La reflexión sobre las grandes temáticas de nuestro trabajo como juristas, como el Derecho y la Justicia, es –paradójicamente- la que menos tiempo ocupa de nuestro quehacer cotidiano. Proyectar la mirada sobre esos grandes temas necesariamente nos aboca a replantearnos la insatisfactoria situación del mundo jurídico que conocemos y a promover un cambio en las condiciones en las que ese mundo se desenvuelve. Nuestro trabajo diario se compone, sin embargo, de pequeñas aportaciones a problemas concretos y –por ese motivo- se va pareciendo cada vez más a la labor de un técnico del derecho, una labor que en algún momento debería diferenciarse claramente de la función creativa del jurista en cuanto científico del Derecho.
Desde la perspectiva de la ciencia del Derecho, nos recuerda P. Haberle que en los textos clásicos de W. v. Humboldt la ciencia se caracteriza como una permanente búsqueda de la verdad. Pues bien, el constitucionalista alemán ha reformulado esa referencia de W. v. Humboldt específicamente para la ciencia jurídica: “la ciencia del Derecho es la búsqueda permanente de la Justicia porque la Justicia es la Verdad del Derecho”[1]. Esta idea de la Justicia como Verdad del Derecho implica un compromiso específico para el jurista, en la conciencia de que su labor no es meramente descriptiva sino que implica una función transformadora porque está ordenada a la búsqueda y la realización de la Justicia.
Desde esa perspectiva, la primera parte del título de mi ponencia apela a una tarea desalentadora, que requeriría de capacidad y esfuerzo muy superiores a lo que mis limitadas fuerzas podrían aportar al debate. Sin embargo, la concreción que sigue “en el ordenamiento constitucional europeo” me abre la posibilidad de meditar sobre el Derecho constitucional europeo desde la siempre insatisfactoria dialéctica entre Justicia y Derecho, haciendo así posible mi intervención en un debate en el que creo que, en lo demás, sólo podré arrojar sombra para que el resto de los participantes puedan ver algo de luz, por contraste. No en vano, la realidad es una combinación variable de luz y de sombra.
En pocos ámbitos se puede ver esta combinación de un modo tan preciso como en la relación entre Derecho y Justicia. El pensamiento jurídico parte, de manera natural, de la realización de la Justicia a través del Derecho. Incluso se afirma que el Derecho tiene como finalidad última la realización de la Justicia. Lo cierto es, sin embargo, que –pese a que la Justicia pueda considerarse con P. Häberle “la verdad del Derecho”- el Derecho no siempre está orientado a realizar la Justicia ya que su función social básica consiste en la solución de conflictos para garantizar la Paz. El ordenamiento jurídico es incompatible con la idea de desorden que va unida a conflictos insolubles, ya lo decía Goethe: “prefiero una injusticia a un desorden”. En términos generales eso es también lo que lo todo sistema jurídico pretende, sacrificando a veces a la Justicia para garantizar la Paz.
Es también discutible que la percepción de la Justicia sea común a todos los sectores sociales. Como indica Antonio Cantaro[2] la percepción actual parte de una combinación virtuosa de relativismo filosófico y pluralismo identitario. Los contenidos de la Justicia difieren de manera inevitable en función de los posicionamientos ideológicos y de los intereses, lo que motiva que la realización de la Justicia en un sistema de democracia pluralista no se puede orientar hacia una finalidad única y última como podría ocurrir en los Estados confesionales o en los sistema sociales en los que una clase social ha conseguido proyectar su dominio, en el constitucionalismo oligárquico basado en la razón universal y la soberanía nacional, por ejemplo.
Esa dificultad conduce a que la realización de la Justicia a través del Derecho se produzca hoy a por medio de consensos políticos y jurídicos, que se manifiestan en la acción normativa de los poderes públicos y también en el control jurisdiccional. Esos consensos permiten articular soluciones a los conflictos que se manifiestan por medio del debate público en el plano político y jurídico. Un debate que no siempre termina con la decisión jurisdiccional como indica la institución del voto particular[3], que permite prolongar el conflicto más allá de su pacificación jurídica para el caso concreto a través del valor de la “cosa juzgada”.
No vivimos en un mundo lleno de certezas. No tenemos ya ni la seguridad que proporcionaba el orden trascendente de carácter religioso ni la que nos daba la razón universal atribuida a la condición humana que vino a sustituirlo. Quedan, sin embargo, “survivances” de ambas mentalidades en el debate jurídico de nuestra época, entre otras cosas porque la vocación de estabilidad y de seguridad es consustancial a la naturaleza humana.
En resumen, si tuviéramos que caracterizar la relación entre Justicia y Derecho de nuestra época, podríamos decir que las sociedades tienden sobre todo a utilizar el Derecho para resolver los conflictos y establecer la Paz. Lo hacen a través de la seguridad jurídica, un principio esencial para todo ordenamiento jurídico democrático. En un contexto de pluralismo político, el principio de Justicia no apela a contenidos concretos, más allá de los Derechos y Libertades constitucionalmente reconocidos cuya realización es necesariamente controvertida. La Justicia se realiza a través del orden constitucional por medio de los procesos democráticos y con el control jurisdiccional que garantiza el respeto de los derechos de las minorías.
La Justicia, como la Verdad en el proverbio árabe, es ese espejo grande que cayó al suelo y se rompió en múltiples fragmentos. Cada uno de esos fragmentos nos devuelve una Verdad o una Justicia distintas. Precisamente porque mi sentido de la Justicia es diferente al de los demás y porque cada grupo social tiene percepciones diferentes de la Justicia, ya no es posible imponer una Justicia concreta. En las sociedades europeas, cada vez más multiculturales, esta imposibilidad es todavía más evidente. Los distintos sectores sociales sólo pueden esperar a la reconstrucción común de la Justicia a través del debate público, por medio de la democracia. La Justicia se realiza a través de un sistema jurídico democrático en el que, como indica Peter Häberle nadie (ni siquiera la jurisdicción constitucional) tiene el monopolio interpretativo ni la última palabra[4].
