Traducido del inglés por Miguel Azpitarte Sánchez
Durante los últimos años, en tres ocasiones, Harvard acogió la discusión sobre el problema más pertinaz del Derecho público: el papel de los tribunales en general y del Tribunal Supremo en particular, dentro de nuestra tradición constitucional; su función especial en el mantenimiento, interpretación y desarrollo de la carta orgánica que provee el marco de nuestro gobierno, la carta que se declara así misma como «derecho supremo».
Tengo en mente, por supuesto, las lecciones Godkin[1] del juez Jackson, los trabajos y comentarios en la conferencia Marshall[2] y las alocuciones del juez Hand desde esta misma tribuna hace alrededor de un año[3]. Estas contribuciones no quedan depreciadas si añado que contienen sólo un fragmento de la continuada y seria atención que el tema está recibiendo aquí, así como en cualquier otro sitio de la nación, por no hablar de esa atención menos seria que no deja de tener importancia para la comunidad universitaria, por poco instructiva que pueda ser.
Considero una pobre expresión del aprecio por la hospitalidad que se me otorga, otra incursión en un tema tan ampliamente aireado, pues no estoy persuadido de que se pueda decir algo nuevo y de que la actuación que se ejecute no constituya sino una mera reiteración; y es que lo nuevo que se ha de decir y el modo de decirlo tienen una relevancia especial para la más importante de nuestras controversias actuales. Antes de exponer mi posición, es apropiado, sin embargo, que deje claro dónde me encuentro en las amplias y subyacentes cuestiones que se han considerado durante las ocasiones previas, particularmente, como ya he hecho notar, por el juez Hand en el último año. Tienen una relación, como se advertirá, con las tesis que quiero exponer más tarde.
Déjenme comenzar estableciendo que no tengo la más leve duda sobre la legitimidad del poder judicial, sea la actuación llamada a controversia y apropiada para la decisión jurisdiccional, legislativa o ejecutiva, federal o estatal. Debo reafirmarme en esto porque la cuestión fue seriamente planteada por el juez Hand; y aunque él la respondió a favor de la asunción por parte de los tribunales del poder de control, su respuesta tiene tonos ciertamente distintos de la respuesta que yo daré.
La posición del juez Hand fue que «cuando la Constitución emerge de la Convención en Septiembre de 1787, si uno mira al texto, la estructura de gobierno propuesta, no da fundamento para inferir que las decisiones del Tribunal Supremo, y ‘a forteriori' la de los tribunales inferiores, fuesen a ser vinculantes sobre el Ejecutivo y el Legislativo»; y que, «por otro lado, era probable, sino plenamente cierto, que sin algún tipo de árbitro cuyas decisiones fuesen definitivas, el conjunto del sistema se hubiese colapsado, pues era extremadamente inverosímil que el Ejecutivo o el Legislativo, una vez que hubiesen decidido, cedieran ante la dilación de otro Departamento, incluidos los tribunales», ya que «durante siglos ha sido un canon aceptado de interpretación de documentos, interpolar en los textos provisiones, que aunque no expresadas, son esenciales para prevenir la derrota del proyecto»; por consiguiente «la autoridad asumida por el Tribunal Supremo mediante una práctica establecida, mantiene a los Estados, al Congreso y al Presidente dentro de sus poderes prescritos»; y, final y explícitamente, por la razón expuesta, «no fue un acto fuera de lo jurídico importar en la Constitución tal concesión de poder»[4].
Aunque a partir de experiencias pretéritas he aprendido que estar en desacuerdo con el juez Hand normalmente no es sino una absoluta tontería, debo dejar claro por qué creo que el poder de los jueces se funda en el lenguaje de la Constitución y no en su mera interpolación. Para hacer esto, deben dejarme citar la cláusula de supremacía[5], que es felizmente breve:
«Esta Constitución, y las Leyes de los Estados Unidos creadas en el cumplimiento de la misma; y todos los Tratados celebrados, o que se hayan de celebrar, bajo la autoridad de los Estados Unidos, constituyen el derecho supremo del País; y los jueces en cada Estado están a él vinculados, y cualquier acto en la Constitución o las Leyes de cualquier Estado contrario será nulo».
El juez Hand reconoce que bajo esta cláusula «los tribunales estatales de vez en cuando tendrán que decidir si las Constituciones y leyes estatales, o un estatuto federal, están en conflicto con la Constitución federal», pero añade que «el hecho de que esta jurisdicción fuese confinada para estos casos, y que fuera pensada específicamente para proveer una jurisdicción limitada, se presenta en contra más que a favor de una jurisdicción general»[6].
Si en todo caso, uno se satisface al ver la cláusula de supremacía de este modo, a saber, como un otorgamiento de jurisdicción a favor de los tribunales estatales, ¿implica esto una negación del poder y deber del resto de tribunales? Ciertamente este no es su significado necesario, pues se puede construir como un mandato a todos los funcionarios públicos, incluidos los tribunales, con una admonición especial y enfática que vincula a los jueces de los Estados, que previamente eran independientes. Que esta última es la lectura apropiada me parece persuasivo cuando se observan las otras disposiciones relevantes de la Constitución.
El Artículo III, sección I declara que el poder judicial federal «debe ser conferido a un Tribunal supremo, y a aquellos tribunales inferiores que el Congreso establezca de tiempo en tiempo». Esto representa, como ustedes saben, uno de los mayores compromisos de la Convención Constitucional y relega a la discreción del Congreso el establecimiento «vel non» de tribunales inferiores[7]. Ninguno se hubiera creado, como consecuencia de que, al igual que otros federalismos, todo el trabajo judicial de la primera instancia se hubiera remitido a los tribunales estatales[8]. El Artículo III, sección 2 continúa, con todo, delineando del poder judicial federal, disponiendo que «se ha de extender [‘inter alia'] a todos los casos, en derecho y equidad, que surjan bajo esta Constitución... » y, más adelante, que el Tribunal Supremo «debe tener jurisdicción en apelación» en los casos y con «las excepciones y las regulaciones que realice el Congreso». Seguramente, esto significa, como así lo comprendió la sección 25 del ‘Judiciary Act' de 1789[9], que si un tribunal estatal decide sobre una cuestión constitucional, de acuerdo con la cláusula de supremacía, su juicio es revisable, sujeto a las excepciones congresuales, por el Tribunal Supremo, en cuyo caso este tribunal no puede tener menor autoridad y deber que el tribunal que revisa para acordar la prioridad de las disposiciones constitucionales[10. Y esas causas estatales deben abarcar todo caso en los que una cuestión constitucional puede emerger, pues, como he dicho, el Congreso no necesita y puede que no haya ejercido su autoridad para establecer tribunales federales «inferiores».
Si usted ha permanecido conmigo hasta aquí, no creo dudo que vaya a dudar ante el último paso. Si una construcción posible de la Constitución, de acuerdo con el parámetro estricto del test del «propósito general» como recomienda el juez Hand[11], es que el Congreso opte, como así ha hecho, por crear una serie de tribunales inferiores, entonces, ¿están esos tribunales en las causas que caen bajo su jurisdicción, y el Tribunal Supremo cuando se pronuncia sobre las decisiones de éstos, constreñidos en manera diferente o menor por la cláusula de supremacía que los tribunales estatales, o el Tribunal Supremo cuando revisa la decisiones de estos últimos? No puedo escapar de la que para mí es la consecuencia más asombrosa: el resultado preciso de la lectura que el juez Hand hace del texto, es diferente de la interpolación que el aprueba sobre otros fundamentos.
Es verdad que Hamilton en el setenta y ocho del «Federalist» no menciona la cláusula de supremacía en su argumento, sino que recalca la conclusión implícita en el concepto de Constitución escrita como ley fundamental, y la función aceptada de los tribunales como intérpretes de la ley. Marshall en «Marbury v. Madison» se hace eco de estas consideraciones generales, aunque también llama la atención sobre el texto, incluido el artículo judicial, señalando sólo al final el lenguaje sobre la supremacía, que según él «confirma y refuerza el principio, supuestamente esencial a todas las Constituciones escritas, que todo derecho que repugna a la Constitución es inválido; y que los tribunales, al igual que otros poderes, están vinculados por este instrumento»[12]. Mucho habría de decirse sobre esto como sobre el estilo de razonamiento que se consideraba más persuasivo cuando estos documentos fueron escritos, pero esto sería irrelevante para mi preocupación sobre el significado que el juez Hand no puede encontrar dentro de las palabras y la estructura de la Constitución , incluso con la ayuda del material histórico que con seguridad apunta en la dirección que yo sugiero[13] .
Ahora no se asombrarán del porqué de mi preocupación sobre el modo en el que el juez Hand ha leído el texto a pesar de su perspectiva de que el poder judicial fue una importación válida par preservar el plan de gobierno. Aquí, como en cualquier otra situación, una posición no puede divorciarse de las razones que la sostienen; las razones son, verdaderamente, la parte más importante de una posición. Para demostrarlo cito al juez Hand:
«Desde el momento que este poder no es una deducción lógica de la estructura de la Constitución, sino una condición práctica a favor de su exitosa operatividad, no necesita ser ejercida siempre que un tribunal vea, o crea que vea, una invasión de la Constitución. Siempre será una cuestión preliminar determinar, con qué insistencia la ocasión requiere una respuesta. Puede ser mejor dejar que el asunto se resuelva sin una decisión definitiva; o quizá la única solución disponible es una para la que el tribunal no tiene los medios adecuados de ejecución»[14].
Si esto significa que un tribunal, que conoce con plena jurisdicción de una causa, es libre -o debería ser libre en una visión renovada de su deber- para adjudicar una objeción constitucional frente a una actuación definitiva del legislativo o el ejecutivo, nacional o estatal, o para declinar hacerlo, dependiendo de la «persistencia» con la que considera la necesidad de una respuesta, ¿puede algo tener una mayor importancia para la teoría y la práctica del control jurisdiccional? ¿Qué circunstancias son necesarias para lograr una decisión? ¿Habrá algo insuficiente que impida demostrar que la intervención judicial es esencial para prevenir un traspié gubernamental? Para mí, como para cualquiera que halla el poder judicial anclado en la Constitución, no hay escape para la obligación judicial; la obligación no puede ser atenuada.
La obligación, está claro, no consiste en dirigir o aconsejar a los legislativos o ejecutivos, ni siquiera, como piensan los legos, presentarse como un foro permanentemente abierto para ventilar todas las quejas que buscan amparo en la Constitución. La obligación consiste en decidir la causa en litigio y decidirlo de acuerdo con la ley, con todo lo que implica una rigurosa insistencia en la satisfacción de los requisitos procesales y jurisdiccionales; el concepto que el profesor Freund nos recuerda, fue fundamental en el pensamiento y la obra del juez Brandeis[15]. Sólo cuando el derecho aplicable, estaturario o ejecutivo, provee un recurso para reivindicar el interés que requiere protección frente a una infracción de la clase alegada, derecho procesal que de manera ordinaria al menos esta diseñada en referencia a los derechos y las infracciones en general, ¿es tarea de los jueces preguntarse sobre lo que la Constitución requiere o prohíbe, o cuando es necesaria una decisión? ¿Cómo presentó Marshall la cuestión a ser resuelta en Marbury?
1. ¿Tiene el demandante derecho a la comisión que reclama?
2. Si tiene el derecho, y el derecho ha sido violado, ¿le dan las leyes de este país un recurso con el que solicitar la reparación?
