Para acercarnos a los pilares sobre los que se asienta la actual arquitectura constitucional europea habremos de partir de una nueva estrategia que nos permita interpretar sus claves. De hecho, los acontecimientos registrados en los últimos tiempos pueden estar prefigurando la Europa del futuro. No hay más que contemplar los episodios más inmediatos del último año. En mayo de 2004 ha tenido lugar la más reciente ampliación de la Unión Europea, ahora ya compuesta por veinticinco miembros tras la incorporación de nuevos países de Europa Central y del Este. A mediados de diciembre de 2004, la apertura de negociaciones para la adhesión de Turquía a la Unión. Sin olvidar la firma del Tratado constitucional para Europa a finales de octubre de 2004. Los tres citados son relevantes eventos. Sin embargo, el nacimiento de la que se da en llamar nueva Europa pasa por un futurible que tiene fecha en el calendario: el 30 de septiembre de 2006. Esta última es la fecha límite para que los actuales veinticinco miembros de la Unión ratifiquen o rechacen el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. A los que estamos asistiendo con académica curiosidad a todos estos acontecimientos no nos deja de interesar, sobre todo y a la luz de la Constitución en ciernes, por un lado, la redefinición que todo ello supone en relación con los objetivos socio-políticos decantados por el nuevo contexto, de otra parte, la reforma interna de la Unión y, por supuesto, la cuestión de las fronteras exteriores de la Unión.
Hasta hace poco los escenarios de discusión científica en torno a la materia se cernían sobre la naturaleza de la Unión Europea nacida del Tratado de Maastrich. No podía ser de otro modo dado que dicha convención obligaba a los constitucionalistas a plantear los problemas claves de la construcción europea y a aportar soluciones democráticas a los mismos. La curia constitucional debatía sobre cuestiones básicas y estructurales para cualquier norma suprema que se precie. Tales cuestiones giraban en torno al marco jurídico y político, la coyuntura política que da origen al proyecto de Constitución para Europa, las aportaciones del Acta Única y del Tratado de la Unión Europea, la delimitación geopolítica, la ciudadanía europea, la soberanía, poder constituyente y legitimidad democrática, valor normativo de la futura Constitución Europea, la forma de gobierno y la morfología del poder territorial, el modelo de sociedad y el modelo de organización del poder político, la dogmática de los derechos fundamentales reconocidos y los principales rasgos de la organización y funcionamiento de los poderes europeos, el sistema de distribución de competencias, sin olvidar el respeto por las distintas tradiciones jurídicas nacionales.
Arranquemos nosotros de un dato irrefutable. De un tiempo a esta parte la Unión Europea se ha convertido en un actor protagonista en la escena internacional. Sin embargo esta constatación no se ha producido por generación espontánea, sino que más bien y como no podía ser menos obedece a un largo proceso evolutivo que ha conducido a Europa a desempeñar semejante papel estelar en el mundo globalizado[1] . Las crisis abiertas con el cambio del escenario internacional que siguió a la desaparición de la bipolarización entre bloque oriental y occidental, se han manifestado en un marco de inestabilidad que a su vez ha provocado graves repercusiones en los niveles internacional e interno. Y en ese nuevo escenario convulso la vieja Europa cristaliza su apuesta como garantía de la seguridad individual y colectiva desde la aversión a la guerra, eso sí, dejando bien sentado el propósito de Europa de renunciar a políticas agresivas y desechando el recurso a la fuerza como «modus operandi» en las relaciones internacionales[2] . Con todo y con ello, en modo alguno resulta fácil caracterizar a este singular agente internacional que en la actualidad es la Unión Europea.
Tampoco parece empresa menor la encargada de buscar alguna homologación político-constitucional ante la inminente caracterización europea como sistema político, pues el sistema político que comienza a avecinarse ni es sólo intergubernamental ni decididamente supranacional[3] . A mayor abundamiento, podíamos preguntarnos si estamos por el momento en condiciones de afirmar sin más matices que Europa ya es federal[4] . Seguramente no; es la respuesta que inmediata surge ante semejante cuestión.
En contraposición con el clásico modelo federal, la morfología institucional europea ha venido participando del diseño supranacional originario que gira en torno a la Comisión , el Consejo y el Parlamento, y continúa garantizando a los gobiernos nacionales una voz decisiva en la gobernanza de Europa. El incremento formal de poder a favor del Parlamento a lo largo de los años ha sido contrarrestado por el desarrollo fáctico de más poder a favor del Consejo. Por su parte, la Comisión ha tenido que esmerarse para preservar su propio peso específico en el proceso de toma de decisiones. De manera que un rápido ejercicio comparativo podría llevarnos a considerar a la Comisión como una suerte de ejecutivo federal, al Consejo como una cámara senatorial y al Parlamento como una asamblea de representación popular. Sin embargo, lo hasta ahora cierto es que la Europa intergubernamental mantiene su vigor e, institucionalmente, se parece bastante más a una confederación que a una federación[5] .
El factor internacional o, mejor dicho, exterior de Europa, lejos de ser una secuela de lo expuesto se convierte, igualmente, en parte sustancial de la necesidad de profundizar en los principales valores y principios constitucionales que se dan en el continente europeo, puesto que sin la asunción y generalización de tales postulados básicos difícilmente podremos hablar de una auténtica construcción europea. La construcción de Europa se manifiesta en libertad, seguridad, ciencia, investigación, redes transeuropeas, transacción y también en políticas de cohesión y solidaridad. Para transitar en esta dirección y apreciar el contexto que nos contempla, podemos tomar como ejemplos y referentes históricos algunas realidades insoslayables: La caída del muro de Berlín visualizada en noviembre de 1989 y, más tarde, el infausto 11 de septiembre de 2001 abrieron la espita a significativas mutaciones en las relaciones internacionales: aparición de nuevas formas bélicas de incontrolables consecuencias, los fenómenos migratorios manipulados por mafias y desregularizados, la restauración del radicalismo religioso, el nacionalismo rampante, el auge de los localismos miopes y el etnocentrismo, el lastre de las instituciones ancladas en el «ius solii» y el «ius sanguinis», la mundialización de los intereses económicos de las grandes corporaciones y los cambios en su operatividad comercial, son nuevas formas de desintegración por todos conocidas que perjudican sobremanera el desarrollo de un constitucionalismo cultural de clara vocación universal. Mutaciones todas ellas que generaron y generan profundos cambios en las magnitudes con las que suele trabajar la ingeniería constitucional europea. En la distancia media y corta a ello hemos de sumar la pretendida europeización de toda una geografía de fronteras todavía difusas y en permanente expansión, a la que no podemos asistir pasivamente los juristas ocupados en la «rei publicae».
Con estos y algunos otros datos, creo que podemos intentar reflexionar en torno al desarrollo e implantación de un Derecho constitucional común europeo para un territorio tan vasto y heterogéneo, aún no definido geográficamente, y que por ahora atiende al nombre de Unión Europea. El aserto que pretende erigir como nueva categoría el Derecho constitucional europeo, seguramente parte de un presupuesto en el que conviene reparar. Se trata de detener nuestra atención en los cimientos estructurales y las ideas que subyacen tras la noción apuntada de cultura política europea. La noción de cultura política generalizada –extendida y extensible- referida a un marco territorial dado, cuando menos, exige que tratemos de esbozar cuál debe ser el mínimo común denominador necesario, capaz de hacer participes de una cierta identidad cultural homogénea a los pueblos y territorios que se dejan abrazar por esa noción –probablemente algo etérea- que hemos dado en llamar cultura política y constitucional europea[6] .
En el campo del Derecho Público comienza a palparse un creciente y compartido estado de opinión en torno a ese mínimo común denominador cultural europeo. De todos es conocido que van en aumento los autores contemporáneos dedicados al estudio de las ramas jurídicas relacionadas con la cosa pública, que cada vez con mayor profusión e intensidad apuestan por condensar una serie de conceptos claves necesarios para el trabajo científico-cultural propio de nuestro ámbito[7] . Estos conceptos claves y mínimos esenciales giran, en primer lugar, en torno a la tradición de los derechos humanos y la cultura de los derechos fundamentales, así como alrededor del paradigma de la evolución gradual de los textos básicos que consagran a unos y otros. Y, en segundo lugar, giran en torno a la cultura constitucional compartida en esta región del planeta. Como ha señalado el profesor Häberle[8] , a partir de aquí se abre el camino al derecho comparado como comparación cultural, y creo que podemos adelantar desde este mismo momento que con ello queda también abierta la metodología interpretativa de la cultura jurídica europea.