En la cultura constitucional europea, la idea de Justicia va unida, en todo caso, a un componente social necesario. No podemos olvidar que la transición del Estado Legal de Derecho al Estado Constitucional de Derecho es, simultáneamente, la transición del Estado Liberal de Derecho al Estado Social de Derecho. El principio de Estado social y los Derechos sociales son el resultado del pacto histórico que da lugar a las Constituciones normativas europeas (Italia, Alemania, Portugal, España...). Este principio forma parte indisoluble de la propia configuración normativa y democrática del constitucionalismo europeo de postguerra. Podemos decir que la Justicia se realiza en esos sistemas constitucionales no a través de cualquier Derecho sino de un Derecho que es, a la vez democrático y social.
La cuestión de si el ordenamiento constitucional de la UE representa hoy a ese constitucionalismo europeo social y democrático está resuelta, en lo que a la parte social atañe, con la contribución de Gonzalo Maestro, a la que me remito[5]. Yo me voy a centrar, naturalmente, en la parte relativa a la democracia no sin advertir que estamos hablando, Como indica Carlos De Cabo, de dos esferas indisolubles: Europa será democrática cuando sea social. Dicho en otros términos la realización de la Justicia a través del Derecho Europeo no será posible, de acuerdo con los parámetros de la cultura constitucional europea si no es mediante la integración de la vertiente social de la Justicia, que es también la expresión de una inaplazable profundización democrática[6].
Si tenemos en cuenta el modo en que se ha desarrollado el proceso de integración europea, podemos comprender los motivos por los que no se encuentra en la UE actual la vertiente democrática y social que podría conectar con la cultura constitucional de una gran parte de los Estados que la integran. En realidad, la integración europea se ha construido históricamente a espaldas del Derecho constitucional, como una excepción a la realidad democrática de los Estados miembros y como un modo de eludir el conflicto social interno mediante el propio proceso de integración[7].
Como veremos, la ausencia de democracia no ha sido algo coyuntural en la construcción europea sino que forma parte estructural del proceso de integración. La integración se ha desarrollado de manera antidemocrática porque esa condición antidemocrática era funcional a los Estados miembros y porque a través de la integración se pretendía, entre otras cosas, romper la línea de desarrollo histórico del Derecho constitucional europeo en los Estados miembros mediante la transformación de la base decisional democrática interna de los Estados en mecanismos de decisión supranacionales, de carácter internacional, alejados del debate público en la comunidad política estatal.
Esa misma operación es la que ha permitido eludir también la vertiente social y desvirtuar una gran parte del contenido social de las Constituciones estatales. Al situar en el escenario internacional la adopción de decisiones que estaban previamente condicionadas por el conflicto social subyacente en cada uno de los Estados miembros, se eludía ese mismo conflicto por cuanto las posiciones a debatir en el espacio europeo no eran ya las propias de la contraposición entre mayoría y minorías que se daba en el espacio estatal. Por el contrario, simbólicamente negado el conflicto social mediante la transformación de las opciones internas en intereses nacionales que se defienden teóricamente ante el resto de los Estados europeos, los gobiernos nacionales, sea cual fuere su orientación ideológica, actuaban en representación de “todos” los sectores sociales, que proyectaban también sus reivindicaciones sobre Europa, en apoyo de sus gobiernos nacionales.
Lo que sigue es conocido: los gobiernos nacionales siempre han decidido en Europa políticas impopulares que han lesionado derechos laborales y sociales internos sin tener que responder frente a su electorado porque se trataba de decisiones europeas. Se ocultaba, sin embargo, el hecho de que esas decisiones eran adoptadas con el consenso del gobierno nacional que decía representar los intereses nacionales.
Esta transformación de la esencia constitucional del Estado de Derecho en estructura internacional tiene que ser comprendida en sus causas y también en sus mecanismos de articulación, porque no es el producto de una mera voluntad de los Estados sino el resultado objetivo de la forma en que los Estados europeos han afrontado los retos que se les planteó en el escenario político de la segunda postguerra mundial.
En ese escenario algunos de los Estados europeos habían desarrollado constituciones normativas a través de las cuales se culminó el triple proceso que, de acuerdo con Adolfo Posada, había marcado el constitucionalismo de finales del XIX y comienzos del XX: un proceso de democratización, socialización y normativización. La democratización abre paso a la socialización al exigir al Estado una intervención activa sobre la sociedad y la socialización a la normativización al romper el control del proceso político propio del constitucionalismo oligárquico abriendo paso a la necesidad de regular el conflicto social. Ese triple proceso, que no pudo concluirse en el período de constitucionalismo antagónico del período de entreguerras, se retoma después de la Segunda Guerra Mundial. La Constitución se configura así como Derecho, como factor regulador del conflicto social mediante reglas consensuadas que se aplicarán al conjunto de la sociedad.
El Estado nacional de la Constitución normativa es un Estado débil, porque en la Constitución normativa, como indicara Martin Kriele, ya no cabe el ejercicio de la soberanía estatal, pues todos los poderes del Estado están sometidos a las reglas constitucionales[8]. La pérdida de capacidad de maniobra del Estado es evidente y se refuerza por el desarrollo del segundo proceso de globalización que comienza también en los años cincuenta del siglo XX y que contribuye a debilitar al Estado frente a los agentes externos.
