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"ReDCE núm. 18. Julio-Diciembre de 2012"
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Junto a expresar mi agradecimiento por haber sido invitado a estas Jornadas, diré que hablar en primer lugar me coloca en una posición difícil porque el encargo que he recibido es el de hacer un planteamiento general introductorio, que necesariamente se verá matizado e incluso objetado en sesiones sucesivas por los verdaderos expertos, que profundizarán sobre esta o aquella materia.
Haré primeramente una exposición más histórica que conceptual, aunque los conceptos siempre están presentes, tratando de ver cómo surge el Estado y cómo evoluciona hasta que, en la actualidad, se ve desbordado por arriba y por abajo, por fuera y por dentro.
Con la palabra Estado solemos designar lo mismo la forma política sobre la que teorizó Bodino que los actuales regímenes demoliberales. Puede hacerse así ya que algo en común tienen aquél y éstos, pero debemos tener muy presentes sus diferencias. El Estado inició su andadura en la historia siendo monárquico, cuasi-patrimonial, absoluto, clausurado sobre sí mismo y asentado en una sociedad civil políticamente invertebrada.
a) Era monárquico (o terminó por serlo) en el sentido más hondo de la expresión: no había más poder que el del Rey ni más legitimidad que la suya.
b) Era cuasipatrimonial puesto que el señorío que el monarca ejercía sobre él se asemejaba al derecho de propiedad; el poder de imperio tenía mucho de dominio.
c) Era absoluto porque el monarca era superior a la ley y no estaba vinculado por ella; al menos, eso esgrimía y conseguía una y otra vez, con la resistencia –sólo en ocasiones-- de las llamadas leyes fundamentales del Reino.
d) Era clausurado sobre sí mismo porque nació precisamente mediante la afirmación de su soberanía, esto es, de su poder supremo en el interior e independiente frente al exterior, en pie de (pretendida y a veces respetada) igualdad con el Imperio y con el Pontificado.
e) Y se asentaba en una sociedad civil políticamente invertebrada dado que la realeza gobernaba, porque tenía poder suficiente para hacerlo (o, al menos, cuando lo tenía) ignorando las más de las veces los órdenes, estados y estamentos.
Mucho ha cambiado, por consiguiente, el Estado desde su emergencia hace varios siglos, aunque los haya que no han superado aún los rasgos referidos y otros que incluso los han acentuado.
Ese Estado de primer cuño giraba en torno a la soberanía. No es mi propósito en este instante hacer un estudio de la soberanía, estudio que está muy hecho. Únicamente trazaremos unos apuntes sobre su origen y evolución para mejor enmarcar el problema que enuncia el título del trabajo.
Hace más de medio siglo, Nicolás Ramiro Rico abría su singular estudio sobre la soberanía con estas palabras: “No hay piropo que no haya regalado a la soberanía; no hay diatriba que no la haya afligido. Ensalzada por unos, abucheada por otros, la soberanía, nacida en ocasión dramática, continúa enardeciendo los corazones de todos. Una de las causas de ello estriba en la mezcla de política y religión que enseñoreó el pensamiento político durante siglos, lo que hizo de la soberanía más objeto de la Teología que de la Teoría Política”[1].
«Nulla potestas nisi a Deo», rezaba la sentencia paulina[2], que nadie discutía o nadie se atrevía a hacerlo. Y, desde Carlomagno, emperadores y reyes ostentaron su poder “por la gracia de Dios”. Por eso, cuando se encontraban en dificultades, buscaban en su legitimación por Roma un título que afianzara su dudosa posición. De este modo, emperadores y príncipes devenían vicarios de Dios, lo que, de un lado, reforzaba su posición, pero, de otro, ésta quedaba mediatizada a por el Pontificado[3].
Así, pues, la soberanía ha tenido siempre, desde su orto, dos direcciones. Nació precisamente así, de la existencia de dos frentes claramente distintos pero interdependientes:
a) la lucha librada por las dinastías territoriales contra señores feudales, contra ciudades e incluso contra el estado llano[4] por alcanzar o conservar la supremacía en ese territorio;
b) la desatada por la independencia de ese poder interno respecto de poderes territorialmente más extensos, el Imperio y el Pontificado (la Cristiandad con sus dos brazos), que ostentaban títulos –o lo pretendían-- de poder universal, de ser “señores del orbe”).
Las dos tensiones estaban entrelazadas puesto que, en tanto no se lograba una cierta independencia respecto de esos poderes “generales” con pretensiones planetarias o poco menos, difícilmente se podía conseguir la supremacía en el interior; y viceversa: mal se podía hacer frente al Imperio o al Pontificado si el poder interior no se asentaba sobre bases firmes, porque, en otro caso, los enemigos internos no dejarían de buscar apoyo en esos macropoderes.
Costó varios siglos conseguir la superación de este equilibrio inestable. Al decir de Hinsley, hasta entrado el siglo XVI pervivió la creencia de que la Corona se veía obligada a compartir el poder con las autoridades exteriores y que, en el interior, no estaba libre de obligaciones y vínculos[5].
De otra parte, en la confrontación entre las dinastías territoriales con los pretendidos señores del orbe, aquéllas se decidieron por la ruptura: Francisco I entró en guerra con el emperador Carlos V en defensa de la soberanía de Francia; y poco después Enrique VIII declaró que Inglaterra era un imperio[6]. A la larga, el triunfo fue de las dinastías territoriales porque supieron aprovechar el dualismo Iglesia-Imperio para transferir constantemente su lealtad de la una al otro y viceversa. Y cuando se sintieron suficientemente fuertes requirieron para sí lo que había sido la nota distintiva de los dos grandes poderes: la soberanía[7].
Por consiguiente, en la medida en que estos reinos lograron salir airosos del doble envite (nunca del todo, al menos hasta la Revolución francesa e incluso más adelante), en esa misma medida fueron naciendo los Estados. De manera que la soberanía nació como poder superior o supremo en el Estado y poder independiente de ese Estado en el concierto internacional.
