Omega, una sociedad alemana, explotaba en Bonn unas instalaciones denominadas «lasérdromo». El «láser-sport» es un juego que se sirve de aparatos de láser en forma de pistolas-ametralladoras y de sensores-receptores de rayos instalados en chalecos que utilizan los jugadores. Omega importaba este equipamiento, suministrado por «Pulsar Advanced games System Ltd», desde el Reino Unido. El juego practicado en el lasérdromo tenía como objetivo, entre otros, acertar con las pistolas-ametralladoras a los receptores colocados en los chalecos de otros jugadores. Las autoridades públicas de Bonn prohibieron a Omega «hacer posible o tolerar en su (...) establecimiento juegos que tuvieran por objeto disparar a blancos humanos mediante rayos láser u otros medios técnicos (como, por ejemplo, los rayos infrarrojos)», es decir, «jugar a matar» personas por medio de un registro de impactos. La base de dicha prohibición se cifraba en el riesgo para el orden público, dado que los homicidios simulados y la banalización de la violencia a la que conducen vulneran los valores fundamentales preponderantes en la opinión pública. Los recursos de Omega contra dicha prohibición alcanzaron el nivel casacional. Omega se amparaba en la vulneración del Derecho comunitario, especialmente de la libre prestación de servicios contenida en el art. 49 TCE, ya que su «lasérdromo» debía utilizar el equipamiento y la tecnología suministrados por la sociedad británica «Pulsar». El «Bundesverwaltungsgericht» planteó la correspondiente cuestión prejudicial al Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, estimando que el Tribunal de Apelación había resuelto correctamente la cuestión desde el punto de vista del Derecho alemán, al considerar que la explotación comercial de un «juego de matar» en el «laserdromo» de Omega constituía una vulneración de la dignidad humana, consagrada en el art. 1.1º, primera frase de la Ley Fundamental alemana.
La Sentencia del TJCE (Sala 1ª) de 14 de octubre de 2004 (As. C-36/02: Omega) que resuelve la cuestión controvertida presenta muchos puntos de interés desde la perspectiva del Derecho comunitario, especialmente en relación con los criterios distintivos entre la libre circulación de mercancías y la libre prestación de servicios[1]. No obstante, nos fijaremos únicamente en el juego de la dignidad humana, como derecho fundamental de la persona, y en su capacidad para restringir las libertades económicas del Tratado. Conviene recordar que, hoy por hoy, el art. 6 TUE reconoce en su apartado segundo que «la Unión respetará los derechos fundamentales tal y como se garantizan en el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales firmado en Roma el 4 de noviembre de 1950, y tal y como resultan de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros como principios generales del Derecho comunitario». En la práctica, tanto el Convenio Europeo como su interpretación por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos forman parte del acervo comunitario, y proporcionan un valioso -aunque limitado- referente en la materia. Sin embargo, se trata de un referente que no alude al derecho fundamental a la dignidad ni proporciona criterios uniformes para resolver el presente caso.
No cabe duda, con todo, que el respeto a la dignidad humana es un valor compartido por todos los Estados miembros, y fácilmente puede inferirse esta conclusión de la tradición constitucional común. Así lo había contemplado ya la Sentencia del TJCE de 9 de octubre de 2001 (Asunto C-377/98: Países Bajos/Consejo), en relación con la patentabilidad de las invenciones relativas al cuerpo humano. A los efectos del juego de las libertades, esta constatación es suficiente. En efecto, el Derecho comunitario europeo admite las restricciones a la libre prestación de servicios, siempre que cumplan las cuatro condiciones características de la denominada «regla de reconocimiento», a saber: que no impliquen una discriminación por razón de nacionalidad; que estén fundadas en un motivo de interés público o general; que sean adecuadas al fin perseguido; y que resulten proporcionadas. Pues bien, lo que aquí está en juego es determinar si concurre un interés general o público legítimo. Al igual que ocurre con las restricciones fundadas en razones de orden público, la legitimidad del valor subyacente no depende de que sea compartido en toda su extensión por todos los Estados miembros; al contrario, se trata de una reserva axiológica propia de cada sistema nacional. El valor subyacente es, pues, nacional, pero su legitimidad debe ser avalada por el TJCE. Como quiera que la prohibición de las autoridades alemanas se basa en la protección de la dignidad humana, que es un valor legítimo, la restricción está justificada. Y a tal efecto, como señala el TJCE, «es irrelevante (...) que, en Alemania, el principio del respeto a la dignidad humana goce de un régimen particular como derecho fundamental autónomo» (fundamento 34º). Más claramente, «no es indispensable que la medida restrictiva adoptada por las autoridades de un Estado miembro corresponda a una concepción compartida por el conjunto de los Estados miembros en cuanto a las modalidades de protección del derecho fundamental o interés legítimo controvertido» (fundamento 37º).