Ahora bien, como indica L. Ferrajoli, el sometimiento del poder estatal a límites sólo se produce en el ámbito interno porque en las relaciones internacionales sigue operando el principio de soberanía estatal[9]. Esta asimetría que se produce entre limitación del poder en el ámbito interno y soberanía externa del Estado es la que, a mi juicio, hará posible una transformación del poder estatal que le permitirá liberarse de las trabas democráticas internas y recuperar su perdida capacidad de maniobra.
En efecto, mediante la integración supranacional, los Estados europeos consiguen eludir los límites internos a su poder y, al mismo tiempo, unen sus fuerzas para hacer frente al proceso de globalización. Podemos decir, por tanto, que más allá de las razones históricas que impulsaron el proceso de integración europea (evitar un nuevo conflicto armado en suelo europeo que enfrentara a los Estados, como había ocurrido en las dos guerras mundiales) su éxito se vio impulsado por la incuestionable funcionalidad que manifestó desde el principio para fortalecer a los Estados librándolos de los límites democráticos internos, permitiéndoles eludir el conflicto social y haciendo posible una mayor capacidad de maniobra para afrontar los retos de la segunda globalización.
El proceso de integración europeo debe así ser interpretado en clave histórica atendiendo a los procesos de democratización y globalización que se desarrollan en los años cincuenta del siglo XX en Europa y como un instrumento que ha permitido a los Estados enfrentarse a esos procesos y recuperar gran parte de la capacidad de maniobra que habían perdido previamente.
Tenemos pues las causas y tenemos también la vía seguida: la traslación al ámbito supranacional de competencias que previamente eran estatales, que estaban sometidas a condiciones de control constitucional y democrático y que pasan a ser internacionales en el ámbito europeo eludiendo así el control democrático. La transformación de las competencias constitucionales del Estado en competencias supranacionales es la vía que se sigue para evitar el Derecho constitucional y la democracia interna, permitiendo al Estado actuar en ejercicio de su soberanía externa y sometiéndose en exclusiva al Derecho internacional. Si tuviéramos que caracterizar este proceso desde el punto de vista de los derechos de la ciudadanía y de la calidad democrática no cabe duda de que se puede definir como un retroceso histórico: lo que después de tantos años de lucha se había conseguido democratizar ahora vuelve a situarse fuera del espacio público democrático mediante su transferencia a las instituciones europeas y su sometimiento al Derecho internacional.
Ahora bien, si esta es la vía, habría que explicar también cual es el mecanismo por el que el proceso de integración resulta tan funcional a los Estados y hace posible que éstos puedan eludir los límites constitucionales y los procesos de decisión democrática internos. Para ello no bastaba el simple recurso al Derecho internacional puesto que las normas internacionales se limitaban a regular la actividad de los propios Estados. La clave nos la da J. Weiler cuando hace referencia a la especial configuración del proceso de integración europeo. Un proceso en el que se genera una estructura asimétrica (positivamente valorada por este autor): por un lado, la adopción de decisiones se realiza desde una estructura política confederal, sobre la base de la soberanía de los Estados; por otro lado, la aplicación directa de esas decisiones a la ciudadanía de cada Estado se realiza desde una estructura jurídica federal, mediante el recurso al principio de primacía[10].
Esta estructura asimétrica es pues la clave de la antidemocrática configuración genética de la integración europea: los Estados deciden en el plano internacional, sin control democrático lo que después aplican en el plano interno por encima incluso de las normas democráticas aprobadas en el espacio público estatal. Para que el sistema pueda seguir funcionando de este modo, es imprescindible que los Estados sigan monopolizando el proceso de integración y que cierren el paso a la ciudadanía dificultando la creación de un espacio público europeo.
En un espacio público europeo desarrollado en el que la ciudadanía estuviera presente como agente esencial, el conflicto social se trasladaría al nivel europeo. Sin la mediación de los Estados, sin la transformación actual de los intereses sociales en intereses nacionales, Europa tendría que resolver sus problemas afrontado la necesaria perspectiva social y democrática.
A esa labor de exclusión de la ciudadanía de los procesos políticos europeos ha contribuido en parte el proceso de reformas que ha culminado con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa en diciembre de 2009. Las reformas que se incorporan al Tratado de Lisboa son las que la Unión Europea necesitaba hace diez años. Llegan, por tanto, con diez años de retraso y se han conseguido imponer tras luchas políticas muy intensas entre euroescépticos e integracionistas que han minado la legitimidad de la Unión Europea. Los procesos refrendatarios negativos de Francia y Holanda y la reiteración del referéndum en Irlanda han contribuido a alejar todavía más a la UE de la ciudadanía.
La escasa seriedad de los representantes estatales, que han pasado de definir como Constitución al texto del Tratado constitucional a rebautizarlo, prácticamente con el mismo contenido, como Tratado de Lisboa, es una muestra del comportamiento atípico que los políticos estatales manifiestan cuando adoptan decisiones en el contexto de las instancias supranacionales europeas. La falta de respeto a la ciudadanía que supone cambiar el nombre de los textos fundamentales de la UE manteniendo su contenido para dar a entender que se ha producido un cambio en su naturaleza jurídica y la incalificable operación de enmascaramiento y desestructuración del Derecho constitucional europeo mediante la dispersión en los dos Tratados reformados y en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea de lo que previamente estaba en el Tratado constitucional, expresan la transformación que se produce en los políticos estatales cuando actúan a nivel europeo.
