Las relaciones entre el Derecho de la Unión y el Derecho del Estado a la luz de la Constitución Europea

 

Miguel Azpitarte Sánchez

 

 

 

 

 

 

 Relaciones entre Ordenamientos en la Unión Europea

 

SUMARIO

 

1.-Introducción. Las relaciones entre el ordenamiento comunitario y el ordenamiento estatal.

 2.-El estado de la cuestión: su estructura por principios.

 3.-Revisión de los ámbitos problemáticos.

 4.-Las relaciones entre el ordenamiento europeo y el ordenamiento estatal a la luz de la Constitución europea.

 5.-Conclusión: la dimensión política de la primacía.

 

 

  

 

 

1.-Introducción. Las relaciones entre el ordenamiento comunitario y el ordenamiento estatal.  

 

La construcción del Estado autonómico impulsó en la doctrina el desarrollo vigoroso de una temática conocida en la jerga profesional como “relaciones entre ordenamientos”, tópico al que viene dedicado monográficamente este número. Este concepto pone de relieve un dato y plantea una serie de problemas. El dato es la pluralidad ordinamental, hecho que, en el ámbito autonómico, refleja el pluralismo político[1]. El reconocimiento de la autonomía política a nacionalidades y regiones impacta en el sistema normativo con la creación de otros diecisiete ordenamientos que postulan su aplicación preferente dentro de su espacio competencial. El elenco de dificultades nace cuando el aplicador del derecho debe reconstruir la unidad del ordenamiento al seleccionar la norma. La cuestión no es ya simplemente la distinción de la disposición (o conjunto de disposiciones) llamada a resolver la controversia jurídica, sino también la “gestión” de las disposiciones que no resultan aplicables, es decir, los motivos por los que se proyecta la preferencia aplicativa de una disposición (jerarquía, competencia, etc.) y las consecuencias respecto a la norma desplazada (mera traslación aplicativa, invalidez, nulidad, etc.)[2].

 

         Es sabido que el estudio de las “relaciones entre ordenamientos” se ha visto enriquecido cualitativamente a raíz del fenómeno comunitario. El dato de partida –la pluralidad de ordenamientos- gana en complejidad con la inclusión del ordenamiento comunitario. Es así, y esto hay que remacharlo con insistencia, porque la integración europea supone la aplicación de normas creadas fuera del espacio estatal, y también causa la confluencia de conceptos jurídicos provenientes de culturas diversas, la reformulación de conceptos clásicos e incluso la creación de nuevos[3]. Pero incluso es problemática la propia existencia del “dato”, a saber, la creación de un  ordenamiento que compite ahora con el ordenamiento constitucional (y sus subordenamientos estatal y autonómicos) en la distinción de la regla aplicable. En el caso del derecho autonómico, la pluralidad ordinamental responde a un pluralismo político que nace de la propia Constitución y se articula en los límites que ella establece. Por contra, en el supuesto del derecho europeo, la autorización prevista en el art. 93 CE no explicita con tanta claridad su fundamento político-constitucional.. Así las cosas, la realización de la unidad del sistema normativo tras el impacto de la integración europea se asoma como una tarea todavía más compleja. La temática de las relaciones entre ordenamientos, a partir de la integración supranacional, ya no se ocupa tan sólo de la elaboración de técnicas para la solución de antinomias surgidas en virtud de la pluralidad de ordenamientos[4]. Ahora, al analizar las relaciones entre ordenamientos –la relación entre el ordenamiento estatal (tomado siempre en sentido amplio, de modo que incluya el ordenamiento constitucional, el central del Estado y los autonómicos) y el ordenamiento de la Unión- plantea a su vez un problema de legitimidad o, si se quiere, de efectividad, que obliga a reflexionar sobre algunos postulados básicos de la teoría constitucional. En estas páginas pretendo realizar una revisión del estado de la cuestión y ver cómo ha respondido al modelo contemporáneo El Proyecto de Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa. 

 

 

2.-El estado de la cuestión: su estructura por principios.  

 

2.a. La ausencia de previsiones normativas.

 

         Al analizar las relaciones entre el ordenamiento de la Unión y el ordenamiento estatal, es la ausencia de previsiones normativas la circunstancia que primeramente llama la atención. Abandono que, en la mayoría de los casos, es doble. Gran parte de las Constituciones nacionales continúan sin prever con detenimiento el marco de relaciones. Ese silencio permite, sin duda, extraer algunas conclusiones implícitas. Estructuralmente, la lógica de toda atribución presume, para no desvirtuarla, que las normas producto de su ejercicio tendrán prevalencia, pues, en caso contrario, la atribución de competencias carecería de sentido. Pero al mismo tiempo, una deducción de ese tipo obliga a concluir que el ejercicio de las competencias atribuidas no podrá contradecir la Constitución, la fuente de la cual trae origen. Como vemos, pese al abandono constitucional podemos formular dos principios, de contenido magro, pero con alguna utilidad: la atribución de competencias ha de gozar de primacía para ser efectiva, aunque no puede primar frente a la fuente que autoriza la atribución. Llegados a este punto, puja irremediablemente una pregunta ulterior: ¿pueden las Constituciones decir algo más? Seguramente no mucho más. Si reconociesen la primacía del derecho de la unión frente al derecho constitucional estarían invocando su disolución. Si limitaran la primacía del derecho de la unión frente al derecho infraconstitucional debilitarían explícitamente las bases de la integración. Las posibilidades del texto constitucional son, por tanto, exiguas. Pasan, siguiendo el estilo alemán, por recordar unos límites materiales a la reforma de los Tratados. De este modo, conocemos los límites de la integración, pero queda sin elucidarse qué se debe hacer ante una contradicción textual entre el derecho de la unión y la Constitución. Cabe, por otro lado, recordar en el nivel constitucional la primacía del derecho de la unión sobre el derecho infraconstitucional. Tal actuación tiene un cierto grado de redundancia, aunque sirve para fundar sobre bases constitucionales las obligaciones de las autoridades nacionales respecto a la aplicación del derecho de la unión. 

 

         La ausencia, a estas alturas, quizás sea más clamorosa en el derecho de la unión, o al menos en su derecho escrito. Nada disponían ni disponen los Tratados sobre la primacía, la eficacia directa, la interpretación conforme o la responsabilidad por incumplimiento. Ciertamente no existe un silencio absoluto. El principio de lealtad previsto en el art. 10 TCE y que obliga a “cumplir con las obligaciones derivadas del presente Tratado” y la exclusión de vías ajenas al sistema jurisdiccional regulado en el Tratado para la solución de las dudas interpretativas y aplicativas (art. 292 TCE), marcaron algunas trazas del modelo actualmente vigente. Pero, con todo, el Tratado se aleja de modelos constitucionales como el art. 9.1 de la Constitución española (Los ciudadanos y los poderes públicos están sometidos a la Constitución y al resto del ordenamiento) o el art. 31 de la Ley Fundamental de Bonn (Bundesrecht bricht Landesrecht).

