A lo largo del siglo XX el constitucionalismo estuvo sujeto a presiones sin precedente y experimentó cambios muy profundos; cambios comprensibles si se tienen en cuenta las grandes transformaciones políticas, económicas, sociales, culturales y científicas que vivió el mundo.
La violencia política cobró en un siglo más víctimas que en las diecinueve centurias precedentes; durante largas décadas los regímenes totalitarios y castrenses redujeron la presencia de los sistemas democráticos a espacios muy limitados; la acción humana puso en riesgo, por primera vez en la historia, la integridad del planeta. Subsistieron cuestiones lacerantes como la concentración de la riqueza, la pobreza extrema, la emigración por razones económicas, el desplazamiento colectivo por causas violentas, y los focos de conflicto armado, por ejemplo. Asimismo aparecieron o se acrecentaron numerosas dificultades para el Estado: la delincuencia organizada; el terrorismo en sus vertientes nacional e internacional; la corrupción; las crisis financieras internacionales; las asimetrías en las relaciones internacionales.
Por otra parte, las revoluciones sociales y políticas situaron en el escenario nuevos problemas, nuevas soluciones y nuevos actores; las revoluciones científicas, en particular en los ámbitos nuclear, biológico, electrónico e informático, implicaron transformaciones cruciales para la convivencia de los Estados y para la vida de las personas; las revoluciones políticas de descolonización en el siglo XIX con relación a España y Portugal, y continuadas en el siglo XX con relación a Alemania, Bélgica, Francia, Italia y Reino Unido, significaron ajustes institucionales de gran envergadura en los Estados nacientes y en las antiguas metrópolis coloniales. Los cambios culturales fueron también de gran calado. Se discutió sobre eugenesia y eutanasia; declinó la tradición intolerante y discriminatoria que afectaba a las minorías; se transformaron los estándares éticos relacionados con las prácticas sexuales y surgieron temas y problemas como la ecología y la mundialización.
Las respuestas normativas fueron muy amplias. Surgió la organización internacional de numerosos esfuerzos y en general las instituciones nacionales se volvieron más dinámicas. El constitucionalismo ensanchó su magnitud en tanto que se superó el criterio formal que lo confinaba en un texto, para dar lugar a dos nuevas dimensiones: la jurisprudencia constitucional y el bloque de constitucionalidad. El texto constitucional siguió siendo vertebral para definir la estructura del Estado, pero el amplio proceso del poder y las relaciones entre los gobernados y los gobernantes rebasaron los límites de los enunciados formales, por lo que cuando se habla de «constituciones» en un sentido contemporáneo, en realidad se alude a «sistemas constitucionales». Las resoluciones de los tribunales constitucionales, cuya presencia se fue extendiendo, y la actividad legiferante de los congresos y parlamentos ordinarios, cuya importancia fue creciendo, integran un conjunto de soluciones que interpretan y reglamentan las normas básicas del Estado, a las que imprimen un dinamismo adecuado para atender, de manera flexible y oportuna, las expectativas y las exigencias colectivas.
La transformación del constitucionalismo fue muy pronunciada con relación a los elementos que lo habían caracterizado a partir del siglo XVIII. Los conflictos bélicos internacionales, los procesos revolucionarios, los movimientos nacionales de independencia y de descolonización, las acciones genocidas y la represión por razones políticas, étnicas y religiosas, se tradujeron en exigencias crecientes para garantizar los derechos fundamentales, para adoptar políticas de justicia y de equidad y para consolidar la gobernabilidad democrática de los Estados.
El constitucionalismo «veintecentista», por ende, no se contrajo a los enunciados de máxima jerarquía normativa e incluyó un amplio haz de soluciones jurídicas para los grandes problemas de la organización y para la convivencia en sociedades de complejidad creciente. En este breve estudio se presenta una visión panorámica de lo que implicó el constitucionalismo en el siglo XX. En ocasiones se hará referencia expresa a las normas constitucionales, pero en otras se aludirá sólo al rubro general, porque su desarrollo ha incumbido tanto a las constituciones, «estricto sensu», cuanto a la jurisprudencia y a la legislación secundaria. No es menos estimable, por otra parte, la influencia que, como en los tiempos clásicos, ha ejercido la doctrina.
Hay tres cuestiones básicas concernidas con el poder en el seno de una sociedad política compleja: «cómo se acepta ser gobernado», «cómo se ejerce el gobierno» y «cómo se autogobierna la comunidad». Estos problemas tuvieron múltiples respuestas a través de las normas constitucionales de la centuria anterior. Sin el propósito de hacer una enunciación enciclopédica, es posible identificar las tendencias dominantes del constitucionalismo durante el siglo XX a través de los diferentes rubros que de manera sucinta se presentan a continuación.
2.1 Soberanía
El problema de la soberanía sigue siendo una cuestión central en el debate del Estado. Sin la idea de soberanía nacional se dejaría sin soporte la construcción teórica del Estado moderno, y sin la idea de soberanía popular se prescindiría del sustento conceptual de la democracia electoral contemporánea.
Sin embargo, los planteamientos de limitar la soberanía contaron con numerosos adeptos hacia las décadas finales del siglo. Las tesis a favor de matizar el alcance de la soberanía contradicen su significado literal y conceptual. Por definición no puede haber algo que sea “parcialmente supremo”, y por consiguiente no puede existir un límite exógeno impuesto al Estado soberano en contra de su voluntad. La creación de organismos mundiales y regionales, de los que emanan políticas y normas vinculantes para los Estados miembros, son compatibles con la soberanía en tanto que cada Estado los acepta, pero sin abdicar de su derecho de denuncia.
La convivencia de los Estados ha llevado, de tiempo atrás, a que el derecho internacional se traduzca en espacios donde el acuerdo supone formas de transacción siempre revocables; el problema surge en el ámbito interior de los Estados, donde aceptar una «soberanía limitada» supondría afectar la base dogmática de todo sistema democrático y prepararía las condiciones conceptuales para justificar nuevas formas de autocracia.
Los sistemas constitucionales se configuran a partir de la facultad soberana de decidir acerca de la estructura y el funcionamiento de las instituciones. El reconocimiento de los organismos internacionales y de su jurisdicción es una decisión libre de los Estados nacionales. La capacidad de contraer y de cumplir compromisos internacionales se basa en la existencia de esas facultades soberanas.
Las constituciones adoptadas a lo largo del siglo se apoyaron en el ejercicio de la soberanía, incluso en los casos numerosos y crecientes en que las normas internacionales fueron objeto de recepción automática, conforme a las previsiones de las propias constituciones.
2.2. Secularidad
Si bien la secularidad es un elemento esencial del Estado moderno, en el orden constitucional las disposiciones relativas al laicismo presentaron un panorama muy variado en el siglo XX. Los niveles de «confesionalidad» tuvieron dos tendencias dominantes: una radical, conforme a la cual el sistema opta por una religión y excluye cualquiera otra. En la actualidad son pocos los Estados que aplican estas severas restricciones; uno de ellos es Irán. Hay una segunda orientación, tolerante, en la que se asume una religión pero son toleradas las demás. En este caso están Argentina, Dinamarca, Finlandia, Irak y Suecia. Una posición aún más flexible corresponde al reconocimiento de una iglesia, sin perjuicio de las libertades religiosas y sin que el Estado establezca un credo oficial, como sucede en Guatemala, El Salvador, Paraguay y Uruguay, por ejemplo.
En otros sistemas se ha avanzado de una manera más enfática, y al lado de la libertad de culto o creencias, que surgió en el siglo XIX, se instituyó la libertad de conciencia, que incluye así la libertad para el agnosticismo, el ateísmo e incluso el antiteísmo. En América Latina, Brasil declaró inviolable la «libertad de conciencia y de creencia»; Colombia, pese a que el preámbulo de la Constitución invoca la protección divina, “se garantiza la «libertad de conciencia». Nadie podrá ser molestado por razón de sus convicciones o creencias, ni compelido a revelarlas, ni obligado a actuar contra su conciencia”, y Ecuador se erige como Estado laico. En Europa, la Constitución de España “garantiza la libertad «ideológica», religiosa y de culto”; en Irlanda: “… se garantizan a todos los ciudadanos la libertad de «conciencia y la libre profesión y práctica de la religión»”; en Portugal es “inviolable la libertad de conciencia, religión y culto»”, y en Suiza se garantizan las libertades de religión y de filosofía, en tanto que “todas las personas tienen el derecho de escoger con libertad su religión o sus convicciones filosóficas”.
