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Introducción Desde finales de los noventa se percibe en nuestro país una creciente convergencia entre diversos fenómenos sociales: por un lado, el endurecimiento de la política migratoria y, por otro, la injerencia del intervencionismo público en cuestiones de estricta índole privada como son la sexualidad y la demanda/oferta de servicios sexuales en el mercado capitalista globalizado. Las causas de estos procesos se encuentran en el amplio marco de la globalización económica, social, cultural y tecnológica donde la intensificación de los flujos migratorios desde el Sur despierta el recelo y rechazo en el Norte. En cuanto a las consecuencias que se derivan hallamos también una peligrosa expansión punitiva acompañada de la afiliación institucional al modelo sueco (1), la confusión prostitución/trata como estrategia gubernamental, la proliferación de una potente industria del rescate altamente subvencionada y la consolidación del discurso de la explotación sexual como articulación de planes y políticas públicas que pugnan por imponerse y terminan por inmiscuirse en el ámbito privado de los ciudadanos. El objetivo de este artículo es precisamente tratar de analizar estos procesos, haciendo una aproximación a la trastienda de los discursos y de los intereses políticos. Para ello me he servido de los resultados empíricos de mi trabajo de campo así como de datos extraídos de otras recientes investigaciones. En pleno siglo XXI no resulta políticamente correcto librar una batalla abierta contra la migración, pero la nueva cruzada contra la industria del sexo en su doble versión criminalización/victimización cumple a la perfección el mismo papel y llega a la opinión pública henchida de rancia moralina, edulcorada eso sí con el atractivo envoltorio de la posmodernidad más progresista, lo que la convierte en una estrategia perfecta. Políticos, jueces, feministas, policías y trabajadores sociales, todos sujetos/agentes detentadores del poder y ratificando el discurso desde el púlpito de los expertos. Mientras, las trabajadoras sexuales relegadas al ínfimo rol de víctimas/sujetos pasivos asignado por aquéllos, los mismos que atribuyen gratuitamente la perversidad y el crimen a una nutrida variedad de ciudadanos que hacen gala de diversidad sexual y que tratan, final e inútilmente, de resistirse a morder el polvo. Evolución del abolicionismo fundamentalista A pesar de que grupos empoderados e instituciones se afanan en escurrir la criminalización de la prostitución bajo la sutil y más políticamente correcta asignación extensiva de la condición de víctima a todas las trabajadoras sexuales, lo cierto es que existe, al margen de una clara manipulación etimológica y conceptual, un deseo implícito en sancionar extensivamente a todos los sujetos y actores que se mueven en el amplio y heterogéneo contexto social de la industria del sexo. Es el imperativo despótico del discurso de la explotación sexual de las mujeres prostituidas, plagado de neologismos, que domina hoy prácticamente todo el tratamiento informativo acerca de la industria del sexo, discurso al que se adhieren oportunamente determinados grupos de interés que buscan rentabilizar económica, política y profesionalmente a la cada vez más pujante industria del rescate (2). En este sentido, las argumentaciones teóricas de las abolicionistas fundamentalistas derivadas en gran parte del feminismo cultural de las décadas de los setenta y ochenta se tornan hoy obsoletas al mezclarse con determinados sectores reaccionarios y al hacer causa común con intereses partidistas. De hecho, el sector más institucionalizado del amplio y heterogéneo movimiento feminista es también, con diferencia, el más despojado de los orígenes auténticamente revolucionarios y emancipadores del poder social patriarcal al mismo tiempo que se ha convertido en fiel aliado de firmes y represivas políticas de Estado (3). Así, los ataques viscerales hacia los supuestos aspectos explotadores de la sexualidad emprendidos por destacadas teóricas del feminismo cultural norteamericano, tal y como brillantemente ha puesto de manifiesto Raquel Osborne en La construcción sexual de la realidad (2002), son también reflejo en cierto modo de una visión reduccionista y patologizadora de la conducta sexual humana. Por hacer tan sólo un poco de historia, recordar que el movimiento abolicionista surge a finales del siglo XIX en Inglaterra como una reacción crítica a las distintas Contagious Deseases Acts que se encontraban entonces vigentes y que al formar parte del sistema reglamentarista de la época obligaban a la identificación y al control sanitario de las mujeres que se dedicaban a la prostitución. Este movimiento fue liderado por la figura de Josephine Butler, principal baluarte de las campañas contrarias a la reglamentación de la prostitución así como de la International Abolitionist Federation, organización fundada en 1875 y que encabezada por la propia Butler extendió las ideas abolicionistas por toda Europa. Asimismo, es justo reconocer los destacados méritos del abolicionismo decimonónico al defender a las mujeres prostitutas de un sistema reglamentista cruel y al cuestionar por primera vez el control sexual de las mujeres, todo lo cual constituía un discurso radical y transgresor para la época. No obstante, la irrupción de determinados grupos conservadores y neo-autoritarios así como la centralidad que fue ocupando la preocupación por el tráfico, terminaron por desfigurar el auténtico y original discurso abolicionista, exacerbando además sus líneas argumentales más simplistas y manifiestamente tergiversadas, al mismo tiempo que se iba engrasando toda la maquinaria estatal represora afanada en la producción normativo-punitiva, en la consolidación de la estratificación sexual y en la persecución erótica (Rubin 1989). Crítica que, por cierto, ya hicieron a principios del siglo pasado destacadas voces del movimiento feminista como Emma Goldman y Teresa Billington-Greig, quienes dieron entonces la voz de alarma sobre las degeneraciones y radicalismos de los abolicionistas en su obsesión por la trata (véase Nicolás 2007). Así pues, desde el abolicionismo se considera la prostitución como una actividad inadmisible por resultar en origen una vulneración de los derechos fundamentales de la mujer prostituida. Desde este posicionamiento de carácter moral y político se intenta conseguir la supresión de toda reglamentación jurídica acerca de la prostitución, abundando en la idea de abolición de la prostitución y de persecución de toda la industria del sexo (4) como objetivo prioritario, al mismo tiempo que se procura sancionar la conducta de terceras personas que obtengan cualquier beneficio de la prostitución de las mujeres y que supuestamente actúan como explotadoras de las mismas, fundamentándose toda esta estrategia en la indiferenciación entre prostitución libre y forzada (prostitución/trata) y su asimilación conjunta como una vulneración sistemática de los derechos fundamentales de las mujeres prostituidas (Carmona Cuenca 2007), a la vez que se esencializa la prostitución a través de una conceptualización amplia de la violencia (Saffioti 1988) (5). Desde el abolicionismo se insiste una y otra vez en que la prostitución transforma a la mujer en producto de consumo y la cosifica (Barry 1988). En España el ideario abolicionista fue penetrando a principios del siglo XX a través de regeneracionistas, partidos de izquierdas y feministas, aunque fue, finalmente, el discurso conservador de la trata de blancas el que terminó arraigando en nuestras instituciones con el apoyo de los congresos internacionales y convenios contra la trata (Nicolás 2007: 631). Esta posición teórico-simbólica es aún hoy día la dominante en el panorama internacional y en este sentido el Convenio de Naciones Unidas para la represión de la trata de seres humanos y de la explotación de la prostitución de 2 de diciembre de 1949 (6) se ha convertido, y a pesar de todo el tiempo transcurrido, en el principal referente y adalid legitimador de las políticas abolicionistas en todo el mundo. Nuestro país se adhiere formalmente al marco legal abolicionista a mediados del siglo XX con la publicación del Decreto-Ley de 3 de marzo de 1956 