Este seminario tiene lugar, podemos incluso decir que encuentra su razón de ser, en el momento en que aflora a nivel político la tentativa de relanzar el proceso de formación y de aprobación de la Constitución europea y parece superarse el periodo en el que se han difundido de manera más o menos evidente un auténtico y claro escepticismo sobre la posibilidad de completar el proceso creativo de una Europa política, por los problemas que se han planteado al proceso de integración política a diferencia de lo ocurrido en la económica.
Como resulta obvio, el proceso de integración europea realmente se inició a nivel económico y ha seguido caracterizándose durante bastantes años casi exclusivamente por los aspectos económicos, a pesar de que ha implicado poco a poco aspectos políticos que no tenían estrictamente dicha finalidad pero necesarios para la reglamentación del proceso económico; sólo recientemente se ha producido un impulso notable hacia una verdadera integración política. Ésta, sin embargo, no ha sido capaz de lograrse a diferencia de la económica, no sólo por la resistencia que han opuesto muchos Estados a la pérdida de mayores porciones de su soberanía, sino también por las dificultades que se han puesto de manifiesto cuando se ha pretendido constituir un organismo supraestatal de tipo federal.
Para superar los obstáculos que se han ido alzando frente a una mayor integración a nivel político se pensó que podría ser útil y determinante la aprobación de una auténtica Constitución formal, basada en el modelo de las constituciones estatales tradicionales. Esta tentativa no llegó a buen término (aunque no se puede decir que fallase definitivamente), probablemente porque no se percató, de un lado, de las dificultades que se presentaban para implantar una Constitución de tipo formal basada en el modelo estatal en un sistema organizativo ya definido con caracteres propios que no son los de un Estado federal o de una Confederación de Estados, y de otro, que en realidad, en el plano sustancial, puede decirse que existía ya una constitución europea, constituyendo los tratados el ordenamiento fundamental (y por tanto constitucional) de la actual Unión Europea.
Considero que en cualquier ordenamiento que opere sobre la política general y posea elementos, incluso parciales, de soberanía, como es el caso de la Unión Europea, con sus debidas y significativas limitaciones, puede encontrarse una Constitución en su base. Ésta puede ser de tipo consuetudinario, originada a partir de acuerdos establecidos en las distintas instituciones del ordenamiento, o bien estar constituido por una serie de actos formales y solemnes que establezcan las líneas fundamentales, los principios sobre los cuales se funda dicho ordenamiento en su conjunto.
Considero que no tiene mucho sentido, en realidad, salvo desde un punto de vista meramente ideológico, limitar el concepto de Constitución al elaborado por la doctrina del llamado «Constitucionalismo», el cual está históricamente datado, ya que aparece en el período de la Revolución francesa, con precedentes, según algunos, incluso en el período medieval y hasta en la época romana, si no antes aún.
Si se pretende, llegados a este punto, abordar el tema de la Constitución europea, se hace necesario en un primer momento aclarar que se hace referencia a un fenómeno que no se refiere al Estado en su configuración tradicional, sino a una entidad supranacional, la cual, al derivar sus superiores poderes de los propios Estados que la componen, que correlativamente han limitado sus propios poderes soberanos, se sitúa en un ámbito internacional.
Se trata de un fenómeno distinto del típico, propio de las Uniones de Estados, de las Federaciones o Confederaciones de Estados, un fenómeno nuevo no sólo para los países europeos sino a nivel mundial. Un fenómeno, el de la Comunidad y ahora el de la Unión Europea, que aún no ha encontrado una conformación definitiva, en cuanto se trata en cualquier caso de un proceso que está aún por hacer, que ha partido de exigencias de orden económico, para resolver algunos aspectos de la economía de los países adheridos a la Comunidad, y proyectado después hacia una política general común.
Actualmente, el problema de la integración política encuentra aún obstáculos y límites notables. Apuntaré solamente algunos aspectos.
Por una parte se achaca la ausencia de una política internacional unitaria; por otra, se denuncia un déficit de democraticidad de las instituciones, haciendo referencia particularmente al poder de las instituciones burocráticas europeas, y contraponiendo a ello el diverso grado de democraticidad de las instituciones de los propios Estados. A este respecto se observa rápidamente que incluso a nivel interno en las instituciones estatales puede darse, a veces de manera relevante, el problema de su grado real de democraticidad. Y en cualquier caso la llamada democraticidad debería medirse con parámetros objetivos, que sean reconocidos como válidos de forma generalizada.
