La reforma del Tratado Constitucional
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Zaragoza
SUMARIO
2.- El procedimiento de revisión ordinario
3.- Los procedimientos de revisión simplificados
La configuración de los procedimientos que posibilitan y garantizan la revisión del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, exige para su correcta comprensión un acercamiento sumario y evolutivo sobre las transformaciones y revisiones de los Tratados constitutivos de la propia UE.
El Tratado de la UE (adoptado en Maastricht en 1993 y modificado por el de Ámsterdam en 1997) contenía ya alguna previsión sobre sus posibilidades de modificación (art. 48), regulando un procedimiento básico cuya iniciativa correspondía al Gobierno de cualquier Estado miembro o a la Comisión, quienes aparecían como los sujetos legitimados para presentar al Consejo los proyectos de revisión de los Tratados sobre los que se fundaba la UE. En una fase posterior, el Consejo, previa consulta al Parlamento Europeo y, en su caso, a la Comisión, debía emitir un dictamen. Si éste resultara favorable, se abriría la posibilidad de reunir una Conferencia de representantes de los Gobiernos de los Estados miembros, convocada por el Presidente del Consejo, que sería el órgano encargado de aprobar de común acuerdo las modificaciones que debieran introducirse en los citados Tratados. Para el caso de que las modificaciones institucionales afectaran al ámbito monetario, debía ser necesariamente consultado el Consejo del Banco Central Europeo. En última instancia, las enmiendas aprobadas por la Conferencia solo entrarían en vigor tras haber sido ratificadas por todos los Estados miembros, de acuerdo con sus respectivas previsiones constitucionales.
El elemento característico más evidente y relevante de este procedimiento de reforma es que atribuía en exclusiva el protagonismo a una Conferencia Intergubernamental, en la que participaban todos los Estados miembros y que necesariamente había de circunscribirse al método de la negociación diplomática, exigiendo el acuerdo de todos sus integrantes y excluyendo cualquier otro tipo de participación.
Aplicando precisamente esta vía modificativa se llegó en el 2001 a los acuerdos de Niza, cuya Conferencia Intergubernamental plasmó sus acuerdos en el Tratado modificado aún en vigor. Y quizá fueron las decisiones tomadas en Niza por los miembros de la UE las que supusieron un punto de inflexión y una toma de conciencia crítica en cuanto a la necesidad de cambiar la propia perspectiva de la reforma de los Tratados. Ello sucedió, en parte, por entender que el ámbito de una Conferencia Intergubernamental se mostraba cada vez más reducido y limitado para las necesidades de la construcción europea, y convenía ampliarlo a la participación de otros actores que no fueran estrictamente los Estados miembros; y también, en parte, por hacerse eco de las críticas que desde hace tiempo venían poniendo de manifiesto el déficit democrático del proceso europeo, su alejamiento de los ciudadanos, el distanciamiento de éstos como consecuencia de sus nulas posibilidades de participación en la construcción normativa del futuro de la UE.
Desde estas premisas, se decidió incluir en el propio Tratado de Niza una Declaración relativa al futuro de la Unión muy significativa del cambio de perspectiva procesual que se estaba operando. Tras resaltar el éxito de la Conferencia Intergubernamental culminada en Niza, la apertura a la ampliación de la UE y la consolidación de los cambios institucionales que harían posible la adhesión de nuevos Estados miembros, la Declaración apelaba “a un debate más amplio y profundo sobre el futuro de la Unión Europea”, instando a la presidencia sueca y belga de aquel momento (2001) a favorecer un amplio debate con todas las partes interesadas: los representantes de los Parlamentos nacionales y del conjunto de la opinión pública, tales como los círculos políticos, económicos y universitarios, los representantes de la sociedad civil, etc. Por otra parte, la Declaración indicaba que el proceso de reforma debería abordar fundamentalmente una serie de cuestiones: la forma de establecer una delimitación más precisa de las competencias entre la Unión y los Estados miembros, conforme al principio de subsidiariedad; aclarar el estatuto de la Carta de los Derechos Fundamentales, proclamada precisamente en Niza; la manera de simplificar y aclarar los Tratados para facilitar su comprensión, sin modificar su significado; y el papel de los Parlamentos nacionales en la arquitectura europea.
