Traducido del portugués por Augusto Aguilar Calahorro
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"ReDCE núm. 18. Julio-Diciembre de 2012"
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1. La idea de la supranacionalidad se ha configurado como algo totalmente nuevo, inesperado y sorprendente, si lo entendemos desde la perspectiva de la Modernidad política europea. En efecto, esta ha estado esencialmente marcada por un «proyecto totalizador», traducido en una asociación tenida por indisoluble entre tres elementos: «soberanía como poder político originario e incondicionado», «nacionalidad» (configurada en el ámbito de un exclusivismo identitario potencialmente agresivo), y «territorialidad bien demarcada»[1]. Fueron las unidades políticas construidas conforme a tal proyecto – los Estados, unidades subsistentes en una atmósfera de anarquía, cuyo medio de comunicación exclusivo era la diplomacia y para las cuales la guerra era una posibilidad permanente – las que tuvieron como adquiridas las teorías clásicas del Derecho Internacional.
El máximo potencial de violencia ínsito a este proyecto totalizador se verificó, como sabemos demasiado bien, a lo largo de la primera mitad del siglo XX. Y será precisamente el enfrentamiento con ese potencial lo que constituyó el principal inductor de la idea de supranacionalidad – del inherente desmantelamiento del proyecto totalizador.
2. Hablar de supranacionalidad significa hablar de algo más que de internacionalidad. Lo que se atestigua en el caso de que confrontemos las clásicas organizaciones internacionales de naturaleza inter-gubernamental con las instituciones que ya podemos designar como supranacionales – paradigmáticamente las Instituciones europeas. De hecho, las organizaciones internacionales de naturaleza inter-gubernamental no desmienten del todo la configuración estatocéntrica y anárquica de la realidad internacional. Ciertamente, obedecen aún a una lógica de coordinación inter-estatal, es decir, de articulación entre intereses que permanecen definidos en el nivel estatal. En consecuencia, su actuación depende del consentimiento de los Estados – de todos o de sólo algunos, según su estructura organizativa democrática u oligárquica –, teniendo los titulares de sus órganos un vínculo de representación con esos mismos Estados.
Las instituciones supranacionales trascienden, en teoría, la referida lógica de coordinación –les corresponden intereses supra-estatales cuyo preciso alcance es definido por ellas mismas. En consecuencia, la toma de decisiones vinculantes en el ámbito de las instituciones supranacionales no depende del consentimiento continuamente expresado por parte de todos o de algunos de los Estados, y ello se refleja en la inexigencia de unanimidad (democrática u oligárquica) en los procedimientos decisorios. Al desarrollarse la estructura organizativa supranacional incluye órganos cuyos titulares comprenden un vínculo de representatividad de los pueblos en sí mismos y no de los Estados, y/o que se encuentran vinculados al interés supra-estatal frente al interés de los Estados.
3. Aunque la Unión Europea es hoy un ejemplo paradigmático de las instituciones supranacionales, no deja de merecer el escepticismo de muchos. Así, el tradicional pensamiento realista, anticipa una neutralización o aún el fracaso de estas instituciones por considerarse que una lógica supranacional nunca logrará sobreponerse a una lógica de coordinación de intereses – eventualmente, a una lógica de coordinación entre las mayores potencias – o a una búsqueda competitiva de las mayores “ventajas relativas”[2]. O sea, se parte de una visión fija sobre las identidades e intereses de los Estados – que así desmiente la posibilidad de su revisión en el ámbito de una construcción supranacional – que eventualmente se ensombrece aun más con las identidades exclusivistas y los intereses egoístas que se tienen como inmutables y que son consustanciales, también, a una construcción cultural indeleblemente prendida al proyecto totalizador.
El escepticismo relativo a las instituciones supranacionales no parte sólo del tradicional pensamiento realista, marcado por un materialismo mecanicista, sino también de perspectivas sobre la identidad. Sobre esta línea, presuponiéndose que una realidad política sólo es posible como reflejo de una identidad compartida, se sostiene que las instituciones supranacionales estarán siempre marcadas por una pronunciada fragilidad. Y ello en virtud de que no puede encontrarse en ellas una comunidad política homogénea subyacente, animada por vínculos identitarios de pertenencia y solidaridad.
