Con la firma del «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa», la Unión Europea recurre por primera vez a la expresión formal de «Constitución» para calificar su normativa fundamental[1]. La carga simbólica de la propuesta es innegable. Se trata de un salto cualitativo en el proceso de integración, cuyas implicaciones teóricas y prácticas, más allá de la suerte concreta que pueda correr el texto en cuestión[2], no pueden desconocerse.
El objetivo de este trabajo es aprovechar el debate sobre el Tratado constitucional para justificar la necesidad de estudiar el proceso de integración europea desde una óptica constitucionalista. Es decir, desde una perspectiva que privilegie su pretensión de convertirse en un orden constitucional supra-estatal, en lugar de limitarse, «sic et simpliter», a abordarlo como un acuerdo inter-estatal más o menos «sui generis».
Ciertamente, adoptar una perspectiva constitucionalista no supone trasladar de manera esquemática al nivel europeo todas y cada una de las categorías forjadas para analizar las Constituciones de base estatal (Bronzini, 2005: 17 y ss.; 2003ª: 90 y ss.; 2003b: pp. 111 y ss.; Poiares Maduro, 2003: 75; Weiler y Wind, 2003: 2 y ss.). Sin embargo, exige analizar las credenciales «constitucionales» de la Unión Europea y de sus Estados miembros, sobre todo en un momento que se pretende «constituyente», desde una perspectiva crítica. Esto es, desde una aproximación que no pretenda reducir la «realidad» a lo que existe, sino que la conciba como un campo de posibilidades en el que desarrollar vías alternativas (Santos, 2000: 23; Joerges, 2005: 53). Ese punto de vista requiere, entre otras cuestiones, determinar si la construcción europea –incluido el Tratado constitucional– reúne los requisitos básicos que, desde un punto de vista ideal-normativo, podrían exigirse a un proceso y a un texto que aspiran a reconocerse en el contenido valorativo inherente a la expresión «Constitución» (Martínez Sierra, 2004: 43 y ss).
Ahora bien, para analizar el proceso de integración desde una cierta perspectiva «externa», conviene diferenciar entre «Constitución» y «constitucionalismo»[3]. En un sentido «positivo», en efecto, el término «Constitución» puede designar cualquier conjunto más o menos formalizado de normas «fundamentales» que permitan identificar o caracterizar un ordenamiento jurídico. La noción de «constitucionalismo», en cambio, supone un particular sistema axiológico que en la modernidad ha estado ligado a la necesidad de establecer límites y vínculos al poder y a garantizar la autonomía de las personas. El artículo 16 de la Declaración francesa de 1789, al vincular la idea de Constitución a la separación de poderes y a la garantía de derechos, comporta el punto de referencia por excelencia de ese criterio ideal-normativo utilizado para evaluar las tradiciones constitucionales desarrolladas en Europa o en América durante los siglos XVIII y XIX.
Esta fórmula liberal, sin embargo, ha experimentado actualizaciones «paradigmáticas» en el tiempo. Ya en el siglo XX, y sobre todo tras la segunda posguerra, el canon de lo constitucionalmente perseguible se ha perfeccionado, al menos en un sentido formal, tanto en su aspecto garantista, ligado a la limitación del poder, como en su vertiente democrática, ligada a la necesidad de legitimidad del poder.
Desde un punto de vista garantista, en efecto, la lógica del constitucionalismo moderno sigue exigiendo la introducción de límites y controles al poder; pero no ya sólo a los poderes públicos sino también a los poderes privados, comenzando por los de mercado. Y requiere, también, la correlativa asignación de derechos fundamentales, no sólo civiles y políticos, sino también sociales, culturales y ambientales, a todas las personas, comenzando por los sujetos más vulnerables[4]. Desde un punto de vista democrático, por su parte, la demanda de legitimidad del poder comporta la existencia de mecanismos que garanticen la representatividad del poder, pero también, y sobre todo, la participación directa de los destinatarios de las reglas que rigen la comunidad en su elaboración, ejecución y modificación[5].
Pues bien, lo que aquí se pretende defender, precisamente, es que el «Tratado constitucional» europeo, tanto por su forma de elaboración como por su contenido, ofrece una versión decepcionante de estos elementos garantistas y democráticos, que ni están a la altura del mejor «patrimonio constitucional europeo»[6] ni permiten responder a los grandes desafíos internos y externos que hoy se plantean a la Unión Europea. En el mejor de los supuestos, se estaría ante una «Constitución» escasamente «constitucionalista». Es decir, ante una propuesta que, incluso si pudiera considerarse «Constitución» en el sentido de una reunión formal y relativamente simplificada de las normas «fundamentales» que regulan el ordenamiento europeo, difícilmente podría reputarse una expresión del mejor constitucionalismo garantista y democrático[7].
Naturalmente, criticar la «ilusión constitucional»[8] que mistifica la apelación a una «Constitución europea», cualquiera sea su proceso de elaboración y su contenido, no supone, como se verá, compartir las tesis que sólo admiten su existencia en el marco de un espacio que reúna todos los atributos ligados a la idea de «Estado»[9], ni tampoco aquéllas que condicionan el debate constitucional o la puesta en marcha de un proceso constituyente a la existencia de un «pueblo» europeo homogéneo y acabado[10].
Por el contrario, pensar el constitucionalismo como teoría y práctica de la limitación del poder y de la ampliación de la autonomía exige superar las dinámicas de exclusión y violencia generadas, tanto por la noción moderna de Estado, como por las ilusiones de un demos étnicamente homogéneo y/o culturalmente uniforme (De Giorgi, 2003: 257). Desde esa perspectiva, si el proceso de elaboración y ratificación del Tratado constitucional ha tenido alguna virtud, ésta ha sido, quizás contra sus propias intenciones, la de haber impulsado una inédita esfera pública europea crítica, plural y conflictiva. El único espacio, posiblemente, desde el que podría darse al abierto proceso de constitucionalización de Europa un sentido genuinamente garantista y democrático.
Tras los desafíos planteados por la simultánea necesidad de profundización y ampliación de la Unión Europea, los gobiernos estatales podrían haber mantenido la maleable «Constitución» no escrita hasta entonces vigente, promoviendo su modificación por vías convencionales. Sin embargo, la progresiva erosión del carisma comunitario confirmada por el batacazo que supuso el rechazo irlandés al Tratado de Niza, hizo que la hipótesis de un nuevo Tratado basado en una lógica simplemente «eficientista» –adecuar institucionalmente la Unión a una Europa de 25 países– se revelara como un movimiento muy arriesgado. En parte, la expresión «Constitución», al igual que otras, como «gobernanza», comenzó a convertirse en una «marca de venta» atractiva si de lo que se trataba era de sumar voluntades al proceso de ampliación (Weiler y Wind, 2003: 2) En esa coyuntura, precisamente, los gobiernos optaron por convocar en Laeken una nueva «Convención» pensada a partir de la que había elaborado la Carta de Niza. Aunque su objetivo literal era estudiar los temas planteados en la Declaración sobre el futuro de la Unión y redactar «un documento final que podrá contener opciones diversas», fue el punto de referencia que permitió el posterior impulso del Tratado constitucional.
Ciertamente, la evocación directa o indirecta de conceptos como «Convención» o «Constitución», pretendía concitar la legitimidad simbólica que ni la fría burocracia de Bruselas ni las desangeladas Cumbres europeas habían conseguido granjearse. En el plano real, sin embargo, nunca estuvo claro que los ejecutivos estatales estuvieran dispuestos a abandonar la máxima según la cual «les traités sont affaires des Princes, pas des peuples», ni a moderar, por tanto, su férreo control sobre cualquier proceso «constituyente» que pudiera generarse en clave post-estatal.
Teniendo en cuenta ese trasfondo, no llama la atención que las continuidades entre el Tratado constitucional y sus antecesores sean mayores que las cesuras que muchas veces se han querido señalar. En cualquier caso, si bien un «Tratado constitucional» comporta un híbrido de complicada conceptualización, hay dos errores que deberían evitarse para captar su sentido jurídico y político más profundo[11]. Por un lado, conceder que se está ante una «Constitución» auténticamente «constitucionalista», esto es, ante una Constitución que, acorde con sus pretensiones simbólicas, pueda inscribirse en la mejor tradición del constitucionalismo garantista, igualitario y democrático; en sentido opuesto, considerar que se está ante un simple Tratado más, desconociendo las implicaciones formales y materiales de la terminología empleada.
Con la prevención que entraña el carácter convencional de toda definición, hay dos sentidos, en todo caso, en los que el Tratado firmado en Roma no puede reputarse una «Constitución»: ni como un texto formalmente ligado a un proceso constituyente democrático, ni como un pacto que materialmente permita replantear, sobre bases sencillas, la vida política y económica europea.
Desde un punto de vista formal, la neutralización y ocultación de cualquier poder constituyente popular ha sido un signo constante de la construcción europea[12]. Atenazado entre la tentación «soberanista» que sólo lo concibe vinculado a una idea homogénea, acabada e incluso estatalmente definida de «pueblo», y la ensoñación «tecnocrática» que se complace en su suplantación semi-clandestina por órganos «constituidos» opacos, carentes de controles, pero supuestamente más «eficientes y previsibles», el concepto de «poder constituyente democrático» no ha ocupado nunca un lugar real en la construcción europea (Alliès, 2004: 45 y ss.; Cantaro, 2003: 51 y ss.). A resultas de ello, no se ha priorizado la necesidad de crear espacios y procedimientos que estimularan su potencia creativa y dieran expresión a su naturaleza conflictiva y plural[13]. El resultado, en el caso del Tratado constitucional, ha sido un proceso constituyente de escasa legitimidad tanto en su fase ascendente, como durante las fases propiamente dichas de desarrollo y ratificación[14].
En primer lugar, el Tratado constitucional no nació, contra lo que proclama su artículo I-1, de «la voluntad de los ciudadanos» ni de los pueblos y habitantes de Europa. No hubo una Asamblea constituyente con un mandato surgido de la discusión y el sufragio popular. A pesar de su carácter innovador en la historia de la integración, «el método de la Convención» no puede considerarse un instrumento de democratización real del proceso constituyente en Europa.
En el caso de la Convención convocada en Laeken, los límites de representatividad[15] y el estigma de la supervisión de los ejecutivos estatales estuvieron siempre presentes, tanto en el momento de su composición[16], como en su configuración como poder de reforma de cara a futuros procesos de revisión del Tratado constitucional[17].