 

         Al igual que en el caso de las Constituciones estatales urge preguntarse el porqué de ese silencio respecto a las relaciones con el derecho estatal. Respecto a los inicios no parece demasiado difícil encontrar una respuesta plausible. En los orígenes no se podía prever un desarrollo tan intenso del derecho comunitario y, además, una retórica demasiado “federalista” hubiera suscitado dificultades –los nominalismos ocuparon un lugar secundario-[5]. Sin embargo, las dificultades del inicio no parecen hoy tan llamativas. ¿Por qué no se introdujeron entonces en los Tratados los principios de primacía, eficacia directa, interpretación conforme y responsabilidad por incumplimiento? Las hipótesis son varias. Hasta hace poco, la retórica federal seguía pesando como un lastre, por lo que se recomendaba no levantar suspicacias que pudieran enturbiar los avances; en ocasiones convenía hacer las cosas sin que parecieran lo que en verdad eran. No obstante, en mi opinión, las respuestas hay que buscarlas en el modelo jurisprudencial que se había creado. De un lado, la actuación del TJ le había concedido un status singular, de manera que la definición de los principios estructurales parecía competer a esta autoridad[6]. Por otro, un modelo jurisprudencial siempre deja margen al matiz y la modulación y quizás se quisiera, frente a la sistematicidad de la norma escrita, dejar un espacio a la adaptación paulatina de los principios jurisprudenciales. En definitiva, se hacía presente un viejo adagio del sentido común: lo que funciona, ¿por qué cambiarlo? Pero, ¿funciona de verdad? Conviene recordar que muchas eran las voces que reclamaban una Constitución para cerrar concluyentemente la indefinición que provocaba el modelo jurisprudencial. Ya casi tenemos la Constitución y corresponde evaluar cómo resuelve esa indefinición. Lo veremos más adelante. Ahora toca revisar los bases con las que el TJ ha construido el modelo de relaciones ordinamentales actualmente imperante.

 

2.b. Su construcción jurisprudencial. El fundamento del poder del Tribunal de Justicia.

        

Los artículos 10 y 292 TCE conforman los fragmentos desde los que es posible montar un modelo de relaciones entre ordenamientos. La primera disposición impone la obligación a los EEMM de asegurar el cumplimiento del Tratado; la segunda excluye la solución de las controversias interpretativas o aplicativas fuera de la sede jurisdiccional prevista por el TCE. La lectura conjunta de ambas disposiciones nos empuja a concluir que será el TJ el órgano llamado a resolver las dudas sobre el cumplimiento estatal del Tratado. Ahora bien, tales fragmentos no son de gran ayuda. La lógica constitucional hace suponer que será en el estudio de los procesos ante el TJ cuando hallemos el resto de elementos normativos que nos permitan dotar de cierta precisión a las relaciones entre ordenamientos. Especialmente serían los efectos de las sentencias del TJ en el control de derecho estatal la pista que indicaría el modo de resolución de los conflictos ente ordenamientos. Sin embargo, son esperanzas vanas. En la regulación del proceso por incumplimiento de los Estados, se repite la retórica del art. 10 TCE y se dispone que “el Estado estará obligado a adoptar las medidas necesarias para la ejecución de la sentencia del TJ” (art. 228). Nada se dice, pues, de los efectos de la sentencia sobre el acto normativo estatal que causa el incumplimiento (pérdida de vigencia, invalidez, nulidad). A lo sumo se fija la posibilidad de una multa coercitiva, algo significativo ya que es una sanción que no está orientada a condicionar el acto que incumple, sino a reprimir al autor del acto (que, dicho sea de paso, quizás sea capaz de asumir, en un análisis coste-beneficio, la sanción pecuniaria)[7]. Y mucho menos nos añade la cuestión prejudicial de interpretación (art. 234 TCE), recurso que sirve para determinar el incumplimiento de los Estados. Aquí, los efectos de la decisión del TJ ni siquiera se manifiestan directamente sobre la controversia que conoce el juez nacional. Esta afirmación tiene mucho de ficción, dada la precisión con la que el TJ define la contradicción entre la disposición estatal y la comunitaria. Pero, en lo que ahora nos interesa, el art. 234 ni por asomo se aventura a predeterminar los efectos de la decisión interpretativa del TJ.

        

Con estos mimbres el TJ ha construido un modelo de relaciones entre ordenamientos caracterizado por la primacía y eficacia directa del derecho comunitario, la obligación de interpretación conforme del derecho estatal y la responsabilidad, y consiguiente obligación de indemnizar, de los EEMM por incumplimiento del derecho comunitario. Sin duda, cabían otros modelos, pero este es el definitivo que ha configurado el TJ dentro de las fragmentarias bases que compone el Tratado. Antes de estudiar sus problemas, algo que haremos en el siguiente epígrafe, urge resolver una pregunta: ¿por qué ha sido el TJ el órgano que ha delimitado los principios que ordenan las relaciones entre ordenamientos?, ¿de dónde nacen sus poderes?[8]

        

Responder a estas preguntas exige engarzar dos argumentos, uno relativo a la potestad constitucional del TJ, y el otro, atinente a la consolidación de esa potestad sin la intervención reactiva de los otros poderes constitucionales. Respecto a la potestad del TJ para concretar el modelo de relaciones entre el derecho de la unión y el derecho constitucional, el precepto clave sólo puede ser el art. 220 TCE: “el Tribunal de Justicia... garantizará el respeto del Derecho en la interpretación y aplicación del presente Tratado”. Inmediatamente, llama la atención esa disociación entre Derecho y Tratado. ¿Qué significado tiene esta apelación a un Derecho distinto de los Tratados? ¿En qué se diferencia “garantizar el Derecho” frente a la función jurisdiccional ordinaria de resolver controversias jurídicas a petición de parte? La apelación a la garantía del Derecho (así, en mayúsculas, como lo dispone el propio Tratado) implica una presunción: que las disposiciones del Tratado no conforman por sí mismas un ordenamiento, pero que el derecho comunitario debe ser un ordenamiento. La invocación al concepto de Derecho, a su garantía, es simplemente una reivindicación de la naturaleza sistemática del derecho comunitario[9]. Las normas comunitarias no componen un conglomerado más o menos compacto de normas. Las normas comunitarias forman un ordenamiento, un sistema jurídico, son un conjunto de normas coherente y pleno. El derecho comunitario, en cuanto ordenamiento, pretende la coherencia (mediante el establecimiento de mecanismos dispuestos a salvar las antinomias) y la plenitud o compleción (la instauración de instrumentos que llenen las deficiencias de las normas)[10]. Ahora bien, esa coherencia y plenitud, la unidad del ordenamiento, no viene satisfecha por el Tratado. Conscientes de las limitaciones de la fuente suprema del ordenamiento de la Unión, se llama al TJ a cumplir la función de dotar de unidad al ordenamiento. El TJ se ha de encargar de formular los principios a partir de los cuales se construye la unidad del ordenamiento. Así las cosas, el TJ desempeña la función jurisdiccional como cualquier otro órgano jurisdiccional, pero en ella introduce la responsabilidad de “garantizar el respeto del Derecho”, esto es, la tarea de construir la sistematicidad del ordenamiento de la Unión.

