogo. Este es otro enclave o territorio fructífero en la investigación etnográfica. R. Edgerton en su libro The cloak of competence: Stigma in the lives of the mentally retarded (1967), tomó en consideración el análisis de las experiencias de personas con discapacidad intelectual desde la perspectiva de los protagonistas o insiders view. Hasta el momento habían predominado los estudios sociales de corte cuantitativo y estadístico, mientras que en este caso se ofrecía una visión de la realidad vivida por las personas con discapacidad intelectual en una cultura occidental. Edgerton puso en práctica la observación participante y las entrevistas semi-estructuradas abriendo la posibilidad de introducir nuevas herramientas en la investigación etnográfica de la discapacidad intelectual como las historias de vida, que nos facilitan recopilar las experiencias y acontecimientos más importantes en la vida de las personas descritas en sus propios términos, una forma de capturar sus sentimientos, creencias y perspectivas para de este modo iluminar el significado social de sus propias y singulares experiencias vitales (Taylor y Bogdan 1997: 161). En la investigación de campo sostenida en la recopilación de historias de vida, nos conducimos por el río de la experiencia biográfica, transitamos por las vidas ajenas, por aquellas vidas que se imprimen en nuestra retina, en nuestra memoria, en nuestro pensamiento y en nuestras palabras, y que de facto se hayan implicadas en los sistemas socio-culturales en la medida en éstos se constituyen por las experiencias conscientes de sus actores sociales a través de procesos cognitivos y de la relación interactiva recíproca (Pujadas 2002: 41). El valor etnográfico de las historias de vida para comprender la discapacidad intelectual como un fenómeno inscrito en la cultura es incuestionable. Algunos trabajos que han revisado las aportaciones etnográficas más relevantes hasta los años ochenta del pasado siglo XX (Wittemore, Langness y Koegel 1986: 1-18), desvelan importantes datos que nos servirán para delimitar el caudal etnográfico que ofrecen estas herramientas en la investigación antropológica como generadoras de hipótesis y de datos científicos: 1. Las historias de vida, precisamente por su orientación diacrónica, muestran que el retraso mental (discapacidad intelectual) no es siempre, ni necesariamente, estático, invariable, es decir, no se trata de una condición vital que es asumida pasivamente por la persona con discapacidad intelectual a lo largo de los años. Más bien es una categoría social dentro y fuera de cual es posible albergar variaciones como resultado del transcurso del tiempo y del cambio en las circunstancias vitales a las que se expone la persona. 2. El carácter procesual, longitudinal del método biográfico, y la profundidad de las descripciones que nos ofrecen las historias de vida, pone de manifiesto el escaso valor que determinas herramientas de diagnóstico y evaluación poseen a la hora de identificar los recursos y competencias que una persona discapacitada emplea para adaptarse a la vida, que despliega una serie de patrones de comportamiento dirigidos a afrontar las limitaciones que le supone en ocasiones su discapacidad y también a superar la desventaja o el handicap social al que se ven expuestos de forma constante. Las pruebas objetivas de diagnóstico no son capaces de detectar el valor funcional de ciertos rasgos de una persona que por ejemplo ha llevado una vida independiente en medio de la tensión que comporta el ser cuestionado por los demás en sus decisiones y acciones. El valor operativo de determinadas características personales en términos de estrategias adaptativas a largo plazo encaminadas al ajuste en la vida comunitaria, no puede ser identificado a través de un test de inteligencia, ya que esta prueba no alcanza a revelar el mosaico de competencias y de fortalezas que una persona discapacitada posee frente a las deficiencias más evidentes. 3. A través de las historias de vida conocemos más acerca de los procesos de adaptación y de la influencia del entorno social y del aprendizaje en el comportamiento de las personas con discapacidad intelectual. Algunos de los comportamientos atribuibles a la discapacidad en realidad se explican como consecuencia de un aprendizaje social disfuncional que negó ciertas oportunidades a las personas con discapacidad en base a expectativas muy cerradas sobre lo que podían o no hacer, pensar o sentir. Esto se comprueba con el efecto generalizador que tiene el diagnóstico precoz, en la infancia, de determinados problemas de aprendizaje o de ciertos trastornos del desarrollo. La consideración de "niño con dificultades" o "niño discapacitado" afecta a áreas de la vida que no necesariamente están en el dominio de la incapacidad intelectual, pero que no pueden desarrollarse porque reciben el influjo de una percepción normativa que casi nos obliga irremisiblemente a ver a la persona siempre desde el enfoque de la discapacidad. 