Esta última perspectiva encuentra una perseverante oposición en Habermas[3]. Para éste, una “constelación política supranacional” como la europea no se comprende por referencia a una homogeneidad étnica o cultural, sino en referencia al “patriotismo constitucional”. Se refiere, no a la existencia de una primaria comunión identitaria, sino a la implicación del conjunto de instituciones jurídico-políticas y de prácticas que reflejan principios constitucionales abstractos; no a un “sustrato primordial”, sino a un “contexto comunicativo” correspondiente al “mismo proceso democrático”[4]. La tesis de Habermas asienta pues la distinción entre «patriotismo constitucional» e «identidad político-cultural», «civismo» y «nacionalismo».
Es irrefutable que una «politeia europea», de existir, no reflejará una homogeneidad étnica, más aun cuando se trata de una comunidad en cuyo ámbito «ethnos» y «demos» no se confunden. Encontramos aquí, la nota fundamental de la Unión Europea en tanto que proyecto político-cultural. Pero siendo así, no se puede pretender que la misma comunidad sea una realidad a-identitaria o a-cultural, enteramente emancipada de cualquier parámetro consustancial a la identidad político-cultural. Esa pretensión se encuentra implícita en Habermas, o en Gomes Canotilho[5], en la medida en que acusan aun un cierto militantismo anti-comunitarista.
Ahora bien, contra tal pretensión, hay que subrayar que una comunidad política en cuyo ámbito «ethnos» y «demos» no se confunden es «todavía» una realidad político-cultural – si no lo fuese, de hecho, ni siquiera sería «una realidad[6] » – a la que corresponde un vínculo identitario relevante que comparta una concepción del bien. En efecto, es gracias a que diferentes comunidades nacionales se definen identitariamente en torno a un mismo parámetro valorativo – la dignidad humana comprendida como “igualdad fundamental de todos en la humanidad común”[7] – y soportan sistemas normativos que lo reflejen, como se hace pensable su aglutinación en el ámbito de una comunidad política supranacional. Comprende la emergencia y permanencia en el tiempo de una constelación europea supranacional supondrá, considerar un “«a priori» político-cultural” cuya relevancia es enteramente negada por Habermas[8].
Acudiendo a las clásicas formulaciones planteadas por Aristóteles y recuperadas por D. Sternberger en el ámbito de una teoría de “patriotismo constitucional”, sin «paideia» (“idea moral, política y educacional de una comunidad política” que constituye el núcleo de la correspondiente identidad) no es pensable una «politeia[9] ». Nos referimos, en este último inciso, a que la teoría del “patriotismo constitucional” de Sternberger es distinta de la teoría de Habermas, ya que no supone que una «politeia» supranacional se resuma en un conjunto de instituciones y prácticas desafectadas de vínculo identitario alguno. Más bien supone que una identidad político-cultural compartida, aglutinada en torno de una «padeia», es la que integra a los ciudadanos en una «politeia», determinándolos a soportar lealmente las correspondientes instituciones.
Una «paideia» no tiene necesariamente que ser exclusiva o excluyente, igual que no tiene por qué serlo la correspondiente identidad político cultural. Una identidad europea centrada en la idea de dignidad humana «no es» una identidad exclusiva o excluyente, poniendo en crisis la idea schmittiana de que lo político se define siempre en referencia a un exclusivismo identitario centrado en la distinción entre amigo y enemigo[10]. Debe decirse de hecho que, en este contexto, la concepción de Habermas es aun, paradójicamente, una concepción schmittiana: su empeño en pensar una comunidad política europea a la que no corresponde verdaderamente un vínculo identitario primordial o “«a priori» político-cultural” – al que apenas corresponde un “contexto comunicativo” relevante del “propio proceso democrático” – será en gran medida tributaria de la idea falsa de que existe una asociación necesaria entre el término identidad político-cultural y el términos exclusivismo político.
