MIS QUERIDOS MAESTROS

Salvador Camacho Pérez

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D. Enrique Miquel Mossi, Maestro, Director de la Academia "Santo Tomás de Aquino" de Torrente, Valencia. A la clase de Don Enrique asistíamos niños de los distintos cursos que componían entonces el Bachillerato Elemental. A cada uno de ellos dispensaba el maestro la atención adecuada y todos avanzábamos con más o menos dificultad hacia el examen final que se celebraba en el Instituto de Requena y al que acudíamos como alumnos libres. Don Enrique era particularmente exigente pero hacía sus clases muy amenas sazonándolas de un humor socarrón con el que yo disfrutaba. Cierto día me reprendió severamente por algo de lo que yo no era culpable. Cuando cayó en el error, se disculpó ante mí con toda naturalidad. Aquel comportamiento acrecentó mi admiración por él. 


D. Fernando Furió Roca, Maestro, Profesor de Ciencias en la Academia "Santo Tomás de Aquino" de Torrente, Valencia. Se pasaba la clase fumando unos cigarros que liaba ante nosotros con mano experta. Tenía los dedos amarillos y despedía un fuerte olor a tabaco que no me desagradaba. Era seco en el trato, muy ceñido a la tarea y sin concesiones sentimentales pero un extraordinario profesor.


D. Juan Piles Chust, Maestro, Profesor de Lengua, Latín y Francés en la Academia "Santo Tomás de Aquino" de Torrente, Valencia.  Comenzó a darme clase en primero de bachillerato. No llegué a identificarme de igual modo con él aunque era un excelente profesor. Hizo del latín y del francés unas disciplinas interesantes y entretenidas. Nos abrumaba con ejercicios de una y otra lengua y pronto logró que nos expresáramos en ambas con la debida desenvoltura.


                   

 

D. Ricardo Marín Ibáñez, Maestro, Catedrático de Filosofía y Director de la Escuela de Magisterio  de  Valencia. Humanidad y sabiduría a raudales. Con él sellé una devota amistad al correr de los años y no dejó de inspirarme, hasta su muerte, un afecto entrañable. Fue profesor mío en Magisterio y en Pedagogía y dirigió mi Tesis Doctoral. De él aprendí, sobre todo, a respetar a los alumnos y a disfrutar en las clases recurriendo a menudo a esa mágica herramienta que se llama "humor".

 


D. Silverio Palafox Boix, Maestro, eminente calígrafo y Catedrático de la Escuela de Magisterio de Valencia. Ejemplar por muchos motivos. Había nacido en una familia de agricultores de Alcudia de Carlet (hoy L´Alcudia) y las tareas del campo ocuparon los primeros años de su vida.  Cuando yo le conocí ya era Catedrático y ostentaba la Presidencia de la Asociación Católica de Maestros, al tiempo que actuaba como perito calígrafo para los Juzgados de Valencia. Era autor de unos cuadernos de caligrafía utilizados como texto en muchas Escuelas de Magisterio de España (yo mismo los usé en Valencia y, más tarde, en Madrid). Caballero de los pies a la cabeza, recuerdo su temple sosegado, su hablar cadencioso, su mirada siempre afectuosa.  Suegro de mi tío Andrés, fue el principal artífice de mi dedicación al magisterio. Tengo a Don Silverio permanentemente en el recuerdo. Y observo que, mucho más modestamente, he reproducido en mí mismo su propia trayectoria profesional. Como él, he sido maestro y Catedrático de Magisterio e incluso he profesado en la Escuela Normal de Granada donde él también estuvo destinado.  


D. Agustín Martín González, granadino, Catedrático de Ciencias de la Escuela de Magisterio de Valencia que, años más tarde sería mi Director en la Escuela de Magisterio de Granada donde yo impartía clase. De él me llamó la atención, sobre todo, el exquisito cuidado con que preparaba las clases y la claridad de sus explicaciones.


    D. José Cepeda Adán, Catedrático de Historia Contemporánea de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada. A sus clases acudíamos en masa. La amenidad de sus explicaciones, la hondura de sus respuestas cuando requeríamos información complementaria, el tono sosegado pero firme de su parlamento, el humor al que recurría con frecuencia y, sobre todo,  el impacto que producían en nosotros esas referencias históricas que nos asombraban por desconocidas y que él mostraba oportunamente para mantener prendida nuestra atención. Su exigencia para con el trabajo de los alumnos era acorde con su entrega y dedicación. Más tarde, el Dr. Cepeda aceptó dirigirme la Tesina de Licenciatura.