donde se declara de forma expresa la ilicitud de la prostitución (art. 1) y se prohíben las mancebías y casas de tolerancia de toda clase. A continuación, se ratifica el Convenio en 1962 y se reforma el Código Penal el 24 de enero de 1963 unificando bajo un mismo título los denominados delitos contra la honestidad y tipificando penalmente el rufianismo y el proxenetismo tal y como aconseja el Convenio para la represión de la trata de personas de 1949. Desde entonces, se ha mantenido el espíritu abolicionista en nuestro ordenamiento jurídico, aunque con altibajos como las reformas introducidas por el Código penal de 1995 donde se despenalizaban la prostitución voluntaria y la figura del rufianismo, situación que se mantuvo hasta las reformas introducidas nuevamente por las Leyes Orgánicas de 11/1999, de 30 de abril y de 11/2003, de 29 de setiembre, ambas de carácter netamente abolicionista. Entre los principales inconvenientes de este sistema, algunas críticas le achacan el hecho de que la abolición de la prostitución conduce irremisiblemente a la práctica de la misma en la clandestinidad, lo que paradójicamente convierte a las mujeres en personas más vulnerables frente a las redes mafiosas cuyo tráfico el abolicionismo decide combatir. Las críticas a este modelo también hacen referencia a su falta de realismo y pragmatismo social que conlleva una objetivación del sujeto exento de derechos al que unilateralmente se atribuye la categoría de "víctima" en detrimento de su capacidad de auto-determinación y de actor social (7). De igual forma, se le reprocha un excesivo moralismo e hipocresía social al hallarse constituido el movimiento abolicionista desde sus orígenes por un conglomerado de organizaciones feministas occidentales, al mismo tiempo que convive este modelo con una relativa tolerancia de la prostitución en todos los países que se adhieren al mismo. Abundando en lo anterior, es preciso señalar que uno de los más gruesos errores de principio en que incurren las tesis abolicionistas es la confusión que se lleva a cabo entre prostitución y sus particulares condiciones de ejercicio (entre las cuales cabe desde la práctica exitosa del trabajo sexual a las circunstancias de abuso y explotación más abyecta), confusión que termina derivando en una lucha sin cuartel contra toda la industria del sexo al considerarla erróneamente como responsable del tráfico y la explotación sexual. Como resultado de tanta insistencia e intransigencia criminalizadoras, el movimiento abolicionista internacional ha degenerado en una doctrina fuertemente dogmática, inflexible e insensible a cualquier manifestación de la realidad que no sean sus propias convicciones morales e intereses políticos de clase, mediante la cual diferentes grupos y organizaciones desarrollan prácticas integristas y excluyentes que no admiten réplica ni disensión posible al mismo tiempo que instan a la criminalización de la industria del sexo en su conjunto y a la victimización o criminalización indirecta de las prostitutas. Como afirma Bea Espejo, las abolicionistas "pretenden instaurar un colonialismo ideológico seudohumanista en el que su visión sexual y de la vida se imponga de forma obligatoria sobre la vida de otras mujeres" (Espejo 2009: 91-92). Pero sería un error achacar exclusivamente a estos grupos abolicionistas la responsabilidad en la implantación y expansión que el discurso de la explotación sexual está adquiriendo en nuestros días, pues es obvio que para que triunfe tal paradigma se precisa de algo más que un movimiento de acólitas practicantes de la "política de la rabia" (Weeks 1993). Y esto es lo verdaderamente intrigante. Por ello, y al margen del posible efecto contagio que haya podido tener en algunas instituciones el posicionamiento integrista de determinadas abolicionistas que participan del poder, debemos de buscar otras causas que expliquen el actual éxito del citado discurso. La consolidación del discurso de la explotación sexual La hipótesis que subyace a este interrogante es la misma que da título a este capítulo, esto es, que nos encontramos frente a un auténtico posicionamiento político desde donde los diversos poderes del Estado cierran filas en pro de la defensa del discurso de la explotación sexual de las mujeres en la industria del sexo. Las razones son genuinamente políticas y también de orden moral. Por un lado, el planteamiento y consolidación de políticas migratorias hostiles por parte de los países ricos frente a los flujos migratorios procedentes de las naciones más pobres toma forma mediante el progresivo endurecimiento de la normativa de extranjería en el seno de la Unión Europea, normativa de naturaleza administrativa que aplica, sin embargo, todo su rigor punitivo en consonancia con la ampliación de tipos delictivos en el orden penal. Así, y ante la suspicacia o el rechazo que podría suscitar frente a la opinión pública una expresa tipificación delictiva de la migración, los poderes públicos se decantan, por el contrario, por afianzar la imagen de chivo expiatorio en las redes para la migración, focalizando de esta manera la atención y el poder disciplinario en la industria del sexo como un sector que se nutre de mano de obra extranjera simbólicamente sometida a condiciones de explotación. Por otra parte, la existencia de una creciente ola de conservadurismo sexual que invade occidente y que al amparo de la construcción social de un pánico moral está promoviendo cambios políticos y legales que tienen como último objetivo el control y la supervisión de la sexualidad de los ciudadanos. En otras palabras, la aplicación conjunta de la legislación penal y la legislación de extranjería está produciendo lo que algunos ya denominan como un fatal sincretismo penalizador (Zabala 2006) que revierte de forma grave y negativamente sobre los derechos de los ciudadanos en general y de los inmigrantes y de las trabajadoras sexuales en particular. Se criminaliza el sexo, se criminaliza la migración en una suerte de permanente clima de paroxismo punitivo. Se consolida de esta forma el discurso de la explotación sexual. Y la obstinada reivindicación institucionalizada de este discurso se ha convertido hoy en un elegante referente ideológico con vistas a la adquisición de estatus y a la movilidad social en el seno de la propia estructura interna de organismos, instituciones y corporaciones profesionales. Por otro lado, y aún siendo conscientes de que el sexo es manifiestamente cuestión social o, parafraseando a Fran Markowitz, la sexualidad cumple también una importante función en la sociabilidad, la preocupación de las ciencias sociales por el sexo es más bien tímida y tardía. Huelga decir que hablar abiertamente sobre nuestra sexualidad sigue siendo un sólido tabú apenas disfrazado de livianos ramalazos post-modernos. Y lo cierto es que en el ámbito de la antropología no se producirá un abordaje científico del comportamiento sexual humano hasta hace apenas unas décadas, aproximación que se lleva a cabo desde el construccionismo social (Rubin 1975; Vance 1989; Nieto 1993) con el firme reto de superar el esencialismo biológico que caracterizaba este controvertido objeto de estudio hasta entonces. No puedo aquí por ello dejar de recordar el curso sobre "La prostitución en pisos de contactos: una visión socio-antropológica" que organicé en 2010 en el Centro Asociado de la UNED en Lugo. El curso no era más que un sencillo seminario de extensión universitaria donde comúnmente tienen cabida diversas actividades académicas y culturales. En aquel momento consideré sinceramente que abordar una aproximación hacia la prostitución desde una perspectiva socio-antropológica podría resultar interesante para estudiantes de ciencias sociales en general y el objetivo entonces no era otro que exponer el estado de la cuestión desde los resultados obtenidos por estudios científicos durante las últimas dos décadas. Para ello resolví también invitar como ponente a una conocida trabajadora sexual con la intención de que pudiese ofrecer subjetivamente su visión más cercana de esta esfera de la realidad social. Sin embargo, y para sorpresa de ambos, desde el preciso momento en que se filtró a la prensa la existencia del curso (y sobre todo la condición laboral de la participante), se