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"ReDCE núm. 21. Enero-Junio de 2014"
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A la memoria del admirado Profesor Nicolás María López Calera
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“Permitir que el mecanismo del mercado dirija por su propia cuenta y decida la suerte de los seres humanos y de su medio natural, e incluso que de hecho decida acerca del nivel y de la utilización del poder adquisitivo, conduce necesariamente a la destrucción de la sociedad”.
Karl Polanyi[2]
La materia a tratar es de gran actualidad, pues remite al papel que desempeña el constitucionalismo social en la construcción de la ciudadanía social en el marco de la Unión Europea, y que titulo “Por un constitucionalismo social europeo. Un marco jurídico-político insuficiente para la construcción de la ciudadanía social”. Versa, pues, sobre una cuestión central y polémica para nuestra existencia en una sociedad democráticamente constituida y organizada.
La misma enunciación del tema implica, por otra parte, una tesis problemática y no exenta de polémica, a saber: El constitucionalismo democrático-social en los Estados nacionales avanzados, impulsado especialmente a partir de la Segunda Postguerra Mundial, y que permitió el control político de la economía y la garantía efectiva de los derechos sociales de la ciudadanía y bienes públicos, está siendo desplazado radicalmente –aunque paulatinamente para hacerlo más asumible y aceptable por la sociedad- por un constitucionalismo débil de tipo neoliberal (post-social) que subordina la Constitución social a las exigencias maximalistas de la Constitución económica. Ese proceso transformador, significativamente, es impulsado en el momento presente por las instituciones políticas de la Unión Europea. Por otra parte, esta decisión político-jurídica se ha visto sin duda facilitada por el persistente déficit democrático de la Unión y, en relación a ello, por un marco normativo y político insuficiente para la garantía de los derechos fundamentales, y, en particular, los derechos sociales. Se constata, asimismo, el predominio de la Constitución económica material que se impone sobre esa subalterna y debilitada Constitución social dentro del Sistema de los Tratados de la Unión. De manera que el principio de mercado (razón económica selectiva) prevalece sobre el principio de comunidad (razón social general, redistributiva y participativa).Todo ello sin dejar de reconocer que se han producido ciertos avances importantes en la garantía de los derechos fundamentales en el ordenamiento jurídico europeo.
Sirva como presupuesto la llamada de atención sobre el contexto problemático de la globalización y la presente coyuntura de crisis económica estructural, en la época actual de capitalismo desorganizado, con un desarrollo desequilibrado orientado al mercado y la reducción de la acción política y la regulación jurídica moderna al principio de mercado. Más allá de la retórica al uso, esta centralidad del mercado ha puesto en cuestión la consideración del Derecho como instrumento de la transformación social democráticamente legítima. El periodo actual es un periodo de transición, en el cual los momentos de destrucción (que predominan) y los de creación se suceden unos a otros a un ritmo extraordinario sin dejar, todavía, tiempo para momentos de estabilización y consolidación significativa. En ese contexto, lejos del pesimismo cínico (crítica de la razón cínica) hay que afirmar, haciendo valer la ética de la responsabilidad, de la convicción y de la autenticidad del jurista crítico (que no son incompatibles, porque pueden conciliarse dirigiendo la acción), que si el futuro no está escrito inexorablemente, es necesario preocuparse por estos asuntos rememorando y poniendo en práctica lo que siempre ha sido el sentido de la lucha por el Derecho en el orden democrático emancipador.
A partir de la década de los setenta se han producido transformaciones cualitativas que inciden en la Constitución material de las sociedades europeas. Han desaparecido los presupuestos fundamentales de los Estados Sociales nacionales, por un lado, y por otro, se constata el declive, igualmente, de los presupuestos fundamentales del orden económico y social que fueron la base del compromiso democrático-social keynesiano subyacente a la creación del Estado Social evolucionado implantado en la postguerra mundial. El capitalismo se ha globalizado, y el capital y las grandes empresas que operan a escala global tienden a sustraerse al control de la política democrática (aunque, visiblemente, no respecto a toda política de intervención pública). Este es el nuevo escenario del poder en Europa, con una mutación –un viraje- en las relaciones entre el poder público y el mercado en un sentido de racionalidad instrumental completamente distinto al que era configurado en el marco del constitucionalismo democrático-social, porque sitúa en dependencia jerárquica y hegemónica al poder público respecto al mercado.
La globalización plantea nuevos retos a la tradición del constitucionalismo social y su forma política, el Estado Social de Derecho, tanto a nivel de los Estados nacionales como en su propuesta de extensión a la Unión Europea, como un nuevo espacio geopolítico definido. El poder (político y socio-económico) adquiere dimensiones transnacionales y no es absolutamente independiente de las grandes potencias estatales. Dominan el escenario mundial las grandes potencias estatales (es decir, un reforzamiento de la soberanía de los Estados de potencia mundial) y los grandes poderes económicos transnacionales. Se debate sobre la necesidad de un nuevo orden internacional ante el declive relativo de las soberanías nacionales y sobre la construcción de formas de constitucionalismo supranacionales para hacer frente a nuevo contexto de economía globalizada. Se habla de la crisis del Estado, de crisis de la soberanía nacional y de la crisis de la democracia en la era de la globalización. Se habla igualmente de un constitucionalismo supranacional, más allá del Estado, que entraña la ruptura del esquema clásico –y tradicional- Estado nacional/Constitución. También de la contraposición entre un constitucionalismo débil y un constitucionalismo democrático-social fuerte y garantista.
El proceso de integración europea es bien significativo de las aporías en la que se encuentran hoy inmersos los conceptos fundamentales de la teoría política y jurídica y del predominio de las realidades constitucionales sobre sus formalizaciones jurídicas. La impresión general es que prácticamente todas las categorías fundamentales de la ciencia política, del Derecho Social del Trabajo y del Derecho Constitucional están siendo puestas decididamente en cuestión en la era de la globalización. Lo que puede hacerse extensivo a prácticamente todas las disciplinas de las ciencias sociales.
El mismo proceso de integración europea no es, evidentemente, ajeno a esta nueva fase de la mundialización. Hunde sus raíces, como se sabe, en un complejo de causas diversas, pero la Unión Europea se ve inmersa –mostrando una gran impotencia- en un entorno profundamente cambiado desde los orígenes de la construcción del proyecto europeo. Ese nuevo espacio político y jurídico hasta el momento sólo ha sido capaz de ofrecer una respuesta insuficiente ante la globalización y la exigencia de reforzar el sistema democrático y los derechos sociales de ciudadanía consustanciales a la tradición europea del constitucionalismo democrático-social.
Las transformaciones actuales en la nueva fase de mundialización, que conocemos como globalización, exige una revisión –o incluso puesta en cuestión- del sentido del proceso de racionalización propio de la modernidad de las sociedades contemporáneas. A la par que quedaría seriamente cuestionada la función del constitucionalismo democrático-social (y su fórmula política de Estado Social de Derecho, que no ha llegado a cristalizar plena y operativamente en ámbitos geopolíticos transnacionales) como elemento de integración social y política[3], o incluso no menos significativamente, como instrumento de emancipación social[4].
Con todo, las herramientas conceptuales del Estado-nación soberano están siendo replanteadas y redefinidas en el nuevo contexto del sistema mundo, lo que se manifiesta, entre otras expresiones, en la relativa pérdida de autonomía para adoptar determinas decisiones fundamentales respecto al gobierno político interno y externo del Estado. De este modo muchas categorías elaboradas en torno al principio de soberanía estatal (como el poder constituyente, el monismo jurídico, la norma fundamental, jerarquía normativa, seguridad jurídica, etc.) están siendo objeto de una transformación interna de sus contenidos y funcionalidad. Pero junto a la devaluación de ciertas categorías políticas clásicas emergen otras derivadas de las exigencias vinculadas, a su vez, a las nuevas formas de intervención económica y social que tal proceso de globalización requiere, porque es manifiesto que los Estados nacionales son todavía indispensables para estructurar el orden internacional actual. La crisis económica y político-institucional a escala mundial, con la puesta en cuestión del modelo de capitalismo tal como lo conocemos actualmente, evidencia esa realidad política del carácter no suprimible de los Estados nacionales (ante todo de las grandes potencias estatales) en el horizonte de una intensa mutación de los equilibrios que presiden hoy el sistema de relaciones internacionales. El fenómeno de la globalización ha acrecentado un elemento ya presente en épocas pasadas, consistente en que la seguridad tiende a escapar de modo progresivo de la soberanía de los Estados nacionales. La seguridad global, exponente cualificado de la sociedad del riesgo del mundo contemporáneo, exige nuevas procedimientos de intervención y regulación pública.
En una línea de discurso crítico se está acometiendo una crítica al sistema actual de relaciones internacionales y al modelo vigente de Derecho Internacional. La evaluación se dirige, por lo que aquí más interesa, al modelo vigente de globalización neoliberal que actúa como un mecanismo que disuelve al sistema democrático a favor de un orden internacional dominado por las grandes potencias estatales (incluido el recurso discrecional a la guerra) y por las grandes empresas multinacionales
Siendo de realzar, en este contexto, el agotamiento sistémico de la forma política del Estado-Nación (y también la puesta en duda de la consideración del Derecho como condición de la unidad estatal), con la creciente pérdida de su tradicionalmente afirmado monopolio del uso de la violencia legítima dentro de un espacio territorial acotado y las dificultades de redefinición y adaptación estatal ante la crisis de gobernalidad político-económica y social en el contexto de una sociedad del riesgo global; y la paulatina disolución del paradigma político-jurídico liberal, pero en el marco de un capitalismo desorganizado[5]. Ciertamente, el espacio-tiempo del Estado nacional está perdiendo la primacía absoluta debido a la creciente importancia de los espacios-tiempo globales y locales que concurren y en parte compiten con él. Esa desestructuración del espacio-tiempo del Estado nacional conlleva una transformación constante y sin dirección estable y totalmente predeterminada del espacio de la política. Pero sin olvidar que, hoy por hoy, los Estados de potencia mundial son los principales agentes impulsores de la globalización.
La crisis económica –cuyas causas, bien conocidas, derivan del modelo de capitalismo especulativo, de rapiña, que ha imperado en las últimas décadas[6] - está siendo aducida como fundamento para un desmantelamiento sistemático de los derechos sociales fundamentales que han venido estando garantizados en el constitucionalismo social de los Estados europeos más avanzados desde la segunda postguerra mundial. Se había tratado de extender ese modelo de constitucionalismo social al ámbito de la integración europea, dotando a la Unión Europea, con carácter integrador, no sólo de una Constitución económica, sino también de una Constitución social garantista. Como indicaré después, ese proceso de constitucionalización en curso, es incompleto y adolece de relevantes limitaciones.
Pero, en relación a esto último, lo que resulta altamente significativo, ya en una primera aproximación, es que las grandes iniciativas que ponen seriamente en cuestión la tradición del constitucionalismo social de los Estados Sociales europeos provienen no sólo de los gobiernos nacionales, sino ante todo de decisiones políticas imperativas de instituciones de gobernanza económica de la Unión Europea. Es la autoridad política supranacional la que, aduciendo la defensa del modelo económico comunitario (presidido actualmente por la centralidad del mercado interior y de sus exigencias de funcionamiento), procede a realizar supuestas reformas modernizadoras y racionalizadoras del autodenominado modelo social europeo que en un sentido, paradójico sin duda, entrañan la redefinición de la forma política del Estado social de Derecho hacia la forma Estado de competencia económica o Estado mercado (un Estado que hace prevalecer la lógica económica sobre la lógica social) y la re-mercantilización de los derechos sociales. En términos constitucionales se promueve una transformación de la Constitución democrático-social garantista del trabajo hacia una Constitución social flexible y debilitada del trabajo enteramente subordinada (subalterna) respecto de la Constitución económica fuerte de orientación neoliberal. Esa transformación está convirtiendo en irreconocible nuestro modelo de sociedad.
Esa afectación a las categorías constitucionales se rubrica y plasma en la práctica en la aplicación de políticas que suponen restricciones radicales de derechos y que sitúan o colocan a la sociedad al servicio de los intereses de las fuerzas económicas que dominan los mercados, y no viceversa. Así se recortan derechos sociales como el derecho al trabajo y condiciones de trabajo dignas, derechos de pensión, sanidad, desempleo, educación, etcétera, mientras que, por el contrario, se expanden los recursos económicos públicos en favor de la recuperación de la rentabilidad del capital financiero y de las grandes empresas (redistribución a la inversa). Se pone en cuestión el sistema de valores que formalmente no sólo proclaman las constituciones nacionales sino también el Sistema de los Tratados de la Unión (Título I del Tratado de la Unión Europea) y su misma Carta de los Derechos Fundamentales (Preámbulo), pues el funcionamiento de la Unión y de todos los Estados miembros ha de estar presidido por los principios de la democracia y del Estado Social de Derecho, y no por las exigencias preferentes de un mercado interior europeo. En otras palabras, es el mercado común el que tiene necesariamente que estar sometido a las necesidades de una sociedad democrática, y no a la inversa. El mercado tiene que ser el sustento de la sociedad y estar, por tanto, al servicio de la satisfacción de las necesidades de ésta democráticamente formuladas. Esto evidencia, de nuevo, que estamos en una época en la que tras la ideología jurídica liberalizadora subyace un fuerte nihilismo jurídico-económico, y más específicamente un nihilismo del mercado.
Se comprenderá, pues, que la crisis de la Unión Europea no es sólo una crisis económica, sino ante todo y más precisamente una crisis político-institucional y de valores fundamentales. Todos los derechos fundamentales sin excepción son la cristalización de valores sobre los que se construyen las sociedades democráticas. Todo contrato social para Europa tendrá que partir de su necesario respeto. El modelo de construcción europea ha de ser nuevamente discutido y diseñado, pues de lo que se trata es de evitar el hundimiento de los valores del constitucionalismo democrático-social europeo. “La crisis –dice Antonio Gramsci- es el momento en el que el viejo orden se extingue y es preciso luchar por un nuevo mundo venciendo resistencias y contradicciones”[7]. El Parlamento Europeo y Comité Económico y Social Europeo han advertido que “la crisis financiera y económica ejerce una presión negativa considerable sobre los derechos sociales fundamentales. Los pactos, planes de recuperación y otras medidas emprendidas por la Unión Europea o los Estados miembros no pueden en ningún caso violar los derechos sociales fundamentales, tales como el derecho a la información y a la consulta, a la negociación colectiva y a imponer demanda colectiva respetando la total autonomía de los interlocutores sociales, ni menoscabar los servicios públicos y sociales. Al contrario, deben respetarlos y promoverlos”[8].
Ha sido, éste, un contexto favorable para operar verdaderas mutaciones tácitas y, en menor medida, reformas (en sentido técnico) explícitas de los textos constitucionales (y no sólo metamorfosis en las realidades constitucionales), en el marco de una situación materialmente de excepción no declarada que sobrepasa las fronteras de los Estados nacionales. Ciertamente, el constitucionalismo social presupone una decisión constitucional fundamental sobre los principios y valores a perseguir, haciendo primar la razón de la sociedad sobre la razón de la economía, buscando un equilibrio entra ambas lógicas. Y cabe realzar que esto está siendo profundamente cambiado, porque se viene produciendo una ruptura del constitucionalismo del Estado Social. Esa ruptura resulta singularmente expresiva ante la manifiesta tensión contradictoria que se aprecia entre el constitucionalismo democrático-social que edificó el Estado Social y el surgimiento de la nueva realidad constitucional de la integración, donde la Constitución social europea (que sí define un modelo económico europeo) se instala como la nueva Constitución material y desde ella se procede a la construcción de la Unión Europea. Estamos ante una fase de transición en las formas de organización políticas de la sociedad[9]. Lo que, entre otras cosas, revela que en el plano constitucional el Derecho no puede quedar reducido a un simple universo de normas, sino que tiene que ser comprendido más amplia y complejamente como ordenamiento jurídico, capaz de acoger también la realidad constitucional y la Constitución material.
Pero, además, el mundo contemporáneo ve complejizada no sólo la problemática de la soberanía, sino también la de los poderes constituyentes y constituidos y la “autonomía” relativa de los órdenes constitucionales actuales. Efectivamente, la globalización está replanteando la tradicional conformación de los sistemas de Estados nacionales soberanos. El proceso de globalización entraña en el plano político-jurídico el sometimiento de los Estados nacionales a reglas de juego político-institucional y a órdenes normativos que limitan ámbitos importantes de su soberanía, generando tensiones entre poderes internos e internacionales que podrían ostentar una suerte de soberanía supranacional. Esta tensión se revela como realmente existente, pero opera precisamente sobre la base de una persistente tensión de poderes que se pretenden soberanos, respectivamente, de manera que la realidad apunta más que a la desaparición de la soberanía a la evidencia de su relatividad y la coexistencia de “soberanías limitadas” a través de siempre renovados sistemas de límites internos y externos.