Actitudes y comportamientos políticos que en el espacio público nacional resultarían inaceptables se adoptan con naturalidad en Europa debido a la ausencia de controles democráticos y a la inexistencia de la tensión entre mayoría y oposición que se manifiesta en las democracias actuales. Pese a que el Tratado de Lisboa incorpora mejoras considerables desde el punto de vista democrático (en la posición del Parlamento Europeo, en la obligación del Consejo de celebrar sesiones públicas cuando delibere y vote sobre actos legislativos, en la iniciativa legislativa popular, entre otros aspectos) y aunque la Carta de Derechos Fundamentales, ya en vigor, puede considerarse el núcleo de la construcción constitucional de Europa, lo cierto es que el proceso de aprobación del Tratado ha dejado secuelas importantes.
En efecto, desde el punto de vista formal, el retroceso es notable. El intento del Tratado Constitucional por aproximarse a procedimientos más cercanos a un modelo constitucional en la formulación de las normas fundamentales de la Unión se ha vista claramente desautorizado por la forma en que se ha elaborado y aprobado el Tratado de Lisboa, a través de negociaciones entre los Estados y dejando completamente a un lado a la ciudadanía. El desplazamiento de la ciudadanía ha terminado por completarse en el proceso de ratificación ya que sólo un Estado (Irlanda) ha sometido a referéndum el Tratado, con resultado negativo en 2008, lo que obligó a celebrar un nuevo referéndum, esta vez positivo, en 2009.
El hecho de que el resultado de la consulta fuera inicialmente negativo, obligando a repetirla en el único Estado que ha celebrado referéndum, no sólo pone en cuestión al Tratado de Lisboa sino, sobre todo, al procedimiento que la Unión Europea sigue para adoptar sus decisiones fundamentales. Los resultados de los procesos refrendatarios en Francia, Holanda e Irlanda nos muestran claramente que 500 millones de personas no pueden hacer depender su futuro de una decisión que, pese a ser totalmente democrática en su espacio nacional (con lo que su repetición resulta incomprensible desde esa perspectiva interna), se basa en una fragmentación antidemocrática del espacio público europeo (en el caso de Irlanda, menos del 1 por 100 decide por más del 99 por 100 de la población de la Unión Europea).
Esta fragmentación de la ciudadanía es también disfuncional desde el punto de vista de la construcción de Europa, lo que nos evidencia que lo primero sobre lo que tendría que reflexionar la Unión Europea es sobre la forma en que intenta adoptar sus decisiones fundamentales. Es en ese ámbito en el que cada vez resulta más necesario un marco constitucional que supere las fórmulas de Derecho Internacional basadas en la ratificación de Tratados por todos los Estados miembros (art. 48 TUE).
El temor a la ciudadanía del Tratado de Lisboa está obviamente relacionado con el fracaso del proceso de ratificación del Tratado Constitucional. No obstante, como se ha evidenciado con el propio proceso de ratificación del Tratado de Lisboa, el diagnóstico resultó equivocado porque no se basó en el análisis del problema real, que no era otro que la naturaleza del proceso de ratificación, sino en la crítica formal al texto objeto de ratificación. Por ese motivo, se planteó una solución inadecuada basada en la eliminación de los símbolos constitucionales y del término «Constitución». Si alguna lección podemos extraer del referéndum de Irlanda de 2008 (pese al resultado positivo del segundo referéndum de 2009) no es otra que la necesidad de poner en cuestión el proceso de ratificación seguido tanto para el Tratado Constitucional cuanto para el Tratado de Lisboa.
Hay que tener en cuenta que ese proceso no tuvo un carácter constitucional, mediante la apelación a la ciudadanía en un espacio público de decisión de alcance europeo. No se intentó aprobar formalmente una Constitución, de acuerdo con los procedimientos propios del Derecho constitucional sino ratificar un Tratado de acuerdo con los procedimientos todavía vigentes del Derecho internacional.
De ahí que el fracaso del proceso de ratificación del Tratado Constitucional se explique por el mantenimiento de su parcial naturaleza de Tratado y la exigencia inherente a esa condición de una ratificación acorde con el artículo 48 TUE, por el que toda decisión fundamental de alcance europeo requería –y requiere- la aprobación en los espacios nacionales por todos los Estados miembros, de acuerdo con sus propias normas internas. La absoluta falta de racionalidad de un procedimiento que fragmenta a la ciudadanía europea y hace posible que cualquier resultado negativo en cualquiera de los 27 Estados miembros pueda frenar radicalmente las reformas fundamentales que Europa necesita, se puso ya de manifiesto con el resultado del referéndum francés.
Pese a este fracaso evidente de los procedimientos supranacionales de decisión, no se ha optado posteriormente por incorporar procedimientos constitucionales sino que se ha recurrido al sistema de revisión de los Tratados tradicionalmente seguido en el proceso de integración. Eso explica la enigmática frase de las Conclusiones de la Presidencia del Consejo Europeo de Bruselas de junio de 2007: «Se ha abandonado el concepto constitucional, que consistía en derogar todos los tratados vigentes y sustituirlos por un texto único denominado Constitución». En realidad no existía tal concepto constitucional porque derogar todos los tratados vigentes y sustituirlos por un texto único no nos da por resultado una Constitución sino otro Tratado. La cualidad constitucional del Tratado Constitucional no tenía nada que ver con esa operación puramente formal, sino con su contenido material parcialmente constitucional.
Suele ser habitual, sin embargo, que las Constituciones adquieran una formulación codificada e integradora de la mayor parte de la materia constitucional de un Estado. Esa pretensión sí la tenía el Tratado Constitucional pese a que gran parte de su contenido careciera de naturaleza constitucional. No es esa la situación tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa el 1 de diciembre de 2009, ya que el Derecho constitucional se ha «desestructurado» apareciendo ahora en distintos instrumentos normativos. La normativa fundamental de la Unión Europea que se pretendía sistematizar con el Tratado Constitucional ha pasado a estar dispersa en dos Tratados, diversas Declaraciones y Protocolos y, sobre todo, en una Carta de Derechos Fundamentales que rompe cualquier esquema respecto de su formulación jurídica, ya que no está en los Tratados, aunque ha adquirido, a partir del 1 de diciembre de 2009, el mismo valor jurídico que los Tratados.
