LA TRANSFORMACIÓN DEL CONCEPTO DE SOBERANÍA[1]

 

Hans Kelsen

Traducido del alemán por Miguel Azpitarte Sánchez

 
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"ReDCE núm. 18. Julio-Diciembre de 2012" 

 

Distribución territorial del poder, integración supranacional y globalización.

 

  

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El conocimiento de la «Sociedad» posee la característica de estar, a diferencia de las ciencias de la naturaleza, en el riesgo permanente de confundir la «esencia» del objeto a comprender con el «valor» deseado del cognoscente. Así, se considera carácter necesario y general de un modelo social a aquello que tan solo es un interés especial, posible y determinado, que conforma la correspondiente relación social. Se toma por resultado logrado a través del conocimiento objetivo, lo que tan solo es expresión de una voluntad subjetiva; voluntad que a menudo se corresponde con los intereses de grupos más o menos grandes. En tanto que no se deja justificar, o precisamente porque no se puede justificar, la imposición de un interés o voluntad particular frente a otro, la voluntad dominante o que busca ser dominante, se oculta presentando su objetivo como una circunstancia “natural”, “orgánica”, la única “verdadera”, cuya esencia ha sido determinada a través del conocimiento científico.

La doctrina de la soberanía es una máscara de este carácter, en verdad un máscara trágica, bajo la que se esconden deseos de dominio de distinto tipo. Este término del latín, que proviene de “supremitas” y que en todas las lenguas modernas se ha convertido en un término técnico, en el fondo, no significa más, en suma, que un superlativo, el de ser lo máximo, en boca de quien lo emite. Primariamente contiene un sentido determinado mediante el sujeto al que se vincula como predicado. A esto se circunscribe su significado. Pero es en el campo del Derecho y del Estado, donde la soberanía se trae a colación para señalar que un sujeto se encuentra en el escalón superior dentro de un rango de valores. ¡Y a cuántos han tenido por soberanos la teoría del estado y del derecho! Con la teoría de que el príncipe es soberano, se ha sostenido su poder contra la nobleza y el pueblo, el de la monarquía centralista contra el federalismo de los feudos y las ciudades estado; con la tesis de que el pueblo es soberano, se ha intentado afirmar y extender su poder contra el príncipe y la nobleza. Y se piensa que se ha alcanzado una verdad esencial, sobre todo una consecuencia política ancilar, cuando se reconoce que ni el príncipe ni el pueblo, en realidad ningún órgano del Estado puede hacerse valer como soberano, que el Estado no necesita ser autocrático, o centralista y ni siquiera democrático o descentralizado, pues en esencia el Estado es soberano en sí mismo. Se apunta como una ganancia científica situar a la soberanía del Estado en el lugar de la teoría de la soberanía del príncipe o del pueblo. Pero este avance de la doctrina en verdad significa un cambio de frente al que apuntan fuerzas políticas disfrazadas de dogma científico. La teoría de la soberanía suministró fundamento ideológico primero a la lucha por el poder en el Estado, luego a la lucha del Estado contra poderes extra estatales. Y, finalmente, la doctrina de la soberanía ofrece al individuo la bandera del liberalismo y del anarquismo en su lucha contra el Estado.