Esta asociación necesaria – explícita en el pensamiento de Schmitt e implícita en el pensamiento de Habermas – se revela insostenible también desde el punto de vista histórico, si pensamos en el “lugar paralelo” consustancial a la experiencia política norteamericana. En efecto, y teniendo por referencia el trabajo de Toccqueville, «La Democracia en América», es irrefutable que en esta realidad subyacerá siempre una identidad político-cultural en relación con una determinada creencia o adhesión a las “verdades de por sí evidentes” enunciadas en la Declaración de Independencia, la primera de las cuáles es que los hombres han sido “creados iguales”[11]. Y siendo irrefutable que en la realidad política norteamericana se ha encontrado siempre una realidad político-cultural inherente, el hecho es que esa identidad, con ese núcleo originario – o «por causa de» ese núcleo originario –, se desenvolvió como identidad «no» exclusiva ni excluyente.
4. En definitiva, es necesario cuestionar la construcción de Habermas desde la perspectiva de la construcción política europea que elude el problema de la identidad y, así, suponiendo que esta subsista de forma superficial en el nivel de los procesos comunicativos indefinidamente repetidos. Aunque el contexto subyacente a esta tesis la hace comprensible – un contexto traumático de superación del proyecto totalizador –, incurre sin embargo en dos peticiones de principio: una traducida en la aceptación de que cualquier identidad política-cultural es exclusiva o excluyente; otra al suponer que una realidad política es posible en cuanto tal independientemente de cualquier a priori político-cultural, permaneciendo en el tiempo como una mera “procedimentalización política” desligada de cualquier presuposición sustantiva.
Contra la construcción habermasiana, es de proponer la hipótesis de que la realidad política europea se corresponde con una «a priori» político cultural «no étnico», sino «primordialmente relacionado con la asunción de un parámetro valorativo nuclear – la dignidad humana – y una memoria histórica que compele continuamente a los pueblos europeos que la asumen».
Lo que se expone, mantiene, aunque recontextualizado, las palabras Tony Judt, para quien “si en el futuro tuviésemos que recordar por qué parecía tan importante construir un determinado tipo de Europa a partir los crematorios de Auschwitz, sólo la historia nos podría ayudar. La nueva Europa, unida por los signos y símbolos de su terrible pasado, es una victoria notable (...). Si los europeos tienen la determinación de mantener éste vínculo fundamental – si el pasado de Europa continúa proyectando en el futuro un significado admonitorio y un propósito moral – entonces deberá «enseñarse» desde el principio a cada nueva generación. La Unión Europea será, tal vez, una respuesta a la historia, pero nunca podrá sustituirla”[12].
Recogemos también, aunque en el ámbito de otra teoría del patriotismo constitucional, más fiel a Sternberger que a Habermas, la contribución de Jan-Werner Müller, en la medida en que se refiere a la emergencia de un patriotismo constitucional europeo de la memoria colectiva, poniendo de manifiesto inclusivamente la conversión de la memoria colectiva nacional en memoria colectiva transnacional. En palabras del autor, “ello podrá significar que los europeos reconocen las memorias colectivas de otros países, por muy extraño que pueda parecer. O que «memorias transnacionales» se encuentran en la base del sentido europeo de pertenencia. En la superficie, la primera hipótesis se muestra efectivamente extraña, sino absurda: un cuerpo colectivo nacional «puede» asumir la responsabilidad de su pasado (…). Pero no está nada claro que las naciones puedan – o deban – discutir el pasado de otras naciones. ¿Deben los alemanes discutir sobre el «síndrome de Vichy», es decir, la representación colaboracionista francesa con los nazis que tuvo lugar después de 1945? ¿Por qué deben los franceses debatir sobre el trato de los británicos a los irlandeses? ¿Están los españoles en condiciones de lamentar el colonialismo portugués? Puede reconocerse, e incluso elogiarse, la forma en que otros países encaran sus pasados, pero no puede sustituirse a esos países. Y sin embargo, los Estados europeos efectivamente debaten sobre los pasados de otras naciones (…). Además de que no es «prima facie» imposible «fundir » memorias históricas o pensar «memorias transnacionales» o incluso forjar una cultura política común mediante el proceso de discutir sobre esos pasados”[13].