Qué duda cabe que si hablamos de un Derecho constitucional común para Europa es más que probable que en términos jurídicos nos situemos en condiciones de ampliar considerablemente los horizontes y las posibilidades de la Constitución española de 1978. Desde luego, a ello hay que sumar y, si se puede, ensamblar las modificaciones constitucionales que puede llevar aparejada la firma en Roma en noviembre del año 2004, por parte de los plenipotenciarios de los actuales veinticinco Estados miembros de la Unión, del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa.
Como ha tenido ocasión de señalar recientemente el profesor Peter Häberle[9] , la teoría de la Constitución como ciencia cultural es ciertamente novedosa puesto que resultó formulada por primera vez en el año 1982. La Constitución como ciencia cultural se basa en un análisis comparado de la Constitución en el tiempo y en el espacio. A pocos se oculta que este análisis contrasta con la teoría general del Estado. Entre otras cuestiones relacionadas con esta materia, recuerda Ortega Gutiérrez[10] el contexto global europeo de la década de los años diez, veinte y treinta del pasado siglo XX, en el que se produjeron importantes transformaciones que tuvieron una acentuada trascendencia en la teoría constitucional que nos resulta más próxima. Podemos compartir, pues, que en las primeras décadas del siglo XX, que como indica Ortega Gutiérrez fue un tiempo de profunda crisis y transformación en diversos y distintos órdenes, cuya manifestación más palmaria la encontramos en la Primera Gran Guerra, los Estados fueron más o menos resistentes a los cambios según la fortaleza y consolidación de sus instituciones democráticas.
Por ello creo conveniente que empecemos por repasar, y no sé si remozar, algunos conceptos primordiales y categorías jurídicas de alcance público y constitucional tradicionalmente bien instaladas en los manuales y, por supuesto, en los respectivos países que hasta el momento componen la Unión Europea. Con el profesor Häberle[11] considero que sería el que atravesamos buen momento incluso para revisar la conocida y ya clásica teoría de Jellinek, según la cual son tres los elementos del Estado: poder, territorio y pueblo. Si estamos convencidos de que nos hallamos en fase de construcción de un macro Estado europeo y de la Europa-nación , es más que recomendable reformular a Jellinek e introducir –sumando- un cuarto elemento, elemento determinante que ha de operar como aditivo esencial de la teoría indicada. Me refiero a la cultura como cuarto elemento de la original proposición de Jellinek. Cuarto elemento en orden enunciativo que no en importancia y calado, que si mucho se nos apura y teniendo en cuenta el contexto así como las actuales circunstancias en las que hablamos de la construcción de Europa, bien podría ser el primero de los elementos que conforman un Estado.
La recombinación de elementos que acabamos de relatar para Europa nos obligaría a matizar sobre cada uno de ellos. Más aún cuando todos son ingredientes necesarios y, tal como más arriba hemos anunciado, mucho habría que decir todavía en torno al territorio impreciso e indefinido de una Europa en constante expansión. Igualmente algo se ha indicado sobre el elemento poder. Pero, por su esencialidad constitutiva y autoridad suprema, ahora nos ocuparemos aunque sea sucintamente del «demos» o pueblo. En el bien entendido de que el actual marco constitucional europeo no nos permite hablar desde la existencia de un «demos» constitucional, un «pouvoir constituant» único [12], formado hipotéticamente por los ciudadanos agrupados bajo una única soberanía, como poder constituyente y autoridad suprema. Dado el déficit con que cuenta evidentemente en este sentido la futura Constitución Europea, por el momento se puede afirmar que sobre el poder constituyente no se funda la estructura constitucional específica de Europa. En este punto la doctrina constitucional al uso presupone la existencia de lo que funda: el «demos», invocado para que se acepte la Constitución , acto de aceptación que frecuentemente forma parte de los primeros pasos hacia una amplia noción política y social del «demos» constitucional. De ahí que la legitimidad efectiva de la Constitución se logre con el paso del tiempo y, desde luego, vaya por detrás de su original vigencia. Así es de suponer que suceda en la Europa constituida por el Tratado. Es del mismo modo patente que la Europa que conocemos está conformada por una persistente realidad social compuesta por múltiples «ethnoi» o «demoi» que sólo episódicamente comparten la sensación de una pertenencia común a la misma comunidad política. Y, convengámoslo, ello es crucial para un pacto constitucional de corte clásico. Pero esto no tiene por qué empañar la entidad de la Europa del futuro, precisamente porque en su construcción estamos, y haciéndolo sobre bases nuevas y originales, a veces algo impostadas.
De manera que es probable que no falte razón a los que afirman que la arquitectura constitucional europea nunca ha sido validada a través de un proceso constitucional de ratificación y mediante un «demos» constitucional europeo que entronque con el constitucionalismo clásico[13] . Es probable que estemos refiriéndonos a una Constitución que no participa de todas y cada una de las condiciones tradicionales del constitucionalismo. Es probable también que realmente no sea siquiera una Constitución de manual, sino un Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. Ahora bien, una de las virtudes del edificio europeo es que produce no sólo un sorprendente y saludable efecto normativo, sino también una inusual estabilidad política. Y ello desde el punto y hora en que los Estados miembros de la Unión Europea están dispuestos a aceptar el orden constitucional propuesto como tal en dicho Tratado. Considero que el mera tensión procesual que ha de conducir, como esperamos, a la definitiva aprobación de la Constitución Europea , en sí misma considerada, ya genera importantes réditos a la cultura constitucional europea. Así, el proceso de adopción de la Constitución para Europa genera un debate en sí mismo enriquecedor que, a su vez, está contribuyendo a trabar y adecuar las iniciales alianzas de Roma, Amsterdam, Maastricht, Niza..., y ello redunda en beneficios para el «demos» y el «ethos» democrático, la concienciación cívica y la praxis de la unión política. En definitiva, emitir en esa longitud de onda puede ser saludable para el desarrollo y expansión de los valores y principios normativos que desde siempre contiene el discurso constitucional.
El proceso de integración[14] y las sucesivas ampliaciones de la Unión han dado lugar a que se pueda afirmar que tales categorías y conceptos jurídicos primarios han quedado notablemente trastocados, por no decir abiertamente subvertidos. Así ya se ha dado al traste con los clásicos baluartes de la soberanía monetaria, las supremacías finales e intangibles de la respectiva jurisdicción nacional, el acotamiento y la finitud del territorio estatal con las correlativas fronteras territoriales del Estado. Es más, a este pequeño elenco que nos permitimos reseñar sólo con afán recordatorio, se ha de sumar una categoría de relativa reciente implantación como lo es la ciudadanía europea. Ciudadanía europea que una vez suscrito el Tratado que establece una Constitución para Europa por los correspondientes plenipotenciarios, es algo más que un mero apunte doctrinal que renta pingües beneficios en el campo de la especulación profesoral. Pensemos del mismo modo en la actual Unión Europea convertida en un actor internacional del primer nivel, fruto también de una rápida evolución en este sentido que se ha experimentado en los últimos años[15] . Así, la Unión Europea ha pasado de tener una presencia internacional circunscrita casi exclusivamente al ámbito económico, a desempeñar un creciente papel político y diplomático en el concierto internacional. Esta transformación de actor comercial y económico a gran protagonista político y en el ámbito de la seguridad, nos da idea del tipo de transformaciones verificadas en el seno de la Unión en los últimos tiempos[16] .
Quizá sea ilustrativo focalizar sobre algo que es más que un simple detalle. Cuando apenas nos separan diez años del Tratado de Maastricht, la Unión Europea como entidad de naturaleza política ha generado su propio instrumento de manifestación «extra» muros: la llamada política exterior común. Este efecto es algo más que la proyección de la Unión como factor de estabilidad en el nuevo entorno globalizado y, lo que puede aún más interesante al objeto de nuestro presente análisis, convierte a Europa en líder en términos políticos y culturales de numerosos países y pueblos. De hecho, gran parte de los avances políticos y técnicos de la futura Constitución Europea apuntan a reforzar la unidad y coherencia de la actuación exterior de la Unión , lo que subraya bien a las claras el concepto de política exterior común propio hasta hace poco de las entidades nacionales diferenciadas. ¿Acaso no aglutina la llamada política exterior común de la Unión el conjunto de actuaciones externas de una entidad supranacional integrada? ¿Acaso no es una expresión de lo que estamos indicando el otorgar a la Unión Europea personalidad jurídica internacional única? ¿No es ésta una eliminación de los pilares nacionales –al menos- en materia de política exterior común?