 

         Esta atribución de potestad que realiza el art. 220 a favor del TJ para construir las sistematicidad del derecho de la unión, explica, por tanto, la creación o declaración de los principios estructurales que definen el modelo de relaciones entre el derecho de la unión y el derecho estatal. Sin embargo, no pasa desapercibido que tal atribución es una manifiesta alteración de los modelos constitucionales de la modernidad (al menos en su retórica)[11]: debe ser el texto jurídico y no su aplicador quien configure la sistematicidad del ordenamiento. Más adelante intentaré dilucidar cómo reacciona la Constitución europea a este cambio de lógica. Pero lo que ahora nos interesa es saber por qué los restantes poderes constitucionales de la Unión han respetado esta atribución constitucional que enriquece materialmente la tarea del TJ. El profesor Weiler nos dio ya hace algunos años una explicación politológica muy convincente. El hecho de que los gobiernos nacionales controlaran mediante la unanimidad el proceso comunitario de producción normativa, esclarecía su aquiescencia frente a la creación jurisprudencial de las relaciones entre ordenamientos. Dicho de otro modo: tomada la decisión, a los gobiernos nacionales les convenía que se aplicase con primacía y efecto directo, cumpliéndose incluso ante la oposición de los ciudadanos[12]. Sin embargo, esta aclaración, que fue muy oportuna en el momento de su formulación, tiene ya, creo, poca utilidad cuando la unanimidad no es el mecanismo de decisión ordinario. ¿Cuál es entonces la razón que explica el respeto al poder del TJ para configurar la sistematicidad del ordenamiento? En mi opinión se funda en la función primaria del derecho, su capacidad para coordinar. El derecho, independientemente de su contenido, cuando es eficaz, da forma y medida al poder, que aparece así como potestad pública y no como mero poder en bruto. Esa racionalización del poder es a su vez el basamento de la seguridad jurídica de los individuos. Pues bien, tal función primaria no puede cumplirse sin una instancia independiente que resuelva en modo jurisdiccional las divergencias sobre la aplicación del derecho[13]. Creo que es aquí, en su naturaleza de órgano jurisdiccional, es decir, en su condición suprapartes ajena al proceso político ordinario, donde radica el respeto de los restantes poderes constitucionales a la atribución que el art. 220 realiza a favor del TJ[14].

 

                  

3.- Revisión de los ámbitos problemáticos.  

 

         El art. 220 encierra una paradoja: atribuye al TJ la tarea de “garantizar el Derecho” asegurando la sistematicidad del ordenamiento comunitario, pero, sin embargo, no le señala el método para el desempeño de esta función. Esa paradoja ha planteado algunas dificultades.

 

3.a. Primacía del derecho de la unión frente a las Constituciones nacionales.

        

La década de los noventa escenificó en términos teóricos un debate que se había gestado de manera larvada a medida que progresaba la integración europea: ¿cedían las Constituciones nacionales ante el derecho de la unión?; pregunta que nacía esencialmente como consecuencia de una anterior: ¿pueden los tribunales constitucionales controlar la validez del derecho comunitario? Sin incidir ahora en los matices, conviene recordar que la doctrina se dividió en dos. Un sector que defendía la autonomía originaria del derecho comunitario y otro que reafirmaba la autonomía derivada de los Tratados[15].

 

Antes ya de que se iniciara el proceso constituyente, existían en el derecho europeo reputadas voces defensoras de la autonomía originaria del ordenamiento comunitario y, por tanto, ligada a esa autonomía, la naturaleza constitucional de los Tratados. Este sector doctrinal reconocía el primigenio carácter jurídico-internacional del ordenamiento comunitario, que se fundó sobre Tratados, negociados por los Estados de acuerdo con el derecho internacional. Sin embargo, para esta corriente la clave residía en señalar la “revolución legal” acontecida con el tiempo: los Tratados ya no están caracterizados por su origen internacional (por su autonomía derivada del ordenamiento constitucional estatal); el ordenamiento comunitario es ahora un sistema de normas, independiente de las Constituciones nacionales, principio y fin de la validez del derecho comunitario, y que reconoce derechos y obligaciones no sólo a los Estados, sino también a los particulares. La piedra de toque de esta tesis es, necesariamente, justificar la revolución legal que lleva al ordenamiento comunitario desde fundamentos sitos en el derecho internacional hasta un fundamento autónomo que le otorga paralelamente la naturaleza de Constitución. La mayoría se esfuerza en describir la transformación de la realidad comunitaria. Se indica cómo se ha extendido el ordenamiento comunitario hasta tener por destinatarios a los particulares y no sólo a los Estados; se apunta su extensión material; se hace ver que las funciones de los Tratados son las propias de las Constituciones (ordenar las instituciones, distinguir las competencias, regular las fuentes, marcar los fines que orientan el poder público comunitario y proteger un núcleo indisponible de derechos individuales); o se hace hincapié en un proceso de autorreferencialidad valorativa provocado por el desarrollo institucional de la Unión, en especial su función jurisdiccional y su eficacia en el tiempo, que hacen que el aplicador del derecho comunitario tome a los Tratados como patrón exclusivo en la determinación de la validez del derecho comunitario.

        

La corriente analizada recibió cumplida réplica por parte de otro sector doctrinal. Este grupo de autores rechaza la hipótesis de una autonomía originaria del ordenamiento comunitario. Los Tratados ganan su vigencia en la medida que son producidos de acuerdo con el derecho internacional y los procedimientos nacionales de ratificación de Tratados. Los Estados son los Señores de los Tratados. Pero aún más importante: deben continuar siéndolo; las Constituciones seguirán dando fundamento a los Tratados y, por tanto, primando sobre ellos. En definitiva, esta corriente niega a los Tratados naturaleza constitucional o, visto de otro modo, rechaza la potestad constituyente de la Unión. El sostén teórico brota de una premisa: el pueblo legitima el poder; el fundamento de todo poder reside en el pueblo. Ahora bien, el concepto de pueblo se define desde la idea de homogeneidad, a partir de una concepción orgánica que incluye elementos tales como una lengua, una historia, una cultura común. Y aquí reside la clave de esta corriente doctrinal. Porque la Unión carece de pueblo, no tiene capacidad para dotarse de una Constitución. La legitimidad de la Unión tiene que continuar ligada a los pueblos estatales, de manera que seguirá cobrando su legitimidad de los procesos constitucionales de ratificación, y el ordenamiento comunitario continuará teniendo un fundamento derivado.