5. Si a una comunidad política europea subyace un vínculo identitario posibilitado por la toma de conciencia de su pasado – o de sus pasados –, se puede decir que Europa no carece de una fundación congregadora. Y si así es, se ponen en duda las aproximaciones que afirman la existencia de una “crisis de Europa” inevitable, o insuperable, en virtud de la carencia de una “fundación mítica”, imprescindible a su plena afirmación como «politeia». Aproximaciones como la de A. D. Smith[14], autor que – manteniéndose fiel a la idea de que los “mitos políticos” son esenciales para la afirmación y subsistencia de una comunidad política como tal – sustenta que la Europa política se encuentra en una posición imposible: la ausencia de un “mito europeo” acompañada de la imposibilidad de “creación” de un nuevo mito europeo” cuando la “era de los mitos acabó”.
Habría, desde esta perspectiva, un “verdadero dilema de nueva Europa: la elección entre inaceptables mitos históricos y memorias [idénticos a aquellos que sustentaron el Estado-nación], por un lado, y un agregado de «cultura» científica y sin memoria, por otro, un agregado apenas unido por una voluntad política y por un interés económico que se encuentran sujetos a permanente mutación”[15]. Pero este dilema es un falso dilema. Los europeos, ciertamente, no carecen de “inaceptables mitos históricos y memorias” para vincularse en el ámbito de una «politeia» europea. A la luz de lo expuesto, ese vínculo pasa antes por un «permanente recordar, de los europeos, de su historia efectivamente ocurrida», de su «aprendizaje colectivo» y, sobre todo, de los efectos fuertemente destructivos de los “inaceptables mitos históricos y memorias” que otrora los amarraron a la idea de nación en cuanto idea exclusiva o excluyente – un permanente recordar que “Europa nació de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, que conoció la más horrenda de las alienaciones en relación a todos cuanto son percibidos como Otros”[16].
En la Europa que supera aquellas “inaceptables mitos históricos y memorias” «pero que no pierde por eso todo presupuesto político-cultural o toda memoria» – sino que se construyó a partir de ellos – es Hegel el que vive y no Herder. A este nivel, Bauman es particularmente expresivo cuando afirma que, “al negociar aquel «paso de montaña» (…), Europa inventó las «naciones». Ahora la cuestión es inventar la humanidad”, intentando “ese último y definitivo acto de trascendencia en la larga y atormentada ruta de la humanidad en la dirección de sí misma”[17]. “Definitivo acto” que no se confunde con la construcción de una “nación” europea, es decir, con la producción a una escala continental de un nuevo “«focus» metafísico de identidad social, unidad social y propósito social, en nombre del cual se vive y se muere colectivamente” [18].
Así, la Europa unida «no» será, por sí misma, una nación, sino otro tipo de «politeia» que marque la posibilidad de las personas de congregarse políticamente en tanto que personas – a partir de una creencia fundamental en su dignidad en cuanto tales – y no en tanto que lusos, hispanos, francos, germánicos, británicos o eventualmente turcos. En este último contexto y para consumar semejante expansión de Europa – que confirmará que lo que está en causa «no» es, so pena de la perversión del proyecto, un etnocentrismo continentalmente transplantado –, debe decirse, con Duarte Nogueira, que “el resultado parecerá apuntar hacia una relativización de valores y de la propia «dimensión de futuro» del factor. En la realidad ese efecto será apenas aparente, derivado del hecho de llevarse a las últimas consecuencias su propia esencia. La identidad colectiva, pareciendo descuidarse estaría en realidad integrando elementos derivados de la misma”. Invisible, el factor cultural “será entonces potencialmente decisivo para consolidar una identidad colectiva permeabilizada por la tolerancia”. Igualmente, «y en relación con el principio que constituye el núcleo de esa identidad», no hay ni puede haber relativización, dado que “el rechazo a la relativización es en este caso condición de la supervivencia del grupo, no habiendo margen para posiciones neutras, pues la neutralidad implica siempre el fin a plazos de la posición compatible con la tolerancia”[19].