A menudo, los críticos de la representatividad democrática de las instituciones europeas inciden en el concepto de «demos», es decir, sobre la falta de un pueblo europeo entendido de forma unitaria. Esto en tanto en cuanto los tratados se refieren a los pueblos concretos de los Estados de la Unión. No obstante, dicho argumento no parece pertinente, ya que una cosa es la ausencia de un único pueblo entendido de manera unitaria respecto a la presencia fragmentaria de diversos pueblos, y otra distinta la democraticidad de las instituciones, la cual puede ciertamente existir incluso cuando nos hallamos ante pueblos concretos, siempre que estos aseguren a las instituciones la legitimación y por tanto la representatividad democrática.
En realidad resulta ser siempre el conjunto de pueblos que componen la Unión los que designan los miembros del órgano parlamentario, el cual, si bien de manera limitada, participa en cualquier caso en la determinación de la política europea. Además, en el Parlamento europeo el pluralismo de los representantes elegidos por los distintos pueblos encuentra una síntesis de representación en el momento de la adopción de las decisiones, que expresan una voluntad unitaria del órgano, mediante la cual la fragmentariedad de partida de los pueblos viene a recomponerse.
Ahora bien, a pesar del freno que ha supuesto para el proceso de integración la renuncia de algunos Estados a aprobar el Tratado constitucional europeo, parece que actualmente se está iniciando una nueva estación política que anuncia un relanzamiento del proceso político, por lo que muchos auspician que se llegará también a la aprobación de una Constitución; esto a pesar de que en realidad las dos cosas no son estrictamente complementarias la una de la otra.
Incluso, cabría observar, el proceso de integración política podría avanzar posteriormente, incluso de forma lenta, sin necesidad de recurrir a un acto (Constitución formal) que podría llegar a causar la cristalización de este proceso. Esto, fundamentalmente, considerando la ampliación de la Unión a nuevos Estados, que plantea nuevos problemas no sólo de orden político, sino también económico. Por ello resultaría tal vez más prudente la llamada política de los pequeños pasos, dejando de lado por el momento el proyecto de una Constitución formal, a la espera de tiempos mejores, en los que el propio proceso de integración haya alcanzado un mayor grado de madurez.
El mismo problema de la ausencia de vinculación jurídica de la Carta de Derechos Fundamentales de Niza, que debería representar la declaración solemne de los principios y derechos fundamentales de la Unión, no parece relevante, si se tiene en cuenta que dichos principios y derechos pueden ser deducidos del ordenamiento jurídico comunitario en vigor, así como de las declaraciones de derechos y principios fundamentales afirmados y garantizados por las Constituciones estatales.
El objetivo del seminario es, por lo tanto, clarificar cual es el estado actual del camino hacia la integración política y económica y cuáles son las perspectivas de desarrollo existentes.
Pienso que quizás sería útil, dado que he trabajado con el grupo de Giuliano Amato en la redacción de un texto alternativo del nuevo tratado, darles algún apunte de actualidad. Tendría mucho que decir sobre la posición del profesor Tesauro, especialmente sobre su interpretación, que comparto, según la cual los tratados actuales son ya la Constitución sustancial de la Unión Europea; no son todavía, como ha dicho el Tribunal de Justicia, la Constitución formal, tal como ha recordado el profesor Balaguer Callejón, por lo que creo que queda aún para el futuro la necesidad de transformar la Constitución sustancial en una Constitución desde el punto de vista formal. Existen a este respecto páginas escritas con gran autoridad por Jürgen Habermas y por otros que ponen de manifiesto que, para tener un demos europeo, es necesaria primero la Constitución formal, y no primero el demos y después la Constitución. La unidad italiana ha precedido al demos italiano, no se sabe ni siquiera si existe todavía el demos. En cualquier caso, se produjo primero la unidad de Italia, y posteriormente el demos italiano.
No estoy tan de acuerdo con el profesor Tesauro sobre la interpretación del contenido muy reducido del Tratado de 29 de octubre de 2004. Me parece que quizás no sea el momento de mencionarlo, pero bastaría recordar el sistema de doble mayoría, la extensión de la codecisión al 90% de los actos legislativos, la distinción que muchos infravaloran entre la ley y los actos ejecutivos, puesto que hoy tenemos un sistema en Bruselas en el que la Comisión Europea, que es el órgano ejecutivo, junto con el Consejo de Ministros, pero fundamentalmente la Comisión, de los 3000 decretos ministeriales cada año adopta 500 modificaciones de leyes existentes. La Comisión modifica las leyes europeas con un sistema en que el Parlamento europeo no interviene y sólo recientemente ha tenido un derecho de control tras 30 años. Por lo tanto, el hecho de distinguir entre una ley europea y una medida ejecutiva es un elemento importante que no se puede considerar como un asunto secundario.