3. Si dispone de un recurso, ¿es competencia de este tribunal dictar un mandamiento? [16]
Porque pensó, al igual que sus oponentes[17], que la Constitución tenía una relación con las respuestas a estas preguntas, fue por lo que reivindicó el derecho y el deber de examinar sus mandatos.
Cuando un sistema jurídico crece, los recursos que ofrece proliferan sustancialmente, un desarrollo al que contribuyen los tribunales, pero en mayor medida los legislativos[18]. En nuestro sistema ha habido un gran crecimiento de este tipo[19] y me atrevo a decir que habrá más, incrementando correspondientemente el número y la variedad de ocasiones en las que la adjudicación constitucional será buscada y realizada. ¿No estoy en lo cierto, sin embargo, al creer que la teoría de fondo sobre la participación de los tribunales no ha cambiado y que, por tanto, la multiplicidad de recursos y quejas hace crecientemente importante que la teoría y sus implicaciones sean mantenidas?
Es verdad, y no tengo la intención de ignorarlo, que los propios tribunales consideran ciertas cuestiones como «políticas», señalando con ello que no han de ser resueltas judicialmente, aunque impliquen interpretación constitucional y surjan en el curso de un litigio. El juez Hand hizo alusión a esta doctrina que, en tanto que su extensión es indefinida, la designó como un «hedor en las narices del estricto construccionismo»[20]. Y el juez Frankfurter, en su gran trabajo presentado a la «Marshall Conference», declaró «la inquietud de que la línea es a menudo muy fina entre los casos en los que el Tribunal se siente compelido a abstenerse de decidir en virtud de la naturaleza «política», y los casos que a menudo aparecen en los que se aplican los conceptos de «libertad» e «igualdad»[21].
La línea es fina, sin duda, pero sugiero que es más fina de lo necesario; lo que tal doctrina puede plausiblemente implicar es que los tribunales están llamados a juzgar si la Constitución ha atribuido a otra rama del gobierno la determinación autónoma de la cuestión, una decisión que en sí misma requiere de la interpretación. ¿Quién, por ejemplo, podría sostener que los tribunales civiles deben conocer de un proceso de impeachment cuando el artículo I, sección 3 declara que el «el poder exclusivo para conocer» del impeachment está en manos del Senado? El hecho de que el proceso de impeachment presente cuestiones de la mayor importancia constitucional, como nos recuerda el Senador Kennedy en su conmovedora historia sobre el Senador cuyo voto salvó a Andrew Johnson[22], es simplemente irrelevante.
Lo que es explícito en el proceso de impeachment o, por tomar otro supuesto, en la toma de posesión o expulsión de un Senador o Congresista[23], puede encontrarse como implícito en otros supuestos. Así se sostuvo[24], y me parece que correctamente, respecto a la disposición por la cual «los Estados Unidos deben garantizar en cada Estado de la Unión una forma republicana de gobierno... ». Esta garantía aparece, como se recordará, en la misma cláusula que el deber de proteger los estados frente a la invasión[25]; concibe el posible empleo de la fuerza militar y contiene una relación obvia respecto a la autoridad autónoma del Congreso en el control de la adquisición de la condición de parlamentario[26].
Por tanto, es razonable concluir, o así me lo parece, aunque existen argumentos en otro sentido[27], que el poder del Congreso para «crear o alterar» las regulaciones estatales para la «celebración de elecciones a senadores y congresistas»[28], incluyendo el poder para señalar las circunscripciones o sus estándares de diseño, excluye la competencia de los jueces para revisar sobre fundamentos constitucionales, las manipulaciones estatales[29], incluso si se puede pensar que la Constitución da respuestas a estas desigualdades y el derecho procesal ofrece legitimación activa a los votantes en desventaja, cuestiones que, por otro lado, se han de afrontar de manera separada[30].
Señalando otra vez mi posición, sostengo que en casos del tipo que he mencionado, así como en otros que no paro de señalar[31], el único juicio apropiado que debe conducir a la abstención decisoria sucede cuando la Constitución ha dispuesto la determinación del asunto a otra rama del gobierno, distinta de los tribunales. Las dificultades para realizar un juicio acertado, sean cuales fueren los factores a valorar en situaciones en las que la respuesta no es clara, de lo que se trata es de un acto de interpretación constitucional, que se tienen que hacer y decidir mediante estándars que han de gobernar en general el proceso de interpretación. Lo que sostengo, «toto caelo», es diferente de una amplia discreción para intervenir o abstenerse.
El Tribunal Supremo tiene, con seguridad, discreción para reconocer o denegar la revisión de los fundamentos de un tribunal inferior en situaciones en las que la legislación procesal permite el certiorari pero no dispone una apelación[32]. Debo decir que esto es una cuestión enteramente diferente. El sistema se asienta sobre el poder que la Constitución inviste en el Congreso para hacer excepciones o regular las apelaciones; no está destinado a medir el deber judicial en la decisión de un caso, sino en el derecho del tribunal superior como separado del inferior. Incluso aquí, sin embargo, merece la pena señalar que el Tribunal ha indicado estándares para el ejercicio de esta discrecionalidad[33], estándares diseñados en términos neutrales, como la importancia de la cuestión o el conflicto de decisiones. Solo el mantenimiento y la mejora de esos estándares[34]y, por supuesto, su aplicación fidedigna[35]pueden, y lo digo con deferencia, proteger al Tribunal frente al riesgo de que se le impute una inclinación para favorecer demandas de un tipo u otro en el reconocimiento o el rechazo de la revisión.
Sin duda, iré más allá y afirmaré que es necesario que el orden del día del Tribunal sea confinado a una magnitud manejable; mucho se ganaría si los estatutos vigentes se pudiesen revisar para desempeñar un papel mayor en la delineación de las causas oportunas para reivindicar el tiempo y la energía del Tribunal Supremo[36]. Piénsese en la protección que se dio así mismo el Tribunal de Marshall, con la consecuencia de que pudo decir en «Cohen v. Virginia»[37].
«Es verdad que este Tribunal no ejercerá jurisdicción si no debe: pero también es verdad, que ejercerá su jurisdicción si debe. El Poder Judicial no puede, a diferencia del legislativo, evitar una acción porque se acerca a los confines de la Constitución. No podemos dejarlo pasar porque sea dudoso. Sean las dificultades que sean, sean las dudas que sean, toda causa debe ser respondida, debemos decidirla, si se presenta ante nosotros. No tenemos derecho a declinar el ejercicio de la jurisdicción que se nos ha dado, ni usurpar lo que no se nos ha dado. Una cosa o la otra sería una traición a la Constitución».
Si los tribunales no pueden escaparse de la obligación de decidir cuándo las acciones de otras ramas del gobierno son consistentes con la Constitución, o cuándo una causa les ha sido planteada adecuadamente, en el sentido que intenté describir, no se dudará sobre la relevancia y la importancia de preguntarse cuáles son, si es que hay alguno, los estándares que han de seguirse en la interpretación. ¿Hay, en verdad, criterios que ambos, tanto el Tribunal Supremo como aquellos que alaban o condenan sus decisiones, deben moral e intelectualmente sostener?
Cualquiera que usted piense que pueda ser la respuesta, seguramente estará de acuerdo conmigo en que hago lo correcto al formular la cuestión tanto para el tribunal como para sus críticos. El ataque a una decisión conlleva la aserción de que el tribunal debería haber decidido de otra manera distinta a como lo hizo. No está claro que la validez de una aserción de este tipo dependa de designar razones que deberían haber prevalecido en el tribunal; ¿y es que el resto de razones son irrelevantes? Esto, por supuesto, no sólo es verdad para la crítica de una decisión de los tribunales; se aplica siempre que una resolución es cuestionada, una resolución que es esencial para tomar uno u otro camino. ¿Es la irritación del paso de los años la que me lleva a lamentar que nuestra cultura no sea rica en críticas que respeten las limitaciones de la empresa en la que están comprometidos?
Usted podría recordarme, como alguien ya observó en la antigüedad –quizá fuese Josephus- que la historia es poco tolerante frente a aquellas sentencias razonables que han demostrado ser erróneas. Pero la historia, en este sentido, es inescrutable, ocultando todos sus veredictos en el seno del futuro; nunca es una crítica contemporánea.
Vuelvo al problema de los criterios tal como aparecen tanto en los tribunales como en sus críticos –y me refiero a criterios que pueden ser delineados y probados como un ejercicio de la razón y no meramente como un acto deliberado o voluntario. Incluso señalar el problema es, desde luego, suscitar una tema tan viejo como nuestra cultura. Aquellos que ven en el derecho sólo el elemento del mandato, en cuya concepción del cosmos jurídico la razón no tiene sentido o lugar, no se unirán con regocijo en la búsqueda de los estándares que imagino. En fin, espero una disensión «in limine» de aquellos que en su visión del proceso judicial no dejan espacio para la antinomia que tan elegantemente exploró el profesor Fuller[38]. Y también debo anticipar la discrepancia con aquellos, mucho más numerosos entre nosotros, que, sin dar fe de una filosofía que los sostenga, con todo franqueza o de manera sibilina hacen depender la virtud interpretativa del resultado inmediato de la sentencia y su capacidad para hacer avanzar o obstaculizar los intereses o valores que apoyan.
No trataré de superar la duda filosófica que he mencionado, aunque usando una frase tan habitual en Holmes –«me da justo donde duele». La batalla ha de ser librada en frentes más amplios que aquellos de la interpretación constitucional; no me engaño a mí mismo pensándome cualificado para una tarea superior a mi voluntad de servicio. Aquel que simplemente deja que su juicio gire sobre el resultando inmediato, quizá no se percate, sin embargo, de que su postura implica que los tribunales son libres de funcionar como un órgano de poder desnudo, y que es una afirmación vacía considerarlos, como a menudo se hace de modo ambivalente, aplicadores del derecho. Si ese mismo individuo desaprueba una sentencia cuando todo lo que sabe es que ha apoyado una demanda planteada por un sindicato, un impositor, un negro o un segregacionista, una empresa o un comunista- admite en su proposición que un hombre de simpatías diferentes pero idéntica información, puede rechazar de manera no menos adecuada lo que él aprueba.
No se me imputará exageración alguna si digo que este tipo de evaluación «ad hoc» es, como siempre ha sido, el problema más profundo de nuestro constitucionalismo, no sólo respecto a las decisiones de los tribunales sino también en el ámbito más amplio en el que posiciones constitucionales en conflicto han jugado un papel en política.
¿No desafió Nueva Inglaterra el embargo que el Sur apoyó sobre la misma base que el Sur resistía la demanda de Nueva Inglaterra a favor de una tarifa protectora?[39] ¿No fue forzado Jefferson, en el Louisiana Purchase, a permanecer con una lectura amplia de las cláusulas de la autoridad nacional del mismo modo que categóricamente se había opuesto en sus ataques frente al Banco central?[40] ¿Se puede explicar su desilusión por la absolución de Burr frente al cargo de traición y su subsiguiente solicitud de una legislación[41] frente a la libertad y la represión asociada de manera imperecedera con su nombre? ¿Fueron capaces los abolicionistas que salvaron a fugitivos y fueron absueltos en claro desafío a la evidencia, de distinguir su visión del carácter vinculante del derecho de los Estados Unidos frente a la posición avanzada por Carolina del Sur en la ordenanza que despreciaron? [42]
Trayendo el asunto más directamente a casa, qué debemos pensar de los archivos de la promoción de Harvard de 1829, la promoción del señor juez Curtis, del que se nos ha dicho[43], que alabó con holgura los votos particulares en el caso «Dred Scott» pero del que a su vez se añadiría «de nuevo, ‘y aparentemente de modo adverso a lo anterior', en octubre de 1862, preparó un dictamen y un argumentación, que fue publicado en Boston a modo de panfleto, con la opinión de que la proclamación del Presidente Lincoln sobre la emancipación de los esclavos en los Estados rebeldes era ‘inconstitucional'».