suscitó una trepidante polémica social a través de los principales medios escritos y también de internet. Polémica que llegó incluso a las descalificaciones personales y por extensión con sendas críticas hacia la propia universidad que organizaba el curso. Aunque, luego, el curso se desarrolló con entera normalidad, la fuerte polémica suscitada me ha servido una vez más para reflexionar seriamente acerca de los entresijos del lobby del rescate y de los oscuros intereses político-económicos de quienes practican cotidianamente la intransigencia y el totalitarismo. ¿Qué puede mover a destacados miembros de una corporación municipal para tratar de boicotear un curso sobre prostitución en la universidad? ¿Qué clase de riesgos entraña para algunos el hecho de ampliar la mirada hacia un fenómeno social más allá de la preeminencia del discurso oficial? ¿Cuáles son los mecanismos que suscitan la práctica de la "política de la rabia" en los apóstoles de la sexualidad conducida? ¿A quién está amparando en realidad este mismo discurso? Sin duda, Foucault (8) apuntaría aquí a los grupos poderosos de la sociedad, quienes son los auténticos responsables de generar el dispositivo de sexualidad que termina articulando todo el control social y la regulación normativa sobre el sexo, dictaminando lo que está bien y lo que está mal, reproduciendo clasificaciones dicotómicas, identificando y construyendo "sexualidades periféricas" y acatando con sórdida disciplina las competencias de "policía del sexo". Desgraciadamente, los mecanismos de poder a los que hace referencia Foucault no han dejado de extender su radio de acción desde entonces, derivando a inmigrantes, clientes de sexo de pago, consumidores de pornografía, transexuales, pederastas, sado-masoquistas, promiscuos y proxenetas al estricto ámbito de la perversidad, y como tal sometidos al reproche social y a la ejecución disciplinaria. Es, en otras palabras, la práctica del totalitarismo sexual que caracteriza a nuestra sociedad lo que convierte el pensamiento de Foucault sobre el poder y sus implicaciones discursivas/construccionistas acerca de la sexualidad en especialmente oportuno, e incluso más aún ahora que en aquella sociedad de moral victoriana a la que el pensador francés tantas veces se remitía durante sus argumentaciones. Es precisamente esa centralidad morbosa que está adquiriendo la sexualidad en nuestros días la misma a la que hace referencia con agudeza el filósofo Manuel Cruz en su artículo titulado "La pederastia: el Auschwitz del sexo" publicado en El País el 1 de diciembre de 2010. En el citado artículo el autor, aunque coloca el ejemplo de la pederastia y hace una crítica de la hipersensibilidad moral que hoy suscita su condena, cuestionando así el mantenimiento del principio de proporcionalidad en un contexto punitivo más general, está poniendo certeramente el dedo en la llaga cuando apunta a una sospechosa tendencia colectiva neopuritana, ampliamente difundida y reforzada a través de la acción de los medios de comunicación, como principal responsable de la imposición de una auténtica "política de los deseos" que nos conduce irremisiblemente a la criminalización de conductas y al recorte de derechos ciudadanos. Siguiendo sus argumentaciones: "la referencia a la pederastia en el contexto de los debates acerca de la sexualidad en nuestra sociedad parece jugar un papel análogo al que desempeña el recurso a Auschwitz en las discusiones éticas contemporáneas", a saber, se fabrica discursivamente la exorcización del espanto en base a las sexualidades periféricas, aquellas de las que ya hablaba Foucault y otras tantas que suscitan igual rechazo y reproducen el estigma en nuestro voluble orden moral post-moderno. Y es también en el centro de la órbita de la desviación donde hoy el poder bien-pensante y erótico-dominante se empeña en ubicar a todo el entramado de la industria del sexo sin excepción y sin remisión. Por perversa, por insalubre, desordenada y por contra-cultural. Cuando Manuel Cruz señala acusatoriamente a "ese nuevo constructo socio-cultural" está obviamente apoyándose en los consabidos recursos analíticos foucaultianos, pero la crítica certera se sustenta en las más amplias razones de libertad, justicia y democracia, pues, como él describe, la criminalización de los deseos conduce irrevocablemente a un recorte de derechos. El "eje del mal" del siglo XXI se ha edificado así en torno a una curiosa amalgama de sujetos infames: maltratadores, pederastas, clientes de servicios sexuales, facilitadores, voyeurs, exhibicionistas, dueños de negocios de alterne, arrendadores y arrendatarios de locales de perdición e intermediarios de toda guisa. Son los auténticos monstruos del presente, neo-terroristas de Estado que concentran todas las energías de los nuevos combatientes de la cruzada moral post-moderna. La necesaria y perentoria expiación de sus crímenes aflora durante todo el proceso discursivo donde los estereotipos del tráfico, la deuda y la explotación sexual salen continuamente reforzados gracias a la acción multiplicadora de los medios de comunicación social. Los medios de comunicación con frecuencia abandonan la genuina tarea de información de los hechos en aras de convertirse en auténticos generadores de opinión, que condicionan las actitudes y el propio proceso de percepción subjetivo de la realidad social (Calvo Ocampo 2001) o bien que se convierten en uno de los principales productores de ideología sexual (Rubin 1989) no es introducir nada nuevo. Tampoco es sorprendente a estas alturas el hecho de que algunos diarios y cadenas de televisión devienen de facto en simples portavoces de algunas instituciones, rallando en ocasiones en el surrealismo. A la hora de informar sobre la industria del sexo, los medios de comunicación hacen alarde de interesada y permanente confusión entre prostitución, tráfico, trata e inmigración, manejando una prolífica cantidad de neologismos (9) característica del imaginario emocional abolicionista pero que, sin embargo, se han ido consolidando en el cotidiano tratamiento periodístico de la cuestión hasta convertirlos en norma. Así, las cadenas de televisión se disputan el espacio e introducen diversos programas sobre las supuestas redes y mafias de prostitución, las "nataschas" rusas, el "turbio" negocio del sexo, la trata de blancas, los conflictos entre vecinos y prostitutas en la calle, la exitosa actuación de la policía en la lucha contra el tráfico de mujeres, la prostitución y la droga, el turismo sexual, los "juguetes rotos", etcétera, coincidiendo siempre en un lenguaje universal de claro carácter emocional-paternalista y que presenta invariablemente a la mujer inmigrante como un agente pasivo, estatus desfavorable que, por cierto, comparte con todas las minorías, marginados y demás grupos y sujetos que no disponen de un acceso regular y organizado a los medios de comunicación (véase Van Dijk 1997). Menos conocida es, por el contrario, la magnitud de la efervescencia literaria que el discurso de la explotación sexual ha conseguido producir, irradiando sus efectos a través del éxito sin precedentes alcanzado por algunas novelas y ensayos que una vez transformadas en best sellers han contagiado de neo-moralismo puritano incluso a las ciencias sociales. En este sentido, la publicación y posterior puesta en escena de El año que trafiqué con mujeres del periodista Antonio Salas (2004) y de Los hombres que no amaban a las mujeres (y su secuela correspondiente) de Stieg Larsson (2008) son dos buenos ejemplos. En ambos casos se ha producido un fenómeno mediático impresionante (sobre todo en el caso de la trilogía de Stieg Larsson que ha alcanzado repercusión mundial) que merece ser objeto de un minucioso análisis sociológico. En la famosa saga de "Millennium" nos encontramos ante una clasificación claramente dicotómica de personajes: de un lado, periodistas de investigación comprometidos, criminólogas y defensoras de género y de los derechos humanos (el bien), y de otro, los traficantes de personas, funcionarios corruptos y puteros, seres infernales (el mal): "-Bien -dijo Erika Berger-. El tema del número de mayo será el comercio sexual. Lo que queremos dejar claro es que el trafficking constituye una violación de los derechos humanos y que