Están, además, las nuevas competencias, puesto que se olvida que en la Constitución europea existen nuevos instrumentos para responder a una parte de las preocupaciones de los ciudadanos cuando piden que Europa intervenga en nuevos sectores, por ejemplo la justicia y los asuntos internos. Hay 35 propuestas que la Comisión Europea ha realizado bajo los auspicios del vicepresidente Franco Frattini en los últimos dos o tres años que han quedado en parte sobre la mesa del Consejo, o son edulcoradas por la regla de la unanimidad y la no participación del Parlamento Europeo. Por lo tanto la innovación que el Tratado constitucional aportaba, y que debería aportar, es el hecho de dotar de nuevos instrumentos a las instituciones europeas para responder a las preocupaciones de los ciudadanos, que no se refieren a la exigencia de normas sobre el mercado interno, tenemos ya centenares de ellas; mientras, los ciudadanos quieren respuestas para los problemas de la inmigración, de la criminalidad, de la lucha contra el terrorismo, de la política energética. Ahí es donde faltan dichos instrumentos.
Paso ya a los argumentos a discutir: si hablamos de hacer un tratado simplificado ¿Qué es un tratado simplificado? Quizás hayan leído en los periódicos que Nicolás Sarkozy se encontró con el Primer Ministro inglés, sucedió en el G8, y están de acuerdo en hacer un tratado simplificado; se reúne con el Presidente del Gobierno español y están de acuerdo en hacer un tratado simplificado; con nuestro Primer Ministro y todos están de acuerdo en hacer un tratado simplificado, ¿pero qué es este tratado simplificado? Es un tratado que contiene sólo las modificaciones de los mecanismos institucionales, y por lo tanto sería insuficiente porque todas las nuevas competencias, incluidas las del viejo tercer pilar, desde la lucha contra la criminalidad a la inmigración ilegal, etc., etc., serían abolidas, olvidadas. Por lo tanto si el tratado simplificado contuviese sólo las disposiciones institucionales, sería insuficiente. Y si se quieren añadir nuevas competencias sobre el cambio climático o sobre la energía, sería contradictorio que añadamos nuevas competencias y olvidemos las que ya se introdujeron en el Tratado de 29 de octubre de 2004. Así pues, esto es el elemento clave en la negociación, es decir, el contenido del tratado simplificado.
Segundo problema: el método. Ya hay quien está redactando en Bruselas, podría decirles el nombre pero no es importante, un tratado según el método clásico del tratado de Niza. A partir de los tratados existentes, con todas las modificaciones ya introducidas, y comienza diciendo en el art. 1 que el párrafo 3 se modifica conforme al siguiente enunciado: el Parlamento europeo en lugar del Consejo o bien la codecisión en lugar de la consulta… Si continuamos de este modo tendremos un tratado, poco importa el contenido, ilegible para los ciudadanos, incomprensible; será difícil vencer en un referéndum con un tratado que comienza desde el art. 1 realizando una enmienda a los tratados existentes. Existe otro método, el de la Constitución, que por desgracia no funciona porque convocar un referéndum sobre un texto de 448 artículos significa impedir a los ciudadanos detectar en los 448 artículos cuáles son las innovaciones y cuáles son simplemente los textos tomados de los tratados preexistentes. Por lo tanto se debe encontrar otro sistema, como el que propuso el grupo de Amato; no hace falta que sea una solución genial, pero en cualquier caso merece tenerse en cuenta. Consiste en reproducir completamente, o casi completamente, la primera parte del Tratado de 2004 salvo el nombre de Constitución y las consecuencias de los artículos considerados de naturaleza constitucional, y continua con protocolos de enmienda a los tratados, pero redactados de tal modo que se entienda lo que se ha introducido como novedad, y allí donde no existe otro remedio que enmendar los artículos de los tratados existentes, proceder con cierta sistematicidad, estableciendo las disposiciones para el Parlamento europeo, para el Consejo, etc. Por lo tanto, el método tiene su importancia, una cosa es un tratado que enmienda todo desde el principio, y otra distinta es un texto que reproduce por completo las principales disposiciones.
