1.-Introducción. Las relaciones entre el ordenamiento
comunitario y el ordenamiento estatal.
1.-Introducción.
Las relaciones entre el ordenamiento comunitario y el ordenamiento estatal.
La construcción del Estado autonómico impulsó en la doctrina el
desarrollo vigoroso de una temática conocida en la jerga profesional como
“relaciones entre ordenamientos”, tópico al que viene dedicado monográficamente
este número. Este concepto pone de relieve un dato y plantea una serie de
problemas. El dato es la pluralidad ordinamental, hecho que, en el ámbito
autonómico, refleja el pluralismo político[1]. El reconocimiento de la autonomía política a
nacionalidades y regiones impacta en el sistema normativo con la creación de
otros diecisiete ordenamientos que postulan su aplicación preferente dentro de
su espacio competencial. El elenco de dificultades nace cuando el aplicador del
derecho debe reconstruir la unidad del ordenamiento al seleccionar la norma. La
cuestión no es ya simplemente la distinción de la disposición (o conjunto de
disposiciones) llamada a resolver la controversia jurídica, sino también la
“gestión” de las disposiciones que no resultan aplicables, es decir, los
motivos por los que se proyecta la preferencia aplicativa de una disposición
(jerarquía, competencia, etc.) y las consecuencias respecto a la norma
desplazada (mera traslación aplicativa, invalidez, nulidad, etc.)[2].
Es sabido que el estudio de las
“relaciones entre ordenamientos” se ha visto enriquecido cualitativamente a
raíz del fenómeno comunitario. El dato de partida –la pluralidad de
ordenamientos- gana en complejidad con la inclusión del ordenamiento
comunitario. Es así, y esto hay que remacharlo con insistencia, porque la integración
europea supone la aplicación de normas creadas fuera del espacio estatal, y
también causa la confluencia de conceptos jurídicos provenientes de culturas
diversas, la reformulación de conceptos clásicos e incluso la creación de
nuevos[3]. Pero incluso es problemática la propia
existencia del “dato”, a saber, la creación de un ordenamiento que compite ahora con el
ordenamiento constitucional (y sus subordenamientos estatal y autonómicos) en
la distinción de la regla aplicable. En el caso del derecho autonómico, la
pluralidad ordinamental responde a un pluralismo político que nace de la propia
Constitución y se articula en los límites que ella establece. Por contra, en el
supuesto del derecho europeo, la autorización prevista en el art. 93 CE no explicita
con tanta claridad su fundamento político-constitucional.. Así las cosas, la
realización de la unidad del sistema normativo tras el impacto de la
integración europea se asoma como una tarea todavía más compleja. La temática
de las relaciones entre ordenamientos, a partir de la integración
supranacional, ya no se ocupa tan sólo de la elaboración de técnicas para la
solución de antinomias surgidas en virtud de la pluralidad de ordenamientos[4]. Ahora, al analizar las relaciones entre
ordenamientos –la relación entre el ordenamiento estatal (tomado siempre en
sentido amplio, de modo que incluya el ordenamiento constitucional, el central
del Estado y los autonómicos) y el ordenamiento de la Unión- plantea a su vez
un problema de legitimidad o, si se quiere, de efectividad, que obliga a
reflexionar sobre algunos postulados básicos de la teoría constitucional. En
estas páginas pretendo realizar una revisión del estado de la cuestión y ver
cómo ha respondido al modelo contemporáneo El Proyecto de Tratado por el que
se instituye una Constitución para Europa.
2.-El
estado de la cuestión: su estructura por principios.
2.a. La ausencia
de previsiones normativas.
Al analizar las relaciones entre el
ordenamiento de la Unión y el ordenamiento estatal, es la ausencia de
previsiones normativas la circunstancia que primeramente llama la atención.
Abandono que, en la mayoría de los casos, es doble. Gran parte de las
Constituciones nacionales continúan sin prever con detenimiento el marco de
relaciones. Ese silencio permite, sin duda, extraer algunas conclusiones
implícitas. Estructuralmente, la lógica de toda atribución presume, para no
desvirtuarla, que las normas producto de su ejercicio tendrán prevalencia,
pues, en caso contrario, la atribución de competencias carecería de sentido.
Pero al mismo tiempo, una deducción de ese tipo obliga a concluir que el
ejercicio de las competencias atribuidas no podrá contradecir la Constitución,
la fuente de la cual trae origen. Como vemos, pese al abandono constitucional
podemos formular dos principios, de contenido magro, pero con alguna utilidad:
la atribución de competencias ha de gozar de primacía para ser efectiva, aunque
no puede primar frente a la fuente que autoriza la atribución. Llegados a este
punto, puja irremediablemente una pregunta ulterior: ¿pueden las Constituciones
decir algo más? Seguramente no mucho más. Si reconociesen la primacía del derecho
de la unión frente al derecho constitucional estarían invocando su disolución.
Si limitaran la primacía del derecho de la unión frente al derecho
infraconstitucional debilitarían explícitamente las bases de la integración.
Las posibilidades del texto constitucional son, por tanto, exiguas. Pasan,
siguiendo el estilo alemán, por recordar unos límites materiales a la reforma
de los Tratados. De este modo, conocemos los límites de la integración, pero
queda sin elucidarse qué se debe hacer ante una contradicción textual entre el
derecho de la unión y la Constitución. Cabe, por otro lado, recordar en el
nivel constitucional la primacía del derecho de la unión sobre el derecho
infraconstitucional. Tal actuación tiene un cierto grado de redundancia, aunque
sirve para fundar sobre bases constitucionales las obligaciones de las
autoridades nacionales respecto a la aplicación del derecho de la unión.
La ausencia, a estas alturas, quizás
sea más clamorosa en el derecho de la unión, o al menos en su derecho escrito.
Nada disponían ni disponen los Tratados sobre la primacía, la eficacia directa,
la interpretación conforme o la responsabilidad por incumplimiento. Ciertamente
no existe un silencio absoluto. El principio de lealtad previsto en el art. 10
TCE y que obliga a “cumplir con las obligaciones derivadas del presente
Tratado” y la exclusión de vías ajenas al sistema jurisdiccional regulado en el
Tratado para la solución de las dudas interpretativas y aplicativas (art. 292
TCE), marcaron algunas trazas del modelo actualmente vigente. Pero, con todo,
el Tratado se aleja de modelos constitucionales como el art. 9.1 de la
Constitución española (Los ciudadanos y los poderes públicos están sometidos a
la Constitución y al resto del ordenamiento) o el art. 31 de la Ley Fundamental
de Bonn (Bundesrecht bricht Landesrecht).
Al igual que en el caso de las
Constituciones estatales urge preguntarse el porqué de ese silencio respecto a
las relaciones con el derecho estatal. Respecto a los inicios no parece
demasiado difícil encontrar una respuesta plausible. En los orígenes no se
podía prever un desarrollo tan intenso del derecho comunitario y, además, una
retórica demasiado “federalista” hubiera suscitado dificultades –los
nominalismos ocuparon un lugar secundario-[5].