        

Las dos tesis aludidas padecen el problema propio de una solución que pretende resolver las dudas de manera absoluta, sin lugar a matices. El TJ fue consciente de ello y, pese a que en ocasiones su discurso se acercara al primer argumento, ha intentado solucionar el problema con la búsqueda de una armonización material. Me refiero al conocido discurso jurisprudencial del reconocimiento de los derechos fundamentales como principios generales del ordenamiento comunitario. Me interesa que nos detengamos brevemente tanto en la retórica como en las técnicas utilizadas. La retórica, en definitiva el fundamento de legitimidad del arreglo auspiciado por el TJ, es impactante por su sencillez: existe un derecho constitucional común europeo, que sirve para armonizar las bases de legitimidad del ordenamiento comunitario con los ordenamientos constitucionales nacionales. El derecho constitucional común europeo surge así como un magma lábil dotado de una poderosa virtualidad legitimante que le permite al TJ lograr dos objetivos[16]. De un lado, salva la primacía del derecho de la unión, ya que las contradicciones con el derecho constitucional estatal se suponen quiméricas. De otro, guarece la autonomía jurisdiccional del propio TJ, que en la aplicación de ese derecho constitucional común europeo no aplica normas externas al ordenamiento comunitario, sino que crea principios pertenecientes al ordenamiento comunitario y que, además, lo dotan de sistematicidad. Las normas constitucionales del CEDH y de las Constituciones nacionales son elementos interpretativos sobre los que se construyen las reglas decisorias del caso, pero en puridad no se aplican normas ajenas al ordenamiento comunitario. Finalmente, merece la pena realizar algunas apreciaciones sobre la técnica utilizada. Una es conocida por todos y ha sido estudiada hasta la saciedad: el TJ reconoce los derechos fundamentales como principios generales que pueden determinar la invalidez del derecho comunitario derivado. La otra técnica, que a menudo se pasa por alto, ha consistido en utilizar los derechos fundamentales como límite al ejercicio de las libertades comunitarias. Es decir, una regulación estatal que ordena el ejercicio de un derecho fundamental es conforme al derecho comunitario incluso si limita una libertad comunitaria. Los derechos fundamentales modulan las libertades comunitarias[17].

 

         Con todo, la retórica y las técnicas del TJ han mostrado sus severas constricciones. Difícilmente se pueden elaborar las bases de legitimidad del ordenamiento comunitario a partir de un derecho constitucional común europeo que sólo se manifiesta en forma jurisprudencial. Los elementos de legitimidad toman así cuerpo fragmentario, carecen de sistematicidad y no permiten un desarrollo consistente en vía legislativa. Más aún, constantemente pesa la incertidumbre sobre los derechos que son reconocidos y sobre la determinación de su contenido. Estas dificultades coadyuvan a concebir la Unión como una entidad donde predominan los fines económicos frente a los políticos e incluso como un derecho que no es ordenamiento.

 

 

3.b. Los principios estructurales: elenco de problemas.

 

         La aplicación ordinaria de los principios estructurales más allá del conflicto concreto con el derecho constitucional estatal, no carece de dificultades. De la primacía sabemos que se define por su efecto: desplaza la aplicación de la norma estatal que contradice una norma de la Unión. Sin embargo, fuera de esta concisa apreciación surgen las inseguridades. El TJ, tras las críticas a la sentencia Simmenthal[18], ha eludido cualquier pronunciamiento que espigue consecuencia más intensas que el mero desplazamiento aplicativo[19]. Basta con éste efecto para asegurar la uniformidad en la aplicación del derecho de la unión. No obstante, la opción entre la prevalencia y la nulidad como efectos de la primacía no es una mera disquisición técnica. Durante algún tiempo importantes voces doctrinales sugirieron la necesidad de que la primacía del derecho comunitario conllevara la nulidad y con ella la expulsión del ordenamiento de la norma estatal. Bajo esta intención técnico-jurídica se escondía la voluntad de que el derecho de la unión sirviera como parámetro constitucional económico, capaz de construir una libertad económica amplia, garantizada incluso frente a las restricciones estatales que no fuesen discriminatorias por motivos de nacionalidad[20]. Al margen de la política constitucional que encerraba esta posición, suscitaba un problema técnico interesante: ¿puede la eficacia del derecho de la unión extenderse fuera de sus ámbitos competenciales?, es decir, ¿tienen sus normas una eficacia universal que limita el derecho estatal incluso en ámbitos ajenos a las competencias de la Unión? Debate que necesariamente ha de reverdecer con la futura Constitución europea, sobre todo en lo referente al ámbito de aplicación de los derechos fundamentales. Pese a los términos del art. II-51.1 (“las disposiciones de la presente Carta están dirigidas... a los Estados miembros únicamente cuando apliquen el Derecho de la Unión”)[21], la eficacia natural de una Constitución obliga a replantear el ámbito de aplicación de algunos de sus preceptos.

 

         Las inseguridades de la primacía surgen también en lo referido a sus destinatarios. El desplazamiento aplicativo tiene como destinatario natural al juez. Sin duda, el art. 10 TCE permite colegir un deber de lealtad del legislador que, en principio, le llevará a abstenerse de producir normas contrarias al derecho comunitario. El problema más llamativo, no obstante, nace de la sentencia Fratelli Costanzo[22] que obliga a la Administración a desplazar la aplicación de la ley contraria al derecho comunitario. Ya apunté en otro trabajo las dudas que suscita esta doctrina[23]. Plantea una radical revisión del principio de legalidad y pone cimientos suficientes para alterar tanto la forma de gobierno parlamentario y la distribución funcional entre el Estado y las CCAA. Además, inserta en el sistema de fuentes un alto grado de inseguridad jurídica, pues frente a la publicidad de la ley prima el acto singular de la Administración.

 

         Finalmente no deja de ser obscura la manifestación de la primacía en la solución de los conflictos competenciales Unión versus Estado. Me refiero a la llamada preemption. Con este concepto se señalan los distintos modos de manifestarse la contradicción entre el derecho de la unión y el derecho estatal. La preemption o prevalencia del derecho de la unión puede causarse cuando sus normas ocupan con pretensiones de plenitud y coherencia todo un sector normativo, de modo que los vacíos normativos no son lagunas sino desregulaciones queridas. Otra versión de la preemption exige, por el contrario, que el derecho estatal obstaculice los fines de la normativa comunitaria. Y, en último caso, cabe exigir la preemption sólo cuando existe una antinomia entre el derecho de la unión y el derecho estatal. Estas tres posibilidades han sido abiertas por el TJ[24] y, como es obvio, cada una de ellas tendría consecuencias bien distintas a la hora de articular el reparto competencial entre la Unión y los Estados Miembros[25].