En el constitucionalismo africano sobresale el caso de África del Sur, donde se estableció que todas las personas tienen “derecho a la libertad de conciencia, religión, pensamiento, creencia y opinión”. A su vez en Asia, Japón declaró “«inviolables las libertades de pensamiento y de conciencia»”, y en India el preámbulo de la Constitución de 1950 fue modificado en 1976. En su texto original decía: “Nosotros, el pueblo de la India, habiendo resuelto solemnemente constituir India como una república democrática soberana…” La adición de 1976 consistió en introducir dos nuevos elementos para caracterizar al Estado indio como una “república «socialista secular» democrática soberana”. La parte preceptiva dispone, a su vez, la libertad de conciencia y de profesión, práctica y propagación de la religión.
Los sistemas socialistas presentaron un panorama extremo. La constitución de la Unión Soviética de 1977 prescribía: “Se garantiza a los ciudadanos de la URSS la libertad de conciencia, es decir, el derecho a profesar cualquier religión o a no profesar ninguna, a practicar un culto religioso o a realizar propaganda ateísta. Se prohíbe excitar la hostilidad y el odio en relación con las creencias religiosas. En la URSS la Iglesia está separada del Estado, y la escuela de la Iglesia”. Ese mismo concepto era acogido por la Constitución de la República Popular de China de 1978; en cambio, la de 1982, en vigor, eliminó la propaganda ateísta y adoptó el criterio general de la libertad de conciencia y de religión, al tiempo que proscribió “la dominación extranjera de las iglesias y de los asuntos religiosos”.
En todo caso la constante hacia la que se orientaron los sistemas constitucionales «veintecentistas» correspondió el de neutralidad religiosa absoluta y de la libertad irrestricta en materia de conciencia.
2.3. Derecho constitucional de fuentes internacionales
En tanto que el derecho constitucional se orientó a la consolidación de las libertades individuales y colectivas, el derecho internacional se encaminó a la definición de las identidades nacionales. Ambas expresiones normativas han mantenido, empero, un punto fundamental de contacto: la organización y el funcionamiento del poder y se fundamentan en los conceptos de soberanía popular y de soberanía nacional, en buena medida complementarios. Por lo general el derecho constitucional y el derecho internacional han sido estudiados de manera separada, en tanto que progresivamente se fueron diferenciando por sus contenidos y objetivos. Esto no obstante, la temprana incorporación de los derechos humanos en el constitucionalismo británico, norteamericano y francés, fue el resultado de la influencia directa del derecho de gentes en el ámbito constitucional.
La idea «veintecentista» de la mundialización se basó en la hipótesis de la prevalencia del derecho internacional sobre el nacional, pactada libremente por los Estados. Esta tesis no es ajena a la tradición clásica del derecho internacional, aunque la variante adoptada en el último cuarto del siglo XX le imprimió un fuerte ingrediente comercial y financiero.
El fenómeno que se perfilaba, hacia las décadas finales del siglo, y que Peter Häberle identificó y sistematizó de manera visionaria, era en el sentido de un derecho constitucional común europeo y de un derecho constitucional común latinoamericano. En cierta forma es posible advertir que en las postrimerías de la vigésima centuria se establecieron también las bases de un derecho común intercontinental cuya causa germinal reside en la universalización de diversos valores culturales que inciden en los derechos fundamentales y en la estructura democrática del Estado.
2.4. Integración supranacional
La iniciativa de Robert Schuman de constituir la comunidad europea del carbón y el acero culminó con la formación de la Unión Europea. La libertad de comercio evolucionó hasta la integración de un parlamento continental; de organismos europeos que ejercen funciones jurisdiccionales y de regulación económica, monetaria y técnica; y de una administración que está sirviendo como punto de partida para una autoridad regional. También se consolidó el concepto de ciudadanía europea que implicó adecuaciones en el ámbito interno de los Estados, en especial en los sectores educativo, laboral y electoral. Se fortaleció asimismo la idea de contar con una política exterior comunitaria.
En su mayoría los sistemas constitucionales de los países integrantes de la Unión Europea fueron objeto de reformas, en atención a los acuerdos adoptados por los organismos comunitarios. Esta tendencia tuvo repercusiones en otros espacios geográficos. Aunque en las postrimerías del siglo no se produjeron fenómenos equiparables en otros continentes, todo indica que el proceso tendrá efectos expansivos en la primera mitad del siglo XXI.
2.5. Dimensión del Estado
Durante el siglo XX se produjeron dos experiencias opuestas: la dilatación y la contracción del tamaño del Estado. Por lo general se atribuye el crecimiento a los programas de carácter social. Esto fue cierto en muchos casos, pero en otros hubo un factor de no poca monta: el incremento de las fuerzas armadas y de la industria militar. En todo caso, las obligaciones de prestación a cargo del Estado, para atender los objetivos propios del Estado de bienestar, tuvieron como contrapartida negativa el abultamiento de las burocracias y, por ende, la concentración del poder político. La planificación y la conducción de los procesos económicos propiciaron asimismo la intervención de los dirigentes políticos en la gestión de los intereses privados, generando distorsiones técnicas e incluso éticas. Esta tendencia se acentuó en los Estados socialistas, pero no fue privativa de ellos. El fenómeno inverso, de intrusión de los intereses privados en la gestión de las funciones públicas, se desencadenó con especial intensidad en el último tercio del siglo, es especial a raíz de la caída de Muro de Berlín, en 1989.
En las últimas décadas, desde que diversas corrientes filosóficas, políticas y económicas preconizaron que el Estado más grande tolerable era el Estado más pequeño posible, se inició un proceso que trascendió del espacio doctrinario al práctico, y el Estado comenzó a ser objeto de acciones que redujeron su participación en el ámbito de la producción y de la prestación de bienes y servicios, y su capacidad reguladora.
La llamada «desregulación» se convirtió en un programa del Estado para desmontarse a sí mismo; la abstención de intervenir como agente económico le llevó a transferir buena parte de sus activos al ámbito de los particulares, y el empequeñecimiento de su aparato administrativo le hizo caminar en el sentido inverso al registrado a partir de las revoluciones sociales y acentuado con motivo de las políticas de recuperación económica de entre guerras y de la segunda posguerra.
La idea del Estado como empresa racional, que alcanza su enunciación más precisa con Max Weber y que supone la presencia de una burocracia organizada, profesional y eficaz, se fue desdibujando y retrayendo ante el acoso al que se le sujetó. Este problema constitucional afectó al Estado de bienestar.
2.6. Estado de Derecho
El concepto de Estado de Derecho es una respuesta al Estado absolutista, caracterizado por la ausencia de libertades y por la concentración del poder y la irresponsabilidad de los titulares de los órganos del poder. Este concepto, que comenzó a utilizarse por la doctrina alemana a principios del siglo XIX, tuvo importantes cambios a lo largo del siglo XX. Si bien en su origen sirvió para marcar un contrapunto con el Estado absolutista, en el siglo XX el Estado de Derecho tuvo como su antítesis al totalitarismo.
Fueron pocas las constituciones que adoptaron expresamente el principio de Estado de Derecho. Ocurrió así en el caso de la Federación Rusa, de Honduras, de la República de Sudáfrica, de Rumania y de Suiza, por ejemplo. En la Constitución de Chile se estableció que “los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella”, con lo cual sin hacerse referencia directa al Estado de Derecho, se enuncia su significado.
Como correlato de las tendencias del constitucionalismo del siglo XX, se acuñaron conceptos complementarios del «Estado de Derecho». Aparecieron los de «Estado social de Derecho» y de «Estado social y democrático de Derecho». El constitucionalismo social, representado en el siglo XIX por la Constitución francesa de 1848, y en el siglo XX reiniciado con las constituciones de México (1917) y de Alemania (1919), generó un nuevo enfoque del Estado de Derecho. Aunque la Constitución de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (1918) incluyó una amplia “declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado” y diversos preceptos acerca del derecho al trabajo, con lo que podría considerarse a esta Constitución entre las precursoras del Estado social de Derecho, también es necesario advertir que el sistema dictatorial que establecía la norma rusa no permiten encuadrarla como parte del constitucionalismo moderno y contemporáneo.
El Estado de Derecho, al estatuir una igualdad formal ante la ley, produjo desigualdades económicas. El aparente paraíso del Estado de Derecho ocultaba profundas contradicciones que fueron corregidas en los albores del siglo XX. La visión weimariana (o europea) del Estado social de Derecho, lo identificó con la clase obrera y con sus formas organizadas de lucha: el sindicato y el partido. A su vez, la visión latinoamericana de la misma realidad tendió a involucrar a los sectores marginados de las ciudades y a los trabajadores agrícolas. De esta suerte el capítulo económico del Estado social de Derecho en Europa y en Latinoamérica se integró por rubros diferentes: industrial y comercial en el primer caso; urbano y agrícola en el segundo.