El tercer punto es el siguiente: cuáles son los problemas en discusión. Respecto de la Carta de derechos fundamentales, como ya se ha dicho, los británicos y los holandeses piden quitarla del tratado o alternativamente convertirla en opcional, pese a que la cláusula de «opting-out» sea un «non sense», como han puesto de manifiesto voces más autorizadas. No tiene sentido. No sólo no se entiende porqué los ciudadanos británicos no pueden acudir a los tribunales para hacer valer una violación de un derecho fundamental por una ley europea, más aún, cuando una ley europea integra los principios de la Carta, la ley europea es aplicable, existe la cuestión prejudicial, por lo que es una disposición que no tiene sentido.
Los holandeses piden reemplazar la llamada «tarjeta amarilla» de los parlamentos nacionales, otra innovación que no es indiferente del Tratado porque permite legitimar las leyes europeas, por una tarjeta roja: cuando la mitad de los parlamentos nacionales se oponen a un proyecto de ley europea, la Comisión debería retirar su propuesta. Resulta obvio que si existiese la mitad o incluso un tercio de los parlamentos nacionales que dijesen no a una propuesta de la Comisión, ésta no tendría ninguna posibilidad de ser adoptada por el Consejo o por el Parlamento europeo. Pero ¿cómo se puede dar a los parlamentos nacionales un poder que no tiene ni siquiera el Parlamento europeo, que no tiene el derecho de exigir a la Comisión que retire una propuesta? Puede pedirlo, pero la Comisión, salvo en los casos de codecisión, puede tranquilamente mantener su propuesta. Finalmente, ¿los parlamentos nacionales tendrían más competencias que el Parlamento europeo?
Respecto de la cooperación en materia judicial, penal y civil, los ingleses no quieren ya la regla de la mayoría, quieren volver a la unanimidad; pero en el texto del Tratado se ha incluido ya un compromiso, se ha otorgado a Inglaterra y a otros países la llamada «cláusula del freno de emergencia» que permite acudir al Consejo europeo cuando una decisión tomada por mayoría corre el riesgo de poner en duda el sistema penal nacional. ¿Por qué los ingleses, que no han tenido un referéndum negativo, exigen, para evitar un referéndum que sea una decisión nacional autónoma, alternativamente el retorno a la unanimidad o una cláusula de exención total?
Termino aquí, tenemos también el sistema de voto. Los polacos querrían el sistema de la raíz cuadrada de la población; así Alemania tendría sólo nueve o diez votos, Polonia entre seis y siete, y el resto de grandes Estados entre ocho y nueve. Es un sistema que supondría un retroceso respecto al de Niza, es decir, al Tratado de Ámsterdam, en el que los grandes Estados tenían diez votos, y por tanto complicaría enormemente las decisiones porque sería muy sencillo reunir la minoría de bloqueo.
Estos son los nudos fundamentales a desenredar en la negociación actual.
La tarea que me ha sido asignada es la de extraer las conclusiones de los debates que se han desarrollado anteriormente, pero ruego me excusen si no la cumplo conforme a los cánones habituales. En efecto, considero este tipo de ejercicio demasiado arduo, en parte, si se trata de desarrollar un análisis crítico de lo que han expuesto el resto de oradores, y en parte superfluo, si se trata de resumir sus respectivas intervenciones.
Lo que me interesa más bien es apuntar algunas consideraciones propias sobre el debate al que he asistido hasta el momento y desarrollar opiniones personales sobre los temas que han surgido con motivo del mismo.
Sobre todo querría despejar el campo de una especie de prejuicio, que consideraba superado y que sin embargo constato que aún tiene difusión. Me refiero a esa especie de contraposición maniquea por la cual o se está enteramente alineado con el bando de la Constitución o se es enemigo del proceso de integración europea, contraposición que inhibe un desencantado análisis crítico y por lo tanto desnaturaliza el sentido de los debates. Este modo de afrontar el tema ha ahogado y falseado durante demasiado tiempo el debate sobre las cuestiones europeas y merecería desde hace tiempo haber sido arrinconado, también porque los «enemigos» de Europa están muy probablemente en otra parte y a éstos quizás les molesta cierta aportación incluso cierto fundamentalismo acrítico.
En cualquier caso, el encasillamiento automático en dicha categoría de quien manifiesta reservas sobre la Constitución parece un poco simplista y paradójicamente podría incluso invertirse, visto que la hostilidad o el escepticismo hacia la Unión Europea han crecido de manera desmesurada justo después de la Constitución. Sé bien que al razonar de este modo se confundiría el clásico dedo con la luna, pero bien visto se llevaría a cabo una aproximación especulativa a aquello que he denunciado anteriormente. En cualquier caso, para quien tiene diversas y no marginales responsabilidades, ha dedicado más de cuarenta años de su propia vida al ideal europeísta, tales sospechas pueden como máximo suscitar alguna sonrisa compasiva. Cierro por tanto esta precisión, por así decir, metodológica, para pasar a una breve exposición de mi opinión sobre los temas en discusión.