La delimitación de estos ámbitos para la continuación del proceso, según la Declaración, encontraba su pleno significado en el reconocimiento de “la necesidad de mejorar y supervisar permanentemente la legitimidad democrática y la transparencia de la Unión y de sus instituciones, con el fin de aproximar éstas a los ciudadanos de los Estados miembros”. En orden precisamente al cumplimiento de estos objetivos marcados por la Declaración, el Consejo Europeo de Laeken (diciembre de 2001) llevó a cabo una declaración delimitando todas estas cuestiones, precisando los pasos a seguir hasta la Conferencia Intergubernamental que según la Declaración habría de tener lugar en 2004 con el fin de introducir las correspondientes modificaciones en los Tratados europeos y, lo que es más importante, encargando a una Convención, presidida por V. Giscard d’Estaing, el estudio de dichas modificaciones institucionales, incluyendo la posibilidad de consensuar un texto de Constitución Europea. Lo que decididamente se planteó con la Declaración de Laeken es la posibilidad de una revisión global de los procesos comunitarios que fuera más allá de unos retoques o unas sencillas y limitadas reformas, teniendo en cuenta la necesidad de replantear el modelo, insuficiente a todas luces hasta ese momento, de relación con el ciudadano, de manera que se logren una bases de legitimación más sólidas y de superior integración ciudadana en las instituciones europeas.
En cualquier caso, lo que parece importante resaltar es el cambio que supone la introducción en el proceso de modificación de la arquitectura normativa de la UE de un nuevo órgano, cuya misma denominación evoca momentos constituyentes, designado como la Convención. Es verdad que, a la postre, la labor de esta Convención debía desembocar necesariamente en una nueva Conferencia Intergubernamental, prevista en la citada Declaración de Niza, que debía tomar decisiones en 2004 en orden a introducir modificaciones en los Tratados; luego, inevitablemente, el protagonismo decisivo y exclusivo recaía de nuevo sobre los Estados miembros. También es verdad que el método no era totalmente novedoso, pues ya una Convención había preparado el texto de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea que se aprobó en el Consejo Europeo de Niza. Pero, en cualquier caso, introducir un nuevo elemento como la Convención en el proceso de reforma del edificio normativo de la UE abría una perspectiva distinta. De entrada, abría claramente el abanico de actores de la Conferencia Intergubernamental, permitiendo la participación, además de los representantes de los Gobiernos de los Estados miembros y de los países candidatos, de representantes de los Parlamentos nacionales, representantes del Parlamento Europeo y la Comisión Europea (en concreto, 28 representantes de los Jefes de Gobierno, 56 de los Parlamentos nacionales, 16 miembros titulares del Parlamento Europeo, 2 representantes de la Comisión y 3 personas designadas por el Consejo Europeo como Presidente y Vicepresidentes, más otros tantos suplentes) y observadores procedentes del Comité de las Regiones, el Comité Económico y Social, las organizaciones de los interlocutores sociales europeos y el Defensor del Pueblo Europeo. A partir de este momento puede decirse que se ha aceptado la apertura de una nueva vía para la reforma de la normativa fundamental en la UE.
Como dijimos anteriormente, la Declaración de Laeken llegó a plantear la cuestión de si la simplificación y reorganización de los Tratados no debería en realidad servir para preparar el terreno hacia la adopción futura de un texto constitucional. Y así ocurrió. Los trabajos de la citada Convención culminaron con la elaboración del texto de un Tratado por el que instituye una Constitución para Europa, que obtuvo un amplio consenso en la sesión plenaria del 13 de junio de 2003, luego reelaborado por una Conferencia Intergubernamental y finalmente aprobado como proyecto en agosto de 2004.
2. El procedimiento de revisión ordinario.
El procedimiento de revisión que se incluye en el proyecto de Constitución europea, y que motiva este comentario, es verdaderamente deudor de todos los antecedentes hasta aquí reseñados y culmina su línea política transformadora. De hecho, en los debates de la Convención se resaltó la importancia de la inclusión de estas cláusulas de reforma en el texto del Tratado para intentar subrayar su naturaleza constitucional.
El art. IV-443 del proyecto (antiguo artículo 48 del TUE), establece primordialmente un “procedimiento de revisión ordinario”.
a) Fase de iniciativa
La primera fase, la iniciativa del procedimiento, de características difusas, se encuentra atribuida al Gobierno de cualquiera de los Estados miembros, al Parlamento Europeo y a la Comisión, pudiendo todos ellos presentar al Consejo proyectos de revisión del Tratado. A continuación, la iniciativa se completa con la remisión que ha de llevar a cabo el Consejo de dichos proyectos de reforma al Consejo Europeo y su notificación a los Parlamentos nacionales de los Estados miembros.