El Estado de Derecho tiene por eje un sistema de libertades y el Estado social tiene por objeto un sistema de prestaciones. En las constituciones de Colombia, Ecuador y Paraguay, por ejemplo, se incluyó el concepto de Estado social de Derecho; en las de África del Sur, Alemania, España, Turquía y Venezuela, el principio social aparece acompañado por el democrático. En Suiza la Constitución (1999) aportó nuevos elementos conceptuales al determinar que la actividad del Estado debe responder al interés público y ser proporcional a los objetivos procurados, que sus órganos deben actuar conforme a las reglas de la buena fe y que el derecho internacional forma parte del ordenamiento interno.
La naturaleza social de numerosas constituciones quedó implícita en su contenido, de la misma forma que ocurrió con el concepto mismo de Estado de Derecho. La primera vez que se utilizó la expresión “Estado democrático y social” fue durante la revolución de París de 1848. En el proceso de acuerdos previos a la elaboración de un nuevo texto constitucional, los socialistas y los conservadores acordaron impulsar un modelo transaccional de “Estado democrático y social”, como resultado del cual fue aprobada la Constitución presidencialista de ese año. Esta norma incorporó algunas reivindicaciones sociales, pero no el derecho al trabajo. Un siglo más tarde la Ley Fundamental de Bonn, de 1949, fue la primera disposición constitucional que incluyó el concepto de Estado de Derecho democrático y social.
En el Estado social y democrático de Derecho se incluyen la tutela del individuo y de sus derechos de participación política, y las relaciones de clase, instituyendo mecanismos de distribución de riqueza a través del salario, del ejercicio de derechos colectivos y de un conjunto de prestaciones que atienden al bienestar. Lo característico de esta forma de Estado es la vinculación entre los contenidos sociales y los principios del pluralismo.
Las características del Estado de Derecho han permitido definir a los sistemas constitucionales. En este sentido se advierten cuatro grandes tendencias: la «liberal», la «social», la «democrática» y la «cultural». Cuando empezó el siglo XX dominaba el constitucionalismo liberal fraguado a todo lo largo de la centuria precedente. Las constituciones se estructuraban a partir de los derechos de libertad, propiedad, seguridad jurídica e igualdad. Algunos de sus corolarios eran los derechos de asociación, petición, sufragio y libertad de conciencia.
El constitucionalismo social se identifica por el reconocimiento de los derechos a la organización profesional, a la huelga, a la contratación colectiva, al acceso a la riqueza, y de principios de equidad en las relaciones jurídicas y económicas. Así se explica el surgimiento de la seguridad social, de los tribunales laborales, y la defensa de derechos como la jornada máxima, el salario mínimo y el descanso obligatorio. También aparecieron los derechos de prestación con cargo al Estado, como los concernientes a educación, salud, vivienda y abasto.
Uno de los efectos más señalados del constitucionalismo social fue servir como base a la intervención del Estado en los procesos de producción y distribución de bienes y de servicios. Por eso durante el proceso iniciado en la década de los ochenta, el progresivo desmantelamiento del Estado intervencionista implicó la reducción progresiva del Estado de bienestar.
El constitucionalismo democrático, por su parte, fue objeto de importantes previsiones en seguida de la segunda posguerra. Los sistemas parlamentarios, a partir del concepto adoptado por la Ley Fundamental de Bonn, se estabilizaron mediante su parcial presidencialización, y los sistemas presidenciales propendieron a su progresiva flexibilidad para hacerse más receptivos de instrumentos y procedimientos de control político, de origen parlamentario.
Los elementos distintivos del constitucionalismo democrático consisten en el reconocimiento de los partidos políticos; en la garantía de procesos electorales libres e imparciales; en la descentralización del poder, incluyendo las formas del Estado federal y regional; en el fortalecimiento de la organización, facultades y funcionamiento de los cuerpos representativos; en la adopción de formas de democracia semidirecta, a veces incluso en perjuicio de los sistemas representativos, como el referéndum legislativo, el plebiscito, la iniciativa popular y, aunque mucho más raro, en la revocación de los representantes.
El constitucionalismo de la última década del siglo XX se significó por el énfasis en los derechos culturales. Los derechos culturales no son, como los sociales, derechos de clase, ni como los democráticos, derechos políticos. «Los derechos culturales tienen un carácter transversal porque tutelan intereses relevantes compartidos por una colectividad, con independencia de cualquier afinidad ideológica, profesional o de grupo». Entre esos intereses están los derechos humanos, pero la gama es aun más amplia: comprende el derecho a la protección del ambiente, al desarrollo, al ocio y el deporte, a la intimidad, a la no discriminación, a la migración, a la información, a la objeción de conciencia, a la seguridad en el consumo, a las preferencias sexuales y a la diversidad lingüística, cultural y étnica, entre otros aspectos.
2.7. Límites del Derecho
Los límites de la función mediadora del Derecho, como los contempla Habermas, se hicieron ostensibles en el siglo veinte. Las tesis de la resistencia a la opresión fueron enunciadas de diversas formas en la antigüedad, en la Edad Media, en el Renacimiento y en las edades Moderna y Contemporánea. En el orden público se ha postulado que el destinatario del poder tiene un margen de flexibilidad ante el acatamiento de la norma. Con perspectivas y argumentos propios, lo mismo Théodore de Bèze, Juan de Mariana o Henry David Thoreau, se ocuparon del tema. En contrapartida, la dictadura comisoria romana, devenida en razón de Estado a partir de Justus Lipsius y Nicolás Maquiavelo, y transformada en dictadura constitucional desde el siglo XIX, ofrece el espacio para que el titular del poder adopte las excepciones en la aplicación de la ley que convengan a la preservación del propio poder.
Todas las constituciones prevén casos extremos, denominados Estados de excepción, que permiten suspender algunas de las libertades para hacer frente a amenazas para la vida constitucional. En el constitucionalismo contemporáneo estas disposiciones están redactadas con el mayor cuidado posible, para evitar distorsiones en su aplicación que hagan nugatorio al sistema constitucional mismo.
Además, algunos textos constitucionales contienen disposiciones en cuanto a la salvaguarda de los principios constitucionales. La Carta de Bonn faculta a todo alemán para ejercer el derecho de resistencia, cuando no exista otro medio, “contra quienquiera que intente eliminar el orden constitucional”. La Constitución italiana dispone que los ciudadanos sean fieles a la República y observen la Constitución. En el caso de Alemania se tuvo en cuenta el fracaso de la norma de Weimar, y en ambos países fue objeto de preocupación el resurgimiento de organizaciones políticas adversas al orden democrático. Así lo corroboran la prohibición expresa de reorganizar el partido fascista en Italia y la proscripción en Alemania de los partidos que propongan menoscabar o eliminar el orden constitucional liberal y democrático.
Hay otro fenómeno: la no aplicación de la norma por parte de los titulares del poder, cuando con esa omisión se contribuye a la preservación de las libertades públicas. Esa situación límite está presente siempre que se producen actos susceptibles de ser sancionados con relación a los cuales el Estado no hace valer su potestad coactiva, en aras de evitar un mal mayor.
Ese tema es uno más del amplio catálogo de las cuestiones de nuestro tiempo. En el siglo XX los sistemas constitucionales pudieron resolver muchos de los problemas que resultan de las tensiones normales en la vida de cualquier sociedad compleja, mediante los instrumentos de control político. La posibilidad de que los órganos de representación popular trasladen a los órganos de gobierno las expresiones de inconformidad colectiva, o de que en los casos de excepción conozcan, discutan y valoren las razones del poder, permite la canalización institucional de situaciones que en otras condiciones pondrían en riesgo la estabilidad del orden jurídico.
2.8. Estado de bienestar
En 1920 apareció la influyente obra «The Economics of Welfare», de Alfred Pigou, que contribuyó a definir las políticas intervencionistas del Estado, y en 1944 Friedrich Hayek publicó «The road to serfdom». Esta obra alcanzó notoriedad treinta años después, a partir de que su autor recibió el premio Nobel de economía. Hayek argumentó contra el Estado de bienestar, al que identificaba como una expresión del colectivismo y, por consiguiente, una amenaza para la libertad. Buena parte de las concepciones contemporáneas sobre la democracia, que en las últimas décadas del siglo la asociaron con la economía de mercado, tuvieron como precedente los enunciados del economista austríaco.
Con independencia del debate sostenido desde las perspectivas económica y política, la expansión y la contracción del Estado de bienestar tuvo efectos en la configuración de las constituciones. En las dos posguerras, por razones diferentes, el Estado de bienestar recibió un impulso significativo, lo mismo en países de alto desarrollo económico que en los de economía rural o de incipiente industrialización. En la década de los años ochenta la orientación giró en un sentido inverso, que se acentuó en la fase final del siglo.
Los problemas de justicia y equidad que están en el centro de la cuestión de las funciones del Estado no favorecieron una retracción completa y generalizada de algunos compromisos relacionados con el bienestar. En muchos sistemas constitucionales subsistieron las llamadas “cláusulas programáticas”, aunque no siempre fueron operantes.