En virtud de la conjunción de una serie de factores históricos diversos (entre los que destacan la crisis del régimen liberal individualista y la presión de un movimiento obrero, fuertemente consolidado en el plano sindical y político, para que el poder político reconozca los derechos individuales y colectivos de los trabajadores) se produce desde comienzos del siglo XX un fenómeno de respuesta jurídico-política del sistema político que se ha dado en llamar constitucionalismo social.
El constitucionalismo social supuso la pretensión político-institucional de poner la economía al servicio de la sociedad. Supuso, igualmente, la garantía efectiva de todos los derechos fundamentales y, en particular, la incorporación a las constituciones de los derechos sociales, la realización de políticas redistributivas de la riqueza y la democratización y “pluralización” del orden político y socio-económico. El fenómeno de asimilación en los Textos Constitucionales de los principios jurídicos y derechos sociales fundamentales tiene una trascendencia extraordinaria para la consolidación de la ciudadanía social y del Derecho Social del Trabajo como pieza clave del sistema político del Estado Social formalizado en dichas normas fundamentales, especialmente si se tiene en cuenta el valor político y jurídico de la Constitución en la sociedad moderna. Es opinión ampliamente compartida aquella que ve en la Constitución un instrumento jurídico fundamental de organización de una comunidad política. Con mayor precisión se puede considerar que la Constitución es el instrumento jurídico que expresa una decisión política fundamental sobre la forma y modo de la unidad política, sobre la forma de existencia política concreta, de un pueblo ya existente, aunque difícilmente puede darse una coincidencia perfecta entre la Constitución “formal” y la “material”. La Constitución es “normatividad” y “decisión”. La ciencia jurídica debe formular también, partiendo de la situación jurídica total y de las relaciones reales de poder, al lado del concepto de Constitución formal, un concepto de Constitución material en sentido estricto.
La dimensión jurídico-política de la Constitución se resuelve en que formaliza jurídicamente un orden determinado dentro de la sociedad que se impone, normalmente, con fuerza vinculante bilateral. La proyección de esta significación jurídico-política en el surgimiento del Derecho Social del Trabajo es evidente: hay un determinado momento histórico en que el poder político consideró necesario para el mantenimiento del orden social capitalista el establecimiento en los textos constitucionales de principios y derechos en torno al hecho social del trabajo por cuenta ajena. En principio, el constitucionalismo social construye un Estado Social de Derecho sin cuestionar, y dejando a salvo esencialmente intactas, las estructuras de la propiedad y las reglas institucionales (incluidas, naturalmente, las jurídicas) que aseguran el principio de libertad de empresa en el marco de un sistema de economía de mercado (frecuentemente adjetivado como “social”). En todo caso, la categoría de los derechos sociales fundamentales (considerados ahora como derechos de la ciudadanía) se convierte en el fundamento y límite del Derecho Social del Trabajo tanto en su dimensión heterónoma (poder público) como en su vertiente autónoma (autonomía colectiva). Pero existe, además, un dato sustancialmente político que debe quedar realzado: las constituciones sociales, construyendo un sistema político de Estado Social y Democrático de Derecho venían a introducir una nueva forma de legitimación del poder establecido: una legitimación basada en la racionalidad jurídica del procedimiento democrático (legitimación formal) y en la realización del principio de Estado Social (“cláusula” de Estado Social) recogida en la Constitución y sobrepuesta al propio Estado “constituido” (se trata de una legitimación “sustancial” o “material”). La nueva ordenación “constitucional” del trabajo supuso, pues, la mejora de las condiciones laborales y de la vida de los trabajadores, pero también de su influencia política. Por otra parte, al mismo tiempo, comportó como contrapartida una nueva forma de legitimación (no basada sólo en el procedimiento) del orden social establecido en el capitalismo intervenido y un intento para controlar y racionalizar jurídicamente los conflictos dimanantes del mundo del trabajo.
Interesa poner de relieve que a las tareas del Estado Social moderno (o Estado del Bienestar, advirtiendo que en la tradición de los países europeos existe, en lo principal, una continuidad evolutiva innegable entre el Estado del Bienestar moderno y el originario Estado Social) pertenece la regulación del mercado de trabajo y de las condiciones de trabajo mediante medidas de protección dirigidas a los trabajadores. Se trata de un tipo de intervención jurídica y política para mejorar la posición jurídica del ciudadano o de la persona en su condición de trabajador asalariado. Con todo, el ordenamiento jurídico asume una función de gobernabilidad política de la fuerza de trabajo en su conjunto y, a la par, una función integradora de la clase trabajadora en el sistema de clases establecido.
Ahora bien, la finalidad del Derecho Social del Trabajo del capitalismo intervenido (“organizado”), con Estado Social de Derecho, no ha sido la desmercantilización absoluta del trabajo (pues de ser así existiría una contradicción <<in extremis>> –cuando no en términos de principio- entre este sector diferenciado del ordenamiento jurídico -y de la misma Constitución social del que surge- y el modo de producción capitalista tal y como se estructura jurídicamente por el sistema jurídico general), sino su desmercantilización relativa mediante la racionalización pública (legislación sociolaboral, garantía de derechos sociales y organización político-administrativa) y colectiva (autonomía colectiva como instrumento de regulación de los procesos sociales) de la fuerza de trabajo en el mundo de las relaciones de producción. Desde esta perspectiva, la “invención” del mercado de trabajo se ha hecho acompañar de una amplia dosis de heterorregulación, que ha evitado la pura circulación del trabajador como una mercancía más racionalizando y limitando los poderes y derechos de utilización de la persona del trabajador (atribuyendo a éste todo un sistema de garantías sociales) y todo un sistema de reglas jurídicas (e institucionales) que definen las posiciones respectivas de los agentes económicos implicados y configuran ese mercado cuya naturaleza es muy especial, pero que también ha permitido enmascarar la explotación del hombre por el hombre “bajo el velo de la ignorancia” formal de los mecanismos de explotación[10].
Es así que el constitucionalismo social desde la primera postguerra mundial es, en cierto modo, un intento de formalizar y racionalizar en la norma fundamental todo un proceso de revisión social y democrática que los regímenes políticos liberales habían experimentado de hecho –y en parte también de Derecho- entre los dos siglos, junto con el intento de instaurar una nueva modalidad de Estado: el llamado Estado Social de Derecho, llamado a corregir los efectos disfuncionales de la sociedad industrial competitiva. Para ello era necesario un replanteamiento de las relaciones entre la sociedad política y la sociedad civil, entre el Estado y la sociedad, en la línea de suprimir la inhibición del Estado frente a determinados problemas económicos y sociales. El Estado deviene en Estado intervencionista a fin de desempeñar una función reguladora en el mercado y en la articulación de los conflictos sociales propios del sistema neocapitalista subyacentes.
En este marco constitucional, cabe decir que para que singularmente los derechos sociales puedan entenderse tutelados no basta que sean reconocidos y sea declarada meramente su virtual existencia, necesitan ser garantizados de modo específico y apropiado. Efectivamente, la protección de los derechos sociales exige técnicas específicas de organización jurídica, porque operativamente los derechos de contenido socio-económico no se organizan por sí mismos constituyendo simples límites de la acción estatal, como se ha venido afirmando, no sin cierta inexactitud, respecto a los derechos de libertad clásicos, reconocedores de una esfera de acción autónoma al ciudadano considerado en su máxima individualidad, ante todo, frente al Estado. Los derechos sociales adquieren la matizada naturaleza, según el tipo de derecho de que se trate en cada caso, de libertades de emancipación y participación, individual y colectiva, y derechos a prestaciones públicas, acentuando con ello los componentes igualitarios de los derechos de libertad tradicionales. Es atendiendo a esta naturaleza singular de los derechos sociales (tanto los de pura libertad como los de contenido prestacional) por lo que se requiere de mecanismos especiales de promoción y de garantía pública que permitan su real disfrute. A este respecto, las garantías liberales negativas (propias del Estado de derecho liberal) se matizan y complementan mediante la instrumentación de garantías sociales positivas (correspondientes al Estado de derecho social corrector de los elementos desviantes del sistema liberal), que para ello requieren, con suma frecuencia, de prestaciones positivas de los poderes públicos en beneficio de los ciudadanos.
Es, por otra parte, ese garantismo social la base de la democracia sustancial (democracia social, a secas) sobre el que se cimenta el sistema político del Estado social moderno, constituyendo así este garantismo una condición para la realización del principio democrático. La democracia introduce un tipo de legitimación sustancial complementaria de la legitimación formal e integrativa. La democracia constitucional se basa en razones sociales (democracia social) y, a su servicio, el Estado Social se convierte en su instrumento privilegiado de realización efectiva. Ha de realzarse que la democracia constitucional –la democracia propia del constitucionalismo social- es un sistema político complejo, basado (fundado) sobre los límites y sobre vínculos jurídicos impuestos a todos los poderes existentes, públicos y privados, estatales y supraestatales, para la tutela de la paz y de los derechos fundamentales de todos[11]. Desde esta perspectiva, la Constitución adquiere no sólo una dimensión formal o estructural, sino también una dimensión axiológica o valorativa. Los derechos fundamentales son fuente de legitimación del sistema democrático y del proceso constituyente europeo. Esa dimensión social de la democracia se añade a la formal propia del Estado de Derecho clásico, y permite condicionar las decisiones formalmente democráticas al obligado respeto a los contenidos que se impone deducir de los derechos fundamentales. De este modo, se introduce una principio de legitimidad material sobreañadido a la estricta legitimidad formal y procedimental del Estado democrático. La garantía de los derechos fundamentales es inherente al Estado democrático contemporáneo, existiendo una relación de condicionamiento mutuo entre los derechos fundamentales y la democracia. Precisamente el Estado social ha tratado de introducir limitaciones y amortiguadores a los efectos perversos de la economía de mercado y los procesos de acumulación del capital, garantizando cierta efectividad de los derechos fundamentales. En el lado inverso, la protección de los derechos humanos en su dimensión social tiende a percibirse en la coyuntura actual, desde la ideología neoconservadora, como un obstáculo para el funcionamiento eficiente del mercado.
Como es sabido, es este constitucionalismo social y la forma Estado Social que construye el que se enfrenta a una gravísima crisis estructural por razones exógenas (ruptura de las bases económicas y políticas para su mantenimiento intacto; en realidad las principales) y endógenas (crisis del trabajo y precarización laboral; envejecimiento irreductible de la población transformaciones demográficas y la propia crisis de la familia tradicional, etcétera). Pero lo que se discute realmente (al margen de los “ataques” ideológicos viscerales al Estado del Bienestar en sí de cierto sector del pensamiento neoconservador) en el terreno de la práctica política (por no decir de la política practicable) no es la desaparición pura y simple del Estado del Bienestar, sino ante todo la necesidad de un cambio de modelo de Estado del Bienestar, retomando el viejo debate que enfrenta al modelo institucional (expansivo y desarrollista en la concepción de los derechos sociales orientados hacia la igualdad) con el modelo residual (marginalista y neoliberal, simplemente orientado hacia la atención de la pobreza absoluta, y que hoy se formaliza en el constitucionalismo débil, apostando por un sistema de garantías minimalistas de los derechos sociales; y con ello se aparta de la función política originaria atribuida al Estado Social instaurado durante la segunda postguerra mundial). Al tiempo, ni desde el punto de vista político (necesidad de gobernabilidad de los sistemas democráticos y de adhesión legitimadora de los ciudadanos) ni desde el económico (función reguladora del capitalismo que asume el sistema de protección social pública) parece viable una alternativa de desmantelamiento y privatización absoluta de todos los derechos sociales y servicios públicos fundamentales.
Pero todo esto es puesto en cuestión en la coyuntura política actual.
Es manifiesto que el futuro de los derechos sociales en la Unión Europea está vinculado –y dependerá- de la progresiva superación del déficit democrático que padece. Basta reparar en el hecho de que la garantía efectiva de tales derechos no sólo exige su formalización (positivación) al máximo nivel normativo (constitucional), sino la presencia de un verdadero sistema democrático de la Unión (que residencie el poder legislativo en un Parlamento Europeo investido de los poderes que le son propios en un sistema democrático-social de Derecho) que instrumente políticas y medidas públicas para hacerlos efectivos en la práctica; aparte de que, por otro lado, la mejor garantía de los derechos está en el reconocimiento de una ciudadanía activa investida de los poderes de intervención que confiere el sistema democrático también a escala europea (es lo que se puede denominar estrategia de ciudadanía a través de los poderes de influencia democrática como necesaria estrategia complementaria de la ciudadanía a través de los derechos; esto es, de la lucha por los derechos en sus distintas dimensiones jurídico-políticas).
De ahí se sigue que el futuro de los derechos fundamentales en general vaya íntimamente unido al avance del proceso de construcción de una Europa democrática configurada como una Unión Social Europea (esta conexión siempre ha sido así). El factor de complejidad estriba en el hecho histórico del carácter evolutivo y diacrónico de ese proyecto de construcción europea. Ha de tomarse en consideración el carácter progresivo del proceso de integración europea tanto en la dimensión económica como en la dimensión social. Un proceso que no sólo es diacrónico, sino que también se ha mostrado oscilante y, en gran medida, contradictorio en atención a las variables circunstancias intrínsecamente políticas del momento.
En este sentido, existe actualmente un intenso debate sobre la constitucionalización de la Unión Europea. El Sistema de los Tratados fundacionales de la Unión Europea cumple una función materialmente constitucional, pero no se trata de una Constitución típica. Pertenece al campo de las realidades constitucionales. El sistema de los Tratados instituyentes de la Unión Europea está construido para un orden posthobesiano (la Unión Europea como nuevo ámbito geopolítico transnacional o supraestatal). Por otra parte, el texto fundamental –de valor constitucional en el ámbito europeo- en gran medida remite la regulación y la tutela de los derechos y libertades fundamentales a la legislación de los Estados miembros. El Tratado de Lisboa (firmado en Lisboa el 13 de diciembre de 2007) se limitó a modificar el Tratado de la Unión Europea y el Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea. No es –ni pretende serlo- un Tratado Constitucional propiamente dicho. Eso sí, el vigente Sistema de los Tratados es depurado formalmente de todo revestimiento y connotación constitucional, pero aunque ha desaparecido instrumentalmente la palabra Constitución, en realidad esa desconstitucionalización ha sido tan sólo formal, pues su funcionalidad jurídico-política es la típica de un texto de valor materialmente constitucional, como instrumento fundamental de decisión e integración político-jurídica que establece las bases fundamentales de un orden de la Unión política europea y de reconocimiento de un conjunto de derechos fundamentales (orden ciertamente incompleto, pero orden fundamental al fin y al cabo que se impone con fuerza vinculante bilateral).
La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea [última versión publicada, en versión idéntica sin cambios relevantes, DOUE, 26.10.2012 (2012/C 326/02); en adelante, CDFUE] continua siendo un texto con valor igual a los Tratados fundacionales, de manera que se superpone al sistema de los Tratados constitutivos y a los textos constitucionales vigentes en el Derecho interno. No obstante, es de realzar que ahora el ordenamiento jurídico comunitario se dota por primera vez de un catálogo normativo de derechos fundamentales. El campo de la política y del Derecho social está presidido por el principio de subsidiariedad. Es, pues, un proceso constitucional de nuevo tipo que podría considerarse como una fase incompleta de constitucionalización jurídica y política de la Unión Europea. [No prosperó finalmente el texto del “Tratado por el que se establece una Constitución para Europa”, tal como se firmó en Roma el 29 de octubre de 2004 y se publicó en el Diario Oficial de la Unión Europea el 16 de diciembre de 2004 (DO C 310).].