Sin embargo, las dificultades del inicio no parecen hoy tan llamativas. ¿Por
qué no se introdujeron entonces en los Tratados los principios de primacía,
eficacia directa, interpretación conforme y responsabilidad por incumplimiento?
Las hipótesis son varias. Hasta hace poco, la retórica federal seguía pesando
como un lastre, por lo que se recomendaba no levantar suspicacias que pudieran
enturbiar los avances; en ocasiones convenía hacer las cosas sin que parecieran
lo que en verdad eran. No obstante, en mi opinión, las respuestas hay que
buscarlas en el modelo jurisprudencial que se había creado. De un lado, la
actuación del TJ le había concedido un status singular, de manera que la
definición de los principios estructurales parecía competer a esta autoridad[6].
Por otro, un modelo jurisprudencial siempre deja margen al matiz y la
modulación y quizás se quisiera, frente a la sistematicidad de la norma
escrita, dejar un espacio a la adaptación paulatina de los principios
jurisprudenciales. En definitiva, se hacía presente un viejo adagio del sentido
común: lo que funciona, ¿por qué cambiarlo? Pero, ¿funciona de verdad? Conviene
recordar que muchas eran las voces que reclamaban una Constitución para cerrar
concluyentemente la indefinición que provocaba el modelo jurisprudencial. Ya
casi tenemos la Constitución y corresponde evaluar cómo resuelve esa
indefinición. Lo veremos más adelante. Ahora toca revisar los bases con las que
el TJ ha construido el modelo de relaciones ordinamentales actualmente
imperante.
2.b. Su
construcción jurisprudencial. El fundamento del poder del Tribunal de Justicia.
Los artículos 10 y 292 TCE conforman los fragmentos desde los que
es posible montar un modelo de relaciones entre ordenamientos. La primera
disposición impone la obligación a los EEMM de asegurar el cumplimiento del
Tratado; la segunda excluye la solución de las controversias interpretativas o
aplicativas fuera de la sede jurisdiccional prevista por el TCE. La lectura
conjunta de ambas disposiciones nos empuja a concluir que será el TJ el órgano
llamado a resolver las dudas sobre el cumplimiento estatal del Tratado. Ahora
bien, tales fragmentos no son de gran ayuda. La lógica constitucional hace
suponer que será en el estudio de los procesos ante el TJ cuando hallemos el resto
de elementos normativos que nos permitan dotar de cierta precisión a las
relaciones entre ordenamientos. Especialmente serían los efectos de las
sentencias del TJ en el control de derecho estatal la pista que indicaría el
modo de resolución de los conflictos ente ordenamientos. Sin embargo, son
esperanzas vanas. En la regulación del proceso por incumplimiento de los
Estados, se repite la retórica del art. 10 TCE y se dispone que “el Estado
estará obligado a adoptar las medidas necesarias para la ejecución de la
sentencia del TJ” (art. 228). Nada se dice, pues, de los efectos de la
sentencia sobre el acto normativo estatal que causa el incumplimiento (pérdida
de vigencia, invalidez, nulidad). A lo sumo se fija la posibilidad de una multa
coercitiva, algo significativo ya que es una sanción que no está orientada a
condicionar el acto que incumple, sino a reprimir al autor del acto (que, dicho
sea de paso, quizás sea capaz de asumir, en un análisis coste-beneficio, la
sanción pecuniaria)[7].
Y mucho menos nos añade la cuestión prejudicial de interpretación (art. 234
TCE), recurso que sirve para determinar el incumplimiento de los Estados. Aquí,
los efectos de la decisión del TJ ni siquiera se manifiestan directamente sobre
la controversia que conoce el juez nacional. Esta afirmación tiene mucho de
ficción, dada la precisión con la que el TJ define la contradicción entre la
disposición estatal y la comunitaria. Pero, en lo que ahora nos interesa, el
art. 234 ni por asomo se aventura a predeterminar los efectos de la decisión
interpretativa del TJ.
Con estos mimbres el TJ ha construido un modelo de relaciones entre
ordenamientos caracterizado por la primacía y eficacia directa del derecho
comunitario, la obligación de interpretación conforme del derecho estatal y la
responsabilidad, y consiguiente obligación de indemnizar, de los EEMM por
incumplimiento del derecho comunitario. Sin duda, cabían otros modelos, pero
este es el definitivo que ha configurado el TJ dentro de las fragmentarias
bases que compone el Tratado. Antes de estudiar sus problemas, algo que haremos
en el siguiente epígrafe, urge resolver una pregunta: ¿por qué ha sido el TJ el
órgano que ha delimitado los principios que ordenan las relaciones entre
ordenamientos?, ¿de dónde nacen sus poderes?[8]
Responder a estas preguntas exige engarzar dos argumentos, uno
relativo a la potestad constitucional del TJ, y el otro, atinente a la
consolidación de esa potestad sin la intervención reactiva de los otros poderes
constitucionales. Respecto a la potestad del TJ para concretar el modelo de
relaciones entre el derecho de la unión y el derecho constitucional, el
precepto clave sólo puede ser el art. 220 TCE: “el Tribunal de Justicia...
garantizará el respeto del Derecho en la interpretación y aplicación del presente
Tratado”. Inmediatamente, llama la atención esa disociación entre Derecho y
Tratado. ¿Qué significado tiene esta apelación a un Derecho distinto de los
Tratados? ¿En qué se diferencia “garantizar el Derecho” frente a la función
jurisdiccional ordinaria de resolver controversias jurídicas a petición de
parte? La apelación a la garantía del Derecho (así, en mayúsculas, como lo
dispone el propio Tratado) implica una presunción: que las disposiciones del
Tratado no conforman por sí mismas un ordenamiento, pero que el derecho
comunitario debe ser un ordenamiento. La invocación al concepto de Derecho, a
su garantía, es simplemente una reivindicación de la naturaleza sistemática del
derecho comunitario[9]. Las normas comunitarias no componen un
conglomerado más o menos compacto de normas. Las normas comunitarias forman un
ordenamiento, un sistema jurídico, son un conjunto de normas coherente y pleno.
El derecho comunitario, en cuanto ordenamiento, pretende la coherencia
(mediante el establecimiento de mecanismos dispuestos a salvar las antinomias)
y la plenitud o compleción (la instauración de instrumentos que llenen las
deficiencias de las normas)[10]. Ahora bien, esa coherencia y plenitud, la
unidad del ordenamiento, no viene satisfecha por el Tratado. Conscientes de las
limitaciones de la fuente suprema del ordenamiento de la Unión, se llama al TJ
a cumplir la función de dotar de unidad al ordenamiento. El TJ se ha de
encargar de formular los principios a partir de los cuales se construye la
unidad del ordenamiento. Así las cosas, el TJ desempeña la función
jurisdiccional como cualquier otro órgano jurisdiccional, pero en ella
introduce la responsabilidad de “garantizar el respeto del Derecho”, esto es,
la tarea de construir la sistematicidad del ordenamiento de la Unión.