2.9. Flujos financieros internacionales
La vulnerabilidad de las instituciones financieras nacionales ante los embates especulativos internacionales, que afectan los niveles de ingreso y empleo, sobre todo de los Estados con economías más dependientes, obligó a buscar instrumentos que, sin desalentar la inversión, generadora de empleo, protegiera la estructura económica de los Estados nacionales. Honduras, Nicaragua y Brasil, por ejemplo, adoptaron normas constitucionales en este sentido, aunque sus resultados quedaron por debajo de lo previsto; la experiencia chilena tuvo más éxito; Portugal hizo otro tanto, con resultados discretos. Es esta una cuestión en la que se entrecruzan cuestiones de compleja naturaleza financiera internacional y de difícil enunciación normativa.
Los planteamientos más enfáticos fueron hechos por Lionel Jospin, en Francia, y por Oscar Lafontaine, en Alemania. Tuvieron presentes los argumentos acerca del impuesto a las transacciones financieras internacionales sugerido por James Tobin, premiado con el Nobel de economía en 1981. Si bien la estructura de este impuesto implica acuerdos internacionales, algunos Estados comenzaron a adoptar medidas de regulación sobre esas transacciones. El problema quedó apuntado como uno de los más relevantes para prevenir las crisis económicas y financieras globales, en el siglo XXI.
3.1. Nuevos derechos fundamentales
La mayor parte de las constituciones promulgadas en Europa y América Latina, así como algunas africanas y asiáticas, incorporaron normas tutelares de la niñez, de la juventud, de la tercera edad, del consumidor, del ambiente, del acceso a los servicios de salud, de protección del ocio y de fomento del deporte. También regularon el derecho a la información y el derecho a la intimidad, en este caso incluyendo el «habeas data», entre otros instrumentos de garantía. Este tipo de disposiciones cobró un progresivo interés, a manera de sucedáneos de las grandes instituciones de bienestar colectivo que entraron en receso parcial hacia fines del siglo.
La protección constitucional e internacional de los derechos humanos fue asimismo un capítulo expansivo del constitucionalismo. Los instrumentos nacionales, incluyendo la figura del «ombudsman» con sus múltiples modalidades, y los internacionales, a través de tratados y convenciones, acompañados del establecimiento y reconocimiento de la jurisdicción de órganos competentes regionales (sobre todo en América y Europa, y con alguna timidez en África), fueron venciendo las resistencias y reticencias de muchos Estados nacionales. Con todo, no puede ignorarse que de los 185 integrantes de la Organización de las Naciones Unidas hacia fines del siglo, 42 no habían ratificado la convención que proscribe el genocidio, 29 la que extingue la esclavitud y 19 la que prohíbe la discriminación; en el caso de la Organización de Estados Americanos, 13 de sus 35 miembros no ratificaron la convención para prevenir y castigar la tortura.
Las minorías étnicas y lingüísticas también fueron objeto de atención y protección, incluso en países donde no representaban un problema relevante, como Argentina. En las sociedades pluriétnicas, como la sudafricana o la guatemalteca, por ejemplo, la construcción constitucional fue más detallada. El tema adquirió un amplio desarrollo, en tanto que atendía un problema en marcha o en latencia en diversos países.
3.2. Dignidad
El Estado constitucional contemporáneo es muy complejo, sobre todo si se considera la asociación entre los procesos culturales y los postulados normativos. Por esta razón se fueron incorporando normas que tutelan los derechos de las minorías, en particular los relacionados con las lenguas, las religiones, las etnias, las prácticas sexuales, las condiciones de salud, las aptitudes físicas y las posiciones políticas. La proscripción de la discriminación en los más amplios términos correspondió a una tendencia generalizada en los sistemas constitucionales democráticos contemporáneos.
Los avances normativos no siempre se tradujeron en innovaciones institucionales reales, si bien representaron una decisión germinal que podrá fructificar con el tiempo. Es el caso del concepto jurídico de dignidad. Se trata de un precepto de nuevo cuño, que se ha abierto paso en la preceptiva constitucional pero cuyo alcance jurídico todavía no ha sido definido.
El primer instrumento que incorporó una referencia a la dignidad fue la Carta de las Naciones Unidas, en 1945; más tarde, en 1948, se reiteró y amplió en la Declaración Universal de los Derechos del Humanos. Luego, las constituciones comenzaron a acoger el concepto de dignidad. La primera en hacerlo fue la Ley Fundamental alemana, en 1949. En términos generales se diferencia la dignidad de los derechos, con lo cual se le imprime una cierta elasticidad, pero también una gran indeterminación. Puede decirse que, de los recientes términos incorporados en el ordenamiento jurídico, «dignidad» es de los menos elaborados. Peter Häberle, por ejemplo, reconoce que pese a la enorme tradición jurisprudencial del Tribunal Constitucional alemán, todavía “no se advierte ninguna fórmula que pueda considerarse suficiente”[1]. Hasta ahora las aportaciones jurisprudenciales son muy tímidas y poco esclarecedoras. Lo mismo sucede en España, donde a lo más que ha llegado el Tribunal Constitucional es a reconocer que la «dignidad» “constituye [el] fundamento del orden político español”[2], y en Portugal, donde el Tribunal Constitucional la identifica como un elemento del Estado de Derecho[3].
3.3. Derechos de las minorías
La tolerancia es el resultado de dos convicciones: garantizar la libertad y racionalizar la vida colectiva. En esa medida, el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 es axiomático: toda sociedad en la que no estén garantizados esos derechos, carece de Constitución. Mientras que la razón democrática se orienta en el sentido de hacer valer la decisión mayoritaria, la razón constitucional se caracteriza por hacer respetar el derecho de todos. Este fue uno de los signos distintivos del constitucionalismo «veintecentista».
La construcción de los derechos de las minorías fue una empresa difícil pero ineludible. Respetar y garantizar el derecho a la identidad no podía hacerse equivalente a admitir que hubiera grupos a los que se dejara a la vera del desarrollo con el pretexto de que así lo habían decidido ellos mismos. Si se reconocía el derecho a la diferencia, no se le podía negar a los diferentes el derecho a optar. Si la preservación de las tradiciones de un grupo incluía a los curanderos, no por ello se le privaba de los cirujanos; si se reconocía su derecho a la lengua original, no se seguía que se les confinara en el monolingüismo.
Ahora bien, si la tolerancia es un elemento constitucional que garantiza la libertad y la racionalidad en el ejercicio del poder, no es sinónimo de indiferencia. Desde Voltaire se ha dicho que el límite de la tolerancia está ahí donde comienza la intolerancia para con la tolerancia. Las constituciones, como instrumentos de garantía de la tolerancia, no podían quedar expuestas a sucumbir ante la intolerancia. Esto tiene que ver con los derechos de libertad que las constituciones garantizan, pero también con la organización y el funcionamiento de los órganos del poder que ellas mismas establezcan.
En Estonia, el texto supremo contiene un señalamiento del mayor interés: son compatibles con la Constitución incluso las libertades a que ella no alude directamente, siempre que estén conformes con su contenido democrático. Por su parte, la Constitución sudafricana, que hace de la tolerancia una de sus mayores preocupaciones, establece como contraria a ella toda conducta incongruente con la dignidad humana, con el no racismo y con el no sexismo.
Un caso especial de subsistencia de intolerancia es la Constitución de Turquía, cuyo preámbulo señala que no son objeto de protección constitucional las ideas y opiniones contrarias al interés del país. Aquí no se trata de la salvaguarda de los principios del constitucionalismo democrático, sino de un interés nacional muy abstracto. El origen de esta decisión está en los procesos de fragmentación representados por diversos grupos étnicos y por las tensiones políticas con países vecinos, especialmente con Grecia.
Los ejes del constitucionalismo y de la consolidación constitucional convergieron en un punto llamado tolerancia. La tolerancia es a la vez requisito del sistema de libertades, del sentimiento constitucional y del cumplimiento del orden constitucional, por lo que recorre todo el camino que va desde la concepción de la norma hasta su aplicación, pasando por la convicción generalizada de su validez.
3.4. Derechos de los indios
Este es un tema muy sensible en el ámbito latinoamericano.
Argentina es, con Uruguay, el país con menor densidad de población indígena de nuestro hemisferio. La Constitución uruguaya no hace alusión a los indígenas, y es comprensible, pero la argentina sí. Además de reconocer la preexistencia étnica y cultural de los indígenas garantiza el derecho a la educación bilingüe e intercultural y asegura a los indígenas su participación en la gestión de sus recursos naturales.