No hemos ganado, por tanto, en racionalización del Derecho fundamental de la Unión Europea que, en relación con el intento codificador del Tratado Constitucional, pasará a estar disperso sin que se hayan explicitado los motivos para esa operación. Por otro lado, pese a las pretensiones iniciales de un Tratado más corto o simplificado, los nuevos Tratados reformados no son más cortos que el Tratado Constitucional, ya que sumando los artículos del TUE y del TFUE más los de la Carta de Derechos (que tendrá el mismo valor que los Tratados) se supera el número de artículos del Tratado Constitucional. Si bien el Tratado Constitucional tenía 448 artículos, el TFUE tendrá 358, a los que hay que sumar los 55 del TUE y los 54 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea: en total 467 artículos, 19 más que el Tratado Constitucional. Tampoco hemos ganado, por tanto, en simplicidad.
Por otro lado, no puede afirmarse seriamente que haya una diferencia sustancial de naturaleza constitucional entre el Tratado de la Unión Europea y el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea ya que el Derecho fundamental de la Unión Europea se incorpora, en diversa medida, a ambos Tratados (y a la Carta de Derechos Fundamentales). En realidad, respecto del Tratado Constitucional hemos perdido en ordenación sistemática de las normas fundamentales, lo que es lo mismo que decir en racionalidad jurídica y en transparencia y capacidad para que la ciudadanía pueda conocer el ordenamiento jurídico europeo.
La operación de desestructuración del Derecho constitucional europeo contenido previamente en el Tratado Constitucional es un reflejo más del miedo a la constitucionalidad de la Unión Europea que se ha expresado de manera tan notable a través del Tratado de Lisboa. Ahora bien, en contra de los recelos expresados en el Tratado de Lisboa hay que afirmar claramente que la constitucionalidad es la única solución posible al déficit democrático estructural de la Unión Europea, que se deriva de la anomalía que supone la existencia de un ámbito de decisión europeo configurado mediante la concertación estatal y la inexistencia de una comunidad política europea superadora de la fragmentación de los espacios públicos nacionales. Frente a unos Estados que se han supranacionalizado, la ciudadanía sigue operando en clave estrictamente nacional, generando así una profunda asimetría entre la continuidad de los Estados y la discontinuidad de la ciudadanía en el espacio europeo.
Superar la fragmentación de la ciudadanía europea es una de los retos fundamentales del proceso de construcción constitucional de Europa. Un proceso que será lento en el plano político aunque esperemos que se vea impulsado en el jurídico por la entrada en vigor de la Carta de Derechos Fundamentales, verdadero núcleo constitucional de la Unión Europea[11].
El Tratado de Lisboa no sólo ha apartado a la ciudadanía de su proceso de elaboración y ratificación (teniendo en cuenta que sólo en Irlanda se ha celebrado referéndum, en 2008, que se ha tenido que repetir en 2009 por su resultado negativo) sino que ha eliminado la referencia a la ciudadanía que se incorporó al Tratado Constitucional, como una de sus fuentes de legitimación. Recordemos que el artículo 1.1 del Tratado Constitucional decía: «La presente Constitución, que nace de la voluntad de los ciudadanos y de los Estados de Europa de construir un futuro común, crea la Unión Europea...». Este precepto no se ha incorporado al Tratado de Lisboa.
El proceso de integración se ha basado, como hemos tenido ocasión de ver, en la separación entre el ámbito europeo y el nacional mediante la transformación de las competencias estatales en competencias europeas que los Estados ejercitan de manera compartida a través de la concertación supranacional. Para conseguir ese resultado, era preciso superar los límites constitucionales de la acción estatal convirtiéndola en acción exterior, sometida al Derecho internacional. Las decisiones adoptadas mediante una estructura política confederal serán aplicadas a través de una estructura jurídica federal (J. Weiler).
Para cerrar el círculo era necesario que el espacio europeo quedara preservado del conflicto social que se manifiesta en el espacio público nacional. Ello suponía la necesidad de limitar la proyección de la ciudadanía a nivel europeo. Un límite que en el plano político se manifestará en el monopolio por parte de los Estados de los procesos políticos y en el plano jurídico en el reforzamiento del carácter autónomo del ordenamiento jurídico europeo. Se genera así una escisión fundacional entre «lo europeo» y «lo nacional» cuya finalidad esencial será la de mantener a la ciudadanía alejada del espacio público europeo, prolongando así el carácter genéticamente impermeable a la democracia y al conflicto social de la Unión Europea.
La ruptura de esa escisión resulta esencial, por tanto, para poder superar el déficit democrático estructural de la Unión Europea y promover una Europa social y democrática. Para ello es necesario recuperar la totalidad de nuestra realidad constitucional mediante la construcción de una nueva disciplina, el Derecho Constitucional Europeo, que consiga desplazar en el plano europeo las concepciones todavía vigentes basadas en construcciones derivadas del Derecho Internacional Público y en el plano interno las doctrinas estatalistas fundamentadas en la soberanía del Estado nación. Ambas formulaciones, que pudieran parecer contradictorias (si atendemos a la jurisprudencia sentada en la reciente sentencia Lisboa por el TCFA[12]) se complementan, en última instancia, para garantizar la pervivencia del actual modelo de integración.
El Derecho constitucional europeo debe entenderse, por tanto, como la disciplina que se ocupa del estudio y sistematización de las cuestiones constitucionales en el espacio jurídico-político de la Unión Europea, sea cual sea el espacio constitucional donde esas cuestiones se planteen (europeo, nacional, territorial).
