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Diálogo Iberoamericano

Núm. 10 / julio-agosto 1997. Pág. 14

Gabo y Las Vestales: La bulla y la sustancia de una polémica

Rodolfo Pastor Fasquelle (Ministerio de Cultura, Honduras)

Aunque tiene varios encumbrados antecedentes (por encima de los demás el de Juan Ramón Jiménez), el llamado de Gabriel García Márquez a simplificar la gramática, humanizar sus leyes y racionalizar la ortografía ha provocado una polémica que quizá era previsible en esta provincia del mundo que es América Latina. El novelista se ha defendido argumentando que sus atacantes son "gramáticos y académicos" que no entendieron su ponencia y defienden un interés creado en su función controladora.
En parte, la incomprensión de la propuesta responde, en efecto, a una percepción de la reforma como amenaza para el privilegio distintivo de quienes dominan el obscuro arte del acento esdrújulo o del tiempo compuesto o pluscuamperfecto. Pero, a mi ver, lo que no terminan de entender los atacantes es el fondo del problema. Y aunque han defendido al novelista junto con los lingüistas un par de nuestros mejores escritores, como José Luis Samaniego, poetas y ensayistas, dramaturgos y narradores de todo el continente han calificado la propuesta de García Márquez como "ridícula" o peligrosa, "bárbara" y alienante.
En varios países de la región, y en Honduras también, se han publicado declaraciones de connotados escritores adversando la propuesta. Leticia Oyuela defiende que la "ortografía regula la estructura misma de la regla". Roberto Sosa asegura que "le parece incorrecto eliminar partes vitales de la gramática". Eduardo B„rh declara que, en vez de suprimir, quiere aumentar la carga académica de sus alumnos "que no saben escribir su propio nombre", para prevenir nuevos influjos externos, aunque de algún modo anticipa "las leyes de tipo fonético para las primeras décadas del próximo milenio" que son las que propone García Márquez.
La academia tiene preocupaciones legítimas, que debería de centrar en el abuso de la lengua por ignorancia en los medios de comunicación, especialmente en países como Honduras. Siento estar en desacuerdo, sin embargo, con estos colegas, a los que respeto y admiro, para coincidir totalmente con el planteamiento de don Gabriel.
Nadie ha dicho (mucho menos el imputado) que hay que suprimir todas las reglas o simplificarlas en forma arbitraria. García Márquez no propone -como aducen varios comentaristas- eliminar la -g o la -j , sino dejar de usar una en donde suena como la otra y respetarle a cada cual su lugar en la escritura. No propone "eliminar partes vitales de la gramática" sino -precisamente- las reglas que carecen de vitalidad, de sentido y no son más que obsolescencias y "camisas de fuerza" de la gramática formal o arbitrariedades de la autoridad académica, fundamentadas en etimologías irrelevantes. Las reglas necesarias estarán ahí al final, porque la lengua es voz arreglada para significar; pero sin tantas "excepciones" y desvaríos. Se trata de combatir con la razón lo que otro escritor (Francisco Pérez Antón) llama las "veleidades del lenguaje", la rémora de irracionalidad que se acumula como sedimento histórico en la grafía y que, en vez de coadyuvar, estorba.
La lengua viva cambia en forma continua e inevitable. Nadie habla hoy el español del siglo XVIII o el de Cervantes, por no mencionar el del siglo X, cuando apenas nacía nuestra lengua, diferenciándose de otras -romances- consideradas bastardizaciones del latín clásico. Nadie, mucho menos, escribe esta lengua hoy como se escribía entonces. Aunque algunos políticos se empeñan en continuar un discurso decimonónico, ese abuso hace parte de su desprestigio y a los escritores nos corresponde más bien mantenernos actualizados y aprovechar la genialidad del cambio en la lengua popular y los "influjos externos" -que siempre han sido parte de su revitalización- para comunicarnos mejor con nuestros lectores. Cuando al recibir el primer libro de Gramática castellana, la Reina Isabel le preguntó a su autor, Antonio de Nebrija, que "para qué podía aprovechar", respondieron a la vez el autor y el Obispo de Avila que para enseñar la lengua a los muchos pueblos bárbaros "de lenguas peregrinas" a los que debía someter el Imperio; a ninguno de los tres se le ocurrió que este ejercicio de racionalización pudiera o debiera servir para enseñar a quienes la hablaban como lengua madre.
Márquez tiene razón cuando afirma que el papel del escritor no es conservar la pureza de la lengua, sino hacerla vibrar, vitalizarla, y le sobra razón cuando dice que la lengua se va a transformar por sí aunque no la reformemos. (Se burla de sus atacantes diciéndoles "nos vemos en el tercer milenio"). Pero además la resistencia en contra del cambio tiene un costo que es preciso computar. La lengua no sirve únicamente para hacer literatura; es por excelencia el instrumento de comunicación de una sociedad. La facilidad o la dificultad para utilizarla tiene una repercusión directa sobre la eficacia de un sistema social. Las lenguas cuya enseñanza-aprendizaje son menos costosas son también más eficientes.
La inutilidad funcional del formalismo obsoleto tiene una "utilidad" y un costo social. Varios lingüistas y pedagogos han explicado cómo la complejidad de la enseñanza gramatical sirve hoy en América Latina -como desde hace miles de años en China- para defender estructuras clasistas y privilegiar a la población que tiene recursos para que sus hijos pierdan el tiempo y ganen "prestigio" aprendiendo los refinamientos y barroquismos en desuso. Una de las razones por la que nuestros países tienen dificultad para diseminar un dominio utilitario del alfabeto es precisamente la carga muerta de reglas que se ha hecho creer a los estudiantes que debe llevar aparejado ese uso. ¿Cuánto nos cuesta el analfabetismo, en dólares y centavos, en comunicación fallida, en gozo y disfrute vedado de la literatura? ¿Hasta cuándo estaremos dispuestos a pagar ese costo por salvaguardar los tabúes de una casta o un estamento de poderosos letrados y académicos?
Como el propio García Márquez, yo también reprobaría cualquier examen de gramática formal, aunque me aprecio de escribir con suficiencia. Y al final del primer milenio del español, quiero contarme, como Márquez, entre quienes queremos modernizar su enseñanza, para que sea más práctica (menos teórica) y menos formal (más fonética). Entonces los estudiantes no tendrán tanta dificultad para escribir su nombre ("a confesión de parte...relevo de pruebas") y quizá aprendan a leer y escribir con eficacia y deleite.

--Fuente: "HUMANIDADES" (UNAM)


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