En Brasil la Constitución dedica un capítulo completo a los indios. De manera aun más precisa que la argentina, la norma brasileña establece que los recursos hidráulicos y minerales pertenecen a la nación, pero los localizados en las tierras de los indígenas sólo pueden ser aprovechados con autorización del Congreso nacional y dando a los indios una participación en el producto que se obtenga.
Colombia es una república unitaria cuya organización territorial está basada en “entidades”: departamentos, distritos, municipios y territorios indígenas. Todas las entidades gozan de autonomía, pueden gobernarse por autoridades propias y participan en las rentas nacionales. La ley precisa los requisitos para que una comunidad indígena adquiera el carácter de entidad. El gobierno de esas entidades corresponde a concejos formados conforme a los usos y costumbres de las comunidades.
En Ecuador se reconoce el quechua, el shuar “y los demás idiomas ancestrales”, como de uso oficial de los pueblos indígenas. Por lo demás, la Constitución reconoce los derechos de los pueblos indígenas y negros o afroecuatorianos; entre esos derechos incluye la protección de los lugares rituales y sagrados.
En Guatemala la Constitución pone un especial énfasis en los temas sociales. Asegura que los indígenas reciban asistencia crediticia y técnica preferencial para estimular su desarrollo, y disfruten de protección especial en materia laboral, cuando tengan que trasladarse fuera de sus comunidades. Las reformas constitucionales adoptadas por el Congreso en diciembre de 1998, pero rechazadas en un referéndum este año, pretendían ir todavía más allá y garantizar el respeto a las formas de espiritualidad de los indios, el derecho a transmitir a sus descendientes sus idiomas y dialectos, y el reconocimiento a las autoridades tradicionales. También se planteaba que las medidas administrativas susceptibles de afectar a los pueblos indígenas serían objeto de consulta a los propios pueblos.
Honduras y Venezuela son de los países donde las constituciones apenas aluden, sin aportaciones de trascendencia, a los indígenas. En Perú la Constitución también es muy lacónica, aunque reconoce la autonomía de las comunidades nativas. En Nicaragua, en cambio, se prevé que las comunidades de la Costa Atlántica disfruten de un régimen de autonomía conforme al cual cuenten con su propia organización social, administren sus asuntos locales y elijan sus autoridades y diputados. Para otorgar concesiones de explotación de los recursos naturales es necesario contar con la aprobación del Consejo Regional Autónomo Indígena.
En México la norma constitucional reconoce la composición multicultural del país y la autonomía de las comunidades indígenas. En Panamá la Constitución orienta sus preceptos a la protección de la propiedad indígena (rasgo común con las demás constituciones mencionadas aquí), y subraya los aspectos culturales, en particular el estudio, conservación y difusión de las lenguas nativas. Por su parte la más relevante aportación de la norma suprema de Paraguay consiste en el compromiso del Estado para defender a la población indígena “contra la regresión demográfica”.
3.5. Derecho a la información y transparencia
El constitucionalismo francés, desde la «Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano», influyó en el reconocimiento del derecho a la libertad de expresión; un nuevo impulso que amplía el concepto original ha llevado a complementar esa institución con lo que ahora se conoce como «derecho de acceso a la información». El derecho a la información involucra a una tríada de agentes: el emisor, el receptor y el generador de la información. La vulneración del derecho a la información puede darse con relación a cualquiera de ellos, sea porque se impida o altere la emisión; sea porque no llegue, o llegue deformada, al receptor; sea porque el generador (o sujeto de la información) la obstaculice o su expresión resulte distorsionada.
El derecho a la información encontró amplio acomodo en numerosos textos fundamentales y en ocasiones apareció vinculado al derecho a la intimidad (o “privacidad”, como también suele decirse). Se partió del reconocimiento implícito de una realidad: que los órganos del poder y los particulares disponen de instrumentos técnicos muy intrusivos. Por eso se explica la exigencia de respuestas legales para la protección de la intimidad. El problema es que hay aspectos que conciernen al ámbito interior de cada individuo y que no obstante tienen efectos externos y, por ende, en la vida de otros sujetos. Un caso muy claro se presentó al discutir si existía o no un derecho a la pornografía, por ejemplo.
En cuanto al derecho a la intimidad de los individuos, comprendiendo a los integrantes de la familia, ha proliferado la garantía procesal de ese derecho fundamental, muchas veces denominado «habeas data», que permite a la persona disponer de sus datos personales y controlar a quien los conoce y utiliza. Los nuevos instrumentos de comunicación también dieron lugar a que se hablara de una especie de “carta de los derechos fundamentales electrónicos”, y las tesis de la autorregulación de los medios, en especial de los electrónicos, dieron lugar a que también surgiera el concepto del “autogobierno de la «internet»”.
Las constituciones de Argentina, Brasil, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Paraguay, Perú y Venezuela, en América Latina, consagraron el derecho a la intimidad y su respectiva garantía procesal, como lo hicieron en Europa las de Bélgica, España, Finlandia, Grecia, Países Bajos, Portugal, Suecia y Suiza. Además, en numerosos sistemas estas garantías constaron en la legislación ordinaria o se configuraron a partir de resoluciones jurisprudenciales.
En cuanto al derecho a la información, la censura quedó expresamente proscrita en Alemania, España, Portugal y Suiza; además, en España y en Suiza se adoptó la cláusula de conciencia; en Finlandia se incluyó, en cuanto a la información, la protección de la infancia; en Holanda se asimilaron el derecho a la intimidad y a la información; en Portugal se otorgó el derecho de réplica y rectificación, y el de indemnización por daños y perjuicios, y en Suecia se admitió la posibilidad de limitar la expresión en materia económica, y se otorga nivel de ley constitucional a la ley de libertad de prensa y a la ley fundamental de libertad de expresión. En América Latina la Constitución de Brasil aseguró a todos el acceso a la información y el secreto de las fuentes; en Colombia, México, Paraguay, Perú y Venezuela se garantizó el derecho a la rectificación en condiciones de equidad; en Ecuador se estableció la cláusula de conciencia; en Guatemala se permitió a los funcionarios recurrir ante un tribunal de honor para la rectificación de cargos que estimen inexactos, y se declaró que la actividad de los medios es de interés público; en Nicaragua se reconoce el derecho a la información; en Perú se limitaron el secreto bancario y la reserva tributaria a pedido de los jueces, del Fiscal de la Nación y de las comisiones del Congreso, y en Venezuela se reconoció el derecho a la información oportuna, veraz e imparcial.
3.6. Regulación de procesos científicos y clínicos
La investigación científica, sobre todo en los temas nuclear, biomédico, electrónico e informático, plantearon dilemas éticos y jurídicos. Establecer el límite de la investigación, en especial cuando atañe a temas como la clonación de seres humanos, resultó una tarea delicada. Muchos enunciados normativos sobre los asuntos de mayor dificultad técnica fueron objeto de regulación internacional, pero numerosas constituciones incorporaron esta materia para enunciar los derechos en materia de investigación y las obligaciones del Estado para apoyarlas; algunas también optaron por imponer límites a la investigación, no siempre claros ni compatibles con el Estado secular. El interés de la sociedad no reside sólo en la preservación de la vida del hombre; atañe también a su libertad. El debate doctrinario se centró en la ponderación del interés por ampliar el conocimiento científico, sin afectar la seguridad de las especies vivas. Como sea, no es posible pensar en repetir las frustraciones que afectaron a Galileo, figura emblemática de los muchos científicos que aún después de él sufrieron la represión o la exclusión por razones de intolerancia. El tema de la libre disposición de la vida en el caso del aborto y de las diversas modalidades de eutanasia encontró apoyo en algunos sistemas constitucionales.
3.7. Protección de los derechos fundamentales ante particulares
La tendencia fue en el sentido de ampliar la competencia de los tribunales para conocer de todo tipo de actos u omisiones que afecten los derechos fundamentales. Esto es una consecuencia del carácter normativo de la Constitución y de su supremacía. También guarda relación directa con el concepto de justicia que se sustente[4].
La protección de los derechos fundamentales ante particulares es una creación doctrinaria y jurisprudencial que sólo de manera posterior fue objeto de desarrollo legislativo. En Japón los jueces han acogido las normas internacionales y las aplican cuando unos particulares afectan los derechos de otros. En Alemania la Constitución dispone que quien se vea lesionado en sus derechos «por obra del poder público», puede acudir a la vía judicial. Al adoptar el criterio de la «Drittwirkung», el Tribunal Constitucional no pudo sujetarse al texto literal de la norma suprema y se vio obligado a fallar sobre la base del “sistema de valores” incluido en la Constitución.