El Sistema de los Tratados no integra una verdadera Constitución en el sentido clásico y tradicional (enfoque a superar, en un sentido menos expansivo y abierto a las nuevas realidades constitucionales, pero marcado todavía por el binomio Estado/Constitución). Se afirma cada vez más el criterio de que en el momento constitucional del presente no cabe identificar sin más Constitución y Estado nacional, ante todo porque existen ya otras realidades constitucionales y espacios constitucionales distintos a las tradicionales constituciones jurídicas del Estado-nación. Ahora bien, no sería un simple tratado internacional más ni tampoco un Constitución en sentido tradicional. En la actual situación se puede hablar de una nueva realidad constitucional europea. En todo caso, debe destacarse la relevancia del Tratado de Lisboa como nuevo fundamento de la Unión Europea, a pesar de que éste no sea un Tratado constitucional en sentido estricto (constituyente), sino modificativo (aunque importante). Representa un fenómeno de constitucionalización más material que formal de la Unión Europea. El Sistema del Tratado formaliza la unión entre Estados, que conservan parcialmente su soberanía estatal. El Sistema de los Tratados constituye un instrumento jurídico-político fundamental de organización de la Unión Europea. La Unión es una unión de Estados con ordenamientos y estructuras políticas propias. El Sistema de los Tratados formaliza la Unión, pero con el núcleo debilitado de una Carta de Derechos formalmente externa al mismo, con lo cual el Sistema de los Tratados no se modula en su interior a aquélla. No hay una incorporación directa al Sistema de los Tratados, sino su consagración como un texto normativo dotado del “mismo valor jurídico que los Tratados”; art. 6.1 TUE). Se trata de una nueva fórmula de compromiso político-jurídico. La Carta no ha sido objeto de integración en el Sistema de los Tratados, y su aprobación con rango normativo no implica una transformación interna del deficiente sistema de derechos vigente en la Unión Europea. De ahí lo limitado de su aportación. Todavía la Unión Europea no se adjetiva como social y menos todavía como Constitución Social. Una fórmula siempre posible sería formalizar la Unión Europea como Unión Social y democrática, rememorando el significado de los países europeos. Por otra parte, la ciudadanía europea formalizada en el Sistema de los Tratados es una ciudadanía formulada en términos excluyentes del otro, lo que se traduce, entre otras cosas, en desconocer que existen derechos de las personas con independencia de su condición de nacionalidad: la condición de nacionalidad (como técnica excluyente de atribución de derechos) cuestiona y priva de la atribución de una parte extraordinariamente significativa del estatuto de los derechos de la ciudadanía.
Se deben destacar, primeramente, algunos e importantes aspectos positivos de la reforma del Sistema del Tratado constituyente de la Unión Europea.
La existencia de una institucionalización en el Sistema de los Tratados (sin forma constitucional explícita) de un proyecto comunitario de “integración”. Que la Unión Europea se dote de un instrumento de valor constitucional es un elemento positivo en el proceso de institucionalización de la UE como nuevo ámbito de decisión geopolítica de carácter supranacional. El Tratado de Lisboa representa una reforma racionalizadora y sin valor jurídico-constitucional en sentido estrictamente formal; y es menos ambiciosa respecto a la constitucionalización de la Carta de Derechos como verdaderos derechos fundamentales en el Sistema de los Tratados fundacionales. Prevalece, por lo demás, el principio axial de la eficiencia y competitividad de la economía europea, es decir, la lógica de un poder político europeo de mercado. Aunque escasos, los avances registrados en el Sistema de los Tratados tampoco son desdeñables.
El Preámbulo del TUE subraya los valores universales, así como la libertad, la democracia, la igualdad y el Estado de Derecho. Por su parte, los artículos 1 a 3 concretan esos valores fundamentales. En efecto, conforme al art. 2 del TUE: “La Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres”. Se realza aquí el sometimiento al sistema de valores fundamentales que caracterizan a las tradiciones democrático-sociales de los países miembros, el cual ocupa el centro de atención del art. 3 del TUE. Pero se matiza que “la Unión perseguirá sus objetivos por los medios apropiados, de acuerdo con las competencias que se le atribuyen en los Tratados” (art. 3.6 del TUE).
La incorporación en el Ordenamiento jurídico de la Unión Europea (al margen de que la Carta de Derechos Fundamentales se sitúe fuera del Sistema de los Tratados, aunque con el mismo valor jurídico que los Tratados europeos fundacionales) de una declaración de derechos, aunque con valor jurídico debilitado y desigual fuerza jurídica entre los derechos reconocidos (algunos de ellos excluidos), es un aspecto positivo del proceso de reforma acometido por el Tratado de Lisboa. La Carta de Derechos Fundamentales de la Unión obliga a que la legislación europea respete en todo momento el derecho a la huelga, a la negociación colectiva y a la protección ante los despidos injustificados. Pero la Carta juridificada presenta a menudo un carácter no directamente vinculante, sino mediatizado; y sin que su aprobación suponga una redefinición o redistribución de competencias entre la Unión Europea y los Estados miembros. Todo ello con sujeción al principio de subsidiariedad.
El art. 6.1 del TUE, tal como resulta del Tratado de Lisboa, juridifica la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión de 7 de diciembre de 2000, al modo como fue adaptada el 12 de diciembre de 2007 en Estrasburgo, fuera del Sistema de los Trabajados fundamentales, pues la misma tendrá el mismo valor jurídico que los Tratados. Pero en sentido estricto la Carta carece de valor constitucional, aunque esté dotada de fuerza jurídica vinculante. La Carta no forma parte interna del Sistema de los Tratados, aunque tenga su misma fuerza y valor jurídico. Desde el punto de vista técnico-jurídico la Carta no es en sí –como “documento” jurídico- un Tratado internacional, y por ello no se somete –en su formulación actualmente vigente- a las formalidades propios de dichos instrumentos ni se ve afectada por la rigidez que se suele imponer para su ratificación, reforma o derogación. Esta es una de las consecuencias jurídicas de la decisión política de no incorporar la Carta en el marco del Sistema de los Tratados. La Unión asume los derechos fundamentales de la Carta, aunque formalmente no establece una incorporación de la misma en el Sistema de los Tratados fundacionales. La Carta adquiere una dimensión relativamente “externa” al Sistema de los Tratados de la UE (queda fuera de la arquitectura de los Tratados), pero dicho Sistema se somete a la misma Carta elevada al rango de Tratado de la UE, de ahí cierta naturaleza compleja de las relaciones existentes entre el Sistema de los Tratados y el Tratado instituyente de la Carta Europea. En el Sistema de los Tratados fundacionales, tal como han sido modificados por el Tratado de Lisboa, no se incorpora la Carta, pero se reconoce los derechos y principios por ella consagrados, atribuyéndole el mismo valor jurídico que los Tratados. Lo que significa afirmar su normatividad europea.
Se trata de una técnica de juridificación, de positivación, pero de carácter “débil”, pues inmediatamente se establece que: “Las disposiciones de la Carta no ampliarán en modo alguno las competencias de la Unión tal como se definen en los Tratados”. Ni hay ampliación de competencias de la Unión, ni tampoco se establece una competencia general de la Unión en materia de derechos fundamentales; todo está condicionado a las posibilidades de actuación legislativa diseñadas en el Sistema de los Tratados. Por otra parte, se indica que “Los derechos, libertades y principios enunciados en la Carta se interpretarán con arreglo a las disposiciones generales del título VII de la Carta por las que se rige su interpretación y aplicación y teniendo debidamente en cuenta las explicaciones a que se hace referencia en la Carta, que indican las fuentes de dichas disposiciones”. Pero ello no cuestiona su fuerza normativa vinculante, aunque se vea atenuada por los obstáculos que se introducen en el Título VII de la propia Carta. Por lo demás, los poderes públicos a los que se dirige la Carta “respetarán los derechos, observarán los principios y promoverán su aplicación, con arreglo a sus respectivas competencias” (art. 51.1 de la Carta). La diferenciación entre “derechos” y “principios” no es inocente ni está desprovista de efectos relevantes sobre las garantías de efectividad de ambas categorías jurídicas, porque a pesar de la terminología utilizada en la sistemática de la Carta, los derechos sociales tienden a ser ubicados dentro de la categoría de los “principios”. Esta reconducción desvirtuaría su condición de derechos sociales fundamentales (derechos subjetivos de libertad o de prestación pública, según los casos) quedando relegados a principios que han de regir las políticas públicas de la Unión, o, en todo caso, considerados como derechos debilitados (más que de fuerza vinculante bilateral se estaría haciendo referencia ante todo a la fuerza vinculante en términos de deber unilateral que pesa sobre los poderes públicos, los cuales deberían disponer de los medios o recursos necesarios para su garantía material). Es así que esos poderes públicos asumen una función activa, promocional, respecto a su aplicación eficiente, impulsando su observancia con el obligado respeto al sistema de competencias establecido en el Sistema de los Tratados. En todo caso no queda diseñado un sistema de tutela jurisdiccional plenamente acabado, no siendo suficientes los mecanismos instituidos en el Título VII de la Carta y el art. 6 del TUE. El perfeccionamiento del sistema de garantías jurisdiccionales es una condición necesaria para que la Unión Europea sea homologable a los esquemas propios de la tradición europeísta del constitucionalismo democrático-social. Por el momento, la Carta se configura como un instrumento jurídico separado de carácter obligatorio y de rango supralegal (equivalente al Sistema de los Tratados).
Contiene también un mandato dilatado en el tiempo sin sometimiento a plazo, conforme al cual: “La unión se adherirá al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales. Esta adhesión no modificará las competencias de la Unión que se definen en los Tratados” (art. 6.2 del TUE). El Sistema de los Tratados obliga a la adhesión, no sólo la permite, pero su debilidad reside en que no establece un plazo prescriptivo para llevarla a cabo. Sin embargo, existe un precepto subsiguiente que refleja una operatividad inmediata de dicho Convenio Europeo, pues se establece de inmediato que “Los derechos fundamentales que garantiza el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales y los que son fruto de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros formarán parte del Derecho de la Unión como principios generales”. (art. 6.3 del TUE). Se reclaman como “principios generales” los derechos fundamentales “que son fruto de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros”. De este modo la Carta y el Convenio Europeo han de ser objeto de una interpretación conjunta e integradora (pues se trata de instrumentos estrictamente complementarios de tutela de los derechos fundamentales en el ámbito europeo) respecto de los derechos fundamentales por ambas garantizados. En todo caso, debe subrayarse que a pesar de las limitaciones que impone el ámbito de aplicación de las competencias, lo que es inequívocamente asegurado es que la consagración como principios generales del Derecho de la Unión adquiere virtualidades siempre potencialmente expansivas para una tutela más integrada de los derechos fundamentales atendiendo a los dos grandes instrumentos normativos europeos (de la Unión y del Consejo de Europa). Más incisivos son los artículos 52.3 (“Alcance e interpretación de los derechos y principios”) y 53 (“Nivel de protección”. Respeto al estándar universal de tutela de los derechos fundamentales) de la CDFUE. Llama poderosamente la atención que esa técnica de adhesión no se utilice respecto de la Carta Social Europea del Consejo de Europa, revisada en 1996. Lo que se hace merecedor de crítica por su falta de coherencia y compromiso con el constitucionalismo democrático-social.
La naturaleza y la eficacia de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea se confirma y especifica en la primera de las “Declaraciones relativas a disposiciones de los Tratados” efectuada por el Tratado de Lisboa: “Declaración relativa a la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea”. En ella se dispone que “La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que tiene carácter jurídicamente vinculante, confirma los derechos fundamentales garantizados por el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales y tal como resultan de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros”. Pero, de nuevo, matiza que “La Carta no amplia el ámbito de aplicación del Derecho de la Unión más allá de las competencias de la Unión ni crea ninguna nueva competencia ni ningún nuevo cometido para la Unión y no modifica las competencias y cometidos definidos por los Tratados”.
Ahora bien, cabría interrogarse sobre la pregunta fundamental relativa a cuál es y dónde se localiza la decisión político-jurídica y el sistema de garantías jurídicas e institucionales de los derechos fundamentales reconocidos en el sistema de los Tratados. Debe partirse, nuevamente, de la idea de que la Constitución es instrumento jurídico-político fundamental de decisión sobre la organización y dirección de una comunidad política que refleja los pilares en virtud de los cuales ella se construye, y sirve, asimismo, para articular la integración social y política. Al respecto debe destacarse la distinta formulación de la Constitución económica y de la Constitución social en el Sistema de los Tratados de la Unión.
En primer lugar, se distingue nítidamente un grupo de normas del Sistema de los Tratados de la Unión Europea –tal como resulta de la reforma del Tratado de Lisboa- que formaliza la Constitución económica de la Unión. Esa Constitución económica asume la funcionalidad de una Constitución material del sistema jurídico de la Unión Europea, con una absoluta centralidad del mercado que se aparta del constitucionalismo social y su forma política de Estado Social.
Es necesario destacar que las constituciones del Estado Social son las que más han desarrollado la idea de que la Constitución estructure la vida económica y social poniendo límites al mercado, domesticándolo para hacer prevalecer el interés de la sociedad. El constitucionalismo del Estado Social supone una heterorregulación y dirección pública del mercado, imponiendo límites sociales y éticos a la racionalidad económica. Por el contrario, actualmente se tiende a afirmar la soberanía del mercado (sic.) y su dominio sobre todas las esferas de la vida social en una dirección mercantilizadora de las necesidades sociales.
La Constitución económica diseñada en el Sistema de los Tratados refleja una decisión que subordina, condiciona y absorbe en gran medida al grupo de normas que diseña la Constitución social (débil), y la somete a su propia lógica específica. En el difícil equilibrio deseable entre las lógicas económica (exigencias de la economía) y social (protección de los derechos sociales fundamentales), la razón económica acaba prevaleciendo sobre la razón social. En la Unión Europea el Derecho de la competencia tiende, por lo demás, a infiltrarse en el Derecho Social del Trabajo. En este sentido, el compromiso materialmente constitucional es desequilibrado en el campo de lo social. De este modo, la regulación de los derechos sociales está funcionalizada a la racionalidad del orden económico de la Unión (es decir, en términos de dimensión social del mercado y no de espacio social europeo).
Es una Constitución económica con decisión política perfilada, compleja y bastante completa en lo principal, aunque incompleta en lo relativo a algunos aspectos de la gobernanza europea. Se trata de un edificio de normas de garantía y de normas de decisión fundamental bien construido. La asunción de competencias comunitarias es muy amplia en este ámbito de las libertades económicas, aunque no se dispone de una eficiente gobernanza económica totalmente integrada en la Unión, sobre todo si se compara y confronta con la muy limitada competencia de la Unión en materia social. Pero, nótese, que actualmente se está caminando en la senda de una mayor asunción de competencias económicas por parte de las instituciones políticas europeas.
Se constitucionaliza la economía social de mercado, que comporta limitaciones penetrantes al intervencionismo político-económico propio del Estado social contemporáneo. Se sitúa en la línea de la infiltración del Derecho de la concurrencia y del mercado (que juridifica la “Constitución económica” y la forma política de la Unión orientada hacia la racionalidad económica y la competitividad de la economía) en el Derecho Social del Trabajo. Esta tendencia culmina en un proceso de infiltración del Derecho comunitario de la concurrencia y del mercado en los sistemas nacionales de Derecho Social, planteando en el Derecho del Trabajo de principios del siglo XXI una crisis de identidad. Se observa aquí la difícil búsqueda de un nuevo equilibrio entre integración negativa e integración positiva (derechos sociales y, en general, derechos fundamentales) de los Estados sociales nacionales. Se está produciendo una emersión de formas de integración positiva alternativas al modelo tradicional de armonización, con fórmulas flexibles de regulación de lo social; una negociación colectiva flexible como fuente reguladora del ordenamiento jurídico comunitario; la convergencia vía <<soft law>> de los sistemas de protección social; la estrategia europea de coordinación como nueva forma de <<governance>> económica y social en la UE como un procedimiento más flexible de integración dinámica. En una confrontación analítica entre modelos ideal-típicos de Constitución europea, ello ofrece dos grandes opciones: a) El modelo neoliberal de federalismo competitivo (integración negativa de los mercados nacionales; solidaridad competitiva); y b) El modelo neosocialdemocrático de federalismo solidario (integración positiva de los sistemas nacionales de protección social, y gobierno democrático del mercado interior en la línea de una Unión Social de Europea). Es el primer modelo el que hasta el momento está prevaleciendo en la construcción europea.
En definitiva, el Sistema de los Tratados europeos contiene una decisión en sentido fuerte (tanto en el sentido schmittiano como en el sentido de la teoría crítica constitucional que formulara Otto Kirchheimer). La Constitución económica es fuerte en el Sistema de los Tratados, lo que significa que los Estados nacionales encuentran intensamente condicionadas sus decisiones de política económica y su correspondiente condicionamiento para estructurar las propias políticas sociales. En este sentido se opera una suerte de nacionalización de los mecanismos de tutela y garantía de los derechos sociales que contrasta manifiestamente con la europeización (o comunitarización) de las libertades económicas. Ello plantea el riesgo del juego de la primacía del Derecho de la Unión y su Constitución económica fuerte sobre las políticas públicas nacionales, condicionadas por decisiones conformadoras sobre aspectos centrales de la Constitución económica. Se da preferencia a las libertades económicas. Cabría inquirir por qué no se hace un planteamiento simétrico para la Constitución social defendiendo por parte de los poderes públicos con la misma energía y decisión los derechos de ciudadanía social que respecto a las libertades económicas. El que no sea así evidencia el deseo de blindar un modelo económico y dejar abierto y difuso un modelo social. Esto hace abrigar dudas razonables sobre si el modelo de Constitución económica y social asume los rasgos de un modelo compromisorio que pretendiera, en efecto, equilibrar la razón económica y la lógica social (de protección social). En este sentido no resulta suficiente garantía la simple coordinación de las políticas económicas, de empleo y las políticas sociales. La insuficiencia se muestra nítidamente para la percepción de una Europa de los ciudadanos, que sitúe a la persona en el centro de la actuación (cfr. artículos 2 y 3 TUE; “Preámbulo” de la CDFUE).