estos criminales deben ser denunciados y tratados como cualquier criminal de guerra, escuadrón de la muerte o torturador. Manos a la obra" (Larsson 2008: 113). Con el tráfico de mujeres para su explotación sexual como trama de fondo de la novela, no hay que olvidar tampoco el particular contexto socio-político que se vive en Suecia a raíz de la aprobación de la Ley de 1999 que prohíbe la compra de servicios sexuales, modelo que desde sectores abolicionistas institucionalizados se pretende exportar a todo el mundo. De ahí que no sea una casualidad el tirón literario que desde entonces están teniendo las obras de Larsson y de otros novelistas suecos como Mary Jungstedt, autora de Nadie lo ha oído (2009), novela cuyo argumento principal gira acerca de abusos sexuales a menores, y quizás, habría que contextualizar más particularmente toda esta prolífica producción literaria en un marco de progresiva criminalización de las sexualidades periféricas y de una práctica política de totalitarismo sexual. De hecho, el tráfico de personas, la explotación sexual, los abusos sexuales a menores y la violencia de género están alcanzando tal cuota de participación en la trama argumental y el trasfondo escénico de la producción literaria mundial que bien podría estudiarse si no se trata, tal vez, de un fenómeno revolucionario en ese ámbito. El boom de este movimiento literario no ha dejado de afectar a las ciencias sociales y éstas antes que reaccionar crítica y circunspectivamente ante tal ímpetu de esa fuerza centrífuga, se han plegado mansamente a los dictados del discurso oficial reproducido ahora en las potentes ondas del mercado. Ya comenté con anterioridad (Riopedre 2004) que el libro de A. Salas se convirtió en su momento en un referente para las instituciones a la hora de abordar el estudio de la prostitución en foros y seminarios (10) en un claro síntoma de repliegue de la ciencia a favor de la ficción. De modo similar, la obra de Stieg Larsson ha alcanzado ya la categoría de literatura "políticamente correcta" y durante la última legislatura en nuestro país conocidos políticos (de diversos partidos) se han dejado fotografiar y mostrado públicamente con el libro en cuestión en un acto de representación perfectamente ritualizado y henchido de simbolismo. Al mismo tiempo que la producción literaria tiende peligrosamente al refuerzo emocional de los estereotipos, se observa también un incremento notable en el tipo de actuaciones y ceremonias que aún de índole política presentan una gran similitud con genuinas representaciones teatrales al recurrir a la hiper-dramatización como estrategia principal con el fin de alcanzar un mayor número de afiliaciones. Durante los últimos años podemos enumerar múltiples ejemplos en este sentido. En España desde el Ministerio de Igualdad (y más recientemente desde la Secretaría de Estado de Igualdad) han sido particularmente insistentes. Así, la exposición "Journey" contra la explotación sexual permaneció abierta en el Parque del Retiro de Madrid durante el mes de diciembre de 2009 y participaron activamente, al margen de representantes de la fundación "Helen Bamber", la entonces ministra Bibiana Aído, la delegada de los Servicios Sociales de la Comunidad de Madrid, Concepción Dancausa, así como personajes célebres como la actriz Emma Thomson, cuya imagen pública fue oportunamente aprovechada por los promotores del evento. La exposición, de contenido intensamente sensacionalista hasta llegar al extremo del paroxismo de lo macabro, trataba de mostrar al público el recorrido vital de una víctima de la trata, representando una actuación repleta de simbolismo y que recrea supuestas imágenes, olores y sonidos de las víctimas de las redes de explotación sexual, donde el horror y la sangre constituyen los ingredientes principales. Una auténtica metáfora de los campos de exterminio donde el dolor articula todo el conjunto de la exposición, creando un verdadero sentimiento de pavor y encogimiento emocional en todos los asistentes. Una muestra más de la hiperpolitización de las relaciones sexuales que al acompañarse de una permanente visión apocalíptica (Osborne 2002) acentúa esa tendencia claramente restrictiva y punitiva del intervencionismo estatal. La mujer "prostituida": la neovíctima del siglo XXI El riesgo que entraña una extensa revalorización de las víctimas es siempre caer en el pozo de la victimización, entendiendo este proceso como aquella construcción social mediante la cual se asigna la condición de víctima a alguien que no lo es realmente o bien exagerando los daños efectivamente sufridos (Solana 2008). Pero la victimización es ante todo una estrategia mediante la cual los grupos de poder, instituciones y medios de comunicación social atribuyen a determinados sujetos la condición de víctimas con el fin de canalizar y justificar el intervencionismo y el paternalismo estatal. En un sentido amplio, viene a significar la coartada perfecta para desviar la atención de las consecuencias negativas del etiquetamiento y la estigmatización. Si nos concentramos en las víctimas desviamos la mirada de cualquier efecto colateral y en todo caso la criminalización de las conductas puede sustentarse en la gravedad del oprobio supuestamente infligido a aquéllas. Tanto la criminología positivista como los diversos sistemas penales que históricamente se fueron sucediendo se centraron en el infractor delincuente y mostraron un absoluto desprecio hacia la figura de la víctima. Ésta, en cambio, recupera protagonismo en las últimas décadas del siglo XX mediante un proceso gradual que incluye diversas investigaciones y modelos teóricos, proceso en el cual el movimiento feminista ejerció una destacada influencia sobre todo en lo concerniente a la violencia de género y la victimización sexual (García Pablos 1988). Sin embargo, la re-conceptualización de la víctima se problematiza desde el momento que se aborda en el contexto específico de la conducta sexual humana, sometida como siempre a tantas normas, revisiones y restricciones de orden social, moral y cultural, expresando aquí una clara tendencia a la expansión del concepto de víctima por entender que distorsiones tales como asimetrías de género o desigualdades de carácter económico-social derivadas del capitalismo globalizado deben considerarse indudablemente como estructuras victimógenas (11). Se produce así, como consecuencia de todo este proceso, una progresiva invasión del derecho penal sobre la esfera privada acompañada de un efecto multiplicador del estatus de víctima que confiere esta etiqueta a personas que en puridad encajan mal con esa conceptuación, de tal manera que al producirse "falsas víctimas" se convierte perversamente al sujeto en objeto. Desde el paradigma de la explotación sexual se da aliento a neo-delincuentes y neo-víctimas, haciendo un uso indiscriminado de "un nuevo lenguaje trafiquista (12) que dicotomiza la realidad entre los malos (las mafias criminales) y las buenas (las nuevas esclavas, las mujeres jóvenes víctimas de todo tipo de coacción, explotación y abuso" (Osborne 2004: 14) y de un peligroso discurso proteccionista (13) (Pheterson 2000; Garaizábal 2008) con los que se pretende lógicamente alcanzar legitimidad. De esta forma a la vez que se criminaliza a todo el entorno social de la prostituta a ésta se le victimiza, quedando así relegada a la ausencia de capacidad de agencia y expuesta a la suerte del paternalismo estatal. Esta victimización sistemática de las trabajadoras sexuales como estrategia de poder conlleva siempre una intensa acción discriminadora hacia esta misma población. Son varios los autores que abundan en esta idea. Garaizábal, por ejemplo, señala que: "Considerar que todas las prostitutas están coaccionadas para ejercer la prostitución impide ver las estrategias concretas que utilizan las mujeres para vivir en un mundo lleno de desigualdades, y no sólo por su condición de mujer" (Garaizábal 2008: 27). Victimización que entraña asimismo un franco procedimiento de infantilización, tal como indica Doezema (2004), y que se plasma en los convenios sobre tráfico (14), incluyendo a mujeres y niños en el mismo grupo, relegando a las trabajadoras sexuales a un estatus infantil y haciendo funcional a las políticas de control (Maqueda 