En segundo lugar, a diferencia de lo que sería propio de una Asamblea constituyente democrática, la «Filadelfia europea» se vio condicionada de entrada por el papel privilegiado que los ejecutivos se aseguraron a través del «Praesidium». En connivencia, precisamente, con los gobiernos que los habían nombrado, el «Praesidium» y su Secretariado se aseguraron el control sobre el sistema de discusión, votación y logro de los consensos durante los 18 meses de funcionamiento de la Convención (Duhamel, 2003). No es de extrañar, en esa dirección, que de los 11 Grupos de Trabajo constituidos por el «Praesidium» para la discusión de temas específicos[18], los referidos a «Gobernanza económica» y a «la Europa social», fueran finalmente los menos fecundos (Alliès: 2004: 64 y ss.)[19].
Finalmente, en lo que respecta a la legitimidad descendente, tampoco se asumió la petición exigida por varios grupos políticos europeos de una ratificación mediante un referéndum popular simultáneo en todos los Estados miembros. Por el contrario, y a pesar de las exhortaciones de la propia Convención europea, los Estados miembros, apelando al principio de autonomía institucional, pusieron en marcha diferentes procesos de ratificación, no siempre a la altura del tenor simbólico del texto discutido[20].
Ahora bien, las críticas al carácter excluyente y «tutelado» del proceso de elaboración del Tratado constitucional podrían considerarse exageradas o secundarias si su relación con los contenidos adoptados no fuera tan estrecha. En ese sentido, no sorprende que desde un punto de vista material, el Tratado aprobado en Roma no «constituyera» nada sustancialmente nuevo, limitándose a enmendar aspectos periféricos de lo ya «constituido», o que ni siquiera pudiera llevar adelante su objetivo pedagógico de volver racional –como diría Hegel– lo que ya era real[21].
En efecto, sin necesidad de asumir una lectura jacobina de los procesos de cambio constitucional, bien puede afirmarse que una Constitución política que no quiere ser un texto simplemente «otorgado» no puede limitarse a «revelar» lo ya existente[22]. Debe plantearse contra alguien y algo antiguo y a favor de alguien o de alguna cosa nueva. Dicho de otro modo: la conquista de una Constitución, cuando forma parte de un impulso democrático más amplio, supone siempre la denuncia de un orden excluyente e imperfecto y la instauración de vías para un orden mejor y más inclusivo. Por una mezcla de límites empíricos y falta de anticipación institucional, el «techo ideológico» del Tratado constitucional siempre se planteó, en sus aspectos políticos y sociales fundamentales, como el del «Ancien Régime». Y eso fue lo que quedó tras la Cumbre inter-gubernamental de Roma: el antiguo régimen de siempre, con su estrecha comprensión del constitucionalismo y de sus exigencias, retocado y dotado, eso sí, de nuevos ropajes simbólicos.
Que el Tratado de Roma II no pueda considerarse una Constitución en un sentido axiológicamente exigente, no quiere decir, en todo caso, que quepa «desdramatizar» su alcance o reducirlo al de un simple Tratado más. Es verdad que desde un punto de vista jurídico-formal los mecanismos escogidos para la elaboración, aprobación y eventual reforma del texto reflejan la persistencia del método intergubernamental y las señas de un Tratado concluido entre estados. Limitarse a esta constatación, sin embargo, supondría subestimar la intención política que se desprende de la terminología escogida, así como su innegable dimensión simbólica y material[23]. El Tratado constitucional, en efecto, no es un Tratado más, como el de Maastricht, Amsterdam, o Niza. Como se desprende del contenido literal de muchos de sus artículos, es un texto con pretensiones «constitucionales» que pretende, con ese carácter, y no con el de un simple Tratado, primar de manera perdurable[24] sobre el derecho constitucional e infra-constitucional de los Estados miembros[25].
Desde ese punto de vista, la supeditación de toda reforma sustancial ulterior, bien al «acuerdo común» de una Conferencia de representantes de los gobiernos y a la ratificación unánime de los Estados miembros (artículo IV-443), bien al previo pronunciamiento, también unánime, del Consejo europeo (artículos IV-444 y IV-445), no puede considerarse la simple expresión de una regla clásica del Derecho internacional. Se trata, y de ahí su importancia, de un mecanismo de super-rigidez que, en el contexto de una Unión de 25 países (y no ya de 6, de 9, de 12 o de 15) comporta el virtual «blindaje» de una específica concepción institucional y económica de un modelo con aspiraciones «constitucionales».
Al enunciar los temas que deberían formar parte de un debate genuinamente «constitucional», la Declaración de Laeken levantó moderadas expectativas acerca de la posibilidad de modificar el sistema institucional de la Unión en un sentido que lo hiciera más «transparente» y «cercano» a la ciudadanía. Sin embargo, las acotadas modificaciones introducidas para conseguir ese objetivo –en materia de competencias parlamentarias, de subsidiariedad, de participación ciudadana– no permiten resolver la ausencia en la Unión Europea de un «Rule of Law» a la altura de los tiempos.
Así, aunque el artículo I-2 del Tratado asegura que la «democracia» es uno de los valores de la Unión, después de medio siglo de integración, sigue consagrándose un entramado institucional en el que los órganos que de verdad deciden son los menos responsables desde un punto de vista democrático, mientras que el órgano más representativo –el Parlamento europeo– conserva una posición del todo subalterna.
Con el objetivo de simplificar sus actos jurídicos, por ejemplo, el Tratado constitucional introduce por primera vez la categoría de «leyes» y «leyes marco» europeas (artículo I-33), que sustituirían, respectivamente, a los actuales «reglamentos» y «directivas» comunitarias. Sin embargo, se trata de un cambio más bien nominal, ya que continúa faltando un auténtico poder legislativo representativo de la voluntad ciudadana.
La iniciativa legislativa, en efecto, sigue encomendándose a la Comisión europea (artículo I-26.2), una suerte de ejecutivo comunitario propuesto por los gobiernos y especialmente sensible a la presión de los grandes lobbies privados[26] y a la influencia de los especialistas y expertos comunitarios[27]. Así, aunque el Consejo tiene suficiente peso como para iniciar los programas que la Comisión debe convertir en propuestas concretas, es ella quien posee la llave del poder legislativo. Al mismo tiempo, dispone de competencias ejecutivas importantes en materia presupuestaria, que la convierten en guardián de la ortodoxia monetarista establecida en el Pacto de Estabilidad. Gran parte de su poder, en realidad, reside en la tendencia de los gobiernos a acordarle una responsabilidad máxima en políticas cuyo impulso en el ámbito estatal comportaría una carga considerable de «impopularidad». Así ocurre, por ejemplo, en el ámbito de las políticas de libre competencia, en las que la Comisión establece controles, multas y sanciones dirigidas a penalizar los abusos de posición dominante producidos por las ayudas estatales a empresas públicas (Magnette, 2003: 107; 2005).
Sumado a ello, la Comisión ejerce sus funciones en un contexto caracterizado por la ausencia de controles suficientes. Los comisarios son en última instancia elegidos por los propios gobiernos y no pueden ser censurados de forma individual por el Parlamento, que sólo dispone de la posibilidad de censurar colectivamente a toda la Comisión. El Tratado constitucional no hace demasiado para remover este marco estructural de opacidad ni para impedir que la Comisión[28], encargada en principio de proteger el «interés comunitario», se convierta en correa de transmisión de concretos intereses privados de mercado[29].
En cualquier caso, si la Comisión dispone de un considerable margen de iniciativa política, los gobiernos estatales siguen siendo el poder constituido más importante del sistema político de la Unión. Antes ya del Tratado constitucional, el Consejo de Ministros reunía, de hecho, características propias de un legislador incontrolable y de un gobierno incontrolado, de una Cámara Alta y de un auténtico ejecutivo a la vez. El Tratado constitucional complica aún más el dispositivo: su artículo 21 distingue el Consejo europeo (los jefes de Estado y de Gobierno) del Consejo de Ministros (denominado, sencillamente, el Consejo), dejando en evidencia la primacía del primero y la menor autonomía de este último.
Así, aunque el artículo I-21 estipula que el Consejo Europeo «no ejercerá función legislativa alguna», sus potestades exceden largamente las de dar a la Unión de «los impulsos necesarios para su desarrollo» y para la definición «de sus orientaciones y prioridades políticas generales» (artículo I-21) (Martínez Sierra, 2004: 49 y ss.). La influencia del Consejo Europeo en la iniciativa legislativa de la Comisión –por mediación de las conclusiones de la Presidencia– y en las decisiones finales de los Consejos sectoriales de Ministros –dada la dependencia de sus miembros de sus respectivos gobiernos– es determinante[30]. El Tratado constitucional refuerza su posición incluyéndolo por primera vez de manera formal junto al resto de las instituciones clásicas de la Unión y estableciendo la figura de un Presidente del Consejo Europeo (artículo I-22). Nombrado por dos años y medio, el Presidente del Consejo tendría que convivir con la figura también nueva del Ministro de Asuntos Exteriores de la Unión (artículo I-28), por lo que su incidencia en la política interna y externa europea sería todo menos pacífica.
Un repaso superficial del texto del Tratado constitucional permite advertir la amplitud y relevancia de las decisiones institucionales cuya adopción se encomienda a los Jefes de Gobierno y de Estado agrupados en el Consejo Europeo[31]. Es evidente que en todos estos casos, la incidencia del Parlamento europeo sería mínima, lo que contribuiría a desdibujar aún más su papel como órgano legislativo y de control.
Como ya ha venido sucediendo en los Tratados anteriores y desde el Acta Única, el Tratado constitucional amplía el número de ámbitos –de 37 a 80– en los que el Parlamento podría codecidir legislativamente con el Consejo. Esta extensión, y su conversión en procedimiento legislativo ordinario, representa ciertamente un paso adelante respecto del Tratado de Niza. Pero es del todo insuficiente en relación al papel que un texto que se pretende «constitucional» y «democrático» debería otorgarle al único órgano directamente elegido por los ciudadanos europeos tras más de cincuenta años de integración.