Esta atribución de potestad que realiza
el art. 220 a favor del TJ para construir las sistematicidad del derecho de la
unión, explica, por tanto, la creación o declaración de los principios
estructurales que definen el modelo de relaciones entre el derecho de la unión
y el derecho estatal. Sin embargo, no pasa desapercibido que tal atribución es
una manifiesta alteración de los modelos constitucionales de la modernidad (al
menos en su retórica)[11]: debe ser el texto jurídico y no su aplicador
quien configure la sistematicidad del ordenamiento. Más adelante intentaré
dilucidar cómo reacciona la Constitución europea a este cambio de lógica. Pero
lo que ahora nos interesa es saber por qué los restantes poderes
constitucionales de la Unión han respetado esta atribución constitucional que
enriquece materialmente la tarea del TJ. El profesor Weiler nos dio ya hace
algunos años una explicación politológica muy convincente. El hecho de que los
gobiernos nacionales controlaran mediante la unanimidad el proceso comunitario
de producción normativa, esclarecía su aquiescencia frente a la creación
jurisprudencial de las relaciones entre ordenamientos. Dicho de otro modo:
tomada la decisión, a los gobiernos nacionales les convenía que se aplicase con
primacía y efecto directo, cumpliéndose incluso ante la oposición de los
ciudadanos[12]. Sin embargo, esta aclaración, que fue muy
oportuna en el momento de su formulación, tiene ya, creo, poca utilidad cuando
la unanimidad no es el mecanismo de decisión ordinario. ¿Cuál es entonces la
razón que explica el respeto al poder del TJ para configurar la sistematicidad
del ordenamiento? En mi opinión se funda en la función primaria del derecho, su
capacidad para coordinar. El derecho, independientemente de su contenido,
cuando es eficaz, da forma y medida al poder, que aparece así como potestad
pública y no como mero poder en bruto. Esa racionalización del poder es a su
vez el basamento de la seguridad jurídica de los individuos. Pues bien, tal
función primaria no puede cumplirse sin una instancia independiente que
resuelva en modo jurisdiccional las divergencias sobre la aplicación del
derecho[13]. Creo que es aquí, en su naturaleza de órgano
jurisdiccional, es decir, en su condición suprapartes ajena al proceso político
ordinario, donde radica el respeto de los restantes poderes constitucionales a
la atribución que el art. 220 realiza a favor del TJ[14].
3.- Revisión de los
ámbitos problemáticos.
El art. 220 encierra una paradoja:
atribuye al TJ la tarea de “garantizar el Derecho” asegurando la sistematicidad
del ordenamiento comunitario, pero, sin embargo, no le señala el método para el
desempeño de esta función. Esa paradoja ha planteado algunas dificultades.
3.a.
Primacía del derecho de la unión frente a las Constituciones nacionales.
La década de los noventa escenificó en términos teóricos un debate
que se había gestado de manera larvada a medida que progresaba la integración
europea: ¿cedían las Constituciones nacionales ante el derecho de la unión?;
pregunta que nacía esencialmente como consecuencia de una anterior: ¿pueden los
tribunales constitucionales controlar la validez del derecho comunitario? Sin
incidir ahora en los matices, conviene recordar que la doctrina se dividió en
dos. Un sector que defendía la autonomía originaria del derecho comunitario y
otro que reafirmaba la autonomía derivada de los Tratados[15].
Antes ya de que se iniciara el proceso constituyente, existían en
el derecho europeo reputadas voces defensoras de la autonomía originaria del
ordenamiento comunitario y, por tanto, ligada a esa autonomía, la naturaleza
constitucional de los Tratados. Este sector doctrinal reconocía el primigenio
carácter jurídico-internacional del ordenamiento comunitario, que se fundó
sobre Tratados, negociados por los Estados de acuerdo con el derecho
internacional. Sin embargo, para esta corriente la clave residía en señalar la
“revolución legal” acontecida con el tiempo: los Tratados ya no están
caracterizados por su origen internacional (por su autonomía derivada del
ordenamiento constitucional estatal); el ordenamiento comunitario es ahora un
sistema de normas, independiente de las Constituciones nacionales, principio y
fin de la validez del derecho comunitario, y que reconoce derechos y
obligaciones no sólo a los Estados, sino también a los particulares. La piedra
de toque de esta tesis es, necesariamente, justificar la revolución legal que
lleva al ordenamiento comunitario desde fundamentos sitos en el derecho
internacional hasta un fundamento autónomo que le otorga paralelamente la
naturaleza de Constitución. La mayoría se esfuerza en describir la
transformación de la realidad comunitaria. Se indica cómo se ha extendido el
ordenamiento comunitario hasta tener por destinatarios a los particulares y no
sólo a los Estados; se apunta su extensión material; se hace ver que las
funciones de los Tratados son las propias de las Constituciones (ordenar las
instituciones, distinguir las competencias, regular las fuentes, marcar los
fines que orientan el poder público comunitario y proteger un núcleo
indisponible de derechos individuales); o se hace hincapié en un proceso de autorreferencialidad
valorativa provocado por el desarrollo institucional de la Unión, en especial
su función jurisdiccional y su eficacia en el tiempo, que hacen que el
aplicador del derecho comunitario tome a los Tratados como patrón exclusivo en
la determinación de la validez del derecho comunitario.
La corriente analizada recibió cumplida réplica por parte de otro
sector doctrinal. Este grupo de autores rechaza la hipótesis de una autonomía
originaria del ordenamiento comunitario. Los Tratados ganan su vigencia en la
medida que son producidos de acuerdo con el derecho internacional y los
procedimientos nacionales de ratificación de Tratados. Los Estados son los Señores
de los Tratados. Pero aún más importante: deben continuar siéndolo; las
Constituciones seguirán dando fundamento a los Tratados y, por tanto, primando
sobre ellos. En definitiva, esta corriente niega a los Tratados naturaleza
constitucional o, visto de otro modo, rechaza la potestad constituyente de la
Unión. El sostén teórico brota de una premisa: el pueblo legitima el poder; el
fundamento de todo poder reside en el pueblo. Ahora bien, el concepto de pueblo
se define desde la idea de homogeneidad, a partir de una concepción orgánica
que incluye elementos tales como una lengua, una historia, una cultura común. Y
aquí reside la clave de esta corriente doctrinal. Porque la Unión carece de
pueblo, no tiene capacidad para dotarse de una Constitución. La legitimidad de
la Unión tiene que continuar ligada a los pueblos estatales, de manera que seguirá
cobrando su legitimidad de los procesos constitucionales de ratificación, y el
ordenamiento comunitario continuará teniendo un fundamento derivado.
Las dos tesis aludidas padecen el problema propio de una solución
que pretende resolver las dudas de manera absoluta, sin lugar a matices. El TJ
fue consciente de ello y, pese a que en ocasiones su discurso se acercara al
primer argumento, ha intentado solucionar el problema con la búsqueda de una
armonización material. Me refiero al conocido discurso jurisprudencial del
reconocimiento de los derechos fundamentales como principios generales del
ordenamiento comunitario. Me interesa que nos detengamos brevemente tanto en la
retórica como en las técnicas utilizadas. La retórica, en definitiva el
fundamento de legitimidad del arreglo auspiciado por el TJ, es impactante por
su sencillez: existe un derecho constitucional común europeo, que sirve para
armonizar las bases de legitimidad del ordenamiento comunitario con los
ordenamientos constitucionales nacionales. El derecho constitucional común
europeo surge así como un magma lábil dotado de una poderosa virtualidad
legitimante que le permite al TJ lograr dos objetivos[16].