El principio de la soberanía del Estado y su doctrina, tenida al menos hasta hoy como doctrina científica, fue fundada en la segunda mitad del siglo XVI por el francés Jean Bodin. Surge en un momento en el que gran parte de los Estados europeos, desde un punto de vista secular, formalmente todavía están asociados al Sacro Imperio Romano, y desde un punto de vista espiritual integrados en la Iglesia, de manera que el Káiser sería señor feudal y el Papa la cabeza religiosa del principado; es este un tiempo en el que se eleva sobre los Estados, al menos la idea, de la doble autoridad de un orden jurídico secular y otro espiritual. En la lucha del rey francés por su independencia frente al Káiser y el Papa, la doctrina de que el Estado presenta su esencia a partir de la más alta comunidad jurídica, es el principal instrumento intelectual, que el astuto jurista francés pone a disposición del rey en sus “Six libres de la république”. Que este escrito se convirtiera en uno de los más afamados en la bibliografía de la teoría del estado y del derecho, hasta el punto de convertir velozmente el dogma de la soberanía del Estado en opinión dominante, es solo un síntoma de la quiebra de cualquier comunidad supra estatal, que en la forma de Imperium Romanum y Ecclesia Universalis había sostenido el mundo jurídico del medievo. Paulatinamente, la idea del derecho internacional emerge en el lugar de esta monarquía universal de dos cabezas. Sin duda, es de mayor universalidad puesto que intenta agrupar en una comunidad jurídica algo más que a los integrantes del imperio romano y los Estados cristianos. Pero en cuanto que idea jurídica dotada de racionalidad no es ni de lejos un principio al nivel de la metafísica religiosa de la cristiandad indivisa que alimenta el poder del Papado y del Imperio. Su lema es claro: el dogma de la soberanía del Estado choca con el nuevo objetivo en formación dirigido a construir una comunidad jurídica supraestatal. La idea de que el Estado soberano representa el orden jurídico más alto es simplemente incompatible con la pretensión de que exista un derecho internacional por encima del Estado titular del derecho, que da fundamento al Estado y lo obliga frente a otros Estados. Que el derecho internacional pueda limitar el ámbito de poder de unos Estados frente a otros y coordinarlos como sujetos de derecho, es un pensamiento que solo ha de realizarse poco a poco y en lucha con el dogma de la soberanía del Estado. La lenta pero continua y creciente organización del mundo, que se halla en el origen y paulatino refuerzo del derecho internacional como comunidad jurídica supraestatal, se refleja en la cambiante forma de la ideología que acompaña a este desarrollo real: el cambio de significado que experimenta con el tiempo el concepto de soberanía del Estado y con él –al mismo paso, como adversario- el concepto de derecho internacional.

En tanto que el dogma de la soberanía se mantenga de manera plena y completa, en tanto que el Estado individual, esto es, el «único» Estado, se siga analizando como la entidad jurídica más alta, entonces, la pretensión de que sobre ese Estado exista un ordenamiento que lo obliga y lo sitúa en igualdad con otras entidades colectivas similares, se topará con la afirmación de que tal ordenamiento no es un ordenamiento jurídico. Las normas que obligan a la realización por el Estado de una determinada conducta frente a otro Estado, no tienen el mismo carácter que el del propio ordenamiento estatal. Por tanto, si no se quiere contradecir la existencia del derecho internacional, se ha de negar su carácter jurídico, para así garantizar la posición del Estado como la más alta autoridad jurídica. El llamado derecho internacional sería una suerte de moral. Su vulneración en todo caso no tendría el significado de una infracción jurídica, no sería enjuiciada como una conducta en contra del ordenamiento estatal, que es el único que se ha de considerar como ordenamiento jurídico en sentido estricto. En la relación del Estado con el exterior, el poder antecede al derecho, es más, en esta esfera no existe ningún derecho que pueda limitar el poder. Dadas tales circunstancias, no se sostiene la exigencia del reconocimiento de un ordenamiento jurídico preexistente y por encima los ordenamientos estatales. En caso contrario, la teoría ha de pagar su peaje en el intento de conservar el dogma de la soberanía del Estado. Las normas que regulan el hacer y permitir del Estado con otros Estados, son normas jurídicas; pero lo son solo en cuanto que el Estado reconozca en su propio ordenamiento que poseen el carácter de ordenamiento jurídico. Pues solo el Estado puede conceder a una determinada norma el valor de norma jurídica al reconocerla como tal. Así, el derecho internacional está constituido por las normas que, en virtud de la propia fuerza de la voluntad del Estado, rigen su conducta hacia fuera. El derecho internacional es derecho del Estado en el exterior. Su razón de validez no reside fuera del Estado, reside en su voluntad, pues el Estado es soberano y esto significa que solo él a través de su propia voluntad puede sujetarse jurídicamente, de ahí que el derecho internacional como tal haya de ser reconocido, pues existe para él y contra él. Y así como la validez del derecho internacional, también la existencia jurídica de otros Estados, se reconduce a la voluntad del Estado particular. Para esta doctrina, la existencia jurídica de otro Estado requiere en relación con el propio, que éste reconozca a aquél. El dogma de la soberanía del Estado, dirigido por la «teoría del reconocimiento», triunfa en esta comprensión de los otros Estados y del conjunto de la comunidad de Estados. En ella la voluntad del Estado es la última razón de validez de todo ordenamiento que quiera ser considerado como jurídico y ese Estado se muestra no solo como el de más alto rango, sino incluso como el único ordenamiento jurídico completo -pues determina, siquiera en un sentido formal, la validez de los restantes, aunque no su contenido o eficacia. Desde el punto de partida del Estado, cuyo reconocimiento se exige tanto para la validez del derecho internacional como para la existencia jurídica de los restantes Estados, pues su soberanía requiere tal reconocimiento, no hay otra comunidad jurídica que junto a él sea soberana, esto es, del rango más alto y que como tal pueda ser un ordenamiento completo. La soberanía del Estado es incompatible con la soberanía del derecho internacional o con la de otro Estado. Ciertamente, esta construcción jurídica se puede levantar desde cualquier ordenamiento estatal, desde cualquier Estado puede producirse el sistema en su conjunto, cualquier Estado particular puede ser su cima. Pero tal empresa es en todo caso posible solo a partir de un punto de partida, que excluye todos los demás. Tal punto de partida es el del «primado del ordenamiento jurídico propio».

