1.1. La audaz y un tanto atrevida aproximación, que contiene el subtítulo de mi relación, entre el aristocrático francés Alexis de Tocqueville[1] y el excomisario holandés Fritz Bolkestein, conocido por su tristemente célebre y contestada directiva sobre la liberalización de los servicios[2], exige algunas explicaciones y precisiones preliminares.
El autor de la Démocratie en Amérique[3] y de L’Ancien régime et la révolution[4] no hubiera podido imaginar que algún día la “vieja” Europa se pudiera sentir seriamente amenazada por la invasión de fontaneros y dentistas polacos. Tal amenaza la hubiera colocado sin lugar a dudas en el mundo de los relatos fantásticos y surrealistas, dentro del género literario de las fábulas.
1.2. Eran otras las preocupaciones de los grandes intelectuales y de las clases dirigentes de aquella época. Para Tocqueville el gran reto con el que Europa debía enfrentarse estaba relacionado con la tensión extraordinaria a la que se exponía la “virtud” de la libertad política en el mundo moderno, cada vez más imbuido e impregnado, como sugería la experiencia americana, del ideario individualista de la igualdad y de la democracia[5].
El liberal Tocqueville temía que, en un determinado momento, el individuo moderno, el hombre privado y utilitarista, dominado por la pasión del bienestar material, pudiese convertirse en el peor enemigo del ciudadano[6]. Por el contrario, los liberales de nuestro tiempo han tomado la directiva sobre la liberalización de los servicios como el icono y el símbolo de una “economía abierta y de libre competencia” considerando al «homo oeconomicus» el mejor amigo del ciudadano, de sus intereses fundamentales y derechos de consumidor y usuario.
1.3. Tocqueville y Bolkestein son, en definitiva, liberales en un sentido bastante diferente. El liberalismo del primero se encuentra, desde un punto de vista ético, en las antípodas del segundo.
Pero, hasta cierto punto. Existe, en efecto, un elemento fundamental que une las dos visiones del mundo, su cultura política y jurídica. El desconocimiento, común a ambos, del valor consitucional (fundador) del trabajo. La batalla común por una Constitución europea que no se funda sobre los derechos del trabajo. Merece la pena discutir sobre el asunto.
Es necesario hablar de este tema sobre todo hoy, en medio de una profunda crisis sin precedentes que atraviesa la Unión y su “constitución política, económica y social”. Sobre este punto, regresaremos en la parte conclusiva.
2.1. El 26 de febrero de 1848 se pegó un decreto en los muros de Paris que decía: «El gobierno provisional de la República francesa se compromete a garantizar la existencia del obrero a través del trabajo y de dotar de una ocupación a todos los ciudadanos»[7].
Dos semanas más tarde, fueron inaugurados los «ateliers nationaux» destinados a dar trabajo a los desocupados bajo la égida del Ministerio de Obras Públicas[8]. Mientras, una «comisión gubernamental para los trabajadores» fue la encargada de presentar proyectos de «organización del trabajo» y de resolver determinados conflictos que enfrentaban a la patronal con los obreros[9].
El tema del «derecho al trabajo» había ya aparecido, en realidad, desde las constituciones de 1791[10] y de 1793[11]. Se presentaba bajo la forma de un “deber sagrado” de la Nación, antes que como “pretensión” jurídica del ciudadano.
De esta manera, en los calurosos días de febrero de 1848[12], la reivindicación de un verdadero derecho material del trabajo, bandera de corrientes utópicas y revolucionarias[13], ocupa por primera vez la escena pública. Era una iniciativa del antes mencionado decreto del Gobierno provisional (del que también forman parte los socialistas Blanc y Albert), dirigido a frenar el movimiento popular parisino[14].
2.2. La Asamblea constituyente, elegida el 23 de abril de 1848, se interesa plenamente por el reconocimiento constitucional del “derecho a la asistencia social” y el “derecho al trabajo”[15].
El proceso constituyene resulta, sin embargo, muy difícil. Cuanto más “nos alejamos del fragor de las gloriosas jornadas de febrero, la revuelta de junio hace más tangible la urgencia del tema social, así como más problemático intorducir matices en la política social dentro de la nueva república”[16].
El primer proyecto de constitución fue entregado el 19 de junio a la Asamblea Nacional. Una gran parte de sus formulaciones fueron, sin embargo, redactadas materialmente antes de la revuelta y de la sucesiva represión a que dió lugar[17]. Probablemente por esta razón contiene disposiciones «sociales» bastante avanzadas y cercanas a las instancias socialistas y a las de los republicanos promotores de la “democracia política y social”.
De hecho, está reconocido el derecho de todos los ciudadanos a la instrucción gratuita, con el fin de desarrollar las propias «facultades físicas, morales, intelectuales (art. 6). Igualmente, está reconocido el derecho a la asistencia para los niños abandonados, los enfermos, los ancianos (art. 9). Y, especialmente, está reconocido el derecho al trabajo, “el derecho que tiene cada hombre a vivir trabajando” y que obliga a la sociedad a disponer y organizar los recursos para hacer eféctivo este derecho de dar trabajo “a los hombres valiosos que de otra manera no pueden procurárselo” (art. 7).
El segundo proyecto de Constitución, presentado a la Asamblea el 30 de agosto de 1848, no elimina las disposiciones sociales. Sin embargo, pone claramente en discusión el principio según el cual el deber de la sociedad de hacerse cargo de los problemas de los “ciudadanos más desafortunados” se corresponde con verdaderos y reales derechos.
En primer lugar, el acento vuelve a recaer, lockeana y liberalmente, sobre la libertad de trabajar, sobre el trabajo como libertad económica («la constitution garantit aux citoyens la liberté du travail et de l’industrie»: art. 13, inciso 1). En segundo lugar, desaparece la referencia al trabajo como derecho del ciudadano, para presentarse nuevamente como una figura interna de la asistencia social[18], en la que la República está obligada, “en los límites de los recursos de que disponga”, a prestar asistencia a los ciudadanos necesitados “sea procurándoles un trabajo (…) o dando (…) los medios para vivir a quienes no estén en condiciones de poder trabajar” (Preámbulo, parte VIII).
2.3. Los partidarios de la constitucionalización del «derecho al trabajo», han perdido la batalla. Sin embargo, con ocasión del debate en pleno, la Asamblea es obligada a discutir de nuevo las cuestiones de principio[19], cuando algunas enmiendas vuelven al primer proyecto pidiendo que la República reconozca “el derecho de todos los ciudadanos a la instrucción, al trabajo y a la asistencia social”[20].
En esta etapa del proceso constituyente, el 12 de septiembre, Alexis de Tocqueville pronuncia en el seno de la Asamblea Nacional de la Segunda República francesa un discurso, hoy en día muy conocido, contra la introducción del derecho al trabajo en la Constitución[21].
Para cerrar definitivamente la disputa, se llama al diputado Tocqueville a “hacer uso de toda su sabiduría oratoria”[22]. El éxito del Discurso se debe, en gran parte, a su extraordinaria emotividad, a su capacidad para apresar y condensar felizmente las razones y los temores de la cultura burguesa de la época.
Es conveniente iniciar desde aquí nuestro razonamiento sobre el Discurso de Tocqueville.
3.1. Los argumentos en boga en esa época para contestar la curiosa pretensión de proceder a una codificación constitucional de los derechos sociales y del derecho al trabajo eran fundamentalmente de carácter doctrinal y filosófico[23].
Reflejo de ello es la insistencia con la que los exponentes conservadores y liberales que participan en el debate constituyente subrayan la profunda diferencia morfológica entre los viejos derechos civiles (la libertad y la propiedad: los «derechos burgueses») y los nuevos derechos sociales (el derecho a la asistencia y el derecho al trabajo: los «derechos de los obreros»)[24].
La única función de los derechos civiles es – según un topos del individualismo jurídico dominante – la de aumentar la esfera de autonomía de los ciudadanos[25]; confiriendo a sus titulares un poder personal sin desbordar su esfera individual, y por lo tanto, los hace exigibles sin necesidad de una participación activa de la sociedad. Se trata, en definitiva, de derechos de libertad, jurídicamente perfectos por sí mismos en la medida que no imponen a los demás asociados una cooperación activa, sino solamente obligaciones negativas de abstención.
De manera contraria a lo que sucede con los derechos civiles, en cuanto meros instrumentos de defensa del «proprium» de su titular, los derechos sociales definen estructuralmente “las formas de obligarse de la sociedad frente a los individuos”[26]. Esa deuda que la Revolución del 89 había definido como “sagrada”, al reconocer unánimemente que la sociedad debe ayudar – por medio del auxilio público – “a los ciudadanos más desafortunados” procurándoles trabajo o asegurándoles “los medios de subsistencia a quienes no están en condición de trabajar”.
Sin embargo, fórmulas similares – se precisa inmediatamente – no dan origen a auténticos derechos, sino que simplemente están encaminadas a convertir la asistencia estatal en un deber moral de caridad pública y no en una obligación jurídica propiamente dicha. No es simplemente una diferencia verbal, puesto que hablar sólo de deber contribuye a debilitar la obligatoriedad de la prestación pública atribuyendo la erogación a la incuestionable decisión del gobierno[27].
3.2. El paradigma del deber de intervención del Estado y la ‘relativización’ de la noción de los derechos sociales como derechos de crédito, ya habían sido lúcidamente expuestos y profundamente analizados en el célebre tratado De la bienfaisance pubblique[28].
Es verdad – observa su autor, el barón de Gérando – que la sociedad tiene una deuda frente a sus miembros menos favorecidos (“la sociedad debe ayudar al desafortunado”) los cuales a su vez tienen derecho a ser ayudados y protegidos. Sin embargo, estos derechos sagrados de la indigencia no son derechos en sentido jurídico, sino simples derechos morales. El derecho del indigente no puede ser reconducido a los «droits du créancier», al derecho positivamente fundado de un accreedor, porque no puede gozar de la misma claridad y certeza de un derecho fundado sobre un compromiso contractual preciso. Indeterminada es la condición que hace nacer el estado de indigencia, que deberá ser determinado en cada caso concreto. Incierto es el contenido de la obligación, la efectiva extensión del auxilio, igualmente subordinada a circunstancias muy diferentes y variables. Incierto es, finalmente, el sujeto pasivo de la obligación, puesto que la misma grava a todos de forma indiscriminada[29].
El derecho a ser asistidos no es, en definitiva, “de la misma naturaleza que el derecho a ver respetada la propia vida, la libertad personal, los bienes propios o el honor personal; sin ser menos sagrado, es, sin embargo, menos positivo, menos riguroso, menos absoluto. No se trata del derecho de petición, de exigir una prestación, de ejercitar una acción o de ver concedida esta o aquella ventaja: se trata de una esperanza legítima, de una recomendación poderosa, de una solicitud digna de la máxima atención. No es la reivindación de una deuda; es la justa expectativa de un servicio”[30].
3.3. Las preocupaciones y los argumentos utilizados para contrastar la idea de un real y verdadero derecho a la asistencia valen con mayor razón para el derecho al trabajo.