Los aspectos perturbadores que se interponen entre los europeos y su comunidad política, no resaltan tanto una escisión entre los europeos (las diversidades lingüísticas, folclóricas, económicas, entre los europeos no son mayores que aquellas que existen en el interior de algunos Estados europeos) o cualquier déficit de “legitimación identitaria” (recurriendo a la formulación de Weiler, ese proclamado déficit será sólo un muy saludable déficit de lo «erótico», plenamente susceptible de colmatación por lo «civilizacional», considerada la poderosa carga magnética que los civilizacional también tiene, cuando es comprendido e interiorizado[20]), sino que parecen subrayar mucho más una escisión entre los europeos en general y las instituciones europeas. Instituciones generalmente «no sentidas como lealmente suyas» por aquellos, sino más bien vistas como marcadas por una excesiva burocratización– como “elitistas, opacas, burocráticas, tecnocráticas” [21]. Peor aun, las instituciones tienden a ser vistas como comprometidas con una particular agenda ideológica (una ideología de reforma de Estado” o de “menos Estado”, en nombre, claro está, del mercado) que llega incluso a ser denunciada como “análoga al Tribunal Supremo de los Estados Unidos durante la era «Lochner» y, así, tendente a la “desregulación” y al “debilitamiento de los sistemas de seguridad social de los Estados”[22].
En cualquier caso, un sentimiento generalizado relativo a una “Europa de Bruselas” como abrigo de una “política bizantina” y de “economismo filisteo” será algo grave, ya que conducirá a muchos a dejar de identificar a Europa en referencia a sus “valores espirituales originarios”, pasando a encararla como “fuente de «ressentiment» social” [23]. Y será ciertamente un riesgo que individuos con pocos recursos sociales, económicos y culturales se encuentren más expuestos a los efectos de la integración meramente negativa – a un consecuente “déficit social europeo” –y reaccionen “reforzando su identificación con el Estado-nación y rechacen cualquier progreso en el sentido de una integración europea más profunda”[24].
Siendo este último un riesgo serio – la historia de Europa demuestra la extrema gravedad de terrenos fértiles a lo «erótico» –, se puede aun conjeturar la posibilidad de que ese sentimiento generalizadamente europeo sobre una “Europa de Bruselas” puede constituir una señal paradójica de que una comunidad política de europeos se encuentra en vías de consumación histórica. Una comunidad que «no es» de “ciudadanos de mercado”, sino de ciudadanos que comulgan de una misma cultura política que consideran también reflejada en un “equilibrio de derechos sociales, de solidaridad y de responsabilidad colectiva” [25]. Equilibrio que los Estados ya no pueden defender por sí solos en el actual mundo globalizado, desde luego en la medida en que se encuentren en una situación de desventaja ante la lógica del capital y la empresa, quienes sí se encuentran en condiciones de cubrir el nuevo mundo globalizado y, así, de exigir esta o aquella “regulación” (o “desregulación”), por el riego de que las (malas) consecuencias sean sentidas por el “democrático” mercado.
En este contexto, el fracaso de la integración política europea dictaría hoy, muy probablemente, la condena definitiva de los Estados europeos «al poder no democrático de los mercados internacionales», los cuáles, como una poderosa construcción cultural, conocen la corporización de agentes poderosos. En efecto, lo que se evidencia cada vez más, en este escenario de globalización, es que la defensa de esa expresión político-cultural que es el “modelo social” ya no puede ocurrir al nivel de cada comunidad estatal. En este escenario, hasta ahora peligrosamente tendente a zozobrar en los «público, y consecuentemente lo democrático», la respuesta para su defensa pasa necesariamente por la integración regional (máxime, por la perspectiva de problemas sociales comunes en términos supranacionales y, así, en términos no tan fácilmente evitables por las empresas que operan en términos de multinacionales). Es decir, las formas de integración política regional, complementadas por formas de cooperación inter-regional, tienen la virtud de permitir la preservación de un contra poder político al “imperio de los mercados”: un contra-poder que efectivamente conserve la posibilidad de actuar en cuanto «rule maker» en sede de protección social y medio-ambiental. Así, aun es esencial considerar debidamente, y ahora en este nuevo escenario, en el concepto de «countervailing power» de lo «público» hacia lo «privado», propuesto por John Kenneth Galbraith[26].
6. Debe aun realizarse una última nota para señalar que el desarrollo de las instituciones políticas supranacionales ha venido a ser preconizado también en términos prospectivamente globales y, así, no centrados en la Unión Europea. En realidad, autores como Habermas, Linklater o David Held, aun partiendo de perspectivas no enteramente coincidentes, han propuesto tal desarrollo como el mejor para colmar las insuficiencias de un sistema aun estatocéntrico.