Ahora bien, el Derecho constitucional europeo no se limita a analizar el nivel constitucional de la Unión Europea porque parte de un planteamiento metodológico integrador en virtud del cual, los problemas constitucionales de la Unión Europea deben considerarse como problemas constitucionales propios en cada uno de los Estados miembros de la Unión Europea. No son problemas ajenos al Derecho constitucional de cada Estado miembro porque el Derecho constitucional de la Unión Europea es una parte de la realidad constitucional de cada Estado miembro. Como indica Häberle, las constituciones de cada uno de los Estados miembros de la Unión Europea son ya sólo constituciones parciales, como también lo es, en su dimensión constitucional, la normativa fundamental de la Unión Europea[13].
El Derecho constitucional de la Unión Europea no es algo ajeno al Derecho constitucional estatal ya que está llamado a completar el Derecho constitucional vigente en el territorio de cada Estado miembro. Este planteamiento metodológico intenta romper la artificial línea divisoria que se ha marcado históricamente entre el ordenamiento europeo y el ordenamiento interno. Una línea divisoria que ha hecho posible que la Unión Europea fuera considerada un ámbito exclusivo de proyección de los Estados, vetado a la ciudadanía.
Esta línea divisoria, que marcaba una frontera insalvable para la ciudadanía, es la que ha dificultado el avance histórico del Derecho constitucional en la Unión Europea, dada la relación indisoluble que existe entre Derecho constitucional y ciudadanía. Los Estados han estructurado las normas fundamentales de la Unión Europea mediante la concertación supranacional, como una manifestación de la voluntad estatal, impidiendo una intervención de la ciudadanía a nivel europeo que permitiera configurar un auténtico espacio constitucional de decisión y una auténtica Constitución europea.
Pese a ello, algunos avances constitucionales han sido posibles tras el Tratado de Lisboa, toda vez que este Tratado ha incorporado prácticamente el contenido íntegro del fracasado Tratado Constitucional. Ese incipiente Derecho constitucional de la Unión Europea es objeto esencial de estudio de la disciplina “Derecho Constitucional europeo”.
Pero el Derecho constitucional europeo no está integrado sólo por el Derecho constitucional de la Unión Europea. En sentido estricto, por Derecho constitucional europeo debemos entender el Derecho constitucional de la Unión Europa, cualquiera que sea su fuente de procedencia (esto es, aunque se haya formado a través de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros o se derive del Convenio Europeo de Derechos Humanos). Sin embargo, el Derecho constitucional europeo no se acaba en el Derecho constitucional de la Unión Europea en proceso de formación, sino que incluye también el de los Estados miembros. Por Derecho constitucional europeo, en sentido amplio, debemos entender el Derecho constitucional de los diversos espacios constitucionales que integran la Unión Europea: el espacio constitucional europeo, el estatal y el de los entes territoriales, en el caso de los Estados políticamente descentralizados, como España, Alemania o Italia. Igualmente, el Derecho constitucional que concurre en el espacio europeo y que procede de otras instancias, como el Consejo de Europa, a través del Convenio Europeo de Derechos Humanos y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
El Derecho Constitucional Europeo aporta un planteamiento integrador al estudio de los problemas constitucionales en el ámbito europeo. Parte, por tanto, de la necesaria reconstrucción de los procesos democráticos que han sido cercenados mediante la transferencia al ámbito europeo de potestades decisorias sustraídas al debate ciudadano. No renuncia, como hace el TCFA en la sentencia Lisboa, a la profundización democrática en la Unión Europea, porque no considera posible restablecer la calidad democrática en los Estados miembros sólo mediante el reforzamiento de los controles nacionales sobre las autoridades estatales que tienen que intervenir en los procesos de decisión europeos. No parte tampoco de la equiparación que en esa sentencia se realiza entre las transferencias competenciales y la ampliación de la democracia en la UE, porque eso conduciría a afirmar que sería aceptable una Europa aún menos democrática si sus competencias se redujeran en el futuro.
Desde la metodología del Derecho Constitucional Europeo, el déficit democrático de la UE no se puede considerar como un problema de naturaleza “exclusivamente” europea. Por el contrario, el déficit democrático se proyecta también inevitablemente sobre los Estados miembros, puesto que las competencias que ahora ejerce la UE eran antes ejercidas por el Estado a través de procedimientos democráticos y mediante el sometimiento a controles constitucionales. El déficit democrático no es sólo un problema de Europa sino también un problema de la ciudadanía de los Estados miembros que han perdido capacidad de decisión sobre las políticas públicas que afectan a sus derechos constitucionales. Por tanto, la lucha por la democratización de Europa no es renunciable ni debería ser tampoco aplazable porque es la lucha por la recuperación de la calidad democrática que hemos perdido como ciudadanos y ciudadanas de cada uno de los Estados miembros de la UE.
Desde el punto de vista metodológico, el Derecho Constitucional Europeo tiene que abrirse a nuevos planteamientos, como los de Peter Häberle, acerca del Derecho comparado como quinto método de interpretación jurídica[14] así como la teoría de la evolución gradual de los textos jurídicos[15]. La proyección supranacional del Derecho constitucional implica una nueva metodología y también unas temáticas específicas que expresan las inquietudes fundamentales del Derecho constitucional de nuestro tiempo.
Hemos caracterizado la realización de la Justicia a través del Derecho como una tarea que en las sociedades europeas se debe vehicular a través de la democracia pluralista propia de las constituciones actuales. Una tarea que no puede eludir el conflicto social, sino que debe articularlo haciendo posible una respuesta siempre renovada a las exigencias de Justicia de la sociedad.