También el derecho al trabajo, como lo sugiere la experiencia de los «ateliers nationaux», tiene un coste económico[31]. El derecho al trabajo contrastra también con los dogmas sagrados de la Revolución del 89, para la que, en principio, el sujeto de derecho es el hombre, el individuo en abstracto, y no el individuo en particular definido con relación a sus características económicas y sociales de beneficiario (proletario más bien que burgués). Un derecho para ser tal – se dirá en el curso del debate constituyente – debe necesariamente ser universal, automático, aplicado de manera indiferenciada[32].
En conclusión, el derecho al trabajo no es un derecho entre los demás derechos, que se agrega de modo indoloro a los derechos de libertad introducidos por la revolución. Es un derecho que, “tomado en serio”, impone una profunda revisión del papel del Estado y de la relación entre los ciudadanos y la República[33]. Lo que las clases burguesas del siglo XIX temen y no están en absoluto interesadas en hacer.
Para salir de este impasse, el camino elegido por las partes conservadoras y liberales es el de calificar el derecho al trabajo también como un derecho moral. No por casualidad, en la discusión asamblearia – como ha señalado el histórico del derecho Pietro Costa – continúa circulando la distinción clásica (ya claramente formulada por Grozio y común en la tradición iusnaturalista) entre deberes (y derechos) perfectos e imperfectos que de Gérando había adoptado para demostrar el carácter solo moral del derecho a la asistencia. No es verdad, observa el jurista Gaslande, en continuidad sustancial con esta tradición, que a cada deber deba corresponder un derecho-pretensión, puesto que existen deberes de carácter moral que no generan derechos obligatorios, absolutos, rigurosos y solamente la propiedad y la libertad, más no el derecho al trabajo, pertenecen a esta última categoría[34].
3.4. Es, ante todo, a este humus estratificado y consolidado al que Tocqueville se refiere en su Discurso del 12 de septiembre de 1848.
Es ciertamente legítimo – sostiene el aristócrata francés – “imponer a la sociedad el deber de ayudar, bien con el trabajo, o bien con el auxilio propiamente dicho y en la medida de sus recursos, en todas las miserias”. Así como es igualmente legítimo “imponer al Estado un deber mayor, más sagrado del que hasta ahora se le había impuesto”, de aumentar, consagrar y regular “la caridad pública”[35]. Pero “no existe nada en ésto que dé a los trabajadores un derecho sobre el Estado; no existe nada en ésto que obligue al Estado a colocarse en el lugar de la previsión individual, en el lugar de la economía, de la honestidad individual”[36].
Sin embargo, no es solamente por este vínculo con la tradición por lo que el Discurso ha hecho escuela[37]. Tocqueville, en realidad, recurre a argumentos que sólo en parte reflejan aquéllos, un poco escolásticos, que habían sido utilizados en el debate constituyente por exponentes conservadores y liberales. El origen del gran éxito del Discurso no reside, en definitiva, en la parte doctrinal y filosófica, sino más bien, en la parte abiertamente política e ideológica.
Tocqueville está profundamente convencido de que las polémicas jurídicas sobre los derechos imperfectos y sobre los deberes condicionados[38] son el síntoma de una inédita y emergente controversia social. Que detrás de la pretensión de un “derecho general, absoluto, irresistible al trabajo”[39] se halla la reivindicación de una transformación radical e incontrolable de toda la organización social[40].
3.5. Para contrarrestar esta “tendencia fatal”, el liberal Tocqueville no duda en evocar un escenario que hoy nosostros llamaríamos de “choque de civilizaciones”[41]. La constitucionalización del derecho al trabajo no es la “continuación, el cumplimiento legítimo, el perfeccionamiento”[42] del orden político y social imaginado en el 89. El derecho al trabajo es la puerta de entrada al socialismo.
La enmienda que intenta introducirlo es la cabeza de puente que abriría un estatalismo puro y opresor, en sus dos posibles versiones, comunista y socialista[43]. En efecto, el derecho al trabajo conduce “fatalmente” a la interferencia del Estado en el sistema económico, obligándolo a convertirse en constructor, mercader, pequeño o gran productor; induciéndolo a ser el responsable de la satisfacción de todas las necesidades y a asumir, por lo tanto, el monopolio de todas las industrias (el comunismo) o por lo menos a regularlas en su totalidad (el socialismo)[44].
Una asamblea dominada por burgueses ricos y notables[45], “inexperta” e “impresionable”[46], es facilmente conquistada por el tono dramático de la arenga de Tocqueville, por los escenarios apocalípticos evocados, por la exhortación a los grandes sentimientos.
Es necesario – dice explícitamente Tocqueville - que “la controversia sobre el socialismo, temida por todos y que ninguno hasta ahora osa afrontar, llegue finalmente ante esta tribuna; es necesario que esta Asamblea la resuelva; es necesario que nosotros descarguemos al país del peso que este pensamiento socialista carga sobre su pecho; es necesario que a propósito de esta enmienda (...) sea resuelta la controversia sobre el socialismo”[47].
Es por ello – admite Tocqueville – que “he subido a esta tribuna”.
4.1. Así fue como le tocó al liberal y republicano Alexis de Tocqueville, dar la base política decisiva[48] para la constitucionalización del derecho al trabajo.
El clima social y político general del momento y las relaciones de fuerza existentes daban por descontado el resultado de la votación[49]. Aquel Discurso pronunciado en una sede pública y solemne (el aula de una Asamblea constituyente) confirma una derrota que pesará por mucho tiempo sobre los destinos y el estatus del derecho del trabajo y, aún más, sobre la imagen que el prototipo de los derechos sociales tiene en el constitucionalismo moderno.
Muchas son las voces que se han preguntado cómo es posible que una interpretación tan “unilateral”[50], “ideológica”[51] y “restrictiva”[52] de la Revolución del 89, del socialismo, del derecho al trabajo, haya gozado y todavía lo haga de tan memorable fama.
En realidad, la fortuna de la interpretación tocquevilliana está ligada a una pluralidad de factores. En primer lugar, como se ha dicho, por la extraordinaria afinidad con la cultura burguesa de la época.
Sin embargo, un papel igualmente importante han tenido otros dos factores. Por una parte, el atractivo permanente que las imagenes y los mitos evocados por Tocqueville continuan teniendo, todavía hoy, en corrientes para nada irrelevantes del pensamiento liberal. Por otra, las convicciones convergentes que han dominado por mucho tiempo también en el campo ‘contrario’ del liberal.
4.2. Poderosa es, ante todo, la imagen tocquevilliana de la propiedad privada, de su función y misión histórica en la sociedad moderna.
No por casualidad la Revolución francesa – se subraya repetidamente en el Discurso – ha respetado y honorado siempre el principio de la propiedad individual, introduciéndolo en sus constituciones en un puesto de honor. La Revolución francesa ha “grabado en el frontispicio de sus leyes”[53] el principio de la propiedad no para “dividir – como pretenden hacer los socialistas – a los ciudadanos en propietarios y proletarios», sino porque quería «que políticamente no existieran más clases”[54] y que socialmente el número de propietarios se multiplicase[55].
La reivindicación socialista de un derecho al trabajo, por el contrario, esta dictada por una “desconfianza profunda en la libertad”[56]. La cual prefigura fatalmente una confiscación de la propiedad en favor de una “sociedad regulada, moderada, en la que el Estado se encarga de todo, en la que el individuo no es nada”[57]: una sociedad donde “falta el aire, donde casi no entra más la luz”, una sociedad “de abejas y castores (…) en vez de una de hombres libres y civiles”[58].
Después de la Revolución del 89 no hay espacio en la cultura europea – en su constitución – para la idea de una política que pretenda disciplinar las acciones del individuo propietario y empresario, no hay espacio para la convicción – que fue del antiguo régimen y ahora le pertenece al socialismo – de que “la única sabiduría está en el Estado” y que “los súbditos son seres enfermos y débiles que necesitan ser llevados de la mano, por temor a que caigan o se hagan daño”[59]. Por lo tanto, no hay espacio para “un derecho sobre el Estado” – el derecho al trabajo – que obligue y autorice al mismo a entrometerse en las industrias, a imponerles sus reglamentos, a tiranizar al individuo para gobernarlo mejor, o, como insólitamente se pretende, para salvarlo de sí mismo”[60].
4.3. La claridad y la integridad de las alternativas puestas en marcha por Tocqueville (por una parte, el orden de la libertad y de la propiedad y, por la otra, el orden del derecho al trabajo y del Estado proteccionista) cancelaron y negaron desde la raíz la posibilidad de una ordenación político-jurídica que medie entre las exigencias del individuo y las de la sociedad. Entre libertad e igualdad. Entre democracia y socialismo[61].
Una claridad e integridad que podrán ciertamente parecer simplistas, unilaterales e ideológicas, pero que son la razón del éxito del Discurso y de su capacidad hegemónica.
Cuando Karl Marx escribía en ‘La lucha de clases en Francia’ que el “derecho al trabajo es en el sentido burgués un contrasentido, un mezquino deseo piadoso”[62], se relaciona plenamente con intenciones políticas obviamente opuestas, con la tesis de que la reivindicación del derecho al trabajo representa la puerta abierta al comunismo[63].
Alrededor de cien años después, en el plan de los “gloriosos años treinta”, la crítica «neoliberal» a la intervención pública motivará de una manera sustancial no muy diferente a la de Tocqueville y Marx, la misma aversión a los derechos sociales: “(…) los viejos derechos civiles y los nuevos derechos sociales – sostendrá Hayek en Ley, legislación y libertad– no pueden conseguirse contemporáneamente. Por el contrario, son de hecho incompatibles: los nuevos derechos no pueden ser impuestos por ley sin destruir al mismo tiempo el orden liberal al cual tienden los viejos derechos civiles”[64].
El Discurso de Tocqueville es una exposición argumentada y lúcida de este topos del pensamiento burgués y liberal, antiburgués y socialista, sobre la irreconciliable oposición entre derechos de libertad y derechos de reivindicación. Entre propiedad y derecho al trabajo. Entre libre competencia y derechos del trabajo.
5.1. Tocqueville y los liberales de la primera mitad del siglo XIX habían ganado su memorable[65] batalla contra el derecho al trabajo. El debate constituyente les había dado la razón. Pero mucho antes todavía, habían ganado en las plazas de Paris, con la enérgica y lograda represión de los motines populares. Nunca, como en esta ocasión, el viejo dicho de los conservadores europeos – y no solamente de los alemanes – de que “contra los demócratas sólo resulta de ayuda la tropa” («Gegen die Demokraten, helfen nur soldaten»)[66] se había cumplido.
Los progresos posteriores de la historia europea se habrían encargado de demostrar que liberales y conservadores habían vencido una batalla, pero perdido la guerra[67].