Durante siglos el mapa político planetario se mostró siempre inquieto y todavía, en pleno tercer milenio, no ha terminado de estabilizarse. Pero, a pesar de todo, desde el Tratado de Westfalia (1648), la soberanía interior fue asentándose en torno a los Estados emergentes en tanto que, de cara al exterior, se erigió como principio fundamental del Derecho internacional.
Esto constituyó una transformación jurídica trascendental: el mundo no consistía ya en un universo político dirigido por uno o los dos “señores del orbe”, sino, con expresión de C. Schmitt, en un pluriverso de Estados soberanos que no admitían injerencias externas en su interior y que participaban en el concierto de las naciones/Estados en pie de igualdad con los demás; al menos, de igualdad formal.
Asentado el principio de que el Estado es soberano y de que en el Estado hay un poder superior a todos, el paso siguiente, a saber, el de determinar cuál es el sujeto o titular de ese poder supremo interior, terminó recibiendo una respuesta inequívoca: correspondió a quien había creado el Estado con su fuerza y su astucia (he aquí los símbolos maquiavélicos del león y la zorra), o bien quien, con idénticas armas, hubiera sabido desplazarlo, aunque tanto en uno como en otro caso se acudiera a Dios, a través de Roma, para santificar el hecho.
Pero los nuevos aires que se respiraban desde el Renacimiento dificultaban progresivamente el mantenimiento de la doctrina paulina y agustiniana del origen divino del poder y demandaban algo más. La dedicación del saber político, como quería Maquiavelo, al estudio de la Historia y a la observación de la realidad mejor que a la imaginación de repúblicas perfectas; la doctrina de la razón de Estado, difundida por Botero; la teoría bodiniana de la soberanía absoluta; la aportación de la pléyade de juristas y teólogos españoles de los siglos XVI y XVII; las doctrinas contractualistas, frecuentemente emparentadas con el iusnaturalismo racionalista, y otras tantas corrientes de pensamiento apuntaban ya claramente a un nuevo orden.
Una de estas corrientes, la denominada Escolástica española (Vitoria, Baños, Soto, Azpilicueta, Vázquez de Menchaca, Molina, Suárez, Mariana…), dieron un paso adelante: Dios concedía el poder supremo a la comunidad y ésta lo transfería al Príncipe. Con ello se intentaba ser respetuoso con la tradición teológica medieval al tiempo que se demostraba cierta sensibilidad receptora de los nuevos aires antropocéntricos renacentistas. La soberanía era «summa potestas in sua sphera et in suo ordine»; esto es, en su territorio y en el orden temporal, por oposición al espiritual.
Pero ya Bodino había ido más lejos: quiso acabar con la doble dependencia eclesiástica e imperial del Estado (de la república) y formuló una teoría de la soberanía que ha devenido clásica. Estimulado por el deseo de fortalecer la posición del Rey de Francia frente al Pontificado y al Imperio, “secularizó” la soberanía[8]. Para justificar la concentración de todo el poder en el Príncipe, se apoyó en una suerte de pacto de enajenación del poder suscrito por la comunidad y el gobernante. Aun así, su formación filosófica y teológica le hacían aceptar algunos límites, como la ley natural y las leyes fundamentales del Estado, que eran las históricamente decantadas en torno a la Monarquía y a la sucesión en la Corona.
Ambas doctrinas iniciaron el camino sin retorno hacia la soberanía nacional. Por lo que se refiere a la que sostenía un doble fundamento de la soberanía, remoto (Dios) y próximo (la comunidad), bastaba con su reducción a uno sólo, presentándose como algo enteramente terrenal, siendo la comunidad la que elegía a quien iba a ejercer el poder supremo. En rigor, este giro apenas habría requerido recorrer un pequeño trecho teórico, pero para asentarse en la práctica hubieron de transcurrir más de dos siglos.
Y, en cuanto a la teoría bodiniana, era suficiente con poner en entredicho la forma monárquica o, más exactamente, valorar la forma republicana como igualmente lícita, para que aquellas leyes fundamentales relativas a la Corona se esfumaran, quedando únicamente la tarea de interpretar el límite de la ley natural como el correspondiente a los derechos naturales del hombre.
¿Y qué fue del pacto bodiniano por el que la comunidad enajenaba el poder en el Príncipe? Esta idea no tardó en perfeccionarse mediante la construcción de una fábula digna de la mente más lúcida (el contrato social), la cual ganó adeptos rápidamente y se enseñoreó de los siglos XVII (Altusio, Grocio, Pufendorf, Hobbes, Locke) y XVIII (Rousseau y la generalidad de los “filósofos” ilustrados franceses).
Esta fue la desembocadura de los nuevos aires que se respiraban desde el Renacimiento: se ideó el origen de la comunidad política en un pacto inicial de las personas que antes vivían asocialmente en un territorio, o bien dos pactos: uno, de asociación («pactum unionis»); con el otro la comunidad se sometía al poder instituido («pactum subiectionis»). Obviamente, el pacto o los pactos eran meras hipótesis teóricas, aunque no faltaron quienes aceptaban que hubieran sucedido en algún lugar y momento.
La referida idea pactista no dejó de tener cierta presencia en los siglos XVIII y XIX por cuanto comportaba el principio del consentimiento de los súbditos[9]. Sin embargo, el intenso cambio político que esta concepción entrañaba determinó su demora en abrirse paso en la realidad política, y aun así lo hizo asistida de revoluciones, no todas incruentas. Lo extremoso de algunas posibles derivaciones del pensamiento hobbesiano, hizo que, llegado el momento y pese a las notables diferencias entre la Gloriosa Revolución inglesa y la Revolución francesa, una y otra optaran por la versión lockeana, más prudente y sensata.