De un lado, salva la primacía del derecho de la unión, ya que las
contradicciones con el derecho constitucional estatal se suponen quiméricas. De
otro, guarece la autonomía jurisdiccional del propio TJ, que en la aplicación
de ese derecho constitucional común europeo no aplica normas externas al
ordenamiento comunitario, sino que crea principios pertenecientes al
ordenamiento comunitario y que, además, lo dotan de sistematicidad. Las normas
constitucionales del CEDH y de las Constituciones nacionales son elementos
interpretativos sobre los que se construyen las reglas decisorias del caso,
pero en puridad no se aplican normas ajenas al ordenamiento comunitario.
Finalmente, merece la pena realizar algunas apreciaciones sobre la técnica
utilizada. Una es conocida por todos y ha sido estudiada hasta la saciedad: el
TJ reconoce los derechos fundamentales como principios generales que pueden
determinar la invalidez del derecho comunitario derivado. La otra técnica, que
a menudo se pasa por alto, ha consistido en utilizar los derechos fundamentales
como límite al ejercicio de las libertades comunitarias. Es decir, una
regulación estatal que ordena el ejercicio de un derecho fundamental es
conforme al derecho comunitario incluso si limita una libertad comunitaria. Los
derechos fundamentales modulan las libertades comunitarias[17].
Con todo, la retórica y las técnicas
del TJ han mostrado sus severas constricciones. Difícilmente se pueden elaborar
las bases de legitimidad del ordenamiento comunitario a partir de un derecho
constitucional común europeo que sólo se manifiesta en forma jurisprudencial.
Los elementos de legitimidad toman así cuerpo fragmentario, carecen de
sistematicidad y no permiten un desarrollo consistente en vía legislativa. Más
aún, constantemente pesa la incertidumbre sobre los derechos que son
reconocidos y sobre la determinación de su contenido. Estas dificultades
coadyuvan a concebir la Unión como una entidad donde predominan los fines
económicos frente a los políticos e incluso como un derecho que no es
ordenamiento.
3.b.
Los principios estructurales: elenco de problemas.
La aplicación ordinaria de los
principios estructurales más allá del conflicto concreto con el derecho
constitucional estatal, no carece de dificultades. De la primacía sabemos que
se define por su efecto: desplaza la aplicación de la norma estatal que
contradice una norma de la Unión. Sin embargo, fuera de esta concisa
apreciación surgen las inseguridades. El TJ, tras las críticas a la sentencia Simmenthal[18],
ha eludido cualquier pronunciamiento que espigue consecuencia más intensas que
el mero desplazamiento aplicativo[19].
Basta con éste efecto para asegurar la uniformidad en la aplicación del derecho
de la unión. No obstante, la opción entre la prevalencia y la nulidad como
efectos de la primacía no es una mera disquisición técnica. Durante algún
tiempo importantes voces doctrinales sugirieron la necesidad de que la primacía
del derecho comunitario conllevara la nulidad y con ella la expulsión del
ordenamiento de la norma estatal. Bajo esta intención técnico-jurídica se
escondía la voluntad de que el derecho de la unión sirviera como parámetro
constitucional económico, capaz de construir una libertad económica amplia,
garantizada incluso frente a las restricciones estatales que no fuesen
discriminatorias por motivos de nacionalidad[20].
Al margen de la política constitucional que encerraba esta posición, suscitaba
un problema técnico interesante: ¿puede la eficacia del derecho de la unión
extenderse fuera de sus ámbitos competenciales?, es decir, ¿tienen sus normas
una eficacia universal que limita el derecho estatal incluso en ámbitos ajenos
a las competencias de la Unión? Debate que necesariamente ha de reverdecer con
la futura Constitución europea, sobre todo en lo referente al ámbito de
aplicación de los derechos fundamentales. Pese a los términos del art. II-51.1
(“las disposiciones de la presente Carta están dirigidas... a los Estados
miembros únicamente cuando apliquen el Derecho de la Unión”)[21],
la eficacia natural de una Constitución obliga a replantear el ámbito de
aplicación de algunos de sus preceptos.
Las inseguridades de la primacía surgen
también en lo referido a sus destinatarios. El desplazamiento aplicativo tiene
como destinatario natural al juez. Sin duda, el art. 10 TCE permite colegir un
deber de lealtad del legislador que, en principio, le llevará a abstenerse de
producir normas contrarias al derecho comunitario. El problema más llamativo,
no obstante, nace de la sentencia Fratelli Costanzo[22]
que obliga a la Administración a desplazar la aplicación de la ley contraria al
derecho comunitario. Ya apunté en otro trabajo las dudas que suscita esta
doctrina[23].
Plantea una radical revisión del principio de legalidad y pone cimientos
suficientes para alterar tanto la forma de gobierno parlamentario y la
distribución funcional entre el Estado y las CCAA. Además, inserta en el
sistema de fuentes un alto grado de inseguridad jurídica, pues frente a la
publicidad de la ley prima el acto singular de la Administración.
Finalmente no deja de ser obscura la
manifestación de la primacía en la solución de los conflictos competenciales
Unión versus Estado. Me refiero a la llamada preemption. Con este
concepto se señalan los distintos modos de manifestarse la contradicción entre
el derecho de la unión y el derecho estatal. La preemption o prevalencia
del derecho de la unión puede causarse cuando sus normas ocupan con
pretensiones de plenitud y coherencia todo un sector normativo, de modo que los
vacíos normativos no son lagunas sino desregulaciones queridas. Otra versión de
la preemption exige, por el contrario, que el derecho estatal obstaculice
los fines de la normativa comunitaria. Y, en último caso, cabe exigir la preemption
sólo cuando existe una antinomia entre el derecho de la unión y el derecho
estatal. Estas tres posibilidades han sido abiertas por el TJ[24]
y, como es obvio, cada una de ellas tendría consecuencias bien distintas a la
hora de articular el reparto competencial entre la Unión y los Estados Miembros[25].
No es menos discutible la eficacia
directa. El dogma de que una disposición precisa e incondicional surte efectos
directos pese al defecto de trasposición estatal, no ofrece todavía, en mi
opinión, criterios claros para la actividad de los jueces ordinarios[26].
En esta dificultad se entrecruza un choque de culturas jurídicas, entre, con
cierto grado de simplificación, la doctrina de corte francés, habituada a
reconocer el interés legítimo del particular (el mero perjuicio) como requisito
bastante del control jurisdiccional de la actividad de Estado, frente a la
doctrina de influencia germánica acostumbrada a requerir en la legitimación
activa de los particulares la defensa de un derecho subjetivo y no un mero
interés[27].