Además hemos de contemplar con cierta atención lo que se ha dado en llamar espacio constitucional europeo. En el bien entendido de que el espacio constitucional europeo está siendo definitivamente recompuesto por un conjunto creciente de elementos diversos y dispersos de lo que resumidamente podríamos denominar parcelas constitucionales. El panorama es ciertamente llamativo dado que tenemos que respetar y posiblemente reubicar en el concierto regional europeo a las Constituciones de los distintos países que integran la Unión. De manera que la más actual teoría de la Constitución ha de quedar conformada con métodos científico-culturales que, como dice Häberle[17] , abren muchos horizontes: en especial el efecto de textos clásicos y de procesos de recepción, la irrenunciabilidad de los valores fundamentales y una inspiradora «porción de utopía» a la que tiene que aspirar todo Estado constitucional.
No podemos pasar por alto la función catalizadora que en este orden de cosas cumplen todas las artes y muchas religiones[18] , el complemento del entendimiento conocido de la Constitución para la específica ciencia cultural y la dimensión del contrato cultural entre generaciones. Desde esta perspectiva científico cultural que el profesor Häberle plantea, la Constitución no es sólo una obra normativa sino que también es la clara expresión de una situación de desarrollo cultural, que también es instrumento de la autorrepresentación cultural del pueblo, espejo de su patrimonio cultural y fundamento de sus esperanzas en torno a esa «porción de utopía» a la que antes nos referíamos. De hecho, para Carlos De Cabo el pensamiento utópico es una manifestación fundamental de la cultura europea. Precisamente, una de las más emblemáticas manifestaciones del pensamiento utópico europeo se encuentra en las expresiones estéticas y literarias que afloran por la geografía del continente tras la ruptura con el orden medieval, orden teocrático en el que no cabe el pensamiento utópico ya que no existe alternativa al orden del mundo establecido directamente por la divinidad. Otra manifestación, ahora más relevante, del pensamiento utópico europeo tiene por objeto específico propuestas determinadas de organización política y social[19] .
El pensamiento utópico europeo que concierne a la organización política y social es, con toda probabilidad, concluyente desde diversos ángulos. Es concluyente por haber provocado elaboraciones intelectuales de gran calado y por haber encarnado realmente en movimientos y fases históricas decisivas en la configuración de la actual Europa. Visto así una cosa parece clara: la «porción de utopía» a la que nos venimos refiriendo forma parte indisoluble de la sustancia histórica y cultura que conforma la Europa de hoy, hasta el punto de quedar incorporada a los elementos básicos y materiales primordiales que se plasman en nuestros textos constitucionales. Claro ejemplo de ello son las oberturas de las Constituciones de muchos países miembros de la Unión y, desde luego, el Preámbulo de la Constitución española de 1978 y el Preámbulo de la que se da en llamar Constitución Europea, como tendremos ocasión de constatar más adelante. Los preludios constitucionales de una y otra clase expresan su confianza en lograr avances en el devenir de estas sociedades mediante la realización de una serie de valores que coinciden en resumir la idea de libertad individual compatible con el orden social. Compatibilidad que se cimienta e irradia sobre la base política y jurídica del respeto a los derechos fundamentales. Convengamos, pues, que estos son los ingredientes ordinales sobre los que se edifica y desarrolla la especificidad cultural del constitucionalismo europeo que hoy conocemos, y del mismo modo del que está por llegar.
La construcción de Europa que hoy se propone el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa se convierte así en una empresa sobremanera compleja. Se nos antoja todo un reto puesto que la Constitución Europea imprime definitivamente una dimensión política a la Unión , recupera y extiende un conjunto de derechos, instituciones y mecanismos jurídico-políticos llamados a asumir un creciente relieve, y del mismo modo subraya la centralidad del ordenamiento comunitario en la consolidación de los cimientos constitucionales de la nueva Europa-nación. Seguramente es ésta la que hoy se ha convertido en la última gran utopía. Pero, qué duda nos cabe sobre lo necesitados que estamos de las utopías. Desde luego que en la actualidad y en Europa lo estamos. Porque ahora estamos obligados a erigir un imaginario común europeo que seguramente está llamado a convertirse en universal de la mano de la globalización cultural[20] .
Es patente que la irrupción del Derecho comunitario europeo en los ordenamientos de los Estados miembros de la Comunidad Europea ya planteó su propia problemática en la organización jurídica tradicional de los Estados. Pacífico es también que el Derecho comunitario cuenta con un sistema de fuentes propio y singular, relativamente desarrollado y complejo, cuyo conocimiento resulta imprescindible tanto para la identificación de las reglas jurídicas comunitarias y la determinación de sus efectos, como para la correcta interpretación y aplicación de las mismas[21] . El sistema de fuentes del Derecho comunitario es como decimos singular puesto que exige salvar algunas cuestiones derivadas de la originalidad del proceso de la construcción europea, y también por la distinta denominación que reciben los actos de las instituciones comunitarias en función del Tratado constitutivo que las contenga. En este sentido ya es positivo que el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa viene a restañar semejante efecto puesto que la subsistencia de tres Comunidades europeas, jurídicamente distintas y creadas en dos fases sucesivas, no ha dejado de generar ciertas diferencias entre el sistema propio de la CECA y el que se aplica a la CEE y a la CEEA , pese a la similitud que existe entre ellas.
El profesor Asensi Sabater[22] ha acertado a señalar que el Derecho comunitario, formado por los Tratados fundacionales de las Comunidades Europeas y por el llamado derecho derivado[23] , supone en primer término un sistema jurídico autónomo que posee su propio órgano jurisdiccional[24] , órgano jurisdiccional que retiene la capacidad para hacer valer su preeminencia en relación con el derecho interno de los Estados que forman parte del concierto europeo. Pero el concepto de preeminencia que se atribuye el Derecho comunitario y que el Tribunal de Luxemburgo incorpora a finales de los años cincuenta, no puede tener el alcance ni la significación del concepto de supremacía tradicionalmente atribuido a la ley estatal o, actualmente, a las Constituciones normativas que han hecho suyas los Estados miembros, dado que en éstos se hace referencia a un orden jerárquico relacionado con la expresión de una voluntad soberana. Por ello, la interpretación que acostumbramos a realizar los constitucionalistas[25] a este respecto es que, más bien, el Derecho comunitario europeo debe encontrar mecanismos jurídicos para ser aplicado de modo efectivo en los diversos ordenamientos de los Estados miembros, al margen y con independencia de la concreta configuración jurídico-constitucional de éstos.
Ello nos coloca ante la problemática sobre la existencia o inexistencia de contradicciones entre la Constitución española de 1978 y el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. La posible o posibles discordancias han dado lugar al dictamen del Consejo de Estado, de 21 de octubre de 2004. Desde una visión que francamente podríamos calificar como europeísta el Consejo de Estado apuesta por una fórmula solutoria que mirando al futuro ventile las eventuales dicotomías e incompatibilidades entre la Constitución española y el Derecho de la Unión , mediante la introducción en la propia Constitución de 1978 de una cláusula de integración en el artículo 93 de la misma, lo que en sí mismo supone ya una reforma constitucional. Reforma constitucional que en palabras del profesor Balaguer Callejón[26] se haría en «fraus legis», o mejor dicho, en fraude constitucional, si se interpreta que bastaría con modificar el artículo 93 de nuestra Constitución por la vía del procedimiento ordinario de reforma para resolver la alegada incompatibilidad radical entre el artículo I-6 de la Constitución Europea y el artículo 9.1 de la Constitución española de 1978. La idea motriz que al respecto suscita el profesor Balaguer Callejón comprende que un pronunciamiento general sobre la incompatibilidad entre el artículo I-6 de la Constitución Europea y el artículo 9.1 de la nuestra, carece de fundamento jurídico si no hay una contradicción material efectiva entre la Constitución española y algún precepto del Tratado constitucional europeo. Parece claro que el proceso de constitucionalización de la Unión Europea debe ir acompañado de un esfuerzo de convergencia de los Estados miembros en una política constitucional europeísta. Las contradicciones que eventualmente pudieran existir entre el Tratado constitucional europeo y la Constitución española, a los ojos del Consejo de Estado, obligan al Ejecutivo a formular una consulta al Tribunal Constitucional para dilucidar «ad limine», que no «ad litem», si el Tribunal Constitucional interpreta que existe tal contradicción. Contradicción que exigiría una reforma por la vía del procedimiento agravado del artículo 168 de nuestra Constitución.