En el siglo XVIII se especuló sobre la necesidad de una «civitas gentium» como una suerte de federalismo internacional. El abate Saint-Pierre dedicó a este problema buena parte de su obra “Proyecto de paz perpetua”. Kant argumentó que, así como los intereses de los individuos los fuerzan a organizarse políticamente so riesgo de lucha permanente, así también, a nivel internacional, los intereses egoístas nacionales llevan al conflicto si no se organiza una federación de naciones, una asociación de Estados, mediante la cual éstos se sometan a una ley general.
Kant abogó por que los Estados salieran de la condición sin ley en que se encontraban, propia del estado salvaje, para entrar en una liga de pueblos (una federación de Derecho internacional) en la que cada uno, aun el más pequeño, pudiera esperar Derecho y seguridad. La paz no podía asentarse ni afirmarse como no fuera mediante un pacto entre los pueblos conforme al Derecho de gentes.
Napoleón creó un Espacio Europeo Común, a base de invadir países, “regalarles” reyes de su familia y adjudicarles pseudoconstituciones a su gusto, incluida naturalmente su alianza perpetua con Francia. De ahí podía haber salido una Europa Unida, o Anexionada, en la que los Estados no lo fueran propiamente, sino meros comparsas de Francia, en la que las Constituciones no fueran Constituciones, sino papeles de adhesión inquebrantable y declaraciones de amor a Napoleón, como las contenidas en el texto de Bayona. Pedro Cruz Villalón lo ha calificado con ironía pero con cierta precisión, “pseudoconstitucionalismo napoleónico de exportación”[10].
Estamos, pues, ante un pretendido sistema europeo que se revestía con los caracteres de una Europa francesa y sobre todo napoleónica. Muy a su manera, estamos ante un “espacio constitucional europeo” «avant la lettre», el primero sin duda, aunque más bien era pseudoconstitucional porque se trataba de Constituciones inequívocamente autoritarias en lo político y de Estados sometidos a la hegemonía del Emperador de los franceses. Utilizando de nuevo terminología de hoy, habría sido un «multilevel constitutionalism» de rasgos muy peculiares.
Porque, si bien nos fijamos, este supuesto Imperio supranacional bonapartista estaba más cerca del Imperio carolingio que con lo que hoy entendemos por supranacionalidad. Se hacía por anexión impuesta por la fuerza de las armas, no por pactos. Era, pues, más medievalizante que moderna, como corresponde a la idea de Imperio.
La realidad actual es muy diferente de la de entonces, pero en el sentido de que abunda más en la interdependencia de las naciones:
- La mundialización del mercado de bienes y de trabajo;
- los transportes transnacionales;
- la deslocalización de las empresas multinacionales;
- la internacionalización de los movimientos migratorios, de los sindicatos, de los partidos políticos y de los derechos humanos, pero también del crimen organizado y del terrorismo;
- la necesidad planetaria de una política ecológica común para hacer frente al cambio climático y alcanzar un desarrollo sostenible;
- las desiguales pero crecientes necesidades de agua y de energía;
- la información y las nuevas tecnologías de la comunicación;
- la defensa, etcétera.
Asistimos a una mundialización de los problemas que requiere soluciones a nivel planetario o, cuando menos, supranacional. El fenómeno de la globalización significa la aparición de procesos sociales que se desarrollan fuera de los ámbitos tempo-espaciales de los Estados. En este mismo contexto, la crisis económica y financiera que ha cerrado los años finales de la primera década del siglo XXI y permanece en la segunda, revela la cara menos amable de esa interdependencia global. Pero nada de ello ha comportado hasta ahora la desaparición de los Estados; antes bien, como su organización institucional subsiste y los referidos procesos acontecen en sus territorios, no pueden permanecer ajenos a ellos.
Es en la actualidad, por tanto, cuando ha cobrado verdadera consistencia la sociedad transnacional, constituida por agentes que rebasan las fronteras. Agentes transnacionales siempre han existido, pero el fenómeno actual es más complejo y de más envergadura, porque, como ha señalado el Club de Roma, determina la existencia de un sistema mundial, “un conjunto de partes funcionalmente interdependientes”.
Quedan, por consiguiente, muy lejos los caracteres de clausura e impermeabilidad del Estado absoluto. La independencia estatal, que nunca fue total porque siempre tuvo que contar con las relaciones internacionales, ha sido sustituida por todo un sistema de interdependencias, en el que, claro está, unos Estados son más dependientes que otros.
La emergencia de comunidades supranacionales y de la sociedad transnacional ha revelado la doble faz que hoy presenta el problema nacional. En efecto, la misma crisis del Estado, sobre la que se especula desde hace un siglo, es identificada, o así se intenta al menos, como una crisis de su soberanía (vale decirlo a la inversa) en sus dos dimensiones externa e interna. En el orden externo, por la existencia de instancias internacionales y supranacionales respecto de las cuales los Estados no sólo no adoptan una actitud de rechazo como antaño, sino que instan su incorporación a ellas, lo que se traduce en la adaptación de su política y de su Ordenamiento jurídico a la de dichas organizaciones, al menos en algunos –pero crecientes— aspectos.
Asistimos al desbordamiento de las naciones históricas como ámbito de la política contemporánea. Desde esta perspectiva, en todo el mundo, y especialmente en Europa, han fraguado proyectos integradores impulsados por las necesidades de la reconstrucción posbélica y como respuesta a la política internacional de bloques. Y esa crisis se predica también en el orden interno, por la descentralización política adoptada por muchos Estados, que en ciertos casos llega a la cesión a entes regionales de competencias de dirección política y legislación, e incluso se dotan de una estructura federal, todo ello con vistas a conseguir una administración más dinámica, además de, en su caso, el autogobierno de tales territorios.