Con esta última afirmación el TJCE aclara la posible confusión derivada de sus afirmaciones en el asunto Schindler[2]. En aquella ocasión, para justificar la legitimidad de las restricciones al tráfico intracomunitario de billetes de lotería, el TJCE constató el hecho de que en todos los Estados miembros existían restricciones a los juegos de azar, impuestas por razones de índole moral, religiosa o cultural. Con ello se limitó a constatar un hecho cierto, pero no tuvo intención de indicar que fuera necesario el «consenso» o «criterio común» de todos los Estados miembros sobre una determinada práctica para justificar la proporcionalidad o legitimidad del interés general antepuesto por un Estado. Así, aunque la interrupción del embarazo es una práctica abierta o ampliamente despenalizada en muchos Estados europeos, puede considerarse legítimo que en países como Irlanda exista una concepción acerca de un interés general (incluso del derecho a la vida) que justifique las restricciones a dicha práctica médica en su territorio[3].
Consecuentemente, cada Estado puede tener una concepción diferente de lo que el TJCE denomina “modalidades de protección” de un derecho fundamental; en realidad, este eufemismo esconde auténticas diferencias de criterio en torno al propio contenido y alcance del derecho fundamental, ya sea del derecho a la vida frente a las prácticas abortivas o del derecho a la dignidad enfrentado al hecho de «jugar a matar». Y tales concepciones «nacionales» legitiman una restricción a las libertades económicas. En el fondo, el caso “Omega” es una manifestación de la irreductible diversidad axiológica entre los Estados miembros de la Unión Europea. Cabe un consenso sobre un cierto núcleo duro de los derechos fundamentales (abolición de la pena de muerte, por ejemplo), pero a la hora de establecer el alcance del derecho más allá de ese mínimo común denominador, las diversidades culturales eclosionan. Jugar a matar, aborto, matrimonio homosexual, derecho a la transexualidad, permisión de signos religiosos, eutanasia, libertad de partidos políticos, libre expresión de simbologías fascistas, son algunos ejemplos en que la diversidad de concepciones sobre derechos fundamentales o libertades básicas de la persona se traduce en una variedad de criterios que redunda en regímenes legales diversos. Y esta diversidad genera una distinta forma de entender las prioridades o intereses públicos que afectan a los intercambios comerciales, como pone de relieve el caso Omega. La citada diversidad es, pues, un coste de transacción.
Antes de dilucidar si conviene o no, en nombre de la utilidad, eliminar dicho coste y, en su caso, de determinar el mejor método para conseguirlo, no estaría de más una reflexión sobre las razones que justifican una visión diferente de «jugar a matar» en el Reino Unido y en Alemania, que llevan en el primer Estado a permitir el juego y, en el segundo, a recurrir a una concepción propia de la dignidad humana para prohibirlo. Estoy convencido de que el lector ya habrá formulado su propia tesis al respecto sólo con haber leído la invitación precedente. Y no se equivoca. En efecto, hay cosas a las que se puede jugar en el Reino Unido y a las que no se puede jugar en Alemania, sólo por el hecho de que la experiencia histórica colectiva es muy diferente en ciertos puntos. Sobre la conciencia colectiva alemana pesa -no cabe duda- el recuerdo del holocausto, la banalización de la vida humana en uno de los pueblos más cultos de la tierra, el sentimiento de responsabilidad colectiva por el frío asesinato –como si fuera un juego- de millones de seres humanos. Esa experiencia histórica forma parte de una cultura peculiar, de una hermenéutica del entorno singular, de una escala de valores particular. En otros contextos la medida prohibitiva puede parecer una exageración, porque la experiencia histórica no contraindica ciertos juegos, que pueden ser sólo juegos. Pero, a matar, en Alemania no se juega. Ni tampoco se ampara en la libertad de expresión la posibilidad de utilizar públicamente símbolos y banderas nazis. Y acaso tampoco se juega a torturar en Argentina o en Chile, ni a estrellar aviones contra rascacielos en Estados Unidos, ni a poner bombas en los trenes en España o en el Reino Unido. Aunque sólo sea porque ya sabemos que eso puede no ser un juego.