La pluralidad de los sujetos legitimados para iniciar el proceso de revisión garantiza, desde luego, el surgimiento de propuestas de reforma. El Consejo aparece como un simple cauce de la iniciativa hacia el Consejo Europeo, pues no parece deducirse de la regulación que éste pudiera oponerse a la tramitación de una iniciativa, ni cambiarla o anularla, y como un mero comunicador de éstas a los Parlamentos de los Estados miembros.
Si la iniciativa de la reforma procediera del Parlamento Europeo, ésta debería adoptarse de acuerdo con los requisitos que establezca el Reglamento Interno de la institución, teniendo en cuenta, en todo caso, lo que señala el art. III-338 del Tratado, a saber, que “salvo disposición en contrario de la Constitución, el Parlamento Europeo se pronunciará por mayoría de los votos emitidos”, aunque sea el propio Reglamento parlamentario el que fije el quórum exigido en cada caso.
Quizá parece superflua la atribución de la iniciativa a la Comisión, si ya los propios Gobiernos tienen asignada esa facultad y, en la práctica, los miembros de la Comisión tiene una sólida relación de origen con esos mismos Gobiernos; aunque es verdad que la configuración del mandato de los miembros de la Comisión (5 años) otorga a ésta una solidez y permanencia de la que pueden carecer los Gobiernos, más sujetos a los avatares de la política nacional o electorales.
En cualquier caso, pese a la actuación meramente transmisora del Consejo en la iniciativa, hemos de pensar que verdaderamente ha existido un criterio participativo y que lo que se ha querido favorecer es la intervención del mayor número posible de órganos de la UE, seguramente estimando que ello optimizaría la legitimación de los futuros procesos de reforma.
b) Fase de aprobación de la iniciativa
Una vez recibida por el Consejo Europeo la propuesta de iniciativa, éste llevará a cabo una consulta previa al Parlamento Europeo y a la Comisión, adoptando luego una decisión al respecto. Se trata de un trámite meramente consultivo, pues la decisión recae exclusivamente en el Consejo. Este puede decidir por mayoría simple que es favorable al examen de las modificaciones propuestas, y ello supondrá la apertura de una nueva fase, la de la Convención.
c) Fase de la Convención
Aprobada en todos sus términos la iniciativa, el Presidente del Consejo Europeo deberá convocar una Convención, que se compondrá de representantes de los Parlamentos nacionales de los Estados miembros, de los Jefes de Estado o de Gobierno de los Estados miembros, del Parlamento Europeo y de la Comisión. Además, cuando la reforma trate de modificaciones institucionales en el ámbito monetario, se consultará también al Banco Central Europeo (aunque no resulta claro en el texto, debemos entender que esta consulta a la superior autoridad bancaria europea la deberá llevar a cabo la propia Convención).
La labor de esta Convención consistirá en examinar los proyectos de revisión y en adoptar, por consenso, una recomendación, que servirá de base para la siguiente fase del procedimiento, la Conferencia Intergubernamental. Hay que entender que la tarea de la Convención consistirá en incluir en su recomendación sólo aquellos elementos de la propuesta modificadora que sean aceptados consensuadamente, desestimando los que no lo sean e, incluso, recomendando su rechazo en la fase posterior.
En realidad, esta fase convencional sólo es necesaria, como establece el art. IV-443.2, cuando la magnitud de las modificaciones propuestas lo requiera, pues puede suceder que el Consejo Europeo decida, por mayoría simple de sus miembros, y previa aprobación por el Parlamento Europeo, no convocar una Convención, porque la importancia de las modificaciones no lo justifique. En este caso, el Consejo Europeo eliminará el trámite de la Convención y establecerá directamente un mandato para una Conferencia de los representantes de los Gobiernos de los Estados miembros. En suma, la fase de Convención se establece como un recurso sólo para revisiones del Tratado verdaderamente relevantes, quedando siempre, claro, al juicio del Consejo Europeo la determinación de cuáles lo son y cuáles no lo son.
d) Fase de la Conferencia Intergubernamental
La fase decisiva del procedimiento de revisión desemboca necesariamente en una Conferencia Intergubernamental, formada por representantes de los Gobiernos de los Estados miembros y convocada por el Presidente del Consejo Europeo con el fin de que aprueben de común acuerdo las modificaciones del Tratado.
