Las grandes culturas jurídicas justifican su grandeza en la medida en que cuestionan y someten a crítica sus presupuestos fundacionales; cuando reordenan las categorías que las identifican para hacer frente a una realidad que no las acepta. El derecho, y el derecho público en particular, vive en este sentido en una paradoja ontológica: tiene que ordenar el mundo con arreglo a unos presupuestos ajenos a él (porque en caso contrario sería innecesaria la norma) pero no puede olvidar que la democracia exige el consenso en torno a sus elementos definitorios. La democracia constitucional es un acuerdo puntual sobre los elementos básicos del contrato social y la organización de la discrepancia acerca de cómo tales elementos han de ser desarrollados. La obra de la que aquí solamente se da noticia se ajusta a la perfección al desarrollo que se acaba de hacer: es una obra de una gran cultura jurídica, la francesa, que evoluciona, que se critica, que se observa desde otras tradiciones (no en vano uno de sus directores, Carlos Miguel Herrera es un gran especialista en la obra de un jurista con el que la doctrina francesa purista no se siente especialmente cómoda: Hans Kelsen); y es una obra en la estela del derecho público francés que trabaja sobre su argumentario primordial para acusar los desafíos a los que se enfrenta. Así, su propio título es una declaración de intenciones. Trata sobre la democracia; trata concretamente sobre las nuevas acepciones de ese concepto que se ve en una tierra aun incógnita por efecto de dos circunstancias muy relevantes: la multiplicación de derechos (como consecuencia del activismo jurisdiccional. Recuerda el profesor Herrera la afirmación atribuida a Kelsen en la que señala al juez como “el nuevo opio del pueblo”, p. 72) y los contrapoderes sociales. El concepto de democracia es sometido a una depuración escrupulosa que comienza por la desmitificación del que ha venido constituyendo su elemento simbólico de referencia: la unidad del Pueblo francés. Efectivamente, la unidad, la consideración del Pueblo francés como homogéneo, como indivisible, como punto de partida desde el que mover el mundo jurídico-político (y entender a partir de él tanto la distribución territorial del poder -o más bien su negación- como la distribución funcional) fue el origen del mundo que se abre con la Revolución francesa, pero hoy no se sostiene. Como señalan los autores en la introducción a la obra a la que hacemos referencia, este pueblo trascendente, mítico, único, que se presenta a sí mismo como el crisol en el que se funden todas las individualidades, se ve cada vez más acechado por un sujeto histórico distinto y real: el Pueblo de singularidades, un Pueblo conformado por personas de condiciones sociales, étnicas y culturales diversas. La negación del carácter metafísico de la unidad permite dar carta de naturaleza a la noción de contrapoderes sociales, nuevo concepto con el que poder asumir doctrinalmente el papel desempeñado por grupos sociales “expresión de una ciudadanía activa y también disidente, respecto del modelo de representación tradicional”. Aquí hay una referencia explícita a los recientes movimientos ciudadanos que, como los del 15-M en España, están tan necesitados de aportaciones.
Con este marco teórico y con la vocación decidida de aportar nuevos elementos conceptuales para el análisis de la realidad, la obra se estructura en tres partes claramente diferenciadas. La primera, muy sugerente, se detiene en la obra de tres pensadores de la democracia que se han caracterizado por su agudeza y profundidad pero que, a juicio de los directores de la obra, no han recibido toda la atención merecida por parte de la doctrina constitucional francesa. En esta parte se integran los trabajos sobre Hannah Arendt (especialmente interesantes son las páginas dedicadas a la reelaboración del concepto de interés conforme a su acepción etimológica por parte de esta autora), Norberto Bobbio y Luigi Ferrajoli , a cargo de Blaise Bachofen, Veronique Champeil-Desplats e Isabelle Boucobza, respectivamente. La segunda aborda las transformaciones conceptuales de la democracia a juicio de Carlos Miguel Herrera, Pierre Henri Prélot y Philippe Raimbault. Y finalmente, son Stéphane Pinon, Marie-Claire Ponthoreau y Dominique Rousseau quienes defienden la representación parlamentaria de grupos sociales (el primero), se detiene en la consideración de las minorías sociales en algunos sistemas jurídicos (la segunda) o postulan la apertura del derecho constitucional a los terceros poderes (el último).
Finalmente, unas palabras sobre los directores de la obra. Como he señalado anteriormente Carlos Miguel Herrera es un Catedrático de Derecho público de la Universidad de Cergy-Pontoise que se ha destacado, entre otras cosas, por acercar el pensamiento de Hans Kelsen a la doctrina jurídica francesa. Tal heterodoxia (sic) es compartida por el Prof. Pinon, importante conocedor de algunos de los clásicos más destacados del pensamiento jurídico francés como A. Esmein, L. Duguit, B. Mirkine-Guetzevich o M. Hauriou, lo que le ha permitido arriesgar propuestas con las que combatir el solipsismo de la doctrina jurídica francesa más purista.
Es éste, en definitiva, un exponente destacado de la gran cultura jurídica francesa, una cultura que entroncando con Europa lanza nuevas ideas con las que explorar la complejidad de un tiempo que debiera concluir con una cultura jurídica para una Unión Europea plenamente democrática. Haremos bien en acusar recibo de este trabajo. Su compromiso no se detiene tras los Pirineos[1].
_____________________________________
[1] Contradiciendo a Pascal: “Vérité au deçà des Pyrénées, erreur au delà”. Pensamientos, nº 294.