Por supuesto, un hombre que pensó, y como juez votó y mantuvo[44] que un Negro libre puede ser ciudadano de los Estados Unidos y, por tanto, dentro del sentido de la Constitución y de las diversas cláusulas estatutarias que definen la diversa jurisdicción; que el Congreso tiene competencia para prohibir la esclavitud dentro de un territorio, incluso uno adquirido después de la formación de la Unión ; y que tal prohibición provoca la emancipación de un esclavo cuyo dueño lo lleva a residir en tal territorio. Un hombre que pensó todas estas cosas, obviamente le quitaba méritos a la fuerza de sus posiciones si también pensaba que el Presidente no tenía autoridad para derogar una forma de propiedad establecida y protegida por el derecho de un Estado, Estado del que el Presidente mantenía que no se había efectivamente segregado de la Unión y que, por tanto, no era un enemigo de guerra.
De que manera tan simple puede mostrarlo todo el historiador de una promoción, cuando la única cosa que importa es si el señor juez Curtis, según la ocasión, ayudó o bloqueó la conquista de la libertad de los esclavos.
He citado estos ejemplos de los primeros años de nuestra historia pues el tiempo alimenta la distancia que les da fuerza. ¡Pero qué riqueza ilustrativa se nos ofrece hoy! ¿Cuántos de los ataques constitucionales contra las investigaciones congresuales sobre los sospechosos de comunismo han sido también dirigidos por sus autores frente a las investigaciones relativas a Goldfine, Hoffa, u otros que podría nombrar? ¿Con qué frecuencia aquellos que piensan que la Smith Act, tal y como está redactada, es inconsistente con la primera enmienda, pero al mismo tiempo dejan claro que están a favor de la inmunidad constitucional de los agitadores raciales que ondean las llamas del perjuicio y el descontento? Dándole la vuelta al caso, aquellos que en relación con la Smith Act no ven virtud alguna en distinguir entre la defensa de doctrinas meramente abstractas y la defensa planeada para instigar acciones ilegales[45], ¿son igualmente incapaces de ver la virtud de distinguir, digamos, entre la defensa de la resistencia a las decisiones judiciales, especialmente, quizá, aquellas decisiones que justifican demandas que reclaman la vulneración de la igualdad? Puede que yo tenga una vida especialmente abrigada, pero ¿me equivoco si pienso que distingo un entusiasmo extremadamente amable para los juicios con jurado y una cierta disminución de entusiasmo cuando el tema fue presentado en el curso del debate de 1957 sobre el proyecto que extendió la protección federal de los derechos civiles?
Usted me puede replicar, que todo lo que he dicho es algo que nadie negaría, que los principios son en gran medida instrumentales cuando son empleados en política, instrumentales en relación a los resultados que un sentimiento controlado requiere en un momento dado. Los políticos reconocen este hecho de la vida y esta obligados a podar y dar forma a su discurso y votos de manera correspondiente, a menos que por ventura estén preparados para quedarse en la cuneta; pero el ejemplo que estableció John Quincy Adams extrañamente es seguido.
Sin duda, esto es todo lo que he dicho, pero ahora añado que si usted es tolerante, quizá más que yo, frente a lo ad hoc en política, con los principios reducidos a una herramienta manipuladora, ¿no está también preparado para aceptar que a los tribunales se les requiere algo más? Estimo que el constituyente esencial del proceso judicial es precisamente que debe ser genuinamente principialista, sosteniéndose sobre el respeto a cada uno de los pasos implicados en alcanzar un juicio con un análisis y razones que trascienden el inmediato resultado a alcanzar. Para estar seguros, los tribunales deciden, o deberían decidir, sólo a petición de parte. Pero, ¿no deben decidir sobre el fundamento de la adecuada neutralidad y generalidad, probada no sólo sobre la instantánea aplicación, sino también por los principios aplicados? ¿No es la propia esencia del método judicial insistir en la evaluación de los principios declarados en los diversos casos, preferiblemente aquellos que implican la oposición de intereses?
De nuevo, no creo que esté estipulando una perspectiva original o de capital trascendencia. Pero ahora, como dijo Holmes hace tiempo al hablar «de la intranquilidad que parece inquirir vagamente a la ley y el orden», necesitamos «educarnos en lo obvio»[46]. Lo necesitamos, más particularmente ahora, respecto a la interpretación constitucional, pues ha resultado ser un lugar común admitir lo que muchos durante un largo tiempo negaron: que los tribunales en las resoluciones constitucionales afrontan asuntos que son inevitablemente «políticos» –políticos en el tercer sentido en el que he usado la palabra- en cuanto que implican una elección entre valores y deseos concurrentes, una elección reflejada en la acción legislativa y ejecutiva en cuestión, que el tribunal ha de condenar o validar.
Yo sería el último en argumentar de otro modo o en protestar frente al énfasis señalado en el libro del señor Jackson, a través de las conferencias Marshall, o en las lecciones del juez Hand. De hecho, yo mismo he insistido sobre ese punto[47]. Pero lo que es crucial, como vengo sosteniendo, no es la naturaleza de la cuestión sino la naturaleza de la respuesta que puede ser legítimamente dada por los tribunales. Ni el legislativo ni el ejecutivo, como he sugerido, están obligados por la naturaleza de su función a mantener su opción sobre valores mediante el tipo de explicación razonada intrínseca a la acción judicial,– por mucho que admiremos esa exposición razonada cuando la encontramos en esos otros ámbitos.
El especial deber de los tribunales de juzgar mediante principios neutrales, ¿no hace inapropiado argüir, al modo del juez Hand, que ningún tribunal puede revisar la opción legislativa –mediante otro estándar que no sea el significado histórico «fijo» de las disposiciones constitucionales[48]- sin convertirse en una tercera cámara? [49] ¿No hay, por decirlo brevemente, una diferencia vital entre la libertad legislativa para valorar las ganancias y las pérdidas de medidas proyectadas y la clase de valoración de principios, respecto a los valores a los que razonablemente se puede afirmar su dimensión constitucional, que ocupa exclusivamente el ámbito de los tribunales? ¿No revela esta diferencia un espacio intermedio entre la Cámara judicial de los Lores y la ausencia de cualquier limitación en las otras ramas de gobierno –un espacio intermedio que consiste en la acción judicial que contiene las que son las principales cualidades del derecho, su neutralidad y generalidad? Esto, me parece a mí, estuvo en la mente del señor juez Jackson cuando en su capítulo sobre el Tribunal Supremo como «institución política» escribió[50] con palabras que encuentro conmovedoras, «la libertad no es la mera ausencia de restricción, no es el producto espontáneo de la regla de la mayoría, no se logra simplemente elevando a las clases comunes al poder, ni es el producto inevitable de la expansión tecnológica. Sólo se alcanza mediante el Estado de derecho». ¿No es también lo que quiere decir el señor juez Frankfurter cuando invoca que los jueces «al apoyarse nada más que en el esfuerzo, en medio de palabras enmarañadas y perspectivas limitadas, para encontrar el camino a través del precedente, a través de política, de la historia, el mejor juicio que una criatura falible puede alcanzar en la más difícil de todas las tareas: alcanzar la justicia entre los hombres, entre los hombres y el Estado, a través de una razón llamada derecho? »[51]
No se entenderá mi énfasis sobre la función de la razón y el principio en la valoración judicial de los valores en conflicto, que la distingue del legislativo y el ejecutivo, si se supone que yo deprecio el deber de fidelidad al texto de la Constitución cuando sus palabras sean decisivas, aunque ciertamente recordaré la prevención establecida por el juez-presidente Hughes: «detrás de las palabras de las disposiciones constitucionales existen postulados que limitan y controlan»[52]. Y tampoco me llevará a negar que la historia tiene un peso en la elucidación del texto, aunque seguramente es una ligereza tasarla como guía. Y tampoco se pensará que minusvaloro la importancia del precedente, aunque seguramente hemos de estar de acuerdo con Holmes cuando afirma que «la imitación del pasado, hasta que tengamos una clara razón para el cambio, no necesita más justificación que el apetito»[53]. Pero, después de todo, fue el presiente-juez Taney quien declaró su buena disposición a que «finalmente se reconozca como derecho de este tribunal, que su opinión sobre la construcción de la Constitución siempre está abierta a discusión cuando se suponga que se ha encontrado un error, pues en definitiva la autoridad judicial depende en su conjunto de la fuerza de la razón que la sostiene»[54]. ¿Pensaría alguno de nosotros de otro modo, dada la naturaleza de los problemas a los que nos enfrentamos?
De cualquier modo, ¿no es la relativa compulsión del lenguaje de la Constitución , de su historia y precedente –donde no se combinan para dar una respuesta clara- en sí misma una cuestión para ser juzgada –en cuanto sea posible mediante principios neutrales- mediante estándares que trascienden el caso? Sé, por supuesto, que es normal distinguir, al igual que hizo el juez Hand, entre las cláusulas como la del «due process», redactadas «en términos tan amplios que su historia no elucida sus contenidos»[55], de otras disposiciones de la Carta de Derechos dirigida a problemas más específicos. Pero el contraste, así me lo parece, a menudo implica una sobrevaloración de la especificidad o inmutabilidad de estas otras cláusulas, al menos cuando surgen problemas en torno a ellas.
Nadie discutirá, por ejemplo, que no hay necesidad de acusación y juicio con jurado ante los tribunales de distrito en casos de delitos graves. Lo que supone una cuestión más difícil es saber si una viuda de servicio, acusada del asesinato de su marido en el extranjero, puede ser juzgada allí ante un tribunal militar[56]. ¿Ayuda de algún modo el lenguaje de la cláusula del «double-jeopardy» o su historia preconstitucional a decidir si un acusado juzgado por homicidio en primer grado y condenado por homicidio en segundo grado, que obtiene una revisión del juicio en la apelación, debe ser juzgado nuevamente por homicidio en primer grado o sólo en segundo? [57] ¿Hay algún significado en el hecho de que lo que esté prohibido sea «el riesgo de la vida o la integridad», en un caso en el que nadie pone en riesgo su integridad, sino su libertad? Estoy seguro que el derecho a ser asistido por un letrado se consideró al proponerse la sexta enmienda como un derecho para ser defendido por abogado si se tiene uno, en contra de lo que ocurría en el derecho inglés[58]. Esto no me parece suficiente para evitar que su significado implique de manera extensiva un derecho a un abogado de oficio cuando el defendido es demasiado pobre para encontrar esa ayuda[59] -si bien admito que una vez defendí sinceramente esta posición como abogado del Estado[60]. Para mí es difícil pensar que la cuarta enmienda congela para siempre el «common law» sobre investigación y detención que prevalecía cuando la enmienda fue aprobada, sean cuales sean ahora las exigencias de los problemas policiales. Ni debemos de lamentar, en mi opinión, el hecho de que «la» libertad de expresión o prensa que el Congreso no puede limitar en virtud de la primera enmienda, no está determinada sólo por el ámbito que tal libertad tuvo a finales del dieciocho, aunque el artículo determinado «la» pudo ser usado para imponer una limitación al concepto de aquella época –una época de la que el Presidente Wright recientemente nos ha recordado su intenso consenso sobre estos temas[61].