En realidad, lo que se detecta es una tendencia cuádruple:
a) De una parte, la supranacionalista, en proporciones variables según la zona del mundo que consideremos.
b) De otra, durante estos decenios ha quedado de manifiesto el persistente arraigo del sentimiento nacional en la conciencia de los pueblos, de modo que éstos ofrecen resistencia a ser absorbidos totalmente por esas comunidades supranacionales, aunque los Estados prefieren pertenecer a ellas y solicitan su incorporación.
c) Como contraste, asistimos a un renacimiento de sentimientos diferenciadores intranacionales y regionales. Algunas de las denominadas “naciones culturales” pretenden desgajarse del Estado al que se encuentran incorporadas y dotarse de uno propio. Ello ha llevado a los Estados a adoptar una acusada política descentralizadora, cuando no a dotarse de una estructura autonómica o federal.
d) Y, en fin, pese a todo, las naciones-Estados existentes pugnan por no dividirse interiormente
La crisis del Estado nacional se manifiesta, por consiguiente, en la convicción de su pequeñez para abordar ciertos problemas y de su desmesurado tamaño para resolver otros. En medio de esa bipolar tensión, la inercia histórica y el sentimiento de resistencia frente al exterior y de unidad frente a movimientos interiores juegan en favor de la persistencia de los Estados nacionales.
Dicho en otros términos: unos factores apuntan al desdibujamiento de las fronteras, otros a su afianzamiento y otros, por último, al surgimiento de fronteras nuevas. Esta tensión multipolar le da un perfil característico a la crisis mundial de nuestros días. No obstante lo cual, parece que el “próximo” fin del Estado, pese a la literatura vertida en tal dirección, se nos muestra huidizo, esto es, se aleja cada vez que creemos estar llegando a él.
Ahora bien, la sociedad transnacional, como apunta García Pelayo[11] y es obvio de suyo, tiene un doble efecto sobre la política de los Estados: vista desde un ángulo, les abre posibilidades, puesto que participan en decisiones comunes; por el contrario, también les dificulta el control sobre elementos de su propia sociedad nacional. Si es cierto que una política nacional hermética resulta hoy impensable; no menos cierto es que los Estados no pueden dejar de tomar medidas de control (legislación sobre empresas extranjeras, sobre inmigración, etc.) y coordinar con otros Estados dichas medidas para su eficacia también transnacional.
Es decir, que, a pesar de todo, el Estado nacional sigue jugando un papel decisivo, puesto que no se percibe en absoluto la emergencia de un Estado mundial soberano, ni siquiera continental, y son los propios Estados los que impulsan (o, al menos, ellos lo hacen también) la ampliación progresiva del Derecho internacional y son los responsables ante la comunidad de naciones del cumplimiento de los obligaciones asumidas.
4.1. Limitaciones internacionales y supranacionales de la soberanía estatal. Referencia especial a los derechos como límites de la soberanía.
Por lo expuesto hasta aquí, no puede sorprender que la crisis del Estado y de su soberanía haya sido un tema recurrente de la Teoría del Estado desde hace más de un siglo. Ven unos en la soberanía un concepto obsoleto, superado y desmentido por la realidad, y otros, al contrario, un principio demasiado presente y vigoroso que está impidiendo el definitivo asentamiento y consolidación de un Derecho supranacional.
En el ámbito de las relaciones internacionales, hay que hacer una distinción:
a) Si atendemos a las relaciones jurídicas, no hay un Estado más soberano que otro; todos los son y se integran en la Organización de Naciones Unidas en pie de igualdad formal.
b) Pero, si lo que examinamos es las relaciones fácticas o de hecho, es bien claro que prevalece la ley del más fuerte, o del más hábil o del que saca la espada el primero, por decirlo en términos de Maquiavelo. En este segundo análisis se evidencia, en efecto, que, a muchos Estados les resulta sumamente difícil sostener en la práctica los dos rasgos esenciales de la soberanía: su supremacía en el orden interno y su independencia en el externo.
No olvidemos, sin embargo, que la soberanía es un concepto jurídico-constitucional, y que los hechos y el Derecho no siempre van de la mano.
Ciertamente la tesis de la crisis de la soberanía, no digamos de su desaparición, es un tanto simplista puesto que las relaciones inter y supranacionales no son unidireccionales, sino multidireccionales y extremadamente complejas, sin que puedan asemejarse, por utilizar un símil de Bertrand Russell, al poder directo e incondicionado que tiene el matarife sobre la res que va a descuartizar[12]. Hemos de abandonar entonces el mundo fáctico de «davides y goliates» y entrar en el civilizado mundo del Derecho. Pero eso nos obliga a no falsear el planteamiento, debiendo atenernos a lo jurídico. Lo que significa que, si nos las habemos con la soberanía, debemos dejar a un lado los cañones y la mantequilla, esto es, la potencia o debilidad militar y económica de cada cual y atenernos a normas y convenciones.
En el siglo XIX era práctica habitual la intervención de unos Estados en otros. Sin embargo, en 1907, la Conferencia de La Haya aprobó la denominada «doctrina Drago», consistente en la prohibición de injerencia en los asuntos internos de los Estados, para así garantizarles la soberanía dentro de sus fronteras.
La tesis que hace ochenta años defendiera Laski apuntaba derechamente al centro de la cuestión: “Ningún Estado puede vivir para sí solo. Es miembro de una comunidad de Estados que gozan teóricamente de los mismos derechos y están sujetos a las mismas obligaciones. Están todos ellos envueltos en una red de relaciones internacionales para cuyo control hay que formular reglas. Ninguna teoría del Estado puede pretender ser completa si no tiene en cuenta los hechos que implica la existencia de esta comunidad internacional”. “En la historia de la teoría del Derecho internacional –continúa-- el concepto de Estado soberano ocupa, inevitablemente, un puesto central. Porque, evidentemente, si el Estado es una organización soberana, no puede estar ligado por ninguna voluntad excepto la suya”, salvo que se lo obligue mediante la guerra[13].