Quien considere esta pretensión teórica del Estado y del Derecho asimismo como una teoría del conocimiento, entonces tendrá que intentar presentar la reconducción a la voluntad de un único Estado como última razón de validez del conjunto del orbe jurídico, tanto del derecho internacional como del ordenamiento de un Estado, como simétrica a aquella posición de principio en la que toda la realidad es solo representación del cognoscente, todo valor resultado de la voluntad del sujeto. Si esto es individualismo subjetivista, el dogma de la soberanía, con su primado de ordenamiento de un Estado, es subjetivismo estatal.

Se ha de subrayar que tan pronto como se dé carácter jurídico a las normas de derecho internacional, el dogma de la soberanía no se puede mantener en sus últimas consecuencias ni llevarse a término. Un derecho internacional que tan solo es parte del ordenamiento de los Estados particulares y que tiene validez en virtud de la voluntad de estos Estados, no puede realizar su función específica: posibilitar una pluralidad de Estados coordinados y limitados jurídica y recíprocamente en su ámbito normativo. Esa ordenación jurídica y paritaria de los Estados ha de deducirse de un ordenamiento jurídico superior a los mismos, cuya validez no es dependiente de la voluntad de los Estados singulares. El intento de mantener el dogma de la soberanía a través de la teoría del reconocimiento y al mismo tiempo sostener la idea de una pluralidad de Estados jurídicamente coordinados, lleva a contradicciones insolubles. El propósito de deshacer tales contradicciones obliga a un debilitamiento paulatino del principio de soberanía. Un síntoma de esta tendencia es la extendida doctrina que afirma que el derecho internacional se diferencia del derecho estatal por ser esencialmente un «derecho contractual»; sin duda no es un derecho intraestatal, sino, por decirlo de algún modo, entre Estados, pero en ningún caso supraestatal. Las obligaciones contractuales surgen principalmente por la voluntad de los obligados. Con todo, en este caso ha de dejarse a un lado que las obligaciones contractuales surgen «del acuerdo de la voluntad» de los obligados, pero no «de la voluntad» de los obligados. La obligatoriedad de un tratado entre Estados solo es deducible de una norma que tiene como supuesto de hecho el consentimiento concurrente de dos o más Estados a los que vincula la consecuencia del sometimiento a las conductas previstas en el tratado; y esta norma jurídica, el principio contractual, no es en sí misma un tratado, sino la condición previa de todo derecho producido a través de tratados y, so pena de caer en una «petitio principii», debe valer necesariamente al margen de la voluntad de los contratantes, esto es, debe ser pensada por encima de ellos. No de otro modo ocurre con la forma contractual dispuesta a los particulares mediante un principio jurídico reconocido en el Código Civil y que se encuentra por encima de los contrayentes. Y así como la ley estatal que reconoce autonomía privada no presupone la soberanía de los sujetos particulares, tampoco puede pensarse como manifestación de la soberanía de los sujetos de derecho internacional, el hecho de que los Estados a través del derecho internacional gocen de la competencia para ordenar jurídicamente su conducta a través de tratados. Y eso, soslayando que, aparte del principio “pacta sunt servanda”, en el derecho internacional se reconocen otros principios de derecho internacional, que de ninguna manera fundan derecho y obligaciones contractuales entre las partes, por lo que el derecho internacional no puede ser caracterizado simplemente como derecho de tratados.