El Parlamento, es verdad, podría enmendar e incluso vetar iniciativas legislativas de la Comisión (artículo III-396). Pero sólo después de un largo y complejo proceso, en el que el requisito de la unanimidad en la codecisión del Consejo puede convertirse en un obstáculo imposible de remontar[32], y sin conservar la última palabra en materias claves como la presupuestaria. Por otra parte, la conversión de la codecisión en procedimiento legislativo ordinario no impide que en muchos casos se reconozcan al Parlamento funciones meramente consultivas[33], que se establezcan auténticas reservas en las que la capacidad de intervención normativa se encomienda en exclusiva a la Comisión o al Consejo[34], e incluso que se introduzca el llamado fantasma de «Ioannina» si se considera que están en juego intereses «cruciales» de los Estados[35].
Por otro lado, las funciones estrictamente de control del Parlamento se encuentran lejos de lo que sería exigible a un texto que pretende sentar unas bases constitucionales formales para la Unión. La responsabilidad del Consejo es prácticamente inexistente, y aunque el Parlamento mantiene su poder de censura sobre la totalidad de la Comisión (artículo III-340), no se prevé, como ya se ha dicho, la censura de comisarios individuales (después del reputado «caso Buttiglione», simplemente se ha llegado a un acuerdo para que el Parlamento pueda «sugerirla» al Presidente de la Comisión). Tampoco se recoge la propuesta –discutida en los debates de la Convención– de que fuese el Parlamento quien propusiera y escogiera al presidente de la Comisión. Según el artículo I-27, es el Consejo Europeo quien propone el candidato, teniendo en cuenta, simplemente, «los resultados de las elecciones europeas» y, después de «mantener las consultas adecuadas». Al Parlamento, por su parte, le queda la potestad de aceptarlo o rechazarlo.
En suma, son los ejecutivos de los Estados, a través del Consejo Europeo y de los Consejos de Ministros, junto a la Comisión, quienes después de un complicado proceso de negociaciones que incluye a las respectivas administraciones y grupos de presión privados, determinan buena parte del contenido de la normativa comunitaria. No son de recibo, en este sentido, ni las construcciones «euroescépticas» que pretenden establecer una separación categórica entre la burocracia de Bruselas y los Estados, que permita cargar todas las culpas en la primera y absolver a los segundos, ni las construcciones «pluralistas» y «multilevel» que imaginan un circuito de «tolerancia» constitucional e institucional en el que los diferentes órganos se moderan mutuamente sin que nadie adquiera un peso decisivo[36].
Lejos, en efecto, de haber generado las prácticas constitucionales «horizontales» y «en red» que algunas concepciones pretenden atribuirle, el modelo institucional europeo refuerza el «señorío» de los Estados y, sobre todo, de sus ejecutivos, en diversos niveles, generando de ese modo un «doble déficit democrático». Por un lado, en el ámbito interno, donde los gobiernos vacían progresivamente de competencias a los parlamentos respectivos, al tiempo que se liberan de su tutela. Por otra parte, en el ámbito europeo, donde estos mismos ejecutivos concentran muchas de las facultades decisorias que deberían reconocerse a un Parlamento europeo digno de tal nombre.
La reparación de ese desequilibrio en el sistema político, que sacrifica cualquier legitimidad de origen a una legitimidad por resultados de signo tecnocrático[37], exigiría la introducción de controles y contrapoderes muchos más contundentes que las tímidas previsiones con las que el Tratado constitucional pretende justificar sus progresos democráticos. Ni el sistema de «alerta temprana» con el que se pretende rehabilitar los principios de subsidiariedad y proporcionalidad, así como el papel de control de los Parlamentos estatales[38]; ni la resignada continuidad en la configuración del Comité de las Regiones[39]; ni la restrictiva petición ciudadana con la que se quiere reflejar una apuesta por la «democracia participativa»[40], permiten pensar en un alejamiento sustancial del proceso de «federalización» simplemente intergubernamental y elitista emprendido por la Unión desde hace ya tiempo.
Por el contrario, la preferencia por los espacios opacos dominados por la tecnocracia y los «expertos», comporta un reforzamiento sistémico de órganos decisivos en la construcción europea, como el Tribunal de Justicia de Luxemburgo y el Banco Central Europeo[41]. El caso del Tribunal de Justicia es revelador. Integrado por magistrados propuestos por los estados miembros y convertido en árbitro de las «diferencias» que cada tanto se producen entre la Comisión y el Consejo, ha desempeñado, con la más o menos disimulada aquiescencia de los tribunales estatales ordinarios y constitucionales estatales[42], un papel central en la consolidación del ordenamiento europeo como un ordenamiento «económico-constitucional». O, mejor, como un ordenamiento dotado de una Constitución económica que, apelando a criterios «técnicos» situados fuera del ámbito de lo «político», ha condicionado y vaciado de normatividad el en buena medida ya incumplido núcleo social de las Constituciones estatales (Maestro Buelga, 2000)[43].
En efecto, contra la ilusión que pretende establecer una separación tajante entre lo «político» y lo «económico», la arquitectura institucional consagrada en la Unión y reforzada por el Tratado constitucional no puede desligarse del «indirizzo» económico que existe detrás del Derecho de la integración. La Comisión, el Consejo, el Tribunal de Justicia y el Banco Central son, bajo el atento escrutinio de los ejecutivos estatales, los órganos más permeables a las presiones de los grandes poderes de mercado y los que se encuentran en mejor disposición para aplicar los objetivos económicos que privilegia el Tratado constitucional.
Sería falso presentar la Constitución económica que formaliza el Tratado como una degeneración tardía e inesperada en la construcción europea. El Tratado de Roma de 1957, de hecho, ya exhibía una serie de énfasis que lo distinguían de las Constituciones de sus Estados miembros, como la adoptada en Francia, en 1946, o la italiana, de 1947. Básicamente, fijaba en términos jurídicos los principios y reglas de funcionamiento de una economía de mercado, regida por la libre circulación de mercancías, servicios, trabajadores y capitales, y por la normas de la libre competencia. En ese sentido, aunque al mismo tiempo el Tratado dejaba en mano de los Estados la posibilidad de definir su propio sistema de protección social –«el presente Tratado no prejuzga en modo alguno el régimen de propiedad existente en los Estados miembros (artículo 295 ex 222 del Tratado de Roma; retomado por el artículo III-425 del Tratado constitucional)– la presión de las reglas europeas fue «cerrando» y «dirigiendo»[44] de manera progresiva el marco de opciones sociales (y a la postre, ecológicas) que las Constituciones estatales «abrían»[45].
Esta tensión entre la «apertura» de las Constituciones estatales y el «cierre» de la Constitución europea, compensado por la externalización de los ajustes a los socios más vulnerables que se iban incorporando al ordenamiento comunitario y por el reconocimiento «reflejo» de algunos principios y programas sociales (y ambientales) sólo si se consideraban funcionales al crecimiento de la productividad y a la consolidación del mercado interior (Offe, 2003; Maestro Buelga, 2000; Lucian, 2000), acabó por consolidarse con el Acta Única y, sobre todo, con la Unión Monetaria acordada por el Tratado de Maastricht (Deakin, 1996: 66 y ss.). En realidad, el Tratado constitucional se ha limitado a «blindar» las líneas maestras del «acquis» económico de la Unión, relegando las previsiones sociales y ambientales al evanescente plano de las «cláusulas de compromiso dilatorio» o subordinándolas a la «decisión» política y jurídica de fondo contenida, sobre todo, en la decisiva Parte III.
Así, la referencia en la Parte I a una «economía social de mercado» (artículo I-3-3), cuyos ecos «ordoliberales» no han pasado por alto en la doctrina[46], desaparece por completo en la Parte III, donde en cambio abundan las menciones a «una economía de mercado abierta en la que la competencia es libre»[47]. Lo mismo ocurre con las invocaciones al «desarrollo sostenible», al «pleno empleo», al «progreso social», a la «lucha contra la exclusión» o a la prosecución de «un nivel elevado de protección y mejora de la calidad del medio ambiente» (artículo I-3-3). No sólo naufragan en los dogmas liberales detallados en la Parte III sino que ya aparecen de entrada contradichos por el compromiso con la «alta competitividad» y con una «competencia libre y no falseada» recogidos en la propia Parte I (artículos I-3-3 y I-3-2)[48]. Estas asimetrías, que tal vez podrían disimularse en términos hermenéuticos en una eventual aplicación del texto, resultan inocultables en un momento constituyente[49].
La distribución de competencias entre los Estados y la Unión consolida, con algunos matices, el modelo vigente: el desarrollo de las políticas sociales se deja básicamente en manos de los Estados, pero dentro de un marco –el que fijan, sobre todo, el Pacto de Estabilidad y las «libertades económicas fundamentales»– que restringe de forma sensible su posibilidad de ponerlas en marcha. Por otra parte, lo que se encomienda a la Unión es, sobre todo, la realización de aquellas políticas necesarias para profundizar la liberalización del mercado.
Es verdad que la intervención de la Unión en materia de políticas sociales viene parcialmente alentada por la introducción del dúctil y controvertido «método abierto de coordinación»[50]. Así, por ejemplo, el artículo I-15 dispone que la Unión podrá tomar iniciativas para garantizar la coordinación de las políticas sociales y laborales de los Estados miembros. De modo similar, se ha insistido en la importancia de las cláusulas sociales y ambientales horizontales del artículo III-117 y III-119, que obligan a la Unión a tener en cuenta en sus actuaciones las exigencias derivadas de la promoción «de un alto nivel de empleo», de la garantía «de una protección social adecuada» de la lucha «contra la exclusión social» o de «la protección del medio ambiente». O de los artículos III-210 y III-213, que permiten a la Unión apoyar, complementar y coordinar la acción de los Estados en ámbitos como «las condiciones de trabajo», «la seguridad social y la protección social de los trabajadores», «la información y consulta de los trabajadores» o «la integración de las personas excluidas».