Incluso el «due process», por otro lado, quizá haya sido confinado, como el señor juez Brandeis insistió de manera original[62], en una garantía de procedimiento justo, asociada quizá con la prohibición de la inaplicación gubernamental del derecho establecido –análogamente para nosotros lo que los barones quisieron señalar en la Carta Magna. La igual protección podría tomarse simplemente con el aseguramiento de que nadie puede ser situado más allá de la salvaguarda de la ley, vedando, como así era, la posibilidad del «outlawry», pero nada más. Aquí tampoco puedo negar que la interpretación no se funda en la antigüedad clásica, sino que más bien se percibe en estas disposiciones una afirmación que compendia los valores básicos de la sociedad libre, valores a los que se les debe dar un peso en la legislación y la administración bajo el riesgo de crear problemas en los tribunales.
Para terminar con mi opinión, considero que debemos preferir leer las otras cláusulas de la Carta de Derechos como una afirmación de los valores especiales que contienen, que como una declaración de una regla de derecho definitiva, cuyos límites están fijados por el consenso de un siglo largamente pasado, con problemas muy distintos a los nuestros. Leerlas del primer modo es dejar espacio para su adaptación y ajustamiento cuando entran en escena otros valores concurrentes de dimensión constitucional.
Déjenme repetir lo que he intentado decir hasta ahora. Los tribunales tienen tanto la autoridad como el deber, cuando la causa les ha sido debidamente presentada, de revisar a la luz de las disposiciones constitucionales los actos de las otras ramas del gobierno, incluso si el acto incluye opciones valorativas, como suele ocurrir de manera invariable. Al hacer esto, sin embargo, están obligados a funcionar de manera distinta a un puro órgano de poder; participan como tribunales de derecho. Esto nos llama a afrontar cómo podemos reivindicar la cualidad legal de estas decisiones. Sugiero que la respuesta reside esencialmente en que tienen que ser –o están obligadas a ser- enteramente definidas por principios. Una decisión por principios, según creo, es una decisión que se sostiene en razones respecto a todos los temas del caso, razones que en su generalidad y su neutralidad trascienden cualquier resultado inmediato que esté implicado. Cuando ninguna razón suficiente de este tipo puede ser utilizada para invalidar opciones valorativas de las otras ramas del gobierno o de un Estado, estas opciones deben, por supuesto, sobrevivir. De otra manera, como dijo Holmes en su primera opinión para el Tribunal, « la Constitución , en vez de contener sólo reglas relativamente fundamentales, como se entiende generalmente por todas las comunidades anglo parlantes, se convertirían en los partisanos de un conjunto particular de opiniones éticas o económicas... »[63].
La virtud o el demérito de una sentencia, por tanto, gira enteramente sobre las razones que la sostienen y su adecuación para mantener la opción de valores que dispone, o, es vital que lo añadamos, para mantener el rechazo de la alegación de que toda opción puede ser decretada. Esta función crítica, como nos mostró T.R. Powell en tantos años fructíferos, es el examen continuo, desinteresado y despiadado de las razones ofrecidas por los tribunales, medidas por los estándares del tipo que he intentado describir. Deseo que muchos de nosotros podamos imitar su dedicación a esta tarea.
Si me he aventurado a avanzar ciertas generalidades sobre los tribunales y la interpretación constitucional, aparece delante de mí el reto de aplicarlas a algunos problemas concretos –aunque sea al menos para dejar claro que creo en lo que digo. Una conferencia, sin duda, es un medio pobre para tal tarea, pues la exposición y el análisis lleva inevitablemente tiempo. Con todo, me veo obligado a hacer un esfuerzo y confío que pueda hacerlo sin traspasar la indulgencia que ustedes ya me han concedido.
No es necesario decir que me apoyaré en su comprensión, pues al aludir a ciertas áreas de interpretación constitucional, seleccionadas para la relevancia de mi tesis, no intento añadir otro juicio condensado de la actuación de nuestro más alto tribunal, más allá de los que ya se han presentado. El Tribunal, en su jurisdicción constitucional, se enfrenta a lo que seguramente es la más dura y amplia tarea en la toma de decisiones principial para cualquier grupo de hombres en el mundo entero. En todo caso, hay una diferencia que merece la pena articular entre evaluación general del Tribunal y comentarios a sus decisiones y opiniones.
(1).- Comienzo haciendo notar dos campos importantes de interés actual en los que el tribunal ha estado estipulando opciones valorativas en un sentido que hace casi imposible hablar de decisiones principiales o de la explicación y análisis de razones judiciales, pues el Tribunal no ha revelado los fundamentos sobre los que se apoya su decisión.
El primero de ellos implica la secuela del caso «Burstyn»[64], en el cual, si se recuerda, el Tribunal decidió que una película es un medio de expresión incluido en la «expresión» y la «información» a la que se le aplica las garantías de la primera enmienda, de la cuarta en el caso de los Estados. Pero «Burstyn» dejó abierto, como, por supuesto, no podía ser de otro modo, la extensión de la protección de la que se benefician las películas, e incluso la pregunta de si alguna censura es válida, lo cual conlleva una restricción previa. El juicio se apoyó, adecuadamente, sobre el vicio inherente a la supresión basada en el carácter «sacrílego» de la película –con la amplitud y la vaguedad que se le ha dado al término en Nueva York. Se dijo que «era una cuestión muy diferente», no decidida por el Tribunal[65], saber «si un Estado puede censurar una película mediante un estatuto claramente diseñado y aplicado para prevenir la divulgación de escenas obscenas». En cinco casos sucesivos, las sentencias admitieron la censura de varias películas bajo estándares compuestos de manera diversa, que han sido posteriormente rechazados, si bien mediante decisiones «per curiam». En una de éstas[66], de la que, debo confesarlo, fui asesor, el estándar fue indudablemente demasiado vago para arrojar algún argumento. Y creo que es difícil pensar que ese argumento fuese claro en los otros casos[67]. Dada la sutileza y la dificultad del problema, la necesidad y lo oportuno de clarificar la explicación, ¿son estas decisiones inexplicadas una nueva esfera de la interpretación constitucional en consonancia con los estándares de la acción judicial, defendible tanto por el Tribunal como por nosotros? Soy consciente de que para nueve personas, a menudo es más fácil alcanzar un acuerdo en el resultado que en las razones, y, sin duda, esas dificultades se plantean en este campo. ¿Si es así, no es preferible, incluso esencial, que sean reveladas las variaciones en las posiciones? [68]
El segundo grupo de casos para los que quiero llamar su atención implica lo que puede ser definido como la progenie de la decisión del 54 sobre la segregación escolar. Aquí, de nuevo, el Tribunal sólo ha fundamentado una vez la cuestión constitucional sobre la segregación estatal[69]; las subsiguientes opiniones se han decidido en la forma de auto[70], y el acto de rebeldía de Arkansas[71] versaba, por supuesto, sobre otros temas. La opinión original, como recordarán, estaba firmemente centrada en la segregación estatal dentro de las escuelas públicas, por lo que su razonamiento se adentraba en la naturaleza del proceso educativo, y su conclusión fue que los centros de educación separada padecen «una desigualdad inherente».
¿Qué debemos pensar sobre la extensión de esta regla judicial –en todo los casos mediante una decisión per curiam- a otros centros públicos, como, por ejemplo, centros de transporte, parques, campos de golf, piscinas, y playas, que no son de uso obligatorio? [72] Yo no digo que estas situaciones presenten una causa más débil frente a la segregación estatal. Digo que la cuestión sobre si es más fuerte, débil o de peso igual creo que debe recibir una decisión principial. No conozco, y considero que ustedes tampoco, si la afirmación de esta doctrina de modo per curiam en el caso «Dawson», referido a piscinas y playas públicas, abarca la amplia opinión del tribunal de circuito sobre la invalidez de toda segregación racial por parte del Estado o si simplemente aprueba su resultado inmediato, y si es así, con qué fundamento. ¿Es este «proceso jurídico», -por usar las palabras que el profesor Brown[73] ha usado de modo significativo en decisiones igualmente inexplicadas y de calado mucho más técnico –el proceso que concede al Tribunal su título y su deber para juzgar si una acción estatal es contraria a la Constitución ?
La prudencia aconsejaría que me limitara a los problemas de este tipo, que conllevan el método y no la sustancia de una decisión. Debo, con todo, trascender a otras áreas de interpretación sustantiva que me parece que ilustran mi tesis.
(2).- La fase de nuestro moderno desarrollo constitucional que con más seguridad podemos calificar como exitosa, es inherente a la amplia lectura de la cláusula de comercio, el poder tributario y otras competencias del Congreso, alcanzada con tanta dificultad hace poco más de veinte años –frente a las restricciones en nombre de la autonomía estatal, para las que durante un tiempo el Tribunal mostró tanto simpatía.
¿Qué es lo que hizo que el Tribunal fracasara completamente en el esfuerzo de contener el ámbito de la autoridad nacional y que hoy leamos con ojos incrédulos decisiones como «Hammer v. Dagenhart»[74], o «Carter Coal»[75], o la invalidación del «Agricultural Adjust Act»[76]? Sin duda, la respuesta reside parcialmente en los simples hechos de la vida y el consenso que han generado sobre los poderes que necesita una nación. Pero, ¿no es también un rasgo de la causa –un rasgo que tiene importancia real- que el Tribunal podría articular un análisis adecuado a las restricciones impuestas sobre el Congreso a favor de los Estados, cuyos representantes –en igualdad con el Senado- controlan el proceso legislativo y alcanzaron una amplia aquiescencia en las estipulaciones sometidas a revisión?
¿No es también verdad y de importancia que algunos de los principios que afirmó el Tribunal fueron sorprendentemente deficientes en su neutralidad, sosteniendo, por ejemplo, la autoridad nacional cuando incidía de manera adversa sobre el ámbito laboral, como por ejemplo en el «Sherman Act», pero no cuando pretendía ayudar en el ámbito laboral? A este respecto, el contraste con la posición actual es ciertamente sorprendente. El poder que sostuvo el «Wagner Act» es el mismo poder que sostuvo el Taft-Hartley –con límites aún mayores en la autonomía estatal pero con restricciones en el ámbito laborar que el «Wagner Act» no impuso.
Debo confesar que encuentro intrigante saber si ha sido empleado algún principio neutral para marcar los límites del poder del Congreso en la regulación del comercio en términos más circunscritos que el principio que había prevalecido de abandono virtual de los límites. Dada la disposición del Presidente Roosevelt a trabar un compromiso sobre cualquier base que permitiera lograr la sustancia de su programa, ¿la fórmula de cobertura empleada en la legislación de los años treinta, no hubiera admitido cualquier principio que el Tribunal hubiera sido capaz de definir antes de que la crisis fuese tan intensa –principios que sostuvieron una acción adecuada a las necesidades? No digo que hubiéramos sido más felices si esto hubiera ocurrido y el Tribunal desempeñara todavía un papel más amplio en esta área del federalismo, prestando atención a los intereses estatales, algo que es inherente al Congreso y a las disposiciones constitucionales que gobiernan la selección y la organización de las Cámaras[77]. Sólo digo que esta especulación es interesante. Ustedes recordarán el menospreciado argumento de Holmes cuando afirmó que «con tales principios no hay parte de la conducta de la vida en la que el Congreso no pueda interferir»[78].