El hecho de que haya una explicación cultural o histórica para determinadas concepciones más o menos extensas de derechos fundamentales cuya formulación es reconocida no evita que, desde el punto de vista de la utilidad o de la eficiencia económica, existan trabas al funcionamiento del mercado. Cuando las diferencias entre los Derechos nacionales provocan dichos obstáculos, concretamente cuando el TJCE valora como legítima una restricción a las libertades impuestas por un sistema nacional, la armonización de legislaciones, especialmente a través del Derecho derivado, aparece como el remedio indicado para una integración «reactiva»[4]. Así, si la divergencia de la formación universitaria en los Estados miembros es un impedimento para la libre circulación de profesionales, la reacción consiste en crear un sistema de reconocimiento mutuo de diplomas. Para evitar los inconvenientes del caso Omega, o, si se quiere, en bien de la eficiencia del mercado integrado o universal, la armonización y el reconocimiento universal de los derechos fundamentales con un contenido y alcance compartido se erige en objetivo necesario. No hay, por tanto, una simple razón filosófica, política o pública para defender ese objetivo en un espacio integrado, sino también razones de utilidad o de mercado. Se diría que utilidad (eficiencia económica) y valores filosóficos de filantropía universal se dan la mano esta vez.
¿Puede una Constitución Europea propiciar este encuentro o, al contrario, reaparecerá la diversidad cultural, la heterogeneidad axiológica, como un obstáculo insalvable? El Tratado por el que se establece una Constitución para Europa[5] introduce en su Parte II la «Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión». Precisamente, el primero de los derechos aludidos es la dignidad, de forma que el art. II-61 establece que «la dignidad humana es inviolable. Será respetada y protegida». Pero ya en el art. I-2, dentro de la Parte I, se señala que «la Unión se fundamenta en los valores de respeto a la dignidad humana, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos...». El Título VII de la Parte II («Disposiciones generales que rigen la interpretación y aplicación de la Carta») especifica claramente que los destinatarios de la Carta son tanto las instituciones comunitarias como los Estados miembros, en este caso únicamente cuando apliquen el Derecho de la Unión[6].
Por lo que se refiere a la interpretación de los derechos recogidos en la Carta, el art. II-112 establece el criterio de referencia de la aplicación del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, cuando se trate de derechos recogidos asimismo en dicho texto que forma parte del acervo comunitario (art. I-9), incluyendo en dicha interpretación la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y del TJCE. Asimismo, se establece que aquellos derechos que resulten de las tradiciones constitucionales comunes de los Estados miembros deben interpretarse de conformidad con dicha tradición común. Las dudas que suscitan estas normas giran en torno a la posibilidad de lograr una «interpretación comunitaria» del contenido de un derecho fundamental que vaya más allá de un «mínimo común denominador», ofreciendo un nivel elevado de protección, adecuado para el Derecho de la Unión y acorde con las tradiciones constitucionales comunes.