Con todo, la práctica nos muestra las inseguridades de los jueces ordinarios,
algo que conlleva necesariamente un traslado de las controversias al TJ. La determinación
del imperativo normativo como capaz de provocar eficacia directa acaba siendo
una decisión última del TJ, difícilmente predecible. Pero es que, en mi
opinión, las dificultades para fijar la precisión y la incondicionalidad
traslucen el origen de la doctrina de la eficacia directa. Esta doctrina tiene
su ámbito natural en la directiva. Surge para corregir las anomalías de una
trasposición defectuosa, pero al mismo tiempo violenta la propia naturaleza del
régimen jurídico de la directiva diseñado por el Tratado “la Directiva obliga
al Estado Miembro en cuanto al resultado”[28].
Es esa contradicción entre el régimen jurídico presente en el Tratado y el
régimen jurídico atribuido por la jurisprudencia la que limita la proyección y
coherencia de la doctrina de la eficacia directa.
Y por esa misma contradicción, poco
halagüeñas son las posibilidades reales de la interpretación conforme y la
responsabilidad por incumplimiento, doctrinas nacidas para superar la
ineficacia directa entre particulares. La interpretación conforme tiene unos
márgenes intrínsecos: es necesario que exista una norma estatal relativa a la
materia regulada por el derecho comunitario. Su condición necesaria es que el
aplicador cuente con una disposición nacional que permita la interpretación
conforme. Tal presupuesto es ya una contención. Pero además, su realización
práctica se está viendo restringida por otros principios constitucionales como
ejemplifica el uso de la interpretación conforme en el ámbito del derecho
penal, modulado siempre por el principio de tipicidad[29].
Magras son también las posibilidades
reales de la responsabilidad por incumplimiento. Su primer requisito, que la
disposición comunitaria atribuya derechos en favor de los particulares y que el
contenido de estos derechos pueda ser identificado, supone una cortapisa
sustancial. Sin embargo, la mayor dificultad nace al exigir que la violación
del Estado sea suficientemente caracterizada, circunstancia determinada por la
claridad y precisión de la norma violada, la amplitud del margen de
apreciación, la intención del error, el carácter excusable del error y que las
instituciones comunitarias hayan podido contribuir al incumplimiento[30].
En mi opinión, estas condiciones hacen que la responsabilidad sólo pueda nacer
cuando exista una ausencia total de trasposición.
Este elenco de problemas necesariamente
nos obliga a plantear una cuestión de mayor calado: ¿ha construido el TJ un
modelo de relaciones sistemático, cuyas piezas encajan entre sí y se insertan
con comodidad en la racionalidad de los Tratados? Para dar cuenta de esta
pregunta, primeramente hemos de elucidar el fundamento sobre el que el TJ
construye su modelo de relaciones. Diversos autores han mostrado que en las decisiones forjadoras de los
principios estructurales siempre aparece “el efecto útil” como razón que
explica su creación[31].
Se trata en definitiva de un argumento teleológico: sin esos principios
estructurales se pondría en tela de juicio la existencia misma de la Unión.
Ahora bien, el argumento teleológico o estructural, sólo permite formular un
contenido mínimo o indisponible de la primacía. En este sentido, para salvar el
efecto útil de los Tratados -su existencia- bastaría con comprender la primacía
ligada al derecho fundamental comunitario de tutela judicial efectiva: todos
tienen la facultad de invocar en tiempo y forma ante la jurisdicción ordinaria
competente pretensiones fundadas en el ordenamiento comunitario, incluso si
ello exige inaplicar normativa nacional. Fuera de este contenido mínimo, el resto
de matices (la eficacia directa de las directivas, la interpretación conforme y
la responsabilidad por incumplimiento) son elementos contingentes. No se trata
ahora de enjuiciar su utilidad, sino de valorar su sistematicidad, esto es, su
coherencia (que en definitiva sostendrá su utilidad). Y llegados a este punto
basta con recordar una apreciación ya realizada. Algunos principios
estructurales diseñados por el TJ (especialmente la eficacia directa de las
directivas y la responsabilidad por incumplimiento) chocan frontalmente con el
sistema de fuentes regulado en el art. 249 TCE. No es el momento de señalar las
lindes naturales de ese sistema. Importa solamente que hagamos hincapié en que
las lógicas de ese sistema de fuentes y el modelo de relaciones diseñado por el
TJ son contradictorias.
4.
Las relaciones entre el ordenamiento europeo y el ordenamiento estatal a la luz
de la Constitución europea.
No han sido pocas las voces que a lo
largo de estos años invocaban la Constitución europea como única remedio
factible en la articulación de las relaciones entre el derecho de la unión y el
derecho estatal. ¿Podemos ahora concluir que la Constitución europea contiene
las bases para ordenar de modo sistemático y completo las relaciones entre
ordenamientos? En las páginas que siguen quisiera realizar un estudio
prospectivo. A la inversa de la primera parte, en primer lugar analizaré las
respuestas que ha dado la Constitución al elenco de problemas expuesto; luego,
valoraré la posición que ha de ostentar el TJ en el futuro; y, finalmente, ya
en otro epígrafe, abordaré el punto que a mí me parece capital en la
estructuración de las relaciones entre ordenamientos: la articulación de la
Constitución europea y las Constituciones estatales.
4.a.
Sobre el elenco de problemas.
En el camino recorrido he intentado hacer ver que las dificultades
concretas de los principios estructurales eficacia directa, interpretación
conforme y responsabilidad por incumplimiento, surgen en gran medida por la
contradicción entre el modelo de relaciones ordinamentales diseñado por el TJ y
el sistema de fuentes regulado en el art. 249 TCE. No es excesivo afirmar que
el TJ violenta ese sistema de fuentes, en especial el régimen jurídico de la
directiva. ¿Cómo reacciona el texto constitucional europeo? El primer dato,
llamativo en sí mismo, es una ausencia absoluta de referencias a estos tres
principios estructurales. Nadie duda de su naturaleza constitucional y por eso
sorprende que no aparezcan en la Constitución. De otro lado, el sistema de
fuentes diseñado por la Constitución, al menos en los llamados actos
legislativos, es un calco absoluto del Tratado. La ley marco tiene el mismo
régimen jurídico que la directiva: “... obliga al Estado miembro destinatario
en cuanto al resultado que deba conseguirse, dejando, sin embargo, a las
autoridades nacionales la competencia de elegir la forma y los medios”[32].
Ante estas circunstancias caben dos hipótesis. La primera, pensar
que nada ha cambiado. La ley marco desarrollará su eficacia jurídica de acuerdo
con la doctrina del TJ (que tiene valor interpretativo, según el art. IV.3.2).
Es decir, el régimen jurídico definido en la Constitución se completa con los
principios de eficacia directa, interpretación conforme y responsabilidad por
incumplimiento. Esta hipótesis, ciertamente plausible, supone, no obstante, una
singular quiebra en el concepto clásico de Constitución. La retórica clásica ha
defendido la categoría de norma fundacional de la Constitución, de modo que
dota de plenitud y coherencia al conjunto del ordenamiento. Que una nueva
Constitución pueda comprenderse sólo atendiendo paralelamente a la
jurisprudencia previa, supone una merma ostensible en sus ambiciones
normativas. La segunda hipótesis consistiría en asumir que el silencio de la
Constitución respecto a los principios estructurales y la confirmación expresa
de una fuente que obliga sólo en cuanto al resultado, es un rechazo de plano al
modelo de relaciones diseñado por el TJ. Sin embargo, de confirmase esta
interpretación, estaríamos frente a una involución en la raíz supranacional del
ordenamiento de la unión. Concepción que, en todo caso, podría matizarse en
virtud de un uso prioritario de la ley europea frente a la ley marco.