En segundo lugar, se puede identificar un grupo de normas del Sistema de los Tratados originarios que formaliza la Constitución social (Constitución social como bloque constitucional que regula lo social y, por consiguiente, también el trabajo y las cuestiones sociales de la modernidad), inevitable e intrínsecamente vinculada a la Constitución política y económica del Sistema de los Tratados.
Se parte aquí de la opción político-jurídica de no incorporar el actual Tratado social europeo que es la Carta Social Europea de Turín de 1961 (en la versión revisada el 3 de mayo de 1996), aprobada en el Consejo de Europa. Es éste un Tratado jurídicamente vinculante de aplicación directiva e inmediata. Aparte de ser alegable ante los Tribunales de los países miembros de la UE. Hubiera sido muy sencillo de haber existido voluntad política para ello, porque los Estados más importantes de Europa (incluida España) han ratificado el Tratado que aprueba la Carta Social Europea. Esto da una pista de hacia dónde se dirige el rumbo de la construcción del proyecto de integración europea, esto es, la dirección de Política del Derecho en el tratamiento y regulación de los derechos sociales. Efectivamente, el que no se haya hecho así es fiel exponente de que no se quiere, <<hic et nunc>>, avanzar en la dirección del constitucionalismo social, a cuya tradición obedece y pertenece la Carta.
Sin embargo, lo que ha cristalizado en el texto del Sistema de los Tratados es una Constitución social que incorpora una decisión débil o si se quiere, por decirlo expresivamente, una Constitución interna débil, que se proyecta en un sistema de garantías constitucionales debilitadas. Edificio abstracta e incompletamente diseñado y, en definitiva, deficitariamente construido. Veámoslo:
A). En el Sistema de los Tratados se excluye de la acción legislativa y de coordinación comunitaria un conjunto de derechos sociales fundamentales, cuya garantía débil hacen irreconocible un Derecho constitucional europeo del Trabajo (y en particular, un Derecho sindical): el salario (y en particular, el salario mínimo, por otra parte centro preferente de la negociación colectiva interna y europea), el derecho de huelga (el cual autentifica el sistemas de relaciones laborales basado en relaciones reales de poder) y el mismo derecho de asociación (incluido el derecho de sindicación). En efecto, según el art. 153 TFUE (ya en el Título X sobre “Política social” como ámbito específico de acción de la Unión Europea), para alcanzar los objetivos mencionados en el art. 151, la Unión apoyará y completará la acción de los Estados miembros en diversos ámbitos de la política social. Pero en el apartado 5 del art. 154 TFUE se dice expresamente que: “Las disposiciones del presente artículo no se aplicará a las retribuciones, al derecho de asociación y sindicación, al derecho de huelga ni al derecho de cierre patronal” (criticable ya en sí por la simetría de ambos derechos, que puede dar lugar peligrosamente a un auge de la doctrina de la paridad de armas de presión colectiva).
B). En el Sistema de los Tratados se aprecia el sometimiento de la regulación comunitaria de gran parte de los derechos sociales al régimen de unanimidad decisional o decisoria (aunque la tendencia ha sido atenuar el principio de unanimidad, sobre todo por el reclamo de la técnica de las mayorías reforzadas); y con el juego integrador y elusivo del principio de subsidiariedad (véase, en tal sentido, Título X del TFUE, artículos 151 a 167). La legislación que implique avances sociales en la Unión debe ser aprobada, como regla general, por unanimidad y, por tanto, con derecho a veto de cada país, lo que implica mínimas posibilidades de ser aprobadas dadas las diferencias existentes en el nivel de protección en los veintisiete Estados miembros y las distintas opciones ideológico-políticas.
C). El ámbito de la Carta –lo que tiene especial sentido ante la existencia de competencias compartidas entre la Unión y los Estados miembros- se circunscribe a los supuestos de aplicación del Derecho de la Unión (“únicamente cuando apliquen el Derecho de la Unión”; art. 51.1 de la Carta). Lo que limita su alcance real. Respecto a las garantías jurisdiccionales interesa advertir que no se establecen procedimientos extraordinarios o especiales para la protección de los derechos fundamentales en el ámbito de la Unión. No obstante interesa realzar que el art. 47 de la Carta reconoce el “derecho a la tutela judicial efectiva y a un juez imparcial”, de manera que “Toda persona cuyos derechos y libertades garantizados por el Derecho de la Unión hayan sido violados tiene derecho a la tutela judicial efectiva”. El art. 47 de la Carta está inspirado en el art. 13 del Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales.
D). Los derechos fundamentales de la Carta (reconocidos en normas regla y en normas de principios) presentan un tratamiento diferenciado que permite jerarquizar los derechos subordinando los de contenido específicamente social (arts. 51 y 52 CDFUE). El problema adicional es que todos los derechos de la Carta –que tiene fuerza normativa vinculante, aunque no está incorporada en el Sistema de los Tratados- tienen, en principio, un sistema muy limitado de garantías de efectividad. El Capítulo VII contiene las “Disposiciones generales” que rigen la interpretación y aplicación de la Carta. Dentro él, el art. 51 hace referencia al “Ámbito de aplicación”, estableciendo dos criterios-guía:
a). Se proclaman formalmente derechos subjetivos fundamentales. Pero, paradójicamente, no se generan verdaderos derechos subjetivos directamente alegables por las personas o los ciudadanos de la Unión. En efecto, “Las disposiciones de la Carta están dirigidas exclusivamente a las instituciones y órganos de la Unión, respetando el principio de subsidiariedad, así como a los Estados miembros únicamente cuando apliquen el Derecho de la Unión. Por consiguiente, éstos respetarán los derechos, observarán los principios y promoverán su aplicación, con arreglo a sus respectivas competencias” [y dentro de los límites de las competencias que se atribuyen a la Unión en el Sistema de los Tratados] (art. 51.1 CDFUE). El ámbito de aplicación de la Carta está fuertemente condicionado por el ámbito de competencias que asume la Unión, de manera que los países miembros solamente están obligados por la Carta en los supuestos en los que desarrollen o apliquen normas de la Unión promulgadas en ejercicio de la esfera de competencia propia de la Unión (según el art. 52.2, “los derechos reconocidos por la presente Carta que tienen su fundamento en los Tratados comunitarios o en el Tratado de la UE se ejercerán en las condiciones y dentro de los límites determinados por éstos”). Se trata de derechos subjetivos necesariamente mediatizados a través de la actuación de las instituciones de la Unión Europea.
La Carta contiene derechos en ámbitos en los que la Unión no tiene competencia normativa –o las que asume son débiles-, pero no se olvide que incluso en estos casos la Unión ha de respetar todos los derechos fundamentales, sin excepción alguna. Por lo demás, interesa retener que, conforme al art. 52.1 CDFUE, relativo al alcance de los derechos garantizados, “Cualquier limitación del ejercicio de los derechos y libertades reconocidos por la presente Carta deberá ser establecida por la ley y respetar el contenido esencial del dichos derechos y libertades. Sólo se podrán introducir limitaciones, respetando el principio de proporcionalidad, cuando sean necesarias y respondan efectivamente a objetivos de interés general reconocidos por la Unión o a la necesidad de protección de los derechos y libertades de los demás”. La insistencia en que las limitaciones deberán ser establecer por “Ley”, en este contexto, introduce una garantía formal de legalidad, incluyendo extensiva o ampliamente todos los actos formales adoptados por el poder legislativo con carácter jurídicamente vinculante.
b). Se consagra el principio de no afectación al Sistema de distribución de competencias ya preexistente, puesto que la “Carta no crea ninguna competencia ni ninguna misión nuevas para la Comunidad ni para la Unión y no modifica las competencias y misiones definidas por los Tratados” (art. 51.2 CDFUE). El enfoque eminentemente residual de la competencia comunitaria en materia social se manifiesta significativamente en la Declaración 18, “Declaración relativa a la delimitación de las competencias”, a cuyo tenor: “La Conferencia subraya que, de conformidad con el sistema de reparto de competencias entre la Unión y los Estados miembros previsto en el Tratado de la UE y en el TFUE, las competencias que los Tratados no hayan atribuido a la Unión serán de los Estados miembros. Cuando los Tratados atribuyan a la Unión una competencia compartida con los Estados miembros en un ámbito determinado, los Estados miembros ejercerán su competencia en la medida en que la Unión no haya ejercido la suya o haya decidido dejar de ejercerla. Esta última situación se plantea cuando las instituciones competentes de la Unión deciden derogar un acto legislativo, en particular para garantizar mejor el respeto constante de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad. El Consejo, a iniciativa de uno o varios de sus miembros (representantes de los Estados miembros) y de conformidad con el art. 241 del TFUE, podrá pedir a la Comisión que presente propuestas de derogación de un acto legislativo…”.
También es significativa la Declaración 31, “relativa al art. 156 del TFUE” (el art. 156, hace referencia a la regulación jurídica de materias sociales), que precisa que “La Conferencia confirma que las políticas descritas en el art. 156 son en lo esencial competencia de los Estados miembros. Las medidas de fomento y de coordinación que hayan de tomarse a escala de la Unión de conformidad con lo dispuesto en este artículo revisten un carácter complementario. Pretenden reforzar la cooperación entre Estados miembros y no armonizar los sistemas nacionales. Las garantías y los usos vigentes en cada Estado miembro en lo referente a la responsabilidad de los interlocutores sociales no se verán afectadas. La presente Declaración se entiende sin perjuicio de las disposiciones de los Tratados que atribuyen competencias a la Unión, incluido en el ámbito social”. A ello hay que añadir las Declaraciones restrictivas de los Estados miembros (Declaración 53, de la República Checa relativa a la CDFUE, de contenido restrictivo respecto a su alcance e interpretación; y asimismo la Declaración 62, de nuevo, de la República de Polonia relativa al Protocolo sobre la aplicación de la CDFUE a Polonia y al Reino Unido).
c). El Tratado instituyente de la Carta (cfr.art. 6 TUE) ha de ser interpretado en su contexto sistemático relacionándola con el Sistema de los Tratados. Y en este sentido se aprecian importantes límites para la elaboración de la legislación comunitaria de aproximación en materia social (artículos 151 y sigs. –especialmente el art. 153-, en relación con los artículos 288 y sigs. del TFUE).
d). En una perspectiva más positiva desde el punto de vista del “paradigma garantista” de los derechos sociolaborales, cabe situar la indicación del art. 52.3 (“Alcance de los derechos garantizados”), según el cual en la medida en que la “Carta contenga derechos que correspondan a derechos garantizados por el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, su sentido y alcance serán iguales a los que les confiere dicho Convenio. Esta disposición no impide que el Derecho de la Unión conceda una protección más extensa”. De este modo, esta “regla remisoria” al Convenio Europeo contiene una “cláusula” o “canon” de interpretación de los derechos garantizados en la Carta (aunque también, como se indicó, en el Sistema interno de los Tratados) conforme al alcance e interpretación de los mismos derechos en el marco del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (emanado, como se sabe, del Consejo de Europa, en el año 1950, y cuya interpretación queda sometida al órgano jurisdiccional internacional denominado Tribunal Europeo de los Derechos del Hombre).
Sin embargo, en una perspectiva general y de conjunto, este modelo de juridificación de los derechos fundamentales –y muy en particular de los derechos sociales- parece todavía insuficiente, ya que es necesario otorgar a la CDFU la condición de efectivo instrumento de valor constitucional inserto en el sistema de los Tratados; a saber: la Constitución europea debería ser, al mismo tiempo, una precisa norma fundamental de garantía (Constitución-garantía) de derechos y libertades y una norma directiva fundamental (Constitución-directiva) de la pertinente actuación de todos los Poderes Públicos para hacerlos valer y garantizar institucionalmente su efectividad plena (real). El modelo vigente es el propio de un “constitucionalismo débil”. De manera que, en nombre de los valores constitucionales, deben conformar sus acciones los sujetos públicos y privados para la realización efectiva de los mismos. Una expresión de ese carácter directivo de la norma fundamental de un ordenamiento jurídico-democrático es precisamente la garantía y realización efectiva de los derechos sociales fundamentales. En tal sentido, la dirección elegida por la reforma del nuevo Tratado de Lisboa sigue estando anclada en la mera proclamación como regla más que en la garantía efectiva de los derechos sociales (aunque se ha superado la idea de que tales derechos se formulasen tan sólo como objetivos de política social). En términos generales, no se crean derechos subjetivos perfectos alegables ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (o ante los Tribunales nacionales). No existe propiamente un deber de gobierno para garantizar en todo caso en el ordenamiento comunitario el conjunto de los derechos sociales como tales derechos que vienen a realizar los valores constitucionales de la igualdad y de la solidaridad. En definitiva, el Sistema de los Tratados debe contener normas directivas fundamentales, que incorporen un sistema de derechos sociales de ciudadanía realizando los valores superiores de igualdad y justicia social y marcando desde el propio instrumento jurídico fundamental la reforma social en curso y las líneas de desarrollo que se ha de seguir en la sociedad europea formalizada por aquél texto fundamental. Esta debe ser la alternativa para una Constitución o norma de valor fundamental en un sistema democrático comprometido con los valores que forman parte de la tradición y de la cultura jurídica de los países miembros con ordenamientos democrático-sociales más avanzados.
En el caso particular de los derechos sociales, cabe señalar que la eficacia real de los derechos fundamentales socio-económicos depende de la disposición de medios adecuados que se consigue solamente al precio de profundas transformaciones de las relaciones sociales basadas en la economía liberal. Su verdadero problema político estriba en la exigencia de predisponer los medios necesarios para satisfacerlos y para impedir que queden relegados como una vacía fórmula teórica escrita sobre la Carta, pero sin plasmación en la realidad práctica, que es la principal situación de descrédito de la parte dogmática de los textos constitucionales. La igualdad y la dignidad sustancial requieren de la expansión de los derechos y sus garantías. Su dejación por parte del Estado –y de los poderes públicos en general- no es reparable con técnicas jurisdiccionales de invalidación análogas a las dispuestas para las violaciones de los derechos de libertad. Por lo demás, hay varios aspectos críticos particularmente relevantes respecto a la garantía de los derechos fundamentales:
En cuanto al poder de intervención en “lo social”, cabe decir que en el Sistema de los Tratados fundacionales (y en la propia Carta) falta ese compromiso de acción directa del poder público europeo en la predisposición de medidas de intervención y regulación jurídica e institucional. El Estado Social y su modelo de regulación jurídica e institucional parte de la premisa de que el individuo posee unos derechos que exigen una prestación por parte del Estado, que reclaman la <<interpositio legislatoris>>; y esa acción positiva no sólo viene exigida para los derechos sociales, sino, en general (con mayor o menor intensidad) para todos los derechos fundamentales. Estos derechos fundamentales se cristalizan como directrices constitucionales y reglas de actuación legislativa, de las cuales se desprende la obligación –no accionable, pero sí jurídicamente vinculante- de una determinada puesta en marcha de la actividad estatal. Así pues, los derechos sociales requieren la predisposición de los recursos y la organización necesaria para su implementación, es decir, presuponen políticas públicas adecuadas, nacionales, europeas y actualmente en medida creciente, regionales o locales. En conexión con ello, es de especial relevancia la figura de la inconstitucionalidad por omisión entendida como la falta (o ausencia o insuficiencia) de desarrollo por el poder legislativo, durante un tiempo excesivamente dilatado, de las normas constitucionales de obligatorio y específico desarrollo, de tal manera que se impide su eficaz aplicación. Esta figura puede servir de impulso a la activación de los derechos sociales de manera directa pues éstos normalmente se configuran en normas constitucionales de eficacia limitada que se traducen en concretas obligaciones de desarrollo ulterior. Ello en tanto que promueve –según el mecanismo de reacción previsto- la actividad del poder público aporta un respaldo útil e importante a la construcción de la ciudadanía social.