Desde esa perspectiva, hemos intentado realizar un rápido viaje a través de un proceso histórico que ha transformado sustancialmente la naturaleza del poder político democrático de los antiguos Estados nacionales hoy integrados en Europa. Mediante la integración europea, los Estados han eludido el conflicto social interno al evitar el debate público democrático sobre las decisiones adoptadas a nivel europeo. Para ello, han tenido que sustraer esas decisiones al ámbito de acción del Derecho constitucional, sometiéndolas al Derecho internacional y eliminado así los límites establecidos en las constituciones internas.
Esta transformación del poder político no es de naturaleza coyuntural sino que forma parte la estructura misma del proceso de integración tal y como éste se ha conformado en sus primeros cincuenta años de desarrollo. El carácter “ademocrático” del proceso ha sido funcional a los Estados miembros porque les ha permitido romper la línea de desarrollo histórico del Derecho constitucional a través del desplazamiento de las decisiones previamente adoptadas con carácter democrático en el interior de los Estados a un ámbito de decisión supranacional.
Del mismo modo, a través de esa configuración específica del proceso de integración, se ha eludido la vertiente social, desvirtuando así gran parte del contenido social de las constituciones de los Estados miembros. El conflicto social interno se evita porque en el espacio europeo no se produce ya la contraposición entre mayoría y minorías que es propia del espacio estatal. En realidad, el conflicto social se anula mediante la transformación simbólica de las opciones democráticas internas en intereses nacionales que se esgrimen frente a Europa y frente a los otros Estados europeos. De ese modo, los gobiernos de los Estados pretenden actuar en el plano europeo como representantes de “todos” los sectores sociales, eliminando así en el plano europeo la conformación específicamente pluralista de la democracia constitucional.
Para cerrar el círculo era necesario, en efecto, que el espacio europeo quedara preservado del conflicto social que se manifiesta en el espacio público nacional. Ello suponía la necesidad de limitar la proyección de la ciudadanía a nivel europeo. Un límite que en el plano político se manifestará en el monopolio por parte de los Estados de los procesos políticos y en el plano jurídico en el reforzamiento del carácter autónomo del ordenamiento jurídico europeo. Se genera así una escisión fundacional entre lo europeo y lo nacional cuya finalidad esencial será la de mantener a la ciudadanía alejada del espacio público europeo, prolongando el carácter genéticamente impermeable a la democracia y al conflicto social de la Unión Europea.
La ruptura de esa escisión resulta esencial, por tanto, para poder superar el déficit democrático estructural de la Unión Europea y promover una Europa social y democrática. Para ello es necesario partir de nuevos planteamientos metodológicos, mediante la construcción de una nueva disciplina, el Derecho Constitucional Europeo, que consiga desplazar en el plano europeo las concepciones todavía vigentes basadas en construcciones derivadas del Derecho Internacional Público y en el plano interno las doctrinas estatalistas fundamentadas en la soberanía del Estado nación. Ambas formulaciones, que pudieran parecer contradictorias entre ellas, se complementan en última instancia, garantizando así la pervivencia del actual modelo de integración.
El Derecho Constitucional Europeo aporta un planteamiento integrador al estudio de los problemas constitucionales en el ámbito europeo. Parte, por tanto, de la necesaria reconstrucción de los procesos democráticos que han sido cercenados mediante la transferencia al ámbito europeo de potestades decisorias sustraídas al debate ciudadano. La realización de la Justicia a través del Derecho no es posible en un ordenamiento que carezca de base democrática. Europa se define como una comunidad de Derecho y propugna, en sus documentos fundamentales, la Justicia (incluida la Justicia social). Pero la realización de la Justicia debe partir, en la conciencia jurídica de nuestra época, de un proceso plenamente democrático de adopción de decisiones.
Desde la metodología del Derecho Constitucional Europeo resulta inaceptable considerar el déficit democrático de la UE como un problema de naturaleza “exclusivamente” europea. Por el contrario, el déficit democrático se proyecta también inevitablemente sobre los Estados miembros, puesto que las competencias que ahora ejerce la UE eran antes ejercidas por los Estados a través de procedimientos democráticos y mediante el sometimiento a controles constitucionales. El déficit democrático no es sólo un problema de Europa sino también un problema de la ciudadanía de los Estados miembros que han perdido capacidad de decisión sobre las políticas públicas que afectan a sus derechos constitucionales. Por tanto, la lucha por la democratización de Europa no es renunciable ni debería ser tampoco aplazable porque es la lucha por la recuperación de la calidad democrática que hemos perdido como ciudadanos y ciudadanas de cada uno de los Estados miembros de la UE.
Resumen: Este trabajo visita nuevamente el problema clásico de la relación entre justicia y derecho, que no siempre supone una composición homogénea. Concretamente atiende a esa cuestión en el ámbito del derecho constitucional europeo. Para trazar el juego de pares se centra primero en los déficit democráticos de naturaleza genética de la Unión; a continuación analiza la situación tras la reforma del Tratado de Lisboa y, finalmente, propone la necesaria profundización democrática y social.
Palabras claves: Justicia, derecho, democracia, ciudadanía, principio social, derecho constitucional europeo.
Abstract: This paper revisited the classic and problematic relationship between justice and law, which not always is a homogeneous connection. Especially it takes account of the problem under the context of the European constitutional law. To achieve this aim, the author first analyzes the democratic deficit as in the genetic nature of the Union; after that goes through the Lisbon Treaty reform and finally proposes a deepening in the democratic and social principle.
Keywords: Justice, law, democracy, citizenship, social principle, European constitutional law.