Su batalla había sido a la retaguardia. No solamente porque los derechos sociales y los derechos del trabajo, en los cien años posteriores, se convirtieron en principios fundamentales, en derechos constitucionalmente protegidos, en valores superiores de la gran parte de los ordenamientos liberal-democráticos del viejo Continente. No solamente porque la demanda y la ética de la transformación social, de la sociedad justa y de la justicia social agitadas por el socialismo y por el comunismo se convirtieron – como proféticamente había temido el mismo Tocqueville en su ‘desesperado’ Discurso[68] – en el símbolo más auténtico y duradero del conflicto y de la lucha política. Sino, especialmente, porque la historia europea no vivirá – como había auspiciado Tocqueville – sobre las huellas de la joven democracia americana; en el mito de un mundo “en el que cada individuo goza de la independencia más absoluta”[69]; en el sueño de una sociedad enteramente autoregulada y gobernada por las reglas del mercado.
Sin embargo, en Europa, lo que se revelará utópico será la idea de un Estado mínimo.
El “largo siglo” del trabajo y de los derechos sociales que comenzó en 1848, vivirá en cambio bajo el signo del Estado activo[70], del Estado social e intervencionista, sin por ello caer en el absolutismo, en el despotismo, en el espectro, agitado por Tocqueville, del Estado proteccionista.
Los mismos Estados Unidos de América, durante una larga fase de su historia reciente, traicionarán la esperanza liberal y tocquevilliana de un Estado mínimo. Como testifica el desarrollo significativo de políticas sociales y del trabajo, igualitarias y solidarias, que, con diferente título, han caracterizado el «New Deal» roosveltiano, la “Nueva Frontera” de Kennedy y la “Gran Sociedad” de Jonson[71].
5.2. Después de la caída del muro de Berlín y del final del socialismo soviético es difícil entrar en el imaginario del siglo XX para poder percibir la fuerte y extraordinaria influencia que, en la consciencia colectiva de Europa occidental, tuviera primero la Revolución de Octubre, y luego, en la segunda postguerra, la edificación en Europa centro-oriental de un sistema de sociedades y de estados que se definían como socialistas.
Ninguna clase dirigente de Europa occidental ha podido sustraerse a la tarea de saldar cuentas (permanente y cotidianamente) con la fascinación de una ideología encarnada en una experiencia estatal, en un sistema de estados que se definían socialistas.
El invento del estado social y la constitucionalización de los derechos sociales fueron las principales y más significativas respuestas simbólicas, institucionales, jurídicas con las que Europa occidental ha hecho frente durante casi un siglo al reto soviético. Eran repuestas que, a diferencia del caso americano, formaban ya parte de su patrimonio, de su historia y de su cultura. Ese patrimonio vital, aunque todavía minoritario en el siglo XIX, que los eventos de la época (en particular la Revolución de Octubre) lograron convertir en una brújula insustituible y permanente del discurso político, social y constitucional, no sólo de los partidos socialistas y socialdemócratas, sino también de los movimientos políticos católicos y de base religiosa, así como incluso de las fuerzas liberales.
No es casualidad que la Constitución de Weimar de 1919 haya sido leída y desarrollada en esta época como una respuesta consciente a la solemne “Declaración de los derechos del pueblo hecha por el Congreso de los sóviet en enero de 1919”. La única respuesta plausible frente al impasse y la crisis del liberalismo del siglo XIX, de la visión liberal de la economía, de la política, del Estado, de la justicia.
El nuevo Estado socialista ofrecía respuestas fuertes a esta crisis. La propiedad estatal, la programación, los derechos socialistas. Algo similar es necesario hacer en la Europa burguesa. Si bien, no el estado socialista, sino el estado social. No los derechos socialistas, sino un catálogo de derechos para los trabajadores y una ciudadanía social, la promesa de una amplia difusión del poder político y de la extensión del área de los beneficiarios del bienestar económico[72]. No es casualidad que la Constitución española de 1931 proclame la “república de los trabajadores”, utilizando una fórmula de claro ascendente soviético que será tomada seriamente en consideración en el debate de la Asamblea Constituyente italiana[73].
5.3. Tras los contragolpes autoritarios, después de la guerra y de la creación de regímenes socialistas en Europa centro-oriental, esas promesas y ese programa de transformación social se conviritieron en un imperativo político para las renacientes democracias de Europa occidental. Así, las primeras constituciones de la segunda postguerra mundial – Roma, Bonn, Paris – retoman el modelo weimariano. Las políticas y los derechos sociales fueron del mismo modo elevados a imperativo constitucional, con un programa que obliga a los futuros parlamentos y gobiernos y que erige como sus vigilantes supremos a los Tribunales constitucionales de cada país. Como ha observado el historiador Gerhard Ritter “en Europa centro-occidental, la vieja legitimación del Estado autoritario y nacional» es «sustituida por la legitimación del Estado social”[74].
Por otra parte, el ciclo de las Constituciones del trabajo, que tiene su inicio en los primeros diez años del siglo veinte, no se acaba con las constituciones democrático-sociales – Paris, Roma, Bonn – de la segunda postguerra.
No es una casualidad que la Declaración universal de los derechos del hombre adoptada por la ONU en 1948 – la “Constitución del mundo”, la “Carta Magna de toda la humanidad” – contenga una serie de derechos humanos que los textos sagrados de la tradición occidental (liberal) han considerado durante mucho tiempo como un tabú[75]: La “libertad de la necesidad” (propugnada por Roosevelt e introducida ya en el Preámbulo de la Declaración) y el largo y detallado catálogo de derechos económicos y sociales[76] que provocarán la crítica neoliberal radical de Hayek[77].
No es una casualidad que constituciones “laboristas” y “welfarianas” sean la Constitución griega de 1975, la Constitución portuguesa de 1976 y la Constitución española de 1978. Y tampoco que las Constituciones economicistas que los países de Europa centro-oriental se han dado después de la caída del muro de Berlín, contengan – según el autorizado jurista alemán Peter Häberle – limitaciones significativas a la economía de mercado. Principios como el de la economía social del mercado y el del pluralismo económico, están destinados a jugar en el mediano y largo plazo un papel importante en la modernización de estos países[78].
6.1. A comienzos del siglo veintiuno, el tiempo de las Constituciones del trabajo parece definitivamente superado. Hoy, ante la mirada de los ciudadanos de una sociedad cada vez más individualizada y globalizada, la metafísica del trabajo, de la solidaridad, de la economía social aparece a todas luces fuera de lugar.
No vivimos más en la época de la weberiana “santificación” del trabajo[79], en la época de la glorificación del trabajo, en el siglo que fue del trabajo, incluso cuando el mismo fue vivido y expuesto con zozobra filosófica y antropológica (Hannah Arendt)[80]. Si acaso vivimos, desde hace al menos treinta años, en tiempos de “opacidad política y constitucional”[81] de los derechos sociales y de los derechos del trabajo.
A nadie se le ocurriría definir como memorable el enfrentamiento que se ha iniciado en estos años entre los impulsadores de la Bolkestein y los defensores de las antiguas tutelas laborales; memorable como lo fuera el que se llevó a cabo hace más de 150 años entre liberales y socialistas –Tocqueville y Blanc – acerca de la constitucionalización del derecho al trabajo.
Sin embargo, la apuesta también en esta ocasión es extraordinariamente alta. Está en medio una decisión política fundamental para el futuro de la Unión Europea respecto a si proceder por el camino de la sacramentalización – de la consitucionalización – del valor de la competencia; o si hacer del principio de economía abierta y de libre competencia el único y exclusivo paradigma de la vida económica y social de Europa y subordinar a este dogma todo el resto.
6.2. El tono de la Directiva originaria, así como las explicaciones analíticas contenidas en la rica relación introductiva[82], es, en honor a lo “politicamente correcto comunitario”, decididamente minimalista y reasegurador.
No se anuncia ninguna revolución copernicana y, por el contrario, se hacen esfuerzos por subrayar en cada pasaje crucial la ausencia de cualquier solución de continuidad con los principios sagrados y consolidados del ordenamiento comunitario y con las finalidades del proceso político iniciado en marzo del 2000 por el Consejo Europeo de Lisboa. O bien, por la sugestiva perspectiva allí delineada de impulsar “un programa de reformas económicas destinado a hacer de la Unión europea, antes del 2010, la economía basada en el conocimiento más competitiva y más dinámica del mundo”.
La Directiva ambiciona, en resumen, presentarse como un medio esencial de actuación tanto de los principios constitucionales fundamentales de la Unión, como de sus decisiones políticas fundamentales. El razonamiento que la sostiene es bastante simple.
El objetivo general y compartido de realizar “un verdadero mercado interno de servicios” exige que sean eliminados los “obstáculos jurídicos” que se contrapongan al ejercicio efectivo de las libertades de establecimiento de los prestadores de servicios y de las libertades de circulación de los servicios entre los Estados miembros. El instrumento más eficaz para convertir en realidad concreta el ejercicio de estas dos fundamentales libertades económicas comunitarias, consiste, según la Directiva, en el principio del “país de origen” (art. 16 del artículado normativo originario), por el cual los prestadores de servicios están sujetos exclusivamente a las disposiciones nacionales del Estado miembro de origen y no a las normativas de los Estados en los que ejecutan sus prestaciones.
¿Es una revolución radical y peligrosa? ¿Una insinuación legal para que las empresas se trasladen hacia países donde las normativas fiscales, sociales y ambientales son más permisivas? ¿O es un impulso posterior de la llamada competencia regulada a la baja entre los ordenamientos nacionales, puesto que el “nuevo principio, una vez convertido en norma europea, ejercitará una fuerte presión sobre los países cuyos ‘standard’ fiscales, sociales y ambientales protejan más el interés general”?[83].
Según muchos de los autores y de los defensores de la directiva, no es nada de esto. En primer lugar, porque la propuesta no haría más que extender a la circulación de servicios el mismo principio del reconocimiento mutuo que ya desde hace tiempo se aplica en el ámbito europeo para la circulación de mercancias. En segundo lugar, porque la directiva no consideraría «cuestiones de derecho del trabajo en cuanto tales» (considerando n. 58).
Las enérgicas críticas y contestaciones a la directiva, surgidas clamorosamente en desarrollo del referéndum francés sobre el Tratado constitucional, serían, en definitiva, fruto del escaso conocimiento, de equivocaciones, de incompresiones, de una acentuada politización e ideologización, alimentada, en una primera fase, por una parte de la opinión pública viciada por un preconcepto antiglobalización y, después, inapropiadamente asumida por un vasto grupo de fuerzas sociales, políticas e institucionales.
6.3. El argumento sustancial esgrimido por los autores de la directiva, que el principio del país de origen se corresponde, en gran medida, con el principio del “reconocimiento mututo” (que nadie más osa hoy poner en discusión), tiene un fundamento indudable.
El reconocimiento “mutuo”, que entró en la estructura comunitaria gracias a una famosa decisión de la Corte de Justicia de 1979[84], ha proporcionado un impulso formidable a la libertad de circulación de las mercancías y ha impulsado de modo real “una integración de nuestros mercados más rápida y menos fatigosa de cuanto se hubiese hecho a través de la armonización”[85]. Además, se ha observado que una cosa es utilizar el principio del reconocimiento mutuo para la “circulación de un licor, de un detergente o de pelotas de tenis, removiendo gracias a ello las barreras no tarifarias con las que se defienden a los productores nacionales, y otra cosa diferente es hacerlo para sectores más amplios, que ponen en juego intereses, principios y valores de peso más bien consistente”[86].