 

         No es menos discutible la eficacia directa. El dogma de que una disposición precisa e incondicional surte efectos directos pese al defecto de trasposición estatal, no ofrece todavía, en mi opinión, criterios claros para la actividad de los jueces ordinarios[26]. En esta dificultad se entrecruza un choque de culturas jurídicas, entre, con cierto grado de simplificación, la doctrina de corte francés, habituada a reconocer el interés legítimo del particular (el mero perjuicio) como requisito bastante del control jurisdiccional de la actividad de Estado, frente a la doctrina de influencia germánica acostumbrada a requerir en la legitimación activa de los particulares la defensa de un derecho subjetivo y no un mero interés[27]. Con todo, la práctica nos muestra las inseguridades de los jueces ordinarios, algo que conlleva necesariamente un traslado de las controversias al TJ. La determinación del imperativo normativo como capaz de provocar eficacia directa acaba siendo una decisión última del TJ, difícilmente predecible. Pero es que, en mi opinión, las dificultades para fijar la precisión y la incondicionalidad traslucen el origen de la doctrina de la eficacia directa. Esta doctrina tiene su ámbito natural en la directiva. Surge para corregir las anomalías de una trasposición defectuosa, pero al mismo tiempo violenta la propia naturaleza del régimen jurídico de la directiva diseñado por el Tratado “la Directiva obliga al Estado Miembro en cuanto al resultado”[28]. Es esa contradicción entre el régimen jurídico presente en el Tratado y el régimen jurídico atribuido por la jurisprudencia la que limita la proyección y coherencia de la doctrina de la eficacia directa.

 

         Y por esa misma contradicción, poco halagüeñas son las posibilidades reales de la interpretación conforme y la responsabilidad por incumplimiento, doctrinas nacidas para superar la ineficacia directa entre particulares. La interpretación conforme tiene unos márgenes intrínsecos: es necesario que exista una norma estatal relativa a la materia regulada por el derecho comunitario. Su condición necesaria es que el aplicador cuente con una disposición nacional que permita la interpretación conforme. Tal presupuesto es ya una contención. Pero además, su realización práctica se está viendo restringida por otros principios constitucionales como ejemplifica el uso de la interpretación conforme en el ámbito del derecho penal, modulado siempre por el principio de tipicidad[29].

 

         Magras son también las posibilidades reales de la responsabilidad por incumplimiento. Su primer requisito, que la disposición comunitaria atribuya derechos en favor de los particulares y que el contenido de estos derechos pueda ser identificado, supone una cortapisa sustancial. Sin embargo, la mayor dificultad nace al exigir que la violación del Estado sea suficientemente caracterizada, circunstancia determinada por la claridad y precisión de la norma violada, la amplitud del margen de apreciación, la intención del error, el carácter excusable del error y que las instituciones comunitarias hayan podido contribuir al incumplimiento[30]. En mi opinión, estas condiciones hacen que la responsabilidad sólo pueda nacer cuando exista una ausencia total de trasposición.

 

         Este elenco de problemas necesariamente nos obliga a plantear una cuestión de mayor calado: ¿ha construido el TJ un modelo de relaciones sistemático, cuyas piezas encajan entre sí y se insertan con comodidad en la racionalidad de los Tratados? Para dar cuenta de esta pregunta, primeramente hemos de elucidar el fundamento sobre el que el TJ construye su modelo de relaciones. Diversos autores han mostrado que  en las decisiones forjadoras de los principios estructurales siempre aparece “el efecto útil” como razón que explica su creación[31]. Se trata en definitiva de un argumento teleológico: sin esos principios estructurales se pondría en tela de juicio la existencia misma de la Unión. Ahora bien, el argumento teleológico o estructural, sólo permite formular un contenido mínimo o indisponible de la primacía. En este sentido, para salvar el efecto útil de los Tratados -su existencia- bastaría con comprender la primacía ligada al derecho fundamental comunitario de tutela judicial efectiva: todos tienen la facultad de invocar en tiempo y forma ante la jurisdicción ordinaria competente pretensiones fundadas en el ordenamiento comunitario, incluso si ello exige inaplicar normativa nacional. Fuera de este contenido mínimo, el resto de matices (la eficacia directa de las directivas, la interpretación conforme y la responsabilidad por incumplimiento) son elementos contingentes. No se trata ahora de enjuiciar su utilidad, sino de valorar su sistematicidad, esto es, su coherencia (que en definitiva sostendrá su utilidad). Y llegados a este punto basta con recordar una apreciación ya realizada. Algunos principios estructurales diseñados por el TJ (especialmente la eficacia directa de las directivas y la responsabilidad por incumplimiento) chocan frontalmente con el sistema de fuentes regulado en el art. 249 TCE. No es el momento de señalar las lindes naturales de ese sistema. Importa solamente que hagamos hincapié en que las lógicas de ese sistema de fuentes y el modelo de relaciones diseñado por el TJ son contradictorias.

 

 

4. Las relaciones entre el ordenamiento europeo y el ordenamiento estatal a la luz de la Constitución europea.   

 

         No han sido pocas las voces que a lo largo de estos años invocaban la Constitución europea como única remedio factible en la articulación de las relaciones entre el derecho de la unión y el derecho estatal. ¿Podemos ahora concluir que la Constitución europea contiene las bases para ordenar de modo sistemático y completo las relaciones entre ordenamientos? En las páginas que siguen quisiera realizar un estudio prospectivo. A la inversa de la primera parte, en primer lugar analizaré las respuestas que ha dado la Constitución al elenco de problemas expuesto; luego, valoraré la posición que ha de ostentar el TJ en el futuro; y, finalmente, ya en otro epígrafe, abordaré el punto que a mí me parece capital en la estructuración de las relaciones entre ordenamientos: la articulación de la Constitución europea y las Constituciones estatales.

 

4.a. Sobre el elenco de problemas.

        

En el camino recorrido he intentado hacer ver que las dificultades concretas de los principios estructurales eficacia directa, interpretación conforme y responsabilidad por incumplimiento, surgen en gran medida por la contradicción entre el modelo de relaciones ordinamentales diseñado por el TJ y el sistema de fuentes regulado en el art. 249 TCE. No es excesivo afirmar que el TJ violenta ese sistema de fuentes, en especial el régimen jurídico de la directiva. ¿Cómo reacciona el texto constitucional europeo? El primer dato, llamativo en sí mismo, es una ausencia absoluta de referencias a estos tres principios estructurales. Nadie duda de su naturaleza constitucional y por eso sorprende que no aparezcan en la Constitución. De otro lado, el sistema de fuentes diseñado por la Constitución, al menos en los llamados actos legislativos, es un calco absoluto del Tratado. La ley marco tiene el mismo régimen jurídico que la directiva: “... obliga al Estado miembro destinatario en cuanto al resultado que deba conseguirse, dejando, sin embargo, a las autoridades nacionales la competencia de elegir la forma y los medios”[32].