Por eso, concluye el citado autor, mientras los Estados conserven su soberanía, es imposible concebir un orden internacional del que éstos sean parte constituyente. Ahora bien, ésta era precisamente la concepción de la soberanía que subyacía en la Sociedad de Naciones; de ahí su debilidad, porque se situaba frente a la tendencia de construir una comunidad internacional suprema (una «civitas máxima») en la que los Estados estén reducidos al nivel de provincias. El obstáculo principal de esta empresa era precisamente la soberanía estatal[14].
Tras la Segunda Guerra Mundial, la actual Organización de Naciones Unidas consagra el principio de soberanía en su propia Carta fundacional de San Francisco prohibiendo la intervención de la propia Organización en los asuntos internos de cada uno (art. 22). Este principio fue confirmado en 1965 y 1981 por sendas resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Pero, al mismo tiempo, la Carta obliga a todos los Estados miembros a adoptar medidas para lograr la observancia y el respeto universal de los derechos humanos en todo el mundo (arts. 55 y 56). Y también establece ciertos límites al «treaty making power» estatal, o poder de concertación de tratados, el cual no puede prevalecer, en caso de discordancia, sobre las obligaciones impuestas por la Carta y asumidas por los Estados miembros, las cuales implican la observación del Derecho diplomático y eliminan la potestad de hacer la guerra salvo en caso de legítima defensa.
Paulatinamente se ha ido conformando una “cultura de los derechos humanos”, lo que P. Häberle llama “internacional de los Estados constitucionales”, es decir, una conciencia generalizada acerca de la necesaria protección internacional de los derechos y, en concreto, de su protección jurisdiccional, mucho más eficaz que la mera protección diplomática, hasta hace poco predominante. (No podemos hablar, sin embargo, de una cultura planetaria, puesto que las democracias siguen siendo minoría.) A esta idea responde el más de un centenar de instrumentos internacionales, entre declaraciones y tratados, relativos a los derechos humanos que han sido adoptados desde 1945, así como la creación de abundantes instituciones de promoción de los mismos.
A fines de los años setenta del siglo XX fue esgrimido por J. Carter, Presidente de los Estados Unidos, dicho límite como legitimación para intervenir en otros países. Los derechos, pues, se erigían como límite de la soberanía interna de los Estados. Tal doctrina tenía por aquel entonces el no pequeño inconveniente de que era Estados Unidos quien pretendía arbitrar cuándo y dónde se había rebasado ese límite, lo que dio lugar a episodios poco edificantes.
La Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 8-XII-1988 revisó el principio de no injerencia, revisión que se confirmó en una nueva Resolución, de 14-XII-1990, ya en plena crisis del Golfo Pérsico, desencadenada por la invasión irakí de Kuwait. Dicha agresión puso en marcha un bloqueo económico internacional y, más tarde, una intervención armada.
El mencionado episodio, a mi entender, ha determinado una profunda crisis del principio de soberanía interna de los Estados, no ya por la intervención armada aludida, sino por las consecuencias posteriores:
a) El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó, en la Resolución 688, de 5 de abril de 1991, el derecho de injerencia de éstas cuando la violación de los derechos humanos en el interior de un Estado “constituya una amenaza para la paz y la seguridad internacionales”.
b) La intervención de la OTAN en Kosovo a fines del siglo XX, llamada intervención humanitaria, gozó de una favorable acogida en la opinión pública internacional.
c) Ya en el actual siglo, se avanzó en la concienciación internacional del problema aceptándose la intervención en un país en el que se estén cometiendo crímenes contra la humanidad cuando ese horror podría evitarse. Entonces la respuesta de la comunidad internacional se cifra en la responsabilidad de proteger, incluso se la formula como obligación de proteger, la cual, por tanto, no se agota en medidas militares, sino que debe atender a tres objetivos: prevención, respuesta y reconstrucción, y abarcar múltiples facetas, desde las diplomáticas hasta el uso de la fuerza como último recurso. De otro lado, no puede ampararse en ella la intervención unilateral de un país, sino que es la comunidad internacional la que debe asumir esa responsabilidad u obligación. En fin, la utilización de la fuerza debe contar con una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas autorizándolo.
d) La lucha contra el terrorismo internacional también se ha globalizado, dando lugar a invasiones, como las de Afganistán y la segunda de Irak de 2003. Que unas hayan resultado ser más atinadas (e incluso jurídicamente más correctas) que otras no desdice la tesis que sostenemos: la lucha contra el terrorismo puede habilitar (o ser utilizada para habilitar) la invasión de un país por otro(s) o por la comunidad internacional.
e) En el ámbito de nuestro Continente, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) se ha autoconferido el derecho de intervención en los países miembros, sin su consentimiento, para interponer sus buenos oficios en situaciones de emergencia. Basta con que lo soliciten doce miembros.
El paso hacia la internacionalización de los derechos se asienta en el reconocimiento de la igual dignidad de todas las personas, sin que pueda prevalecer sobre ellas la soberanía de los Estados en los asuntos internos. Los derechos humanos no son un asunto interno, sino que afecta a la comunidad de naciones y es, por tanto, un límite de la soberanía estatal.
Consiguientemente, es ya un principio establecido del Derecho internacional de los derechos el carácter «erga omnes» de la obligación que tienen los Estados de garantizarlos. Los derechos se han erigido en principios generales del Derecho internacional y en parte de su «ius cogens». O, lo que es lo mismo, también conforman una especie de orden público internacional y supranacional, en cuya virtud se legitima la emergencia de instituciones y jurisdicciones en tales ámbitos para su protección, con la correspondiente merma de la autonomía estatal interna en este terreno, e incluso con la habilitación para la intervención internacional en los Estados que vulneren gravemente los derechos humanos.
Ahora bien, la eficacia de la protección internacional de los derechos, y en concreto de su protección jurisdiccional, aún depende en mayor o en menor medida de las garantías internas de los Estados, según que esta internacionalización esté presidida por un tratado del que los Estados son partes, o estemos ante una supranacionalización culminada por un ente mayor del que los Estados son miembros. Pero todavía la garantía estatal es insustituible.