Y la primera consideración que quiero hacer es sin duda más ilusionante de lo que las premisas anteriores harían pensar. En efecto, la iniciativa actual aparece en un momento que se presenta un poco menos «luctuoso» del que ha correspondido a otras iniciativas del mismo tipo, por la simple, y esperamos que fundada razón, de que en estos ultimísimos tiempos el proceso de integración parece mostrar signos de volver a despertarse o al menos de superación de la fase más complicada de la crisis iniciada con el fracaso de los referenda de 2005. Debería por lo tanto haber finalizado la fase de luto por la falta de ratificación del Tratado constitucional y deberíamos encaminarnos, a partir de la reciente declaración de Berlín, a retomar el proceso, si no queremos llamarlo ya de constitucionalización, ciertamente de reestructuración de las instituciones y de los textos comunitarios que la ampliación de la Unión y sus sucesivas evoluciones hacen necesaria.
Probablemente en pocos meses tendremos un nuevo texto. No sabemos aún con certeza, aunque sí hemos podido tener algún anticipo verosímil por parte de nuestros amigos Rainer Arnold y Paolo Ponzano, con qué contenidos, con qué ropajes jurídicos se presentará aquel, pero auguramos que representará la superación de esta pausa llamada de reflexión, pero en realidad de deliberación, que ha durado más de lo que se pensaba y de lo que habría debido.
Dicho esto, creo que deben realizarse algunas consideraciones retrospectivas sobre todo lo que ha sucedido en relación con el Tratado constitucional y sobre sus relativos éxitos, si no por otro motivo al menos para entender si las dificultades que éste ha encontrado tras su firma se deben sólo a la mala suerte o a la falta de sensibilidad de los ciudadanos que le han dado un suspenso, o bien si dichas dificultades nacen al mismo tiempo de la naturaleza y del sentido de la operación que implica la ambiciosa tentativa de dotar de una «Constitución» a la Unión.
Ya se había señalado el riesgo de una operación de este tipo en el momento de la firma, desde varias partes y desde diferentes puntos de vista. Surgía la pregunta ya entonces de si la botadura de la Constitución era, en aquel momento, verdaderamente el mejor medio practicable y necesario para asegurar el desarrollo del proceso de integración europea. Y la pregunta era menos extemporánea de cuanto pudiera parecer y aún menos podía considerarse fruto del habitual juicio a posteriori. Yo mismo había manifestado algunas dudas a este respecto, y ello en momentos nada sospechosos, sobre todo cuando el texto era alabado por tantos que luego, ante la comprometida situación, se han distanciado del mismo.
Al igual que otros, manifesté ya entonces ciertas perplejidades tanto respecto de la difusa convicción de que el Tratado constitucional fuese una «conditio sine que non» para la supervivencia y el desarrollo del proceso de integración, así como sobre la calidad y la consistencia de los resultados obtenidos por éste.
Ciertamente, existían diversos motivos que justificaban diseñar y redactar un texto de naturaleza constitucional. Aparte del evidente valor simbólico de tal tipo de texto, se subrayaba una vez tras otra la importancia de introducir en el sistema una «Bill of rights», mediante la inclusión de la «Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea»; de definir los límites competenciales entre la Comunidad y los Estados miembros y de limitar mejor y controlar el incremento de las competencias comunitarias; y en general de conferir al proceso una legitimación constitucional más inequívoca, con el consenso explícito de sus protagonistas.
Ninguno de estos argumentos me había parecido verdaderamente decisivo para justificar la indispensabilidad de un texto constitucional formal para Europa. A mi entender, de hecho, la actual Carta, es decir, los tratados constitutivos, como ha dicho el propio Tribunal de Justicia, representa en sentido amplio la Carta constitucional de una Comunidad de derecho, y, como tal, asegura la protección de los derechos fundamentales de sus ciudadanos y garantiza una convivencia pacífica y una colaboración entre distintos pueblos, fundada sobre un sistema orgánico y pleno de reglas y principios jurídicos.