La doctrina que pretende configurar el derecho internacional no como parte del ordenamiento estatal particular, no como mera manifestación exterior del derecho estatal, sino como resultado de un derecho de tratados entre Estados, debe introducir la idea de que los Estados que celebran tratados entre ellos, están jurídicamente en situación de igualdad y que son sujetos jurídicos en el mismo plano. Esta idea solo es posible, sin embargo, bajo la condición de aceptar que sobre los Estados existe un ordenamiento internacional que los delimita jurídicamente de forma igualitaria y que los dota de personalidad jurídica al justificarlos y obligarlos. Y para acomodar tal derecho internacional con el dogma de la soberanía del Estado, debe acometerse el desesperante esfuerzo de separar conceptualmente la esfera del derecho internacional de aquella de los Estados, de manera que queden aisladas una frente a la otra. Esta «construcción dualista», todavía muy apreciada, cree salvar así la soberanía del Estado, de suerte que se argumenta del siguiente modo: para que el Estado quede obligado en el ámbito del derecho internacional, su poder jurídico dentro de sus propias fronteras no ha de ser limitado. Si el derecho del Estado entra en contradicción con el derecho internacional, este conflicto es jurídicamente irresoluble. Sin embargo, esta doctrina se ha demostrado insostenible. En ella, pese a negar la «unidad del derecho internacional y el derecho estatal», se da por supuesta que la ilicitud jurídico-internacional de un acto estatal (una ley o un acto administrativo) admite un juicio jurídico y no moral, pues el derecho internacional es un orden jurídico y no moral. De este modo, confunde el hecho de que contra el Estado vulnerador del derecho internacional solo es posible la sanción penal del derecho internacional, esto es, la guerra, con la comprensión de que el derecho internacional y el derecho del Estado sean dos sistemas normativos independientes. Pero en general, la relación que existe dentro del ordenamiento estatal entre la Constitución y la ley no es diferente. La ley inconstitucional permanece vigente mientras que no exista una instancia estatal que la enjuicie (por ejemplo, un tribunal constitucional). Solo se puede sancionar al órgano responsable de su constitucionalidad, un Ministro o un Jefe del Estado. Y, sin embargo, nadie ha dudado de que la Constitución, junto a la ley y el acto que la ejecuta, forman un sistema jurídico único, el del Estado, pese a que su constitucionalidad únicamente puede garantizarse mediante la sanción penal. La idea de la soberanía del Estado se habrá perdido irremediablemente con que se dé una sola vez la posibilidad de que un acto del Estado se tenga por ilícito desde un punto de partida jurídico, pues esto es posible cuando contradice una norma superior al ordenamiento del Estado, es decir, cuando se reconoce que existe un ordenamiento superior que dispone la guerra como acto jurídico internacional.

La construcción dualista del derecho internacional, que realiza el desesperado intento de tapar la quiebra del dogma de la soberanía, también sostiene que la soberanía no es realmente un concepto de derecho internacional, sino de derecho del Estado y que, por tanto, no puede allí realizarse en plenitud. En consecuencia, se intenta desde el punto de partida del Estado diferenciar en dos direcciones la característica de la soberanía, hacia “adentro” y hacia “afuera”, separando así la soberanía de derecho del Estado de la de derecho internacional. La soberanía significa que el Estado hacia adentro es el poder u orden superior a todas las comunidades jurídicas que lo integran, pero hacia afuera significa que es independiente, esto es, independiente de cualquier otro Estado, que no está sometido a ninguno. Se abandona el verdadero y original significado del concepto de soberanía, que expresa un escalón en el orden jurídico superior de manera absoluta. El Estado “soberano” lo es ahora solo hacia adentro, solo frente a los entes jurídicos que no son Estados, esto es, que no son sujetos en posición igual al Estado soberano; esta postura, sin embargo, como ya se ha dicho, se consuma bajo la condición de que se conciba una comunidad de Estados sobre Estados iguales, comunidad que sería soberana en todas direcciones. La soberanía del Estado ha pasado de ser una cualidad absoluta a relativa. El Estado que es concebido y debe ser concebido con los otros Estados en una comunidad jurídica superior de derecho internacional no es ya en sentido estricto soberano, lo es en el término, pero no en el fondo, pues la autoridad jurídica más alta se posee en todas direcciones o simplemente no se posee. Afirmar que el principio de soberanía en el concepto de la “soberanía de derecho internacional” significa la independencia de un Estado respecto a los otros, es una atenuación que tiene como fin exclusivo asegurar la idea de la coordinación de una pluralidad de entidades reconocidas como Estados y, por tanto, la existencia de un ordenamiento internacional y de una comunidad internacional superior a estas entidades. Con este presupuesto, se ha desprendido, sin embargo, al Estado de su existencia absoluta y excluyente. Cuando se reconoce sobre la comunidad jurídica estatal una comunidad jurídica plena y superior, entonces no se puede reconocer al Estado como una comunidad jurídica plena y superior frente a los entes jurídicos que lo componen –las provincias autónomas, los entes locales, las asociaciones, etc.-. Se ha «relativizado» al Estado como autoridad jurídica. Es obvio que esta relativización del Estado deificado a toda costa, muestra un poderoso cambio de la ideología social. Por ello se comprende que este cambio primero se intente ocultar bajo una terminología que parece buscar la conservación de la soberanía del Estado.