Lo que ocurre, sin embargo, es que estas cláusulas sociales y ambientales horizontales, que de manera aislada podrían considerarse un progreso importante, quedan neutralizadas por las múltiples cláusulas, también transversales, que las subordinan al respeto a las libertades de mercado. Así, los artículos III-177 y III-178 recuerdan que para alcanzar los objetivos previstos en el artículo I-3 del Tratado constitucional «la acción de la Unión y de los Estados miembros» se llevará a término «de conformidad con el principio de una economía abierta y de libre competencia», y en el marco de una política monetaria «cuyo objetivo principal sea mantener la estabilidad de precios». Igualmente, en tiempos de flexibilización laboral rampante, esto es, de abaratamiento del despido, no es difícil adivinar el significado que tiene que la Unión quiera «potenciar» una mano de obra «formada y adaptable, así como unos mercados laborales capaces de reaccionar rápidamente a la evolución de la economía» (artículo III-203). El propio artículo III-209, de hecho, aclara que cuando la Unión «colabore» con los Estados en políticas sociales, no deberá perder de vista la «necesidad de mantener la competitividad de la economía». Eso explica que queden excluidas de esta tarea de «apoyo y complemento» las clásicas cuestiones tabúes de la política social europea, como son «las retribuciones, el derecho de asociación y sindicación, el derecho de huelga o el derecho al lock-out» (artículo III-120.3) (Bronzini, 2005: 29).
El resultado es claro: mientras en materia de política social se incentivan los mecanismos de coordinación y se ensalzan las virtudes del «soft law», en el ámbito de las políticas económicas y monetarias rige un «hard law» especificado con celo (Bronzini: 2005: 31). En materia competencial, por ejemplo, no se prevén prácticamente nuevas cesiones a la Unión (se crean nuevas bases jurídicas en energía, protección civil y turismo, aunque ya se desarrollaban políticas comunitarias en estos ámbitos). Sin embargo, las competencias exclusivas que se le reconocen tienen que ver con las materias que constituyen la piedra angular de las libertades de mercado: «unión aduanera», «normas sobre competencia necesarias para el funcionamiento del mercado interior», «política monetaria de los estados miembros cuya moneda es el euro» y «política comercial común» (artículo I-13). En materia de política monetaria, por su parte, queda claro que el objetivo principal es el mantenimiento de la «estabilidad de precios» (artículos I-30.2; III-177 y III-185) y que su custodia corresponderá al Banco Central, sin que ningún gobierno estatal pueda intentar «influir» en él (artículo III-188).
Las reglas del mercado y la competencia y las reglas sociales corren así a diferentes velocidades. Las primeras pueden ampararse en títulos competenciales generosos y ser impulsadas por mayoría cualificada; las segundas sólo pueden imponerse como «soft law» mediante procesos en general más largos, regidos por las «líneas rojas» de la unanimidad y, por lo tanto, por el derecho de veto de los países más reticentes (Bronzini: 2005: 31). El artículo I-12.5 resume sin ambages el espíritu que anima al Tratado constitucional en esta cuestión: impedir que la actuación de «coordinación» realizada por la Unión pueda comportar una «armonización al alza» de las regulaciones estatales en materia social o ambiental.
Finalmente, está la propia cuestión presupuestaria. A pesar de su supuesta retórica «social», el Tratado constitucional tampoco proporciona elementos para una política presupuestaria y tributaria progresiva. Por el contrario, y en contradicción con algunas reglas elementales de técnica constitucional, se recogen unas obsesiones «normativas» por el equilibrio presupuestario y la ausencia de déficit (artículos I-53.2 y III-184) que la «normalidad» política y económica de la Unión no han hecho más que desmentir de manera sistemática[51].
El principio de unanimidad, por su parte, rige el sistema de recursos propios –que debe ser decidido por el Consejo y aprobado por cada Estado miembro (artículo I-54)–, la aprobación del cuadro financiero plurianual (artículo I-55) y la eventual armonización de las legislaciones en materia fiscal (artículo III-170 y artículo III-171). Para el presupuesto de 2005, se ha confirmado una partida que apenas supera el 1% del PIB del total de países de la Unión, una cantidad inferior al 1,27% exigido por la propia Comisión y sensiblemente menor al 20% del presupuesto federal de los Estados Unidos. Si se tiene en cuenta que, en una Unión ampliada a 25 países, lo que se dedicará a fondos estructurales y de cohesión ronda la tercera parte de ese 1%, no es difícil pronosticar una «guerra entre pobres» y una «competencia a la baja» determinada, esta vez, por un texto que pretende legitimarse como constitucional.
Es en este contexto en el que debe juzgarse el potencial papel de la Carta de derechos fundamentales de la Unión incluida en la Parte II del Tratado constitucional. Presentada como el instrumento de redención de una Unión «incompleta», afectada por el pecado original de la ausencia de un catálogo formal de derechos, es difícil pensar que la Carta vaya a contribuir, de manera significativa, a revertir el déficit político, y sobre todo social y ambiental, que aqueja a la Unión.
Es mucho lo que se ha dicho ya acerca de las inconsistencias en materia de derechos sociales y ambientales de una Carta que, después de todo, tenía por objeto «hacer visibles» derechos ya reconocidos por el Derecho originario y derivado y por la jurisprudencia del Tribunal de Justicia[52]. De entrada, y a pesar de la supuesta apuesta de la Carta por la «interdependencia» e «indivisibilidad» entre las diferentes categorías de derechos, el cuidado exhibido en la consagración de los derechos de «libertad» –entre los que se incluye la libertad de empresa (artículo II-76) y el derecho de propiedad (artículo II-77)– es visiblemente mayor que el aplicado al reconocimiento de los derechos denominados de «igualdad» (Título II) y de «solidaridad» (Título III)[53].
Así, aunque el Preámbulo de la Carta menciona tanto al Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) como a la Cartas sociales europea y comunitaria, éstas últimas desaparecen tanto del artículo I-9, dedicado a los derechos fundamentales, como del artículo II-112, dedicado al alcance e interpretación de la Carta. Mientras derechos como el derecho al trabajo, a una vivienda digna o a un ambiente sano y de calidad aparecen reducidos, respectivamente, al derecho «a trabajar» (artículo II-75)[54], a una «ayuda de vivienda» (artículo II-94.3) o a un simple mandato de «protección del medio ambiente» (artículo II-97), otros, como la libertad de empresa o el derecho de propiedad, aparecen consagrados de una manera generosa y despojados incluso de la «función social» que le imponen ciertas constituciones estatales (La Torre, 2004; Comba, 2003; De Schutter, 2003; Cantaro, 2003).
Del mismo modo, la supeditación del reconocimiento de muchos derechos sociales a lo establecido «en el Derecho de la Unión, en las legislaciones y prácticas nacionales»; la equívoca remisión, como criterio interpretativo, a las «explicaciones» de los mismos realizadas por la Convención redactora (artículo II-112.7); o la referencia, introducida a instancias del Reino Unido, a «principios» que «sólo podrán alegarse ante un órgano jurisdiccional» previo desarrollo legislativo (artículo II-112.5)[55] no pueden interpretarse sino como intentos de mantener, en lo fundamental, su estatuto de minoría jurídica y de derechos de segunda categoría en relación con ciertos derechos civiles, político y patrimoniales (Grimm, 2003: 11).
Es verdad que el artículo II-113 establece que ninguna disposición de la Carta puede interpretarse como limitativa o lesiva de derechos reconocidos en los diferentes instrumentos estatales e internacionales de protección de derechos humanos, comenzando por el Convenio Europeo.
En buena lógica, sin embargo, parece claro que una sola Constitución estatal no podrá convertir su nivel más alto de protección de un determinado derecho en el nivel de protección que deba utilizarse en todos los Estados a la hora de enjuiciar y aplicar el Derecho comunitario. Así, este nivel más alto no podría regir ni siquiera en el Estado en cuestión, ya que ello impediría, a la larga, la aplicación uniforme del Derecho comunitario[56]. Por otra parte, el principio de «stand still», que ciertamente podría aplicarse a los derechos sociales, no tendría por qué no regir también respecto de los derechos patrimoniales reconocidos en la Carta. En consecuencia, cualquier cambio significativo en la jurisprudencia que, como se ha visto, contempla a los derechos sociales como «excepciones» a las libertades de mercado sólo admisible bajo requisitos muy estrictos, resultaría bastante improbable (Comba, 2003; De Schutter, 2003)[57].
En otras palabras: tal vez pueda aceptarse que el artículo II-113 incorpora, en cierto modo, un mandato de «no regresividad» en el corazón de la Carta. Pero eso no quiere decir que ésta vaya a facilitar, al menos en el corto plazo, una presión eficaz a los operadores políticos y jurídicos para mejorar el nivel de protección ya existente[58]. Así, la cláusula horizontal del artículo II-111 se encarga en recordar que la Carta «no crea ninguna competencia ni misión nuevas para la Unión», mientras que el artículo II-112 dispone que «los derechos reconocidos (...) que se mencionan en otras Partes de la Constitución, se ejercerán en las condiciones y dentro de los límites definidos por ellas». Es decir, que es la Carta la que ha de interpretarse de acuerdo a los principios y políticas estipulados en el resto del Tratado constitucional, y no al revés. Se consigue, de ese modo, que la Carta «no moleste», que sea un elegante «convidado de piedra» (Cruz Villalón, 2004) de maneras contenidas y respetuoso de un sistema de reparto competencial que exige, como cláusula de cierre, el respeto por «el principio de una economía de mercado abierta y de libre competencia» (artículo III-177)[59].
Si la separación entre «política» y «economía» es un mito recurrente en el pensamiento constitucional liberal, no es menos frecuente el de la desconexión entre Constitución económica y Constitución penal y militar. En efecto, si la erosión del principio democrático en el constitucionalismo europeo ha sido funcional a la erosión del principio social, el debilitamiento de ambos ha supuesto, no ya la desaparición sin más de todos los atributos de la «soberanía» y de la «estatalidad», sino por el contrario, el fortalecimiento, desigual y combinado, de la única dimensión de la misma que permanece intacta: la burocratización y la concentración del uso de la violencia (De Giorgi, 2003: 246).
En efecto, y contra lo que parecen sugerir las versiones más idealizadas del constitucionalismo «multilevel», la agudización de la crisis de la forma social y democrática del Estado en Europa no se ha traducido sin más en un pluralismo jurídico, liberal y cultural, articulado de manera virtuosa en diferentes escalas. Por el contrario, ha supuesto el regreso de un «liberalismo autoritario» que une la exigencia de una Constitución económica dirigente a la exhibición exponencial de potencia penal y militar, tanto en el ámbito interno[60] como hacia el exterior[61].