(3).- La pobre articulación principial de los límites impuestos al Congreso y a los Estados antes del cambio doctrinal de los años treinta, sin duda, también era verdad para las decisiones que trataron con un tema bien distinto como era la relación entre los individuos y el gobierno, que invocó el «due process» para mantener el «laissez faire». ¿No radica el poder del tremendo disenso precisamente en la demostración de que el Tribunal no puede presentar un análisis adecuado, en términos de principios neutrales, para sostener las opciones valorativas que declaró? Estamos seguros de que Holmes vio límites más allá «de adónde la cláusula de comercio y de due process han ido a parar»; y su insistencia en la necesidad de una compensación para validar una prohibición de Pensilvania sobre la explotación de carbón, que amenazaba la pervivencia de la vivienda que pertenecía al dueño de la superficie de tierra, indica el tipo de límite que percibía[79]. ¿Estoy simplemente voceando mi propia simpatía al decir que este análisis de esos límites tiene una fuerza enteramente ausente en las viejas y ya olvidadas sentencias que anularon las leyes sobre salario mínimo y horas máximas de trabajo?
Si estoy en lo cierto, podré añadir un punto adicional que tiene mucha más importancia respecto a asuntos actuales, que creo muestran el error del Tribunal al presentar el problema como una cuestión de la adecuada medida de la autorestricción judicial, es decir, de si esa restricción es sólo adecuada en relación a la protección de un interés puramente económico o también en relación a un interés como la libertad de expresión, religión, privacidad o discriminación (al menos si está basada en raza, origen o credo). Desde luego, los tribunales tienen que ser cautos para imponer una opción valorativa sobre las otras ramas del gobierno o sobre los Estados, resultando sólo cuando están basadas en la Constitución y están persuadidos, en un análisis principial adecuado, de que la opción es clara. Lo que yo sugiero es que el significado y el sentido de la auto restricción es siempre esencial, sea cual sea el tema puesto a discusión. Por tanto, el verdadero test reside, como he intentado demostrar, en la fuerza del análisis. Así las cosas, seguramente puede dirigirse un análisis más fuerte frente a una expropiación como violación de la quinta enmienda que frente a una particular limitación de la libertad de expresión o prensa como violación de la primera.
Desde esta perspectiva, la controversia de la «posición preferente» difícilmente tiene sentido; en verdad, nunca ha estado claro qué afirmación o qué negación tiene la preferencia, y sobre qué la tiene[80]. Ciertamente, el concepto es pernicioso si implica que hay una base simple, casi mecanicista, para determinar la prioridad de los valores que tienen dimensión constitucional, como cuando hay un conflicto inevitable entre la libertad de prensa y el juicio justo. Es una virtud, por otro lado, reconocer que un cierto orden en los valores es esencial; a todo no se le puede dar el mismo valor si queremos mantener la Carta de Derechos.
¿Era algo distinto lo que decía Holmes cuando se lamentaba de la tendencia a «amilanarse y olvidar las garantías de la Carta de derechos por las que hubo de luchar en su día y por las que todavía merece la pena luchar»?[81] Sólo desde esa perspectiva pudo disentir en los casos «Abrams» y «Gitlow»[82] y batallar con tanta intensidad para desarrollar una delineación principial de la libertad. Incluso si se piensa, como confieso que yo hago, que su análisis no logra su éxito si requiere que una manifestación designada para estimular la acción ilegal debe merecer protección salvo que intente alcanzar o crear un peligro sustancia o resultados «inmediatos»[83], ¿puede alguien negarle su respeto? ¿No es la fuerza de una posición diseñada en términos de principios de neutralidad y generalidad, como la alcanzada por Holmes, enteramente diferente a la opinión mayoritaria, por ejemplo, en el caso «Sweezy»[84], que se sostiene sobre el principio de separación de poderes, que, no obstante, nunca ha sido concebido como un requisito federal, y que podemos predecir con seguridad, el Tribunal no lo aplicará a ningún otro campo? [85]
(4).- Finalmente, me encamino hacia las sentencias que componen el test más duro a mi creencia a favor de las decisiones principiales, me refiero a aquellas sentencias en las que el Tribunal en los últimos años a reconocido que las privaciones basadas en la raza niegan la igualdad ante la ley garantizada en la cuarta enmienda. Los casos cruciales son, por supuesto, las primarias blancas[86], la ejecución de convenios racialmente restrictivos[87], y las escuelas segregadas[88].
Cuanto más pienso en el pasado, más escéptico soy frente a las predicciones del futuro. Visto a priori, ¿no hubieran ustedes pensado que la invención de la segadora de algodón en 1792 debería haber reducido la necesidad de mano de obra esclava y, por tanto, disminuido el atractivo de la esclavitud? Brooks Adams nos cuenta que sus consecuencias fueron precisamente la contraria; que la demanda de esclavos creció en la medida que las plantaciones de algodón pasaron a ser altamente lucrativas, aumentaron tanto que Virginia pasó del carbón y el acero, soñados por George Washington como su futuro, a ser una enorme granja para alimentar a los esclavos –cuarenta mil de los cuales exportaban anualmente al sur[89]. El otro día leí que la evacuación japonesa, la cual creí una abominación cuando ocurrió, aunque en mi deber como abogado participé en el esfuerzo de defenderlo ante el Tribunal Supremo[90], ahora se considera por muchos como una bendición para sus víctimas, pues rompió para siempre los ghettos en los que habían vivido previamente[91]. Pero escéptico como soy ante las predicciones, todavía creo que las sentencias que he mencionado –que tratan de las primarias, los convenios y las escuelas- están en la mejor posibilidad de lograr una contribución duradera a la cualidad de nuestra sociedad, mucho más que cualquier otra sentencia de los últimos años. Es en esta perspectiva, por lo que me pregunto en qué medida se apoyan sobre principios neutrales y son merecedoras de aprobación en los únicos términos que considero relevantes para una decisión de los tribunales.
Los casos de las primarias y el convenio presentan dos aspectos de un mismo problema –a un Estado se le prohíbe mediante la cuarta enmienda negar la igualdad ante la ley, así como a un Estado o a los Estados Unidos se les impide por la decimoquinta enmienda negar o restringir en razón de la raza el derecho de los ciudadanos a votar. Desde luego, desde hace años se sostiene que la prohibición para los Estados alcanza no sólo la prohibición mediante un estatuto, sino también la acción de los tribunales o de funcionarios que expresan la autoridad pública[92].
Trato primero la cuestión de las primarias. En tanto que el Partido Demócrata, en el ejercicio de una autoridad conferida por el estatuto que regulaba los partidos políticos, excluía en el sur la participación de los negros, era plenamente claro que se infringía la enmienda; la exclusión implicaba una aplicación del estatuto[93]. El problema mostró su dificultad sólo cuando los Estados, respondiendo a las sentencias, derogaron los estatutos, dejando a los partidos libertad para definir su organización como asociaciones privadas, protegidas por el Estado, pero sin estar dirigidas, controladas o autorizadas por la ley. En esta situación el Tribunal sostuvo en 1935 que una exclusión por parte del partido quedaba indemne por la enmienda, siendo la acción implicada de los individuos ni estatal ni oficial[94].
Luego vino el caso «Classic»[95], del que debería decir que fui defensor del Gobierno. «Classic» trataba del procesamiento de un oficial electoral por negar a un votante un derecho reconocido en la Constitución al no contabilizar voluntariamente su voto depositado en las primarias del Partido Demócrata de Louisiana. Al sostener que el derecho de un votante cualificado a participar en la elección de los representantes del Congreso, derecho reconocido en el art. I, sección 2[96], se extendía en el derecho a participar en las primarias que determinarían la última elección, el Tribunal, por supuesto, no trato el ámbito de la libertad del partido para seleccionar a sus miembros. La víctima del fraude en «Classic» fue un miembro del Partido Demócrata, votando en unas primarias en las que estaba autorizado a votar, que eran además las únicas en las que podía votar[97]. Pero tres años después de «Classic», en «Smith v. Allwright»[98] se determinó que, en efecto, las primarias son parte de las elecciones, con la consecuencia de que los partidos, al igual que los Estados, no pueden defender la exclusión racial, lo que además se reafirmó en 1953[99]. Sin lugar a dudas, esto es una posición asentada en el Tribunal. Pero no significa, como a veces se ha pensado, que un Estado quizá no pueda escapar de las limitaciones constitucionales transfiriendo las funciones públicas en manos privadas. Significa más bien, que la garantía constitucional frente a las prohibiciones fundadas en la raza o el color se han convertido también en una prohibición de la organización partidista sobre bases raciales, al menos donde el partido ha adquirido hegemonía política. Y yo pregunto con absoluta sinceridad si ustedes son capaces de descubrir principios neutrales satisfactorios en estas opiniones –cuyo resultado, lo digo de nuevo, apruebo-. Debo suponer que la negación de un derecho fundado en motivos religiosos está, sin duda, prohibido por la Constitución. ¿Debemos entonces pensar que los partidos religiosos están prohibidos por la Constitución ? Debo reconocer que este resultado es de desear, ¿pero existe un análisis constitucional sobre el que se pueda sostener? ¿No es ciertamente más fácil proyectar un análisis que establezca que tal proscripción infringe derechos protegidos por la primera enmienda?
Los casos de los convenios restrictivos suponen todavía un problema aún más duro. Si asumimos que la Constitución se expresa frente a la discriminación estatal fundada en la raza, pero no frente a esa misma discriminación en el ámbito de los individuos, incluso en el uso o distribución de su propiedad, aunque la libertad individual esté ciertamente limitada por el common law o los estatutos, entonces ¿por qué es la ejecución de convenios privados una discriminación estatal en vez del ejercicio lícito de una libertad individual? Que los actos de un tribunal estatal son actos del Estado, una cuestión que el Presidente del Tribunal Supremo Vinson enfatiza en la opinión del Tribunal[100] es enteramente, por supuesto, una obviedad. Lo que no es obvio, y esto es un paso crucial, es que al Estado se le deba imputar la discriminación cuando no hace otra cosa que dar efecto a un acuerdo, del que el individuo, en hipótesis, es enteramente libre para realizar. Una vez más, tenemos la obligación de preguntarnos: ¿cuál es el principio implicado? ¿Está prohibido para el Estado ejecutar un testamento que traza una distinción racial, testamento que, por otro lado, necesita para ser adjudicado la ayuda del derecho, o es una respuesta suficiente decir que la discriminación fue del testador y no del Estado? [101] No debería el Estado usar el derecho para proteger la propiedad frente a un allanador, independientemente del motivo de su exclusión, o abarcaría las razones del propietario sólo si su poder se apoya en la ley? ¿Sería una violación estatal sobre la base de una discriminación racial, una sentencia que declarase el pago de una cantidad por incumplimiento de una cláusula racialmente restrictiva? [102] ¿Y una sentencia ejecutiva?
Ninguna de estas cuestiones fue respondida por el Tribunal y tampoco fueron los problemas a los que se enfrentó en sus decisiones[103]. A Filadelfia se le dijo que no podía continuar administrando una escuela «para varones, huérfanos, blancos y pobres», establecida sobre el patrimonio dotado en última voluntad por Stephen Girard, de acuerdo con esa restricción racial[104]. En cualquier caso, todo lo que dijo el Tribunal Supremo fue: «El comité que gestiona Girar College es una agencia del Estado de Pensilvania. Por tanto, incluso si el comité actúa como gestor, su renuncia a admitir Foust y Felder en el College porque eran negros, fue una discriminación del Estado. Esa discriminación está prohibida por la decimocuarta enmienda». Posteriormente, cuando la ciudad cesó como gestora del patrimonio donado y se encargó la gestión a particulares, es acción fue considera válida en Pensilvania[105]. Una revisión de esta decisión fue denegada mediante el certiorari[106].