Deberán formularse verdaderos derechos y libertades fundamentales de aplicación directa e inmediata y como tales alegables por los ciudadanos comunitarios a través de una acción en justicia ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. E incluir todo el estándar mundial en los términos formulados en las normas internacionales ya existentes (Convenios de la OIT; Pactos Internacionales de derechos fundamentales de las Naciones Unidas de 1966, Carta Social Europea, formalizar la adhesión al CEDH, etcétera). No lo hizo el Proyecto de Tratado Constitucional de la Unión Europea; tampoco el vigente Sistema de los Tratados, resultado de la modificación operada por el Tratado de Lisboa. En efecto, la aplicación de los derechos que se recogen en los artículos 151 y siguientes del TFUE quedan emplazados a la acción coordinada de los Estados miembros y a la acción comunitaria (artículos 153 y 156 del TFUE). Queda mucho camino que andar en esa dirección constituyente, que suponga que la Unión se dote de un sistema de derechos fundamentales como pilar de una Constitución Europea y de un proyecto o programa definido para su puesta en práctica (integración positiva). Será, pues, preciso completar esa constitucionalización jurídica de la Unión Europea. Sólo así se podrá afrontar el desafío de una Europa entendida como comunidad humana totalmente democrática e inclusiva. En otras palabras: una Unión Política y Social Europea de la que actualmente carece la Unión.
e). La Constitución social aparece como elemento subalterno de la Constitución económica europea, es decir, el modelo social europeo como dimensión social del mercado. A pesar del innegable avance que supone la juridificación de la Carta de la Unión, el sistema de los Tratados no establece un marco apropiado para la construcción de la ciudadanía social europea, la cual no sólo queda indefinida y difusa, sino que carece de un sistema de garantías jurídicas e institucionales estrictamente necesarias. El llamado modelo social europeo no puede asimilarse a las garantías sociales propias del constitucionalismo social de la segunda postguerra mundial. No resulta equiparable al estándar de ciudadanía social alcanzada en las tradiciones constitucionales de los Estados sociales nacionales europeos de referencia comparables. Es más: la actual configuración de un modelo social europeo subordinado a la Constitución económica europea permite fácilmente –como se comprueba en la experiencia actual- que puedan introducirse regresiones a ese estándar de ciudadanía social construido laboriosamente en la refundación constitucional de la postguerra.
Así, la configuración de un modelo social europeo como dimensión social del mercado se convierte en un factor que impide la construcción de una ciudadanía social europea integrada en el sistema constitucional de los Tratados de la Unión Europea. Lejos de un necesario equilibrio entre ellas, la integración económica –como integración negativa que hace primar al mercado y al sistema de libertades económicas funcionalizadas al mismo- acaba por absorber el tratamiento de los derechos sociales y neutralizar la integración positiva –como integración que hace primar la razón social sobre el mercado-. El tratamiento de la política social aparece como dependiente de la Constitución económica. Lo cual se confirma en la dinámica de la intervención económica y social de las instituciones políticas de la Unión, cuando bajo el objetivo formal de la modernización del modelo social (flexibilidad o flexiseguridad laboral, envejecimiento y ajuste del gasto público en Seguridad Social, en pensiones, sanidad, desempleo, etcétera) se realiza bajo el primado de las exigencias de competitividad y del tratamiento y enfoque de los derechos sociales en términos de coste vinculado a aquélla (lo que en sentido altamente criticable suele, a veces, denominarse solidaridad competitiva, que en sí desvirtúa el valor de la solidaridad, versión secularizada de la fraternidad por situarse ante todo más en la razón económica que en la razón de la sociedad). En esta prefiguración condicionante de lo social, la política social y el Derecho social son absorbidos por la política económica y el Derecho económico, mediante un proceso de infiltración y colonización interna de las categorías jurídico-sociales por las categorías jurídico-económicas. En el constitucionalismo social la economía quedaba condicionada y enmarcada por la decisión política de integración social encaminada a corregir el desenvolvimiento de las relaciones de mercado. Sin embargo, en el sistema de la Unión Europea lo social queda condicionado y enmarcado por la decisión política de integración económica preordenada a subordinar la política social a las exigencias y prioridades del mercado. La preferencia de la Constitución económica europea respecto de la Constitución social (y los consiguientes derechos de ciudadanía social) se corresponde –y articula también- con la conversión paulatina del Estado Social hacia la forma política de Estado de competencia económica o Estado mercado, el cual subordina los derechos sociales (configurados en el Estado social como derechos de desmercantilización relativa del trabajo) a las exigencias del mercado, con el efecto de una re-mercantilización de los mismos, y asimismo visualiza la ciudadanía social en términos de una solidaridad competitiva que la desnaturaliza.
En una valoración jurídico-práctica se puede decir que:
(a). La modificación del sistema de los Tratados de la Unión Europea, viene a convalidar en gran medida lo que había anteriormente y no hay un retroceso sobre el estándar ya débil de reconocimiento de derechos sociales en el Ordenamiento social comunitario. Aunque la Carta de Niza en sí ha sido elevada a instrumento normativo europeo, superando su simple condición de instrumento jurídico blando (<<soft law>>), en virtud del art. 6.1 del TUE, que le atribuye “el mismo valor jurídico que los Tratados”, siendo así parte del Derecho de la Unión. Su naturaleza no es ya la de una Declaración político-jurídica, sino la de una norma europea con rango de Tratado de la Unión Europea, de valor idéntico o igual al de los Tratados constitutivos de ésta, no simplemente análogo o similar a los mismos. De manera que los derechos fundamentales proclamados son verdaderos derechos y no simples principios generales del Derecho comunitario, por mucho que se constate que la mayoría de los derechos fundamentales (y, por consiguiente, no sólo los de carácter social) son de alguna manera derechos condicionados.
(b). Lo que está cristalizando es la definición de una Constitución liberalizante en sus pilares fundamentales: una Constitución flexible y neoliberal del trabajo que es lo que ya se está configurando actualmente en la práctica de los sistemas nacionales. La nueva versión de esa emergente Constitución flexible del trabajo son las políticas de flexiseguridad liberal impulsadas por las instancias políticas de la Unión, que muchos países traducen como una ruptura del modelo del garantismo jurídico-social (Estado Social garantista) propio del Derecho del Trabajo Clásico. El modelo social que cristaliza en el Sistema de los Tratados de la UE –tras la reforma realizada por el Tratado de Lisboa- supone una respuesta en gran medida insuficiente respecto de la lógica que sería propia a un modelo garantista de derechos fundamentales socio-económicos en el marco de un proceso constituyente de un sistema político-democrático avanzado. Desde luego, no se corresponde con una opción maximalista que supondría el reforzamiento de los poderes decisionales de la Unión, ampliando sus competencias al ámbito de las políticas del <<welfare>> y generalizando la regla de la mayoría para tales decisiones. Así pues, el reconocimiento de derechos sociales fundamentales, que no se sostengan sobre políticas e instituciones europeas coherentes, se expone al riesgo de erigirse simplemente en una especie de <<soft law>> al máximo nivel.
Se trata de un modelo de constitucionalismo débil o debilitado, no reconducible al constitucionalismo social garantista; formas blandas de orden constitucional. Ese modelo de Constitución débil supone la pérdida en gran medida de la función garantista; es, ésta, una concepción que constituye la base constitucional del nuevo Derecho Flexible del Trabajo. No hay un garante de los derechos constitucionales en la medida en que el desarrollo de los derechos fundamentales a través de las políticas concretas comunitarias se somete a un régimen de reglas competenciales que permanecen inalteradas, lo que relativiza que estemos ante un hipotético hito revolucionario en la perspectiva de la construcción de la unidad europea. El Sistema de los Tratados de la UE tan sólo puede considerarse como una Constitución débil –un instrumento débil-, no en el sentido de que no tenga valor normativo (que lo tiene), sino en el sentido más específico de que consagra en muchos aspectos (especialmente los relativos a los derechos sociales) un grado de vinculación débil respecto del legislador comunitario y nacional. La Constitución social europea como Constitución débil se limita a consagrar un conjunto de valores, principios, libertades y derechos abstractamente formulados, sin contenidos garantistas seguros y prefiguradores de la actividad legislativa pública. La Constitución Social débil se convierte en una suerte de centro de referencia jurídico-político flexible de la prácticas de los actores en conflicto, perdiendo su cualidad de prefiguración de un orden económico social concreto. La Constitución Social Europea se caracteriza por la proliferación de fórmulas coactivas blandas (<<soft law>>). De este modo la Constitución débil es una Constitución jurídica mínima y flexible. Casi todo es plenamente disponible por la política legislativa.
Por el contrario, la Constitución Económica Europea –configurada en el Sistema de los Tratados de la UE- es una Constitución fuerte aunque incompleta por la inexistencia de una gobernanza integral de la Unión, que garantiza las bases constitutivas (derechos y libertades fundamentales de los agentes económicos, las reglas de juego indispensables para su funcionamiento; esto es, la Constitución económica conforma el marco jurídico fundamental para la estructura y el funcionamiento de la actividad económica) de un sistema económico de libertad de empresa en el marco de la economía del mercado interior comunitario. De este modo, la Constitución incorpora una decisión política fundamental –definida y configuradora- sobre el modelo económico construido. Todo lo cual refleja la opción por la subordinación del Derecho social (razón jurídico-social) al Derecho de la economía (razón jurídico-económica). La Constitución Social Europea flexible materializa un status de ciudadanía subordinado del trabajador y un gobierno global de la economía más liberado de limitaciones y cargas derivadas de las garantías sociales imperativas propias del constitucionalismo social clásico. Con todo, la Constitución económica europea es una Constitución fuerte y definidora de un orden económico concreto y determinado, destinado a imponerse a la pluralidad de ordenamientos jurídicos nacionales.
En el cambio de paradigma de la Constitución garantista a la Constitución débil emerge la idea de una Constitución por valores o principios. Su efecto es la pérdida de fuerza normativa conformadora del texto constitucional, que supone que la Constitución pierde sensiblemente parte de su espacio regulador y delimitador de las materias que ordena a favor de la mayor libertad de libre configuración del legislador infraconstitucional. De este modo se ve afectada la relación interfuente entre texto fundamental o Constitución y legislación ordinaria, pues ésta puede actuar con mayor margen de discrecionalidad con el único límite de atenerse al sistema de valores o principios consagrados en el texto fundamental –que sólo formalmente sigue operando como norma fundamental del ordenamiento jurídico nacional o europeo-. Ello pone de relieve el carácter tendencialmente no decisorio de los nuevos textos constitucionales o de valor constitucional que se orientan hacia esa Constitución flexible por valores o principios, siempre marcados por un cierto relativismo (Ello evoca lejanamente la idea de Constitución sin decisión de Otto Kirchheimer[12], aunque aquí adquiere un carácter singularmente más matizado, pues de lo que se trata es también de cuestionar el constitucionalismo social –el garantismo social- en sí sobre el cual se ha construido la forma política del Estado Social contemporáneo). Y nótese que la debilidad de la Carta se manifiesta también en su limitada aplicación cuando se aplique el Derecho de la Unión, con exclusión de la legislación de los Estados en el ámbito específico de sus competencias fuera de aplicación del Derecho de la Unión (art. 51.1 CDFUE). En este sentido es tan sólo formalmente una Carta de lo que une y no de lo que es privativo en la esfera de competencias de cada Estado miembros. Es así que se produce una pérdida de centralidad de la norma fundamental en el sistema jurídico de referencia. Y en lo que aquí más interesa, evidencia el carácter no decisorio en el campo de lo social (y señaladamente de los derechos sociales) del Sistema de los Tratados de la Unión Europea. Este Sistema jurídico complejo redefine constantemente su programa constitucional a través de la fuerza imprimida por las instancias político-legislativas de la UE. Por tanto, se puede hablar de un Sistema constitucional de los Tratados de la UE altamente flexible y en gran medida sujeto a disponibilidad en sus contenidos materiales (racionalidad jurídico-material propia del constitucionalismo social) en el marco de un proceso constituyente siempre abierto, no clausurado.
La idea de una des-materialización (o des-sustancialización) de los textos constitucionales conduce a reforzar su condición de Constituciones procedimentales, delimitadoras de las reglas del juego en cuyo seno se mueven los actores del sistema político y social en el marco del pluralismo. Esta idea de Constitución tiende, pues, a contraponerse a la concepción de Constitución defendida por el constitucionalismo democrático-social, pues éste se trataba de combinar el juego de las racionalidades concurrentes (racionalidad formal, racionalidad material y racionalidad reflexiva u horizontal). Este es el sentido político-jurídico del paulatino desplazamiento de la Constitución normativa fuerte (Constitución garantista) a la Constitución jurídica débil o debilitada en su fuerza conformadora de la sociedad que organiza. La pérdida de autonomía y fuerza decisoria de los textos constitucionales flexibles o débiles está servida. Y su consecuencia no es otra que el progresivo vaciamiento de la democracia social de los Estados miembros, a la par que no se logra construir un sistema democrático de la Unión Europea. Y tras ese desplazamiento se produce lentamente un nuevo desplazamiento del Estado Social garantista al Estado de competencia económica (o forma Estado- Mercado), que es una forma estatal fuertemente comprometida con el apoyo al mercado y las fuerzas económicas operantes en dicho espacio económico. El Estado-mercado y su emergente proyección a la Unión Europea como Unión de Mercado supone subordinar el modelo social al modelo económico, esto es, las protecciones sociales a las necesidades de flexibilización del mercado en la transformación constante del capitalismo como exigencia de supervivencia. En la nueva forma del Estado-Mercado, éste aparece como una condensación política de las relaciones socio-económicas nacionales e internacionales, poniéndose al servicio de la competitividad de las empresas. En este sentido se cerraría el círculo abierto con la gran transformación de la modernización industrial, en el sentido de que verdaderamente la economía de mercado se convierte en una sociedad de mercado (una sociedad para el mercado). Se ha podido hablar de Estado competitivo schumpeteriano (o, mejor, de Estado-Mercado), forma de Estado que tiene como función principal el fomento de las condiciones económicas y extraeconómicas necesarias para garantizar el crecimiento económico, el buen funcionamiento de la economía y la acumulación rentable del capital. Tiene como prioridad la búsqueda de estrategias encaminadas a crear, reestructurar y reforzar las ventajas competitivas de su territorio, población, medio ambiente, instituciones y actores económicos. El Estado competitivo otorga una especial atención al cambio tecnológico, la innovación empresarial y el desarrollo de nuevas técnicas de gobierno y gobernanza. Se presenta como promotor proactivo de la competitividad en sus espacios económicos ante el recrudecimiento de la competitividad internacional y regional. La tendencia es a subordinar los sistemas extraeconómicos y del mundo de la vida a las exigencias de la competitividad predeterminadas en la fase actual de globalización económica que requiere políticas económicas de escala.
Por lo demás, el contexto de la globalización económica neoliberal está incidiendo negativamente en la efectividad social real de los derechos humanos. Con las dificultades de gobernabilidad del Estado-nación de ciertos procesos se expande la racionalidad del mercado a espacios no exclusivamente económicos, con una cierta dilución de las fronteras entre lo público y lo privado, haciéndose prevalecer los criterios de eficiencia, productividad y competitividad sobre los costes de los criterios sociales políticamente consensuados en las formas de democracia representativa. En todo caso, interesa realzar que la Carta (ahora con fuerza normativa vinculante) inserta en un único texto jurídico, por primera vez en la Unión Europea, el conjunto integrado de los derechos fundamentales de las distintas generaciones (desde la primera hasta la última).
Esta realidad constitucional de una Constitución económica liberalizadora de la Unión que se impone al constitucionalismo social no puede sino tener consecuencias negativas para la democracia constitucional (que no puede concebirse sin un componente sustancial) y la tutela de los derechos sociales fundamentales. Pero es notorio que esa estrategia se ha mostrado ineficaz, pues no ha ido más allá de grandes declaraciones retóricas, sin el respaldo de las adecuadas iniciativas políticas y jurídicas.
Con todo, no es de extrañar que el mismo Comité Económico y Social Europeo haya podido constatar “los casos acaecidos de violación grave de dicha Carta”, por lo que entiende que “urge establecer una estrategia de seguimiento y reacción rápida”; y “expresa su gran inquietud con respecto a la propagación de determinadas posiciones políticas que pueden desembocar y, de hecho, en algunos casos desembocan en retrocesos en cuanto al fomento y la protección de los derechos fundamentales” [Dictamen del Comité Económico y Social Europeo sobre la “Comunicación de la Comisión: Estrategia para la aplicación efectiva de la Carta de los Derechos Fundamentales por la Unión Europea” [COM(2010) 573 final] (2011/C 376/14)]. En tal sentido considera que “En un contexto de crisis financiera y económica, es importante reforzar los vínculos de solidaridad entre los Estados, los agentes económicos y sociales y los ciudadanos, y respetar la dignidad y los derechos de los ciudadanos”. Por ello se ha de subrayar la obligación jurídica (y no sólo político-democrática) vinculante de promover los derechos fundamentales (con arreglo al art. 51, párrafo 1º, de la Carta, los Estados miembros promoverán su aplicación, siendo ello una obligación).