Al amparo de lo dispuesto en el artículo 95.2 de la Constitución y en el artículo 78.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, Ejecutivo nacional ha requerido al intérprete supremo de la Constitución para que se pronuncie sobre la existencia o inexistencia de contradicción entre la Constitución española y el artículo I-6 del Tratado constitucional firmado en Roma el 29 de octubre de 2004, así como a la vista de lo establecido en el artículo 10.2 de nuestra Constitución, sobre la existencia o inexistencia de contradicción entre la Constitución española y los artículos II-111 y II-112 del referido Tratado, que forman parte de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea. Con tal ocasión, y en función de la respuesta que reciban esas cuestiones, el Gobierno requirió a Tribunal Constitucional para que se pronuncie acerca de la suficiencia del artículo 93 de la Constitución para dar cauce a la prestación del consentimiento del Estado al Tratado o, en su caso, acerca del procedimiento de reforma constitucional que hubiera de seguirse para adecuar el texto de la Constitución española a la Constitución Europea.
La consulta gubernamental[27] ha sido recientemente resuelta por el Tribunal Constitucional. Concretamente la cuestión planteada por el Ejecutivo ha quedado despejada por la Declaración del Tribunal Constitucional 1/2004, de 13 de diciembre. En la parte conclusiva de la citada Declaración 1/2004, el Tribunal Constitucional resume y ventila la consulta del Gobierno en cuatro apartados que repasamos a continuación: 1º. Que no existe contradicción entre la Constitución española y el artículo I-6 del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. 2º. Que no existe contradicción entre la Constitución española y los artículos II-111 y II-112 de dicho Tratado. 3º. Que el artículo 93 de nuestra Constitución es suficiente para la prestación del consentimiento del Estado al referido Tratado. 4º. Sobre la cuestión última planteada con la misma ocasión y por la que el Gobierno requiere al Tribunal Constitucional para que se pronuncie acerca de la suficiencia del artículo 93 de la Constitución para dar cauce a la prestación del consentimiento del Estado al Tratado o, en su caso, acerca del procedimiento de reforma constitucional que hubiera de seguirse para adecuar el texto de la Constitución española a la Constitución Europea , la Declaración 1/2004 del Tribunal Constitucional establece que no procede hacer manifestación alguna al respecto.
Al hilo de dicha ausencia de pronunciamiento, entiende el Tribunal que la posible conveniencia de introducir alguna modificación en la actual redacción del artículo 93 de la Constitución para incorporar o aludir expresamente en el mismo precepto al proceso de integración europea, e incluso para dar fácil acogida a ulteriores desarrollos de ese proceso, es una consideración de oportunidad en la que, lógicamente, no debe entrar la jurisdicción constitucional. Eso sí, el Tribunal Constitucional deja expuesto en la Declaración 1/2004 su beneplácito y favorable parecer en torno a la suficiencia del artículo 93 de la Constitución, en su redacción actual, para la integración de un Tratado como el que es objeto de análisis. En definitiva, en su Declaración 1/2004, de 13 de diciembre, el Tribunal Constitucional no considera la necesidad de una reforma de la Constitución de 1978, al no apreciarse contradicción entre los preceptos del Tratado objeto de requerimiento por parte del Gobierno y el tenor literal vigente de nuestra Constitución.
Bien es cierto que la Declaración del Tribunal Constitucional 1/2004 cuenta con tres significativos Votos particulares. Las opiniones discrepantes suscritas por los magistrados disidentes con el criterio mayoritario sostenido por el Tribunal y contenido en la Declaración citada, se apartan de la misma y atañen tanto en su estructura analítica y fundamentación, como a los apartados dispositivos que le sirven de colofón y a los que más arriba hemos hecho referencia. Los Votos particulares indicados corresponden a los magistrados Javier Delgado Barrio, Roberto García-Calvo y Montiel, Ramón Rodríguez Arribas. Sintéticamente podemos decir que la discrepancia entre la opinión mayoritaria del Tribunal y los Votos particulares gira en torno al axioma mayoritario en la Declaración 1/2004 de que, habiendo de enfrentarse ordenamientos -el ordenamiento español interno y el europeo- y no normas concretas y siendo aquellos –los ordenamientos- de distintas áreas competenciales, no hay posibilidad real de contradicción y si la hubiera el propio Tratado constitucional sometido a examen, tiene mecanismos y previsiones para resolverlo, incluso antes de que tal eventualidad llegara a producirse. Los magistrados díscolos parecen coincidir en su disconformidad con respecto al criterio mayoritario en el Tribunal Constitucional reflejado en la Declaración 1/2004, sobre la imposibilidad jurídica de contradicción entre ordenamientos atendiendo a la comunidad de valores y a los respetos que la Constitución Europea expresa sobre los principios inspiradores del derecho de los Estados miembros y sus estructuras básicas.
La divergencia de opiniones que erigen los Votos particulares no carece de sustancia argumental[28] . Antes al contrario, aunque en esta apretada síntesis bien pudiera quedar cifrada la disidencia en que los Votos particulares no comparten la primera de las declaraciones contenidas en la parte dispositiva de la Declaración 1/2004, de 13 de diciembre, que según el parecer discrepante debería reconocer que existe contradicción entre la Constitución española de 1978 y el artículo I-6 del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, firmado en Roma el 29 de octubre de 2004. Y en consonancia con ello concurren los Votos particulares al considerar que no es suficiente el artículo 93 de la Constitución de 1978 para la prestación del consentimiento del Estado al referido Tratado constitucional europeo. Ahora bien, en lo que atañe a la pregunta gubernamental que afecta a los artículos II-111 y II-112 del Tratado, el parecer discrepante comparte la opinión mayoritaria de que no existe contradicción entre dichos preceptos y la Constitución española[29] .
No obstante, vale la pena comparar la opinión del Tribunal Constitucional que acabamos de resumir con el criterio sostenido por el Consejo de Estado en el dictamen arriba indicado, en el que se condensa la apuesta por la cláusula de integración que debiera incorporar un mecanismo hábil de apertura general del ordenamiento español al Derecho comunitario y que, por tanto, represente una suerte de presunción de constitucionalidad del Derecho que trae causa de la Unión Europea. Esta cláusula general de integración insertada en el artículo 93 de nuestra Constitución con las consabidas garantías y límites de intangibilidad, evitaría sucesivas e indeseadas secuencias puntuales de reforma constitucional ante las eventuales colisiones que se produzcan entre el Derecho comunitario y la Constitución española.
Con todo ello presente, quisiera significar con tan rápido excursus que una Constitución viva y dinámica, como obra de todos los intérpretes constitucionales de la sociedad abierta, constituye la forma y la materia que expresa la mediación de la cultura, marco para la regeneración y recepción cultural. No puede haber Norma Básica válida para Europa que no sea depósito de sobrevenidas informaciones, experiencias, vivencias y también sabidurías[30] .
Pero la cuestión se hace más compleja a partir de Maastricht, puesto que las competencias de la Unión se amplían por encima de los aspectos netamente económicos y negociales de la mercadotecnia para acercarse a lo que generalmente consideramos los juristas como un ordenamiento jurídico completo. El Tratado de Maastricht nos sitúa en otras coordenadas. El Tratado de Maastricht nos situó frente a unas coordenadas antes inauditas en el espectro europeo. A partir de Maastricht los resortes habilitados «praeter constitutione» tendentes a solventar conflictos y ordenar la vida comunitaria europea parecen dejar de tener sentido. A partir de Maastricht el ordenamiento comunitario europeo se erige con vigor y alcanza ya a auténticas materias de contenido político y constitucional[31] . Con Maastricht el ordenamiento comunitario europeo desciende sobre los ordenamientos nacionales a la manera «deus ex máchina».