La constitucionalización de una Unión Europea policial y militarizada, que ha ido asumiendo de manera progresiva parte del poder de coacción y burocrático de los Estados miembros, es un proceso contradictorio que se remonta, sobre todo, al impulso de la unidad monetaria, con el Tratado de Maastricht. Esta necesidad de sostener una moneda y de «procurarle» nuevos mercados en un contexto caracterizado por la aspiración de dominio geoestratégico de los Estados Unidos y la expansión de una ola de «histeria securitaria», ponen en entredicho la viabilidad de un proyecto europeo genuinamente «diferenciado»[62]. O si se prefiere, cuestionan la viabilidad de una Unión Europea capaz de mantener algún tipo de unidad no «imperial» o «super-estatal» (Sloterdijk, 2003) y de exorcizar, así, los fantasmas del militarismo, del racismo y del «chauvinismo del bienestar» (Balibar, 2003; Fernández Durán, 2004: 43 y ss.).
Llegados a este punto, la subordinación de cualquier propuesta de Constitución formal europea a los imperativos de un transformado constitucionalismo social y democrático post-estatal, se convierte en una exigencia ineludible para una teoría y una práctica críticas respecto del proceso de «construcción europea». Ciertamente, la impugnación de algunas de las concretas trayectorias de ese proceso –de sus derivas tecnocráticas, monetaristas, securitarias, discriminatorias y antisociales– no tiene por qué inducir ni a un repliegue nostálgico al Estado-nación –a la ilusión de una homogeneidad nacional inexistente, de un mundo seguro de fronteras fijas– ni al abandono a alguna variante más o menos elitista de «euro-escepticismo». De lo que se trataría, en realidad, es de profesar un europeísmo capaz de revolverse de manera resuelta contra ciertas imágenes de «Europa»; de mantenerse al mismo tiempo «dentro» del proyecto europeo y «ajeno» a algunas de sus concreciones (De Giorgi, 2003: 246).
Exigir la constitucionalización de Europa, en este sentido, no tiene por qué suponer la exigencia (o el lamento por la pérdida) de formas «estatales», es decir, de poderes burocratizados, militarizados, mercantilizados y centralizados, obsesionados en último término por la reconducción a la «unidad» y la custodia de la «soberanía»[63]. Ni los Estados-nación han perdido todos estos atributos, puesto que mientras la forma «social» y «democrática» se ha deteriorado (de manera desigual según los Estados), la forma «penal» se ha fortalecido como nunca; ni es posible decir que la Unión Europea carezca de ellos en todas sus dimensiones. De hecho, la Unión Europea realmente existente bien puede calificarse como un «Super-Estado débil» (Balibar, 2004). O si se prefiere, puede considerarse una suerte de «Super-Estado» desde un punto de vista monetario, burocrático y, cada vez más, militar, y una organización precariamente institucionalizada, en cambio, desde una perspectiva fiscal, social o ecológica. (Fernández Durán, 2005: 130 y ss.).
De lo que se trataría, en este contexto, es de imaginar, a partir de la crítica, precisamente, del «pensamiento de Estado», un sistema europeo coordinado y abierto de instituciones que admita la introducción de permanentes límites y controles para toda forma de poder, público y privado, y la articulación, en diferentes escalas, de espacios adecuados de control y participación social[64]. Un proyecto de este tipo no supondría negar la necesidad de mediaciones jurídicas e institucionales, pero sí renunciar a su «fijación» bajo formas estatales.
Del mismo modo, defender la necesidad de dar expresión al «poder constituyente europeo» no supone invocar un horizonte de uniformidad étnica, cultural o incluso lingüística. Significa, por el contrario, asumir el carácter irreversiblemente diverso, multicultural y plurinacional de los pueblos, habitantes y movimientos sociales europeos y, a partir de allí, exigir un «proceso constituyente» capaz de dar expresión a su potencia creativa[65].
A pesar de sus discutibles credenciales garantistas y democráticas, la irrupción en escena del Tratado constitucional ha tenido la paradójica virtud de alentar una esfera pública europea crítica y movilizada, capaz de apropiarse, al menos en parte, de un proceso constituyente secuestrado por las administraciones estatales y comunitarias, los expertos y los principales grupos de presión. No es fácil saber en qué acabará ese impulso. Pero de su consolidación y crecimiento en diferentes escalas y esferas dependen en gran parte las posibilidades de conjurar las derivas antidemocráticas, antisociales y autoritarias de la actual Unión Europea y de sus Estados miembros.
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Resumen: El objetivo de este trabajo es el estudio del proceso de integración desde una perspectiva que privilegie su pretensión de constituirse en un orden constitucional supra-estatal. Esta perspectiva exige un análisis crítico, que estudie si la Constitución europea reúne los requisitos básicos desde una perspectiva ideal normativa, que podrían exigirse a un proceso y en un texto que merezca la expresión de Constitución. Desde este punto de partida, el trabajo concluye que la Constitución europea es una versión decepcionante en su contenido garantista y democrático. No es producto de un verdadero poder constituyente, su organización del poder es tecnocrática e intergubernamental, carece de contenido social relevante y la Carta de derechos es inofensiva. En definitiva, la Constitución europea se enmarca en la crisis de la forma de Estado social y democrático, que provoca un regreso al liberalismo autoritario. El autor apela a una necesaria subordinación de cualquier Constitución formal a un constitucionalismo social y democrático post-estatal.
Palabras claves: Constitución europea, constitucionalismo, instituciones de la Unión, Constitución económica dirigente, Estado social, Carta de derechos fundamentales.
[1] Al respecto, véase., entre otros, FIORAVANTI, 2005: 103 y ss.; GRIMM, 2003: 16 y ss.; BRONZINI, 2003b: 111 y ss.; 2005: 18 y ss.; CRUZ VILLALÓN, 17; PIZZORUSSO, 2003: 41 y ss.
[2] Hasta el momento, el Tratado constitucional ha sido ratificado por 13 países: Alemania, Austria, Chipre, Grecia, Hungría, Italia, Letonia, Lituania, Malta, Eslovaquia, Eslovenia, Luxemburgo y España. Sin embargo, el rechazo expresado en los referéndum de Francia y Holanda ha puesto en crisis el conjunto de un proceso ratificatorio. En rigor, éste debería cancelarse, ya que para la ratificación se exige el concurso unánime de los 25 Estados miembros. Sin embargo, la Declaración nº 30 aneja al Tratado introduce alguna confusión al estipular, de manera un tanto eufemística, que «si transcurrido un plazo de dos años desde la firma del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, las cuatro quintas partes de los Estados miembros lo han ratificado y uno o varios Estados miembros han encontrado dificultades para proceder a dicha ratificación, el Consejo Europeo examinará la cuestión» (Cursivas G.P.).
[3] Una perspectiva metodológicamente similar, aunque otorgando a ambos términos un sentido parcialmente diverso, en WEILER y WIND, 2003: 3 y ss.
[4] Esta versión avanzada del componente garantista del actual paradigma constitucional ha sido sólidamente defendida por FERRAJOLI, 1999: 15 y ss.
[5] Desde estas premisas, la participación en la elección y control de los poderes constituidos, así como la existencia de vías que permitan la constante expresión del poder (o poderes) constituyente(s), representan un criterio irrenunciable a la hora de medir el carácter más o menos avanzado de un sistema constitucional. Sobre la lógica democrático-deliberativa del constitucionalismo y la primacía del principio de democracia directa ha insistido NINO, 1997 y, con matices, HABERMAS, 1998. En una perspectiva discursiva más retórica, pero con menos concesiones a la tendencia de los ordenamientos jurídicos existentes a «absorber» la potencia democrática del poder constituyente en la «maquinaria representativa» de los poderes constituidos, véase NEGRI, 1994.
[6] Véase PIZZORUSSO, 2002. En un sentido similar, P. Häberle utiliza la expresión «derecho constitucional común europeo» (HÄBERLE, 2001). Lo que aquí se sugiere, en todo caso, es un canon comparativo más amplio, no necesariamente eurocéntrico, que sea capaz de enjuiciar el proceso de integración, también, a partir de las mejores aportaciones, formales y materiales, provenientes del constitucionalismo internacional, incluido el del «Sur» o el del «Este».
[7] J.H.H. Weiler ha popularizado, a propósito de la construcción europea, la expresión «constitucionalismo sin Constitución». En su opinión, en efecto, la europea sería ya una práctica constitucionalista virtuosa caracterizada por una cierta delimitación del poder y una vocación de convivencia «tolerante» y «plural» con las tradiciones constitucionales de los Estados miembros. Desde esas premisas, mantener un cierto statu quo sería preferible a impulsar una Constitución formal que, en opinión de Weiler, comportaría necesariamente un Estado europeo, es decir, una mayor centralización y una amenaza, en definitiva, para la diversidad cultural de la Unión (WEILER, 1999; 2003a y 2003b). En este texto, el sentido que se da a la expresión Constitución es más formal, y no se concibe ligada necesariamente a la idea de Estado. La expresión constitucionalismo, en cambio, se utiliza de manera más exigente en términos ideal-normativos. Así, no sólo supondría la conveniencia de una cierta descentralización vertical del poder, sino también la necesidad de incorporar, en cada una de esas dimensiones, garantías sociales y democráticas suficientes. Desde el punto de vista descriptivo, a su vez, no se ve impedimento para concebir una Constitución en sentido formal sin que por ello tenga que existir un Estado.
[8] «Pesa mucho –explicaba C. Castoriadis– la ilusión constitucional, la idea de que basta tener una Constitución para que las cosas estén en orden», Citado. en AA.VV., 2003.
[9] Autores como N. Mac Cormick, J.H.H. Weiler o I. Pernice han expresado reservas similares frente a este «monismo soberanista», tanto en su vertiente estatal como comunitaria. Como alternativa, han propuesto un enfoque metodológico «pluralista» que evite las tentaciones tanto de quienes sólo ven la posibilidad de profundizar los procesos de democratización y tutela de los derechos en el ámbito de los Estados nacionales como de quienes aspiran a la consagración de un Super-Estado europeo encargado de hacerlo. Sin perjuicio de la innegable brillantez de estas construcciones, se trata sin embargo de análisis lastrados por una concepción en exceso complaciente de la Unión Europea y de los Estados nacionales «realmente existentes». Esa complacencia no siempre les permite percibir de manera adecuada la pertinaz presencia de elementos irreductibles de «estatalidad» (burocratismo, militarismo, mercantilización, chauvinismo) que deben ser superados tanto en uno como en otro nivel. Véase, entre otros, MAC CORMICK, 2003; WEILER, 1999; 2003a; 2003b; PERNICE, 1999; PERNICE y MEYER, 2003. Desde similares presupuestos metodológicos, pero con un sentido más incisivo, BRONZINI, 2005.