El concepto de la soberanía, en su significado originario de esencia absoluta y superior, poseía un carácter completamente formal. El cambio de significado que se realiza con su relativización lo muestra ahora como un concepto material y en especial como un concepto de contenido jurídico. Este concepto «material» de soberanía quiere expresar en cierta medida una plenitud de poder fáctica o jurídica. Se da la primera perspectiva, si se piensa, en vez de en un máximo, en una medida mínima de poder fáctico. Este significado difícilmente sería compatible con el concepto jurídico de soberanía que, sin embargo, es acogido de manera general por la mayoría de los autores al subrayar el carácter jurídico del concepto e incluso sostener expresamente en ocasiones la independencia de la soberanía de cualquier grado de poder de hecho. No obstante, habitualmente se toma por condición de la soberanía del Estado una significativa dimensión del territorio del Estado, un número correspondiente de población, la existencia de una suficiente riqueza natural y en especial un cierto poder militar. De otro lado –tal y como se deduce del concepto de soberanía- el poder fáctico del Estado no debe ser excesivo. En definitiva, no concuerda con la esencia de la soberanía ni la impotencia de una estructura minúscula o una comunidad plenamente desarmada, ni la superioridad de un imperio mundial. No se trata, evidentemente, de la exposición del contenido comprobable de un principio positivo de derecho internacional, que determina las condiciones mínimas o máximas para la existencia de un Estado. Más bien se defiende con ello un postulado de derecho natural. Bajo el principio del dogma de la soberanía se encierra el principio de «equilibrio», tal y como es expuesto en la forma de la teoría del equilibrio europeo. Por otro lado, como concepto jurídico supone una determinada dimensión de competencias estatales. La distinción entre interior y exterior, soberanía de derecho del Estado y de derecho internacional, se cultiva como flujo del primero: el Estado posee el derecho a organizarse políticamente, esto es, a darse una Constitución, una ley constitucional; y asimismo el el Estado puede darse leyes. El «derecho» del Estado a ejecutar estas leyes nunca se precisará plenamente como “derecho a la autoregulación y autoadministración”, a “la dirección de la administración del Estado”, a la “jurisdicción y derecho judicial”. En tales enumeraciones de los derechos soberanos cobra claramente una importancia especial la descripción de las más significativas e importantes funciones del Estado en el tráfico internacional. Ocasionalmente se subrayan como derechos especiales de soberanía: el derecho a la provisión de cargos o, entre otros, el derecho a regular libremente la situación religiosa de los súbditos. La enumeración del catálogo de los derechos internos de soberanía es un intento de exponer como derechos subjetivos las competencias materiales que el Estado ve garantizadas mediante el derecho internacional dentro de su espacio territorial. Este intento no tiene sentido, pues el Estado, dentro de este espacio, posee por principio toda competencia que afecta a las relaciones humanas. Termina exponiendo de manera exhaustiva todo el posible contenido del ordenamiento jurídico particular. Como derechos de la «soberanía externa» o de la independencia se incluyen: el derecho a relacionarse libremente con otros Estados y autorizar representantes con este fin (el derecho de legación), el derecho a declarar la guerra y celebrar tratados bajo determinadas condiciones, el derecho a la igualdad, el derecho al respeto a los sujetos jurídicos, etc. En especial se cuidan de subrayar el derecho a excluir en su propio territorio la eficacia de los actos de otro Estado, no ser juzgado por la jurisdicción de otro Estado, el derecho de todo Estado a excluir a sus enviados del sometimiento al poder público del Estado de recepción, el derecho de cada Estado de proteger a sus nacionales frente a los extranjeros. Es obvio que este catálogo tampoco puede ser completado plenamente. En cualquier caso, todo principio jurídico de derecho internacional, todo contenido de una norma objetiva de derecho internacional, se deja presentar de algún modo como derecho subjetivo del Estado, cuando existe el interés de que tal derecho esté protegido por una norma. La soberanía como encarnación de los derechos de soberanía no es nada distinto del derecho internacional objetivo, en tanto que con él se protegen los intereses del Estado particular (el conjunto de los derechos de soberanía quedarían garantizados por el derecho internacional cuando protege el ordenamiento del Estado concreto). El intento de disolver la soberanía en un conjunto de competencias particulares del Estado y de este modo transformar en forma jurídica un concepto jurídico, termina convirtiendo a la soberanía que ha de caracterizar al poder público, en el mismo poder público.