Creo que no descubrimos nada al señalar que el orden constitucional aspira a la estabilidad y a la continuidad, aunque creo igualmente que podemos convenir que una Constitución por muy estable que ésta sea está continuamente sometida a toda clase de pruebas[32] . Esta circunstancia puede ser higiénica y completamente saludable para el sistema, pues contribuye indudablemente a generar cultura constitucional si es que el orden constitucional sale reforzado tras cada crisis o embestida.
La europeización de las Constituciones de los distintos países que integran la Unión es, por tanto, un hecho insoslayable que va a seguir produciendo –porque ya lo hace- un flujo continuo de principios y valores que recorren Europa de norte a sur y de este a oeste. Principios y valores que la Europa plural tanto ideológica como territorialmente, considera comunes y compartidos. Por el momento dejaremos para otra ocasión la que considero ya aplacada polémica sobre la distinción entre principios y valores, cuya básica diferencia parece estribar en su distinto grado de concreción. Es decir, mientras que los principios serían normas de segundo nivel respecto de las reglas jurídicas, los valores serían normas de tercer grado. Aunque en una interesante vuelta de tuerca algunos autores cifran las diferencias entre principios y valores en que estos últimos tienen una eficacia jurídica que se agota en sede interpretativa, mientras que los principios son susceptibles de poder concretarse en reglas precisas[33] .
En definitiva, las reacciones ante las nuevas exigencias que plantean los procesos de integración política e institucional, así como la previsible corroboración que las distintas soberanías nacionales hagan del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, obligan a nuevos planteamientos que, desde mi punto de vista, pasan por una suerte que me permito calificar como suerte jurídico-política «deconstructiva». Es decir, mediante el ejercicio analítico que arranca de los valores compartidos y toma en consideración los distintos elementos, materiales constitucionales y precedentes culturales, con que se edifica la estructura conceptual que hoy conocemos como Europa.
Los textos que nos proporcionan A. Posada, F. de los Ríos, M. Weber, H. Heller, K. Manheim, G. Holstein, G. Zagrebelsky, R. Smend, J. Habermas, P. De Vega, R. Arnold, C. De Cabo, y P. Häberle, entre otros, seguramente se hallan en la línea deconstructiva antes citada. Mientras que en sentido renuente y cargado de reservas se pueden computar los pronunciamientos vertidos por la justicia constitucional en Alemania, Italia y España con ocasión de las profundas modificaciones introducidas por el aludido Tratado de Maastricht. Los jueces[34] de la constitucionalidad citados coinciden en reafirmar la supremacía constitucional no sólo en relación con la materia propia de los derechos fundamentales, sino también la relativa a los actos comunitarios que superen las competencias que se han sido transferidas o sean incompatibles con las normas constitucionales[35] .
Si vamos más allá de la pura semántica formal, el europeismo cultural que postula el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa quiere ser el fundamento ideológico de todo un continente; y quizá algo más. Desde un punto de vista científico-cultural el prólogo del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa emplea un lenguaje ciertamente solemne, propio del lenguaje empleado en las grandes conmemoraciones, hasta el punto que el mismo parece contener una especie de Constitución de la Constitución. Hablamos abiertamente de la implantación de cierto europeismo cultural a través de la llamada Constitución Europea porque ella misma así se expresa en su introito. La primera línea, es más, el primer inciso del Preámbulo de la Constitución Europea declara textualmente que ésta se inspira en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa. Es a partir de esa herencia cultural europea que se han desarrollado los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho; termina por afirmar el primer párrafo de la obertura constitucional europea.
El apretado relato que quiere destacar el preludio del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, podemos decir que es un concentrado de esencias. Concentra la esencia histórica, que qué es si no el nutriente cultural que permite el desarrollo de lo sucesivo. La apelación histórica que contiene el Preámbulo evoca y rememora las dolorosas experiencias vividas en suelo europeo, y que trasciende a las dos grandes conflagraciones bélicas para extenderse a iguales traumas civiles. Nos habla el Preámbulo de una Europa que ha aprendido la lección de sus errores. De una Europa que se propone avanzar por la senda de la civilización, el progreso y la prosperidad por el bien de todos sus habitantes, sin olvidar a los más débiles y desfavorecidos. De una Europa que quiere seguir siendo un continente abierto a la cultura, al saber y al progreso social. Es decir, en un primer resumen la Constitución Europea desea recopilar y ahondar en el carácter democrático y transparente de su vida pública y obrar en pro de la paz, la justicia y la solidaridad en el mundo. Valores todos ellos que se pueden leer presentes entre los valores y principios reconocidos en la inmensa mayoría de las Constituciones de los países que integran la Unión. Pero que en su redacción condensada consume la voluntad individual de los Estados miembros para proyectar un haz común de valores culturales que, evidentemente, sólo un continente abierto y cimentado en esa cultura común puede desplegar unido trabajando por la paz, la justicia y la solidaridad no sólo en la región europea, sino en todo el mundo.
Son numerosos los estudiosos que consideran el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa como un texto formado por conmixtión y, por tanto, de resultados híbridos. Texto híbrido que se basa en el concierto entre Estados. Aun así, la llamada Constitución Europea no deja de ser un avance porque al menos sobre el papel genera esperanzas, al tiempo que intenta conectar a los ciudadanos con las instituciones europeas y –lo que puede ser más trascendente- conecta con el ideario matriz que motoriza y caracteriza a Europa.
El Tratado por el que se establece una Constitución para Europa representa un texto único que compila, sistematiza y reorganiza la dispersa normativa comunitaria primordial[36] . Algunos politólogos hablan de que la Constitución Europea convierte a Europa en un gobierno multinivel en red en el que a la postre la competencia de las competencias sigue residiendo en los Estados soberanos, siendo igualmente insoslayable que la imparable comunitarización de las políticas concretas relativiza tal afirmación[37] . Sin embargo, la Constitución Europea cuenta con notorias alternativas y hasta ventajas. Por ejemplo, busca un mejor funcionamiento de las instituciones europeas; que dicho sea de paso, por lo general suelen mostrar un modo de operar a la defensiva. Modo de operar defensivo que se despliega en la presencia excesiva de controles y contracontroles. Además el Tratado constitucional incluye un nuevo reparto del poder. Como ya hemos tenido ocasión de apuntar, la Constitución Europea instituye la figura un ministro europeo de asuntos exteriores y –lo que resulta más novedoso- un presidente estable de la Unión para poner fin a las presidencias semestrales[38] . Ello clarifica bastante la curiosa división de poderes comunitaria, mejorando así los criterios de reparto de competencias al suprimirse el disfuncional sistema de los tres pilares.
De algún modo la Constitución Europea intenta potenciar el papel del Parlamento Europeo, del Tribunal de Justicia y del Comité de las Regiones, a la vez que se reduce la complejidad y el número de los procesos decisionales. Eso sí, sin lograr una plenitud legislativa que sería deseable para el Parlamento Europeo. El Tratado constitucional se propone favorecer la supranacionalidad, y para ello extiende el principio de mayoría cualificada, ensancha las cooperaciones reforzadas, perfecciona los mecanismos de cohesión y aumenta la comunitarización de algunas políticas vinculadas a la soberanía de los Estados.
La lectura de corte liberal que proporciona la Constitución Europea es en cualquier caso palmaria. Así se palpa desde la formalización del derecho unilateral de secesión de cada uno de los Estados parte, hasta la consagración de los intereses del mercado como prioridad constitucional, pasando por la omisión clamorosa de un auténtico impuesto europeo. En este orden de cosas reparemos en que los objetivos de crecimiento son también un acicate en el Texto constitucional europeo, más aun cuando la competitividad y productividad del gigante americano sigue estando muy por encima de la competitividad y productividad que se dan en esta orilla del Atlántico. Quizá por eso la parte social del Tratado constitucional se ve devaluada en comparación con los intereses librecambistas del mercado. Pero este no debe ser el principal mensaje que destile la Constitución Europea. Es más probable que no se logren los objetivos de crecimiento económico anunciados en la cumbre europea de 2000 en Lisboa. Pero, insisto, ésta no es la mejor y mayor exportación que ha de hacer Europa al mundo, por mucho que dicha circunstancia actúe como presupuesto. Puesto que sin crecimiento y empleo que expectativa de futuro puede deparar la aventura común europea.