El Sistema de los Tratados y la Carta de la Unión subordinan lo social a lo económico y no sólo no alcanza un equilibrio entre ambas lógicas, sino que tampoco logra establecer una verdadera garantía eficaz en una doble perspectiva:
A). Desde el punto de vista de la iniciativa de las instituciones políticas de la Unión, debe señalarse que no protege a los derechos sociales frente al primado de la razón económica. Lo que resulta evidente respecto al programa de desmantelamiento selectivo del Derecho Social del Trabajo diseñado expresamente en el Libro Verde de la Comisión Europea, “Modernizar el derecho laboral para afrontar los retos del siglo XXI” (COM(2006) 708 final), que se vence hacia políticas de flexiseguridad neoliberal y deja en un segundo plano el papel central que deberían ocupar los derechos fundamentales de los trabajadores y la misma idea constitucional de ciudadanía social (asimismo, Comisión Europea, “Libro Verde. Reestructuración y previsión del cambio: ¿Qué lecciones sacar de la experiencia reciente?”, Bruselas, 17.1. 2012. COM(2012) 7 final).
Pero no protege, ante todo, respecto de las políticas neoliberales efectivamente puestas en práctica desde las instancias políticas de la Unión Europea, que implican un proceso de desmantelamiento de las garantías sociales y una remercantilización de los derechos sociales de la ciudadanía. Mientras la Unión Europea no ha completado su proceso de democratización (déficit democrático), el <<demos>> de los Estados nacionales va perdiendo su identidad y efectividad, pues los ciudadanos perciben que carecen de poder de influencia en sus gobiernos y en las políticas de las instituciones de la Unión. Y no se trata de una simple modernización y reestructuración de la ciudadanía social proclamada en las Constituciones jurídicas y los Estados Sociales nacionales, sino de un desmantelamiento selectivo dirigido a llevar a cabo una mutación tácita y en menor medida una reforma explícita de los textos constitucionales y de la forma política del Estado Social de Derecho. Es necesario indicar que la mutación de la Constitución significa, en sentido técnico, una incongruencia entre las normas constitucionales y la realidad constitucional. Propiamente no se cambia el texto constitucional. Se opera no una reforma jurídico-formal de la Constitución sino tan sólo una muy incisiva reforma “material” del texto constitucional[13]. Las mutaciones constitucionales a menudo operan silenciosamente y reflejan en los textos constitucionales las transformaciones que se operan en la esfera política, esto es, en la situación constitucional real. Lo cual plantea la falta de correspondencia la Norma Fundamental y la realidad en el campo del Derecho constitucional y de la Ciencia Política. En este sentido se produce –a menudo sigilosamente- una ruptura de la Constitución por el primado de normas y vías de hecho que reflejan una decisión político-jurídica de signo contrario al sentido originario del texto fundamental (que es lo que se está produciendo con una gran parte de las legislaciones de excepción permanente en el etapa actual de respuesta institucional a la crisis económica). En las mutaciones constitucionales existe una contraposición entre realidad jurídico-normativa y realidad política (facticidad). Estas mutaciones, a veces, no son adecuadamente percibidas desde las posiciones formalistas de argumentación y comprensión jurídico-política del fenómeno constitucional. Suelen ignorar –o no captar correctamente en todo su alcance- que las reformas constitucionales desde una perspectiva temporal amplia poco frecuentes, mientras que las mutaciones constitucionales –más o menos explicitadas- están al orden del día como proceso jurídico-político especialmente relevante en situaciones de cambios históricos y, por supuesto, en periodos calificables de excepción, donde se hacen más visible las relaciones efectivas de poder existentes en una sociedad determinada y, por ello mismo, la fuerte tensión entre la Constitución formal y la realidad constitucional emergente en la que quedan implicadas la facticidad y la normatividad.
En realidad, cuando se habla de modernización en materia de derechos sociales hay que preocuparse porque se suele traducir en reducción de la protección dispensada o en re-mercantilización de los derechos de prestación. La Constitución débil o flexible del trabajo subordina lo social a los imperativos de la economía (europea y nacional, tendencialmente indisolubles y cohesionadas), dejando en un segundo plano las finalidades redistributivas y correctoras y de control público-social de las actividades de mercado. Así se produce una ruptura –una fractura- en un constitucionalismo social donde la Constitución económica y la Constitución social eran dos dimensiones –dos vertientes- interrelacionadas y comunicables bajo el objetivo común de equilibrar la razón económica y la razón social, aún bajo la realidad problemática de las condiciones económicas propias del capitalismo tardío.
Las actuales políticas autocalificadas eufemísticamente de reforma laboral y social están, sin embargo, expandiendo, generalizando y consolidando un modelo antropológico de trabajador: El trabajador precario. Con ello se altera radicalmente el modelo antropológico de trabajador protegido que ha guiado la política social en el marco del constitucionalismo democrático-social. Hasta tal punto es así, que el precariado –como he demostrado en otra ocasión- deviene en una condición social subalterna, situada siempre en la misma frontera entre la inclusión y exclusión social, que se contrapone frontalmente al trabajo digno o decente en la conocida expresión utilizada por la OIT. La precarización laboral comporta una situación de máxima inseguridad y vulnerabilidad de la persona que trabaja. La tendencia en el capitalismo flexible y globalizado va en la dirección de una utilización y organización flexible del trabajo que conduce a la expansión del trabajo precario. De este modo, la precarización laboral tiende a perder su carácter marginal y asume un carácter estructural y generalizado en las nuevas formas de organización del trabajo (flexible e inestable) en el capitalismo flexible. Llámese la atención en el hecho de que la debilidad del trabajador no es solo contractual, en el trabajo, sino que se hace extensiva a una reducción significativa de la protección de Seguridad Social y, en general, de los mecanismos de protección social pública. Ciertamente, el trabajo precario solo es capaz –acaso- de proporcionar un débil nivel de desmercantilización, apartándose así del modelo antropológico de trabajador protegido (a través de derechos sociales de desmercantilización) diseñado en los textos constitucionales enmarcados en la tradición del constitucionalismo social.
No existe ya la pretensión de buscar un equilibrio entre la integración económica y la integración social en el sistema de los Tratados de la Unión Europea. E igualmente –y por impulso de éste- el equilibrio entre la razón económica y la razón de la sociedad es cuestionado en sus pilares fundamentales. La Constitución económica europea condiciona y absorbe las Constituciones económico-sociales de los Estados sociales nacionales, conformando una realidad constitucional que oponiéndose a las bases de la tradición del constitucionalismo social tiende a establecer la nueva forma política del Estado de competencia económica o Estado-mercado, poniendo la política al servicio del mercado. Esto supone, por decirlo expresivamente, poner el sistema democrático al servicio de intereses particularistas, no hacia la dirección coherente de la satisfacción preferente de intereses generales o públicos en beneficio de todos los ciudadanos.
La Constitución social europea es una Constitución débil, subordinada a la Constitución económica europea. Y, en esa condición, sobre ella prima la centralidad del mercado y el sistema de libertades económicas garantizadas. Todo lo cual se refleja también en la subalternidad de la regulación en materia social (con límites competenciales, que permite excluir materias sociales fundamentales; y con sometimiento generalizado de la regla de la unanimidad decisional para la aprobación de instrumentos normativos europeos en el caso de las materias donde se ejerce competencia; y por último, gran parte de las materias sociolaborales continúan siendo reservadas para los Estados nacionales y tan sólo sometidas a mecanismos de colaboración y al método abierto de coordinación europea). Esta Constitución social europea débil no es equiparable a la Constitución social de la tradición jurídica de los Estados sociales miembros de la Unión, pero ésta resulta poderosa y decisivamente condicionada por una Constitución económica europea fuerte y absorbente en su lógica de imperatividad en la maximización de la competitividad y rentabilidad del capital en todo el espacio político de la Unión.
Lo que se hace prevalecer es la integración europea negativa sobre la integración europea positiva basada en la garantía efectiva de todos los derechos fundamentales en el marco de un proceso de democratización en la construcción de la Unión Europea. Sería necesario superar el desequilibrio todavía existente entre la integración negativa (predominante) y la integración positiva deficiente, lo cual supone tomarse en serio las garantías sociales en el Sistema de los Tratados. La integración positiva exige una dirección política del mercado y un control de los poderes sociales que operan en el espacio de la Unión Europea, pues el mismo constitucionalismo social europeo no puede ser realidad sin contar con una decisión fundamental conjunta y articulada entre las esferas política, económica y social de las sociedades avanzadas. La legitimación del modelo social europeo implica la consagración de todo un proceso de democratización sustancial que involucra y afecta a la política del poder, a la integración de las clases trabajadoras en el orden constitucional y a la garantía de todos los derechos fundamentales, dada su comunicabilidad e interdependencia para un nuevo orden situado en la tradición común del constitucionalismo social.
Por ello es necesario apostar por la simetría en la regulación en la misma fuente constitucional (el sistema de los Tratados de la Unión) de las diversas vertientes interrelacionadas de la Constitución económica y de la Constitución social, porque sólo así se podrá reflejar la unidad del proyecto de democratización europeo y se podrá garantizar la búsqueda de equilibrio –siempre inestable- en los conflictos que surgen entre el Derecho Social del Trabajo y el Derecho Económico de la Concurrencia. Con las actuales reglas de juego constitucionales prefijadas, las constituciones sociales de los Estados miembros estarán siempre subordinadas a una Constitución económica comunitaria neoliberal que las pone en permanente cuestión desde sus mismos presupuestos de partida. En virtud de ellas se viene produciendo una absorción y colonización interna de las Constituciones nacionales (en su doble dimensión económica y social) por la Constitución económica de la Unión Europea. Lo que, dado el principio de primacía del Derecho de la Unión Europea sobre los Derechos nacionales, entraña la negación por neutralización de la lógica interna de equilibro entre lo social y lo económico en las constituciones de los países miembros que formalmente fueron diseñadas en la tradición político-constitucional del constitucionalismo democrático-social. Si no cambian esas reglas de juego desequilibradas, el Derecho Social del Trabajo seguirá estando subordinado al Derecho europeo de la competencia. Hasta tal punto es así, que puede hablarse de infiltración del Derecho comunitario de la concurrencia en el Derecho del Trabajo de los Estados miembros (Estados Sociales nacionales), de manera que el Derecho del Trabajo europeo actúa paradójicamente como un instrumento del mercado interior, desvirtuando y desnaturalizando su función legitimadora expresada en su carácter compromisorio y transaccional, vinculado a su carácter inevitablemente conflictivo entre la tensión subyacente en el ámbito de la política del Derecho entre la racionalidad económica y la racionalidad social (entre lo económico y lo social) en la sociedad moderna. Se trata de funcionalizar el orden económico a la sociedad y no al revés, impidiendo la colonización de lo económico y su lógica mercantilizadora en todas las esferas del orden de la sociedad. Este, y no otro, es el sentido del Derecho del Trabajo garantista.
B). Desde la perspectiva de la iniciativa de los Estados, cabe decir que no hay protección adecuada frente a las agresiones a los derechos sociales realizadas directamente por los gobiernos políticos nacionales, porque precisamente éstos se amparan en las indicaciones de gobernanza económica europea y en el predominio de la Constitución material de la Unión para realizarlas. Las llamadas “políticas de austeridad” y de contención del gasto público social (gasto social que de forma nunca bien explicitada y justificada es siempre el principalmente destinado a ser recortado en el conjunto de las partidas de gasto público), junto con las políticas de flexibilidad o flexiseguridad laboral neoliberal, están pulverizando literalmente los derechos de ciudadanía social. Es decir, no se ha protegido, blindado, la garantía efectiva de los derechos sociales frente a la agresión de las políticas neoliberales, frente a los Poderes económicos, más o menos institucionalizados, más o menos salvajes. El problema es que gran parte de los derechos fundamentales reconocidos –especialmente los de carácter social- pueden (y de hecho ya lo están) adolecer de inefectividad estructural por la falta de las correspondientes normas jurídicas de actuación, no sólo de garantías (primarias y secundarias), sino también de imposición de obligaciones jurídicas de actuación por parte de los Poderes públicos (Lo que se podría llamar la garantía político-institucional de los derechos).
Por lo demás, con base a los ámbitos de soberanía cedida por los Estados miembros en materia económica, se ha condicionado y subordinado, en todos los órdenes, la política social a las orientaciones imperativas de las políticas económicas de la Unión. Esto está suponiendo una re-mercantilización de los derechos fundamentales sociales ya consagrados en los textos constitucionales nacionales. Su resultado visible no es otro que una suerte de política social europea negativa, en un marco jurídico-institucional sin tutela efectiva, pero donde sí se interviene para condicionar y desmantelar el constitucionalismo social y su forma política, el Estado Social de Derecho. Paradigmáticamente se ha producido una relegación de la política de empleo en favor del principio de rentabilidad del capital. La política de empleo del Estado Social no sólo forma parte del Pacto Social democrático de la postguerra, sino que también es una condición del modelo económico basado en el crecimiento responsable y el consumo de masas. Es por ello criticable la desatención constitucional que supone el abandono del pleno empleo como objetivo fundamental de las políticas económicas contraponiéndose a las previsiones explícitas de las Constituciones democrático-sociales nacionales (v.gr., nuestro art. 40 CE).
El efecto es el de una real neutralización y mutación tácita de las constituciones políticas (substracción de la capacidad de decisión a las instancias legislativas y de gobierno de los Estados miembros, inherente al principio democrático) y socio-económicas nacionales, operando una doble metamorfosis constitucional, a saber: un progresivo desplazamiento del modelo de Constitución democrático-social del Estado Social por un modelo de Constitución flexible y neoliberal que hace primar la razón económica sobre la razón social, por un lado, y por otro, la heterodirección de la gobernanza europea se impone autoritariamente a las legítimas instancias político-democráticas (parlamentarias y gubernamentales) de los Estados miembros. Pero esa mutación también resulta ser explícita en algún caso. Así, paradigma de mutación expresa, y en un sentido análogo a la realizada en otros Estados miembros, es la reforma del art. 135 CE, que consagra el principio de estabilidad presupuestaria; en relación con el “Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria”, dicho artículo implica la prohibición de que el Estado y las CCAA incurran en un déficit estructural superior a los márgenes establecidos por la Unión Europea para los Estados miembros, y asimismo la imposición a las entidades locales de un equilibrio presupuestario; y su desarrollo en virtud de la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, con el sometimiento expreso de la Administración de la Seguridad Social a las reglas de estabilidad presupuestaria, lo que en hipótesis podría traducirse en un recorte directo o indirecto de las prestaciones sociales como opción al parecer preferente al incremento de las cotizaciones sociales o de las aportaciones del Estado, con la consiguiente afectación negativa a la garantía constitucional del sistema de Seguridad Social contenida en el art. 41 CE.
Esto permite comprender cómo el Derecho Social del Trabajo y de la Seguridad Social (en gran medida todavía nacionalizado en cuanto a la atribución fundamental de competencias a los Estados nacionales) pueda estar en la presente coyuntura subordinado a las exigencias de la competitividad, y en general a la razón económica, y que los textos constitucionales nacionales hayan quedado prácticamente neutralizados (desvirtuados o, a menudo, anestesiados en cuanto que en la práctica están quedando en suspenso en su aplicación real y efectiva) por el predominio absoluto de las políticas autodenominadas anticrisis preordenadas por la Unión Europea y de las fuerzas e instituciones económicas que operan en el mercado desde una posición dominante. La competitividad se ha convertido en la nueva fórmula mágica de la ciencia jurídica, y no sólo de la también autodenominada ciencia económica. También permite comprender la centralidad actual de las llamadas políticas de reforma del mercado de trabajo y de los sistemas de protección social en un sentido de des-construcción del modelo garantista; en manifiesto contraste con reformas tan sólo epidérmicas del modelo productivo y de competitividad de la economía. Subyace la apuesta por la competitividad por la reducción de los costes y garantías sociales, es decir, una devaluación del trabajo y de las garantías sociales; y, en relación a ello, una transferencia de riesgos y rentas del trabajo al capital.