Esas insuficiencias se tratan, no sólo como una posibilidad de degeneración – constituyendo el desarrollo de las instituciones supranacional una garantía esencial del no retorno al “proyecto totalizador” –, sino también, a otro nivel, como la existencia de un foso entre la autoridad política formalmente reclamada por los Estados y su efectiva capacidad para hacer frente a los procesos de globalización económica y financiera o deterioro medio ambiental, En efecto, se denuncia cada vez con mayor insistencia la incapacidad del Estado para regular por sí solo semejantes procesos y/o para prevenir o aminorar sus efectos negativos, lo que se revela aun más grave teniendo en cuenta que pueden asumir una dimensión catastrófica[27].
Ahora, el problema suscitado por ese foso – o «disjuntura», acudiendo a la terminología hoy corriente[28] – no podrá eventualmente ser superado en términos adecuados por vía de mero desarrollo de las organizaciones intergubernamentales, a las que corresponde aun una lógica de articulación entre interese nacionales. Por ventura, sólo la vinculación a un interés supra-nacional en el ámbito de estructuras de gobernanza supraestatal – de carácter más o menos institucionalizado – podrá permitir hacer frente a tales procesos.
Esta línea de argumentación se reforzaría si tuviesen en cuenta los fracasos de la “gobernanza ambiental internacional” aun obediente a una lógica inter-gubernamental. O si se tuviese en cuenta que la lógica intergubernamental que preside la “gobernanza económica internacional” (y que pasa por organizaciones como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y, de modo aun más evidente, mecanismos de articulación como el G7, G8 y el G20) está marcada por una profunda «incongruencia», definida ésta como un foso entre el número de Estados admitidos a participar (a participar efectivamente) en las decisiones (o la ausencia de éstas) – y así defender sus intereses – y el número de Estados que se ven afectados por las mismas decisiones (o su ausencia) y a los que nada más queda por hacer que acomodarse a la lógica intergubernamental de los grandes.
Este último aspecto – a veces referido como “multilateralismo de los grandes” o “multilateralismo de club” – es precisamente aquel que ha merecido una mayor atención crítica por parte de los Autores que se empeñan en “repensar la democracia en una era global” y que llegan así a proponer un “modelo cosmopolita de democracia”. Tal modelo – en cuyo ámbito se procura promover tanto la igualdad entre los Estados, como ciertas medidas de participación de los ciudadanos y de las ONG en los procesos decisorios globales – se traduce en una “creación de instituciones políticas globales coexistentes con el sistema de Estados pero que pueden suplantar a los Estados en áreas circunscritas en las cuáles existan consecuencias transnacionales demostrables”[29].
Held procura demostrar, sin gran éxito, que estamos ante un proyecto que traspasa el plano de la utopía. En cualquier caso, aunque la “teoría de la democracia global” no sea muy fructífera en cuanto a aquello que propone, la misma tiene el mérito nada despreciable de diagnosticar algunos de los principales problemas – las «quiebras» y las «incongruencias» – que marcan la realidad internacional contemporánea, fomentando relevantes herramientas conceptuales para su análisis. Puede así inclusivamente convocarse la idea de que el mérito del pensamiento utópico reside más en aquello que se hace patente sobre las insuficiencias de la realidad actual que en aquello que se conjetura sobre la realidad futura[30].
Resumen: Este trabajo intenta delimitar el concepto de supranacionalidad. La construcción de tal concepto pasa por abandonar los anclajes al Estado nación, pero obliga a reflexionar sobre las dosis de homogeneidad cultural y su posible manifestación en una suerte de patriotismo constitucional. En la segunda parte, quiere reconstruir el concepto de supranacionalidad desde la perspectiva de los valores, en especial la dignidad humana, peros señalando al mismo tiempo los riesgos que conlleva la separación de los ciudadanos respecto a las instituciones europeas.
Palabras claves: Supranacionalidad, homogeneidad cultural, patriotismo cultural, dignidad humana.
Abstract: This paper tries to define the concept of supranationality. The elaboration of such a concept requires abandoning the principles of the nation State, but it pushes a reflection on cultural homogeneity and its projection on constitutional patriotism. In the second part, the essay rebuilds the concept of supranationality from a value perspective, for all human dignity, but underlining the risks of putting far away the citizens from their institutions.