 

Ante estas circunstancias caben dos hipótesis. La primera, pensar que nada ha cambiado. La ley marco desarrollará su eficacia jurídica de acuerdo con la doctrina del TJ (que tiene valor interpretativo, según el art. IV.3.2). Es decir, el régimen jurídico definido en la Constitución se completa con los principios de eficacia directa, interpretación conforme y responsabilidad por incumplimiento. Esta hipótesis, ciertamente plausible, supone, no obstante, una singular quiebra en el concepto clásico de Constitución. La retórica clásica ha defendido la categoría de norma fundacional de la Constitución, de modo que dota de plenitud y coherencia al conjunto del ordenamiento. Que una nueva Constitución pueda comprenderse sólo atendiendo paralelamente a la jurisprudencia previa, supone una merma ostensible en sus ambiciones normativas. La segunda hipótesis consistiría en asumir que el silencio de la Constitución respecto a los principios estructurales y la confirmación expresa de una fuente que obliga sólo en cuanto al resultado, es un rechazo de plano al modelo de relaciones diseñado por el TJ. Sin embargo, de confirmase esta interpretación, estaríamos frente a una involución en la raíz supranacional del ordenamiento de la unión. Concepción que, en todo caso, podría matizarse en virtud de un uso prioritario de la ley europea frente a la ley marco.

 

Muchas más soluciones nos ofrece la Constitución en el tema de la preemption. Como señalé, esta técnica podía dar lugar a tres usos diversos, cada uno de los cuales provoca una restricción diversa en las competencias de los Estados Miembros. Creo que la Constitución ha hecho un esfuerzo relevante por acotar las soluciones (siguiendo la sistematización que venía utilizando el TJ)[33]. Al describir las competencias exclusivas de la Unión (art. I.11), la Constitución dispone que los Estados Miembros únicamente podrán dictar actos jurídicamente vinculantes con autorización de la Unión. Tal regulación conlleva una opción a favor de la versión más intensa de la preemption, de modo que la normativa estatal queda desplazada desde el momento que ocupe un ámbito de competencias exclusivas de la Unión, independientemente de que esa normativa sea antinómica o introduzca obstáculos. En conclusión, la potestad normativa del Estado sólo es lícita si está autorizada. Para las competencias compartidas, la habilitación de la potestad normativa del Estado se produce cuando la Unión no ha ocupado el espacio competencial porque “no hubiera ejercido su competencia o hubiera dejado de ejercerla”. Aquí se desecha la versión más aguda de la preemption, elegida para las competencias exclusivas, y resta tan sólo elucidar si la contradicción que desplazaría la norma estatal es una antinomia en sentido estricto o un mero obstáculo que impida los objetivos de la normativa comunitaria. En mi opinión, es oportuno optar por la segunda posibilidad. Sólo una medida estatal que fuese neutral frente a los objetivos de la normativa comunitaria garantizaría la plena eficacia de ésta.

 

 No puedo dejar de destacar una importante contradicción en el régimen jurídico de las competencias compartidas. Desde el momento que la potestad normativa estatal se habilita sólo cuando la Unión no hubiera ejercido su competencia o hubiera decidido dejar de ejercerla, en el fondo, bajo la rúbrica de competencias compartidas, se esconden competencias potencialmente exclusivas. Si la Unión decide llenar todo el ámbito normativo, entonces, según la regulación del art. I.11.2, los Estados carecerían de competencia. Sin embargo, una comprensión adecuada de las competencias compartidas debe reservar siempre a los Estados Miembros un ámbito propio de regulación normativa, al margen de la densidad regulativa de la Unión.

 

 

4.b. Sobre la posición del Tribunal de Justicia en la delimitación del modelo de relaciones entre ordenamientos.

        

En las páginas anteriores destaqué la relevancia del TJ en la construcción del modelo de relaciones entre ordenamientos. Llamado a garantizar el Derecho en la interpretación y aplicación del Tratado, cumple la función de dotar de sistematicidad a las normas comunitarias. El art. I.28 de la Constitución parece atribuir al TJ la misma función: “Garantizará el respeto del Derecho en la interpretación y aplicación de la Constitución”. Sin embargo, tomado este precepto desde una perspectiva constitucionalista sólo se puede leer con sumo estupor. ¿Existe un Derecho más allá de la Constitución? ¿Qué sentido tiene  atribuir al TJ la potestad de recurrir a otro Derecho? ¿Es que la Constitución no logra ordenar en sus bases principales la realidad política comunitaria? Y si es así, ¡¿se le puede realmente reconocer como Constitución?! Tal disposición pone en tela de juicio una de las funciones primordiales de toda Constitución: la organización, control y racionalización del poder con pretensiones de coherencia y plenitud.

        

Pienso que no es posible interpretar el art.I.28 en el mismo sentido que  el art. 220 TCE. En este precepto, la invocación al Derecho imponía al TJ el deber de organizar la sistematicidad del derecho comunitario, esto es, convertirlo en ordenamiento. Tal función no puede corresponder hoy al TJ, bajo el riesgo de socavar la funcionalidad del poder constituyente. Debe ser la Constitución la que funde y dote de unidad al ordenamiento comunitario. ¿Qué objetivo tiene entonces la llamada al Derecho en la interpretación y aplicación de la Constitución? Creo que la correcta comprensión de este precepto se logra cuando se lee junto al Título VII de la Carta. En el art. II.52.3 se exige que el “sentido y alcance” de los derechos de la Carta sean iguales que los derechos del CEDH, sin que en ningún modo las disposiciones de la Carta puedan ser limitativas, según el art. II.53. Al mismo tiempo, el art. II.53.4 requiere que los derechos de la Carta se “interpreten en armonía” con los pares de las tradiciones constitucionales. Aquí tenemos la respuesta. En la aplicación e interpretación de los derechos fundamentales, la propia Constitución reenvía a un Derecho externo a ella. Es ese Derecho –el Convenio y las tradiciones constitucionales- el que se debe garantizar en la aplicación e interpretación de la Constitución.

        

Sin embargo, después de estas reflexiones, queda por saber cuál es el lugar que está llamado a desempeñar el TJ en la definición de las relaciones entre ordenamientos. Por un lado, ya no es el garante de la sistematicidad del ordenamiento comunitario. No está en sus manos diseñar el modelo de relaciones. Pero, por otro, se erige como el intérprete supremo de la Constitución europea, como el órgano jurisdiccional que habrá de aplicar y dar sentido a sus variadas disposiciones (será pues una de las voces más relevantes en la sociedad europea de los intérpretes constitucionales). Y una de esas disposiciones, cuyo sentido último habrá de aclarar el TJ, se presenta como la piedra de toque de las relaciones entre ordenamientos. Me refiero al art. I.10, que estipula el principio de primacía.

 

 

5.-Conclusión: la dimensión política de la primacía.

 

         A estas alturas del trabajo creo que es posible formular una tesis: las disfunciones estructurales e institucionales en la ordenación de las relaciones entre el ordenamiento de la unión y el ordenamiento estatal nacen por la irresoluta articulación entre el derecho constitucional estatal y el derecho de la unión. ¿Qué prima en la aplicación, el derecho originario de la Unión o las Constituciones estatales?