Europa ha de exportar cultura constitucional después de haberse irradiado plenamente de ella[39] . Una manifestación de ello podría quedar visualizada ante la eventual adhesión de Turquía a la Unión Europea , puesto que a pesar del previsible rechazo de las opiniones públicas europeas, la luz verde dada por la Unión a la posible y todavía lejana en el tiempo incorporación de Turquía, ofrece estabilidad a la propia Europa y, al mismo tiempo, genera cultura constitucional en unas zonas muy importantes del mundo secularmente apartadas del influjo de los valores y principios constitucionales.
El planteamiento sobre el que hemos intentado reflexionar en los párrafos que anteceden gira en torno a una situación jurídica típicamente prevaleciente en la sociedad occidental moderna: la cultura constitucional europea. En palabras de quien ha sido presidente de turno de la Unión hasta 31 de diciembre de 2004, el primer ministro holandés, Jan Peter Balkenende, algún paso ya se ha dado porque durante siglos la historia de Europa ha sido un devenir de enemistades y conflictos. Hoy Europa parece convertirse en algo más que un club elitista. La historia de Europa se ha tornado en historia de socios y amigos que trabajan por un destino común. En efecto, como también ha tenido ocasión de señalar el actual presidente de la Comisión Europea, el portugués José Manuel Durao Barroso, la etapa que está atravesando la Unión Europea es un claro exponente del éxito del proyecto europeo. Sin embargo, no se puede soslayar que Europa se encuentra ante la encrucijada porque se aproxima el viraje decisivo de su historia.
La ampliación de la Unión Europea , en mayo pasado, a diez países más, y pronto a Bulgaria, Rumania o Croacia, tiene que hacernos reflexionar sobre cuál es el proyecto para la Europa del futuro y cuáles serán sus límites geográficos si ha de haberlos. En el contexto de la cultura constitucional de una región puede convertirse en una asignatura pendiente la asimilación de países menos desarrollados, con historias y culturas distintas y distantes. Difícilmente podrían forjar un destino común los pueblos y los territorios de Europa si no se apoyan firmemente en una identidad cultural compartida, aunque la identidad de la que hablamos lo sea sólo en lo principal o en sus grandes rasgos[40] . Conviene no dejarse manipular por el concepto de identidad europea porque este es un terreno abonado para la demagogia de la que suele ser beneficiarios los eurófobos de la extrema derecha y, también, los radicales euroescépticos cómodamente instalados en el neoconservadurismo. Por eso puede ser aconsejable recordar lo obvio, es decir, recordar que la identidad de Europa reside en su diversidad.
La verdadera identidad europea es la de los valores y principios constitucionales. No, desde luego, la identidad basada en la raza y/o el folklore. Nuestra identidad es la Carta de Derechos Fundamentales plasmada en la Constitución Europea [41] . Nuestra identidad se basa en el respeto al ser humano y a su dignidad, en el respeto a los derechos humanos o en el respeto a la dignidad del ser humano, que tanto da una cosa como la otra. La identidad de Europa se cimienta en la tolerancia, se construye sobre el pluralismo y la erigen la libertad, la justicia y la solidaridad. Acudimos a esta idea porque de otro modo sería prácticamente una entelequia fijar siquiera un horizonte común para los pueblos y los Estados que pertenecen o están llamados a pertenecer a la Unión , puesto que no olvidemos que con Constitución Europea o sin ella cada miembro de la Unión Europea tiene su propia, singular e irrenunciable historia nacional.
Son los valores destilados por la libertad y la dignidad humana como premisa antropológico-cultural del Estado constitucional, que tiene en la democracia pluralista su consecuencia organizativa[42] , los que creemos capaces de aglutinar el destino común de los pueblos y territorios de Europa. No otros, por muy apoyados que se nos presenten desde grandes declaraciones y textos principales[43] . Precisamente la dignidad de la persona es la que genera la libertad cultural de los pueblos. En la medida en que la Constitución Europea y las instituciones comunitarias adopten e implementen tales valores podremos sentirnos en el camino cierto. Sobre dichos valores orientadores cabe el consenso fundamental irrenunciable del que –con el tiempo- puede llegar a ser «Estado constitucional europeo integrado». El Tratado Constitucional Europeo camina en esa dirección. Es decir, la Constitución Europea responde al modelo de federalismo intergubernamental en la práctica totalidad de sus procedimientos y decisiones. Al respecto conviene ser conscientes de las dificultades políticas, intelectuales y conceptuales para encontrar la fórmula que permita ir más allá en la integración a los países que quieran hacerlo y estén preparados para ello.
El desafío está planteado. Como indicaba el profesor Balaguer Callejón[44] , el proceso de constitucionalización de la Unión debe ir acompañado de un esfuerzo de convergencia de los Estado miembros en una política constitucional europeísta. Sobre todo si se tiene en cuenta que la Constitución Europea es consciente de su relativa debilidad desde el punto de vista constitucional (al menos en relación con el Derecho constitucional más desarrollado de sus miembros) y apela en sus preceptos a las tradiciones constitucionales comunes como fuente no sólo de interpretación, sino también de producción de Derecho constitucional de la Unión (así respectivamente en los artículos II-112.4 y I-9.3 del Tratado constitucional europeo). En efecto, una política constitucional de sentido europeo por parte de los Estados no sólo permitiría corregir las fuertes asimetrías constitucionales que actualmente se dan en el territorio de la Unión , sino que facilitaría las relaciones entre el ordenamiento europeo y el interno, y el funcionamiento armónico de cada uno de los espacios constitucionales implicados.
La aceleración de la construcción europea parece convertirse en una realidad y el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa permite, por primera vez y nada menos, que la expresión Constitución no sólo impere en la Unión Europea, sino que se irradie y propulse un futuro integrador, en el que el diálogo y la tolerancia sea una realidad que sustituya el choque de civilizaciones al que no necesariamente estamos avocados. Por ello, en la actualidad de entre las distintas manifestaciones que presiden la cultura constitucional europea, podemos entresacar algunas pautas que a modo de síntesis a continuación dejamos expuestas.
La construcción europea es una empresa constante que crece de vez en vez marcada por lo que pueden parecer pequeños pasos. Sin embargo, cada uno de esos pasos van generando una cierta solidaridad supranacional que responde bien al ideario Schuman. Ahora el Tratado constitucional europeo nos sitúa de lleno ante una nueva etapa en el proceso de integración europea. Es la que se sigue una estrategia posibilista, de construir sobre lo ya edificado. Y ello, desde luego, tiene innegables virtudes políticas que van más allá del mero aprovechamiento de la inercia con que se impulsó originariamente la Comunidad Europea (París 1951, Roma 1957...). Los defectos de voluntad constituyente que pudiéramos advertir, pero apelemos en su sustitución a las anunciadas virtudes de la política de los pequeños pasos seguida hasta ahora en Europa con razonable resultado. Por lo pronto es posible que asistamos a la extinción del enfrentamiento entre la vertiente normativa y la vertiente decisoria del ordenamiento jurídico comunitario[45] .
Lo distintivo del orden constitucional europeo se condensa en una aspiración política plasmada desde los primeros compases del Tratado de Roma: los países europeos entonces reunidos manifestaron su resolución de sentar las bases de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos. Ya desde entonces la voluntad resuelta y expresa de alcanzar una cohesión económica y social y, en consecuencia, la solidaridad entre los Estados miembros trasciende las fronteras nacionales y deja de ser patrimonio específico de un solo pueblo. Al menos ya desde entonces se vislumbra el constitucionalismo como movimiento cultural en Europa, en un diálogo sostenido durante décadas destinado a abrazar las distintas tradiciones constitucionales nacionales, y que el profesor Häberle ha acertado en llamar cultura constitucional común europea. La sola discusión sobre la definitiva aprobación de la Constitución Europea , en sí misma considerada, ya genera importantes réditos a la cultura constitucional europea. Así, el proceso de adopción de la Constitución para Europa genera un debate en sí mismo enriquecedor que, a su vez, está contribuyendo a trabar y adecuar las iniciales alianzas de Roma, Amsterdam, Maastricht, Laeken, Niza..., lo que redunda en beneficios para el «demos» y el «ethos» democrático, la concienciación cívica y la praxis de la unión política. En definitiva, emitir en esa longitud de onda puede ser saludable para el desarrollo y expansión de los valores y principios normativos que desde siempre contiene el discurso constitucional[46] .