Muchas más soluciones nos ofrece la Constitución en el tema de la preemption.
Como señalé, esta técnica podía dar lugar a tres usos diversos, cada uno de los
cuales provoca una restricción diversa en las competencias de los Estados
Miembros. Creo que la Constitución ha hecho un esfuerzo relevante por acotar
las soluciones (siguiendo la sistematización que venía utilizando el TJ)[33].
Al describir las competencias exclusivas de la Unión (art. I.11), la Constitución
dispone que los Estados Miembros únicamente podrán dictar actos jurídicamente
vinculantes con autorización de la Unión. Tal regulación conlleva una opción a
favor de la versión más intensa de la preemption, de modo que la
normativa estatal queda desplazada desde el momento que ocupe un ámbito de
competencias exclusivas de la Unión, independientemente de que esa normativa
sea antinómica o introduzca obstáculos. En conclusión, la potestad normativa
del Estado sólo es lícita si está autorizada. Para las competencias
compartidas, la habilitación de la potestad normativa del Estado se produce
cuando la Unión no ha ocupado el espacio competencial porque “no hubiera
ejercido su competencia o hubiera dejado de ejercerla”. Aquí se desecha la
versión más aguda de la preemption, elegida para las competencias
exclusivas, y resta tan sólo elucidar si la contradicción que desplazaría la
norma estatal es una antinomia en sentido estricto o un mero obstáculo que
impida los objetivos de la normativa comunitaria. En mi opinión, es oportuno
optar por la segunda posibilidad. Sólo una medida estatal que fuese neutral
frente a los objetivos de la normativa comunitaria garantizaría la plena
eficacia de ésta.
No puedo dejar de destacar
una importante contradicción en el régimen jurídico de las competencias
compartidas. Desde el momento que la potestad normativa estatal se habilita
sólo cuando la Unión no hubiera ejercido su competencia o hubiera decidido
dejar de ejercerla, en el fondo, bajo la rúbrica de competencias compartidas,
se esconden competencias potencialmente exclusivas. Si la Unión decide llenar
todo el ámbito normativo, entonces, según la regulación del art. I.11.2, los
Estados carecerían de competencia. Sin embargo, una comprensión adecuada de las
competencias compartidas debe reservar siempre a los Estados Miembros un ámbito
propio de regulación normativa, al margen de la densidad regulativa de la
Unión.
4.b.
Sobre la posición del Tribunal de Justicia en la delimitación del modelo de
relaciones entre ordenamientos.
En las páginas anteriores destaqué la relevancia del TJ en la
construcción del modelo de relaciones entre ordenamientos. Llamado a garantizar
el Derecho en la interpretación y aplicación del Tratado, cumple la función de
dotar de sistematicidad a las normas comunitarias. El art. I.28 de la
Constitución parece atribuir al TJ la misma función: “Garantizará el respeto
del Derecho en la interpretación y aplicación de la Constitución”. Sin embargo,
tomado este precepto desde una perspectiva constitucionalista sólo se puede
leer con sumo estupor. ¿Existe un Derecho más allá de la Constitución? ¿Qué
sentido tiene atribuir al TJ la potestad
de recurrir a otro Derecho? ¿Es que la Constitución no logra ordenar en sus bases
principales la realidad política comunitaria? Y si es así, ¡¿se le puede
realmente reconocer como Constitución?! Tal disposición pone en tela de juicio
una de las funciones primordiales de toda Constitución: la organización,
control y racionalización del poder con pretensiones de coherencia y plenitud.
Pienso que no es posible interpretar el art.I.28 en el mismo
sentido que el art. 220 TCE. En este
precepto, la invocación al Derecho imponía al TJ el deber de organizar la
sistematicidad del derecho comunitario, esto es, convertirlo en ordenamiento.
Tal función no puede corresponder hoy al TJ, bajo el riesgo de socavar la
funcionalidad del poder constituyente. Debe ser la Constitución la que funde y
dote de unidad al ordenamiento comunitario. ¿Qué objetivo tiene entonces la
llamada al Derecho en la interpretación y aplicación de la Constitución? Creo
que la correcta comprensión de este precepto se logra cuando se lee junto al
Título VII de la Carta. En el art. II.52.3 se exige que el “sentido y alcance”
de los derechos de la Carta sean iguales que los derechos del CEDH, sin que en
ningún modo las disposiciones de la Carta puedan ser limitativas, según el art.
II.53. Al mismo tiempo, el art. II.53.4 requiere que los derechos de la Carta
se “interpreten en armonía” con los pares de las tradiciones constitucionales.
Aquí tenemos la respuesta. En la aplicación e interpretación de los derechos
fundamentales, la propia Constitución reenvía a un Derecho externo a ella. Es
ese Derecho –el Convenio y las tradiciones constitucionales- el que se debe
garantizar en la aplicación e interpretación de la Constitución.
Sin embargo, después de estas reflexiones, queda por saber cuál es
el lugar que está llamado a desempeñar el TJ en la definición de las relaciones
entre ordenamientos. Por un lado, ya no es el garante de la sistematicidad del
ordenamiento comunitario. No está en sus manos diseñar el modelo de relaciones.
Pero, por otro, se erige como el intérprete supremo de la Constitución europea,
como el órgano jurisdiccional que habrá de aplicar y dar sentido a sus variadas
disposiciones (será pues una de las voces más relevantes en la sociedad europea
de los intérpretes constitucionales). Y una de esas disposiciones, cuyo sentido
último habrá de aclarar el TJ, se presenta como la piedra de toque de las relaciones
entre ordenamientos. Me refiero al art. I.10, que estipula el principio de
primacía.
5.-Conclusión:
la dimensión política de la primacía.
A estas alturas del trabajo creo que es
posible formular una tesis: las disfunciones estructurales e institucionales en
la ordenación de las relaciones entre el ordenamiento de la unión y el
ordenamiento estatal nacen por la irresoluta articulación entre el derecho
constitucional estatal y el derecho de la unión. ¿Qué prima en la aplicación,
el derecho originario de la Unión o las Constituciones estatales?