2007). Este papel pasivo de las prostitutas enlaza además con otra idea más primaria todavía como es la de que la prostitución se fundamenta en la suposición culturalmente avalada de que los hombres practican, necesitan y desean más sexo que las mujeres (Bullough y Bullough 1996). Esta idea de la prostituta como víctima cuenta con una larga tradición y Doezema insiste en la importante alarma social que ya se creó a fines del siglo XIX y principios del siglo XX en Europa y América con la supuesta "trata de blancas" de que eran objeto las mujeres en aquella época como un significativo precedente de la situación actual. Si nos atenemos a algunos de los mejores estudios históricos sobre esa etapa como por ejemplo el de Judith R. Walkowitz, Prostitution and Victorian Society: Women, Class and the State (1980), nos sorprenderán las analogías con nuestra sociedad contemporánea. De hecho, Doezema describe el fenómeno de la "trata de blancas" como un verdadero mito cultural donde se aglutinan toda una serie de miedos y ansiedades populares como el miedo a la inmigración, a la autonomía sexual de las mujeres, etcétera, que también aparecen en el discurso actual sobre el tráfico y la explotación sexual (15). Desde esta premisa, el mito de la trata de blancas puede entenderse perfectamente como el verdadero proceso genealógico de la victimización de las trabajadoras sexuales. En la actualidad, el discurso de la explotación sexual conduce a una posición victimista extrema, en el sentido de que simplifica y reduce todo el trabajo sexual a abuso, engaño y explotación, con lo que se desprende que todas las trabajadoras sexuales son víctimas. Se fabrica así esa imagen ideal constituida por cuerpos femeninos esclavizados y usurpados por el deseo incontenible masculino. El sensacionalismo y la demagogia se alían en un incontenible lenguaje trafiquista que construye política y socialmente a la víctima en un marco de alta concentración de componentes tóxicos de carácter moral y de afiliación afectiva. Esta trampa ideológico-gramatical se ocupa de desviar la atención de otros procesos más emancipadores y reconocedores de derechos para las trabajadoras de la industria del sexo. Y es desde esta otra perspectiva desde donde se podrían, precisamente, combatir con mayor efectividad los abusos y la explotación a la vez que se ofrecería el amparo legal para todo el sector, sustituyendo entonces el tratamiento de "víctima" por el de "trabajadoras explotadas" (Serra 2007: 369) o cualquier otra forma similar que nos permita auxiliar a las víctimas sin victimizarlas. Pero la evolución de la legislación europea en los últimos veinte años no permite ser muy optimistas en cuanto a reconocimiento de derechos y amparo de libertades. Más bien al contrario, los posibles logros de reformas legales progresistas como la Ley de despenalización de los burdeles en Holanda (2000) o la Ley reguladora de la situación jurídica de las personas que ejercen la prostitución en Alemania (2002) han sido prácticamente eclipsados ante la opinión pública por la arrolladora maquinaria propagandística que se ha desarrollado desde diversos organismos e instituciones (entre ellos los españoles) de los consabidos milagros habidos en Suecia desde la promulgación de la Ley Sueca que prohíbe la compra de servicios sexuales (1999) en ese país. Considerada un hito entre los defensores del abolicionismo, la Ley Sueca consigue dar un paso firme en el proceso de criminalización de la industria del sexo, tipificando como delito cualquier actividad relacionada con el comercio sexual salvo la estricta participación de la mujer "prostituida", que se considera tradicionalmente una víctima del tráfico y de la explotación sexual masculina. La principal novedad que introduce la ley es la sanción punitiva del cliente, cuya figura es considerada por los legisladores suecos como la causa esencial de la prostitución y de la trata de personas con fines de explotación sexual (Ekberg 2005). Desde esta perspectiva, se piensa que castigando por la vía penal al cliente se conseguirá disuadir a éste y terminar a medio plazo con el negocio de la prostitución. De hecho, la Ley Sueca ha promovido reformas en el propio Código Penal añadiendo nuevos tipos delictivos que sancionan la compra de servicios sexuales en cualquier situación. El marcado carácter represor de la ley no puede entenderse sin tener en cuenta el particular contexto socio-político de Suecia, cuestión detenidamente analizada por Don Kulick en su artículo "Sex in the New Europe: The Criminalization of Clients and Swedish Fear of Penetration" (16), donde el autor recalca el hecho de que la aprobación de esta ley ha formado parte de un intenso proceso de negociación del gobierno sueco con las instituciones de la Unión Europea, primando el mensaje que trata de enviarse a la sociedad promoviendo y consolidando el discurso de la explotación sexual ante cualquier evidencia empírica de problemática social asociada a la industria del sexo. En este artículo Kulick se interroga cómo puede explicarse que en un país donde apenas hay constancia de la existencia de mil trabajadoras sexuales en las calles (esto es, menos mujeres que en cualquier ciudad metropolitana como Milán o Madrid) se haya dado un giro tan radical en la política legislativa concerniente a la prostitución, llegando a implantarse un modelo prácticamente prohibicionista. La respuesta que da Kulick en su artículo es que la criminalización de la industria del sexo en Suecia obedece a una firme apuesta política de carácter internacional que ha pretendido exportarse como modelo al resto del mundo, consolidando un mensaje de que la prostitución es algo inaceptable y convirtiendo asimismo esa política en un auténtico condicionante para la entrada del país en el seno de la Unión Europea así como en una seña de identidad nacional. Para ello, el gobierno sueco se ha apoyado en una amplia campaña mediática, realizando con la debida antelación una intensa labor de preparación del terreno. "El Gobierno usa sus mejores instrumentos, los medios de comunicación, para influir en la opinión pública. A mediados de los años noventa, periódicos y revistas publican insistentemente artículos y reportajes que relatan las terribles cosas que viven las pobres mujeres que ejercen la prostitución. La imagen que se transmite es la de las prostitutas como consumidoras de drogas que andan tiradas todo el día en las calles (…) Antes de aprobar la ley, la población sueca ya estaba de su parte" (Pye Jacobson 2007). No obstante, tampoco hay que olvidar que a pesar de que existe todavía el falso mito de que Suecia se mantiene como el reino de un Estado liberal, demócrata y socialmente avanzado, lo cierto es que, como apunta Kulick, posee por el contrario uno de los ordenamientos jurídicos más severos en cuanto a disciplinamiento de la conducta sexual de sus ciudadanos. "Es también uno de los pocos países del mundo donde las personas con sida pueden todavía ser obligatoriamente encarceladas sin un juicio penal, simplemente porque los médicos consideren que no han seguido las instrucciones de informar convenientemente a sus parejas sexuales de su condición de seropositivas" (Kulick 2003: 201). En este contexto puede entenderse mejor que Suecia se halla convertido en el país donde la voluntariedad de los sujetos se halle cada vez más cuestionada a la hora de establecer relaciones sexuales, optando por criminalizar no sólo a la industria del sexo sino también a quienes mantengan contacto íntimo con menores, seropositivos que no informen debidamente acerca de su enfermedad, interviniendo cualquier tipo de remuneración durante el intercambio sexual o bien pueda suscitarse la sombra de la sospecha en cualquier momento de la interacción. No es, pues, casualidad, que el fundador de Wikileaks, Julian Assange, fuese procesado finalmente en Suecia por unos supuestos abusos sexuales. Las consecuencias de la ley son, por otro lado, más que controvertidas incluso para las trabajadoras sexuales. Kulick, al igual que otros investigadores que han estudiado los efectos de este modelo de abolicionismo-prohibicionista en Suecia (17), describe que la prostitución no ha desaparecido, sino que ahora se ejerce en circunstancias de mayor clandestinidad y vulnerabilidad