Key words: Supranationality, cultural homogeneity, constitutional patriotism, human dignity.
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[1] En este sentido, cfr., por último, A. LINKLATER, Critical Theory and World Politics – Citizenship, Sovereignty and Humanity, Londres, Routledge, 2007, p. 80 ss.
[2] Para la noción de “ventajas relativas”, cfr. J. MEARSHEIMER, “The False Promise of International Institutions”, apéndice a H. MORGENTHAU, Politics Among Nations – The Struggle for Power and Peace, 7.ª ed., New York: McGraw Hill, 2005, p. 573 ss.
[3] Cfr. GREIFF, P., (Coord.) The European Nation-State: On the Past and Future of Sovereignty and Citizenship, On the Relation between the Nation, the Rule of Law and Democracy, Does Europe Need a Constitution? – Response to Dieter Grimm, in The Inclusion of the Other – Studies in Political Theory, trad. Ciaran Cronin, Cambridge-Massachusetts, MIT Press, respectivamente, pp. 105-127, 129-153 y 155-161. V. también La Constellation Postnationale et l’Avenir de la Démocratie, in Après l’ État Nation – Une Nouvelle Constellation Politique, trad. Rainer Rochlitz, Paris: Fayard, 2003, pp. 41-124.
[4] Cfr. Does Europe Need a Constitution?, loc. cit., p. 159.
[5] Cfr. Interconstitucionalidade e Interculturalidade, en “Brancosos” e Interconstitucionalidade – Itinerários dos Discursos sobre a Historicidade Constitucional, Coimbra: Almedina, 2007, pp. 263-279, en especial, p. 271 ss.
[6] Para la noción de realidad en este sentido, cfr. L. P. PEREIRA COUTINHO, A Realidade Internacional, Coimbra: Coimbra Editora, 2011, p. 111 ss.
[7] Formulación de J. RATZINGER, A Europa de Bento na Crise de Culturas, Braga, Aletheia, p. 54.
[8] Cfr. Does Europe Need a Constitution?, loc. cit., p. 161.
[9] Cfr. Der Staat des Aristoteles und der Moderne Verfassungsstaat e Die Neue Politie – Vorschläge zu einer Revision der Lehre vom Verfassungsstaat, in Verfassungspatriotismus, Frankfurt am Main, Insel, 1990, respectivamente, p. 133-155 y 156-231, en especial, p. 160 ss.
[10] Cfr. C. SCHMITT, La Notion du Politique, trad. M. Steinhauser, Paris, Flammarion, 1992.
[11] Para más ideas a este respecto, cfr. L. P. PEREIRA COUTINHO, A Autoridade Moral da Constituição – Da Fundamentação da Validade do Direito Constitucional, Coimbra, Coimbra Editora, 2009, pp. 81 ss.
[12] Cfr. Pós-Guerra – História da Europa desde 1945, Lisboa, Edições 70, 2006.
[13] Cfr. Constitutional Patriotism, Princeton: Princeton University Press, 2007, p. 100 ss.
[14] Cfr. National Identity and the Idea of European Unity, International Affairs, 68, 1992, pp. 55-76.
[15] Cfr. National Identity…, loc. cit., p. 74. Sobre esta discusión véase también los autores que pretenden de manera imposible que los mitos de la modenidad, como racionalidad o eficiencia burocrática, sean también mitos congregadores de la Unión Europea, resolviendo así el dilema planteado por A.D. SMITH, cfr. L. HANSEN / M. WILLIAMS, “The Myths of Europe: Legitimacy, Community and the “Crisis” of the EU”, Journal of Common Market Studies, 37, 1999, p. 233-249, em especial, pp. 240 ss.
[16] Cfr. J. H.H. WEILER, Uma Europa Cristã – Contributo para uma Reflexão sobre a Identidade Europeia, trad. A. Pereira, Cascais, Principia, 2003, p. 101.
[17] Cfr. Europa – Uma Aventura Inacabada, trad. C. A. Medeiros, Rio de Janeiro, Zahar, 2006, p. 41-42.