Acaso la última manifestación de este proceso lo constituye la creación de la Corte Penal Internacional, que pretende juzgar los crímenes contra los derechos humanos aunque estuvieran cometidos por Jefes de Estado o de Gobierno. Es un formidable avance en pro de la justicia planetaria, mal llamada universal, si bien la redacción de su Estatuto ha sido muy defectuosa y claramente contradictoria con la Constitución española[15].
No se me oculta la dificultad de esta construcción teórica, por no hablar de su siempre deficiente puesta en práctica, especialmente su delicado contraste con otro principio, que el Derecho internacional sigue considerando vigente e incluso básico y necesario: el de la soberanía estatal. Pero hoy sencillamente ya no es posible desconocer los límites que le opone aquel.
Por lo que respecta a España, es su pertenencia al Consejo de Europa y a la Unión Europea la que mayor trascendencia ha tenido en materia de derechos y libertades. Y la Unión Europea cuenta ya con un catálogo de derechos sistematizado y codificado, con lo que gana calidad la ciudadanía europea y la seguridad jurídica de todos sus componentes. Si hasta ahora el Tribunal de Justicia tenía que utilizar los envíos prejudiciales de los tribunales nacionales para ir creando jurisprudencia acerca de ciertos derechos, ahora podrá apoyarse en una Carta propia de Derechos, contando además con el acervo de la jurisprudencia del Tribunal del Consejo de Europa y de los tribunales nacionales.
4.2. La suerte de los atributos clásicos de la soberanía estatal.
Todo lo aducido hasta aquí aboga por un notable adelgazamiento de la soberanía. La inserción de los Estados en organizaciones internacionales, como la OTAN, y sobre todo en los supranacionales, como la Unión Europea, es un importante factor limitativo, acaso el que más, del ejercicio de la soberanía por parte de los Estados miembros. Se habla por eso de soberanía conjunta, o compartida, o incluso diluida. Adelgazamiento que la propia dinámica de la organización supranacional va incrementando conforme nuevas necesidades asedian a los Estados miembros.
La crisis económica, visible ya en 2007, declarada en 2008 y tenazmente persistente y agravada desde entonces para algunos Estados de la Unión Europea, sobre todo para los del Sur, aunque también para Irlanda, ha determinado que éstos tengan que soportar y admitir que les dicten la política económica desde la Unión cuando no desde uno o dos de sus miembros más poderosos.
Este dictamen de crisis de la soberanía, tan generalizado de una manera algo simplista en los discursos de los políticos y en los medios de comunicación, se ha extendido a los libros, incluidos los manuales y monografías sobre la materia. Acaso sea ese simplismo la causa de su éxito. Bastaría con objetarle que esos dos o tres miembros más poderosos de la Unión Europea no experimentan la mentada merma, sino acaso una potenciación de su soberanía por cuanto se gobiernan a sí mismos sin soportar más injerencias de la Unión que las que voluntariamente tienen a bien asumir (y cuando los incomodan, provocan su cambio), y además se permiten teledirigir el gobierno de la Unión y de los Estados menos desarrollados.
Así, pues, como la igualdad no existe en la realidad política efectiva y no pasa de ser una legítima aspiración, habrá que convenir en que, al menos en el mundo de los hechos, la inserción de los Estados en las organizaciones internacionales y supranacionales no ha modificado el axioma de que manda el que puede y aguanta el que no tiene otro remedio.
¿Qué queda entonces de la soberanía estatal, de aquel poder del Estado supremo en el orden interno e independiente en el externo y que Bodino caracterizó como uno, indivisible, inalienable e imprescriptible?
Regresemos al principio: la soberanía no es un hecho, sino un atributo jurídico que no desaparece por la pequeñez o debilidad del Estado, sino, en todo caso, por su aniquilación y absorción por otro Estado finalmente consentida y aceptada por el con tanta frecuencia desconcertante concierto de las naciones. Pero fijémonos en que tal episodio viene a consistir en que un Estado somete a otro y destruye su soberanía, pero construye una nueva. O lo que es lo mismo: la soberanía sale por la puerta y vuelve a entrar por la ventana.
Ningún internacionalista público admitiría que en Derecho internacional ha dejado de estar vigente el principio de soberanía nacional y su correspondiente interdicción general de intervención en asuntos internos de un Estado; interdicción que, como hemos anotado, no admite sino una excepción: los supuestos de vulneración generalizada y grave de los derechos humanos.
A su vez, ningún internacionalista privado admitiría que en un caso de matrimonio entre personas de diferente nacionalidad se aplica la legislación de una de ellas o de la otra, indiferentemente, o que, en una herencia, da igual que se aplique la legislación del Estado en el que murió el causante o en el que nació, o cualquier otra con tal de que se aplique una. La afirmación de la existencia de un conflicto de normas y la determinación de la norma de conflicto, así como la excepción de orden público, no son sino exponentes del respeto que en Derecho internacional se tiene por los ordenamientos jurídicos de cada Estado, vale decir por su soberanía.
Como conclusión provisional, podríamos decir que las tesis del fin del Estado y de la soberanía, hoy por hoy, acaso apunten al horizonte, pero el horizonte se desplaza conforme creemos que estamos llegando a él. Son tesis que tienen aire moderno, vanguardista y acaso tendencialmente correctas, pero no expresan debidamente la realidad jurídica todavía vigente, que sigue resistiéndose a ser demolida. Y lo que normalmente se hace esgrimiendo esas tesis es no deslindar debidamente la realidad fáctica de la jurídica, con el riesgo, no solamente teórico, de dar por lícito lo que sucede.