Ahora no cabe duda de que la liberalización en el campo de los servicios tiene repercusiones inmediatas sobre el valor particularmente consistente de los trabajadores de carne y hueso. “Mientras, en efecto, los bienes son separables de los trabajadores utilizados para producirlos y pueden por tanto viajar, sin que los trabajadores los acompañen», los servicios, en cambio, se identifican a menudo «con los trabajadores empleados para prestarlos”[87].
Este dato elemental cambia radicalmente los términos del problema, influyendo en la libre circulación tanto sobre la movilidad de los trabajadores que prestan servicios en un país diferente de aquél en el que han sido contratados o donde tiene la sede la empresa prestadora, como en el mercado del trabajo de los países destinatarios de los servicios.
Es decir, que la libre circulación de servicios tiene implicaciones sobre las condiciones de los trabajadores mucho más marcadas e inmediatas que la libre circulación de mercancías.
Por esta razón sustancial, la adopción del principio del país de origen es algo cualitativamente diferente de la mera reproducción y generalización del reconocimiento mutuo. En este caso, no circula simplemente una mercancía, sino todo el régimen jurídico que regula la relación de trabajo y el estatus del trabajador, por lo que la clonación del principio de reconocimiento mutuo corre el riesgo de introducir una diferenciación injustificada de los derechos y una división arbitraria de la ciudadanía dentro de un espacio jurídico pensado y definido como único.
6.4. De esta clamorosa paradoja se han percatado los mismos defensores de la directiva, quienes han sentido la necesidad de precisar que el principio del país de origen “no se aplica a las materias disciplinadas por la directiva 96/71 CE” sobre el desplazamiento de los trabajadores, puesto que éste, conforme con las disposiciones del derecho internacional privado sobre el contrato de trabajo, adopta un principio abiertamente opuesto al del país de origen: las relaciones de trabajo de los empleados desplazados al extranjero dentro de una prestación de servicios, están reguladas por las leyes del país donde se presta el servicio, al menos por cuanto se refiere a los elementos esenciales de la relación laboral[88].
Entonces, ¿tanto ruido para nada?
Los datos textuales anotados (el art. 17, así como el recordado considerando n. 58) parecen dar la razón a todos aquellos (incluida, en cierta medida, la Comisión) que han atribuido la lucha contra la Bolkestein a los falsos mitos que han rodeado la propuesta de directiva, a la visión caricaturesca que de ésta se ha dado, al furor ideológico de la crítica antiliberal.
Sin embargo, las restrictivas y tranquilizadoras interpretaciones sobre el alcance del principio del país de origen no han salvado la propuesta de directiva. La irresoluble ambigüedad y contradicción de los datos textuales no han convencido a sus críticos, ni siquiera a los más abiertos y moderados, prevaleciendo el temor a una aplicación e interpretación por parte de la Corte de Justicia mucho más laxa y persuasiva del principio del país de origen[89].
Lo que ha condicionado el destino de la Bolkestein ha sido, en mayor medida, el significado que ésta ha asumido en el imaginario colectivo. La directiva como símbolo de la absoluta condescendencia de la tecnoburocracia comunitaria con los «animals spirits» del mercado, tanto de las grandes multinacionales prestadoras de servicios, como de las pequeñas empresas inducidas a una oportunista deslocalización evasiva[90]. El espectro del fontanero polaco, pero también el de las empresas del noreste de Italia trasladadas en bloque a Rumanía.
De modo más general, el imaginario colectivo ha leído el contenido de la Bolkestein como un explícito y radical ataque al Estado activo. Y no está equivocado del todo, porque, en efecto, es el contexto el que decide en gran medida el significado profundo y la fuerza normativa de un discurso. El Discurso tocquevilliano ha pasado a la historia y al recuerdo como un memorable ataque al derecho al trabajo, porque detrás de las reivindicaciones del prototipo de los derechos sociales existía entonces una emergente clase obrera, el naciente y amenazador movimiento socialista.
El discurso de la Bolkestein ha sido leído y comprendido como un ataque al Estado activo porque detrás de la directiva que pretende liberalizar los servicios, la “vieja Europa” entrevé la “nueva Europa”. Las legislaciones fiscales, sociales y medioambientales del Estado mínimo de los nuevos Estados miembros de la Unión.
Es inútil disimular que con la última ampliación europea se han creado dos espacios en el seno de Europa. Un espacio formado por los países que se constituyen sobre la ética del Estado activo y una Constitución económica y social laborista y «welferiana». Y otro espacio formado por los países que después de 1989, después de las fuertes presiones del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de la misma Unión Europea, han reformado sus sistemas económicos y sociales en el sentido de la liberalización[91].
El miedo y el temor, cada vez menos inconfesados, es que sea el Estado mínimo de estos países quien se coma antes o después al Estado activo de los países de la vieja Unión de quince estados. La Bolkestein, con su énfasis ideológico sobre el principio del país de origen y con su aversión a la armonización fiscal, social y medioambiental (admitida solo residualmente «donde sea absolutamente necesaria»), ‘simplemente’ ha dado alas a la ya existente preocupación de la “vieja Europa”.
7.1. Finalmente, el 16 de febrero pasado, el Parlamento europeo – con base en un compromiso, al estilo de la «Grosse Koalition», entre populares y socialistas – ha llenado de enmiendas la contestadísima “Bolkestein 1”. Los puntos esenciales y cualificadores que han hecho posible el acuerdo son ampliamente notorios.
En primer lugar, la eliminación del principio del país de origen, sustituido por el principio más genérico de la libertad de circulación[92]. En segundo lugar, una reducción sustancial del ámbito de aplicación de la directiva, agregando el Parlamento otros servicios a los ya excluidos en el proyecto inicial[93]. Por último, la exclusión expresa del ámbito de aplicación de la directiva del derecho del trabajo, particularmente en las materias de contratación colectiva, libertades sindicales y derecho de huelga[94].
7.2. Sobre el auténtico significado político y sobre el alcance jurídico real de la “Bolkestein 2”, circulan interpretaciones radicalmente divergentes.
Para los «fans» de la “Bolkestein 1”, se trata de una ocasión perdida para poder relanzar la competitividad del Viejo Continente, de un retorno a las antiguas prácticas proteccionistas[95] en defensa de empresas y categorías profesionales que ni son ciertamente débiles ni están necesitadas[96] (monopolistas públicos, oligopolios privados, grandes y pequeñas corporaciones[97]). Las medias liberalizaciones votadas por el Parlamento europeo actuan – según los huérfanos de la directiva originaria – como un «stop» a la competencia, frenarán la productividad y la dinámica de crecimiento de los servicios que constituyen el sector emergente y estratégicamente decisivo en una economía siempre más globalizada.
Quienes se habían batido por la retirada completa de la directiva sobre servicios, esgrimen, en cambio, el peligro de que en los pliegues de la “Bolkestein 2” se esconda el fantasma de la “Bolkestein 1”. Por la ausencia de codificación del principio opuesto al del “país de origen”: el principio del “país de destino”[98]. Por la permanente inclusión en el campo de aplicación de la directiva de una parte de servicios de interés económico general[99]. Por la más amplia definición de “prestador de servicios”[100] y por la prohibición de limitar las prestaciones a título independiente[101], disposiciones que incentivarían la práctica, ya ampliamente difundida, de los “falsos trabajadores autónomos” sin adecuadas garantías jurídicas, normativas y salariales.
Los únicos que se muestran realmente satisfechos de la “Bolkestein 2” son, obviamente, los impulsores del acuerdo conseguido en el Parlamento europeo.
Para éstos no solo se ha tratado del único compromiso posible, sino además, de un buen compromiso que armoniza de modo equilibrado el principio de la libre prestación de servicios y la defensa del modelo social europeo, las razones de los consumidores y las razones de la cohesión social[102]. Abandonado el principio del “país de origen” permanece en todo caso el deber de cada Estado miembro de asegurar a cualquier empresa la libertad de prestar el servicio, sin soportar vínculos de los que no estén comprobados su necesidad, proporcionalidad y el carácter no discriminatorio[103].
Sólo el futuro podrá decirnos cual de estas representaciones e interpretaciones del compromiso logrado en el Parlamento europeo es la más fundada, la más profética. El recorrido que conduce a la aprobación definitiva de la directiva es, en efecto, todavía largo y lleno de trampas. Mucho dependerá, por lo tanto, del clima social, político e institucional que se respire en Europa en los pasajes cruciales del iter de aprobación de la directiva.
La pregunta de fondo a la que estarán llamadas a responder las clases dirigentes europeas en los próximos meses es, sin embargo, clara desde ahora: ¿Vale la pena salvar al soldado Bolkestein?[104].
Más allá de la metáfora. ¿La Constitución económica material de la Unión tiene – o debe tener – como su fundamento único y exclusivo el derecho a la competencia, su constitucionalización y absolutización?
7.3. Las razones para salvar al soldado Bolkestein no se minusvaloran. Por el contrario, merecen ser tomadas en serio incluso por quienes – y yo me encuentro entre ellos – no las compartimos.
El contenido y la retórica de la liberalización está animado por un mito normativo potente y persuasivo: el mito de la globalización. Las políticas de liberalización no solo constituyen la encarnación más paradigmática de este mito extraordinario de nuestro tiempo[105], sino que también son el motor de una representación inédita del conflicto social y de una idea innovadora de constitución económica.
En grandes líneas se trata de lo siguiente.
Ha terminado, según el discurso globalizador, la época del capitalismo de los productores. Es decir, la época del conflicto clásico entre capital y trabajo y del acuerdo entre empresas y sindicatos para proteger el fin superior de la producción nacional, el interés común de los “productores” para salvaguardar la competitividad del propio país frente a la competencia internacional.
Esta época “gloriosa” está acabada – debe acabarse – puesto que hoy se utiliza simplemente con el fin de conservar empresas poco eficientes o para defender, especialmente en materia de servicios públicos, los intereses corporativos de una u otra categoría de trabajadores en perjuicio del único y verdadero interés superior: el del ciudadano consumidor y el del ciudadano-usuario.
Hoy es – debe ser – la época del capitalismo de los consumidores. Una época que verá emerger un nuevo tipo de conflicto. Ya no entre capital y trabajo, sino, por una parte, entre los consumidores, el capital y el trabajo en los sectores expuestos a la libre competencia; y por otra, entre el capital y el trabajo que disfrutan de las ganancias derivadas de actuar en sectores protegidos.
En el discurso globalizador, las liberalizaciones representan, en resumen, el símbolo de la lucha contra «l’ancien regìme» del proteccionismo corporativo y, en conjunto, el símbolo de la lucha por la construcción de un nuevo orden. Por una nueva Constitución económica y social fundada sobre la primacía del consumidor[106], sobre la soberanía de los consumidores.