[10] Es conocido el debate entre quienes demandan la existencia de un «pueblo europeo» como prerrequisito para la existencia de una Constitución y quienes, por el contrario, consideran que una Constitución puede «inducir» el surgimiento de una esfera pública europea, véase por todos, GRIMM, 1996 y HABERMAS, 1996. Grimm ofrece una versión matizada de su posición original en GRIMM, 2003. Una actualización de las reflexiones de Habermas, por su parte, puede verse en HABERMAS, 2001.
[11] A. Manzella, por ejemplo, critica a los que sólo ven en el Tratado a Argos, el perro de Ulises, que «revela» la Constitución escondida, y no a Zeus, que saca de su propia cabeza a Atenea en armas, es decir, que hace nacer una «nueva» Constitución (MANZELLA 2003:29).
[12] «Europa, tan rica en teorías y prácticas del poder constituyente –constata Paul Alliès– se ha convertido en el lugar de su olvido (...) La modernidad institucional europea se empeña en tornar impensable el poder constituyente, en negar que pueda ‘expresarse como subjetividad', salvo en un ámbito ‘social' interpretado por la economía o la sociología. Es como si este poder, en la Unión, se limitara a la defensa de derechos subjetivos, sin que sus titulares, los ciudadanos europeos, puedan influir en las decisiones adoptadas en este nivel» (ALLIÈS, 2004: 53 y 54).
[13] Intentando distanciarse de las connotaciones esencialistas del concepto de «pueblo», así como de su construcción e identificación «desde arriba», en clave estatal; véase la caracterización, de explícita filiación spinoziana, que realiza A. Negri de la «potencia constituyente de la multitud» (NEGRI, 1994: 369 y ss.).
[14] Con alguna ligera variante, estos criterios de legitimación de los procesos constituyentes están tomados de la clasificación propuesta por ELSTER, 1998.
[15] Por ejemplo, aunque el Tratado dice asumir la igualdad entre hombres y mujeres como un valor (artículo I-2) y un objetivo (artículo I-3) de la Unión, la presencia de estas últimas en la Convención no fue superior al 20%. Y si se tiene en cuenta –como apunta P. Alliès– que pretendía representar a 450 millones de ciudadanos, es posible que la Convención haya alcanzado un récord en materia de ratio censitaria en la historia constitucional (ALLIÈS, 2004: 64 y ss.).
[16] No es casual que entre los 105 miembros titulares de la Convención diseñada por el Consejo europeo de Laeken hubiera dos antiguos jefes de Estado, una media docena de antiguos Primer Ministros, unos cincuenta ministros, 56 representantes de los parlamentos de los Estados miembros y de los países candidatos, 28 representantes de los gobiernos, 16 representantes del Parlamento europeo y 2 de la Comisión. Tampoco es extraño que 72 parlamentarios elegidos o designados en segundo grado formaran parte de la Convención sin tener mandato alguno para ello.
[17] El poder de intervención reconocido por el Tratado a la «Convención» de cara a reformas futuras es claramente limitado. Según el procedimiento de reforma ordinaria previsto en el artículo IV-403, el Consejo europeo podrá decidir por mayoría simple, previa aprobación del Parlamento, no convocar una Convención cuando la importancia de las modificaciones no lo justifique. Por su parte, en caso de ser convocada, la Convención emitirá una serie de recomendaciones a una Conferencia de representantes de los Gobiernos de los Estados para que aprueben de común acuerdo las modificaciones al Tratado.
[18] Los 11 Grupos de Trabajo eran: G.I: subsidiariedad; G.II: Carta Europea de derechos fundamentales; G.III: Personalidad jurídica; G.IV: Parlamentos nacionales; G.V: Competencias complementarias; G.VI: Governanza económica; G.VII: Acción exterior; G.VIII: Defensa; G.IX: Simplificación; G.X: Libertad, Seguridad y Justicia; G.XI: Europa social.
[19] Para una descripción más detallada, aunque más bien elogiosa del funcionamiento interno de la Convención y de sus grupos de trabajo, ZILLER, 2004: 126 y ss.
[20] Sólo la Constitución de Irlanda obliga a activar el refrendo popular para constitucionalizar las modificaciones en el derecho europeo originario. En el resto de países –como ocurre con el artículo 93 de la Constitución española– suele recurrirse a mecanismos previstos para la interiorización de los Tratados internacionales. Lo cual consiente, no pocas veces, auténticas mutaciones subrepticias del sistema constitucional interno (MUÑOZ MACHADO, 1993; ESTEVEZ, 1994: 38 y ss.).
[21] La versión final del Tratado constitucional consta de 448 artículos. A ello hay que sumarle 2 Anexos, 36 Protocolos y 48 Declaraciones que también forman parte del Tratado (artículo IV-442) y que resultan imprescindibles para interpretar algunos de sus preceptos. Cuestiones fundamentales parar la vida política e institucional de la Unión no se encuentran reguladas, mientras que otras que deberían haberse remitido a leyes o reglamentos posteriores, se encuentran consagradas con detalle. El resultado es una maraña de disposiciones muchas veces inaccesibles, no sólo para los ciudadanos, sino para los propios juristas, que partiendo a veces de una misma posición política sobre el Tratado, han extraído de él interpretaciones totalmente opuestas.
[22] En una reflexión que evoca lo ocurrido con el Tratado constitucional, J.J. Gomes Canotilho atribuye a las «Cartas Magnas» medievales esa función de «revelación» o «confirmación» de «privilegios y libertades» ya existentes que contribuyan a asegurar un gobierno «moderado». El contrapunto de esa función sería, precisamente, la desconfianza frente a toda idea de un poder constituyente creador, con fuerza y competencia para diseñar y planificar, por sí mismo, el modelo de organización política (GOMES CANOTILHO: 1999: 65).
[23] La cuestión de la «constitucionalización simbólica», sugerente para analizar las formas de legitimación de la construcción europea, ha sido abordada de manera inteligente por NEVES, 1994.
[24] «(P)or un período de tiempo ilimitado», según su artículo IV-446 o «durante los próximos 50 años», según V. Giscard d'Estaing, uno de los principales «padres fundadores» del texto.
[25] El artículo I-6 del establece de manera explícita que «(L)a Constitución y el Derecho adoptado por las instituciones de la Unión en el ejercicio de las competencias que se le atribuyen a ésta primarán sobre el Derecho de los Estados miembros». En ese sentido, representa de hecho una innovación mayor tanto en el sistema de fuentes de la Unión y de los Estados miembros como respecto de la jurisprudencia sentada por el Tribunal de Luxemburgo a partir del caso Costa v. Enel . En su Declaración 1/2004, del 13 de diciembre, el Tribunal Constitucional español ha querido minimizar esos efectos, modificando de manera peligrosa las ya dudosas tesis mantenidas en su Declaración 1/1992, a propósito de la constitucionalidad del Tratado de Maastricht. El argumento de fondo del Tribunal es que el artículo I-6 comporta la «primacía» del Derecho europeo sólo en el ámbito de las competencias que les fueran atribuidas. Pero la Constitución española (CE) conservaría la «supremacía» de fondo. Entre otras razones, porque sería siempre a su través (en el caso español, mediante la vía del artículo 93 de la CE) que dicha atribución tendría lugar (Véase FJ nº 3 y 4). Sin embargo, como muestran los votos particulares emitidos en la Declaración, sobre todo el del Magistrado R. García Calvo, el argumento es endeble. Supone aceptar, entre otras cuestiones que, sin necesidad de activar el mecanismo de la reforma, el artículo 93 podría «disponer» del texto de la CE, autorizando casi cualquier transferencia de competencias. Incluidas aquellas que, como estipula el artículo I-6 del Tratado constitucional, garantizan la primacía, no ya de un simple Tratado, sino de una «Constitución» que pretende imponerse no sólo sobre el derecho infraconstitucional estatal sino, llegado el caso, sobre la Constitución misma.
[26] Se calcula que entre 12.000 y 20.000 lobbistas profesionales actúan diariamente en diferentes Comités y organismos ligados a la Comisión o al Parlamento mismo. De este total, un 60% trabaja para empresas, unos 30% para los gobiernos estatales y el resto para ONG's y otras instituciones. Algunos de los grandes grupos de poder europeos, como la Confederación de Industriales y Empresarios Europeos (UNICE), han tenido una influencia determinante en la redacción de algunos artículos del Tratado constitucional, comenzando por los que garantizan la «libre competencia», así como una economía de mercado «no falseada» y «altamente competitiva» (CORPORATE EUROPEAN OBSERVATORY, 2003).
[27] El sistema, recordaba un liberal conservador lúcido como F. Hayek, crea especialistas de las organizaciones, los famosos «expertos» institucionales que encuentran su razón de ser en el conocimiento exclusivo y exhaustivo del sector del sistema del que dependen, y se convierten en los partidarios más entusiastas de la hipertrofia burocrática en la que viven. El funcionamiento de la Comisión y su «entorno» es un ejemplo acabado de ello (HAYEK, 1900: cap. XIX).
[28] La moción de censura colectiva dirigida en su momento contra la Comisión Santer es un prueba de ello. Tampoco es extraño que el Tribunal de Cuentas de la Unión haya denunciado de manera persistente en los últimos años la opacidad en la utilización de fondos por parte de la Comisión y sus Comités de Trabajo.
[29] A poco tiempo de investida la actual Comisión presidida por José Durao Barroso, la recién nombrada Comisaria de Competencia, Neelie Kroes, tuvo que apartarse de cinco asuntos por colisión de intereses.
[30] Aunque la Comisión, en efecto, no está exenta de poder, y muchas veces hace valer su permanencia, su carácter técnico, frente a gobiernos cuyo «interés europeo» es, en el mejor de los casos, periódico, los Estados, sobre todo los más fuertes, poseen una gran capacidad de intervención sobre «sus» comisarios y funcionarios en Bruselas. De ahí que aunque en ocasiones las relaciones entre Consejo y Comisión puedan ser conflictivas, la mayoría de las veces lo que existe es un vínculo de complicidad.