Si analizamos el caso Omega a la luz de la Constitución Europea, es evidente que se trata de un supuesto de interpretación de un derecho reconocido en la Carta en un supuesto de aplicación del Derecho comunitario que puede afectar tanto a instituciones comunitarias como a Estados miembros. En este caso, podemos preguntarnos si el tribunal alemán se habría planteado la contrariedad del servicio prestado por Omega con las propias normas de la Constitución Europea. Ante las dudas, es imaginable que hubiese planteado una cuestión prejudicial al TJCE acerca de la interpretación del art. II-61 al caso en cuestión, dicho de otro modo, en torno al alcance del derecho a la dignidad. En esta materia, el mínimo común denominador de las tradiciones constitucionales comunes seguramente alumbra un núcleo duro de la dignidad que se deduce en otros derechos fundamentales como los que garantizan el derecho a la integridad de la persona (art. II-63) o la prohibición de las torturas y los tratos degradantes (art. II-64), pero es muy poco probable que pueda inferirse una tradición común en torno a si el jugar a matar es contrario a la dignidad humana. Para que exista una tradición común no sería suficiente, a nuestro juicio, que dicho criterio se mantuviera por parte de unos pocos Estados.
En el asunto en cuestión, es evidente que Alemania y el Reino Unido no comparten una tradición común. En tal caso, al TJCE sólo le caben dos alternativas. La primera es «construir» sobre otras bases el alcance y contenido específico del derecho recogido en el art. II-61. La cuestión es que tal cosa no parece habilitada si se constata la ausencia de una tradición constitucional común. Como consecuencia, la segunda alternativa sería resolver el caso tal y como se hizo en el asunto Omega, es decir, reconociendo que hay una interpretación «nacional» divergente del derecho a la dignidad que lleva a resultados dispares en cada caso, siendo legítimo que un Estado miembro imponga restricciones a la libre circulación de mercancías, servicios o personas sobre la base de «su» concepción acerca de un determinado derecho fundamental, cuando se trata de un derecho «genéricamente» reconocido como legítimo.
La primera posibilidad, relativa al desarrollo judicial de los derechos fundamentales por parte del TJCE, no parece pacífica desde las posibilidades legales que ofrece el Título VII de la Carta. Finalmente, el TJCE tendría que decantarse por una concepción del Derecho nacional (alemana o británica) sin poder contar con criterios axiológicos propiamente comunitarios; en suma, optaría por la tradición mayoritaria o más acorde con las exigencias de la integración económica. No parece que sea ésta la idea del «constituyente» comunitario. Si esta primera opción nos parece audaz, la segunda nos decepciona profundamente. La Parte II de la Constitución Europea tendría un valor casi puramente emotivo, pero no aportaría nada desde el punto de vista práctico al juego de los derechos fundamentales en el marco de las libertades económicas. El caso Omega seguiría resolviéndose de la misma forma, y no habría esperanzas «utilitaristas» de eliminar las trabas a los intercambios que, como demuestra «Omega», pueden derivarse de las distintas concepciones acerca de los derechos fundamentales.
La irreductibilidad axiológica de los distintos sistemas jurídicos aboca, pues, a un resultado incierto en la integración. Es cierto que el TJCE puede forzar dicha integración con criterios de pura utilidad, pero no es un método saludable. Son los valores lo que deben orientar y limitar los tratamientos jurídicos de las libertades económicas y el alcance de la integración, y no a la inversa. De momento, creemos que aún queda mucho camino para alcanzar la unidad axiológica que garantice una integración sin aristas. Hoy por hoy, aún hay amplio margen para la convivencia en la complejidad, para desarrollar un «modus vivendi» postmoderno que nos permita ir avanzando poco a poco en esa aproximación de escalas de valores dispares, reconociendo sus límites y aceptándolos. Todavía queda mucho, en la Unión Europea, para orillar definitivamente la simbiosis entre Estado y Derecho, sobre la que Hans Kelsen intentó construir una teoría pura ajena a elementos valorativos. Si aquella teoría hubiese sido tan veraz como pura, la integración sería más sencilla y podría obtenerse sin grave daño desde las alturas de las instituciones europeas. Para bien o para mal, el Derecho no admite una depuración sencilla, porque su vinculación al Estado se adorna asimismo de elementos culturales y valorativos que son inseparables de la experiencia social de ese grupo político y que emergen de forma evidente con el simple hecho de ponerse a jugar a matar. Tampoco hay nada de malo en ello. La Constitución Europea no cambia mucho la situación actual, pero tal vez sea un paso imprescindible para proseguir en el lento camino hacia la universalidad de los valores.