En España puede apreciarse que el Tribunal Constitucional, desde 1981, comenzó a orientarse hacia una argumentación parecida a la adoptada por su homólogo alemán, en el sentido de que se pronunciaba sobre el acto de una autoridad, en este caso del tribunal «a quo». Son ya numerosas las resoluciones en las que este tema ha sido abordado, con una tendencia inclinada a favor de la defensa de los derechos fundamentales, oponibles también a particulares. Así se haya adoptado una línea oblicua, pronunciándose con relación a un acto de la autoridad jurisdiccional, se fue construyendo una garantía para los derechos fundamentales cuando se ven amenazados por particulares.
Con relación a América Latina, catorce constituciones admitieron de manera explícita o implícita la procedencia de acciones en contra de particulares con motivo de la violación de derechos fundamentales, por lo que representa ya una corriente dominante en el ámbito latinoamericano. Las instancias jurisdiccionales del sistema interamericano de derechos humanos también acogieron el principio de que los particulares pueden ser responsables de la violación de esos derechos; posición que compartieron con los órganos equivalentes de la Unión Europea.
La naturaleza jurídica de la Constitución hace que sus normas sean aplicables. En el caso de los derechos fundamentales debe entenderse que su positividad implica que se puedan ejercer en todo tiempo, en todo lugar y ante todas las personas, con las salvedades que el propio ordenamiento adopte para los casos de excepción.
Hay un aspecto que no debe pasar inadvertido: la ampliación de la jurisdicción de los tribunales para ocuparse de las violaciones de los derechos fundamentales por particulares supone una revisión de la doctrina de la separación de poderes, que se basa en la relación de pesos y contrapesos entre los órganos del poder. La separación de poderes ha sido un constructo básico para el desarrollo del constitucionalismo moderno y contemporáneo, pero en la medida en que van apareciendo agentes dotados de poder económico y político, que no podían ser previstos por la doctrina del siglo XVIII, es comprensible que se produzcan ajustes conceptuales.
La separación de poderes fue una respuesta inteligente al absolutismo. Si bien la separación de poderes fue concebida como un mecanismo para atenuar e incluso evitar los excesos en el ejercicio del poder, y para garantizar así un espacio de seguridad para las libertades, fue desvirtuada por los sistemas autoritarios que la invocaron para eludir la expansión de las funciones de control de los congresos y de los tribunales. Las supuestas injerencias de estos órganos en la actividad del gobierno podían ser consideradas como una desviación del principio de separación de poderes. Por eso se registran numerosos casos de sistemas autoritarios amparados en una rígida interpretación de la separación de poderes.
Los tribunales constitucionales han obligado a innovar la base conceptual del Estado constitucional. La progresiva ampliación de los efectos horizontales de los derechos fundamentales, con el implícito reconocimiento de que los particulares disponen de un poder real suficiente para afectar los derechos de otros particulares, contribuyó a dilatar la esfera de competencias de los órganos de justicia constitucional.
Los jueces son sensibles a los cambios que se producen en la sociedad. Las solicitaciones de justicia que se les dirigen corresponden a la fluidez de las relaciones sociales. La vida colectiva es a tal punto proteica que requiere de unas respuestas flexibles y oportunas, por lo general más viables a través de la acción de los jueces. En un Estado constitucional las funciones legiferante y jurisdiccional se imbrican, no en el sentido de invadirse sino en el de complementarse: al legislador le toca dotar de atribuciones amplias al juez y estar atento a lo que éste resuelve, para ir innovando las instituciones de justicia; al juez le concierne procesar las expresiones del cambio social, que le llegan como casos a resolver y que se producen de manera lenta pero por lo general clara. Cuando los titulares de las instituciones saben desempeñar este papel constructivo, la separación de poderes adquiere una nueva dimensión.
4.1. Sistemas de gobierno
En las constituciones de Portugal de 1911, y de Alemania y de Finlandia, de 1919, aparecieron los trasuntos de sistemas situados entre el parlamentario de Westminster y el presidencial de Filadelfia. Esta tendencia cobró fuerza con las construcciones constitucionales de la segunda posguerra: Italia (1947), Alemania (1949), Francia (1958) y Portugal (1976), a las que se sumaron la mayoría de las constituciones de los países francófonos; las de la posguerra fría en Rusia, Ucrania, Estonia, Lituania, Polonia y República Checa, por ejemplo, y numerosas latinoamericanas: Argentina, Brasil, Colombia, Chile, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Paraguay, Perú y Uruguay. La interacción de los sistemas presidencial y parlamentario hizo que los problemas de gobierno fueran vistos más allá de los conceptos clásicos y propició la adopción de controles políticos que permiten asegurar la eficacia de las instituciones democráticas por medio de la libertad de los gobernados y de la responsabilidad de los gobernantes.
4.2. Sistema representativo
Los viejos procedimientos aleatorios de sorteo practicados en la democracia ática y en las protodemocracias medieval y renacentista (en especial en las repúblicas italianas como Venecia, donde se aplicó hasta 1797, y en Florencia) cedieron ante la necesidad de crear dirigencias políticas a través de los sistemas electorales. Así apareció el sistema representativo, como alternativa de la democracia directa; sistema que se fortaleció con la consolidación de los partidos políticos en el siglo XX.
A raíz de la primera posguerra fueron adoptados mecanismos de representación corporativa, el más conspicuo de los cuales sirvió de apoyo al fascismo italiano. En contrapartida, la vertiente democrática de la representación profesional estuvo significada por los consejos económicos y sociales, inspirados en el modelo francés de 1925, que encontró espacio en la Constitución de 1946.
La consolidación del sistema representativo implicó el desarrollo de instrumentos electorales complejos. Muchos de los sistemas que conservaron el principio de elección mayoritaria, aplicaron también el «ballotage», creado por la Constitución francesa de 1793. En cambio, los mecanismos de representación proporcional se aplicaron de manera incipiente en Bélgica, en el último lustro del siglo XIX, pero proliferaron en seguida de la primera posguerra. Alemania, Bélgica, Checoslovaquia, Francia y Holanda, por ejemplo, adoptaron la representación proporcional en las postrimerías de la segunda década del siglo. A lo largo de la centuria el sistema de representación proporcional se extendió en el mundo, y en varios casos se aplicaron de manera coincidente variantes del mayoritario y del proporcional.
4.3. Control político
Numerosas instituciones, como el voto de confianza o la moción de censura; el veto general y parcial; las facultades de investigación de las comisiones parlamentarias; el veto legislativo; las interpelaciones; la capacidad de los ministros para intervenir en las deliberaciones de las asambleas; el control congresual de los nombramientos y de las remociones del gobierno; la forma de ejercer el derecho de iniciativa legislativa; la legislación delegada; la duración de los periodos de los órganos colegiados de representación; las funciones de dirección política de los congresos; las facultades residuales o incidentales de los gobiernos; la organización, competencia y funcionamiento de los gabinetes, fueron cuestiones que incidieron en los controles políticos y formaron parte del debate y de la construcción institucional del último tercio del siglo.
El problema del control político está relacionado con la legitimidad de los sistemas, con la necesidad de equilibrios entre los órganos del poder, con el riesgo de los excesos y de los consiguientes bloqueo y autobloqueo de las instituciones, con los procedimientos de descentralización, con la distinción entre controles constitucionales y paraconstitucionales, entre otros aspectos susceptibles de influir en el funcionamiento de los órganos del poder y en las creencias constitucionales de la sociedad política. El control político es el correlato de la responsabilidad, también política, que incumbe a quienes desempeñan funciones de alta jerarquía en el gobierno.
4.4. Control financiero
El problema de la elaboración, aprobación, ejercicio y evaluación de los presupuestos tuvo que ver con los procedimientos de control, de dirección política y de gobierno. En numerosos sistemas se adoptaron diversas modalidades de reconducción del presupuesto. En cuanto a la evaluación del gasto, la tendencia dominante en la pasada centuria apuntó en el sentido de una creciente participación de los parlamentos y congresos y de la integración de órganos de análisis dotados de autonomía técnica.
4.5. Derechos de la oposición
La teoría de los partidos políticos en el siglo XX tuvo un fecundo desarrollo, sobre todo a partir de las aportaciones de Maurice Duverger. Numerosos estudios demostraron los problemas planteados por los partidos políticos, a la vez que acreditaron su relevancia para la consolidación de las instituciones de representación política y para la gobernabilidad de los sistemas constitucionales. No obstante que la relación entre partidos y sistema representativo está fuera de duda, fue necesario corregir algunas desviaciones propias del concepto de democracia mayoritaria.
En ese sentido las disposiciones constitucionales que garantizaron los derechos propios de la oposición representaron una forma de consolidar la democracia consensual y de evitar el «monopolio» de la información política por parte de un solo partido o de una coalición. Las condiciones de competencia política entre los partidos son muy desiguales si a la desproporción de recursos financieros y de acceso a los medios de comunicación, que resulta de su posición electoral, se suma la circunstancia de carecer de información política.