«Black v. Cutter Labs»[107] es otro caso en el que el Tribunal se permitió la oportunidad de reconsiderar las bases y la extensión del principio fijado en «Shelley». En ese caso, un convenio colectivo fue redactado de manera que la pertenencia al Partido Comunista era causa de despido. En este marco, California sostuvo que era legal, despedir a un trabajador por esta causa. La mayoría del Tribunal Supremo concluyó que esta sentencia implicaba simplemente una interpretación del contrato, haciendo irrelevantes los estándares que regirían la validez del estatuto estatal que requería el despido. Sólo el Presidente Warren y los jueces Douglas y Black disintieron, aunque el principio «Shelley v. Kraemer» estaba implicado cuando el tribunal estatal sostuvo el despido[108].
A muchos, comprensiblemente, les gustaría percibir en el tema de las primarias y los convenios, sentencias con un principio susceptible de una amplia extensión, aplicable a otros conglomerados de poder presentes en nuestra sociedad, del mismo modo que la Constitución se ha impuesto sobre el poder público[109]. Mi colega A. A. Berle, Jr., sin duda, ha señalado a las grandes corporaciones económicas, que, en definitiva, están habilitadas por el Estado y despliegan en muchas áreas más poder que el gobierno, como el próximo objeto de aplicación[110]. No creo que los tribunales caigan en tales tentaciones; y no dudo en decir que prefiero ver estos temas afrontados a través de la legislación, donde existe espacio para trazar unas líneas que los tribunales no están equipados para diseñar. Si esto es cierto, las dos decisiones que he mencionado permanecerán, como lo son ahora, decisiones ad hoc para sus estrechos problemas, sin construir principios neutrales para su extensión o apoyo.
Finalmente, llego a la sentencia sobre la escuela, de la que estoy convencido que aviva el mayor conflicto en la prueba de la tesis que propongo. Pero seguramente me comprometo a representar un Hamlet sin Hamlet si no trato de señalar los problemas que me parecen estar implicados.
Para mí, el problema, casi no necesito decirlo, no es que el Tribunal se separase de sus primeras sentencias en las que sostenía o insinuaba que la calidad de las escuelas públicas requerida por la Constitución se podía lograr mediante escuelas separadas. Comparto la larga tradición del Tribunal de que la doctrina jurisprudencial debe someterse nuevamente a examen cuando alguien pone en tela de juicio sus argumentos. Y tampoco es un problema que el Tribunal perturbara los patrones de una parte del país; incluso esto debe aceptarse como un mal menor que el vaciamiento de la Constitución. Y tampoco es que la historia confirme que uno de los propósitos acordados para la decimocuarta enmienda fuese prohibir las escuelas separadas o que exista una importante evidencia en contrario[111]; las palabras son generales y dejan espacio para expandir su contenido a medida que pasa el tiempo y las condiciones cambian. Y tampoco es que el Tribunal haya calculado mal en qué medida su sentencia iba a ser honrada o aceptada; no puede profetizar la fuerza de nuestro compromiso nacional para con sus decisiones. Ni tampoco se trata de que el Tribunal no remitiera la cuestión al Congreso, que actuaría bajo su poder para ejecutar la enmienda. Esto era una solución posible, pero es cierto, como señaló el profesor Freund[112], que sólo hubiera evitado las reivindicaciones realizadas.
El problema reside estrictamente en el razonamiento de la sentencia, una sentencia que a menudo es leída con menos fidelidad por aquellos que la alaban que por aquellos que la condenan. El Tribunal no declaró, como a muchos les hubiera gustado, que la decimocuarta enmienda prohíbe cualquier distinción racial en la legislación, si bien subsiguientes decisiones «per curiam», pueden, como ya he dicho, haber ido tan lejos. Más bien, como observó el juez Hand[113], la fórmula de separados pero iguales no fue invalidada en su «forma» sino que se afirmó que no «tenía lugar» en la educación pública bajo la razón de que las escuelas segregadas son «desiguales de manera inherente», con efectos deletéreos para los niños de color pues implica una inferioridad que retarda su desarrollo educativo y mental. Así lo halló el tribunal de distrito de Kansas, prueba que asumió el Tribunal Supremo, citando «autoridades modernas» en su apoyo[114].
¿Gira entonces la validez de la decisión sobre la suficiencia de las pruebas o sobre el conocimiento judicial que sostiene el hecho de que la separación daña a los niños negros implicados? Sin duda, hubo testigos que expresaron esta opinión en el caso «Kansas»[115], como también hubo testigos en el complementario caso Virginia, incluido el profesor Garret de Columbia[116], cuya visión era la opuesta. Mucho dependía de la cuestión que el testigo tuviera en mente, que raramente se hacía explícita. ¿Se comparaba la posición de un niño negro en una escuela segregada con su posición en una escuela integrada, donde era felizmente aceptado y reconocido por los niños blancos; o se comparaba su posición en una escuela segregada, con su posición en una escuela integrada donde los niños blancos le eran hostiles y encontraban el modo de hacérselo sentir? ¿Y si el daño de la segregación era relevante, qué decir de los beneficios que conllevaba: sensación de seguridad, ausencia de hostilidad? ¿Eran irrelevantes? Más aún, ¿era la conclusión alcanzada en «Topeka» simplemente aplicable a «Claredon County», en Carolina del Sur, con 2.799 estudiantes de color y sólo 295 blancos? Supongamos que en una comunidad mayoritariamente negra, se prefieren las escuelas segregadas, ¿sería esto relevante para determinar si eran dañados o ayudados por la segregación?
Encuentro difícil pensar que la sentencia se basó realmente en los hechos. Más bien me parece que debió asentarse sobre la visión de que toda segregación racial es, en principio, una negación de la igualdad de la minoría a la que va dirigida; esto es, del grupo que no es políticamente dominante y que por tanto no realiza la decisión implicada. Para muchos de los que apoyan la decisión del Tribunal este es con seguridad el fundamento decisivo. Pero esta posición también tiene problemas. ¿No supone una indagación sobre el motivo del legislador, algo generalmente vedado a los tribunales? [117] ¿Se puede defender alternativamente que la validez de una medida legislativa depende del modo en que es interpretado por aquellos a los que afecta? En el contexto del cargo de que la segregación «con instalaciones iguales» es una negación de la igualdad, no hay un punto a tener en cuenta en «Plessy» cuando se afirma que si «la separación forzosa estampa sobre la raza de color una señal de inferioridad ¿no es simplemente porque sus miembros eligen poner tal construcción sobre ello?»[118] ¿No discrimina la separación forzada entre sexos simplemente porque son las mujeres las ofendidas y es impuesta por juicios predominantemente masculinos? ¿Es la prohibición del mestizaje una discriminación del miembro de color que quiere casarse?
Para mí, dando por hecho instalaciones iguales, la cuestión de la segregación impulsada por el Estado, no se trata de una cuestión de discriminación. Sus dimensiones humanas y constitucionales residen enteramente en otro lugar, en la negación del Estado del derecho a asociarse, una negación que afecta de igual modo a cualquier grupo o raza implicada. Creo, y pienso no sin fundamento, que el blanco sureño también paga un alto precio por la segregación, no sólo por la sensación de culpabilidad, sino también por los beneficios que se le niegan. En los días en los que trabaje junto a Charles H. Houston en un proceso en el Tribunal Supremo, antes de que el actual edificio fuese construido, el no sufría más que yo cuando sabíamos que teníamos que ir a comer junto a la Unión Station durante los descansos. ¿No muestra el caso del mestizaje más claramente que cualquier otro que, en el fondo, la cuestión implicada en el fondo es el derecho de asociación, un caso, debo añadir, en el que está implícito que la asociación es deseada sólo para los individuos implicados? No me enorgullezco al saber que en 1956 el Tribunal Supremo rechazó un recurso en un caso en el que el Estado de Virginia anuló un matrimonio mixto, un caso en el que el estatuto había sido recurrido fundadamente por la defensa, y el Tribunal lo rechazó «per curiam» en base a fundamentos procesales que, me empeño en decir, no tenían ninguna base en derecho[119].
Pero si la segregación niega la libertad de asociación, la integración fuerza la asociación para aquellos que es desagradable o repulsiva. No es esto, sino el corazón de la cuestión, un conflicto entre reivindicaciones humanas de gran dimensión, no muy distinta de aquellas otras que implican las más altas libertades –conflictos que el profesor Sutherland ha descrito recientemente[120]. Dada una situación en la que el Estado debe elegir entre negar la asociación de aquellos individuos que la desean o imponerla a los que la rechazan, ¿hay una base de principios neutrales para sostener que la Constitución reclama la preferencia de los que quieren asociarse? Quiero pensar que la hay, pero confieso que todavía no he escrito su fundamento. Escribirlo es para mí el reto que plantean los casos de la segregación escolar.
Dicho lo que he dicho, debería ciertamente añadir que no ofrezco consuelo alguno a aquellos que reclaman la legitimidad de desafiar a los tribunales. Esta es la negación última de los principios neutrales, tomar los beneficios dados por el sistema constitucional, incluidos el mercado nacional y la defensa común, mientras que se niega la lealtad cuando impone alguna carga. Esto, sin duda, es la antítesis del derecho.
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Estoy convencido de que he dicho muchas cosas con las que ustedes pueden estar en desacuerdo –tanto en mis premisas básicas como en mis conclusiones. Lo único que espero es que mi esfuerzo se considere de suficiente valor para un estrado dedicado a la memoria del señor juez Holmes. Más allá de todas las lecciones que nos enseño a lo largo de los años, la más importante para mí ha sido: aquellos a los que no les ha sido dada la gracia de «vivir conforme a la ley» están seguramente llamados a fracasar en el intento.
[*] La versión inglesa de este trabajo se publicó en el volumen 73 de la Harvard Law Review, año 1959. A su vez, la versión escrita resultó de una conferencia impartida el siete de abril de ese mismo año en la misma Universidad de Harvard, dentro de la Oliver Wendell Holmes Lecture. En aquel entonces, Wechsler era profesor de Derecho Constitucional en la Columbia University.
[1] JACKSON, The Supreme Court in the American System of Government , 1955.
[2] Government under law , Sutherland, 1956.
[3] HAND, The bill of rights.
[4] Id. , pp. 27, 29, 14, 15, 29.
[5] U.S CONST. Art. VI.2.
[6] HAND, op. cit. supra note 3, p. 28.
[7] Véase FARRAND, The Records of the Federal Convention , pp. 104-05, 119, 124-25, 1911, resumido en HART & WECHSLER, The Federal Courts and the Federal System , p. 17, 1953.
[8] Véase, por ejemplo, la posición de Australia, descrita en BAILEY, The Federal Jurisdiction of State Courts , Res Judicatae, núm. 2, p. 109, 1940; WHEARE, Federal Government , 2ª ed., 1951, pp. 68-72. El lento desarrollo estatutario de la jurisdicción federal en nuestros tribunales federales inferiores es señalada en HART & WECHSLER op. cit. supra nota 7, pp. 727-33, 1019-21, 1107-08, 1140-50.
[9] Act of Sept, 24, 1789, ch. 20, parágrafo 25, I Stat. 85.
[10] Yo creo que esto tampoco lo niega el juez Hand, aunque tal reconocimiento aparece sólo en el curso de su descripción de la posición jeffersoniana. Véase HAND, op. cit. supra nota 3, p. 5.
[11] Id. , p. 19.
[12] Marbury v. Madison, 5 U.S. (I Cranch) 137, 180 (1803) (El énfasis está añadido en el original).
[13] Véase HART & WECHSLER, op. cit. supra nota 7, pp. 14-16; HART, “Professor Crosskey and Judicial Review”, Harv. L. Rev., núm. 67, 1954, p. 1456.