4. A pesar de que la perspectiva emic es, por definición en las historias de vida, un punto de vista personal acerca de la vida de uno mismo, y resulta demasiado específica, sin embargo un repertorio o una colección extensa de este tipo de información etnográfica nos confirma por un lado la existencia de temáticas vitales comunes a la mayoría de las personas, y por otro que el concepto de normalidad que empleamos para describir lo que hacen las personas queda completamente restringido en lo que vemos en las historias de vida de las personas con retraso mental. 5. Las historias de vida reflejan acontecimientos pasados compartidos por muchas personas con retraso mental. Este enfoque nos permite conocer la manera tan variable en la que las personas con discapacidad intelectual han respondido a acontecimientos cruciales de su vida muy similares. 6. El método biográfico, tan abierto a una amplia gama de marcos de análisis, puede sugerir que la "verdad de la discapacidad" radica en la interacción y la influencia a la que el individuo como organismo biológico y social está expuesto a lo largo de su vida. La investigación cualitativa en este ámbito ha requerido de constantes adaptaciones. No siempre es posible realizar historias de vida. En algunos casos el antropólogo se ve en la necesidad de reducir su aparato técnico, o modificar las herramientas, para adecuarse a ciertas circunstancias, por ejemplo cuando el objeto de su estudio son personas con una discapacidad intelectual "profunda" en las que la comunicación verbal está obstruida, se opta por métodos observacionales o narraciones que proceden de los familiares o de los profesionales que están al cuidado de estas personas. Tampoco ha existido una orientación teórica predominante. El enfoque del labelling y la teoría de estigma social que presidieron las aproximaciones de R. Edgerton fueron cuestionadas entre otros por R. Bogdan y S. Taylor, que tomaron referencias teóricas del construccionismo social, además de la fenomenología y del interaccionismo simbólico. A continuación muestro una tabla resumen que he generado a partir del artículo de J. Klotz sobre la investigación sociocultural de la discapacidad intelectual (Klotz 2004: 93-104). Esta tabla persigue mostrar una síntesis de los trabajos más destacados en este ámbito. Sin duda ofrece una perspectiva un tanto escueta, pero que puede resultar útil a la hora de realizar una composición de lugar o de tomar contacto con las rutas y enclaves más representativos de la etnografía de la discapacidad:
Conclusión La investigación etnográfica sobre la discapacidad ha estado presente en la antropología social desde los inicios del siglo XX. A pesar de su carácter anecdótico en los primeros años sin embargo dio lugar a consideraciones teóricas de gran calado acerca del papel que los sistemas culturales tenían en la configuración de la discapacidad como una realidad sociocultural que trascendía el hecho biológico o psicológico para adentrarse en el complejo mundo de las interacciones sociales y de los significados culturales. La etnografía de la discapacidad se ha ocupado de la naturaleza humana en primer término, del sentido de normalidad inspirado en cada cultura y trasmitido de generación en generación como herencia y saber cultural acerca del hombre, la moralidad, el cuerpo o la salud. En este sentido los estudios culturales sobre la discapacidad dejan entrever que cultura y discapacidad forman un continuo indisociable, ya que no es posible comprender la discapacidad sin recurrir a sus fuentes culturales y tampoco podemos entender una cultura sin conocer cómo sus protagonistas se relacionan entre sí, comparten expectativas, valores y creencias y recrean sus propias vidas a través de lenguajes y modelos de comportamiento. Un ejemplo de esta conexión entre discapacidad y cultura lo tenemos en el proceso de etiquetado. El empleo de categorías sociales para referirse a la discapacidad alberga en sí mismo un sentido cultural que va más allá de la pura identificación de conductas, patrones o síntomas. Definir una realidad es en este caso referirse a ella con exactitud y precisión, pero paradójicamente el sentido de la discapacidad en la cultura encierra en sí mismo un conjunto impreciso y dinámico de vértices y aristas que nos dibujan una realidad poliédrica en la que tienen lugar procesos de significación, relaciones de poder, estructuras