El primer sistema constitucional que introdujo correctivos en esa materia fue el portugués. La Constitución de 1977 dispuso que las minorías tienen derecho “de oposición democrática conforme a la Constitución”, y en especial que los partidos representados en la Asamblea de la República que no formen parte del gobierno, gozan del derecho a ser informados de manera regular por el gobierno acerca de “la marcha de los principales asuntos de interés público”. Esta disposición, que estableció derechos específicos para la oposición, encontró acogida también en las constituciones de Colombia y Ecuador, por ejemplo.
Ese incipiente proceso de reconocer derechos específicos de la oposición también fue objeto de desarrollo por la vía jurisdiccional y legislativa en otros sistemas. Algunos más incluyeron los derechos de la oposición como parte de sus mejores prácticas políticas.
4.6. Democracia semidirecta
Por diversas razones las instituciones de la democracia semidirecta encontraron frecuente acogida en los sistemas constitucionales. Las causas de esta tendencia estuvieron relacionadas con el fortalecimiento de los sistemas presidenciales plebiscitarios, que podían así eludir el debate parlamentario; con el desprestigio, natural o inducido, de los parlamentos y de los partidos, e incluso con proyectos democráticos.
Las instituciones utilizadas con mayor frecuencia fueron el referéndum, en sus modalidades constitucional y legislativa; el plebiscito; la iniciativa popular y la revocación del mandato. El plebiscito constitucional mostró su utilidad para involucrar a la ciudadanía en las definiciones axiales del Estado, pero el referéndum legislativo por lo general tuvo efectos negativos para los órganos representativos al permitir a los gobiernos eludir el debate parlamentario. En cuanto al plebiscito, en muchas ocasiones fue un instrumento de la autocracia y hasta del totalitarismo. En los sistemas donde la percepción pública de la política y de los partidos era muy negativa, hubo una persistente corriente de opinión en el sentido de adoptar el plebiscito para superar las distorsiones, reales o supuestas, derivadas de la manipulación de los partidos, de la ineficiencia de los congresos y de la corrupción de los dirigentes.
La iniciativa popular fue una institución más o menos inocua, porque por lo general quedó sujeta a requisitos difíciles de satisfacer, en tanto que la revocación del mandato se caracterizó por propiciar excesos por parte de sus promotores, para entorpecer el trabajo de los gobernantes, o de éstos como medio para legitimar sus acciones autoritarias. La manipulación de la revocación fue una constante en los pocos casos en los que se utilizó.
4.7. Control jurisdiccional
Si bien la jurisdicción constitucional fue una aportación del constitucionalismo estadounidense con motivo del caso «Marbury vs. Madison», de 1803, los tribunales constitucionales fueron concebidos por Hans Kelsen en la Constitución de Austria de 1920. Esta fue una de las instituciones de mayor impacto en el constitucionalismo «veintecentista», por los efectos favorables que tuvo para consolidar la naturaleza jurídica de la Constitución y, en esa medida, para vigorizar al Estado constitucional.
En algunos sistemas constitucionales los mayores desafíos para la justicia constitucional procedieron de los partidos políticos y de los congresos. Los primeros advirtieron la influencia progresiva de los tribunales constitucionales y procuraron adoptar formas de designación que facilitaran sistemas de cuotas en la distribución de las magistraturas. Los congresos, por su parte, fueron reacios a admitir a los jueces como competidores de su actividad legiferante.
En términos generales la función jurisdiccional del Estado se hizo más completa y más compleja. Con este motivo fueron adoptadas nuevas formas de gobierno y control interno a partir del Consejo Superior de la Magistratura creado en Italia en 1907, que recibieron un vigoroso impulso gracias a la participación de Piero Calamandrei en la Constitución italiana. Los consejos de la judicatura se incorporaron en un buen número de sistemas constitucionales democráticos; pero siguen siendo fuente de controversias porque son instituciones que afectan las hegemonías internas de los aparatos judiciales y coadyuvan a la independencia judicial ante los órganos del poder político.
4.7. Federalismo y regionalismo
La tendencia a la descentralización cobró fuerza en el último tercio del siglo. Incluso Estados de tradición unitaria, como el británico, emprendieron acciones de lo que denominaron “devolución”, porque consisten en regresar facultades perdidas o delegadas por las regiones en los sucesivos procesos de integración territorial o de fusión monárquica. Gales, Escocia e Irlanda recuperaron varios aspectos de su autonomía normativa y de gobierno. Otros Estados europeos participaron de esa tendencia, para reducir tensiones de las regiones entre sí, o con las autoridades nacionales. Por motivos lingüísticos, religiosos, políticos e incluso étnicos, varios Estados siguieron la senda de la descentralización. Este fue el caso de Bélgica y de España, y en forma incipiente de Italia. Francia analizó también algunas formas de descentralización. La extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas dejó su lugar a una diversidad de nuevas repúblicas, algunas de las cuales, como la Federación Rusa, adoptaron la forma federativa de organización.
Una experiencia traumática, donde no fue posible procesar las tensiones producidas por las desemejanzas internas, fue el de Yugoslavia, que se acabó fragmentando. Empero, dominó la tendencia constructiva. El federalismo cooperativo alemán, las nuevas modalidades adoptadas mediante la profunda reforma constitucional de Argentina en 1994, los procesos de descentralización fiscal y de gestión de servicios en España, son algunos de los varios ejemplos de la construcción de un enfoque que fue objeto de renovada atención. El federalismo y su correlato, el regionalismo, junto con otras formas de administración y gobierno local, como el municipio, cubrieron una parte relevante de la agenda constitucional del siglo.
4.8. Organización municipal
La naturaleza de los órganos de gobierno municipal, investidos de facultades administrativas, normativas y en ocasiones jurisdiccionales, los hizo objeto de interés para la doctrina. Los municipios son sugerentes campos de experimentación política, donde la separación de funciones se diluye sin que por ello los ayuntamientos pierdan su identidad democrática.
En materia municipal las mayores innovaciones se produjeron en la Unión Europea, donde se confirió el derecho de voto a los residentes, con independencia de su nacionalidad. Con este trascendente paso el municipio adquirió un carácter integrador que le imprimió una nueva proyección.
4.9. Órganos de relevancia constitucional
Al margen del nomenclador que se utilice, el constitucionalismo «veintecentista» asistió al surgimiento y expansión de una serie de órganos constitucionales que ya no son susceptibles de encuadramiento por la convencional tripartición de las funciones del poder.
El desarrollo de nuevas funciones técnicas del Estado, como las de naturaleza financiera, a través de los bancos centrales; la exigencia de instrumentos eficaces, objetivos y autónomos para la protección de los derechos humanos; la garantía de imparcialidad en los procesos electorales; la alta especialidad de algunas funciones y servicios públicos, como el aprovisionamiento de agua o la gestión de empresas públicas, por ejemplo, llevaron a la incorporación de diversos organismos en el ámbito de las constituciones. En otros casos las agencias especializadas, como ocurre en Estados Unidos, no fueron incorporadas al ámbito constitucional, pero tampoco se les sujetó a la dependencia jerárquica y financiera del gobierno. Es un fenómeno más o menos reciente, acerca del cual la elaboración doctrinaria está en marcha. Uno de los efectos más generalizados de la multiplicación de este tipo de organismos consistió en una nueva fase de expansión de las facultades de control parlamentario.
4. 10. Organismos no gubernamentales
Su crecimiento se produjo por igual en los ámbitos nacionales e internacional, y de manera dominante se orientaron a la defensa de los derechos fundamentales, a la promoción de la salud, de la educación, a la defensa del ambiente y a la supervisión en los procesos electorales. De alguna manera el surgimiento y la proliferación de esos organismos corresponde a una etapa en que los titulares de los órganos el Estado presentaron un doble déficit: de legitimidad y de efectividad. Según se les quiera ver, estos organismos resultan complementarios, duplicativos o excluyentes de los órganos del Estado que ejercen funciones análogas.
El aspecto más llamativo de estas instituciones consiste en que los ciudadanos se involucran en tareas de desarrollo y bienestar colectivos en condiciones de autonomía con relación al Estado, sin pretensiones de poder político ni de estatus económico, y como una vertiente novedosa de filantropía, sea por la contribución económica que realizan, sea por la aportación de su trabajo, en ocasiones a título honorífico y en otras muy por debajo de los estándares salariales dominantes. Los diferentes sistemas constitucionales han incorporado, o tienden a hacerlo, formas de integración y regulación de esos organismos.