[14] HAND, op. cit. Supra nota 3, p. 15.
[15] Véase FREUND, On Understanding the Supreme Court , 1949, p. 64-65; FREUND, “Mr. Justice Brandeis: A Centennial Memoir”, Harv. L. Rev. núm. 70, 1957, pp. 787-88. Véase también BICKEL, The unpublished opinions of Mr. Justice Brandeis , 1957, pp. 1-20.
[16] 5 U.S. (I Cranch), p. 154.
[17] Se recordará que las objeciones jeffersonianas sobre la remisión de un mandato al secretario se sostenían en la obligación constitucional de respetar la separación entre el poder ejecutivo y el judicial.
[18] Véase, por ejemplo, “Developments in the Law –Remedies Against the United States and Its Officials”, Harv. L. Rev., núm. 70, 1957, p. 827.
[19] Las decisiones que conllevan tal crecimiento no siempre se enfrentan al problema de fondo. Véase, por ejemplo, Harmon v. Bucker, 335 U.S. 579 (1958). Compárese la opinión del juez Prettyman, 243 F .2d 613 (D.C. Cir. 1957).
[20] HAND, op. cit., supra nota 3, p. 15.
[21] Frankfurter, “John Marshall and the Judicial Function”, Harv. L. Rev. , núm. 69, 1955, pp. 217, 227-28, en GOVERNMENT UNDER LAW 6, 19, Sutherland, 1956).
[22] Véase KENNEDY, Profiles in Courage, 1956 .
[23] U.S. CONST. art. I, parágrafo 5 dispone, “cada Cámara debe controlar las elecciones, reelecciones y cualificaciones, de sus propios miembros... cada Cámara debe determinar las reglas de procedimiento, sancionar a sus miembros por comportamiento desordenado, y con una mayoría de dos tercios expulsar a un miembro”. Para el cuestionamiento constitucional de la suficiencia de las irregularidades primarias como fundamento para el rechazo de un puesto como senador, véase BECK, May it please the Court , 1930, p. 205.
[24] Pacific States Tel. & Tel. Co. V. Oregon , 223 U.S. 118 (1912); Luther v. Borden, 48 U.S. (7 How), I, 42 (1849).
[25] U.S. CONST. art. IV, parágrafo 4: “Los Estados Unidos deberán garantizar a cada Estado en esta Unión una forma republicana de gobierno, y deben proteger a cada uno de ellos frente a la invasión; y frente a la violencia interna en aplicación de las órdenes legislativas o ejecutivas (cuando el legislativo no se puede reunir).
[26] Cfr. Luther v. Borden, 48 U.S. (7 How) I, 42 (1849): “y cuando los senadores y congresistas son admitidos en los consejos de la Unión , la autoridad del poder por el que son nombrados, así como su carácter republicano, está reconocido en el apropiado poder constitucional”.
[27] Véase, por ejemplo, LEWIS, “Legislative Apportionment and the Federal Courts”, Harv. L. Rev. , núm. 71, 1958, p. 1057.
[28] U.S. CONST. art. I, parágrafo 4.
[29] Véase Colegrove v. Green, 328 U.S. 549, 554 (1946) (Frankfurter, J.); el comentario del profesor FREUND en Supreme Court and Supreme Law, Cahn, 1954, pp. 46-47.
[30] Un esfuerzo para afrontar estas cuestiones, véase LEWIS en la nota 27, p. 1071-98.
[31] Véase HART & WECHSLER, op.cit. en la nota 7, pp. 192-197, 207-09; POST, The Supreme Court and Political Questions, 1936.
[32] 28 U.S.C. parágrafos 1254-57 (1952). El mayor paso en la sustitución estatutaria de la discrecionalidad a favor de la obligatoriedad de la revisión del Tribunal Supremo se encuentra en HART & WECHSLER, op. cit. supra nota 7, pp. 400-03, 1313-21. La visión clásica aparece en FRANKFURTER & LANDIS, The Business of the Supreme Court , 1927.
[33] U.S. SUP. CT. R. 19.
[34] Es de lamentar, en mi opinión, que cuando el Tribunal revisó sus reglas en 1954 decidió no afrontar una mejor articulación de la declaración “consideraciones que rigen el control sobre el certiorari”. Pero véase WIENE, “The Supreme Court´s New Rules”, Harv. L. Rev. , núm. 68, 1954, pp. 60-63.
[35] Véase, por ejemplo, “Note, Supreme Court Certiorari Policy in Cases Arising Under the FELA”, Harv. L. Rev ., núm. 69, 1956, p. 1441.
[36] La presente distribución deriva en gran medida, aunque no enteramente, del Judiciary Act de 1925, ch. 229, 43 Stat. 936, construido
por un comité del Tribunal. Véase TAFT, “The Jurisdiction of the Supreme Court Under the Act of February” Yale L. J. , núm. 35, 1925; FRANKFURTER & LANDIS, op. cit. supra nota 7, p. 1317.
[37] 19 U.S. (6 Wheat.) 264, 404 (1821).
[38] Véase FULLER, Reason and Fiat in Case Law , Harv. L. Rev. , núm. 59, 1946, p. 376.
[39] Véase ADAMS, History of the United States of America during the second Administration of Thomas Jefferson , 1890, p. 267: “Si el Congreso tuvo el derecho de regular el comercio para ese propósito en 1808, Carolina del Sur no parece tener excusa para cuestionar, veinte años después, la constitucionalidad de un sistema protector”.
[40] Véase ADAMS, History of the United States of America during the second Administration of Thomas Jefferson , 1989, p. 90: “El Tratado de Louisiana supuso una herida fatal al “constructivismo estricto”, y las teorías Jeffersonianas nunca más recibieron un apoyo general. Abandonándolas, Jefferson no lideró el camino, pero permitió que sus amigos lo arrastrasen por el camino que querían”. Véase también WILSON , A history of the American People , 1902, pp. 182-183.
[41] E su mensaje anual del 27 de octubre de 1807, Jefferson dijo: Pienso que es mi deber exponerles los procedimientos y las pruebas exhibidas públicamente en la comparecencia ante el tribunal de Virginia de los principales encausados. Serán capaces de juzgar si el error estaba en el testimonio, en el derecho, o en la administración del derecho; y sea lo que se debe encontrar, el legislador por sí mismo puede aplicar o originar el remedio. Los padres de nuestra Constitución sin duda supusieron que guardaban su gobierno frente a la destrucción por traición así como a sus ciudadanos frente a la opresión, y si estos fines no son atendidos es de gran importancia preguntarse cuáles son los medios más efectivos que pueden asegurarlos. RICHARDSON, Messages and Papers of the President , 1896, p. 429. Las actas del proceso fueron transmitidas al Senado el 23 de Noviembre de 1807. Véase los Annals of Cong. App. 385-778 (1807). La concepción Jeffersoniana del “remedio” no sólo incluía la legislación que habría de superar la estricta construcción de Marshall sobre la cláusula de la traición sino también una disposición para separar a los jueces a petición de las dos Cámaras. Véase RANDALL, The Supreme Court in United States History , 1937, pp. 311-315. Sobre el último punto, diversos proyectos fueron iniciados por el Senado y el Congreso. El proyecto del Senado propuesto por Gill afrontó la definición del concepto de “levying war” en relación con la traición. La definición propuesta incluyó “la reunión con la firme intención de cambiar el gobierno de los Estados Unidos, o cualquiera de sus territorios... u oponerse firmemente a la aplicación general de cualquier ley... o si cualquier persona ayuda o asiste traidoramente en la realización alguno de los actos antes mencionados, aunque no esté personalmente presente cuando esos actos se realicen...” Annals of Congress , núm. 108-09, 1808. Para la discusión de la medida en el Senado, véase 17 id. a la pp. 109-27, 1335-149. El proyecto del Congreso definió una ofensa distinta “la conspiración para cometer una traición contra los Estados Unidos...” 18 id., pp. 1717-18.
[42] Véase South Carolina Ordinance of Nullification, I S.C. Stat. 329 (1832).
[43] Véase CURTIS, A Memoir of Benjamin Robbins Curtis 354-55, 1879,
[44] Véase Scott v. Sandford, 60 U.S. (19 How.) 393, 564-633 (1857).
[45] Véase Yates v. United States , 354 U.S. 298, 318 (1957).
[46] HOLMES, “Law and the Court”, en Collected Legal Papers , 1920, pp. 291, 292.
[47] Véase, por ejemplo, WESCHLER, “Comment on Snee, Leviathan at the Bar of Justice”, en Government under Law , Sutherland, 1956, pp. 134, 136-37.
[48] HAND, op.cit., supra nota 3, p. 65.
[49] Id. a la p. 42.
[50] JACKSON, The Supreme Court in the American System of Government, 1955, p. 76.
[51] FRANKFURTER, “Chief Justices I Have Known”, en Of law and men , Elman, 1956, p. 138.
[52] Monaco v. Mississippi , 292 U.S. 313, 322 (1934).
[53] HOLMES, Holdsworth's English Law, en Collected Legal Papers , 1920, pp. 285, 290.
[54] Passenger Cases, 448 U.S. (7 How) 283, 470 (1849).
[55] HAND, op.cit supra nota 3, p. 30.
[56] Véase Reid v. Covert, 354 U.S. I (1957), reversing on rehearing 351 U.S. 487 (1956).
[57] Véase Green v. United States , 355 U.S. 184 (1957).
[58] “Durante el siglo dieciocho al asesor se le permitía hablar sólo en casos de traición y falta”. STEPHEN, A History of the Criminal Law of England , 1883, p. 453. Véase también ASSOCIATION OF THE BAR OF THE CITY OF NEW YORK & NATIONAL LEGAL AID & DEFEDERS ASS`N, Equal Justice for the Acused 40-42 (1959).
[59] Véase Jonson v. Zerbst, 304 U.S. 458 (1938).
[60] Walker v. Johnston , 312 U.S. 275 (1941).
[61] WRIGHT, Consensus and Continuity , 1958, pp. 1776-1787. Véase CHAFEE, How Human Rights Got into the Constitution , 1952. Para la sugerencia de que el consenso político ha sido la característica perdurable de la democracia americana, véase, HARZ, The liberal tradition in America , 1955, pp. 139-142.
[62] “Pese a los argumentos en contrario que me han parecido persuasivos, se da por sentado que la cláusula del proceso debido del cuarta enmienda se aplica a cuestiones de derecho sustantivo así como a cuestiones de procedimiento”. Whitney v. California , 274 U.S. 357, 373 (1927) (opinión concurrente).
[63] Otis v. Parker, 187 U.S. 606, 609 (1903).
[64] Joseph Burstyn, Inc. V. Wilson , 343 U.S. 495 (1952).
[65] Id. p. 506.
[66] Gelling v. Texas , 343 U.S. 960, reversing per curiam 157 Tex. Crim. 516, 247 S.W. 2d 95 (1952) (orden que prohibía la exhibición de una película calificada por el órgano de censura “de tal carácter que, si se exhibe, será perjudicial para los mejores intereses de la gente de Marshall , Texas ”.
[67] Véase Times Film Corp. v. City of Chicago, 355 U.S. 35, reversing per curiam 244 F .2d 432 (7 th Cir. 1957); Holmby Prods., Inc. V. Vaughn, 350 U.S. 870, reversing per curiam 177 Dan. 728, 282 P.2d 412 (1955); Superior Films, Inc. v. Departament of Educ., 346 U.S. 587 (1954), reversing per curiam 159 Ohio St. 315, 112 N.E.2d 311 (1953); Superior Films, Inc. v. Department of Educ., supra , reversing per curiam Commercial Pictures Corp. v. Board of Regents of the Univ. of N.Y., 305 N.Y. 336, 113 N.E. 2d 502 (1953).