Es más, lo que se viene produciendo no opera únicamente desde el exterior al propio ordenamiento jurídico-laboral, sino que incide internamente en el mismo, es decir, las categorías e instituciones jurídico-laborales quedan impregnadas por el Derecho económico de la competencia (tanto a nivel de la Unión como en el ámbito nacional). Ahí reside precisamente la idea de un Derecho del Trabajo invertido en sus fines, que va perdiendo paulatinamente su calificación (y atributo) de social, porque paradójicamente tiende a hacer prevalecer la lógica económica sobre la lógica social (v.gr., la competitividad es el factor clave de las regulaciones del despido por causas empresariales, las modificaciones sustanciales por exigencias de funcionamiento de la empresa, la flexibilidad salarial y de condiciones de trabajo por necesidades empresariales, en cuyo marco significativamente se han fomentado legalmente el ejercicio unilateral de los poderes empresariales; el intento de conversión del convenio colectivo en un simple instrumento de gestión funcional de la empresa, y no de equilibrio de poderes y de redistribución del producto social vinculado a la distribución del trabajo social; la reconfiguración del contrato de trabajo en una línea de máxima individualización y de descolectivización del trabajo, etcétera). Todo lo cual entraña visiblemente un creciente proceso de re-mercantilización del trabajo y un detrimento calculado de la subjetividad política de los poderes de las clases subalternas.
Resulta singularmente paradigmática la doctrina del TJUE, que sin duda tanto ha venido contribuyendo al reconocimiento de los derechos fundamentales en el espacio europeo, sobre la tensión entre las libertades económicas (en particular el desplazamiento de trabajadores en el marco de una prestación de servicios) y los derechos fundamentales de carácter colectivo, como la huelga y la negociación colectiva (formalmente garantizados en la Carta de la Unión Europea y las Constituciones nacionales), haciendo prevalecer las libertades económicas sobre tales derechos sociales de libertad. Así se refuerza la centralidad del mercado y se debilita el sistema de garantías sociales de los derechos a nivel europeo y nacional. Se trata ante todo de tres grandes pronunciamientos en los asuntos Viking (STJUE de 11 de diciembre de 2007, Asunto C-438/05), Laval (STJUE de 18 de diciembre de 2007, Asunto C- 341/05) y Rüffert (STJUE de 3 de abril de 2008, Asunto C-346/06), en los que se pone límites sustanciales a los derechos colectivos en su confrontación con las libertades económicas europeas. Lo que determina que en caso de entrar en colisión prevalecería la libertad económica sobre el derecho social de libertad de huelga. Por lo demás, esta subordinación de los derechos colectivos a las libertades económicas viene facilitada por la dificultad de legislar en el ámbito comunitario en materia de libertad sindical y derecho de huelga que alcanza a la prohibición (art. 153.5 del TUE, a cuyo tenor: “Las disposiciones del presente artículo no se aplicarán a las remuneraciones, al derecho de asociación y sindical, al derecho de huelga ni al derecho de cierre patronal”), con lo cual el déficit de protección de estos derechos fundamentales sociales resulta más que evidente cuando se contrastan con las libertades económicas plenamente garantizadas en su efectividad por el Derecho de la Unión y con carácter jerárquicamente consagrado.
Esta problemática y el debate consiguiente han adquirido tal magnitud como para dar lugar a propuestas de iniciativas legislativas de la Unión Europea. Así, la Propuesta de Reglamento del Consejo sobre el ejercicio del derecho a adoptar medidas de conflicto colectivo en el contexto de la libertad de establecimiento y la libre prestación de servicios (COM/2012/0130 final-2012/0064 (APP), en cuya Exposición de Motivos se pone de manifiesto que tales sentencias del Tribunal de Justicia evidencian las brechas existentes entre el mercado único y la dimensión social a nivel nacional y se vencen por la aplicación del principio de proporcionalidad en los supuestos de colisión de derechos colectivos y libertades económicas; y la Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo, relativa a la garantía de cumplimiento de la Directiva 96/71/CE, sobre el desplazamiento de trabajadores efectuado en el marco de una prestación de servicios (Texto pertinente a efectos del EEEE. Bruselas, 21.3.2012. COM(2012) 131 final. 2012/0061 (COD). Será difícil que el juego de este principio de proporcionalidad aporte un verdadero equilibrio entre las libertades y derechos en conflicto, porque se acabará sometiendo la lógica propia de la acción colectiva a parámetros economicistas que tienden a imponerse por la misma fuerza de la racionalización de los procesos económicos en el mercado interior. Al final, es previsible que se continúe produciendo una reconducción hacia la mercantilización de estos derechos colectivos o sindicales de libertad (como ya está sucediendo también, y de modo generalizado, con el conjunto de los derechos sociales prestacionales), donde el trabajador tiende a ser, de nuevo, considerado en los hechos como una mercancía <<sui generis>> que tiene que adaptarse y conciliarse con el Derecho económico de la competencia. Un Derecho de la competencia presidido actualmente por la ideología dominante de un liberalismo económico radical. Entonces –y en coherencia con ese discurso neoliberal- los derechos colectivos de los trabajadores quedan subordinados a la plenitud de las libertades económicas en todo el espacio europeo. Se da, así, un paso más hacia la re-mercantilización de los derechos fundamentales sociales.
En el fondo hay que resolver un problema previo relativo a la consagración del principio de equiparación en el sistema de los Tratados de la Unión entre los derechos sociales fundamentales y las libertades económicas comunitarias. Es a partir de esta base de equiparación constitucional cuando se puede –y debe- abordarse la problemática de la coexistencia, articulación y posible colisión entre esos derechos sociales y libertades económicas, pero ya en el marco de un mismo sistema de derechos. Mientras esa equiparación en la norma fundamental de la Unión no se consiga toda ponderación se realizará en condiciones de desventaja para la tutela efectiva y el respeto de los derechos sociales fundamentales.
En esa dirección resulta harto significativo que, dentro del mismo sistema institucional de la Unión, el Comité Económico y Social Europeo haya llamado la atención sobre la tensión entre los derechos fundamentales sociales y las libertades de naturaleza económica: “En cuanto al principio de equiparación de los derechos sociales fundamentales con las libertades de naturaleza económica, el CESE considera que el Derecho primario en concreto debe garantizar dicho enfoque. Asimismo, recuerda que ya en el tercer considerando del Preámbulo y más concretamente en el art. 151 del TFUE se establece el objetivo de la mejora de las condiciones de vida y trabajo, a fin de conseguir su equiparación por la vía del progreso. Por tanto, pide expresamente que se añada un “Protocolo de progreso social a los Tratados, para consolidar el principio de equiparación entre los derechos sociales fundamentales y las libertades económicas, y de esta manera clarificar que ni las libertades económicas ni las normas de competencia deben tener primacía sobre los derechos sociales fundamentales y determinar claramente la repercusión de los objetivos de la Unión Europea en materia de progreso social” [Dictamen del Comité Económico y Social Europeo sobre la “Comunicación de la Comisión: Estrategia para la aplicación efectiva de la Carta de los Derechos Fundamentales por la Unión Europea” [COM(2010) 573 final] (2011/C 376/14).]. No se sabe a ciencia cierta si estas iniciativas prosperarán pero, al menos habrán permitido dar visibilidad al problema de la absorción de los derechos colectivos o sindicales por el Derecho de la competencia que ampara las libertades económicas de la Unión.
Porque el problema de fondo es que la garantía formal de los derechos fundamentales (y en particular de los derechos sociales) en la Carta de la Unión, tal como están conformadas actualmente las reglas de juego en el sistema de los Tratados está destinada a la inefectividad estructural por la carencia de no sólo de leyes de actuación (faltan suficientes garantías, tanto primarias como secundarias, de los derechos proclamados en la Carta -Norma-garantía-), sino también por compromisos directivos impuestos a los poderes públicos para hacerlos valer (Norma-directiva fundamental).
De esta manera se explica que a pesar de disponer ya de una importante Carta de derechos fundamentales de la Unión, dotada de rango análogo a los tratados fundacionales, sin embargo, ésta no haya podido ser reclamada como elemento de contención y defensa frente a los procesos de remercantilización del trabajo y de los derechos sociales de la ciudadanía. Ya se ha señalado que la Carta encuentra muchas reservas condicionantes y debilitadoras de su efectividad en la delimitación de su ámbito de aplicación, lo cual impide que pueda establecerse en virtud de ella una verdadera Constitución social europea basada en la garantía efectiva de los todos los derechos sociales de la ciudadanía (a mayor abundancia, continúa siendo un instrumento jurídico externo al sistema de los Tratados constitutivos de la Unión; y por tanto sujeto a una lógica propia y diferenciada, por lo que no puede considerarse como la parte dogmática o declarativa de derechos del Sistema de los Tratados fundacionales).
En tal sentido, al dejar intacto el sistema de competencias y las reglas de aprobación de los instrumentos normativos de la Unión, visiblemente la Carta se ha visto impotente para alcanzar un equilibrio satisfactorio entre la integración negativa (razón económica) y la integración positiva (razón social), que es la social; o en otras palabras: entre la integración económica y la integración social. De este modo, la Constitución económica europea opera como impulso para la generalización y expansión de la nueva Constitución material del Estado de competencia económica (Estado- Mercado) en los Estados miembros de la Unión conformándolos, pues, con una fisonomía marcadamente post-social.
No ha podido contribuir decisivamente a contener el proceso de desplazamiento gradual del Derecho del Trabajo del constitucionalismo social y su forma política, el Estado Social, por otro modelo de Derecho del Trabajo: el Derecho del Trabajo del constitucionalismo débil y tendencialmente post-social. Un Derecho del Trabajo que se aparta del garantismo jurídico-social y que tiende a conformarse, paradójicamente, como un Derecho del Trabajo Invertido en su función al apostar por la preferencia de la razón económica sobre la razón social (que, se insiste, en la razón de la sociedad), y la consiguiente re-mercantilización de lo que en el constitucionalismo social eran considerados verdaderos derechos sociales de la ciudadanía y como tales derechos de desmercantilización relativos del trabajo subordinado o asalariado. Todo ello presupone una redefinición de la relación entre la política democrática y la esfera socio-económica. Las transformaciones actuales del Derecho Social del Trabajo parecen confirmar la tendencia hacia la ruptura del constitucionalismo democrático-social y su forma política de Estado Social de Derecho, y la acomodación y subsunción del mismo a las exigencias de un constitucionalismo económico de mercado y su forma política de Estado Mercado. Un Derecho del Trabajo que se enmarca en una Constitución social debilitada, dotada de una normatividad de baja intensidad con derechos subjetivos cuyo nivel de positividad y garantías jurídicas correspondientes tiende a reducirse al campo de lo programático y su cristalización en reglas blandas. En contraposición, pues, a las libertades económicas configuradas como derechos positivados en normas jurídicamente vinculantes en sentido fuerte. El juicio crítico debe evitar también la tentación del corporativismo disciplinal, que conduciría a una defensa a toda costa de las virtualidades (imaginadas o imaginarias) de un particularismo mítico y ahistórico de este sector diferenciado del ordenamiento jurídico. Lo que implica llevar a la crítica hasta sus últimas consecuencias.
Esto significa que el Derecho Social del Trabajo tiende a convertirse en un Derecho postsocial del Trabajo y de la Empresa (en el particular sentido de estar preferentemente al servicio de las exigencias de su funcionamiento). Cambian, así, los valores de referencia, las prioridades y jerarquías. Todo ello en el marco de una mutación tácita (principalmente) de los textos del constitucionalismo social vigentes formalmente en Europa en virtud de una realidad constitucional que se impone por gobiernos fuertes, los cuales presentan oficialmente sus reformas restrictivas de derechos sociales como imposiciones inevitables de los mercados (sin aclarar, por otra parte, qué fuerzas económicas e institucionales operan en dichos espacios económicos globalizados). Se está produciendo, pues, una desconstitucionalización y remercantilización de los derechos sociales de la ciudadanía. La Constitución jurídico-social solo adquiere una vigencia jurídico-formal, pero está desprovista, cada vez más, de eficacia real y efectiva. Esto impide la aparición de una auténtica esfera pública europea que otorgue visibilidad a un instrumento de tan potencial relevancia en los ordenamientos jurídicos de la Unión como es la Carta.
Por el contrario, se ha de entender que los principios y valores de la democracia (en sentido formal y material) imponen, en coherencia, otro modelo distinto, a saber: la consagración de un poder democrático-constitucional europeo que consagre e instaure un constitucionalismo democrático-social europeo y nacional, y que garantice un control del mercado (y de los poderes socio-económicos) por la política democráticamente definida. Sólo en este marco se podrá disponer de la garantía efectiva de los derechos sociales de la ciudadanía en el marco del espacio político-jurídico de la Unión. Por tanto, el discurso político-social no debe ser anti-Unión Europea, sino, por el contrario, pro-europeo, pero una Unión Europea que se conforme, en verdad, como nueva forma política de Unión democrático-social Europea y que, como tal, se contrapone a su configuración actual como una Unión Europea orientada más hacia la primacía del mercado (razón económica) que a la primacía de la sociedad (razón social). Este modelo implica un control democrático de los mercados, la garantía de los derechos sociales, el impulso a un desarrollo económico sostenible y, en fin, el despliegue de políticas de redistribución de la riqueza y del poder. Supone avanzar en todas las dimensiones de la ciudadanía desde la comprensión realista de que en una sociedad fragmentada en grupos y clases sociales la libertad y la igualdad son una aspiración (Y tanto más en la presente coyuntura en la que se asiste a una desintegración o descomposición del tejido social).
La Constitución de la Unión Europea tiene que ser una Constitución eminentemente democrático-social y no una Constitución económica unilateralmente encaminada a consagrar la centralidad incondicionada del mercado en detrimento de la participación democrática, de la redistribución de la riqueza y del producto social y, en definitiva, la des-sustancialización de la democracia. Sólo así será verdaderamente una Europa democrática (una que merezca ser llamada Europa social), pues ésta presupone una inescindible doble dimensión, como democracia formal y procedimental y como democracia sustancial o social. Cabría interrogarse sobre si una democracia desmaterializada (sin Constitución social basada en la participación y en la garantía de derechos sociales de desmercantilización) puede seguir siendo merecedora de esa calificación. En el actual estadio de la civilización, la respuesta debería de ser negativa. Basta recordar que los derechos sociales fundamentales son indisociables de los derechos civiles y políticos y están equiparados a ellos en virtud de la misma Carta de la Unión Europea. Por lo demás, los derechos humanos son universales e indivisibles, por lo que deben ser protegidos y garantizados a todas las personas, no sólo a los ciudadanos de la Unión. Este es el sentido de una Europa de los derechos, que no puede limitarse a aquellas personas que tienen la nacionalidad de un Estado miembro, sino que más bien deben abarcar a toda persona que resida en el territorio de la Unión. De otra manera el ámbito personal del Espacio de Libertad, Seguridad y Justicia de la Unión Europea sería incompatible con los valores y principios, la no discriminación, el trato justo e igualitario y la solidaridad, sobre los que la Unión Europea ha sido fundada, o, al menos, debería serlo. La Unión debería intentar reforzar el marco jurídico (junto con la praxis política de fomento) de los derechos sociales fundamentales. Ello exige también que la Unión se adhiera a la Carta Social Europea revisada, haciendo valer la regla genérica contenida ex art. 151, párrafo 1º del TFUE y 6. 3 TUE. (Es criticable que no exista una obligación de adhesión a dicho instrumento de Derecho internacional regional similar a la prevista respecto al Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades prevista ex art. 6.2 TUE).
Todo esto remite a otra pregunta –y reflexión correspondiente- sobre si es posible a largo plazo la supervivencia del capitalismo configurado pretendidamente como capitalismo puro, esto es, libre de sistemas de limitaciones y racionalizaciones sociales y político-jurídicas y, eso sí, defensor de un intervencionismo público selectivo al servicio predominantemente de las exigencias del mercado. Es dudoso que el capitalismo pueda ser salvado nuevamente sin políticas de reforma social y de concesión o contención social; en condiciones mínimas de democracia (y es posible que se cuestione esta forma política no sólo en el campo sustancial, lo que resulta evidente, sino también en el campo procedimental de la libre participación política) es difícil la supervivencia de un sistema social total sin un mínimo de igualdad y de solidaridad social: una elevada pobreza y exclusión social acaban por desestabilizar el orden político y cuestionar la dinámica económica del capitalismo, el cual exige orden, estabilidad, previsibilidad, paz social, y un cierto nivel de poder adquisitivo y de consumo de masas (demanda agregada) sin la cual no se garantiza el consumo requerido por un capitalismo cognitivo y una sociedad no sólo adquisitiva, sino igualmente una sociedad consumo[14]. A largo plazo esto es insostenible. No parece viable –al menos a largo plazo- la expansión económica responsable y el crecimiento necesario de las necesidades económicas sin orden ni capacidad efectiva de consumo, cuando no de consumidores de mercancías y servicios. En otras palabras: la democracia constitucional exige una legitimidad sustancial.
Por lo demás, una concepción puramente formal de la democracia es hoy sencillamente insostenible: la democracia contemporánea presenta indisociablemente una doble dimensión sustancial y formal. Las dos dimensiones de la democracia, la formal y la sustancial, se encuentran ligadas en el paradigma constitucional a los derechos fundamentales en general y señaladamente a los derechos sociales que aseguran la materialidad y autenticidad en un sistema democrático[15].