Demos ahora un paso más y anotemos la relación habitual de un Estado con la organización supranacional a la que pertenece. Pues bien, lo que sucede con el ingreso del Estado en ella es que, sin perder su identidad, algunas de sus competencias tradicionales pasan a ser ejercidas por dichas instancias supranacionales y algunas de esas competencias se corresponden con las que la doctrina clásica consideraba atributos propios de la soberanía. Preguntémonos entonces por ellos.
Según Bodino, desde luego, lo eran:
1) La potestad legislativa; el monopolio de la ley.
2) La leva de ejércitos y el «ius belli».
3) La acuñación de moneda.
4) El «ius puniendi».
5) El «ius delegandi» o de representación internacional.
6) No pudo pronunciarse expresamente sobre lo que hoy llamaríamos «ius constituendi», que, salvando las distancias, él podría haber formulado como el derecho a aprobar las leyes fundamentales del Estado, de las que las más relevantes son las referentes a la monarquía, y en concreto las leyes que regulan la sucesión. Además se lo puede considerar implícito en la potestad de hacer la ley.
¿Cuántos y cuáles ejerce ahora el Estado? Por concretar algo más: ¿cuántos tiene o retiene España?
1) En cuanto al monopolio de la ley, es evidente que la Unión Europea produce Derecho con tal rango. Podemos añadir que también los órganos legislativos de las Comunidades Autónomas, pero esta faceta no forma parte de la preocupación del presente epígrafe.
2) El «ius belli» actual bien poco tiene que ver con el de hace unos siglos, incluso con el de hace apenas 120 años. La única guerra que el Derecho internacional admite como legítima es la defensiva. Desde que España ingresó en la OTAN su «ius belli» está muy disminuido e incluso prácticamente ha desaparecido salvo alguna escaramuza como la de la Isla de Perejil (“al alba y con viento de levante”), procurando, eso sí, actuar únicamente cuando el enemigo es más débil. Las misiones militares en el exterior que ha asumido España han sido, unas en el marco de la OTAN, y alguna otra en colaboración seguidista del Imperio estadounidense; pero éste es otro problema.
3) No tiene ni retiene, desde luego, la acuñación de moneda desde que ingresó en el área del euro.
4) El «ius puniendi» lo conservan los entes federados de Estados Unidos, por su consideración de Estados, pero no lo tienen, por la misma razón a la inversa, las regiones autónomas españolas o italianas. Por lo que se refiere a la Unión Europea, está prevista una armonización o, por lo menos, un acercamiento de las legislaciones penales de los Estados miembros, que acaso sea un primer paso para su unidad o máxima proximidad. Es decir, estamos en vías de que desaparezca o mengüe un tanto este otro atributo de soberanía estatal.
5) El «ius delegationis», sirva para mucho o para poco, no se ha perdido. Sea mayor o menor su relevancia, las embajadas son jurídicamente representaciones de los Estados[16].
A la vista del anterior análisis, resulta evidente que este Estado internacional y supranacionalmente integrado requiere una teoría diferente de la heredada.
Viniendo a nuestros días, el Tribunal Europeo de Justicia (hoy Tribunal de Justicia de la Unión Europea) definió tempranamente el significado de la relación entre la entonces denominada Comunidad Europea y los Estados miembros como una autolimitación de los derechos soberanos de éstos en beneficio de aquélla en materias específicas. Y, por lo que se refiere a la pertenencia al Consejo de Europa, su Tribunal, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, protege los derechos de los individuos incluso frente a sus propios Estados.
Pero no podemos prescindir de algunos factores igualmente importantes. Uno de ellos es el carácter voluntario del ingreso en esas organizaciones supranacionales y el que éstas funcionen conforme a un Ordenamiento jurídico cuya creación se hace con la participación de los Estados miembros. En segundo lugar, las anteriores palabras del Tribunal de Justicia de la Unión Europea son más prudentes que aquellas otras que hablan de soberanía compartida o diluida. El Tribunal dice autolimitación; es decir, no son límites que la Unión impone a sus miembros, sino que éstos se autoimponen para pertenecer a aquélla. La diferencia jurídica es inequívoca y extraordinariamente elocuente.
Ciertamente es el carácter voluntario de la pertenencia a la Unión Europea el que nos da la clave del problema. En realidad, estamos no ante una cesión de soberanía y, menos aún, ante la asunción unilateral de parcelas de soberanía estatal por parte de la Unión; se trata únicamente de la cesión voluntaria del ejercicio de las competencias que los Estados miembros le atribuyen a la Unión Europea. La Constitución española y el mismo Tratado de Lisboa no dejan lugar a la duda. Lo que dice el artículo 93 de nuestra norma suprema es lo siguiente:
“Mediante ley orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los que se atribuya a una organización internacional el ejercicio de competencias derivadas de la Constitución”,
lo que es notablemente diferente de la titularidad parcial de la soberanía”.
Y el Tratado de Lisboa dice en su artículo 1º:
Por el presente Tratado, las Altas Partes Contratantes constituyen entre sí una Unión Europea… a la que los Estados miembros atribuyen competencias para alcanzar sus objetivos comunes.
La realidad desborda la simpleza de las teorías. Y esta terca realidad presenta perfiles contrapuestos:
a) De un aparte, no es fácil prescindir, ni en la teoría ni en la práctica, de la soberanía estatal. De otro modo no se explicaría la subsistencia del régimen comunista cubano, ni la insólita gallardía del actual régimen venezolano, ni la súbita retirada de las tropas españolas de Irak en 2004, ni la reiterada negativa francesa y holandesa a ratificar el Tratado por el que se quería instituir una Constitución para Europa, ni la limitación que España ha opuesto al ejercicio de la justicia universal frente a crímenes con impacto en el conjunto de la humanidad, por poner sólo algunos ejemplos.
b) Pero no menos cierto es que, en tiempos de crisis honda, larga y ancha como la actual, se percibe con claridad que los Estados no tienen asegurado su protagonismo, aunque sea disminuido, ni su capacidad de respuesta, aunque sea compartida, ni siquiera integrándose en organizaciones supranacionales.