[31] Así, por ejemplo, la fijación de la composición del Parlamento europeo (artículo I-20.2); la definición de las líneas estratégicas de la acción exterior de la Unión, que vinculan al Consejo de Asuntos Exteriores (artículo I-24.3; artículo I-40); la adopción, por mayoría cualificada, de la lista de formaciones del Consejo no incluidas en el Tratado constitucional (artículo I-24.4); la determinación de las condiciones de rotación de la presidencia del Consejo (artículo I-24.7); la modificación del número de miembros de la Comisión (artículo I-26.6); el establecimiento del sistema de elección de miembros de la Comisión (artículo I-26.6); el nombramiento, en última instancia, de la Comisión (artículo I-27.2); el nombramiento y la finalización del mandato, por mayoría cualificada y con la aprobación del Presidente de la Comisión, al Ministro de Asuntos Exteriores de la Unión (artículo I-28.1); la estipulación, por unanimidad y mediante decisión europea, de la posibilidad de que el propio Consejo pase a decidir por mayoría cualificada en distintos supuestos contemplados en la Parte III (artículo I-40); el paso, por unanimidad, a una política de defensa común (artículo I-41.2); la determinación de la suspensión de determinados derechos derivados de la pertenencia a la Unión, en caso de violación grave y persistente por parte de un Estado miembro de los valores enunciados en el artículo I-2; la precisión de las recomendaciones que realiza el Consejo ordinario sobre las orientaciones generales de las políticas económicas de los Estados miembros y de la Unión (artículo III-179.2); la confirmación o no de la posibilidad de que un Estado miembro pueda seguir acogido a excepciones respecto de obligaciones derivadas de la unión económica y monetaria (artículo III-198); la realización de exámenes sobre la situación del empleo en la Unión (artículo III-206); la ampliación, mediante decisión europea, de las competencias de la Fiscalía Europea (artículo III-274); la determinación de los intereses y objetivos estratégicos de la Unión (artículo III-293); la definición de las orientaciones generales de la política exterior y de seguridad común, también respecto de los asuntos que tengan repercusiones en el ámbito de la defensa (artículo III-293); o el nombramiento del Presidente, Vicepresidente y demás miembros del Comité Ejecutivo del Banco Central Europeo (artículo III-382) (MARTÍNEZ SIERRA, 2004: 50).
[32] A pesar de que el Tratado constitucional incrementa los ámbitos en los que el Consejo debe pronunciarse por «mayoría cualificada», se han incorporado 70 nuevas supuestos en los que rige la unanimidad. Ese requisito, como demuestra la experiencia de los Comités de Conciliación y los trílogos, otorga a un único Estado con capacidad de veto el mismo poder formal que todo un Parlamento, al menos de cara al mantenimiento del status quo legislativo (MARTÍNEZ SIERRA, 2004: 51).
[33] Así, por ejemplo, la adopción de medidas de armonización de legislaciones sobre ciertos impuestos indirectos (artículo III-171); la adopción de medidas que permitan restringir la libre circulación de capitales con destino a terceros países o procedentes de éstos (artículo III-157.3) o la introducción de modificaciones al Protocolo sobre déficit excesivo de los Estados (artículo III-184.13).
[34] Así, por ejemplo, en lo que se refiere al establecimiento y funcionamiento del mercado interior (artículo III-130), la fijación de los derechos del arancel aduanero común (artículo III-151.5) o la salvaguarda de la Unión Europea y Monetaria (artículo III-159). Igualmente, el Consejo Europeo desempeña un papel legislativo fundamental dentro del espacio de libertad, seguridad y justicia, dado que a él le corresponde definir las orientaciones estratégicas de la programación legislativa y operativa (artículo III-258).
[35] Por ejemplo, cuando un miembro del Consejo considere que un proyecto de ley o de ley marco europea perjudica aspectos fundamentales de su sistema de seguridad social – como su ámbito de aplicación, coste o estructura financiera – o afecta al equilibrio financiero de dicho sistema, podrá solicitar que el asunto se remita al Consejo Europeo, en cuyo caso quedará suspendido el procedimiento de codecisión (artículo III-136.2). Lo mismo puede ocurrir si se encuentran en juego aspectos fundamentales de su sistema de justicia penal (artículo III-270 y III-271). Dicha suspensión, si así lo estima el Consejo Europeo, puede suponer un veto definitivo que exija a la Comisión re-iniciar el procedimiento sin que nada pueda hacer el Parlamento.
[36] Esta perspectiva, que postula la necesidad de renunciar tanto a la obsesión kelseniana por una norma jerárquicamente suprema, como a la obsesión schmittiana por un soberano que decida en último término (MAC CORMICK, 1993; WEILER, 1999; 2003: 31 y ss.), es, una vez más, atractiva desde un punto de vista prescriptivo, a condición de que en los diferentes niveles se establezcan mecanismos de participación y controles para los poderes públicos y privados. Desde un punto de vista descriptivo, sin embargo, encierra, como se ha apuntado ya, una reconstrucción más bien ideologizada de la Unión y de los Estados tal como en realidad son.
[37] F. W. Scharpf, por ejemplo, asigna a la «gobernanza» de la Unión una simple legitimación de «resultados» basada, precisamente, en la distinción entre procesos de legitimación por «imput», sólo realizables en el ámbito estatal, y procesos de legitimación por output , realizables, sobre todo, en el ámbito supra-estatal. SCHARPF, 2002.
[38] Véase el artículo I-11, así como el Protocolo sobre su aplicación. En su artículo 6, el Protocolo prevé la posibilidad de que los Parlamentos estatales, previa consulta facultativa a los Parlamentos regionales, puedan dirigir a las autoridades europeas una «alerta temprana», esto es, un dictamen motivado por el que se considera que el proyecto no se ajusta al principio de subsidiariedad. Cada Parlamento se pronunciaría a través de 2 votos. Si hay al menos un tercio votos contrarios al Proyecto, éste deberá volverse a estudiar. Si se tratara de un proyecto de acto legislativo europeo referido al espacio de libertad, seguridad y justicia (artículo III-264 del Tratado constitucional) el umbral exigido sería de un cuarto.
[39] El Tratado constitucional, en efecto, mantiene sin modificaciones de fondo el Comité de las Regiones. Además de seguir mezclando entidades regionales y locales (artículo I-32.2) y sus funciones se ciñen a la posibilidad de que el Parlamento europeo, el Consejo o la Comisión lo consulten en un número restringido de casos (artículo III-388). Como innovación mayor, se contempla su legitimidad activa para interponer recursos ante el Tribunal de Justicia por violación del principio de subsidiariedad (artículo 8 del Protocolo sobre el artículo I-11).
[40] El Tratado constitucional incorpora un capítulo VI a la Parte I referido a la «vida democrática en la Unión». En su artículo I-47.4, se prevé que «un grupo de al menos un millón de ciudadanos de la Unión» procedentes de «un número significativo de Estados miembros», pueda «invitar a la Comisión» a presentar una propuesta sobre cuestiones ligadas a «la aplicación de la Constitución». A pesar del entusiasmo que se ha querido generar en torno al precepto, su redacción deja mucho que desear. De entrada, la fórmula es más restrictiva que la contemplada en la Carta de derechos de la Parte II, en la medida en que se reconoce a los «ciudadanos» y no, como hace el artículo II-104, «a toda persona física o jurídica que resida o tenga su domicilio social en un Estado miembro de la Unión». En segundo término, la Comisión sólo es «invitada» a presentar la propuesta. No se consigna ninguna obligación de impulsarla, una vez recogidas las firmas. Tampoco se dice nada sobre la obligación de motivar un eventual rechazo o sobre el derecho de sus promotores a retirarla en caso de que consideren que se ha desvirtuado.
[41] El Banco Central Europeo goza en el Tratado constitucional de una independencia que haría sonrojar a los miembros de la Reserva Federal de los Estados Unidos (artículo I-30.3). Entre otras cosas, por los amplios poderes que se le asignan para determinar las políticas monetarias y económicas de los estados, no de acuerdo a criterios de convergencia social, como la calidad de la ocupación o la reducción de la pobreza, sino según los grandes dogmas de la ortodoxia neoliberal: «estabilidad de precios», «finanzas públicas saneadas», «balanza de pagos estable», «economía de mercado abierta» y «libre competencia» (artículos I-30.2, III-177, III-185).
[42] Para una lectura idílicamente habermasiana de ese vínculo entre instancias jurisdiccionales que, no sin razón, se califica como «contrapuntual», «dialógico» y «cooperativo», POIARES MADURO, 1998; 2003: 98. En sentido similar, WEILER, 2003: 25; y ALLIÈS, 2004. Como se sabe, en su Sentencia sobre el Tratado de Maastricht de 12 de octubre de 1993, a la que se atribuyó cierto regusto schmittiano (WEILER, 1995), el Tribunal Constitucional alemán ensayó un «amago» de defensa de la democracia estatal frente a lo que intuía como una erosión ilegítima de la propia primacía constitucional. Sin embargo, concluyó afirmando la constitucionalidad de la integración económica en la medida en que ésta se consideraba más bien como una cuestión técnica situada fuera del ámbito de lo «político». El mensaje, en definitiva, era la desconexión entre la Constitución económica, la social y la política y la aceptación de políticas fiscales y monetarias no susceptibles de controles jurídicos. Véase JOERGES, 2005: 34 y ss; LUCIANI, 2000. Posteriormente, el mismo Tribunal alemán reabrió la «tensión» en su conocida Sentencia sobre regulación de la importación de Bananas en la UE. Entre otros argumentos de relieve (principalmente, el efecto directo de las normas del GATT en el orden legal alemán) un grupo de empresas que importaba bananas de países de América Latina planteó que la normativa europea representaba una discriminación contra dichos exportadores en beneficio de ciertos productores de la UE (principalmente de Islas Canarias y Madeira) o de países con ligámenes jurídicos especiales con la UE.
[43] En un sentido similar, Jennifer Nedelsky ha intentado mostrar cómo un fenómeno similar ha tenido lugar en el proceso de federalización de los Estados Unidos. Según esta autora, «con la propiedad como uno de los temas más importantes del control judicial, la Corte Suprema pudo recurrir a las tradiciones del «common law» para apoyar sus afirmaciones de que los asuntos en discusión eran fundamentalmente jurídicos y no políticos» (NEDELSKY, 1990: 195).