5.1. Función reglamentaria de la Constitución
En 1966 Kenneth C. Wheare publicó su conocida obra «Modern Constitutions», en la que advirtió y controvirtió la tendencia dominante en algunos sistemas constitucionales, en el sentido de hacer de la norma suprema una norma reglamentaria, dominada por el casuismo. La exuberancia de los textos constitucionales estuvo relacionada con las exigencias de los interlocutores que participaron en la formulación de los consensos políticos; con la conveniencia circunstancial de introducir fragmentos del discurso político en la norma suprema; con la aparente satisfacción de necesidades o demandas de sectores de la población; con la intención de reducir los márgenes de discrecionalidad de los titulares de los órganos del poder, incluidos los legisladores ordinarios y los jueces constitucionales, o con el propósito de restablecer la confianza colectiva en las instituciones.
En cuanto a los efectos negativos de los acuerdos, al no preverse los efectos de las interacciones negativas entre institutos normativos mutuamente excluyentes, se adoptaron decisiones de utilidad efímera. Otro problema consistió en que los actores políticos sobrecargaron las constituciones con detalles prescindibles. Este fenómeno afectó las tareas del legislador ordinario, porque le vedó la flexibilidad necesaria de acoplar la norma y la normalidad. En cuanto a los jueces constitucionales, se limitó su capacidad de adaptar la Constitución a las necesidades cambiantes de las sociedades, por la vía de la interpretación: a mayor detalle en la redacción de la norma, menor libertad interpretativa.
Las constituciones redactadas con ese criterio se vieron sometidas a reformas muy frecuentes, que a su vez redujeron la estabilidad de su contenido y, por consiguiente se convirtieron en textos para expertos y no para el ciudadano común.
5.2. Reforma constitucional
Una singular disposición de la Constitución francesa de 1793 decía: “Un pueblo tiene siempre el derecho de rever, de reformar y de cambiar su Constitución. Una generación no puede someter a sus leyes a las generaciones futuras” (artículo 28). Esta norma contiene un auténtico derecho a la reforma constitucional.
El problema de la reforma constitucional, en cuanto a sus procedimientos y límites, ocupó buena parte de la atención de la doctrina durante el siglo XX. Numerosos sistemas constitucionales optaron por fijar límites temporales o temáticos en cuanto a su posible reforma, y como consecuencia provocaron tensiones que precipitaron la radicalización de los reformadores. No hay argumentos convincentes para sustentar que algunos aspectos constitucionales sean inamovibles.
La cuestión linda con el problema de la soberanía y es, en esa medida, un tema mayor del constitucionalismo. En el orden operativo el mecanismo por excelencia para estabilizar la norma constitucional y restituirle su naturaleza de supremacía y a la vez dificultar su reforma, ha consistido en involucrar a la ciudadanía a través del referéndum constitucional. La reforma constitucional es uno de los grandes temas que de tiempo atrás se viene discutiendo. El debate no está agotado porque incluso los sistemas que se precian de mayor estabilidad, han dado lugar a una actividad reformadora muy intensa.
En este estudio me he concretado a ofrecer un panorama general del constitucionalismo durante el siglo XX. Al enunciar los grandes rubros que abarcó, sólo abordé de manera tangencial otra cuestión central en la vida de las constituciones: su positividad. Los enunciados normativos en vigor no siempre se han traducido en actos de aplicación; esta es una cuestión que requiere un estudio centrado en la realidad de cada sistema constitucional. Lo relevante, empero, consiste en identificar que al menos en cuanto a los contenidos, hubo corrientes dominantes que imprimieron un perfil más o menos homogéneo al constitucionalismo «veintecentista».
La gran síntesis apunta en el sentido de los objetivos institucionales: libertades públicas, equidad, dignidad, democracia y garantías jurisdiccionales para los derechos fundamentales. Cada uno de esos objetivos se tradujo en distintas expresiones normativas y en una variada gama de combinaciones. El éxito o el fracaso de cada modalidad tuvo mucho que ver con el entorno cultural en el que se aplicó, y con el mayor o menor acierto de su formulación técnica. Muchas veces una solución funcional en un ámbito determinado no prosperó trasplantada a un medio adverso; en otras ocasiones incluso la compatibilidad entre el concepto adoptado y el medio, tampoco produjo los frutos esperados, porque su enunciación técnica fue deficiente. Estas «externalidades constitucionales» forman parte del complejo universo de los sistemas constitucionales contemporáneos. Para ayudarnos a descifrarlos han sido fundamentales los inspiradores estudios realizados por el profesor Peter Häberle.
Las normas, al igual que las conductas reguladas, cambian de continuo, y los márgenes de elasticidad de una y de otra son variables. Este proceso exige adecuaciones dinámicas para las que resulta esencial disponer de un referente más o menos constante, al que llamo óptimo constitucional. «El óptimo constitucional consiste en la mayor coincidencia posible entre la norma y la normalidad para garantizar los derechos fundamentales, la equidad social y el ejercicio responsable del poder». La norma constitucional representa una intervención sobre la realidad cultural; la vida del Estado es un taraceado de reglas y de realidades. Según que ambos elementos se complementen o se aíslen, el Estado se acerca o se aleja del óptimo constitucional. El aumento de los niveles de coerción relacionada con actividades de relevancia política, por ejemplo, denota que la autoridad incrementa su rigidez (autoritarismo) o que los agentes sociales acentúan su resistencia a obedecer (entropía). Cualquiera de estas tendencias por sí sola puede alterar el curso del Estado constitucional. Además, las dos tendencias pueden actuar como catalizadores recíprocos, con lo cual los riesgos de fisuras institucionales también aumentan. Visto en retrospectiva, el constitucionalismo «veintecentista» fue un perenne ajuste para atenuar las tentaciones fáusticas que resultan de la «lucha por el poder», de la «lucha contra el poder» y de la «lucha en el poder». En esta medida, el siglo XX fue un gran laboratorio para observar cómo se construye y se deconstruye un Estado constitucional.
Resumen: Este estudio presenta una visión panorámica de las presiones y los profundos cambios que experimentó el constitucionalismo durante el siglo XX, cambios comprensibles a la vista de las grandes transformaciones políticas, económicas, sociales, culturales y científicas que vivió el mundo en este siglo. Sin el propósito de hacer una enunciación detallada, es posible identificar las tendencias dominantes del constitucionalismo durante el siglo XX a través de una visión de cuestiones centrales en los debates sobre cuatro conceptos esenciales del constitucionalismo: 1) el Estado y, en él, elementos atinentes al concepto de soberanía, secularización, relaciones entre el derecho internacional y el derecho nacional, la integración supranacional, la dimensión del Estado, el Estado de Derecho, los límites del Derecho, el Estado de bienestar y los flujos financieros internacionales, 2) la sociedad y, con ello, cuestiones referidas a derechos fundamentales, dignidad, derechos de las minorías, derechos de los indios, derecho a la información, regulación de procesos científicos y clínicos y protección de derechos, 3) el poder cuyo debate plantea cuestiones referidas a los sistemas de gobierno y el sistema representativo, el control político y el control financiero, los derechos de la oposición, la democracia semidirecta, el control jurisdiccional, el federalismo y el regionalismo, el municipalismo, los órganos de relevancia constitucional y los órganos de gobierno, y por último 4) la constitución y, con ella, los problemas derivados de su función reguladora y la reforma constitucional.
Palabras clave: Constitucionalismo, Constitución, Estado, Sociedad, Poder.
Abstract: This paper presents an overview of the pressures and the profound changes which have interested constitutionalism during the twentieth century. We can understand these changes only taking into account the great political, economic, social, cultural and scientific transformations the world has lived during this century. Without the purpose of elaborating a detailed statement, we can identify the dominant trends of twentieth century Constitutionalism, through an overview of central issues, objects of the debates regarding four essential concepts of the Constitutionalism: 1) the State and, in it, the relevant elements regarding sovereignty, secularism, the relationship between the international and national Law, the supranational integration, the dimension of the State of Law, the limits of the Law and the international financial flows; 2) the society and with it, the issues concerning the fundamental rights, dignity, minorities´ rights, the rights of indigenous peoples, the right to information, the regulation of scientific and clinical processes and the protection of rights; 3) the power, which debate raises questions about the government systems and the representation systems, the political and the financial control, the right of the opposition, the semi-direct democracy, the judicial review, the federalism and the regionalism, the local government, the relevant constitutional bodies and the governing bodies, and, finally, 4) the Constitution and, with it, the problems derived from its role as regulator and the constitutional reform.
Key words: Constitutionalism, Constitution, State, Society, Power.
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[1] El Estado constitucional, Buenos Aires, Astrea, 2007, p. 289.
[2] Sentencia 107/1984.
[3] Acórdão (sentencia) n.º 318/99.
[4] En este punto es relevante la idea de integridad que sustenta R. DWORKIN. Para este autor los dos principios de integridad política corresponden, en cuanto a la legislación, a la obligación del legislador de elaborar leyes coherentes, y en cuanto a la adjudicación, en interpretar la ley en el sentido de esa coherencia. Law´s Empire, Londres, Fontana, 1991, pp. 176 y ss.