 

En principio, parece que la Constitución ha dado finalmente una respuesta clara: “La Constitución y el Derecho adoptado por las instituciones de la Unión en el ejercicio de las competencias que le son atribuidas primarán sobre el Derecho de los Estados miembros”. Detengámonos, sin embargo, un instante en la cursiva que he añadido. El término Derecho, obviando una referencia expresa a las Constituciones estatales, carece de precisión: ¿incluye ese Derecho también a las Constituciones? ¿No será esa equivocidad una muestra de que la raíz de la primacía no acaba de estar resuelta? Algún lector y más de un académico se preguntarán qué clase de aguafiestas se atreve a estas alturas a lanzar una enmienda de este tipo. Nos recordarán que la Unión, al menos funcionalmente, ya contaba con una Constitución. El art. I.10 es tan sólo el colofón que certifica la autonomía originaria del derecho de la unión[34]. Pero además, la Unión comparte valores constitucionales con los Estados miembros y si antes ya resultaba chocante plantear una posible contradicción entre las normas primarias, ahora, con el texto constitucional, resulta inadmisible. Ahí están los preceptos de la Carta para lograr una interpretación armónica.

 

El que escribe estas líneas considera que la duda siempre nace del optimismo informado y la frustración de la ingenuidad. Las dificultades que tuvo la Convención para incluir la cláusula de la primacía y el deliberado uso del término Derecho sin adjetivo alguno provocan insatisfacción en una primera lectura. ¿Por qué esos titubeos? Es en ese instante cuando se desvelan los límites del análisis estrictamente jurídico y se hace necesario replantear el problema de la primacía del derecho de la unión desde una de las categorías clásicas del derecho constitucional: la supremacía constitucional.

 

Es de sobra sabido que la supremacía de la Constitución, en su manifestación jurídica, nos indica la subordinación material y formal de toda fuente a la Constitución. En virtud de su supremacía, la Constitución funda el ordenamiento y lo dota de unidad, asegurando la coherencia y la plenitud. Ahora bien, como afirma la teoría constitucional, esa posición jurídica sólo es posible por la supremacía política de la Constitución: la Constitución goza de una especial legitimidad política –nace de un momento constituyente[35]-. Y llegados a este punto, surge una pregunta insoslayable: ¿tendrá la Constitución europea esa legitimidad?, o, al menos, ¿tiene una legitimidad superior a las Constituciones nacionales? La respuesta es demoledora: la Constitución europea se ratifica como un Tratado (art. IV.8). Permítaseme el exceso, ¿no es esto una Constitución otorgada?

 

Dadas estas circunstancias, cabe concluir tentativamente que el problema de la primacía queda en suspenso. Pese al avance textual del art. I.10, la dimensión política de la primacía sigue siendo una cuestión en conflicto. Merecería la pena escribir otro artículo sobre las distintas posibilidades de ratificación de una Constitución y destacar la panoplia de alternativas capaces de dar un mayor realismo a la declaración de Tucídides. E incluso sería oportuno preguntarse si realmente nos encontramos ante un “momento constitucional”[36]. Demasiadas dudas para este trabajo. Lo que parece claro es que los conflictos entre el derecho constitucional estatal y el derecho originario de la Unión (¿Tratados?¿Constitución?¿Tratado constitucional?) seguirán siendo campo fértil para el estudio.



 

[1] Cfr. F. BALAGUER CALLEJÓN: Fuentes del derecho, Vol. I, Ed. Tecnos, 1991, pág. 83 y sigs.

[2] En definitiva surge una vez más el viejo problema de la ineficacia en el derecho público. Fundamental continúa siendo el trabajo de J.A. SANTAMARÍA PASTOR, J.A.: La nulidad de pleno derecho de los actos administrativos. Contribución a una teoría de la ineficacia en el Derecho público, Ed. Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1975. De especial interés es la revisión parcial del problema, en relación al principio de jerarquía, realizada por T. REQUENA LÓPEZ: El principio de jerarquía normativa, Ed. Civitas, 2004, pág. 261 y sigs.

[3] Cfr. el interesante libro The Europeanisation of Law, coord. F. Snyder, Ed. Hart Publishing, Oxford, 2000.

[4] Sobre las repercusiones generales respecto al sistema de fuentes y a las relaciones entre ordenamientos, cfr. F. BALAGUER CALLEJÓN: <<Fuentes del Derecho, espacios constitucionales y ordenamientos jurídicos>>, Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 69, 2003.

[5] No en vano los primeros conceptos jurídicos de la integración hicieron referencia a su estructura finalista, por todos H.P. IPSEN: Europäisches Gemeinschaftsrecht, Mohr Siebeck, Tübingen, 1972, págs. 194 y sigs. Para una revisión de los conflictos conceptuales de los comienzos cfr. B. ROSAMOND: Theories of European Integration, Ed. MacMillan Press, London,  2000,  y para su eco actual véase el trabajo colectivo What Kind of Constitution for What Kind of Polity?, coord. Joerges/Mény/Weiler, Harvard Jean Monnet Working Paper 7/00.

[6] Una luminosa revisión general de la problemática se encuentra en G. DE BÚRCA y J.H.H WEILER: The European Court of Justice, Ed. Oxfor University Press, Oxford 2001.

[7] Cfr. P.A. SÁENZ DE SANTAMARÍA: <<Primera multa coercitiva a un Estado Miembro por inejecución de sentencia>>, Revista de Derecho Comunitario Europeo, núm. 8, 2000.

[8] Conviene recordar la perspectiva crítica en su versión clásica de T.C. HARTLEY: <<The European Court: an objective interpreter of Community law?>>, en su recopilación Constitutional Problems of the European Union, Ed. Hart Publishing, Oxford, 1999.

[9] E el mismo sentido T. TRIDIMAS: The General Principles of EC Law. Ed. Oxford University Press, Oxford, 1999, pág. 9 y sigs.

[10] Para una revisión del problema de la coherencia y plenitud e la definición de la unidad del ordenamiento, cfr. C-W. CANARIS: Systemdenken und Systembegriff in der Jurisprudenz, Ed. Duncker&Humblot, Berlin, 1969, en especial, pág. 40 y sigs.; y Cfr. F. BALAGUER CALLEJÓN: Fuentes del derecho, Vol. I, Ed. Tecnos, 1991, pág. 141 y sigs.

[11] Recordemos una vez más la explicación del “concepto racional normativo” expuesta por M. GARCÍA PELAYO: Derecho constitucional comparado, Ed. Alianza, Madrid, 1984, pág. 34 y sigs.

[12] J.H.H. WEILER: <<The transformation of Europe>>, ahora recogido en la recopilación del autor The Constitution of Europe, Ed. Cambridge University Press, Cambridge, 1999.

[13] Aunque la función jurisdiccional tenga hoy un contenido mucho más rico, cfr. J.F. SÁNCHEZ BARRILAO: Las funciones no jurisdiccionales de los jueces en garantía de derechos, Ed. Civitas, Madrid, 2002.

[14] Para una explicación más extensa véase mi libro El Tribunal Constitucional ante el control del derecho comunitario derivado, Ed. Civitas, 2002, pág. 73 y sigs. Para una muy interesante visión alternativa A. ARNULL: <<Judging Europe’s Judges>>, en su libro The European Union and its Court of Justice, Ed. Oxford, Oxford, 1999.