Del papel del consumidor, el discurso globalizador ofrece una imagen poderosa y hegemónica. Su interés, como el del propietario en el discurso tocquevelliano – se presenta como potencialmente coincidente con el de toda la sociedad europea. Las liberalizaciones que permiten a los ciudadanos de la Unión poder volar a Londrés desde cualquiera capital europea por 50 euros (hace diez años eran necesarios más de 200), de curarse con «Advil» el dolor de cabeza a mitad de precio, de pagar un 40 por 100 menos en el seguro del coche hasta, nos benefician a todos. No solamente a los clientes y usuarios de esos productos y servicios.
Ganan, ante todo, las empresas más eficientes. Pero también las menos eficientes siempre y cuando acepten las reglas del mercado libre y de la libre competencia.
Gana la economía de cada país porque con las liberalizaciones las diferentes naciones se expanden, reportando beneficios en los sectores en que están mejor dotados y especializados. Tendremos – se ha dicho con una cierta ironía – los servicios de los fontaneros polacos en todo el mercado único europeo y los mejores productos financieros de la «City» de Londres[107].
Gana Europa en su conjunto, porque el coste reducido de los servicios para las empresas y las personas acelera el crecimiento y permite a la Unión ser económicamente competitiva en el exterior (con los Estados Unidos y los Países Asiáticos) y socialmente equitativa en el interior[108].
7.4. Las razones para abandonar al soldado Bolkestein a su suerte son iguamente serias y motivadas.
Para el imaginario antiglobalizador la propuesta de directiva para la liberalización de los servicios no es la varita mágica gracias a la que encontraremos de nuevo el camino del desarrollo y de la competitividad. La “Bolkestein 1”, más allá de las fábulas y de la utopía, es la llave de paso para destruir el modelo europeo de protección social[109].
Se trata de una preocupación precisa. Una preocupación que está en la base de una posición crítica bastante difundida en la opinión pública; y a su vez, en la base del compromiso producido en el seno del Parlamento de la Unión entre las dos grandes – y para nada radicales – formaciones políticas del viejo Continente.
La ampliación hacia los países de Europa Central y Oriental ha cambiado profundamente el cuadro, incluso el psicológico, en el que se desenvuelve la construcción de la Unión. La mayoría de las grandes distancias y diferencias entre los sistemas fiscales, de protección social y ambiental alimentan la sospecha, para nada infundada, de que se termine por iniciar a un proceso de desregulación en todos los niveles, que pondría en discusión los fundamentos esenciales de la tradición europea. No solamente la atención a la justicia y a la cohesión social, sino también el respeto de los estándares fundamentales de salubridad, seguridad medioambiental y territorial, así como la calidad de los servicios.
El reconocimiento mutuo y el principio del “país de origen” presuponen la existencia de valores comunes. Que se tenga “confianza” en “lo que proviene del otro”, en la medida que el otro no debilita las “características esenciales” de nuestra (nacional) tradición jurídica, económica y social[110]. El reconocimiento mutuo y el principio del “país de origen” presuponen, en resumén, la obra de armonización que la “Bolkestein 1” consideraba eventual y residual y que ni siquiera la “Bolkestein 2” ha decidido comenzar[111] .
8.1. Si se quiere realmente salvar al soldado Bolkestein, es necesario modificar profundamente la misión.
Europa necesita una Constitución que vaya más allá del angosto y fundamentalista horizonte del capitalismo de los consumidores, sin ceder a la tentación de regresar al viejo, autárquico y ahora inaceptable capitalismo de los productores. Europa necesita una verdadera Constitución: una unidad constitucional política, económica y social.
Frente al impasse de las actuales clases dirigentes de la Unión, esta esperanza puede parecer débil e infundada. Sin embargo, el partido en juego, relativo a las condiciones que deben ser respetadas en el proceso de construcción de un mercado único de servicios, tiene un extraordinario significado político y constitucional[112]. Las fuerzas sociales (los sindicatos, en primer lugar) que han promovido la petición de que a los trabajadores de las empresas de la Unión que prestan servicios en países diferentes al país de origen les sean aplicadas las mismas reglas contractuales y las formas de protección jurídicas de los trabajadores ‘indígenas’ (de los países de destino), no quieren simplemente impedir el riesgo – por lo demás bastante concreto y real – de una “guerra entre pobres”, de una disminución generalizada de los salarios. Sino que también estas fuerzas se oponen – de modo específico – a la idea de que el futuro y el bienestar de Europa, así como la protección de los intereses de los consumidores, se confíen al principio de la «máxima rebaja», a la indiscriminada promoción del dumping normativo y social[113].
Esta idea de defensa y generalización del modelo social europeo se considera ‘abstracta’ y ‘utópica’ por quienes entienden que el éxito competitivo de Norteamérica y de las nuevas potencias asiáticas[114] se debe primordialmente – si no exclusivamente – a los reducidos costes que en estas áreas del mundo tienen el trabajo y los sistemas de protección social. Para los defensores fundamentalistas de la libre competencia, si Europa quiere continuar siendo competitiva en el mundo globalizado y aumentar su bienestar general, deberá disminuir los costes de producción tanto de las mercancías como de los servicios[115].
Esta es una representación, cuanto menos ingenua y limitada de la globalización. Las diferentes velocidades y productividades entre las distintas áreas capitalistas del mundo – y la aparición de nuevos actores y jerarquías – tiene orígenes mucho más complejos de tipo geo-económicos, geo-políticos y geo-culturales.
En primer lugar el vínculo, mucho más rígido que en el pasado, entre los intereses del capitalismo financiero, concentrados en ‘Wall Street’, y los intereses de la potencia política y militar americana[116].
En segundo lugar, la capacidad de India y China de colocar en red, a través de alianzas con empresas transnacionales, un saber antiguo, en ciertos casos similar – pero a gran escala – del «savoir faire» que por decenios ha perpetuado el milagro del «made in Italy»[117].
En tercer lugar, la ‘promoción’ ideológica del principio de competitividad como dogma indiscutible de la política económica internacional y de las políticas nacionales.
Que Europa deba competir, dentro de este marco general, en el terreno salarial y social, es una respuesta miope. Es la respuesta de quien ya se ha resignado a intervenir en la pendiente de los nuevos equilibrios: sobre las terminales de los procesos de globalización para reducir el impacto de la corriente, sin actuar sobre las fuentes[118].
Esta perspectiva prescinde del hecho de que la marginalidad económica y la decadencia del viejo Continente tengan raíces especialmente políticas, constitucionales y culturales. La ausencia de la Unión europea en la construcción de un nuevo orden mundial. La resignada aceptación de un mundo multipolar sin el polo europeo[119]. La falta de actualización y de reelaboración de la historia europea, de su especificidad y originalidad.
Por ello, la construcción intelectual y práctica de una potencia política y civil europea, comparable con la asiática o con la americana, es de lo que tenemos urgente necesidad. Lo que puede inducir a los demás competidores a tomar en serio la marca distintiva de la identidad europea es la idea de una necesaria relación equilibrada entre las razones del mercado y las razones de la sociedad, entre las razones de la libre competencia y las razones de la solidaridad y de la cohesión social.
La fuerza y el prestigio del que han gozado durante mucho tiempo la política y el derecho en Europa (y la fascinación que han ejercido también fuera de ella) está unida a que constituyen una técnica de gobierno de las diferencias. Una técnica de regulación pública y colectiva de las fracturas, de las tensiones y de las laceraciones implícitas en los procesos de modernización.
El crecimiento sin reglas ni límites, la liberalización de los mercados «tout court», suponen un daño a esta secular ética europea de la política y del derecho. Conducen, consciente o inconscientemente, a la idea de que deben ser las diferencias quienes gobiernen e impongan la agenda de las prioridades y de los ritmos de la vida económica y social.
La directiva Bolkestein, en su formulación originaria, era hija de esta filosofía. Hacer énfasis sobre las diferencias y las diversidades – los bajos salarios y las reducidas protecciones sociales de los países de Europa Central y Oriental (el principio del país de origen) – para provocar un «shock» competitivo en las empresas que prestan servicios, presuponiendo que a los beneficios inmediatos para los nuevos países que han entrado en la Unión (derivados de la oportunidad de aprovechar su única ventaja competitiva: el bajo coste de la mano de obra), se habrían agregado en el medio plazo los beneficios de todo el sistema económico europeo (en favor de las empresas más eficientes y de los consumidores).
El camino a seguir, desde la óptica del gobierno de las diferencias es, en cambio, otra. Extender, gradual y progresivamente, a los trabajadores de Europa Central y Oriental las protecciones de las que gozan los trabajadores de la “vieja Europa”. Eliminar los injustificados privilegios competitivos de los que gozan las empresas nacionales: las comúnmente llamadas barreras protectoras de los intercambios (como los permisos técnicos, las autorizaciones, los registros, etc.) encaminadas a poner solo obstáculos burocráticos al desarrollo de un mercado competitivo.
En resumen, no soportar pasivamente el proceso de liberalización. Sino, por el contrario, gobernarlo. Hacer valer el imperativo de la economía abierta y en libre competencia para favorecer el desarrollo de las empresas más productivas e innovativas y, por lo tanto, los intereses de los consumidores. Hacer valer, contemporáneamente, y con la misma fuerza, el imperativo de la solidaridad y de la cohesión social, favoreciendo el desarrollo de las empresas que respeten las condiciones salariales, normativas y de seguridad previstas por las disposiciones legislativas y por los contratos colectivos estipulados por las organizaciones sindicales y empleadoras más representativas[120].
Tirar el agua sucia, es decir las ganancias de las que gozan monopolios públicos y oligopolios privados, quedándose con el niño: con las protecciones sociales y los estándares de seguridad para los trabajadores y para los consumidores.
Mas allá del dicutible compromiso logrado por el Parlamento europeo, es éste el camino a recorrer en los próximos años. Extender y hacer compatible el modelo social europeo con la economía de mercado, con la libre competencia y con los intereses de los consumidores. Relanzar y renovar el gran compromiso social, político y constitucional arduamente construido en Europa durante el curso de los últimos dos siglos.
Tocqueville y Bolkestein pueden todavía esperar.
Resumen: El trabajo comienza presentando el Discurso de Tocqueville como una exposición argumentada y lúcida del pensamiento burgués y liberal, antiburgués y socialista, sobre la irreconciliable oposición entre derechos de libertad y derechos de reivindicación, en especial entre propiedad y derecho al trabajo, que gozará de especial reconocimiento histórico. Posteriormente pasa a contrastar este liberalismo, con el nuevo liberalismo presente en la Directiva Bolkestein. Se centra en estudiar los argumentos a favor de la Directiva Bolkestein –la soberanía del consumidor-, frente a los argumentos en contra –la defensa del modelo social-. Cocluye apostando por un proceso político constitucional que intente gobernar el proceo liberalizador Hacer valer el imperativo de la economía abierta y en libre competencia para favorecer el desarrollo de las empresas más productivas e innovativas en consonacia con el imperativo de la solidaridad y de la cohesión social, favoreciendo el desarrollo de las empresas que respeten las condiciones salariales, normativas y de seguridad previstas por las disposiciones legislativas.