[44] La expresión «Constitución dirigente» es utilizada por J.J. Gomes Canotilho para describir la densidad normativa de las Constituciones sociales de posguerra –sobre todo de la Constitución portuguesa de 1976– y su capacidad para vincular la capacidad de actuación del legislador ordinario (GOMES CANOTILHO, 2001). En la agudización de la crisis del Estado social, el constitucionalismo de la Unión Europea es una suerte de constitucionalismo dirigente inverso, de orientación neoliberal. Es decir, un sistema constitucional que interviene de manera activa para erosionar la forma social del Estado y rehabilitar el valor tendencialmente absoluto de las libertades de mercado.
[45] Naturalmente, la noción de «apertura» constitucional tiene en la crisis del Estado social connotaciones contradictorias. Puede ser un elemento de democratización y desburocratización, pero también de privatización y desnormativización en sentido social. Sobre la «apertura» de la Constitución, Véase HÄBERLE, 2001; ESTÉVEZ ARAUJO, 1994).
[46] Sobre los antecedentes teóricos de la Constitución económica del «ordoliberalismo» germánico y su impacto sobre la construcción europea Véase el sugerente ensayo de JOERGES, 2005: 9 y ss; y las consideraciones, recientemente editadas, de M. FOUCAULT, 2004.
[47] Para Joerges, la expresión «economía social de mercado» es una promesa vacía, pues el compromiso histórico que el concepto una vez contenía ya no está vigente (JOERGES, 2005: 49).
[48] Si se somete el Tratado constitucional a una criba de conjunto, el veredicto es inapelable: la palabra «mercado» se cita 78 veces y la palabra «competencia», 27. En cambio, expresiones como «progreso social» o «economía social de mercado» aparecen mencionadas 3 y 1 vez, respectivamente (FABIUS, 2004:29).
[49] Durante las campañas de ratificación del texto, sus partidarios han intentado presentar la «mejor interpretación» posible de sus «mejores» normas. Este ejercicio hermenéutico, legítimo e inevitable frente a un texto aprobado cuya reforma no es sencilla, no cabe en un momento constituyente, en el que se plantea la aceptación o el rechazo de conjunto del texto en cuestión y en el que los «énfasis» y las opciones constitucionales de fondo no pueden ocultarse.
[50] Es prematuro estipular si el «método abierto de coordinación» puede actuar como una herramienta de «experimentalismo democrático», útil para la articulación de un federalismo social multilevel o si, por el contrario, representa un instrumento «débil» de intervención social, funcional a las exigencias operativas de un capitalismo transnacional que también opera en diversas escalas. Un debate ponderado acerca de sus posibles virtudes y problemas en JOERGES, 2005: 36 y ss.; Desde una perspectiva ligeramente más optimista, BRONZINI, 2005: 30 y ss.
[51] Actualmente, Alemania, Francia, Holanda y otros seis Estados miembros (al margen de los recientemente adheridos) exceden el límite del 3% de déficit anual previsto por el Pacto de Estabilidad. El 27 de enero de 2004, la Comisión solicitó al Tribunal de Justicia que anulara una decisión por la que el Consejo rechazaba unas recomendaciones dirigidas a Alemania y Francia para que redujeran el déficit y acordaba «dejar en suspenso» el procedimiento previsto. El Tribunal de Justicia (Sentencia TJCE (C-27/04)) no se pronunció sobre la firmeza del Pacto de Estabilidad. Observó que no estaba legalmente previsto «mantener en suspenso» los procedimientos y procedió a anular las conclusiones del Consejo. Al mismo tiempo, sin embargo, reconoció que el Consejo disponía de «un margen de apreciación» y que «basándose en una apreciación diferente de los datos económicos pertinentes, de las medidas que se deben adoptar y del calendario que ha de respetar el Estado miembro afectado, puede modificar el acto recomendado por la Comisión si se reúne la mayoría necesaria para la adopción de dicho acto» (JOERGES, 2005: 35 y 36).
[52] Véase entre otros, ARRIGO, 2005; BRONZINI, 2005; CRUZ VILLALÓN, 2004; MARTÍNEZ SIERRA, 2004; GRIMM, 2003; CANTARO, 2003; FAVOREU; 2003; DE SCHUTTER, 2003; LUCIANI, 2000.
[53] De entrada, y pese a las sugerencias presentadas en la primavera de 2000, no se incluyeron todos los derechos consagrados en la versión revisada de la Carta Social europea de 1996. La justificación fue que la Carta no había sido ratificada por los 15 Estados miembros. La incorporación de algunos derechos, como el derecho a un salario mínimo, fue rechazada por «maximalista» (ZACHER, 2002: 15-16).
[54] Curiosamente, el «derecho a trabajar» está ubicado en el Título sobre Libertades, junto al resto de libertades de mercado, lo que prueba la fuerza de atracción que éstas han ejercido sobre aquél.
[55] Es verdad que la Carta no establece qué preceptos consagran «derechos» y cuáles «principios». Sin embargo, la similitud del artículo II-112.5 con el artículo 53.3 de la Constitución española, pensado precisamente para limitar el alcance de los derechos sociales, permiten introducir al meno alguna sospecha al respecto.
[56] El artículo II-112.4, es verdad, obliga a interpretar los derechos que resulten de las «tradiciones constitucionales» de los Estados miembros», en armonía con ellas. Sin embargo, como recuerda V. Ferreres, se refiere sólo a las tradiciones «comunes». Así, aunque el Tribunal de Justicia se esfuerce en interpretar los derechos fundamentales sin lesionar las concepciones más generosas de algunos estados (o, en un caso extremo, de uno de ellos), eso no quiere decir que el nivel de protección más alto vaya a convertirse automáticamente en estándar comunitario (FERRERES COMELLA, 2005: 15).
[57] Sobre todo entre 1974 y 1993, el Tribunal de Justicia desarrolló una arraigada jurisprudencia que dejaba claro que la tutela de derechos sociales constituía una excepción a la libre circulación de mercancías, de servicios y de competencia. En consecuencia, la limitación de estos principios sólo podía admitirse en condiciones restrictivas si se probaba su proporcionalidad y su carácter no discriminatorio. Para ello, por ejemplo, era necesario probar que los intereses en juego podían verse expuestos a «riesgos graves» o una «amenaza significativa» y que las medidas adoptadas para protegerlos eran las menos restrictivas para las libertades de mercado. Véase TRIDIMAS, 1999: 124 y ss; DE SCHUTTER, 2003: 211 y ss; ALLIÈS, 2004: 55 y ss.; 122 y ss.
[58] Algunos autores, como Bronzini, alientan la posibilidad de que un uso in buona partem de la Carta genere, de manera progresiva, un círculo jurisprudencial «difuso» más social, y en definitiva, «virtuoso», entre tribunales estatales y europeos (BRONZINI, 2005: 26 y ss.). Más pesimista respecto de estos efectos es DE SIERVO, 2003.
[59] El artículo II-111, en efecto, establece que las disposiciones de la Carta están dirigidas a las instituciones, órganos y organismos de la Unión y a los Estados miembros únicamente «cuando apliquen el Derecho de la Unión». Por lo tanto, no está claro que pueda utilizarse como parámetro para objetar actos o normas estatales que puedan vulnerarlas, ni cuál sería la vía procesal que los ciudadanos podrían utilizar para impulsar sus quejas, ni si el Tribunal de Justicia es un órgano preparado para asumirlas sin que eso genere «sobrecargas» desmedidas. Una discusión al respecto en FAVOREU, 2003: 248 y ss.
[60] La tensión insoluble entre los objetivos de la integración y los de la ampliación, y «a fortiori» , entre los del desarrollo del Estado social, es uno de los temas predilectos en los análisis sobre la actualidad de la Unión. Sin embargo, suele dejar de lado un tema central: la contradicción inherente al creciente control de fronteras y a las excluyentes definiciones de ciudadanía e identidad europeas en el marco de la Unión (BALIBAR, 2003: p. 294; AGNOLETTO, 2005, MEZZARDA y RIGO; 2003; DE GIORGI, 2003).
[61] Sobre la relación entre Constitución económica europea y liberalismo autoritario, y sobre el significativo maridaje entre F. Hayek y C. Schmitt, JOERGES, 2005: 20 y ss. A propósito de la crisis del constitucionalismo social y su vínculo con el Estado de excepción, BERCOVICI, 2004.
[62] «(E)l proyecto de una Constitución europea –sostiene el constitucionalista italiano G. Zagrebelsky– puede involucrar a un pueblo europeo, y sobre bases sólidas e indivisibles, inducirlo, sólo si es un proyecto de diferenciación. En el actual momento histórico, me parece fácil constatar que Europa sólo puede construir una identidad diferenciándose. Y la diferenciación no puede buscarse sino frente a las tendencias y fuerzas homogeneizadoras que operan en ese todo indistinto y abstracto que se denomina globalización, y dentro de la cual se destacan la hegemonía cultural, el expansionismo económico y el enorme poder militar de los Estados Unidos», ZAGREBELSKY, 2003: 11 y ss. Véase también, BALIBAR, 2004.
[63] Este es el riesgo que entrañan algunas posiciones críticas de izquierdas con el proceso de construcción europea. A. Cantaro, por ejemplo, cuestiona el «posmodernismo» de las posiciones pluralistas y multilevel y ensaya una sugerente lectura «moderna», en clave maquiavélico-gramsciana, de las tareas pendientes de una «Europa soberana». Aunque ese horizonte «soberano» no se presenta como incompatible con la cuestión del pluralismo político y cultural, llama la atención que en su texto no haya prácticamente ninguna referencia al fenómeno de la inmigración ni a la composición plurinacional, y no simplemente pluriestatal, de la Unión (CANTARO, 2003). Sobre el carácter plurinacional de la Unión y sus desafíos, son de interés algunas consideraciones de BENGOETXEA, 2005. Sobre la idea de un constitucionalismo post-estatal, antes que post-nacional, Véase también MAC CORMICK, 2003.
[64] Desde esas premisas, por ejemplo, un constitucionalismo europeo social y democrático, post-estatal, pluri e inter-nacionalista, debería, entre otras cuestiones, «tomarse en serio» los complejos desafíos que el federalismo municipalista, cooperativo y plural plantea en los tiempos actuales (BRONZINI, 2005: 32; MORELLI, 2003).
[65] Véase, entre otros, BALIBAR, 2003; MAZZARDA y RIGO, 2003; DE LUCAS, 2004; DE GIORGI, 2003.