Estimados colegas y amigos, desearía excusarme por mi ausencia en estos días de reflexión sobre la Europa de nuestro futuro, organizadas para el querido Peter Häberle. Posiblemente se os habrá comunicado ya el motivo de mi ausencia. Mi Facultad en Turín ha fijado el día 18 de mayo como final del periodo lectivo, y ello me impide ausentarme en dicha fecha y no poder dar las últimas lecciones de mi curso. Estoy seguro de que nuestra común ética académica me justifica a vuestros ojos, por no estar con vosotros. No os escondo así mi amargura, no tanto porque no pueda someteros a mis reflexiones sobre el tema que me fuera asignado por Francisco Balaguer, «la identidad europea» (de lo que podéis prescindir), sino porque no podré llevar al colega al que agasajamos el homenaje que preparé para la ocasión; un homenaje que, efectivamente, tiene mucho que ver con lo mejor de nuestra identidad de europeos, si queremos usar este concepto a pesar de lo que escribo aquí a continuación. El homenaje habría consistido en dos sonatas mozartianas (el «divino Mozart»): la Sonata en fa KV 280 y la Sonata en re KV 576; la primera, una sonata juvenil, y la segunda, una sonata de la edad madura (es más, su última sonata). Las menciono específicamente, porque quizás Peter pueda escucharlas de manos de Walter Gieseking o de Mitsuko Uchida, y así consolarse, o incluso alegrarse (!) por mi ausencia.
1. Aprovecho este mensaje para someteros, de todos modos, algunas consideraciones sobre el tema que me fue asignado, partiendo de una declaración de humildad que, como juristas, debemos hacer: la humildad de reconocer que nuestro punto de vista es particular, no omnicomprensivo. Permítaseme una cita aparentemente docta: Jenófanes de Colofone (siglo VI A.C.) dice: «Si los bueyes, los caballos y los leones tuvieran manos y con ellas pudieran dibujar y hacer lo que los hombres hacen, los caballos dibujarían figuras de Dioses similares a los caballos, los bueyes parecidos a los bueyes, los leones a los leones, y harían así modelos tal como cada uno de ellos está forjado. Los etíopes dicen que sus dioses son chatos y negros; los tracios que tienen los ojos azules y el pelo rojo». Si nosotros preguntáramos a un fontanero que idea tiene de la identidad europea, quizás diga que es un inmenso enredo de conductos de agua; un dentista, una inmensa dentadura postiza. ¿Y un jurista?: un ordenamiento jurídico. Es evidente que cada uno tiene un punto de vista particular y, aunque nosotros podemos pensar que el punto de vista de los juristas es más amplio que el de un fontanero o el de un dentista, tampoco es lo bastante amplio como para poder abrazar la entera cuestión.
La «identidad» de una colectividad humana es algo demasiado complicado y difícil de entender y describir por cualquiera ciencia social, aunque sea la más comprensible posible. Así sucede también con la Ciencia del Derecho. Nosotros podemos tratar de definir cuál es la concepción del Derecho que se ha afirmado en Europa en el curso de los siglos, establecer la gran distinción entre el Derecho civil y el Derecho común, identificar los principios vitales de uno y otro, asignarles a los jueces y a los legisladores su correspondiente puesto en la identificación, producción, aplicación del Derecho, distinguir los derechos del Derecho, etcétera. Podemos poner de manifiesto los pasos en la aproximación entre sistemas, a partir, entre otros, de la afirmación de una dimensión de la vida constitucional en la que el positivismo aplicado a las Constituciones contemporáneas muestra sus límites manifiestos. Podemos hacer todo ello, pero aun cuando lo hagamos con amplitud de miras, esto sólo será un punto de vista jurídico que no coincide en absoluto con la concepción de los principios, los valores, las necesidades, los intereses, las esperanzas y también los miedos de una población de varios centenares de millones de personas. El fracaso (provisional, espero) del proceso de «constitucionalización» de Europa quizás no deriva sino de un pecado de orgullo del Derecho y los juristas, cometido cuando se ha pretendido demasiado de su Ciencia, cuando se les ha puesto alrededor de una mesa y se les ha dicho: ¿escribís una carta de derechos y creáis instituciones que correspondan a la "identidad" de este pueblo?