El concepto de soberanía pierde todo valor con esta transformación. Ha de observarse que en el ámbito de la comunidad internacional no se da ese supuesto ideal de todo un conjunto de posibles actuaciones jurídicas ilimitadas en manos del Estado. En definitiva, “Derecho” significa al mismo tiempo una habilitación condicionada de la actuación jurídica. A través del derecho internacional, el Estado está limitado no solo en sus actuaciones particulares, sino en general. Todo derecho es necesariamente obligación –vinculación, límite- de otro. En definitiva, nunca se llega al final en esta tendencia inmanente a la construcción conceptual. Obviamente no se llega a una enumeración de todos los posibles derechos de soberanía. Se quiere tan solo describir aquel conjunto de derechos mediante los cuales el Estado todavía es soberano, un mínimo que no admite limitación, sin el cual el Estado pierde la característica de la soberanía y con ella «el carácter de Estado». Con tal concepto solo en cierta medida pueden fijarse fronteras firmes y en todo caso se excluye la separación entre comunidades jurídicas soberanas y no soberanas. Además, esta materialización del concepto de soberanía, que aparece no en el lugar de una característica del poder público o del Estado, sino como la propia substancia del poder público o el Estado, deja en un segundo plano la pregunta sobre cuándo es soberano todavía el Estado y pone en un primer plano la pregunta de cuándo una comunidad política todavía es un Estado, cuándo su poder todavía es poder estatal.

Este desplazamiento de los interrogantes, que está ligado a una represión del problema de la soberanía, se une de la manera más íntima con la construcción de la esencia de un Estado, que evidentemente no se correspondía con el tipo normal de Estado centralista, tomado en consideración durante todo un siglo. Me refiero a los llamados «Estados federales». Los Estados Unidos de América, Suiza, el Imperio alemán, son Estados que surgen de la unión de Estados, sin que estos Estados miembros pierdan su rango de Estado. En este contexto, la soberanía como rasgo esencial del Estado debe desaparecer en la misma medida que la teoría del estado intenta responder al reto de la unión de Estados y de que los Estados miembros de la Federación, antes Estados autónomos, se continúen considerando Estados y no meramente provincias autónomas. El entendimiento de la esencia del Estado federal empuja hacia un paso decisivo en el proceso intelectual que hemos calificado como relativización de la soberanía. Sin duda, primero se intentó conservar el dogma de la soberanía frente al Estado federal. Para ello surgió la doctrina de la soberanía compartida, la doctrina de los Estados con soberanía compartida. Y fruto de esta doctrina, la antes mencionada materialización o substancialización del concepto de soberanía ha realizado su identificación con el concepto de poder estatal. Pues aunque la particularidad del ser supremo no se puede dividir, sí, en cambio, cuando se piensa como sustancia del poder estatal, como la suma de los poderes estatales, de sus competencias. Y la esencia del Estado federal reside precisamente ahí, en el reparto –por lo demás reunidas por una autoridad central- de las competencias entre una instancia central y otras locales, en la distribución de las competencias estatales entre la Federación y los Estados. Pero la doctrina de la soberanía repartida o compartida no se puede sostener a largo plazo. Su persuasión quiebra con los miembros del Estado federal, que obviamente no son comunidades jurídicas soberanas, pero sí Estados. Así se realiza plenamente la separación del concepto de Estado y del concepto de soberanía.