para las mujeres, quienes dependen en mayor grado que antes de chulos y traficantes y no cuentan con la colaboración de los clientes ante posibles situaciones de abuso. En el caso de las mujeres drogodependientes la prohibición ha conducido a situaciones de desesperación e incluso se han detectado varios suicidios. Y para las extranjeras que no cuentan con un permiso de residencia, la ley significa la inmediata deportación. Además, la policía suele decomisar los preservativos como una evidencia contra el cliente, práctica que se ha demostrado ya por la experiencia de otros países con legislaciones prohibicionistas, como nefasta para las condiciones socio-sanitarias cotidianas de las trabajadoras sexuales. Aún así, y a pesar de todos estos graves inconvenientes, y a la sucesión de críticas que la aplicación de la nueva norma ha suscitado no sólo en la población de trabajadoras sexuales, sino también entre trabajadoras sociales o la propia policía, la coalición gubernamental y las organizaciones feministas que apoyaron la ley continúan obstinadamente insistiendo en los supuestos beneficios del "mensaje" que pretenden inculcar en la sociedad. Como comenta Kulick, este "mensaje" puede resumirse sucintamente en las palabras expresadas por Ulrika Messing, entonces ministra de Igualdad de Género, cuando declaraba en 1997 que "La prostitución no tiene cabida en nuestro país", haciendo gala de esa atávica soberbia que recuerda mucho aquella expresión utilizada en 2007 durante la conferencia en la universidad de Columbia por el líder iraní, Mahmud Ahmadineyad al referirse a la homosexualidad (18). La atracción por el modelo sueco no ha sido ocultada por los políticos españoles, antes al contrario, muchos se han apresurado a adoptar como modelo una normativa que torticeramente abanderan como la vanguardia progresista. Así se han manifestado reiteradamente quienes desde el anterior Ministerio de Igualdad, Servicios de Igualdad autonómicos y concejalías de asuntos sociales en ayuntamientos han tratado de defender la victimización de la mujer mediante el discurso de la violencia de género, vertiendo sendas y agresivas campañas contra la industria del sexo en su totalidad. Y utilizando para ello en esta desigual batalla, no olvidemos, importantes partidas de fondos públicos que sería conveniente aclarar algún día. Al igual que ha sucedido en Suecia, en España y otros países de la Unión Europea que se dejan seducir por el discurso de la explotación sexual, en el orden normativo se está produciendo un nuevo fenómeno de inflación punitiva, de verdadero paroxismo punitivo. Así, con la aplicación indiscriminada del principio de especialidad se han ido creando sucesivas reformas en materia penal que construyen "nuevos" delitos que bien podrían combatirse con la ley penal general. Un buen ejemplo de lo que está ocurriendo lo encontramos en el Título VIII con la creación y posterior ampliación del delito de acoso sexual (19). ¿Es realmente necesaria esta tipificación expresa? ¿no resultaría una posible conducta vejatoria de este tipo subsumible en un tipo delictivo de ámbito más general? Y continuando con esta reflexión, si nos atenemos al contenido específico de las conductas incluidas en este título (exhibicionismo, provocación sexual, prostitución, corrupción de menores, posesión y uso de material pornográfico) ¿no es tal vez cuestionable la integración de dichas conductas en ilícitos penales?, ¿se encuentra científicamente avalado el mantenimiento de estos supuestos delictivos en un código penal verdaderamente demócrata y liberal? Honestamente, pienso que no, que más bien su tipificación expresa obedece a esa estrategia secular de los poderes públicos para disciplinar y normalizar el comportamiento sexual de los ciudadanos. De esta manera, la hiper-inflación de tipos delictivos, que las sucesivas reformas penales evidencian hoy en asuntos sexuales, ha derivado en la construcción de un auténtico código penal pansexual. Pero, además, los efectos perversos que sustancian la victimización de las trabajadoras sexuales muestran otro rasgo típico que establece diferencias con el resto de las víctimas como es el de la existencia de una "falsa protección" por parte del Estado. El Estado no sólo no tutela y protege a las supuestas víctimas de la prostitución, sino que descaradamente les engaña, afanándose tan sólo en presentar como una protección de los derechos de los inmigrantes o víctimas del tráfico lo que en realidad no es más que la preocupación por el control y persecución del fenómeno migratorio (López Méndez 2001). "En realidad estamos asistiendo a un episodio más de ese ejercicio simbólico del poder estatal que busca ofrecer una imagen protectora de los intereses de los inmigrantes cuando en realidad persigue su exclusión y su marginación social" (Maqueda 2007a: 252). Mientras que para cualquier otra víctima de un delito las distintas administraciones han establecido mecanismos para su protección y/o resarcimiento, en el caso particular de las trabajadoras sexuales migrantes la tutela consiste sistemáticamente en la detención policial, la incoación de un procedimiento sancionador con orden de expulsión, el internamiento en un centro y la deportación. Es así como las instituciones juegan al despiste, llamando la atención con el discurso de la explotación sexual y desviando la mirada de los verdaderos problemas como el estigma y la persecución policial. "La puta escandalosa dice: la abyección no está en hacer la calle, la abyección es el desprecio, la violencia, y la explotación con que hay que expiarlo. Lo innoble no es la peripatética que atrae, es el policía que le instruye un sumario, los moralistas que le condenan y el Estado que acumula los dos papeles" (Bruckner y Finkielkraut 1996: 192). De esta forma tan poco sutil, la violencia institucional se beneficia del amparo social y del marco legal que les proporciona el discurso de la violencia sexual y patriarcal, resultando, en la práctica, que la primera es la causa principal del oprobio a las trabajadoras sexuales y de su situación de vulnerabilidad. Aún en el mejor de los casos, cuando a la trabajadora sexual se le ofrece la posibilidad de asumir el papel de "mujer prostituida" y acogerse al estatus legal de "víctima", este ofrecimiento no es en absoluto altruista, sino que pasa por el previo pago del canon de la "activa colaboración" de la "denunciante". No deja de resultar curioso que uno de los más frecuentes ataques a la industria del sexo consista precisamente en resaltar las supuestas relaciones de desigualdad entre prostituta y cliente, en detrimento de aquélla, cuando donde el contexto de capacidad de negociación se muestra más desigual es, con diferencia, con las autoridades durante la solicitud de colaboración a cambio de la posibilidad de una regularización de la situación jurídica de la víctima. Es aquí, más que en ningún otro lugar, donde son fáciles los abusos y las confusiones y donde el interés por la víctima se mantiene por parte de las autoridades policiales y judiciales en tanto sirva exclusivamente a sus particulares intereses. Así, y a pesar de que diferentes estudios etnográficos evidencian la existencia de una capacidad de agencia en las migrantes (consustancial, por otro lado, al fenómeno migratorio), al igual que una rica complejidad en las causas del proyecto migratorio aderezada con el deseo universal de movilidad social ascendente en los sujetos, las autoridades y especuladores públicos prefieren mirar hacia otro lado, imponiendo el discurso del tráfico y la explotación sexual a través de ese prisma miope que juzga y dictamina. Definitivamente, no interesa el discurso de los sujetos. Su aceptación implicaría necesariamente el alejar a miles de migrantes brasileñas, colombianas, ecuatorianas, rumanas o nigerianas del master status (20) de víctima, y alejar, por lo mismo, del tan preciado santo grial de la victimización al amplio conglomerado de organizaciones, expertos, políticos y profesionales que conforman la exitosa industria del rescate. Este lobby se ve beneficiado, asimismo, por la relevancia y consagración que en España ha adquirido, más recientemente, el discurso de la violencia de género, centro neurálgico de las argumentaciones jurídicas y de las políticas