2. Estas sencillas alusiones a una cuestión compleja no significan en absoluto la invitación a una renuncia. La construcción de Europa moviliza energías diferentes, entre las que, ciertamente, están también las jurídicas. El peligro está en la gran responsabilidad y en las grandes ambiciones que los juristas asumen en momentos como éste, y en la insignificancia de los medios de análisis y acción de los que disponen: de este arranque, deriva el peligro de los fracasos. Para tratar de evitarlos, la Ciencia jurídica tiene que abrirse a la comprensión de todas las dimensiones de su objeto, el Derecho: un objeto, aunque siempre parcial en la definición de las estructuras normativas de una sociedad, no es sin embargo definible sólo unilateralmente, con respeto a su dimensión formal. En otra sede he intentado argumentar la existencia de una «doble vertiente» del Derecho: una formal y otra material; una duplicidad constitutiva de la experiencia jurídica que el positivismo jurídico ha tratado de esconder, a favor de la primera, y que siempre, de diversas maneras, vuelve a emerger y debe ser puesta en evidencia, so pena de fracasar. Esta tentativa está en un volumen titulado «La legge e la sua giustizia» (Turín, Einaudi, 2008), que puedo aquí sólo recordar con una alusión y no ciertamente disgregar. En su contenido, las dificultades que el proceso de constitucionalización de Europa encuentra pueden ser consideradas como un ejemplo de negligencia de esta estructura compleja del Derecho y una infravaloración de su vertiente material, que tiene sus exigencias y no se deja sencillamente dominar y manipular por la formal; la vertiente del Derecho puesto en textos que provienen de voluntades normativas independientes, leyes, tratados, constituciones.
La identificación de esta «vertiente material» significa sacar a la luz lo que tiene que ver con los presupuestos de legitimidad del Derecho positivo: en el caso de Europa, lo primero de todo, la de un «tratado constitucional» (no entro en la añosa cuestión de si se trata de un oxímoron), y luego la de todos los actos jurídicos, normativos, ejecutivos y jurisdiccionales que pueden derivar de aquél. Este «sacar a la luz» es una necesidad. Si la descuidamos, la legitimidad tomará ventaja sobre la legalidad, demostrando la vacuidad y, en definitiva, una falta de aliento efectivamente constitucional.
3. Quizás, se podría decir que la «vertiente material» del Derecho de la Unión Europa coincide con lo que, de la palabra identidad, interesa a los juristas. Y aquí se plantean cuestiones contradictorias con respecto al fin. El fin es localizar un terreno común de valores que nos unan; pero plantear la cuestión significa inevitablemente alejarse. La verdad es que tanto la identidad, como la legitimidad, son algo que se realizan silenciosamente; y cuando nos interrogamos expresamente acerca de ello, significa que no hay más, que tiene que ser construida, como una tarea, y que no puede ser sencillamente aprendida como un dato. Cuando me pregunto quién soy, significa que no lo sé.
Gran parte de las discusiones sobre la identidad europea carecen de contenido. En particular está completamente falto de sentido interrogarse si es un concepto objetivo o subjetivo; si es un dato natural que proviene de la historia de la que somos hijos, o es una tarea artificial que tenemos que asumir; si pertenece a la «naturaleza», o a la «cultura» de una sociedad. En realidad, una vez que se plantea la cuestión, el terreno de la identidad, que parece el de la unidad y la concordia, se convierte en un terreno de desencuentro: evidentemente, cuando se piensa qué se haya de hacer con un concepto, cuya concepción tiene que ser construida como proyecto político, según elecciones, preferencias, exclusiones; y menos evidente, pero igualmente real, cuando se piensa en cambio que sus contenidos hayan de ser extraídos del pasado. En un continente que ha experimentado de todo, del nacionalismo más oclusivo y el colonialismo más agresivo al internacionalismo más abierto y cooperativo entre los pueblos, de la tolerancia a la intolerancia, de la concepción individualista y liberal de la vida social a la totalitaria y orgánica, del dogma cristiano a la libertad de conciencia, de la libertad de la ciencia y la técnica a su subordinación a verdades metafísicas, de la connivencia entre política y religión en el gobierno de los pueblos a la laicidad de sus relaciones, de la integración de etnias y culturas a la persecución racial, etcétera, la identidad no puede ser la suma de todo ello, pues no pueden convivir pacíficamente; más bien, ha de ser el producto de una selección: preguntarse cuál es la identidad no significa preguntarse qué somos, pero sí qué queremos ser. Nada, pues, más cultural y menos objetivo. La discusión de los anteriores años acerca de las «raíces cristianas» de Europa es un ejemplo elocuente. La cuestión de la inserción de esta expresión en el Tratado constitucional no se soluciona con una investigación historiográfica, sino con una decisión sobre el futuro, de la que emerge una imagen de Europa que no fotografíe el pasado, mas prefigure el futuro.