Que el proceso acabe en una Conferencia Intergubernamental, como órgano europeo que perfile definitivamente la reforma, encuentra su lógica en la propia evolución de la arquitectura normativa europea y en la configuración actual de la UE. Lo que ya no parece tan claro es qué quiere significar esta norma del Tratado cuando señala que la decisión de la Conferencia habrá de tomarse “de común acuerdo” entre los representantes gubernamentales: la expresión, sobre encerrar una cierta tautología, resulta de una notable imprecisión, salvo que así expresamente se haya querido o salvo que entendamos que quiere decir por consenso de los miembros de la Conferencia; en el supuesto, claro, de que sepamos lo que significa a estos efectos exactamente el consenso, pues se trata de un concepto de compleja determinación, salvo en su vertiente de contraposición a la unanimidad o la mayoría, al que además han de llegar entidades con desigual peso político a la hora de la decisión.
e) Fase de ratificación
La última fase del procedimiento corresponde al momento en que las enmiendas al Tratado acordadas por la Conferencia Intergubernamental deben someterse a la ratificación, según dice el art. IV-443.3, de “todos los Estados miembros de conformidad con sus respectivas normas constitucionales”, y sólo en tal caso podrían entrar en vigor.
La decisión final sobre la revisión del Tratado corresponde, pues, a los Estados que componen la propia UE: si se produce la ratificación de todos, la entrada en vigor del Tratado reformado no presenta ningún problema. Pero, ¿en qué plazo de tiempo ha de tener lugar dicha ratificación?, y ¿qué sucede si ésta no se produce?.
Como respuesta a ambas cuestiones, el párrafo 4 del art. IV-443 articula una solución al posible callejón sin salida a que podría conducir esta fase final del procedimiento. Así, señala que en el caso de que en el plazo de tiempo de dos años, contados a partir de la firma del Tratado, las cuatro quintas partes de los Estados miembros hubieran procedido a su ratificación, pero “uno o varios Estados miembros hubieran experimentado dificultades para proceder a dicha ratificación”, el asunto será remitido de nuevo al Consejo Europeo.
El procedimiento de ratificación de la reforma del Tratado ha querido asimilarse lo más posible al habitualmente establecido para la revisión de las constituciones federales. En éstas, como es sabido, se necesita el asentimiento expreso de una mayoría cualificada de las entidades federadas para que la reforma entre en vigor, imponiéndose así al conjunto de la federación, incluyendo a aquellas partes de la misma que no hubieran prestado su consentimiento. Sin embargo, en este punto la regulación de la reforma del Tratado no ha querido llegar tan lejos, y a pesar de que pudiera llegar a obtenerse la ratificación de una mayoría tan cualificada como las cuatro quintas partes de los Estados miembros, la revisión no entraría en vigor: sería remitida de nuevo al Consejo Europeo, para abrir, a partir de ahí, un nuevo período de negociación con los Estados miembros con “dificultades” para la ratificación. Lo que no deja claro la regulación del Tratado en este extremo final es qué sucedería si de la negociación abierta en el Consejo Europeo no se obtuvieran resultados positivos para la conclusión del proceso de revisión; dicho de otra forma, el problema es si el Consejo Europeo podría obviar la unanimidad –innecesaria, como hemos señalado, en el procedimiento de revisión del constitucionalismo federal- e imponer los cambios ratificados por una amplia mayoría al resto de los Estados miembros.
En cierto modo, el Tratado constitucional europeo ha intentado regular un procedimiento de revisión que se aproximara lo máximo posible a los mecanismos de cambio constitucional que rigen en los sistemas federales. Pero, como es conocido, los problemas que plantea la reforma constitucional nunca son “atemporales”, tratan de ofrecer alguna solución a la dialéctica permanencia/cambio en la incisión del “tiempo histórico” en las Constituciones. Y quizá el “tiempo histórico” de la UE todavía no sea coincidente con el de un sistema federal pleno, aunque quizá tiendan a coincidir.
Lo innegable, en todo caso, es que el procedimiento de revisión establecido sigue siendo en buena parte deudor de las regulaciones establecidas por los Tratados constitutivos anteriores, y descansa, por lo tanto, básicamente en la negociación intergubernamental y el asentimiento de todos los Estados miembros. Ello no implica necesariamente una mayor rigidez, sino un proceso político complejo en el que la voluntad de todas las partes ha de converger en la decisión reformadora final. En cierta forma, es una muestra más de las dificultades que presenta la superación de la tensión entre lo comunitario y lo intergubernamental que se encuentra en el fondo de la construcción europea. Quizá, como acertó a señalar J. Delors, el futuro europeo resida en un compromiso razonable y eficaz entre método comunitario y método intergubernamental.