La pauta cultural marcada por la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad. Expresión individual de la libertad que implica un postulado constitucional cultural que parte del valor genérico libertad, que se orienta hacia la consecución de ciudadanos libres, conscientes y autónomos. Máxima cultural recoge textualmente el artículo 10 de la Constitución española de 1978 y destila la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión, su Preámbulo y el Título II de la Parte II del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa. El Tratado constitucional convierte al rigor normativo la hasta ahora meramente declarativa Carta de los Derechos de los Ciudadanos.
El pluralismo cultural democrático. Que aunque parezca una redundancia forma parte esencial del acervo cultural europeo. La construcción de Europa exige contemplar la multiculturalidad. La multiculturalidad se extiende y se hace plenamente respetable gracias al principio democrático que Europa siembra y propaga. Una de las versiones más conocidas de esta noción podemos encontrarla en la fórmula «Constitución cultural», en la que se incluye la protección y articulación constitucional de las diversas identidades mediante el reconocimiento de las llamadas «autonomías culturales», desde las de fundamento personal a las de naturaleza territorial con distinto grado de institucionalización. Por eso insistimos en que puede ser aconsejable recordar lo obvio, es decir, recordar que la identidad de Europa reside precisamente en su diversidad. La verdadera identidad europea es la de los valores y principios constitucionales. Nuestra identidad europea está en la Carta de Derechos Fundamentales que se plasma en la Constitución Europea. Nuestra identidad se basa en el respeto al ser humano y a su dignidad, en el respeto a los derechos humanos o en el respeto a la dignidad del ser humano, que tanto da una cosa como la otra. La identidad de Europa se cimienta en la tolerancia, se construye sobre el pluralismo y la erigen la libertad, la justicia y la solidaridad.
Es el tiempo de acabar con un ciclo basado en implementar estrategias funcionalistas gradualistas. La estrategia funcionalista ha cumplido su periplo con razonables resultados, y nos permite ahora situarnos ante el que puede ser salto cualitativo –nunca definitivo- en la construcción permanente de la Unión Europea. Es probablemente llegada la hora de abandonar el federalismo ingenuo consistente en emplear el poder de las instituciones supranacionales en perjuicio de los Estados. Concluyó el ciclo de los tratados constitutivos. La construcción constitucional de Europa se ha convertido ya en la última utopía que afrontan los pueblos, los territorios y los Estados. Porque ahora estamos obligados a erigir un imaginario común europeo que seguramente está llamado a convertirse en universal de la mano permeable de la globalización cultural. Europa transita el camino para conseguir un mundo mejor. En este sentido no olvidemos, con la mejor doctrina, que el ingrediente utópico es una especificidad cultural del constitucionalismo mundial como constitucionalismo beligerante de los derechos, enfrentado al constitucionalismo funcionalista todavía predominante.
[1] Para un acercamiento debidamente actualizado a esta angulosa proposición, J. HABERMAS, “The european nation-state and the pressures of globalization”, New Left Review , núm. 235, mayo 1999, p. 45 y ss. Y más recientemente, J. AART SCHOLTE, “La globalización y el auge de la supraterritorialidad”, en la obra colectiva Globalización, gobernanza e identidades , (eds. Francesc Morata, Guy Lachapelle, Stéphane Paquin), Fundació Carles Pi i Sunyer – Asociación Internacional de Ciencia Política, Estudis 12, Barcelona, 2004, pp. 11 a 46.
[2] G. DE VERGOTTINI, “La difícil convivencia entre libertad y seguridad. Respuesta de las democracias al terrorismo”, Revista de Derecho Político , núm. 61, 2004, pp. 13 y 20.
[3] Este es el criterio generalizado y de plena actualidad que a este lado del Atlántico acierta a condensar C. RODRÍGUEZ-AGUILERA DE PRAT, “Pros y contras del Tratado constitucional”, en el Diario El País, domingo 19 de diciembre de 2004, p. 17.
[4] Parafraseando a D. ELAZAR, “Options, problems and possibilities in light of the current situation”, en la obra Self rule-share rule , Ramat Gan Turtledove Publishing, 1979, pp. 3 a 13.
[5] J.H.H. WEILER, “El principio de tolerancia constitucional: la dimensión espiritual de la integración europea”, en la obra colectiva Derecho Constitucional y Cultura . Estudios en Homenaje a Peter Häberle , (coord. Francisco BALAGUER CALLEJÓN), Tecnos, Madrid, 2004, pp. 105 y 106. También de WEILER, The transformation of Europe in the Constitution of Europe , Cambridge University Press, Cambridge - New York , 1999, pp. 12 a 32.
[6] Sobre las asimetrías en la cultura jurídica europea, F. BALAGUER CALLEJÓN, “La construcción del lenguaje jurídico en la Unión Europea ”, en la publicación electrónica ReDCE , núm. 1, enero-junio 2004, en http://www.ugr.es/redce/ , apartado 2.
[7] P. LUCAS VERDÚ, Teoría de la Constitución como ciencia cultural , Dickynson, Madrid, 1998.
[8] P. HÄBERLE, Europäische Rechtskultur , Suhrkamp-Taschenbuch, 1997.
[9] P. HÄBERLE, “La teoría de la Constitución como ciencia cultural en el ejemplo de los cincuenta años de la Ley Fundamental ”, publicado en la obra colectiva Derecho Constitucional y Cultura . Estudios en Homenaje a Peter Häberle , (coord. Francisco BALAGUER CALLEJÓN), Tecnos, Madrid, 2004, p. 23. Esta idea aparece primeramente desarrollada por el profesor P. HÄBERLE, Verfassungslehre als Kulturwissenschaft , cuya 1ª edición data de 1982, 2ª edición ampliada en 1998.
[10] D. ORTEGA GUTIÉRREZ, “Influencia del constitucionalismo histórico alemán en las Constituciones históricas españolas”, Anuario Parlamento y Constitución, Cortes de Castilla-La Mancha , Universidad de Castilla-La Mancha, núm. 7, 2003, p. 80. Entre los paralelismos que interesa subrayar ahora, uno de los elementos de cohesión europea que aproximan –según el autor citado- a España y Alemania es el factor del arraigo de las instituciones democráticas. Cfr. F. DE CARRERAS SERRA, “Análisis del Proyecto de Constitución europea”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense , núm. 18 (monográfico – XIII Congreso de la Asociación Española de Teoría del Estado y Derecho Constitucional), 1994, pp. 5 a 49.
[11] P. HÄBERLE, “La teoría de la Constitución como ciencia cultural en el ejemplo de los cincuenta años de la Ley Fundamental ”, cit., p. 27. Compartimos el parecer del profesor HÄBERLE en torno a las cláusulas jurídico-constitucionales de protección cultural de los numerosos Estados constitucionales que figuran como piezas del mosaico del actual Derecho Constitucional cultural. Piezas que se ponen de manifiesto al considerar la cultura como cuarto elemento del Estado, en el bien entendido de que los Estados constitucionales se definen también por “su” cultura, ( vid. P. HÄBERLE, “La protección constitucional y universal de los bienes culturales: un análisis comparativo”, Revista Española de Derecho Constitucional , núm. 54, septiembre-diciembre 1998, pp. 24 y 25).
[12] Es el criterio expresado con rigor por J.H.H. WEILER, “El principio de tolerancia constitucional: la dimensión espiritual de la integración europea”, en la obra colectiva Derecho Constitucional y Cultura . Estudios en Homenaje a Peter Häberle , op. cit., p. 107. Aunque conviene reparar en este extremo con el autor citado en que una de las grandes falacias en el arte de construir federaciones o naciones, consiste en confundir la presuposición jurídica de un demos constitucional con la auténtica realidad social y política.
[13] J.H.H. WEILER, ibidem .
[14] R. ARNOLD analiza la nueva etapa integradora en su trabajo, “ La Constitución Europea en el proceso de integración europea”, en la publicación electrónica ReDCE , núm. 2, julio-diciembre 2004, en http://www.ugr.es/redce/ , apartado 3.
[15] Por todos los que así lo han contemplado puede bastar la cita de J. SOLANA en su trabajo “Multilateralismo eficaz: una estrategia para la Unión Europea ”, Política Exterior , núm. 95, sept.-oct. 2003, p. 37. J.A. CARRILLO SALCEDO, “El futuro de la Unión Europea. Algunas reflexiones sobre el papel de Europa en el mundo contemporáneo a la luz de la Declaración de Laeken”, Revista de Occidente , febrero 2002, pp. 13 a 27. Y, F. ALDECOA LUZARRAGA, “La política común en el Proyecto de Tratado que instituye una Constitución para Europa”, Revista de Derecho Político , núm. 60, 2004. pp. 13 a 37. No puede ser de otro modo, puesto que como señala ALDECOA LUZARRAGA, la Unión Europea reúne en el año 2004 a unos 450 millones de habitantes y producirá un cuarto del producto nacional bruto (PNB) mundial.