El proceso de integración tenía ya (y todavía tiene) asumida una connotación de tipo federal, con resultados importantes, similares si no superiores a los que pueden encontrarse en muchos Estados federales. Europa había por tanto conseguido dotarse, a su manera, de una especie de Constitución y de un particular federalismo constitucional, un federalismo que, en muchos aspectos, ha funcionado bien, pese a que no es el momento de especificar en qué sentido y en qué ámbitos.
Aparte de esto, yo tenía personalmente otra perplejidad, motivada por la experiencia de estos casi cincuenta años de vida del proceso de integración. En todo este tiempo, dicho proceso siempre ha seguido un camino muy original para conciliar las diversas aspiraciones hacia formas cada vez más avanzadas de integración y las concretas posibilidades de progreso, a través de la elaboración de soluciones adaptables a las oportunidades concretas que en cada caso ofrecían las distintas fases de desarrollo del proceso.
De aquí, por lo tanto, parte la consecuente y feliz elección de una especie de libertad de modelos dirigida a salvaguardar el carácter original y evolutivo del proceso y dejar abiertas todas las opciones de ingeniería institucional que se espera deben marcar el progreso hacia una integración cada vez más estrecha entre Estados que comparten una parte cada vez más importante de su soberanía en las estructuras comunes, sin querer perder no obstante su individualidad en un Superestado federal.
Los diversos pasos dados estos años (de la Comunidad a la Unión y a la Constitución) no han seguido, por lo tanto, un itinerario lineal y preestablecido hacia escenarios definitivos, sino un camino pragmático, difícil e incluso contradictorio hacia una integración de contornos inciertos y que probablemente seguirán así durante mucho tiempo.
¿Cuál era entonces el temor que dichas consideraciones suscitaban, en mí y como en otros, frente al proyecto de lanzar una Constitución? Pues bien, el temor era que la tentativa de encerrar en un documento formal el complejo proceso del que acabo de hablar llevase al doble y nada feliz resultado de proporcionar una idea al mismo tiempo errónea (es decir, hacer creer que el proceso se hubiese completado ya) y contraproducente (porque corría el riesgo de encorsetar el dinamismo del propio proceso).
Entiendo que, incluso sin decir nada más, se quisiera de alguna manera, con ocasión de la ampliación y la adhesión de tantos nuevos Estados miembros, renovar, adecuar y consolidar el pacto fundacional. Es un hecho no obstante que las dudas sobre la utilidad y la necesidad de una Constitución, de un acuerdo constitucional para la Unión, tenían su razón de ser, y no en sentido anticomunitario; ¡al contrario!
Por lo demás, el clamoroso desvarío entre la solemnidad del título del Tratado constitucional y la modestia de los resultados que éste podía conseguir prueba que aquellas dudas no eran tan infundadas y el momento no era de tanta madurez, porque si vamos al verdadero fundamento de las cosas, se descubrirá que no se ha ido más allá de una revisión de tipo tradicional, engalanada con un solemne y cautivador sombrero.
No puedo aquí extenderme para demostrar este asunto. Me limito a observar que el Tratado constitucional produce más una reestructuración arquitectónica y una reorganización del sistema, por añadidura no siempre exitosas, que innovaciones realmente relevantes respecto de lo existente e incluso de las expectativas creadas. Lo que quiero decir en definitiva es que de alguna manera en el sistema existía ya todo o casi todo lo que se encuentra ahora en el proyecto de Constitución, y sobre todo que en ésta no se encuentran los elementos de auténtica discontinuidad que habrían podido y debido justificar el paso del tradicional sistema pacticio al constitucional.
¡Todo esto sin considerar la complejidad de un documento constitucional con nada menos que 448 artículos, con un miríada de alegaciones y declaraciones orales, un documento difícil, un aluvión a veces incomprensible, que va en sentido clamorosamente opuesto a los principios de la transparencia, democracia y proximidad, en nombre de los cuales se había activado el proceso constitucional! Un documento difícil incluso para los que participaron en su elaboración, pero paradójicamente oscuro sobre todo para aquellos a los que se dirige, aquellos ciudadanos europeos en los cuales es claro que no puede ambicionar el provocar entusiasmo. Sin hablar de la dificultad de explicarlo a los estudiantes en las pocas horas de las que los cursos de nuestra disciplina disponen. Y se sabe, por lo demás, que la complejidad del texto ha jugado un papel no secundario en el éxito negativo de los referenda recientes.