[68] Se ha de prestar atención a Kingsley Int'l Pictures Corp. V. Regents of the Univ. of N.Y., 360 U.S. 684 (1959), decidido con una variedad de opiniones. El Tribunal decidió unánimemente que era inválida el rechazo de Nueva York a dar una licencia de exhibición a una película basada en la obra de D.H. Lawrence Lady Chaterley's Lover. La opinión del Tribunal, redactada por el señor juez Stewart, sostuvo que la orden de censura se apoyaba exclusivamente sobre el fundamento de que la película muestra la relación adúltera como un patrón aceptable de conducta, y declaró inconstitucional el estatuto interpretado de tal modo, pues suponía una restricción de la libertad para diseminar ideas. Los jueces Black y Douglas se unieron a la opinión pero en un breve voto concurrente expresaron su visión de que cualquier restricción previa sobre las películas es una vulneración como la censura de los periódicos o los libros. El señor Frankfurter en una opinión y el juez Harlan en otra, a los que se le unió el juez Whittaker, consideraron que el estatuto de Nueva York demandaba un grado de obscenidad o incitación a la inmoralidad, y por tanto escapaba de la condena de la opinión mayoritaria. Sin embargo, en su opinión, no se podía sostener que la película contuviera ni obscenidad ni incitamiento. Por tanto, la aplicación del estatuto fue invalida.
[69] Brown v. Board of Educ. 347 U.S. 483 (1954). Véase también Bolling v. Sharpe, 347 U.S. 497 (1954), tratando el tema de la segregación en el distrito de Columbia.
[70] Brown v. Board of Educ., 349 U.S. 294 (1955).
[71] Cooper v. Aarón, 358 U.S. I (1958).
[72] New Orleáns City Park Imprvement Ass'n v. Deiege, 358 U.S. 54, affirming per curiam 252 F . 2d 122 (5 th Cir. 1958), Gayle v. Browder, 352 U.S. 903, affirming per curiam 142 F . Supp. 707 (M.D. Ala. 1956); Holmes v. City of Atlanta, 350 U.S. 879, reversing per curiam 223 F . 2d 93 (5 th Cir. 1955); Mayor & City Council v. Dawson, 350 U.S. 877, affirming per curiam 220 F . 2d 386 (4 th Cir. 1955); Muir v. Louisville Park Theatrical Ass'n, 347 U.S. 971 (1954), reversing per curiam 202 F . 2d 275 (6 th Cir. 1953).
[73] BROWN, “Foreword: Process of Law, The Supreme Court, 1957 Term”, Harv. L. Rev. , núm. 72, 1958, p. 77.
[74] 247 U.S. 251 (1918).
[75] Carter v. Carter Coal Co., 298 U.S. 238 (1936).
[76] United States v. Butler , 297 U.S. I (1936).
[77] Véase WECHSLER, “The Political Safeguards of Federalism: The Role of the States in the Composition and Selection of the National Government”, Colum. L. Rev., núm. 54, 1954, p. 543, y en Federalism Mature and Emergent , MacMahon, 1955.
[78] Northern Sec. Co. v. United States , 193 U.S. 197, 403 (1904) (voto particular).
[79] Pennsylvania Coal Co. v. Mahon , 260 U.S. 393, 412 (1922).
[80] Véase, por ejemplo, Kovacs v. Cooper, 336 U.S. 77, 88 (1949).
[81] 2 HOLMES-POLLOCK LETTERS 25 (Howe ed. 1941); véase I HOLMES-LASKI LETTERS 203, 529-30 (Howe e. 1953); cf. 2 id. at 888.
[82] Abrams v. United States , 250 U.S. 616, 624 (1919); Gitlow v. New York , 268 U.S. 652, 672 (1925).
[83] “No dudo ni un momento de que por la misma razón que justificamos la sanción del instigamiento al asesinato, los Estados Unidos, constitucionalmente, puede penalizar el discurso que produce o tiene la intención de producir un daño claro o inminente, que trae consigo inmediatamente demonios sustantivos que los Estados Unidos constitucionalmente pueden pretender prevenir” Abrams v. United States, 250 U.S. 616, 627 (1919). Es posible, sin embargo, ¿que la instigación al asesinato se punible constitucionalmente sólo si el asesinato se cometa “inmediatamente”?, cfr. HAND, op. cit. supra, nota 3, p. 58-59.
[84] Sweezy v. New Hampshire , 354 U.S. 234 (1957).
[85] Véase Uphaus v. Wyman, 360 U.S. 72, 77 (1959), decido después de que se presentara este trabajo: “Las cuestiones que atiene a la autoridad de este comité para actuar como hizo son cuestiones de derecho estatal, ... y aceptamos al controlar la conclusión del Tribunal Supremo de New Hampshire que “la historia legislativa deja claro más allá de una duda razonable que el legislativo deso y desea una respuesta a estas cuestiones”.
[86] Smith v. Allwright, 321 U.S. 649 (1944).
[87] Shelley v. Kraemer, 334 U.S. I (1948); Barrows v. Jackson, 346 U.S. 249 (1953).
[88] Brown v. Board of Educ., 347 U.S. 483 (1954).
[89] Véase ADAMS, “The Heritage of Henry Adams” , en H. ADAMS, The Degradation of the Democratic Dogma , 1919, pp. 22 y 31.
[90] Korematsu v. United States , 323 U.S. 214 (1944).
[91] Véase Newsweek, Dec. 29, 1958, p. 23.
[92] Véase, por ejemplo, Virginia, 100 U.S. 339, 247 (1880); HALE, Freedom Through Law ch. Xi, 1952.
[93] Véase Nixon v. Condon, 286 U.S. 73 (1932); Nixon v. Herndon, 273 U.S. 536 (1927).
[94] Grovey v. Townsend, 295 U.S. 45 (1935).
[95] United States v. Classic, 313 U.S. 299 (1941).
[96] “ La Cámara de Representantes debe estar compuesta de miembros elegidos cada dos años por el pueblo de los diversos Estados, y los electores de cada Estado deben tener la cualificación requerida para los electores de la rama más numerosa de los legislativos estatales”. La enmienda número diecisiete contiene similares prescripciones para la elección de los senadores.
[97] La carta del gobierno en Classic afirmaba respecto a Grove y: Además, lo que asegura el artículo I, Sección 2 es el derecho a elegir. La premisa implícita en la decisión Grovey es que los negros excluidos de las primarias del partido democrático eran libres para asociarse a otro partido u organizarse por sí mismos. En el presente caso los votantes ejercen su derecho a escoger de acuerdo con el método contemplado; y el error presunto les arrebata la oportunidad de expresar su elección de otra manera. Brief for the United States , pp. 34-35, Unites States v. Classic, 313 U.S. 299 (1941).
[98] 321 U.S. 649 (1944). El señor juez Frankfurter concurrió sólo respecto al resultado. Sólo el señor juez Roberts disintió.
[99] Terry v. Adams, 345 U.S. 461 (1953). Véase también Rice v. Elmore, 165, F .2d 387 (4 th Cir. 1947), cert. Denied , 333 U.S. 875 (1948). No hay opinión del Tribunal en Terry . Los jueces Douglas y Burton se unieron en una opinión al juez Black. El juez Frankfurter, afirmó que no veía e ningún modo el caso libre de dificultades. El presidente, juez Vinson y los jueces Reed y Jackson, se unieron en una opinión al juez Clark. El juez Minton disintió.
[100] Véase Shelley v. Kraemer, 334 U.S. I, 14-23 (1948).
[101] Cf. Gordon v. Gordon, 332 Mass. 197, 210, 124 N.E. 2d 228, 236, cert. Denied, 349 U.S. 947 (1955).
[102] Véase Charlotte Park & Recreation Comm'n v. Barringer, 242 N.C. 311, 88 S.E.2d 114 (1995), cert denied, 350 U.S. 983 (1956).
[103] El Presidente del Tribunal, el señor Vinson, en su voto particular en Barrows v. Jackson, 346 U.S. 249, 260 (1953), exhortó una distinción entre la ejecución de un convenio por mandamiento judicial, el problema que se trataba en Shelley , y una acción de daños frente a una parte del convenio por otra parte del convenio. Se quedó sólo en su disenso.
[104] Pennsylvania v. Board of Directors, 353 U.S. 230, 231 (1957).
[105] Girard College Trusteeship, 391 Pa. 434, 441-42, 138 A .2d 844, 846 (1958).
[106] Pennsylvania v. Board of Directors, 357 U.S. 570 (1958).
[107] 351 U.S. 292 (1956).
[108] También se debe llamar la atención sobre Dorsey v. Suyvesant Town Corp. 299 N.Y. 512, 87 N.E.2d 541 (1949), que sostuvo que no era racialmente discriminatoria la acción estatal implicada en la selección de inquilinos por una corporación, aunque el desarrollo inmobiliario había sido ejecutado con ayuda de la ciudad de Nueva York, que autorizo por estatuto un contrato con cesión de tierra y ventajas fiscales. El certiorari fue rechazado, 339 U.S. 981 (1950), los jueces Black y Douglas presentaron votos particulares.
[109] Véase, por ejemplo, MING, “Racial Restrictions and the Fourteenth Amendment: The Restrictive Covenant Cases”, U. Chi. L. Rev. , núm. 16, 1949, pp. 203, 235-38.
[110] Véase, por ejemplo, BERLE, “Constitutional Limitations on Corporate Activity –Protection of Personal Rights From Invasión Through Economic Power”, U. Pa. L. Rev. , núm. 100, 1952, pp. 933, 948-51; BERLE, Economic Power and the Free Society 17-18 (Fund for the Republic 1957).
[111] Véase BICKEL, “The Original Understanding and the Segregation Decision”, HARV. L. REV., núm. 69, 1955.
[112] Véase FREUND, “Storm Over the American Supreme Court”, Modern L. Rev. , núm. 21, 1958, pp. 345, 351.
[113] HAND, op. cit. supra nota 3, a la p. 54.
[114] Para un recuento detallado del carácter y la cualidad de la investigación en este campo, véase NOTE, “Grade School Segregation: the Lates Attack on Racial Discrimination”, Yale L. J. , núm. 61, 1952, p. 1952.
[115] Véanse las actas, pp. 125-126, 132 (Hugh W. Speer), Brown v. Board of Educ., 347 U.S. 483 (1954); id a la pp. 164-65 (Willbur B. Brookover); id. p. 170-71 (Louisa Holt), id. a la p. 176-79 (John J. Kane).
[116] Véanse las actas, pp. 548-55, 568-72 (Henry E. Garret), Davis v. County Bd. of Educ., 347 U.S. 483 (1954).
[117] El motivo está abierto a examen cuando la acción ejecutiva se califica como discriminatoria, pero ahí el propósito es mostrar que una desigualdad en el tratamiento no paso inadvertida. Véase, por ejemplo, Snowden v. Hughes, 321 U.S. I (1944). Incluso en tal caso, la motivación particular no se ha creído establecedora de la inigualdad.
[118] Plessy v. Ferguson , 163 U.S. 537, 551 (1896).
[119] Véase Ham Say Naim v. Naim, 197 Va. 80, 87 S.E.2d 749, vacated, 350 U.S. 891 (1955), on remand, 197 Va. 734, 90 S.E. 2d 849, appeal dismissed, 350 U.S. 985 (1956).
[120] Véase SUTHERLAND, The Land and One Man Among Many , 1956, pp. 35-62.