Palabras claves: Constitución europea, Tocqueville, liberalismo, propiedad, trabajo, Directiva Bolkestein, libre prestación de servicios.
[1] Sobre el que se recomienda ver el último e interesante libro de V. COLDAGELLI, Vita di Tocqueville (1805-1859), Donzelli, Roma, 2005.
[2] Propuesta de directiva del Parlamento europeo y del Consejo sobre los servicios en el mercado interno, Com (2004) 2 del 25.2.2004.
[3] A. De TOCQUEVILLE, De la démocratie en Amérique, 2 vol., coordinador A. Gain, Genin, París, 1951.
[4] A. De TOCQUEVILLE, L’Ancien règime et la révolution, coordinador G. W. Headlam, Clarendon Press, Oxford, 1904.
[5] A propósito, ver las muy equilibradas y perspicaces consideraciones de P. COSTA, Civitas. Storia della cittadinanza in Europa. L’età delle Rivoluzioni,vol. 2°, Laterza, Bari, 2000, en particular pp. 254 ss.
[6] Lo recuerda Z. BAUMAN, La società individualizzata. Come cambia la nostra esperienza, tr. it., Il Mulino, Bolonia, 2002. «…rendere liberi può significare rendere indifferenti. L’individuo è il peggior nemico del cittadino, osservò Tocqueville: l’individuo tende ad essere tiepido, scettico e diffidente nei confronti del ‘bene comune’, della ‘società buona’ o della ‘società giusta’» (p. 66).
[7] P. ROSANVALLON, La nuova questione sociale. Ripensare lo Stato assistenziale, tr. it., Edizioni Lavoro, Roma, 1995, p. 108.
[8] Sobre la experiencia de los «ateliers nationaux» ver E. THOMAS, Histoire del Atelier nationaux, Paris, 1848; D. MACKAY, The national workshops. A study in French Revolution of 1848, Cambridge, Mess, 1933.
[9] L. FERRY, I diritti dell’uomo, en F. FURET (coordinador), L’eredità della rivoluzione francese, Laterza, Bari, 1989, p. 287.
[10] Ver las Disposiciones fundamentales de la Constitución francesa de 1791, donde está previsto que «se creará un instituto general de «Auxilios públicos» para cuidar a los niños abandonados, ayudar a los enfermos pobres y proporcionar trabajo a los pobres valiosos que no hubieran podido procurárselo. Será creada y organizada una «Instrucción pública» común para todos los ciudadanos, gratuita en las partes indispensables para todos los hombres, y los institutos estarán distribuidos de forma gradual en relación con la división del Reino».
[11] Art. 21 de la Constitución francesa de 1793 donde está escrito que: «Los auxilios públicos son un deber sagrado. La sociedad debe la subsistencia a los ciudadanos desgraciados, bien sea procurándoles trabajo, o bien asegurándoles los medios de subsistencia a todos aquellos que no están en edad de trabajar».
[12] P. CRAVERI, Genesi di una Costituzione. Libertà e socialismo nel dibattito costituzionale del 1848 in Francia, Guida Editore, Nápoles, p. 67.
[13] Para un análisis conjunto ver J. L. TALMON, Le origini della democrazia totalitaria, Il Mulino, Bolonia, 1952, p. 231 ss.
[14] «Le Gouvernement provisoire s’engage à garantir l’existence de l’ouvrier par le travail. Il s’engage à garantir le travail à tous les citoyens. Il reconnaît que les ouvries doivent s’associer entre eux pour jouir du bénéfice de leur travail. Le Gouvernement provisoire rend aux ouvries, auxquels il appartient, le million qui va échoir de la liste civile», citado en P. CRAVERI, Genesi di una Costituzione, op. cit. , p. 67.
[15] Para una reconstrucción completa del debate y de sus diferentes etapas, ver el volumen de J. GARNIER, Le Droit au travail à l’Assemblée nationale. Recueil complet de tous les discours prononcés dan cette mémorable discussion, Guillaumin, París, 1848.
Para una síntesis ver A. SAITTA, Costituenti e costituzioni della Francia moderna, Einaudi, Turín, 1952, pp. 304-11; las actas del «Comité de la Constitución», el primer proyecto de constitución, el texto definitivo de la constitución, el texto de «La Constitución Republicana de 1848» que están publicados en P. CRAVERI, Genesi di una Costituzione, op. cit. , p. 105 ss.
[16] P. COSTA, Civitas, op. cit. , vol. II, p. 338.
[17] Ya el 15 de mayo la gran manifestación, que concluyó con la invasión de la Asamblea constituyente, había sido rápidamente reprimida por la Guardia nacional y muchos de los líderes de izquierda revolucionaria fueron arrestados. Un mes después el gobierno dictaba un decreto que establecía el cierre de los «ateliers nationaux» y ordenaba a los desocupados más jóvenes alistarse en el ejército. A la posterior insurrección popular, la Asamblea Nacional respondía proclamando el estado de sitio y atribuyendo el gobierno al general Covaignac. La mañana del 26 de junio los insurgentes restantes pidieron una amnistía, solicitud a la que el gobierno respondía pidiendo la retirada sin condiciones.
[18] P. COSTA, Civitas, op. cit. , p. 379.
[19] P. CRAVERI, Genesi di una costituzione, op. cit. , p. 67.
[20] P. COSTA, Civitas, op. cit., pp. 339 ss.
[21] El texto del Discours prononcé a l’Assemblée constituente dan la discussion du project de constitution (12 settembre 1848) sur la question du droit au travail se encuentra contenido en el IX volumen (pp. 536-62) de las Œuvres complétes d’Alexis de Tocqueville coordinado por su viuda y por Gustavo da Beaumont (Michel Lévy Feres, París, 1864-67) y en el primer volumen (pp. 1139-52) de las Œuvres de Tocqueville aparecido en la «Biblioteque de la Pléiade» (Gallimard, París, 1991) coordinado por André Jardin. En italiano, el discurso se encuentra en A. de TOCQUEVILLE, Scritti politici, Utet, Turín, 1969, pp. 281-94 y en A. de TOCQUEVILLE, Discorso sul diritto al lavoro, Manifestolibri, Roma, 1996, edición que se ha utilizado.
[22] A. BURGIO, Introduzione, p. 12, en A. de TOCQUEVILLE, Discorso sul diritto al lavoro, op. cit.
[23] Para un cuadro general ver las obras citadas de Craveri y de Costa.
[24] P. COSTA, Civitas, op. cit. , vol. II, p. 340.
[25] P. ROSANVALLON, La nuova questione sociale, op. cit. , p. 104.
[26] P. ROSANVALLON, La nuova questione sociale, op. cit. , p. 104.
Teóricamente los derechos sociales, siguen rigurosamente este paradigma: no son derechos de libertad, pero son, en todo caso, «derechos de crédito»: L. FERRY, A. RENAUT, Philosophie politique, vol. III, Des Droits de l’homme à l’idée républicaine, PUE, París, 1985 (citados en P. ROSANVALLON, La nuova questione sociale, op. cit., p. 104). Sin embargo, esta ‘comprometedora’ connotación está, como se verá en el texto, sustancialmente ‘cancelada’.
[27] P. COSTA, Civitas, op. cit., vol. II, p. 341.
[28] J.-M. de GÉRANDO, De la bienfaisance pubblique, Renouard, París, 1839.
[29] J.-M. de GÉRANDO, De la bienfaisance pubblique, op. cit., vol. I, pp. 469 ss.
[30] J.-M. de GÉRANDO, De la bienfaisance pubblique, op. cit., vol. I, pp. 468 ss.
[31] Como lo recuerda P. ROSANVALLON, La nuova questione sociale, op. cit., “la experiencia de los «ateliers nationaux», que llegaron a recoger hasta 100.000 personas «fue un desastre monstruoso, hasta tal punto que nadie quiso reivindicar posteriormente su paternidad. Desde sus comienzos, los «ateliers» habían sido por lo demás objeto de violentas críticas. Desde la izquierda, se les acusaba de constituir una forma incipiente y degradada de derecho al trabajo (…). Desde la derecha, se denunciaba la falta de disciplina que los regía, su escaso rendimiento, la cantidad de abusos a los que habían dado lugar (…)” (p. 108).
[32] Ver en este sentido la intervención de Thiers citada por P. ROSANVALLON, La nuova questione sociale, op. cit., p. 112: “Es necesario juzgar caso por caso – explicaba irónicamente Thiers a los diputados – y establecer que cosa se podrá dar hoy, pero no mañana; en invierno pero no en verano”.
[33] P. COSTA, Civitas, op. cit., vol. II, p. 341.
[34] P. COSTA, Civitas, op. cit., vol. II, p. 341.
[35] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 32.
[36] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 53 s.
[37] A. BURGIO, Introduzione, op. cit., p. 21.
[38] P. COSTA, Civitas, op. cit., vol. II, p. 342.
[39] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 32.
[40] P. COSTA, Civitas, op. cit., vol. II, p. 342.
[41] “Regresando, un par de años después, sobre aquellos días de junio del ’48 que habían cambiado Francia, Tocqueville no recurre a medias tintas. No se había tratado – anotaba en los «Souvenirs» – de un episodio de lucha política tradicional, sino de un verdadero choque de clases, de una especie de guerra servil. En juego no habían estado ni el gobierno ni la forma determinada de los poderes, sino más bien la organización misma de la sociedad, su orden. El resultado, por fortuna, había sido favorable. Había decretado el final de las turbulencias de un año terrible, durante el cual el país había sido nuevamente movido por la fiebre revolucionaria que desde hacia medio siglo parecía quererlo abandonar. Necesarias y funestas, las jornadas de junio habían conseguido un resultado importante: habían liberado la nación de la opresión de los obreros de Paris y la habían puesto de nuevo en posesión de si misma” (A. BURGIO, Introduzione, op. cit., p. 7).
[42] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 38.
[43] U. COLDAGELLI, Vita di Tocqueville, op. cit., p. 247.
[44] “(…) esta enmienda – observa casi de inmediato el diputado Tocqueville – conduce necesariamente a una de estas dos consecuencias. El Estado comenzará a dar a todos los trabajadores que se presenten el empleo que les hace falta y, entonces, será arrastrado poco a poco a convertirse en industrial; y puesto que es el empresario que está en todas partes, el único que no puede rechazar el trabajo y el que a su vez impone el menor trabajo, está inexorablemente abocado a convertirse en el principal, y poco a poco, de una cierta forma, en el único empresario de la industria.Una vez que se llegue a este punto, la obligación deja de ser el medio para hacer funcionar solo la maquina del gobierno, sino que es el gran instrumento para alimentar la industria. Acumulando de esta manera en manos propias todos los capitales de los particulares, el Estado se convierte al final en el único propietario de todo. Esto es el comunismo”.