Pecaría no obstante de falta de perspectiva y de sensibilidad histórica y política si me callase que en realidad la falta de éxito del proyecto constitucional ha supuesto un duro golpe para el proceso de integración europea. Y esto no sólo por una especie de dato histórico-estadístico. La experiencia ha demostrado que hasta el momento a cada revisión de los tratados le ha seguido un relanzamiento del proceso, que ha superado el alcance de las innovaciones concretas introducidas. En este sentido, por lo tanto, no se podía excluir que, en los desarrollos prácticos, las quizás modestas innovaciones de la Constitución se habrían prestado también, como casi siempre ha sucedido anteriormente, a instigar un mayor dinamismo en el proceso de integración y favorecer también un relanzamiento de carácter cualitativo.
Pero se trata de un duro golpe, sobre todo por el significado y el valor simbólico de los que, con razón o sin ella, se había poco a poco cargado el proceso constitucional, así como por las modalidades y las razones que han llevado a su fracaso y por las reacciones que han acompañado y posteriormente seguido a dicho fracaso.
No se ha tratado en efecto sólo de dificultades en el proceso de ratificación de la Constitución. Incluso otros tratados de revisión habían sufrido incidentes en su elaboración; sucedió por ejemplo con la ratificación de los Tratados de Maastricht, de Ámsterdam o Niza. Lo que ha sucedido por el contrario con la Constitución es que ha puesto de relieve un estado de auténtica y aguda crisis, que ha hecho emerger toda una serie de problemas que hasta el momento de alguna manera se habían escondido o acallado; situaciones aceptadas y soportadas cuando todo iba bien, y que en las sedes comunitarias no se han afrontado nunca seriamente por pereza, resignación, falta de ideas e incluso por reluctancia a hacer las cuentas con las dificultades que ello habría comportado.
Ha sido, en definitiva, como si un golpe de viento hubiese levantado el mantel, haciendo salir todo el polvo escondido debajo… De este modo han explotado insatisfacciones acumuladas en el tiempo y se ha agudizado la percepción de que, pese a las enunciaciones de principios en sentido contrario, el proceso comunitario es un proceso de vértices meramente mercantilistas, extraño a las exigencias y a las expectativas de la gente. Una reacción acentuada por una crisis económica de particular gravedad, que ha producido sus efectos negativos en los bolsillos y por lo tanto en los intereses directos de los ciudadanos, los cuales, con razón o sin ella, tienden a atribuirla a Europa (piénsese por ejemplo en las reacciones respecto del euro).
Una auténtica marea iconoclasta se ha lanzado sobre la Constitución, hasta el punto de que se temió un éxito del “no” incluso en el referéndum organizado en el pequeño, pero tradicionalmente ultraeuropeísta Gran Ducado de Luxemburgo, donde finalmente se aprobó, pero por una decepcionante mayoría.
Se ha debido por lo tanto ralentizar, por no decir bloquear, el proceso de ratificación por vía de refrendo, ante el temor de comprometer definitivamente su éxito y se ha decidido sabiamente posponer un año la cita originalmente fijada para el 2006 para fijar el punto en que se encuentra la situación, y dedicar este lapso de tiempo a una reflexión más profunda sobre el estado del proceso comunitario.
Por desgracia, sin embargo, durante casi todo este tiempo, también por la espera impuesta por importantes acontecimientos políticos en algunos Estados, se ha producido muy poco, a parte del generoso empeño de estudiosos o centros de investigación, en cuanto a la profundización y proyección de posibles soluciones para hacer salir a la Unión del impasse, en términos capaces de suscitar el consenso del conjunto de implicados y yendo hacia delante, no retrocediendo.
En el momento en el que nos encontramos, la marcha parece haberse reemprendido, pese a que todo está aún abierto. Al menos la parálisis parece quedar a nuestras espaldas. Y me parece incluso más difusa la convicción de que el impasse no deba superarse sólo desde el eterno terreno de la ingeniería institucional, sino también afrontando el problema de las iniciativas y de las políticas que la Unión debe inaugurar en sectores importantes, como los de la energía, los transportes, el empleo y la formación juvenil, la inmigración, el medio ambiente, y en definitiva en todos los sectores que afectan verdaderamente a los intereses de los ciudadanos europeos o que al menos parecen necesitados de una acción común por parte de los Estados miembros.
Hacer predicciones en este momento sobre el éxito de la nueva negociación resulta bastante difícil, si bien no creo que esté en juego la misma continuidad del proceso de integración, ahora que hemos llegado en estos últimos meses al punto quizás más crítico que éste ha vivido. Creo que a este respecto puede albergarse un razonable optimismo, especialmente porque consecuentemente con los liderazgos nacionales y la integración comunitaria se mantienen el imprescindible e insustituible horizonte de nuestro continente, puesto que el avanzado nivel ya alcanzado de integración en las estructuras jurídicas y económicas son más fuertes que los peligros que corre el proceso.