Ha de aceptarse, que entre los Estados miembros y la comunidad total del Estado federal, esto último identificado en todo caso como soberano, con sus comunidades parciales intraordenadas, solo existe una diferencia cuantitativa, pues los dos responden al genus del Estado, perspectiva que recobraría vigor a largo plazo, pues entre la unión de Estado preexistentes –el Estado federal- y otras reuniones de Estados –por ejemplo, la Confederación- existe una diferencia de grado pero no de esencia. Pero ocurre que los vínculos de derecho internacional –la comunidad jurídica internacional- no son otra cosa que una unión de Estados. Y debe señalarse que todas las comunidades jurídicas, desde la Confederación hasta la última asociación de derecho civil, pasando por el Estado federal, el Estado unitario, el Estado federado, la provincia autónoma o la entidad local, son ordenadas por la universal comunidad jurídica internacional en una cadena continua de formas jurídicas. Cuando alguien considere que una de las configuraciones jurídicas integradas en esta cadena pueda ser soberana, esto significará, como mucho, que tal comunidad jurídica tiene sobre sí únicamente a la comunidad jurídica internacional, que su posición jurídica deviene directamente del ordenamiento internacional, como ocurre en la mayoría de los Estados, pero no, por ejemplo, en los Estados miembros de la Federación, cuya «actuación de derecho internacional» es mediada. Y puede que se trate únicamente de mostrar el principio de integración de la pluralidad de formas jurídicas en la unidad de la comunidad jurídica universal, así como el principio de su singularidad dentro del conjunto del sistema, el «principium unitatis» y el «principium individuationis». Uno es el criterio de la «delegación» escalonada, que asegura el vínculo de todas las comunidades jurídicas en la comunidad jurídica internacional; el otro, es la ley de la graduación cuantitativa, el principio de la «centralización» y «descentralización».

Cuando esta comprensión se haya convertido en un lugar común, cuando la idea del primado del ordenamiento estatal haya sido desplazada por la idea del «primado del derecho internacional», entonces no seguirá siendo posible sostener como argumento habitual que la esencia del Estado, su soberanía, choca contra la exigencia de una construcción técnica de la comunidad jurídica internacional, o contra una determinada unión de Estados, en especial las propiciadas por el derecho internacional, o contra la exigencia de introducir una justicia obligatoria entre Estados, o la transferencia de la ejecución del derecho internacional a una organización internacional particular. Ha de saberse, pues, que afirmar que una extensa centralización de la comunidad jurídica internacional o de una particular unión de pueblos no concuerda con la esencia del Estado sería algo así como afirmar que la sustitución de la venganza por la justicia centralizada no va de acuerdo con la esencia de la naturaleza humana. Pues la soberanía, en su sentido original de absoluta supremacía de un ordenamiento completo, solo es predicable como cualidad del conjunto del sistema jurídico y no como peculiaridad de una comunidad particular dentro de este sistema, pues la ciencia que transforma toda diferencia cualitativa en cuantitativa, toda característica absoluta en particular se dirige –como toda ciencia- hacia la unidad de sus sistema y gana así –como las ciencias naturales con la unidad de lo físico- la «unidad de la concepción jurídica del mundo».

 

Resumen: Este estudio plantea las tensiones que sobre el concepto de soberanía provoca el surgimiento del derecho internacional, hasta el punto de que denuncia el uso ideológico (no científico) del citado concepto de soberanía. Para alcanzar esa conclusión repasa la formación del concepto, las contradicciones indisolubles que surgen cuando se confronta con la idea de una comunidad jurídica-internacional, y los esfuerzos inútiles de salvar esa contradicción recurriendo a la tesis de la soberanía del Estado, la comprensión del derecho internacional como un derecho de contratos, a la doctrina dualista o a la materialización del concepto de soberanía.

 

Palabras clave: Soberanía, Estado, derecho internacional.

 

Abstract: This paper studies the intellectual clash between the concept of sovereignty and the building of an international community, to the point of denouncing the ideological and non scientific use of the concept of sovereignty. To reach this conclusion, the author goes briefly over the concept of sovereignty, the superb contradictions that this concept encounters if confront with the idea of an international law community and the empty tries to circumvent that contradictions through the thesis of State’s sovereignty, international law as contract law, the dualist doctrine or the materialization of the concept of sovereignty.

 

Key words: Sovereignty, State, international law.


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[1] La traducción se ha realizado a partir del texto alemán recopilado en Hanns Kurz, Volkssouveränität und Staatssouveränität, 1970, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt. Esta recopilación remite a su vez a una primera publicación en Studi Filosofico-Giuridici, Bd. II. Modena 1931, pp. 1-11.