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[*] Este texto se corresponde con la ponencia que el autor presentara al Congreso sobre Giustizia e Diritto nella scienza giuridica contemporanea , organizado por la Università degli Studio di Urbino (Italia), Urbino, 25 de marzo de 2010 y que se publicará en Italia en un libro editado por el Profesor Antonio Cantaro.
[1] En “Un Jurista universal nacido en Europa”. Entrevista a Peter Häberle, por Francisco Balaguer Callejón, ReDCE, núm. 13, Enero-Junio de 2010. Existe versión en Internet: http://www.ugr.es/~redce/ .
[2] En su Nota tematica del Seminario, sobre Giustizia e Diritto nella scienza giuridica contemporanea, p. 11.
[3] Cfr. G. CÁMARA VILLAR, Votos particulares y derechos fundamentales en la práctica del Tribunal Constitucional español (1981-1991), Ministerio de Justicia, Madrid, 1993.
[4] Últimamente en P. HÄBERLE, “La regresiva “Sentencia Lisboa” como “Maastricht-II” anquilosada”, ReDCE, núm. 12, Julio-Diciembre de 2009, pp. 425-426. Existe versión en Internet: http://www.ugr.es/~redce/ .
[5] G. MAESTRO BUELGA, “Diritti e giustizia sociale nel ordinamento europeo”, en prensa.
[6] C. DE CABO MARTIN, “Constitucionalismo del Estado social y Unión Europea en el contexto globalizador”, ReDCE , núm. 11, Enero-Junio de 2009. Disponible también en Internet en: http://www.ugr.es/~redce/
[7] Esto supone, como indica Carlos de Cabo, la destrucción de “un elemento definitorio de la Constitución: la dialéctica de la Constitución, es decir, su capacidad para albergar el conflicto”. Una auténtica constitucionalización de Europa, por el contrario, además de generar una “reconstitucionalización de los Estados”, supondría que “se trasladaría al ámbito europeo lo que ha sido característica de la Constitución y del sistema constitucional: comprender la totalidad social, lo que supone la capacidad para integrar en la Constitución Europea lo que se ha venido llamando «dialéctica de la Constitución»: la capacidad de la Constitución para albergar el conflicto y, en su caso, admitir la posibilidad de nuevas formas de «Pacto», de reformulación de un nuevo Contrato social, que la crisis actual parece demandar, que fue en su momento, como se dijo al principio, básico para sentar las bases de la construcción europea que debe incluirse en las «tradiciones constitucionales » de Europa y que se mantiene en las todavía vigentes constituciones del Estado social.”, op. cit. , pp. 31 y 47.
[8] M. KRIELE, Einführung in die Staatslehre. Die geschichtlichen Legitimitätsgrundlagen des demokratischen Verfassungsstaates, 1975, 4ª edición, Westdeutscher, Opladen, 1990, p. 87.
[9] L. FERRAJOLI, “Más allá de la soberanía y de la ciudadanía: un constitucionalismo global”, publicado inicialmente en la obra colectiva Constitutionalism, democracy and sovereignity, editado por Richard Bellamy, Avebury, 1996. traducción del inglés de Gerardo Pisarello, ISONOMÍA, n. 9, octubre de 1998, pp. 175.
[10] J.H.H. WEILER, “El principio de tolerancia constitucional: la dimensión espiritual de la integración europea”, versión española de Miguel Azpitarte Sánchez, en Francisco Balaguer Callejón (Coordinador) Derecho constitucional y cultura. Estudios en Homenaje a Peter Häberle , Tecnos, Madrid, 2004, p. 107-8.
[11] Cfr. al respecto, mi trabajo “A Carta dos Direitos Fundamentais da União Europeia”, Direitos Fundamentais & Justiça, n° 11 -Abr./Jun. 2010, Porto Alegre.
[12] Cfr. sobre esta jurisprudencia, P. HÄBERLE, “La regresiva “Sentencia Lisboa” como “Maastricht-II” anquilosada” y A. CANTARO, “Democrazia e identità costituzionale dopo il “Lissabon Urteil”. L´ integrazione protetta” en ReDCE, núm. 13, Enero-Junio de 2010. Disponible también en Internet en: http://www.ugr.es/~redce/
[13] Al respecto, se pueden confrontar en Internet los siguientes trabajos, de este autor: “Europa como comunidad constitucional en desarrollo” ReDCE, n. 1, Enero-Junio de 2004, «El Estado constitucional europeo», ReDCE núm. 11, Enero-Junio de 2009, “¿Tienen España y Europa una Constitución?”, ReDCE, núm 12, Julio-Diciembre de 2009. Todos ellos en: http://www.ugr.es/~redce/ . Cfr. igualmente <<Derecho constitucional común europeo>>, en Revista de Estudios Políticos, 79, 1993.
[14] Cfr. P. HÄBERLE, “ Grundrechtsgeltung und Grundrechtsinterpretation im Verfassungsstaat - Zugleich zur Rechtsvergleichung als "fünfter" Auslegungsmethode“, 1989, en la recopilación del mismo autor Rechtsvergleichung im Kraftfeld des Verfassungsstaates. Methoden und Inhalte, Kleinstaaten und Entwicklungsländer , Duncker & Humblot, Berlin, 1992, pp. 27-44 .
[15] P. HÄBERLE, “Textstufen als Entwicklungswege des Verfassungsstates“, 1989, ahora en la recopilación del mismo autor Rechtsvergleichung im Kraftfeld des Verfassungsstaates. Methoden und Inhalte, Kleinstaaten und Entwicklungsländer, op. cit.. Cfr. Igualmente, P. HÄBERLE, “Theorieelemente eines allgemeinen juristischen Rezeptionsmodells“, en libro del mismo autor, Europäische Rechtskultur, Suhrkamp, 1997.