Aunque, en definitiva, cualquier proceso de reforma de la Constitución europea descansa, hoy por hoy, sobre quienes siguen siendo los “señores de los Tratados”, es decir, en el consentimiento de los Estados miembros que componen la UE, cuyo papel continúa siendo absolutamente dominante.
Si se olvida este hecho, creo que el debate teórico sobre la existencia de un poder constituyente, de un verdadero poder de revisión regulado en el Tratado o de un demos legitimador de cualquier proceso de construcción europea, carece de sentido o deriva en estériles confrontaciones: el mismo destino que soportamos cuando pretendemos insistentemente en aplicar categorías de nuestro consolidado Estado constitucional a un naciente constitucionalismo pluriestatal, todavía en construcción por mucho tiempo en el ámbito europeo.
3. Los procedimientos de revisión simplificados.
La exposición del procedimiento ordinario de reforma del Tratado pone de manifiesto cómo éste se ha dotado de una determinada rigidez que, como es sabido desde la teoría constitucional, implica dificultades y complejidades para culminar procedimentalmente la revisión que afectan materialmente a todo el Tratado. A menos, claro, que se reserve este grado de rigidez sólo para aquellas partes de su contenido que se consideren verdaderamente fundamentales. Por ello, además de este procedimiento de revisión del Tratado, que recibe la denominación de “ordinario”, y que propiamente es el verdadero procedimiento para reformar en el futuro el Tratado, éste ha querido contemplar otras posibilidades de revisión de menor calado, que afectan a unos ámbitos específicamente determinados, y que contempla bajo la rúbrica de “simplificado”.
Se trata de que cuando en la Parte III del Tratado (“De las políticas y el funcionamiento de la Unión”) se disponga que el Consejo ha de pronunciarse por unanimidad en un ámbito o en un caso determinado, el Consejo Europeo podrá adoptar una decisión europea que autorice al Consejo a pronunciarse por mayoría cualificada en dicho ámbito o en dicho caso, salvo en aquellas decisiones que tengan repercusiones en el ámbito militar o de las defensa. Igualmente, cuando en esta Parte III del Tratado se disponga que el Consejo ha de adoptar leyes o leyes marco europeas por un procedimiento legislativo especial, el Consejo Europeo podrá adoptar una decisión europea que autorice a adoptar dichas leyes o leyes marco europeas por el procedimiento legislativo ordinario.
Cuando el Consejo tome una iniciativa en cualquiera de los dos casos anteriores, la transmitirá a los Parlamentos nacionales de los Estados miembros. Si se suscitara la oposición de uno de estos Parlamentos nacionales, notificada en una plazo de seis meses a partir de la comunicación del Consejo, no se adoptará la decisión europea contemplada en los procedimientos anteriormente citados; en caso de no mediar oposición, el Consejo Europeo podrá adoptar la citada decisión.
En todos estos procedimientos de revisión simplificados, la adopción de la decisión europea exigirá que el Consejo Europeo se pronuncie por unanimidad, previa aprobación del Parlamento Europeo, que habrá de pronunciarse por mayoría de los diputados que lo integran.
Prevé, en fin, el Tratado un procedimiento de revisión simplificado, que afectaría sólo a una parte material del mismo, la que se refiere a las políticas internas de la Unión, según el cual el Gobierno de cualquier Estado miembro, el Parlamento Europeo o la Comisión podrán presentar al Consejo Europeo proyectos de revisión de la totalidad o parte de las disposiciones del Título III de la Parte III relativa a las políticas internas de la Unión.
También en este sentido, el Consejo Europeo podrá adoptar una decisión europea que modifique la totalidad o parte de las disposiciones del Título III de la Parte III. En este caso, el Consejo Europeo deberá pronunciarse por unanimidad, previa consulta al Parlamento Europeo y a la Comisión, así como al Banco Central Europeo si se trata de cambios institucionales en la zona monetaria. Además, estas decisiones solo entrarán en vigor después de haber sido aprobadas por los Estados miembros, de conformidad con sus respectivas normas constitucionales. Y en todo caso, queda fuera del ámbito de estas decisiones la posibilidad de incrementar las competencias atribuidas por el Tratado a la Unión Europea.