sociales que tienden a una creciente criminalización de la prostitución, y construcción teórica de la que parte el sustancioso rédito político, económico y profesional del que se nutren los "expertos redentores". Subsumida ya la prostitución en el amplio marco de la violencia de género, se termina por equiparar a las víctimas: víctimas de trata igual a víctimas de violencia machista. La intervención estatal se halla asegurada. No obstante, la capacidad de agencia muchas veces acaba imponiéndose y las migrantes trabajadoras sexuales aprenden rápida y oportunamente a esquivar los obstáculos: optando por el trabajo sexual transnacional de temporada, obteniendo la regularización jurídica al amparo de contratos "blancos" en el servicio doméstico, a través de la unión con pareja comunitaria, etc., o bien a adaptarse al proceso de victimización, tratando en su transcurso de obtener el mayor beneficio posible, en ocasiones aún a costa de denunciar a personas inocentes y contribuir a la malsana y endémica hiper-judicialización de la conflictividad cotidiana. Fenómeno de claro interés sociológico: el enfrentamiento de la víctima a su propio proceso de victimización, lucha en la que la "desempoderada" trata de salir victoriosa. Son muchas las trabajadoras sexuales que ejercitan luego el mea culpa y apuntan a sus propias compañeras (a ellas mismas) como sus principales enemigos; otras reivindican con pesar un necesario código deontológico para la profesión. Por todo lo anterior, una medida a corto plazo que contrarrestase los efectos más perjudiciales de la violencia institucional pasa por la necesaria despenalización de la industria del sexo. Como señala Nieto, con razón, al tratar el proceso de estigmatización: "La normativa legal desestigmatizadora debe preceder al proceso social desestigmatizador" (Nieto 2011: 51). A mi juicio, sería incluso recomendable que el término "prostitución" desapareciese del texto punitivo y fuese sustituido en cualquier caso por uno más neutro y des-estigmatizado como "trabajo sexual" o "servicios sexuales". Los delitos contra la vida, contra la integridad física o psíquica, los delitos contra la libertad y contra los derechos de los trabajadores constituyen mecanismos jurídicos más que suficientes para dar una respuesta inmediata a cualquier vulneración que atente contra la voluntad o dignidad de las personas, teniendo de esta forma la sexualidad perfecta cabida entre los bienes jurídicos así protegidos. El hecho de otorgarle a la sexualidad un protagonismo particular en nuestro ordenamiento penal no ha tenido más que efectos contraproducentes. No hay peor obseso sexual que aquél que insiste obstinadamente en la condena de las conductas ajenas. Por ende, la despenalización sería una medida acorde con el establecimiento de un verdadero modelo de Estado liberal y democrático, respetuoso con los derechos fundamentales de sus ciudadanos y que no promueve estrategias gratuitas de intervencionismo y control social. Además, el respeto escrupuloso de los derechos civiles individuales no tiene porqué estar necesariamente reñido con la regulación profesional del trabajo sexual pudiendo diferenciar el derecho a la libertad sexual que es inherente a la esfera privada del individuo, del derecho al reconocimiento de un sector económico y profesional que promueva liberalmente sus intereses. La sexualidad es hoy, más que nunca, una zona conflictiva como afirma Jeffrey Weeks (1993), convirtiéndose en un auténtico campo de batalla moral y político. La victimización no es más que el reverso de la criminalización más burda y rampante que trata de este modo de hallar su propia justificación, pero a poco que rasquemos nos daremos cuenta enseguida de que es en la trastienda donde se esconde el verdadero ocaso de una civilización que dice defender la libertad con los estertores que desprende un cínico recorte de derechos. El repliegue de las ciencias sociales y la maquinaria de propaganda estadística La alta intensidad que ha alcanzado el debate teórico acerca de la prostitución en infinidad de foros, cursos y seminarios esconde la escasez de recursos científicos dedicados al tratamiento real del problema. No hay voluntad política más allá del deseo explícito para la imposición de un discurso monolítico que justifique políticas públicas conservadoras. No hay posibilidad de financiación para proyectos científicos que no encajen en el paradigma del tráfico, la trata, la violencia de género o bien la dimensión socio-sanitaria de la prostitución. Ante tal alarde de demagogia, las ciencias sociales no han sabido reaccionar con el interés y profundidad que merece esta cuestión, y se han dejado en cierta forma llevar por la vorágine de cifras y porcentajes que derivan de una densa burocracia pseudo-cientificista, que fabrica y exagera datos, que confunde realidad con ficción, que cosifica a los sujetos. En España hace tiempo que circula la cifra de 300.000 mujeres dedicadas a la prostitución. Al parecer, el origen de la cifra está en la respuesta absolutamente gratuita que alguien lanzó ante la pregunta de un periodista. El Instituto de la Mujer se apropió entonces de la idea, patentando una burda falsedad que no deja de citarse, como si se tratase de un dato empírico verificado, durante las últimas dos décadas. Recientemente, ha aparecido también en algunos medios de comunicación la cifra de 400.000 mujeres prostituidas y ante la falta de rigor en la fuente da la impresión de que a alguien le ha parecido oportuno aplicar una actualización automática a la cantidad anterior como si se tratase del IPC. En cuanto a porcentajes, estimaciones alarmistas que afirman que las mujeres prostituidas por redes de tráfico oscilan entre un 80 y un 95 % son las más frecuentes. A modo de ejemplo: "Un estudio revela la existencia en Galicia de 10.000 prostitutas y 350 clubes de alterne. El grupo feminista Alecrín denuncia que el 99% de las mujeres son extranjeras traficadas que llegan huyendo de la pobreza" (La Voz de Galicia, 17 de noviembre de 2001). Otras veces se insiste en la patologización del trabajo sexual: "El 82% de las prostitutas sufrieron asaltos, según las Xornadas de Violencia de Xénero" (La Voz de Galicia, 25 de noviembre de 2006). "La mayoría de los hombres no compran sexo para obtener placer, sino para sentirse poderosos" (La Voz de Galicia, 13 de setiembre de 2008). Pero, lo verdaderamente escalofriante no es lo abultado y obviamente exagerado de estas cifras, fruto de la maquinaria estadística, sino el hecho de que éstas hayan ya traspasado las fronteras del mundo imaginario y de ficción construido por los medios de comunicación hasta terminar siendo integradas en todo tipo de estudios e informes que reproducen los estereotipos y prejuicios hasta la saciedad. Esto ocurre porque muchas veces las mismas asociaciones y organizaciones abolicionistas son las encargadas directa o indirectamente de elaborar esos estudios e informes cuyos predeterminados resultados luego serán debidamente dados a conocer por las instituciones ante la opinión pública con pretensiones de objetividad. Es interesante, en este sentido, el artículo de Raquel Osborne "El sujeto indeseado: las prostitutas como traidoras de género" (2007), donde la autora pone en evidencia el tratamiento que realizan las abolicionistas de los datos extraídos de un informe sobre prostitución elaborado por la Guardia Civil (2005), así como de algunas noticias y titulares aparecidos en la prensa nacional. Esto último es recurrente, los "expertos" acuden a los artículos de prensa a modo de fuentes secundarias y estas mismas fuentes citan luego a los "expertos", todo ello en un efecto de retroalimentación infinita que a base de repetirse se consolida. En ocasiones, los errores metodológicos son clamorosos y se procede a establecer inferencias y generalizaciones a partir de muestras no representativas de la población que se pretende estudiar, o bien se dice abordar la prostitución a la vez que luego se selecciona la muestra en un contexto marginal (drogadicción) o institucionalizado (centro penitenciario, de menores, asistencial) procediendo a confundir fenómenos sociales esencialmente distintos. De una u otra forma se continúa insistiendo en una patologización de la prostitución, ya sea en las causas