“Si por el contrario el Estado quiere huir de la fatal necesidad de la que les he apenas hablado, si quiere dar trabajo a todos los obreros que se presenten ya no solamente con sus propios recursos, sino más bien vigilando para que lo encuentren con los particulares, está arrastrado fatalmente a intentar la reglamentación de la industria, adoptada, si no me equivoco, por el sistema del honorable que me ha precedido. Está obligado a actuar de modo que no exista más desocupación, obligándose fatalmente a distribuir los trabajadores de manera que éstos no se hagan competencia, a regular los salarios y algunas veces a modular la producción o en otras a acelerarla, en una palabra a convertirse en el gran y único organizador del trabajo”.
“Así, aunque las redacciones de la comisión y de la enmienda parecen próximas, llevan a dos resultados del todo opuestos: son como dos caminos que, partiendo del mismo punto al principio, acaban separados por un espacio inmenso. Una puerta lleva a la extensión de la caridad pública; tras la otra ¿que encontramos?El socialismo” (A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 33 ss.).
[45] A. BURGIO, Introduzione, op. cit., p. 71.
[46] Lo anotará algunos años después el mismo Tocqueville: A. de Tocqueville à Gustave de Beaumont, le 27 fèvrier 1858, inŒuvres complètes, , ed. Mayer, París, vol. VIII, 1967, p. 544.
[47] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 34 s.
[48] V. COLDAGELLI, Vita di Tocqueville, op. cit., p. 247.
[49] A. BURGIO, Introduzione, op. cit., p. 17. En realidad, las corrientes de izquierda habían sido ya derrotadas en las elecciones de la Asamblea Constituyente del 23 de abril. El sufragio universal había llevado a las urnas un electorado rural, cuyas orientaciones eran bastante más conservadoras de las que prevalecían en la capital, resultando perdedores tanto los conservadores más extremistas y los monárquicos como los socialistas y el ala más radical de la bancada democrática, mientras los verdaderos vencedores fueron los republicanos moderados, que constituyeron la estructura del nuevo gobierno, del que fueron excluidos los socialistas Blanc y Albert.
[50] V. COLDAGELLI, Vita di Tocqueville, op. cit., p. 247.
[51] A. BURGIO, Introduzione, op. cit., p. 21.
[52] P. CRAVERI, Genesi di una Costituzione, op. cit. pp. 67 ss.
[53] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., pp. 39 ss.
[54] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., pp. 50 ss.
[55] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 40: “La Revolución francesa (…) no ha consagradado solamente la propiedad individual, sino que más bien la ha difundido: haciendo partícipe de ésta a un gran número de ciudadanos. Precisamente gracias a esto, señores, hoy no debemos temer las funestas consecuencias de las doctrinas difundidas por los socialistas en el país e incluso dentro de este aula: pues que la Revolución francesa haya poblado este país de Francia de diez millones de propietarios hace posible dejar que vuestras doctrinas sean exhibidas sin peligro desde esta tribuna. Tales doctrinas pueden seguramente desolar la sociedad, pero, gracias a la Revolución francesa, no prevalecerán en su contra ni la destruirán”.
[56] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 57.
[57] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 42.
[58] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., pp. 42 ss.
[59] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 41.
[60] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 54.
[61] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 45.
[62] K. MARX, Le lotte di classe in Francia, tr. it., Rinascita, Roma, 1950, p. 83.
[63] “(…) detrás del derecho del trabajo está el poder sobre el capital, detrás del poder sobre el capital está la apropiación de los medios de producción, su sujeción a la clase obrera asociada, y, por tanto, la abolición del trabajo asalariado, del capital y de sus relaciones recíprocas”, K. MARX, Le lotte di classe, op. cit., p. 83.
[64] F. A. von HAYEK, Legge, legislazione e libertà, tr. it., Il Saggiatore, Milán, 1986, pp. 309 ss.
[65] El adjetivo “memorable” está presente en el título de la antología de discursos sobre el derecho al trabajo pronunciados en la Asamblea Constituyente: ver J. GARNIER, Le Droit au travail à l’Assemblée nationale. Recueil complet de tous les discours prononcés dans cette mémorable discussion, op. cit.
[66] P. POMBENI, “Prefazione”, en G. A. RITTER, Storia dello Stato sociale, tr. it., Laterza, Bari, 1996, p. XIII.
[67] He argumentado ampliamente esta tesis en A. CANTARO, Il secolo lungo. Lavoro e diritti sociali nella storia europea, Ediesse, Roma, 2006.
[68] A. BURGIO, Introduzione, op. cit., p. 10, “ese discurso en la Cámara sobre la ‘revolución social’decididamente tiene el sabor de la desesperación”.
[69] A. de TOCQUEVILLE, Discorso, op. cit., p. 44.
[70] La difundida expresión de B. A. ACHEMAN, “Law in an Activist State”, en Yale Law Journal, XCII, 1983, p. 1083 ss. ha sido retomada en Italia por G. REBUFFA, Costituzioni e costituzionalismi, Giappichelli, Turín, 1990, pp. 145 ss.
[71] Para mayor profundidad ver A. CANTARO, Costituzione ed ordine economico, Bonanno Editore, Acireale, e Id., Il secolo lungo, op. cit.
[72] Sobre las diferencias, pero también sobre las grandes analogías entre el Estado socialista y el Estado social, ver las penetrantes consideraciones de C. MORTATI, Le forme di governo. Lezioni, Cedam, Padova, 1973, pp. 61 ss.
[73] La fórmula promovida por Palmiro Togliatti definía Italia como una “República democrática de los trabajadores”. Las objeciones que conducen al rechazo de la enmienda del líder comunista (en favor de la más ‘moderada’ formulación de Italia como “República fundada sobre el trabajo”) «denuncian el carácter “clasista” de la dicción propuesta pero no tienden a anular su reconocimiento, en las disposiciones generales de la futura Constitución, de su fundamento en el trabajo» (P. COSTA, “Cittadinanza e “simboli di fondazione”: una lettura del processo costituente in Italia (1946-47)”, en M. FIORAVANTI, S. GUERRIERI (coordinadores), La Costituzione italiana, Carocci editore, Roma, 1998, p. 122).
Como oportunamente ha recordado Umberto Romagnoli en un recentísimo ensayo, «la disputa, que pertenecía al género de las creadas para exhibir los músculos, se cerró con una decisión tomada por la mayoría. Pero ésta fué más reducida de cuanto pudieran imaginárselo los mismos proponentes, de modo que la enmienda no fue aprobada por un puñado de votos, apenas una docena (…)». La enmienda «corrió el riesgo de pasar no tanto porque – como bien se dice en el intento de desviar la matriz ideológica del «dictum» separándolo del «dicens» – “el empresario es también un trabajador”, “un trabajador calificado que organiza la producción”, sino porque incluso el personal político más distante de la cultura marxista era hijo de su siglo. Era éste el siglo del trabajo. Del trabajo productivo, manual, manufacturero. Del trabajo situado en el centro de las cuestiones sociales que explotan en el siglo XIX y, por tanto, del acceso al trabajo que había sido en todo el Occidente industrializado la suerte común para multitudes de artesanos expropiados de la originaria «noblesse au petit pied» y también para la masa de campesinos sin tierra, que la izquierda identificaba como clase social de la que aspiraba convertirse en su representante político exclusivo y a la cual ambicionaba poder atribuirle la paternidad de la naciente República» (U. ROMAGNOLI, I diritti sociali nella Costituzione, escrito presentado en Roma el 11 de noviembre de 2005, con ocasión de las celebraciones del Centenario de la Central General Italiana de Trabajadores – CGIL).
[74] G. A. RITTER, Storia dello Stato sociale, tr. it., Laterza, Bari, 1996, p. 10.
[75] A. CASSESE, I diritti umani nel mondo contemporaneo, Laterza, Roma-Bari, 1999, p. 34.
[76] El derecho de cada individuo “en cuanto miembro de la sociedad a la seguridad social” (art. 22).
El derecho de cada uno “al trabajo, a la libertad de elegir empleo, a justas y satisfactorias condiciones de trabajo y a la protección contra el desempleo”; el “derecho a una retribución igual por un trabajo igual, sin alguna discriminación»; el derecho de cada individuo a «una remuneración equitativa y satisfactoria que le asegure al trabajador y a su familia condiciones de existencia conformes con la dignidadd humana, utilizando también, si es necesario, otros medios de protección social”; el derecho de todos «a fundar con otros un sindicato y de asociarse para la defensa de sus propios intereses” (art. 23).
El derecho de cada uno “al descanso y a la diversión, y especificamente a una limitación razonable de las hora de trabajo y las vacaciones periódicas retribuídas” (art. 24).
El derecho de cada uno “a un nivel de vida suficiente para garantizar la salud y el bienestar personal y familiar, con énfasis particular en la alimentación, el vestuario, la vivienda, los cuidados médicos y los servicios sociales necesarios”; el derecho “a la seguridad en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez y en otros casos de pérdida de los medios de subsistencia por circunstancias ajenas a su voluntad” (art. 25).
El derecho de cada individuo “a la instrucción gratuita (…) por lo menos la enseñanza elemental y fundamental” (art. 26).
El derecho “a un orden social e internacional en el que los derechos y las libertades (…) puedan realizarse plenamente” (art. 28).
[77] Para el que la Declaración universal es abiertamente un intento de fundir los derechos de la tradición liberal occidental con la concepción completamente diferente de la revolución marxista rusa (F. A. von HAYEK, Legge, legislazione, libertà, op. cit., p. 310). Sobre esta posición de Hayek ver la persuasiva crítica de D. LO SURDO, Marx e il bilancio storico del Novecento, Gaeta, Bibliotheca, 1993, pp. 10 ss.
[78] P. HÄBERLE, “I diritti fondamentali nelle società pluraliste e la Costituzione del pluralismo”, en M. LUCIANI (coordinador) La democrazia alla fine del secolo, Laterza, Bari, 1994, p. 93 ss. Entre otras cosas, la tendencia hacia la expansión de los derechos sociales está confirmada también por las codificaciones de los derechos en las constituciones más recientes de los Países pertenecientes al área de la democracia consolidada, como por ejemplo la de Finlandia (1995) y la de Suiza (1999). Ver en este sentido E. CECCHERINI, La codificazione dei diritti nelle recenti costituzioni, Giuffrè, Milano, 2002, p. 125.
[79] En efecto, Max Weber había subrayado al final de 1918, que se había acabado la época de la “santidad de la propiedad”, a la que no le correspondía ya la posición central e indiscutible de los derechos fundamentales, que había ocupado en “época burguésa”. M. WEBER, La futura forma istituzionale della Germania, tr. it., en M. WEBER, Parlamento e governo e altri scritti politici, Einaudi, Turín, 1982, p. 268.
[80] H. ARENDT, Lavoro, opera, azione. Le forme della vita attiva, tr. it., Ombre Corte edizioni, Verona, 1997, p. 38.
[81] S. MEZZADRA, Costituzionalizzazione del lavoro e stato sociale: l’esperienza weimeriana, en Vv.Aa, Ai confini dello Stato sociale, Manifestolibri, Roma, 1995, p. 81 ss.