[15] Para un estudio más amplio de estas posiciones, así como para la bibliografía oportuna, remito a mi monografía El Tribunal Constitucional ante el control el derecho comunitario derivado, Ed. Civitas, 2002, pag. 31 y sigs.

[16] El concepto de derecho constitucional común europeo, que no es usado expresamente en este sentido por el TJ, que prefiere el término “tradiciones constitucionales”, tiene una mayor riqueza en su uso dogmático, véase P. HÄBERLE: Europäische Verfassungslehre, Ed. Nomos, Baden-Baden, 2001/2002; y A. LÓPEZ PINA e I. GUTIÉRREZ: Elementos de derecho público, Ed. Marcial Pons, Madrid, 2002, en especial págs. 38 y sigs.

[17] Para un estudio en detalle del problema, cfr. M. POIARES MADURO: <<Reforming the Market or the State? Article 30 and the European Constitution: Economic Freedom and Political Rights>>, European Law Journal, vol. 3, 55, 1997; S. WEATHERILL: <<Recent case law concerning the free movement of goods: mapping the frontiers of market deregulation>>, Common Market Law Review 36. 51-85, 1999.

[18] “... en virtud del principio de la primacía del derecho comunitario, las disposiciones del Tratado y los actos de las Instituciones directamente aplicables tiene por efecto no solamente... hacer inaplicable cualesquiera disposición de la legislación nacional... sino también impedir la formación válida de nuevos actos legislativos nacionales en la medida en que sean incompatibles con las normas comunitarias”, Sentencia de 9 de marzo de 1978, C-106/77, 629.

[19] Sobre su cautela véase por todas Sentencia de 22 de septiembre de 1998, C-10 a 27/97, IN.CO.GE’90, I-6307.

[20] La relación de la primacía con la discriminación componen uno de los elementos capitales del derecho de la unión, véase una reciente y brillante revisión, S. PLÖTSCHER: Der Begriff der Diskriminierung im Europäischen Gemeinschaftsrecht, Ed. Duncker&Humblot, Berlin, 2003.

[21] Respecto a este problema, cfr. A. RODRÍGUEZ: Integración europea y derechos fundamentales, Ed. Civitas, Madrid, 2001, pág. 247 y sigs.

[22] Sentencia de 22 de junio de 1989, C-103/88, 1839.

[23] <<Primacía del derecho comunitario y administración andaluza>>, en El sistema de gobierno de la Comunidad Autónoma de Andalucía, coord. F. Balaguer Callejón, Ed. Parlamento de Andalucía, Granada, 2003.

[24] A modo de decisión jurisprudencial prototípica Sentencia de 22 de noviembre de 1986, C-218/85, Cerafel, 3513.

[25] Permítaseme que de nuevo remita a mi monografía El Tribunal Constitucional ante el control del derecho comunitario derivado, pág. 161 y sigs. Son muy oportunas las reflexiones que T. REQUENA LÓPEZ dedica en la comparación de la preemption con otras categorías dogmáticas, El principio de jerarquía, pág. 303 y sigs.

[26] Me apoyo en el certero análisis de C. BOCH: <<The Iroquies at the Kirchberg; or some Naïve Remarks on the Status and Relevance of Direct Effect>>, Harvard jean Monnet Working Paper, núm. 5, 1999.

[27] En atención a esta diversidad dogmática me siguen pareciendo imprescindibles las páginas en E. GARCÍA DE ENTERRÍA y T.R. FERNÁNDEZ: Curso de Derecho Administrativo, Vol. II, 7ª Ed., Civitas, Madrid, 2000, págs. 37 y sigs.

[28] Y ese es el interesante argumento defendido por el Abogado General para negar la eficacia de las directivas entre particulares, cfr. Sentencia Marshall, C-152/84, Marshall, (1986,723).

[29] Valga una recientísima decisión, Sentencia de 7 de enero de 2004, C-60/92, X v. Austria.

[30] Sentencia de 5 de marzo de 1996, C-48,49/93, Brasseri du pecheur y Factortame, 1029.

[31] J. BENGOETXEA: The legal reasoning of the European Court of Justice, Ed. Clarendon Press, Oxford, 1993, págs. 250 y sigs.; R. STREINZ: <<Der “effect utile” in der Rechtsprechung der Gerichtshofs der Europäischen Gemeinschaft>>, en Festschrift für U. Everling, Vol. II, dir. Due/Luther/Schwarze, Ed. Nomos, Baden-Baden, 1995;  T. TRIDIMAS: The General Principles of EC Law, Ed. Oxford University Press, Oxford, 1999, pág. 12 y sigs.

[32] Cfr. sobre esta réplica F.J. CARRERA HERNÁNDEZ: <<Simplificación jurisdiccional en el proyecto de Tratado constitucional de la UE>>, Revista de Derecho Comunitario Europeo, núm. 16, pág. 1049.

[33] Cfr. F. BALAGUER CALLEJÓN: <<Las competencias de la Unión Europea. Los principios de subsidiariedad y proporcionalidad>>, en prensa; J. DÍEZ-HOCHLEITNER: <<El sistema competencial de la Unión Europea en el Proyecto de Constitución elaborado por la Convención europea>>, en El Proyecto de nueva Constitución europea, E. Alberti Rovira (dir.), E. Roig Molés (coord.), Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 2004; J. MARTÍN Y PÉREZ DE NANCLARES: <<Delimitación de competencias entre la UE y los EEMM>>, Revista de Derecho Comunitario Europeo, núm. 12, 2002.

[34] Sobre esta opinión véase el reciente e interesante trabajo de J. KOKOTT y A. RÜTH: <<The European Convention and its draft treaty establishing a Constitution for Europe: appropriate answers to the Laeken Questions?>>, Common Market Law Review 40: 1315-1345, 2003, pág. 1320.

[35] Basta con recordar algunos trabajos clásicos, K. HESSE: <<Die normative Kraft der Verfassung>>, en Verfassung, dir. M. Friedrich, Ed. Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1978; H. EHMKE: <<Grenzen der Verfassungsänderung>>, en Beiträge zur Verfassungstheorie und Verfassungspolitik, Ed. Athenäum, Königstein, 1981;  P. DE VEGA:  La reforma constitucional y la problemática del poder constituyente, Ed. Tecnos, Madrid, 1985; M. ARAGÓN REYES: <<Sobre las nociones de supremacía y supralegalidad constitucional>>, en su recopilación Estudios de Derecho constitucional, Ed. CEC, Madrid, 1998; C. DE CABO: La reforma constitucional en la perspectiva de las fuentes del derecho, Ed. Trotta, Madrid, 2003.

[36] En el sentido de B. ACKERMANN: We the people. Foundations, Harvard University Press, 1991. El momento constitucional ha de estar ligado a un conflicto político real que afecte a las bases de la organización política. Cuándo la Constitución pretende ser una reorganización del cuerpo jurídico existente, ¿se da en verdad ese momento constitucional?