o en las consecuencias, indagando en un posible turbio pasado de la trabajadora sexual con el fin de promover un fatal determinismo socio-psicológico (véase Altink 2007), y/o ubicando la prostitución en el amplio marco de la violencia de género (21). En cuanto a los incipientes estudios que se están desarrollando acerca de los clientes del sexo de pago, en su mayoría, los sujetos ya se hallan condenados de antemano y estos mismos informes se esgrimen luego para legitimar la acción criminalizadora (véase Riopedre 2010: 290-291). A pesar de todos estos obstáculos, existe un sector minoritario de estudiosos que abordan la prostitución sin anclajes ideológicos tan evidentes y que desde disciplinas tan variadas como la sociología, la etnografía, la historia o el derecho han generado un interesante corpus de conocimiento. Desde algunos departamentos de nuestras universidades se han producido apenas tesis doctorales acerca de la prostitución en los últimos veinte años (Pons 1992, De Paula 1996, Carmona 2004, Nicolás 2007, Riopedre 2010, y Tapia 2010). En este sentido, la Universidad de Barcelona y la UNED han sido las más prolíficas. Al margen de estos contados trabajos académicos, existen también otros estudios científicos rigurosos como los llevados a cabo por Oso y Ulloa 2001, Guereña 2003, Solana 2003, o Malgesini 2006. Más recientemente, antropólogas latinoamericanas se interesan también por el fenómeno del trabajo sexual transnacional, destacando, entre otros, los trabajos de Agustín (2003, 2004, 2007), Piscitelli (2007), Hurtado (2008) o Pelúcio (2009). Pero, en cualquier caso, se trata de un sector minoritario, independiente y que no goza, por lo general, de la cobertura y financiación por parte de las instituciones al negarse a ratificar de antemano el paradigma abolicionista. Conclusiones En la actualidad estamos viviendo un auge del neo-conservadurismo moral que influye, indudablemente, en un incremento del intervencionismo público en el ámbito estrictamente privado de los ciudadanos, ámbito donde se incluye la sexualidad. Esta intolerable intromisión se justifica a su vez en la construcción social del tráfico/trata y del fenómeno migratorio como asuntos de emergencia nacional. Para este fin, se articula un potente discurso de la explotación sexual y la violencia de género, legitimando el proceso de criminalización de la industria del sexo, que se erige en demonio del siglo XXI y que alimenta, fundamentalmente, al extenso conglomerado de la industria del rescate. Pero, son los "expertos" quienes obtienen beneficio y no las víctimas, quienes se ahogan en su propio itinerario victimizador. La criminalización de la prostitución como estrategia política tiene consecuencias que van más allá de la supuesta lucha contra las redes del tráfico, produciéndose un paroxismo punitivo que se manifiesta con la creciente invasión del derecho penal en la esfera cotidiana, el endurecimiento de la política migratoria y la hiper-judicialización de la conflictividad doméstica. A lo largo de todo este proceso en que se desoye intencionadamente el discurso de los sujetos, quienes participan en cualquier caso en una negociación desigual con las instituciones, no ha habido hasta el momento un interés y/o una respuesta por parte de la comunidad científica, muchos de cuyos miembros se han visto también arrastrados por el ímpetu y la moda del discurso de la explotación sexual. Notas 1. Ley Sueca que prohíbe la compra de servicios sexuales, de 1 de enero de 1999. 2. Expresión acuñada por Laura Agustín (2009) y que utilizo aquí por su pertinencia. 3. Para un completo repaso histórico de la evolución (o involución) del movimiento abolicionista durante los siglos IX y XX conviene leer la interesante tesis doctoral de Gemma Nicolás (2007). 4. Conviene recordar que algunas feministas culturales centraron sus ataques en la pornografía. 5. "Aunque la esencia de la prostitución reside en la violencia (…) La forma más aguda de violencia parece ser la violencia sexual, pues es capaz, no sólo de conducir a las mujeres a la prostitución, sino también de alterar su sexualidad" (Saffioti en Causas de la prostitución y estrategias contra el proxenetismo, Instituto de la Mujer, 1988: 46). 6. El citado convenio, conocido como Tratado de Lake Sucess, establece el deber de los estados suscribientes de perseguir el proxenetismo y la explotación de la prostitución, aunque se trate de una actividad consentida por quien la ejerce. 7. Para una recopilación y extenso análisis de estas críticas véase la interesante monografía de Maqueda 2009. 8. Considerado como el padre del post-estructuralismo, M. Foucault (1926-1984) dedicó gran parte de su esfuerzo intelectual a desentrañar las relaciones de poder vinculadas con la sexualidad, lo que él ha denominado como "poder disciplinario" y como "biopoder", formas que entretejen la maraña de hilos constringentes del ser humano y del desarrollo de su sexualidad. Los recursos analíticos que pueden extraerse de sus obras, y en particular, de su Historia de la sexualidad (1976) resultan de gran interés a la hora de emprender un estudio crítico de las instituciones de control social. 9. A modo de ejemplo: mujer prostituida, cliente prostituidor, putero, putañero, mercado prostitucional. 10. Por ejemplo, las jornadas organizadas por el Servizo de Igualdade de la Xunta de Galicia sobre prostitución (2004) celebradas en Santiago, donde la cuidada actuación escénica a través de video-conferencia del periodista Antonio Salas fue una de las intervenciones más celebradas. 11. Para la influencia del feminismo y el socialismo en este proceso de construcción social de la víctima ver Pheterson (2000: 76-77). 12. Incluye lo que Walkowitz define como los discursos melodramáticos de victimización femenina (Maqueda 2009: 7). 13. Diversos autores abundan en esa crítica del discurso proteccionista abolicionista. Ver por ejemplo a Wijers (Osborne 2004: 209-221). 14. Doezema se refiere aquí al Protocolo para prevenir, suprimir y sancionar la trata de personas, especialmente mujeres y niños, complementario a la Convención de las Naciones Unidas contra la delincuencia organizada transnacional, firmado en diciembre de 2000. 15. Véase Doezema, en Osborne 2004: 156-157. Para un detallado análisis histórico de este período ver también La prostitución en la España contemporánea de Jean-Louis Guereña (2003), obra donde el autor describe los variados cauces de penetración del discurso abolicionista en nuestro país, así como las actividades del Patronato para la represión de la trata de blancas y la lucha antivenérea (1902-1931). 16. Puede leerse en versión original en inglés en la revista Anthropological Theory, 2003, Sage Publications, vol. 3 (2): 199-218. 17. Véase Jacobson (2007). Más recientemente, también la antropóloga Laura Agustín. 18. Concretamente, cuando pronunció la famosa frase de que "En Irán no tenemos homosexuales". 19. Como han manifestado reiteradamente destacados penalistas, se trata de una figura totalmente innecesaria y perturbadora que aparece por primera vez con el código penal de 1995. Así, Serrano Gómez (1997) critica la conveniencia de su tipificación en alusión a su coincidencia con el delito de amenazas. 20. Expresión acuñada por Nieto (2011) al analizar las consecuencias del estigma. 21. Dalla (2000) hace una enumeración de las investigaciones que encaran la prostitución desde esta perspectiva. Bibliografía Agustín, Laura Altink, Sietske Barry, Kathleen Bullough, Bonnie (y Vern
Bullough) Bruckner, Pascal (y Alain
Finkielkraut) Calvo, Fabiola Carmona, Encarna Carmona, Sara Cruz, Manuel Dalla, Rochelle De Paula, Regina Doezema, Jo Ekberg, Gunilla Espejo, Beatriz Foucault, Michel Garaizábal, Cristina García-Pablos, Antonio Guereña, José Luis Hurtado, Teodora Jacobson, Pye Jungstedt, Mary Kulick, Don Larsson, Stieg López, Irene Malgesini, Graciela Maqueda, María Luisa Nicolás, Gemma Nieto, José A. Osborne, Raquel Oso, Laura (y Marcela Ulloa) Pelúcio, Larissa Pheterson, Gail Piscitelli, Adriana Pons, Ignasi Riopedre, José Rodríguez, Estela Rubin, Gayle Saffioti, Heleieth Salas, Antonio Serra, Rosario Solana, José Luis Tapia, Javier Vance, Carole Walkowitz, Judith Weeks, Jeffrey Zabala, Begoña |
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