[16] Igualmente es significativa la Declaración de Laeken sobre el futuro de Europa. (Conclusiones de la Presidencia , Consejo Europeo de Laeken, 14 y 15 de diciembre de 2001).
[17] P. HÄBERLE, “La teoría de la Constitución como ciencia cultural en el ejemplo de los cincuenta años de la Ley Fundamental ”, en el libro colectivo Derecho Constitucional y Cultura , op. cit., p. 24.
[18] G. CÁMARA VILLAR, “Un problema constitucional no resuelto: el derecho garantizado en el artículo 27.3 de la Constitución española y la enseñanza de la religión y su alternativa en los centros educativos”, en Derecho Constitucional y Cultura , op. cit., pp. 439 a 445.
[19] C. DE CABO MARTÍN, “El elemento utópico, ingrediente cultural del constitucionalismo”, en la obra colectiva Derecho Constitucional y Cultura , op. cit., pp. 48 y 49.
[20] En esta lógica podemos consultar la formulación de un paradigma cultural dominante como modelo de la construcción constitucional europea que expone el profesor F. BALAGUER CALLEJÓN, “La construcción del lenguaje jurídico en la Unión Europea ”, ReDCE , núm. 1, enero-junio 2004, en http://www.ugr.es/redce/ , apartado 3.
[21] G. GARZÓN CLARIANA, “Las fuentes del Derecho comunitario”, en la obra colectiva El Derecho comunitario europeo y su aplicación judicial , Consejo General del Poder Judicial – Universidad de Granada – Civitas, Madrid, 1993, p. 23.
[22] J. ASENSI SABATER, Constitucionalismo y Derecho Constitucional. Materiales para una introducción , Tirant lo Blanch, Valencia, 1996, pp. 94 y 95.
[23] En este orden de cosas reputamos como derecho derivado el que, principalmente, en forma de reglamentos o directivas emana de las instituciones competentes previstas en los Tratados constitutivos.
[24] Me refiero al Tribunal de Justicia de Luxemburgo.
[25] Compartimos el argumento del profesor ASENSI SABATER, Constitucionalismo y Derecho Constitucional. Materiales para una introducción , op. cit., p. 94. También, sobre la integración constitucional y heterointegración entre ordenamientos, Á. RODRÍGUEZ, “ Hable con él. Las resoluciones del Tribunal Constitucional español previas a las sentencias condenatorias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (primeras reflexiones sobre las dificultades de un diálogo), en la obra colectiva Derecho Constitucional y Cultura , op. cit., pp. 534 a 538.
[26] F. BALAGUER CALLEJÓN, “Soluciones apócrifas a problemas ficticios. Un comentario al dictamen del Consejo de Estado sobre el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa”, en La Ley , año XXV, núm. 6138, martes 30 de noviembre de 2004, p. 2.
[27] Asunto núm. 6603-2004, formulado por el Abogado del Estado, en nombre y representación del Gobierno de España.
[28] No es extraño que atinadas construcciones argumentales se encuentren en las opiniones de los magistrados discrepantes que formulan Votos particulares. Imprescindible al respecto la investigación monográfica de G. CÁMARA VILLAR, Votos particulares y derechos fundamentales en la práctica del Tribunal Constitucional español (1981-1991) , Ministerio de Justicia, Madrid, 1993.
[29] Voto particular del magistrado Ramón Rodríguez Arribas a la DTC 1/2004, de 13 de diciembre.
[30] P. HÄBERLE, “La teoría de la Constitución como ciencia cultural en el ejemplo de los cincuenta años de la Ley Fundamental ”, cit., p.24. Por emblemático en dicho trasunto histórico y retrospectivo tenemos que recordar a R. von IHERING, en su libro Prehistoria de los indoeuropeos , obra póstuma del propio IHERING cuya versión española con un estudio preliminar de A. POSADA publicó la Librería de Victoriano Suárez, Madrid, 1896.
[31] V. gr. , la ciudadanía europea, la consolidación de una política exterior común, la eliminación de fronteras.
[32] M. J. LACEY y K. HAAKONSSEN, “ History, historicism, and the culture of rights” , en la obra colectiva A culture of rights , Woodrow Wilson International Center for Scholars – Cambridge University Press, Cambridge, 1993, pp. 4 a 18.
[33] Es el criterio sostenido por M. ARAGÓN REYES en su conocida obra Constitución y democracia , Tecnos, Madrid, 1989.
[34] Pronunciamiento del Tribunal Constitucional español de 1 de julio de 1992.
[35] ASENSI SABATER, Constitucionalismo y Derecho Constitucional... , op. cit., p. 95. M . AZPITARTE SÁNCHEZ, El Tribunal Constitucional ante el control del derecho comunitario derivado , Civitas, Madrid, p. 217 y ss.
[36] En este contexto sitúa el profesor P. HÄBERLE lo positivo del Proyecto de junio de 2004. P. HÄBERLE, “ La Constitución de la Unión Europea de junio de 2004 en el foro de la Doctrina del Derecho constitucional europeo”, en la publicación telemática ReDCE , núm. 2, julio-diciembre 2004, en http://www.ugr.es/redce/ , apartado 2.
[37] C. RODRÍGUEZ-AGUILERA DE PRAT, “Pros y contras del Tratado constitucional”, cit., p. 17.
[38] Con parecidos argumentos se puede incidir en los resultados del último Eurobarómetro, difundido en Bruselas el día 10 de diciembre de 2004. Aunque en noviembre de 2004 Lituania ha sido el primer país en ratificar -por vía parlamentaria- el Tratado constitucional para Europa, son numerosos los países que deben pronunciarse –en referéndum- en los próximos meses. La deficiente participación en los referendos es uno de los problemas que tiene planteados las Unión Europea, y clara muestra de ello son los resultados de baja afluencia de votantes en las últimas elecciones europeas de junio de 2004, que registraron una media del 45,6 %. El abierto europeísmo de España nos hace ser optimistas de cara al próximo referéndum del 20 de febrero de 2005 en nuestro país, pese al lastre del desconocimiento sobre la Constitución Europea que alcanza al 85 % de los votantes, y de que en lo económico España corra el riesgo de perder más del 30 % del montante a que ascienden los fondos estructurales europeos. No son tan halagüeñas las expectativas en otros Estados. Así, por ejemplo, en Dinamarca y el Reino Unido, países ambos en los que el apoyo ciudadano a la Constitución no llega al 50 %, según el anteriormente aludido Eurobarómetro.
[39] C. RODRÍGUEZ-AGUILERA DE PRAT, “Nuestros musulmanes”, en la revista ANUE, núm. 29, diciembre de 2004, pp. 32 a 34.
[40] A.P. FROGNIER, “La identidad Europea: ¿un spill over identitario?, en Globalización, gobernanza e identidades , op. cit., pp. 185 a 200.
[41] En el análisis de la constatación de la identidad europea, P. HÄBERLE, “Lo positivo del Proyecto de junio de 2004” , en citada publicación electrónica ReDCE , núm. 2, 2004, en http://www.ugr.es/redce/ , apartado 4.
[42] P. HÄBERLE, “La teoría de la Constitución como ciencia cultural en el ejemplo de los cincuenta años de la Ley Fundamental ”, cit., p. 26.
[43] M. J. LACEY y K. HAAKONSSEN, “ History, historicism, and the culture of rights” , en la obra colectiva A culture of rights , cit., p. 12.
[44] F. BALAGUER CALLEJÓN, “Soluciones apócrifas a problemas ficticios. Un comentario al dictamen del Consejo de Estado sobre el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa”, cit., pp. 1 y 2.
[45] A. RUIZ ROBLEDO, “Una nota sobre el iter legis en el Proyecto de Constitución de la Unión Europea ”, Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense , núm. 18, p. 181.
[46] F. BALAGUER CALLEJÓN, “Soluciones apócrifas a problemas ficticios. Un comentario al dictamen del Consejo de Estado sobre el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa”, cit., p. 3.