Resumen: Este artículo analiza el caso Omega, en el que el TJUE admite que es conforme al Derecho comunitario la prohibición en la ciudad de Bonn del llamado juego «lasérdromo», que simula un «juego de guerra». Según el TJUE, la dignidad humana, interés justificado por el Estado, goza de capacidad para restringir cualquier libertad económica del Tratado, incluida la libertad de prestación de servicios alegada en este supuesto. El autor se esfuerza en destacar cómo para el TJUE, en este supuesto, la dignidad humana es un valor nacional que no necesita un consenso, sino que basta con el aval del TJUE. En estas circunstancias, la diversidad en el reconocimiento de los derechos fundamentales se convierte en un coste de transacción. Por tanto, el reconocimiento universal de los derechos fundamentales con un alcance compartido se erige en un objetivo necesario no sólo por motivos políticos, sino también por razones de utilidad económica. El trabajo concluye planteando si con la Constitución Europea será posible una interpretación comunitaria que vaya más allá del común denominador y supere los límites que conlleva el reconocimiento de la interpretación nacional como límite a las libertades comunitarias.
Palabras claves: Omega, derechos fundamentales, dignidad humana, libertades comunitarias, libre prestación de servicios, interpretación comunitaria de los derechos fundamentales.
[1] De hecho, esta sentencia aclara de forma significativa la jurisprudencia anterior del TJCE. En este caso, el TJCE aborda la cuestión como una eventual restricción a la libre prestación de servicios, sobre la base del criterio de « accesoriedad». En efecto, la importación del material « lúdico» desde el Reino Unido es, en principio, un supuesto de libre circulación de mercancías. No obstante, en la medida en que se considera secundario o subordinado a una actividad recreativa de servicios, que es la que se encuentra en tela de juicio, el supuesto se aborda como una restricción de la libre prestación de servicios. Con ello el TJCE firma el alejamiento respecto de decisiones más antiguas que separaban claramente el régimen de ambos segmentos, en particular por lo que se refiere a la importación de soportes de imagen y sonido imprescindibles para prestar servicios en el sector cinematográfico [ Sentencias TJCE de 30 de abril de 1974 (Asunto 155/73: Sacchi); de 11 de julio de 1985 (Asuntos 60 y 61/84: Cinéthèque); y de 18 de junio de 1991 (Asunto C-269/89: ERT )], confirmando el criterio de « accesoriedad» que ya había apuntado en la Sentencia TJCE de 14 de marzo de 1994 (Asunto C-275/92: Schindler ) y, sobre todo, en las Sentencias TJCE de 22 de enero de 2002 (Asunto C-390/99: Canal Satélite Digital ) y de 25 de marzo de 2004 (Asunto C-71/02: Karner) .
[2] Véase la nota 1.
[3] Sentencia TJCE de 4 de octubre de 1991 (Asunto C-159/60: Grogan) .
[4] Véase M. FRANZEN, Privatrechtsangleichung durch die Europäische Gemeinschaft Berlín/Nueva York, 1999, p. 238.
[5] D.O.U.E . C 310 de 16 de diciembre de 2004.
[6] Aunque la aplicación del Derecho comunitario presenta importantes límites por razones materiales, personales y espaciales en el ámbito de las libertades económicas, no debe olvidarse que la amplitud con que se contempla la libre circulación de personas como contenido esencial de la ciudadanía comunitaria de hecho conlleva la aplicación del Derecho comunitario –y de la Carta de Derechos Fundamentales- en muchos supuestos que son realmente « internos», salvo por el único hecho de que el individuo ostente la nacionalidad de otro Estado miembro [ Sentencias TJCE de 12 de mayo de 1998 (Asunto C-85/96: Martínez Sala); de 20 de septiembre de 2001 (Asunto C-184/99: Grzelczyk); de 11 de julio de 2002 (Asunto C-224/98: D'Hoop); de 17 de diciembre de 2002 (Asunto C-413/99: Baumbast); de 2 de octubre de 2003 (Asunto C-148/92: García Avello); y de 19 de octubre de 2004 (Asunto C-200/02: Zhu-Chen)].