Tampoco una idea comprensiva de la identidad como la que reclama al pluralismo, a la inclusión de lo diferente, a la integración de culturas y etnias (una idea particularmente actual, dado el momento de acentuación del carácter cada vez más compuesto de nuestras sociedades), soluciona la cuestión mediante una suerte de apelación a una tolerancia abierta. En la historia europea hay de esto, pero no sólo; y sobre todo, por que esta (por así decir) identidad sin identidad, o identidad débil, prefigura un futuro, y a esta prefiguración se opone otra identidad, fuerte ahora, que encuentra sus raíces en la misma historia y que, de ser valorizada, lo es a la vista de resultados políticos precisamente opuestos para un futuro inmediato.
En suma, todo está por construir a la vista de lo que queramos ser, y no como consecuencia de lo que hayamos sido. La historia no nos provee un «imprinting» común, una base de legitimidad del Derecho europeo sobre la que se pueda descansar tranquilamente. Somos nosotros, la presente generación y pensando en las futuras (una vez más, como siempre), los que tenemos que interrogarnos y asumir nuestras responsabilidades. La apelación a una identidad a la que debemos ser fieles, en la pluralidad de las experiencias de un pasado (que más conflictivo de lo que ha sido, no podría haber sido), no es sino un recurso para reforzar estratégicamente las diversas posiciones que se encuentran en el campo de batalla, por considerarlas incompatibles.
4. Queridos Colegas, querido doctor Häberle; lamento, repito, no poder estar con vosotros para discutir sobre estas ideas y sobre las que, de modo ciertamente fecundo, emergerán de vuestros trabajos. Lamento sobre todo no poder ir más lejos, y no poder plantear la cuestión de si no sea oportuno promover el abandono de ésta, como de otras nociones sustancialmente holísticas, del actual debate sobre Europa. Pienso en la ya clásica, pero sin salida, discusión acerca de la existencia o la inexistencia de un «pueblo europeo», con el riesgo de dar lugar a un impasse no muy distinto del que nos lleva el razonar sobre la identidad. Europa avanzará si, de manera laica, se sepan aclarar las necesidades, materiales y espirituales, a las que ella puede dar respuestas; y si sobre estas necesidades, como base de la legitimidad de una unión política de los pueblos europeos, se sepa atraer la aprobación de sus habitantes. Ello no quiere decir limitarse a una política sin tregua, sino abandonar categorías grandilocuentes que crean dificultades, en lugar de allanarlas; que crean temores, en vez de alimentar esperanzas.
Resumen: El texto es una carta que el autor remite a los asistentes al Congreso celebrado en Granada en mayo en honor de Peter Häberle, y en la que, además de disculparse y lamentar no poder asistir a éste, afronta, aun someramente, el tema inicialmente planteado para su intervención en el mismo: la identidad europea. Al respecto el autor lejos de afrontar la cuestión desde una perspectiva jurídica e historiográfica, asume una perspectiva crítica por cuanto que, de un lado, el Derecho es incapaz de abarcar íntegramente el tema, y por otro la historia de Europa resulta llena de contradicciones superadas, desde las que difícilmente cabe construir un futuro común. La cuestión así no es tanto de donde se venga, si a dónde se quiera ir, lo que a su vez supone un elemento volitivo de decisión.
Palabras clave: Identidad europea, ciencia jurídica, Derecho formal y material, Constitución europea.
Abstract: The paper is a letter the author sends to the participants at the Congress, celebrated in Granada in May in honor of Peter Häberle, and in which, not only he apologizes and regrets not being able to attend this event, but he also briefly develops the issue initially proposed for his intervention at the Congress: the European identity. Concerning this, the author doesn’t analyze the issue in a juridical and historiography perspective, but he adopts a critical perspective: in his opinion, on the one hand, Law is not able to explain the subject completely, and, on the other, in the history of Europe there are many contradictions, from which it is complicated to build a common future. So the question is not so much from where we came, but where we would like to go; which, at the same time, implies a volitional element of decision.
Key words: European identity, juridical science, formal and material Law, European Constitution.