de significado y de valor, al tiempo que se haya sometida al devenir histórico y a los cambios sociales. La etnografía sobre la discapacidad ha puesto de manifiesto que ciertas herramientas de la investigación, como las historias de vida, aportan datos de gran valor para la teorización antropológica, el desarrollo de comparaciones sistemáticas y la generación de nuevas hipótesis. En este sentido la etnografía de la discapacidad contribuye al avance de ciencia antropológica y a la construcción de un saber acumulativo que en todo momento está siendo revisado y cotejado, sin olvidar que la etnografía apunta hacia campos inéditos de la investigación sociocultural, rutas y enclaves que insinúan nuevos horizontes en el estudio de la cultura a través de elementos experienciales y biográficos sujetos en las vidas de personas con discapacidad intelectual, que participan en el proceso sociocultural de construcción de la identidad, en los intercambios sociales, y en la dotación de sentido a la actividad humana. Notas 1. La creencia de que las personas con discapacidad intelectual (o retraso mental) "son como niños", está muy arraigada en la tradición y la cultura occidental que se remonta a la antigua Grecia. En el pensamiento antropológico alcanzó su plenitud en el siglo XIX coincidiendo con el apogeo del evolucionismo cultural. Desde la óptica evolucionista el comportamiento de una persona con discapacidad intelectual no distaba demasiado de aquel otro que manifestaban los individuos pertenecientes a una cultura o civilización ubicada en la etapa de salvajismo. En realidad, para antropólogos evolucionistas los nativos de una sociedad primitiva eran como niños, permanecían todavía en la infancia de la humanidad, y por tanto convenía tratarles de forma paternalista enseñándoles conductas adecuadas y procurándoles aprendizajes y experiencias que incentivaran su progreso social. Pensar que una persona con discapacidad intelectual es alguien que se comporta como un niño, lógicamente conduce a considerarlo irresponsable, incapaz de realizar determinadas tareas o de tomar decisiones en la vida por sí mismo. En definitiva en el caso concreto de las personas con discapacidad intelectual, éstas se convierten así en individuos tutelados por la sociedad, que nunca alcanzarán la mayoría de edad desde un punto de vista social. Esta creencia condiciona incluso la forma de relacionarnos con la discapacidad como hecho sociocultural. La etnografía de la discapacidad se ha ocupado precisamente de recabar datos acerca de las formas culturales que asume esta realidad, de compararlos entre sí, de comprobar sus variaciones a lo largo del tiempo, y de identificar la idea que las personas manejan acerca de la discapacidad, tanto física, como sensorial o cognitiva, y de cómo se desenvuelven en un ámbito de interacción social que requiere de su parte la asignación o la atribución de un valor y significado al comportamiento cultural. 2. Recientemente la AARM (Asociación Americana de Retraso Mental) ha optado por el término de "discapacidad intelectual y del desarrollo", en sustitución del de retraso mental que se había empleado en el contexto anglosajón junto al de "discapacidad mental" (mental disability) y "deficiencia mental" (mental deficiency). El concepto abarca entre otros aspectos, dificultades de aprendizaje, necesidades educativas especiales, comportamiento adaptativo, interacción con el entorno social, etc. La discapacidad intelectual se caracteriza tanto por una puntuación significativamente inferior a la media en una prueba de capacidad mental o de inteligencia así como las limitaciones identificadas en la capacidad de funcionar en las áreas de la vida cotidiana como la comunicación, el autocuidado, el manejo de situaciones sociales y el afrontamiento de las actividades y tareas de la escuela. Hay diferentes grados de discapacidad intelectual, que van desde leves a profundas. El nivel de una persona con discapacidad intelectual puede ser definido por su cociente intelectual (CI), o por el tipo y cantidad de apoyo que necesita. Quedan fuera de este espectro las discapacidades como resultado de un Trastorno Mental Grave (TMG). Bibliografía Allué, Marta Angrosino, Michael Bendict, Ruth Edgerton, Robert B. Geertz, Clifford Hammersly, Martyn (y Paul
Atkinson) Hershenson, David B. Kasnitz, Devva (y Russell P.
Shuttleworth) Kleinman, Arthur Klotz, Jani Marcus, George E. (y Michael M.
J.
Fischer) Martínez, Ángel Pujadas, Juan José Reid-Cunningham, Alison R. Taylor, Steven J. (y B. Bogdan) Whyte, Susan R. Whyte, Susan R. (y B. Ingstad) Whittemore, Robert (Lewis L.
Langness
y Paul Koegel) |
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