En principio, parece que la Constitución ha dado finalmente una
respuesta clara: “La Constitución y el Derecho adoptado por las instituciones
de la Unión en el ejercicio de las competencias que le son atribuidas primarán
sobre el Derecho de los Estados miembros”. Detengámonos, sin embargo, un
instante en la cursiva que he añadido. El término Derecho, obviando una
referencia expresa a las Constituciones estatales, carece de precisión:
¿incluye ese Derecho también a las Constituciones? ¿No será esa equivocidad una
muestra de que la raíz de la primacía no acaba de estar resuelta? Algún lector
y más de un académico se preguntarán qué clase de aguafiestas se atreve a estas
alturas a lanzar una enmienda de este tipo. Nos recordarán que la Unión, al
menos funcionalmente, ya contaba con una Constitución. El art. I.10 es tan sólo
el colofón que certifica la autonomía originaria del derecho de la unión[34]. Pero además, la Unión comparte valores
constitucionales con los Estados miembros y si antes ya resultaba chocante
plantear una posible contradicción entre las normas primarias, ahora, con el
texto constitucional, resulta inadmisible. Ahí están los preceptos de la Carta
para lograr una interpretación armónica.
El que escribe estas líneas considera que la duda siempre nace del
optimismo informado y la frustración de la ingenuidad. Las dificultades que
tuvo la Convención para incluir la cláusula de la primacía y el deliberado uso
del término Derecho sin adjetivo alguno provocan insatisfacción en una primera
lectura. ¿Por qué esos titubeos? Es en ese instante cuando se desvelan los
límites del análisis estrictamente jurídico y se hace necesario replantear el problema
de la primacía del derecho de la unión desde una de las categorías clásicas del
derecho constitucional: la supremacía constitucional.
Es de sobra sabido que la supremacía de la Constitución, en su
manifestación jurídica, nos indica la subordinación material y formal de toda
fuente a la Constitución. En virtud de su supremacía, la Constitución funda el
ordenamiento y lo dota de unidad, asegurando la coherencia y la plenitud. Ahora
bien, como afirma la teoría constitucional, esa posición jurídica sólo es
posible por la supremacía política de la Constitución: la Constitución goza de
una especial legitimidad política –nace de un momento constituyente[35]-. Y llegados a este punto, surge una pregunta
insoslayable: ¿tendrá la Constitución europea esa legitimidad?, o, al menos,
¿tiene una legitimidad superior a las Constituciones nacionales? La respuesta
es demoledora: la Constitución europea se ratifica como un Tratado (art. IV.8).
Permítaseme el exceso, ¿no es esto una Constitución otorgada?
Dadas estas circunstancias, cabe concluir tentativamente que el
problema de la primacía queda en suspenso. Pese al avance textual del art.
I.10, la dimensión política de la primacía sigue siendo una cuestión en
conflicto. Merecería la pena escribir otro artículo sobre las distintas
posibilidades de ratificación de una Constitución y destacar la panoplia de
alternativas capaces de dar un mayor realismo a la declaración de Tucídides. E
incluso sería oportuno preguntarse si realmente nos encontramos ante un
“momento constitucional”[36]. Demasiadas dudas para este trabajo. Lo que
parece claro es que los conflictos entre el derecho constitucional estatal y el
derecho originario de la Unión (¿Tratados?¿Constitución?¿Tratado constitucional?)
seguirán siendo campo fértil para el estudio.
[1] Cfr. F. BALAGUER CALLEJÓN: Fuentes
del derecho, Vol. I, Ed. Tecnos, 1991, pág. 83 y sigs.
[2] En definitiva surge una vez más
el viejo problema de la ineficacia en el derecho público. Fundamental continúa
siendo el trabajo de J.A. SANTAMARÍA PASTOR, J.A.: La nulidad de pleno
derecho de los actos administrativos. Contribución a una teoría de la
ineficacia en el Derecho público, Ed. Instituto de Estudios
Administrativos, Madrid, 1975. De especial interés es la revisión parcial del
problema, en relación al principio de jerarquía, realizada por T. REQUENA
LÓPEZ: El principio de jerarquía normativa, Ed. Civitas,
2004, pág. 261 y sigs.
[3]
Cfr. el interesante libro The
Europeanisation of Law, coord. F. Snyder, Ed. Hart Publishing, Oxford, 2000.
[4] Sobre las repercusiones generales
respecto al sistema de fuentes y a las relaciones entre ordenamientos, cfr. F.
BALAGUER CALLEJÓN: <<Fuentes del Derecho, espacios constitucionales y
ordenamientos jurídicos>>, Revista
Española de Derecho Constitucional, núm. 69, 2003.
[5] No en vano los primeros conceptos
jurídicos de la integración hicieron referencia a su estructura finalista, por
todos H.P. IPSEN: Europäisches Gemeinschaftsrecht, Mohr Siebeck,
Tübingen, 1972, págs. 194 y sigs. Para una revisión de los conflictos
conceptuales de los comienzos cfr. B. ROSAMOND: Theories of European Integration, Ed. MacMillan
Press, London, 2000, y para su eco actual véase el trabajo
colectivo What Kind of Constitution for What Kind of Polity?, coord. Joerges/Mény/Weiler, Harvard Jean
Monnet Working Paper 7/00.
[6] Una luminosa revisión general de
la problemática se encuentra en G. DE BÚRCA y J.H.H WEILER: The European Court of Justice, Ed. Oxfor
University Press, Oxford 2001.
[7] Cfr. P.A. SÁENZ DE SANTAMARÍA:
<<Primera multa coercitiva a un Estado Miembro por inejecución de
sentencia>>, Revista de Derecho
Comunitario Europeo, núm. 8, 2000.
[8] Conviene recordar la perspectiva
crítica en su versión clásica de T.C. HARTLEY: <<The European Court: an
objective interpreter of Community law?>>, en su recopilación Constitutional
Problems of the European Union, Ed. Hart
Publishing, Oxford, 1999.
[9]
E el mismo sentido T. TRIDIMAS: The General Principles of EC Law. Ed. Oxford University Press,
[10] Para una revisión del problema de
la coherencia y plenitud e la definición de la unidad del ordenamiento, cfr. C-W.
CANARIS: Systemdenken und Systembegriff
in der Jurisprudenz, Ed. Duncker&Humblot, Berlin, 1969, en especial,
pág. 40 y sigs.; y Cfr. F. BALAGUER CALLEJÓN: Fuentes del derecho, Vol. I, Ed. Tecnos, 1991, pág. 141 y
sigs.
[11] Recordemos una vez más la
explicación del “concepto racional normativo” expuesta por M. GARCÍA PELAYO: Derecho
constitucional comparado, Ed. Alianza, Madrid, 1984, pág. 34 y sigs.
[12] J.H.H. WEILER: <<The transformation of Europe>>,
ahora recogido en la recopilación del autor The Constitution of Europe,
Ed. Cambridge
University Press, Cambridge, 1999.
[13] Aunque la función jurisdiccional tenga
hoy un contenido mucho más rico, cfr. J.F. SÁNCHEZ BARRILAO: Las funciones
no jurisdiccionales de los jueces en garantía de derechos, Ed. Civitas,
Madrid, 2002.
[14] Para una explicación más extensa
véase mi libro El Tribunal Constitucional ante el control del derecho
comunitario derivado, Ed. Civitas, 2002, pág. 73 y sigs. Para una muy
interesante visión alternativa A. ARNULL: <<Judging Europe’s
Judges>>, en su libro The European Union and its Court of Justice,
Ed. Oxford, Oxford, 1999.