A mi juicio, por tanto, en el seno de estas organizaciones supranacionales, la soberanía estatal reside, en última instancia, en la facultad, que sólo se utiliza como recurso extremo, de decir “no” a la misma y, si llega el caso, abandonar el club. Está previsto expresamente en el Tratado de Lisboa, justo en su artículo 50, apartados 1 a 4)[17], pero existiría esa potestad aunque no lo estuviera mientras la Unión Europea no sea una verdadera unión federal. Naturalmente, el ejercicio de esta facultad tendría unos elevadísimos costes económicos y políticos. Ése, sin embargo, es ya otro problema. Por eso hemos advertido que la conclusión jurídica es más fácil de ser formulada que llevada a efecto. Pero existe.
Por lo demás, si, como hemos hecho con el Estado, colocamos a las organizaciones supranacionales en la hipótesis de similares situaciones extremas, concluiremos que tampoco tienen tanta capacidad de decisión. A la hora de la verdad, son sus miembros más poderosos (es decir, Estados) los que marcan su rumbo y la velocidad de crucero. Contéstese, si no, a las siguientes preguntas con el realismo con que hemos analizado el declive del Estado: ¿Quién tiene más poder en el seno de la Unión Europea, la propia Unión o Alemania? ¿Tiene la Unión Europea la más remota posibilidad de subsistir si Alemania se retira de ella?
En conclusión, llegados a una situación límite sin retroceso, el poder recupera su dimensión fáctica: lo tiene quien lo tiene, no quien acaso debería tenerlo. Pero eso no es soberanía.
Resumen: Este trabajo realiza un breve repaso sobre los principales hitos que ha experimentado el concepto de soberanía en la historia del poder, desde su formación hasta la actualidad. Analiza a continuación la apertura del Estado y los límites a esa apertura, así como la situación en la que se encuentran hoy los atributos clásicos de la soberanía. Finalmente, en las conclusiones, reflexiona sobre la relación recíproca entre realidad y conceptos, en especial a la luz de lo fáctico y su influencia sobre el concepto de soberanía.
Palabras claves: Soberanía, Estado, orden internacional, supranacional.
Abstract: This paper goes briefly through the main phases that the concept of sovereignty has experienced from its beginning to these days. I takes account also of the State openness and of its limits, and the contemporary situation of sovereignty classic attributes. Finally, in the conclusions, the author thinks about the reciprocal relation between reality and concept, for all between power facts and sovereignty.
Key words: Sovereignty, State, international order, supranationality.
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[1] N. RAMIRO RICO, “La soberanía”, Revista de Estudios Políticos (en adelante RDP), nº 66, Madrid, 1952; posteriormente incluido en el volumen El animal ladino y otros escritos, Alianza, Madrid, 1980, pp. 119 ss., por donde cito.
[2] P. DE TARSO, Epístola a los Romanos, 13.
[3] N. RAMIRO RICO, “La soberanía”, ob. cit., p. 120-121 y 125-126.
[4] N. PÉREZ SERRANO, Tratado de Derecho Político, Civitas, Madrid, 1976, p. 138.
[5] F.H. HINSLEY, El concepto de soberanía, edic. cast., Labor, Barcelona, 1972, p. 96.
[6] Ibidem, pp. 97 y 104.
[7] N. RAMIRO RICO, La soberanía”, ob. cit., pP. 126-127.
[8] En la edición francesa es descrita como «puissance absolue et perpétuelle d´une République»; y en la latina: «summa in cives ac subditos legibusque soluta potestas». Sin embargo, Bodino terminaba admitiendo varios límites: el Derecho divino y el natural, instituciones de Derecho civil como el contrato y la propiedad privada, y, como hemos anotado en el texto, las normas fundamentales o «leges imperii», que disciplinaban el régimen sucesorio en la Corona.
[9] Cfr. F. H. HINSLEY, El concepto de soberanía, ob. cit., p. 93.
[10] P. CRUZ VILLALÓN, “Una nota sobre Bayona en perspectiva comparada”, en ÁLVAREZ CONDE, E., y VERA SANTOS, J. M. (dirs.): Estudios sobre la Constitución de Bayona, págs. 77-80.
[11] M. GARCÍA-PELAYO, “Las transformaciones del Estado contemporáneo”, Obras Completas, Centro de Estudios Constitucionales, 1ª edic., Madrid, 1991, vol. II, p. 1707-1708.
[12] B. RUSSELL, Diccionario del Hombre Contemporáneo, edic. cast., Santiago Rueda editor, Buenos Aires,1955, entrada “Poder desnudo y tradicional”, pp. 262-263.
[13] H.J. LASKI, El Estado en la teoría y en la práctica, edic. cast., Reus, Madrid, 2008 (libro publicado en 1935 y traducido al castellano en 1936), p. 251.
[14] Ibidem, pp. 254-257.
[15] Su discordancia con la Constitución española en no menos de media docena de pasajes ha sido puesta de manifiesto por P. TENORIO en “Estatuto de la Corte Penal Internacional y Constitución”, Revista de Derecho Político, nº 51, UNED, Madrid, 2001, pp. 57-103, pese a lo cual el Estado español, con informe favorable del Consejo de Estado, fue uno de los primeros en ratificarlo (BOE de 29-VII-2002) sin acudir a la preceptiva reforma constitucional.
[16] Prescindo de la práctica seguida por la Comunidad Autónoma de Cataluña y permitida por el Gobierno nacional de establecer en diversos países “casas”, delegaciones, o lo que sean jurídicamente, pero no legaciones diplomáticas, aunque algunos las llaman “embajadas”.
[17] También su reingreso, conforme al apartado 5º del mismo artículo. Con ello la Unión pone de relieve su realismo integrador, prefiriendo incorporar y reincorporar socios incómodos con tal de levar a término su vocación de hacerse coextensiva con el Continente.