[18] Apoyándome aquí en la formulación de P. ALLOT, Europe and the Dream of Reason, in European Constitutionalism beyond the State, org. J. H. H. Weiler / Marlene Wind, Cambridge, Cambridge University Press, 2003, pp. 202-225, p. 209.
[19] Cfr. Direito Europeu e Identidade Europeia – Passado e Futuro, Lisboa, Universidade Lusíada Editora, 2007, p. 37-38.
[20] Cfr. To Be a European Citizen: Eros and Civilization, in The Constitution of Europe - Do the New Clothes Have an Emperor? and other Essays on European Integration, Cambridge, Cambridge University Press, 1999, p. 324-357, p. 347.
[21] J. DE BEUS, « Quasi-National European Identity and European Democracy”, Law and Philosophy, 20, 2001, p. 283-311, p. 290 ss. Véase el estudio publicado por el Eurobarómetro en Junio de 2005, respecto del “no” holandés al “Tratado Constitucional”. 82% de los holandeses – 78% de los que votaran “não” – apoyan la profundización en la integración europea, pero el 61% revelaran tener una mala imagen de las instituciones europeas, que consideraban ser “alimentadas” por el “Tratado Constitucional”. No hay que decir que respecto de los franceses, fue también significativo el número de aquellos que se refirió a un peligro de refuerzo de la “Europa de Bruxelas”, cfr La Constitution Européene: Sondage Post-Referendum en France, http://ec.europa.eu/public_opinion/flash/fl171_fr.pdf.
[22] Assim, R. BELLAMY y D. CASTIGLIONE, “A Constituição da União Europeia: Alternativa Republicana ao Liberalismo”, Análise Social, XXXIV, 2000, p. 425-455, p. 435. M. POIARES MADURO es al respecto más blando y más revelador, sustentando que “este tipo de consequências de desregulação a nível nacional não resulta (…) de uma visão neoliberal do Tribunal de Justiça acerca da Constituição Económica, mas representa o resultado funcional de uma necessidade de promover a integração – que exige a integração negativa, sob a forma de fiscalização judicial das regulamentações nacionais com efeitos restritivos do comércio – conjugada com a ausência de um critério de justiça distributiva que poderia indicar ao Tribunal em que casos seria de autorizar tais restrições com base em motivos de ordem sócio-económica. A integração económica origina a concorrência entre os diferentes sistemas jurídicos e económicos nacionais. Este processo é reforçado se a integração se consegue sobretudo por meio de integração negativa (em que as liberdades de circulação põem em concorrência produtos conformes a diferentes regulações sociais nacionais), e não através da integração positiva (ou seja, pela introdução de regulações sociais comuns). Este processo tem como consequência a promoção da desregulação e a redução do controlo político sobre a esfera económica”, cfr. A Constituição Plural – Constitucionalismo e União Europeia, Cascais, Principia, 2006, p. 230.
[23] Formulaciones de WEILER sobre una “malaise e desafeição pública para com a construção da Europa que ameaça destruir as bases da sua legitimidade política”, cfr. To Be a European…, loc. cit., p. 340 ss.
[24] Cfr. J. SCHILD, “National v. European Identities? French and Germans in the European Multi-level System”, Journal of Common Market Studies, 39, 2001, p. 331-351, p. 336.
[25] Recordando las palabras de JUDT, cfr. Pós-Guerra…, p. 888.
[26] Cfr. American Capitalism – The Concept of Countervailing Power, Londres, Penguin Books, 1968.
[27] Así, por ejemplo, HABERMAS, The European Nation-State…, loc. cit., p. 106 ss.
[28] Cfr. D. HELD, Models of Democracy, 3.ª ed., Stanford, Stanford University Press, 2006, p. 295 ss.
[29] Cfr. Models of Democracy, p. 305. Véase también D. ARCHIBUGI, The Global Commonwealth of Citizens – Towards Cosmopolitan Democracy, Princeton, Princeton University Press, 2008.
[30] Nos inspiramos aquí en J. SHKLAR, The Political Theory of Utopia e What Is the Use of Utopia?, in Political Thought and Political Thinkers, org. Stanley Hoffmann, Chicago, University of Chicago Press, 1998, p. 161-174 y 175-192.