[15] Para un estudio más amplio de
estas posiciones, así como para la bibliografía oportuna, remito a mi
monografía El Tribunal Constitucional ante el control el derecho comunitario
derivado, Ed. Civitas, 2002, pag. 31 y sigs.
[16] El concepto de derecho
constitucional común europeo, que no es usado expresamente en este sentido por
el TJ, que prefiere el término “tradiciones constitucionales”, tiene una mayor
riqueza en su uso dogmático, véase P. HÄBERLE: Europäische Verfassungslehre, Ed. Nomos, Baden-Baden, 2001/2002; y
A. LÓPEZ PINA e I. GUTIÉRREZ: Elementos de derecho público, Ed. Marcial
Pons, Madrid, 2002, en especial págs. 38 y sigs.
[17] Para un estudio en detalle del
problema, cfr. M. POIARES MADURO: <<Reforming the Market or the State? Article
30 and the European Constitution: Economic Freedom and Political
Rights>>, European Law Journal, vol. 3, 55, 1997; S. WEATHERILL:
<<Recent case law concerning the free movement of goods: mapping the
frontiers of market deregulation>>, Common Market Law Review 36. 51-85, 1999.
[18] “... en virtud del principio de
la primacía del derecho comunitario, las disposiciones del Tratado y los actos
de las Instituciones directamente aplicables tiene por efecto no solamente...
hacer inaplicable cualesquiera disposición de la legislación nacional... sino
también impedir la formación válida de nuevos actos legislativos nacionales en
la medida en que sean incompatibles con las normas comunitarias”, Sentencia de
9 de marzo de 1978, C-106/77, 629.
[19] Sobre su cautela véase por todas
Sentencia de 22 de septiembre de 1998, C-10 a 27/97, IN.CO.GE’90,
I-6307.
[20] La relación de la primacía con la
discriminación componen uno de los elementos capitales del derecho de la unión,
véase una reciente y brillante revisión, S. PLÖTSCHER: Der Begriff der Diskriminierung
im Europäischen Gemeinschaftsrecht, Ed. Duncker&Humblot, Berlin, 2003.
[21] Respecto a este problema, cfr. A.
RODRÍGUEZ: Integración europea y derechos fundamentales, Ed. Civitas,
Madrid, 2001, pág. 247 y sigs.
[22] Sentencia de 22 de junio de 1989,
C-103/88, 1839.
[23] <<Primacía del derecho
comunitario y administración andaluza>>, en El sistema de gobierno de
la Comunidad Autónoma de Andalucía, coord. F. Balaguer Callejón, Ed.
Parlamento de Andalucía, Granada, 2003.
[24] A modo de decisión jurisprudencial
prototípica Sentencia de 22 de noviembre de 1986, C-218/85, Cerafel,
3513.
[25] Permítaseme que de nuevo remita a
mi monografía El Tribunal Constitucional ante el control del derecho
comunitario derivado, pág. 161 y sigs. Son muy oportunas las reflexiones
que T. REQUENA LÓPEZ dedica en la comparación de la preemption con otras
categorías dogmáticas, El principio de jerarquía, pág. 303 y sigs.
[26]
Me apoyo en el certero análisis de C. BOCH: <<The Iroquies at the
Kirchberg; or some Naïve Remarks on the Status and Relevance of Direct
Effect>>, Harvard jean Monnet Working Paper, núm. 5, 1999.
[27] En atención a esta diversidad
dogmática me siguen pareciendo imprescindibles las páginas en E. GARCÍA DE
ENTERRÍA y T.R. FERNÁNDEZ: Curso de Derecho Administrativo, Vol. II, 7ª
Ed., Civitas, Madrid, 2000, págs. 37 y sigs.
[28] Y ese es el interesante argumento
defendido por el Abogado General para negar la eficacia de las directivas entre
particulares, cfr. Sentencia Marshall, C-152/84, Marshall, (1986,723).
[29] Valga una recientísima decisión,
Sentencia de 7 de enero de 2004, C-60/92, X v. Austria.
[30] Sentencia de 5 de marzo de 1996,
C-48,49/93, Brasseri du pecheur y
Factortame, 1029.
[31]
J. BENGOETXEA: The legal reasoning of the European Court of Justice, Ed.
Clarendon Press, Oxford, 1993, págs. 250 y sigs.; R. STREINZ: <<Der
“effect utile” in der Rechtsprechung der Gerichtshofs der Europäischen
Gemeinschaft>>, en Festschrift für U. Everling, Vol. II, dir.
Due/Luther/Schwarze, Ed. Nomos, Baden-Baden, 1995; T. TRIDIMAS: The General Principles of EC
Law, Ed. Oxford
University Press, Oxford, 1999, pág. 12 y sigs.
[32] Cfr. sobre esta réplica F.J.
CARRERA HERNÁNDEZ: <<Simplificación jurisdiccional en el proyecto de
Tratado constitucional de la UE>>, Revista de Derecho Comunitario
Europeo, núm. 16, pág. 1049.
[33] Cfr. F. BALAGUER CALLEJÓN: <<Las competencias de la Unión Europea. Los
principios de subsidiariedad y proporcionalidad>>, en prensa; J. DÍEZ-HOCHLEITNER: <<El
sistema competencial de la Unión Europea en el Proyecto de Constitución elaborado
por la Convención europea>>, en El
Proyecto de nueva Constitución europea, E. Alberti Rovira (dir.), E. Roig
Molés (coord.), Ed. Tirant lo Blanch, Valencia, 2004; J. MARTÍN Y PÉREZ DE
NANCLARES: <<Delimitación de competencias entre la UE y los EEMM>>,
Revista de Derecho Comunitario Europeo, núm. 12, 2002.
[34]
Sobre esta opinión véase el reciente e interesante trabajo de J. KOKOTT y A.
RÜTH: <<The European Convention and its draft treaty establishing a
Constitution for Europe: appropriate answers to the Laeken Questions?>>, Common
Market Law Review 40: 1315-1345, 2003, pág. 1320.
[35] Basta con recordar algunos
trabajos clásicos, K. HESSE: <<Die normative Kraft der
Verfassung>>, en Verfassung, dir. M. Friedrich, Ed.
Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1978; H. EHMKE: <<Grenzen
der Verfassungsänderung>>, en Beiträge zur Verfassungstheorie und
Verfassungspolitik, Ed. Athenäum, Königstein, 1981; P. DE VEGA: La reforma constitucional y la problemática
del poder constituyente, Ed. Tecnos, Madrid, 1985; M. ARAGÓN REYES:
<<Sobre las nociones de supremacía y supralegalidad
constitucional>>, en su recopilación Estudios de Derecho
constitucional, Ed. CEC, Madrid, 1998; C. DE CABO: La reforma
constitucional en la perspectiva de las fuentes del derecho, Ed. Trotta,
Madrid, 2003.
[36] En el sentido de B. ACKERMANN: We the people. Foundations,
Harvard University Press, 1991. El momento constitucional ha de estar ligado a un
conflicto político real que afecte a las bases de la organización política.
Cuándo la Constitución pretende ser una reorganización del cuerpo jurídico
existente, ¿se da en verdad ese momento constitucional?