[82] Proposta di direttiva, op. cit.
[83] R. M. JENNÀR, “Nuova aggressione neoliberista della Commissione europea. La Direttiva Bolkestein”, en Quale Stato, n. 2-3, 2004, pp. 287 ss.
[84] CGE, sentencia 20.2 1979, C120-78, Cassis de Dijon, en Racc. 1979, p. 649. Cada producto legítimamente comercializado en un Estado miembro debe poder ser libremente comercializado también en los otros Estados, con excepción de los diferentes y posteriores casos de incumplimiento previstos por los ordenamientos de éstos últimos, para responder a exigencias imperativas (garantizar el régimen de imposición fiscal, la protección de la salud, de los consumidores y del medio ambiente) que no pueden ser satisfechas de otro modo igualmente eficaz, aunque menos restrictivo.
Sobre los avances del reconocimiento mutuo en la jurisprudencia comunitaria, un análisis cuidadoso está contenido en el volumen de Massimo Pallini sobre la constitución económica europea, que será publicado proximamente por la casa editorial Ediesse (véase en particular el capítulo sobre “Las obligaciones del Estado para garantizar la libre competencia. Las limitaciones a la soberanía nacional en materia de protección del trabajo”).
[85] G. AMATO, “L’errore Bolkestein. Armonizzare stanca”, en Il Sole 24 Ore, 19 de febrero de 2006.
[86] G. AMATO, “L’errore Bolkestein...” op. cit.
[87] A. LO FARO, “Turisti e vagabondi: riflessioni sulla mobilità internazionale dei lavoratori senza confini”, en Lavoro e Diritto, núm. 3, 2005, p. 456.
[88] A. LO FARO, “Turisti e vagabondi...” op. cit., p. 463.
[89] Aún sin que existan en el campo de los servicios sentencias magníficas, como la ya recordada Cassis de Dijon, la Corte ha abierto el camino a la libre circulación con varias sentencias que han determinado la ilegitimidad de los límites que, de manera subrepticia, lleven consigo una discriminación injustificada en detrimento de empresas o prestadores de servicios de otros países europeos. Para un cuadro sintético de la situación v. E. BRIVIO, “Le barriere occulte abbattute dai giudici” en Il Sole 24 Ore, 17 de febrero de 2006. De manera más analítica y crítica se remite al volumen ya recordado de Massimo Pallini.
[90] A. LO FARO, “Turisti e vagabondi...” op. cit., p. 464.
[91] R. M. JENNÀR, “Nuova aggressione neoliberista...” op. cit., p. 295.
[92] “Los Estados miembros respetan el derecho de los prestadores de servicios de operar un servicio en un Estado miembro desde sus respectivas sedes”.
“El Estado miembro en el que el servicio es prestado asegura el libre acceso a una actividad de servicio y el libre ejercicio de la misma sobre su propio territorio”(art. 16).
Las disposiciones citadas y las otras que serán recordadas a continuación, se refieren a la edición provisional (consultable en www.astrid-online.it) de la “Resolución legislativa del Parlamento europeo sobre la propuesta de directiva del Parlamento europeo y del Consejo en materia de servicios en el mercado interno”, aprobada el 16 de febrero de 2006.
[93] El cuadro es en este momento complejo de interpretar, bien por la discutible diferenciación introducida entre servicios de interés general (SIG) y servicios de interés económico general (SIEG) (a los que la directiva debería aplicarse); o bien porque tanto la lista de los “servicios liberalizados” como de los servicios excluídos de la aplicación de la directiva, se encuentran en una pluralidad de disposiciones jurídicas.
Sin pretensiones de exhaustividad y de precisión, se puede decir que los “servicios liberalizados” deberían ser todos aquellos no expresamente excluídos. Entre los más relevantes: los servicios a las empresas y sus actividades conexas como inmobiliaria y construcciones, informática, cultura, propiedad intelectual, instrucción privada, organizaxión de ferias, alquiler de coches, «catering».
Excluidos de la Directiva deberían estar, en cambio, los servicios relacionados con los siguientes sectores: correos; electricidad y gas; agua (excluídos los privados); seguridad social, finanzas, radio y televisión, comunicaciones electrónicas y profesiones legales (sectores cubiertos por otras directivas); cine y audiovisuales; transportes (incluso los urbanos); fisco; servicios sociales, publicación y distribución de prensa; gestión de basuras y de los residuos; taxi y ambulancias; puertos; apuestas, juegos de azar y loterías; profesiones ligadas al ejercicio de poderes públicos (como los notarios); agencias interinas; seguridad; servicios para las familias; recuperación de deudas por vía judicial; transporte de dinero; transporte de ataúdes.
[94] “La presente directiva deja sin prejuzgar la legislación del trabajo, especialmente las disposiciones jurídicas o contractuales que disciplinan las condiciones de trabajo, incluídas la protección de la salud y la seguridad en los puestos de trabajo, así como las relaciones entre los actores sociales. En particular, la directiva respeta plenamente el derecho a negociar, concluír, extender y aplicar contratos colectivos, a emprender acciones de huelga sindical de conformidad con las normas que disciplinan las relaciones laborales de los Estados miembros. La presente directiva no influye sobre la normatividad nacional en materia de seguridad social” (art. 1 inciso 7).
[95] En este sentido, los autorizados comentarios aparecidos en la prensa italiana. Se recomienda ver, por lo menos, los de P. MIELI, “Quel sogno svanito con la Bolkestein”, en Corriere della Sera, 20 de febrero de 2006; D. SINISCALCO, “Il protezionismo che rallenta la crescita”, en La Stampa, 20 de febrero de 2006.
[96] M. FERRERA, “Il voto sulla Bolkestein. L’Europa e la sindrome dell’idraulico”, en Corriere della Sera, 17 de febrero de 2006.
[97] M. FERRERA, “Delusione Bolkestein. Così le corporazioni hanno vinto a Strasburgo”, en Corriere della Sera, 11 de febrero de 2006.
[98] Sobre este punto, ver las analíticas consideraciones de M. JENNÀR, Bolkestein: il punto della situazione, en www.attac.it, del 10 de marzo de 2006.
[99] Para una primera evaluación sobre este aspecto ver FP CGIL, “Bolkestein: Cgil, ancora troppi moti”, en Carta Qui, 28 de febrero de 2006.
[100] Esto, según el art. 4, puede ser también una persona física, o lo que es lo mismo, un trabajador independiente.
[101] Ahí donde el art. 16 en el punto 3f dispone que un Estado puede restringir la libre circulación de los servicios imponiendo “la aplicación de un régimen contractual particular entre el prestador y el destinatario que impida o limite la prestación de servicios por parte del trabajador autónomo”.
[102] Lo subraya, entre otros, el Vicepresidente de la Comisión de Asuntos sociales y Ocupación del Parlamenteo europeo: A. PANZERI, “Le imprese e la «Bolkestein». C’è qualcosa di buono nel compromesso”, en Corriere della Sera, 13 de febrero de 2006.
[103] “Los Estados miembros, sobre su propio territorio, no pueden subordinar el acceso a una actividad de servicio o al ejercicio de la misma al cumplimiento de requisitos que no respeten los siguientes principios: a) no discriminación: los requisitos no pueden ser directa o indirectamente discriminatorios en cuanto a la nacionalidad o, en el caso de personas jurídicas, del Estado miembro en el que éstas tengan su sede; b) necesidad: los requisitos deben estar justificados por razones de política pública, seguridad pública o protección de la salud y del medio ambiente; c) proporcionalidad: los requisitos deben garantizar el logro del objetivo perseguido y no pueden ir más allá de cuanto sea necesario para lograrlo” (art. 16).
[104] P. SALIN, “Il faut sauver le soldat Bolkestein!”, en Le Québécois Libre, n. 151, 15 de febrero de 2005.
[105] A. LO FARO, “Turisti e vagabondi...” op. cit., p. 438.
[106] M. MONTI, “Il primato del consumatore”, en Corriere della Sera, 12 de febrero de 2005.
[107] G. VACIAGO, “Favole e riforme. Senza idraulici e senza crescita”, en Il Sole 24 Ore, 17 de febrero de 2006.
[108] M. FERRERA, “Il voto sulla Bolkestein...” op. cit.
[109] G. VACIAGO, “Favole e riforme...” op. cit.
[110] Así sustancialmente G. AMATO, “L’errore Bolkestein...” op. cit.
[111] “Las normas relacionadas con los procedimientos administrativos no están encaminadas a armonizarlas sino a surprimir los régimenes, procedimientos y formalidades de autorización, excesivamente onerosos que obstaculizan la libertad de establecimiento y la creación de las nuevas sociedades de servicios que con ella se originan (considerando 21bis).
[112] T. DI SALVO, “Una costituzione per l’Europa sociale”, en Democrazia e Diritto, 2005, n. 3, p. 59 ss.
[113] O bien, la lógica difundida en el nivel doméstico en el mundo de la contratación pública de que al final no se garantiza «ni a los consumidores ni a los trabajadores». (A. PANZERI, “Le imprese e la Bolkestein...” op. cit. ).
[114] M. FERRERA, “Delusione Bolkestein...” op. cit.
[115] Se trata de un paradigma bastante difundido en la doctrina publicista. Ejemplares, en este sentido, las siguientes consideraciones.
“Desde hace diez años y hasta ahora la productividad del trabajo ha disminuido en Europa (cerca de un punto al año), mientras en los Estados Unidos ha aumentado, precisamente en un punto al año. Lo que se ha creado es un claro desequilibrio de crecimiento entre los dos contienentes. Y la diferencia se ha ampliado precisamente en el sector de los servicios”.
“Es perfectamente legítimo considerar como positiva tal evolución. El objetivo de la política económica no es el de maximizar el crecimiento, sino el bienestar, lo que puede comportar decisiones sociales no productivas. Sin embargo, en los próximos decenios el aumento de la productividad deberá financiar el crecimiento del poder adquisitivo y el aumento de los costes de las pensiones. Continuar anclados en los niveles actuales significa por tanto aceptar que nuestra renta per capita sea inferior a la de los Estados Unidos; así como también significa resignarnos a un crecimiento casi nulo de nuestro poder adquisitivo (…)”. (J. PISANI-FERRY, Direttiva servizi, come farne buon uso, en www.lavoce.info.it del 14 de febrero de 2006).
[116] G. RUFFOLO, “Il congedo della socialdemocrazia”, in Argomenti Umani, núm. 1, 2006, p. 17.
[117] I. MORTELLARO, “Cambio di stagione. Europa e Mediterraneo alla prova del XXI secolo”, en Democrazia e Diritto, núm. 3, 2005, p. 80.
[118] G. RUFFOLO, “Il congedo della socialdemocrazia...” op. cit., p. 18.
[119] Por último L. CARACCIOLO, “Introduzione”, en L’Europa è un bluff, “Limes”, núm. 1, 2206.
[120] T. TREU, “Bolkestein, sì però….”, en Europa del 20 de octubre de 2005.