Debemos recordarnos no obstante que la construcción de la unidad europea no está escrita en las estrellas, ni cuenta con la indiscutibilidad y la eternidad de los dogmas; y en cualquier caso sus perspectivas no pueden reducirse a las de una mera supervivencia, ligada únicamente a una opción de necesidad o a motivaciones superadas y en cualquier caso ya privadas de gran parte de su capacidad de movilización.
Como he dicho en tantas ocasiones, las motivaciones originarias de la construcción comunitaria (evitar más guerras en el continente) no bastan ya para nutrir de razones el estar juntos, habiendo devenido (o al menos apareciendo) anacrónicos o superados los temores de nuevas guerras civiles en el continente.
Es necesario por contra alimentar la empresa europea con motivaciones renovadas y positivas, capaces de dar intensidad, profundidad, continuidad y solidez de perspectivas al proceso. Y esto puede ocurrir solamente si se cumple una condición antes previa a todas las anteriores; sólo puede ocurrir si Europa, hoy finalmente reunificada tras decenios de dolorosa separación, redescubre el orgullo de su propio papel y la ambición de reencontrar el puesto que fue suyo en la historia, afrontando con una revigorizada cohesión y convicciones la responsabilidad, y también la competencia, a las que la llama la nueva dinámica de las relaciones internacionales.
Pienso realmente que sólo una Europa capaz de mirar a su propia identidad y a su propia historia, no por estéril nostalgia de potencia sino por recuperar las razones de su propio rol, pueda aspirar a un futuro menos pálido y decadente. Primero, y antes incluso de hacerse amar como institución (¡como todos, por supuesto, auspiciamos!), Europa debe ser capaz, por decirlo así, de volver a enamorarse de sí misma, como heredera de una historia única, que no puede ser relegada al archivo de la memoria ni considerarse agotada.
Resumen: El presente trabajo recoge tres intervenciones realizadas en marco del Seminario Internacional «Las perspectivas de la Constitución europea: impulsos tras el semestre alemán de presidencia de la Unión», dirigido por el profesor Antonio Miccú y celebrado en Roma el 8 de junio de 2007 en la Facultad de Economía de Universidad de la Sapienza. En el primer apartado de este estudio, el profesor Claudio Rossano identifica algunos de los problemas que se han planteado al proceso de integración política, marcados en gran medida por las dificultades de establecer una Constitución formal para Europa basada en el modelo estatal tradicional y precisa algunos de los obstáculos y límites que actualmente se alzan frente a la integración política. El segundo apartado recoge la intervención del profesor Paolo Ponzano quien aborda algunas de las cuestiones objeto de discusión y negociación en la redacción de un texto alternativo al Tratado constitucional, singularmente las relativas al contenido del Tratado simplificado y el método a seguir en su redacción. Por último, en el marco de las conclusiones a las intervenciones y los debates producidos en el Seminario, el profesor Antonio Tizzano realiza una serie de consideraciones retrospectivas sobre el proceso que llevaría a la elaboración del Tratado constitucional y sobre sus relativos éxitos, con el objeto de intentar entender las razones que explicarían la falta de éxito del proyecto de Constitución europea.
Palabras clave: Unión Europea, Tratado constitucional, Constitución, integración política.
Abstract: This work contains three speeches carried out during the International Seminar: <<The European Union Perspectives: impulses after the German EU presidency semester>>, directed by Professor Antonio Miccú, that took place on 8th June 2007 in the Economics Faculty of La Sapienza University (Rom). In the first section of this study, Professor Claudio Rossano identifies some of the problems of the integration process, all of them marked by the difficulties to set up a formal Constitution for Europe, based on the state traditional model. He also determines exactly some of the limits and obstacles that the integrations process faces in this moment. The second section includes Professor Claudio Rossano’s speech, which analyses some of the questions under discussion and negotiation during the redaction of an alternative agreement to the Constitution Treaty; specially focused on the contents of the simplified Treaty and its redaction method. In the last section, inside the frame of the debates and conclusions of this Seminar, Professor Antonio Tizzano makes some retrospective considerations about the elaboration process of the Constitutional Treaty and its limited success, trying to understand the reasons that explain the lack of success of the European Constitution Project.
Key words: European Union, Constitutional Treaty, Constitution, Political Integration.