El modelo actual de integración europea presenta importantes limitaciones y adolece de graves insuficiencias (de carácter político y jurídico) desde el punto de vista de la democracia y de la institucionalización de una verdadera Constitución europea que pueda merecer la calificación de Constitución social. Ello reclama una mayor integración política y jurídica y la apertura de un intenso proceso de revisión y reforma democratizadora del Sistema de los Tratados de la Unión (Integración política y jurídica, socio-económica y cultural).
Pero la lucha por el Derecho Social Europeo es también lucha de poderes: corresponde a la ciudadanía activa y a los grupos que la articulan (ciudadanía de los poderes) exigir la garantía de instauración de un nuevo orden más democrático y justo. Se percibe, en los indicios del presente, la apertura de una nueva época para las luchas por los derechos sociales (en su acepción amplia de derechos económicos, sociales y culturales). He aquí una tarea para construir un presente y un futuro que no está escrito y en el que todos (y no sólo los juristas críticos) estamos llamados a participar. Los derechos nunca han sido otorgados por el poder establecido y su consagración jurídica ha sido el resultado de un proceso de luchas sociales y políticas. También será así su mantenimiento.
Resumen: El constitucionalismo democrático-social en los Estados nacionales avanzados, impulsado especialmente a partir de la Segunda Postguerra Mundial, y que permitió el control político de la economía y la garantía efectiva de los derechos sociales de la ciudadanía y bienes públicos, está siendo desplazado radicalmente –aunque paulatinamente para hacerlo más asumible y aceptable por la sociedad- por un constitucionalismo débil de tipo neoliberal (post-social) que subordina la Constitución social a las exigencias maximalistas de la Constitución económica. Ese proceso transformador, significativamente, es impulsado en el momento presente por las instituciones políticas de la Unión Europea. Por otra parte, esta decisión político-jurídica se ha visto sin duda facilitada por el persistente déficit democrático de la Unión y, en relación a ello, por un marco normativo y político insuficiente para la garantía de los derechos fundamentales, y en particular los derechos sociales. Se constata, asimismo, el predominio de la Constitución económica material que se impone sobre esa subalterna y debilitada Constitución social dentro del Sistema de los Tratados de la Unión. De manera que el principio de mercado (razón económica selectiva) prevalece sobre el principio de comunidad (razón social general, redistributiva y participativa). Todo ello sin dejar de reconocer que se han producido ciertos avances importantes en la garantía de los derechos fundamentales en el ordenamiento jurídico europeo y ante todo que se ha otorgado eficacia normativa –con rango equivalente a un Tratado de la Unión Europea- a la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
Palabras claves: Constitucionalismo social, ciudadanía social, derechos sociales, Unión Europea, Sistema de los Tratados de la Unión Europea, Constitución Europea, democracia social, democracia sustancial, Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
Abstract: The social-democratic constitutionalism in the advanced National States, driven especially since the Second Post-war era, and that allowed political control of Economy and the effective guarantee of social rights of citizenship and public property, is being shifted gradually- but radically to make it more affordable and socially acceptable-for a weak neoliberal type (post-social) constitutionalism, that subordinates the social constitution to the maximalist demands of economic constitution. This transformative processes significantly driven at present by the political institutions of European Union. Moreover, undoubtedly this political-legal decision has been facilitated by the continuing democratic deficit of the Union and, in connection therewith, by an insufficient regulatory and policy framework to guarantee fundamental rights, and particularly social rights. The prevalence of the material economic Constitution that is imposed on that subaltern and weakened social Constitution within the System of Union Treaties is also a fact. So the market principle (selective economic ratio) prevails over the principle of community (general social, redistributive and participatory, ratio). All this recognizing that there has been some significant progress in the guarantee of fundamental rights in the legal European system, and above all that normative efficiency- equivalent to a Treaty on European Union- has been given to the European Charter of Fundamental Rights.
Key words: Social constitutionalism, social citizenship, social rights, European Union, the system of the EU Treaties, European Constitution, social democracy, substantial democracy, European Charter of Fundamental Rights.
Recibido: 15 de enero de 2014.
Aceptado: 15 de febrero de 2014.
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[1] Este trabajo se corresponde básicamente con la lección impartida en la festividad de San Raimundo de Peñafort, 2013, en la Facultad de Derecho de Granada.
[2] K. POLANYI, La Gran Transformación. Crítica del liberalismo económico, Presentación y traducción de Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría, Madrid, La Piqueta, 1989, pág. 128.
[3] H. HELLER, Teoría del Estado, edición y estudio preliminar, “La teoría político-jurídica de Hermann Heller” (pp. IX-XLIX), a cargo de J.L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares, 2004, espec., capítulo III. III. 1. (“La función Social del Estado”), y III.II. 6 (“El Derecho como condición de la unidad estatal”); J. HABERMAS, Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso (1992), trad. Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Ed. Trotta, 1998, capítulo II. III (“Parsons vs. Weber: la función sociointegradora del derecho”). Puede consultarse, J.L. MONEREO PÉREZ, La defensa del Estado Social de Derecho. La teoría política de Hermann Heller, Barcelona, Ed. El Viejo Topo, 2009; íd., Derechos sociales de la ciudadanía y ordenamiento laboral, Madrid Consejo Económico y Social, 1996.
[4] Véase A. MENGER, El derecho al producto íntegro del trabajo. El Estado democrático del Trabajo (El Estado Socialista), edición y estudio preliminar, “Derechos Sociales y Estado Democrático Social en Anton Menger” (pp. XI-LXXVIII), a cargo de J.L. Monereo Pérez, Granada, 2004, espec. Capítulo I (El derecho al producto íntegro del trabajo, el derecho a la existencia y el derecho al trabajo), capítulo XIII (“El derecho al producto íntegro del trabajo y las formas de la propiedad”) y Libro Cuarto (“Paso del Estado actual al Estado democrático del trabajo”); J.L. MONEREO PÉREZ, J.L.: Fundamentos doctrinales del Derecho social en España, Madrid, Ed. Trotta, 1999, espec., capítulo 4 (“Derecho social, socialismo democrático y Constitución jurídica de la clase trabajadora”), y actualmente,SANTOS, B. de S.: Sociología jurídica crítica. Para un nuevo sentido común en el derecho, Nota introductoria de Carlos Lema Añon, Madrid, Ed. Trotta, 2009, espec., Tercera Parte(“Derecho y emancipación social”).
[5] Puede consultarse, R. JESSOP, El futuro del Estado capitalista (2002) , Introducción de Juan Carlos Monedero, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2008, capítulo 3 (“El Estado competitivo schumpeteriano”) y capitulo 7 (“¿Hacia regímenes posnacionales de trabajo schumpeterianos?”); U. BECK, La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad, Barcelona, Buenos Aires, 1998, espec., Parte Primera (“Sobre el volcán civilizatorio: Los contornos de la sociedad del riesgo”); y J. HIRSCH, Der Nationale Wettbewersstaat, Berlín, Id-edition, 1995; H. HED, La democracia y el orden global. Del Estado moderno al gobierno cosmopolita, Barcelona, Ed. Paidós, 1997, espec., Segunda Parte (“Análisis: La formación y el desplazamiento del Estado moderno”); D. ZOLO, Cosmópolis. Perspectivas y riesgos de un gobernó mundial, Barcelona, Eds Paidós, 2000, espec., capítulos 1 (“El modelo cosmopolita de la Santa Alianza”) y 4 (“La civitas máxima y del derecho cosmopolita”); íd.: Globalización. Un mapa de problemas, Bilbao, Eds. Mensajero, 2006, espec., capítulos 3 (“La economía global”) y 6 (“El espacio jurídico global”); B. de S. SANTOS, Sociología jurídica crítica. Para un nuevo sentido común en el derecho, Nota introductoria de Carlos Lema Añon, Madrid, Ed. Trotta, 2009, espec., Primera Parte, capítulo 1 (“La desaparición de la tensión entre regulación y emancipación en la modernidad occidental”), capítulo 2 (“El pluralismo jurídico y las escalas del derecho: lo local, lo nacional y lo global”), y Segunda Parte, capítulo 6 (“La globalización, los Estados-nación y el campo jurídico: ¿De la diáspora jurídica a la ecúmene jurídica?”); J. HABERMAS, La Constitución de Europa, Madrid, Ed. Trotta, 2012, págs. 78 y sigs. La visión de un constitucionalismo y de un Estado mundial, expresión máxima de la supremacía del Derecho Internacional sobre los Derechos nacionales, había sido defendida por Kelsen. Puede consultarse, H. KELSEN, Teoría general del Estado, edición y estudio preliminar, “Los fundamentos del Estado Democrático en la teoría jurídico política de Kelsen” ( pp. XXI-CLXXXV ), a cargo de J.L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares, 2002; íd.: Esencia y Valor de la Democracia, trad. Rafael Luengo Tapia y Luis Legaz Lacambra, edición y estudio preliminar “La democracia en el pensamiento de Kelsen”, a cargo de J.L. Monereo Pérez, Comares, Granada, 2002; Íd.: Principios de Derecho Internacional Públic o, trad. cast. de H. Caminos y E. C. Hermida, revisión, edición y estudio preliminar a cargo de J.L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares, 2013 .
[6] Aunque este tipo de capitalismo ya tuviera antecedentes en el primer tercio del siglo veinte, como pudo anticipar lúcidamente TH. VEBLEN, Teoría de la empresa de negocios, trad. Carlos Alberto Trípoli, revisión técnica, edición y estudio preliminar, “La teoría de la empresa de negocios de Thorstein Veblen” (pp. VII-XXXII), a cargo de J.L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares, 2009.
[7] GRAMSCI, A.: “Pasado y Presente”, en Cuadernos de la Cárcel, cuaderno 3, parágrafo 34. Cfr. GRAMSCI, A.: Cuadernos de Cárcel, 6 vols., edición crítica del Instituto Gramsci, a cargo de Valentino Gerratana, México D. F., Ediciones Era, 1981-1999 (nueva edición Casa Juan Pablos, 2009). En otro lugar afirmaba, significativamente, que “puede excluirse que las crisis económicas inmediatas produzcan por sí mismas acontecimientos fundamentales; sólo pueden crear un terreno más favorable para la difusión de ciertos modos de pensar, de plantear y de resolver las cuestiones que afectan a todo el desarrollo ulterior de la vida estatal. Por lo demás, todas las afirmaciones relativas a los períodos de crisis o de prosperidad pueden provocar juicios unilaterales”. Cfr. A. GRAMSCI, Antología, selección, traducción y notas de Manuel Sacristán, Madrid, Siglo XXI de España Editores, 2ª ed., 1974, pág.417.
[8] Dictamen del Comité Económico y Social Europeo sobre la “Comunicación de la Comisión: Estrategia para la aplicación efectiva de la Carta de los Derechos Fundamentales por la Unión Europea” [COM(2010) 573 final] (2011/C 376/14)].
[9] M. BUELGA, “Constitución económica e integración europea”, Revista de Derecho Político , nº 54, 2002, págs. 96 y 111; íd.: “El sistema de competencias en la Constitución económica europea: Unión y Estados Miembros”, Revista de Derecho Constitucional Europeo, nº 6, 2006; A. CANTARO, “El declive de la “Constitución económica del Estado social”, en El constitucionalismo en la crisis del Estado social , García Herrara, M. A (Dir.), Bilbao, Universidad del País Vasco. Servicio Editorial, 1998, págs. 153-154 y 174 y sigs.; A. LASA LÓPEZ, Constitución económica y derecho al trabajo en la Unión Europea, Madrid, Ed. Comares, 2011, págs. 98 y sigs. Es manifiesto que se está produciendo una ofensiva del constitucionalismo neoliberal, como queda reflejado agudamente en G. PISARELLO, Un largo termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático, Madrid, Ed. Trotta, 2011, espec., págs.169 y sigs.
[10] J.L. MONEREO PÉREZ, Derechos sociales de la ciudadanía y ordenamiento laboral, Madrid, Consejo Económico y Social, 1996, capítulo III (“La desmercantilización relativa del trabajo como objetivo de la política social en el capitalismo avanzado: El trabajo y su ordenación jurídica”), págs. 223 y sigs.
[11] L. FERRAJOLI, Principia iuris. Teoria del diritto e della democracia. 1. Teoria del diritto, Roma-Bari, Gius. Laterza&Figli Spa, 2007, Prefazione, pág. IX., y el desarrollo de esta idea en el cap. 11, págs.724 y sigs., y 846 y sigs., contraponiendo los derechos fundamentales a los derechos meramente patrimoniales. También su defensa de un “constitucionalismo global”; Ibid.,págs. 937 y sigs.
[12] O. KIRCHHEIMER, Weimar – und was dann? Entstehung und Gegenwart der Weimarer Verfassung, Laub, Berlin 1930; íd. , Politische Herrschaft – Fünf Beiträge zur Lehre vom Staat. Aufsatzsammlung, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1967. Neuauflage 1981; íd. : Funktion des Staates und der Verfassung – 10 Analysen. Aufsatzsammlung, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1972. Sobre su pensamiento político y jurídico puede consultarse J.L. MONEREO PÉREZ, Estado y democracia, estudio preliminar a O. KIRCHHEIMER, Justicia Política, trad. R. Quijano y revisión de J.L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares, 2001.
[13] Véase H. DAU-LIN, Mutación de la Constitución, trad. Pablo Lucas Verdú y Christian Förster, Oñati, Instituto Vasco de Administración Pública (IVAP), 1998, páginas 29 y sigs. y passim. Hace notar que se puede diferenciar cuatro clases de la mutación de la Constitución: mutación de la Constitución mediante una práctica estatal que no viola formalmente la Constitución (una práctica estatal que no contradice formalmente al texto constitucional. En tal caso se ignora un artículo o varios de la Constitución o se contradice cierta prescripción constitucional, pues se trata de relaciones jurídicas que todavía no se regulan por un precepto constitucional. La tensión que puede observarse aquí se da entre la situación real y la situación legal diseñada por la Constitución, aunque ciertamente a menudo resulta difícil comprobar si una práctica constitucional no es conforme con la Constitución); mutación de la Constitución mediante la imposibilidad de ejercer ciertos derechos estatuidos constitucionalmente, pues ya no se corresponden a la realidad jurídica del momento constitucional; mutación de la Constitución mediante una práctica estatal contradictoria con la Constitución (contradice la preceptiva de la Constitución, sea por la llamada reforma material de la Constitución, sea por la legislación ordinaria, sea por los reglamentos de los órganos estatales superiores o por su práctica efectiva. La situación de tensión es clara aquí, porque la contradicción entre el ser y el deber ser es inequívoca la práctica efectiva del órgano estatal correspondiente discrepa de las normas constitucionales); y, por último, mutación de la Constitución mediante su interpretación (Se produce una mutación constitucional mediante la interpretación, de manera que la norma constitucional queda intacta, pero la práctica constitucional que pretende seguirlas, es distinta. Así, la Constitución experimenta una mutación en tanto que sus normas reciben otro contenido, en la medida que sus preceptos regulan otras circunstancia distintas a las antes imaginadas) ( íbid., págs. 31 y sigs.). Véase también G. JELLINEK, Teoría general del Estado, trad. y Prólogo de Fernando de los Ríos Urruti, edición al cuidado de J.L. Monereo Pérez, Granada, Ed. Comares, 2000; íd.: Reforma y mutación de la Constitución , Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991 .; C. DE CABO, La Reforma Constitucional en la perspectiva de las Fuentes del Derecho , Madrid, Ed. Trotta, Madrid, 2003 ; P. DE VEGA, La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente (1985) , Madrid, Ed. Tecnos, 1991, que incluye la mutación constitucional entre las modificaciones no formales de la Constitución (págs. 179 y sigs.).
[14] Esto lo supieron ver autores lúcidos como Max Weber, Gustav Schmoller, Hermann Heller, Keynes y keynesianos eminentes como Joan Robinson o Galbraith, entre otros. Puede consultarse J.L. MONEREO PÉREZ, Modernidad y capitalismo. Max Weber y los dilemas de la Teoría Política y Jurídica, Barcelona, El Viejo Topo, 2013, y la bibliografía allí citada. Para el pensamiento de Keynes son de gran interés las reflexiones de uno de sus máximos conocedores, R. SKIDELSKY, El regreso de Keynes, trad. Jordi Pascual, Barcelona, 2009.
[15] Véase L. FERRAJOLI, Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional, Prólogo y traducción de Perfecto Andrés Ibañez, Madrid, Ed. Trotta, 2011, págs. 35 y sigs.