    D. José Manuel Pita Andrade, Catedrático de Historia del Arte de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada. El Dr. Pita era soberbio, altanero, duro, exigente y excelente profesor, todo en un pieza. Sus clases eran una delicia. Tenía un hablar pausado y cadencioso. Sus cuidadas inflexiones de voz contribuían a mantener despierta nuestra atención en todo momento. Tan agradable resultaba oírle hablar sobre los conceptos teóricos del arte como acerca de una obra en particular cuya diapositiva proyectaba en pantalla y que situaba magistralmente en sus coordenadas históricas. Con frecuencia hacía preguntas en clase y creo que todos nos empeñábamos en responder correctamente tan sólo por la satisfacción que debíamos proporcionarle. Acudíamos una hora a la semana al Salón de Grados o Aula Magna donde tenían lugar las clases prácticas de esta asignatura. Allí, las dispositivas se sucedían sin interrupción y todos los alumnos éramos interpelados. En el año 1983, cuando yo estaba trabajando en el ICE de la Universidad de Granada, tuve ocasión de dirigir un Seminario patrocinado por la firma Nestlé, que incluía un Concurso Nacional de Dibujos Infantiles. Los responsables de Nestlé me pidieron que designara a una personalidad para presidir el Jurado. Me puse en contacto con el Dr. Pita –Director, entonces, del Museo del Prado- y aceptó encantado. Cuando el jurado se reunió en Granada tuvimos ocasión de fundirnos en un estrecho abrazo y departir unos minutos sobre los años de Facultad.


    D. Jesús Bermúdez Pareja, Profesor Adjunto de Historia del Arte de la  Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada. ocupa un lugar de privilegio en mis recuerdos de estudiante. Tendría alrededor de 60 años y una ejecutoria brillantísima como investigador del arte musulmán y, sobre todo, era un caballero de los pies a la cabeza. Muchos compañeros y yo mismo sentíamos devoción por este hombre de habla pausada, cortés en el trato, humilde y sabio que nos deleitaba con sus lecciones dos veces por semana y que, el sábado, nos reunía en la Alhambra para mostrarnos los últimos rincones del monumento y llenarnos de emoción con su canto al agua, allí en un extremo del Patio de los Arrayanes. Acudíamos los alumnos del grupo nocturno con mujeres y niños y, mientras éstos retozaban en el patio de armas de la Alcazaba o en la plaza del Aljibe, Don Jesús desgranaba sus enseñanzas que nosotros escuchábamos con delectación. No era muy dado Don Jesús a salir con alumnos fuera de Granada para visitar tal o cual monumento o Ciudad (había tenido algunas desagradables experiencias, según nos contó) pero aceptó acompañarnos a Córdoba el sábado anterior a las vacaciones de Semana Santa. Yo no me despegué de él en ningún momento: así me lo exigía mi condición de Delegado de Curso. Ya de regreso, en el autobús, siguió contándome algunas otras andanzas universitarias y se explayó acerca de su trabajo en la Alhambra. Yo me sentía especialmente honrado con la confianza que me dispensaba. En un momento determinado del viaje, cedí mi puesto a otro compañero y fui pidiendo dinero para comprar un ramo de flores para la señora de Don Jesús. Efectuada la colecta con toda discreción para no alertar a nuestro profesor, pedí a mi compañera Rosa Capel (en la actualidad Catedrática de la Complutense) que se ocupara del asunto entregándole una tarjeta mía que debía acompañar al ramo. En ella escribí un texto parecido al siguiente: “Señora: En nombre de los alumnos del grupo nocturno, le pido disculpas por haberle privado de la presencia de su esposo en una jornada festiva. Le ruego acepte este presente como muestra de afecto y gratitud”. A la mañana siguiente, alrededor de las once,  sonó el teléfono de mi casa. Cuando lo cogí, me sobrecogió la voz entrecortada de Don Jesús. Llamaba para darnos las gracias por el ramo de flores. Tanto él como su señora estaban profundamente emocionados. “Se nos han saltado las lágrimas, señor Camacho”. “Gestos como el de ustedes compensan otros muchos sinsabores”. Y así, hasta que yo mismo estallé en sollozos y le pedí permiso para colgar el teléfono. Transcurrida la Semana Santa regresamos a la Facultad y Don Jesús volvió a agradecer nuestro obsequio en presencia de todo el grupo. Lo hizo con tal dulzura y bondad que a todos nos enterneció. Uno o dos días antes del examen final con Don Jesús, caí enfermo aquejado de una dolencia que me tendría en cama durante un mes con fuertes dolores y fiebre alta. Pedí a alguno de mis compañeros que comunicara a Don Jesús mi situación pues, sin duda, le extrañaría  mi ausencia. Mas, he aquí, que el mismo día del examen, a última hora de la tarde, oí llamar a la puerta de mi casa desde la cama en la que me hallaba postrado. A poco, para mi sorpresa, aparece D. Jesús acompañado del Subdelegado de Curso, Florentino Martín Velázquez. "Vengo a examinarle" -me dijo-, ¿Está preparado?. Respondí que sí y me entregó la prueba. Cuando concluí, una hora más tarde, estaba al tiempo exhausto y emocionado y apenas pude articular unas palabras de despedida.


    D. Juan Sánchez Montes. En este repaso a mis queridos maestros tengo que incluir a otros que no me dieron clase pero que dejaron en mí una huella imborrable. Uno de ellos fue el Dr. Sánchez Montes, Catedrático de Historia Moderna de la  Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada. Mi acercamiento a él se produjo a través de mi gran amigo Victoriano del Cerro, a la sazón ayudante de la Cátedra. Este ilustre profesor adquirió la condición de Catedrático siendo muy joven y pronto se convirtió en uno de los  más afamados especialistas en Carlos V. Estaba dotado de una inteligencia y de una preparación excepcionales (una vez presencié cómo dictaba a Victoriano una ponencia  para un Congreso sin más apoyo documental que sus vastos conocimientos y su prodigiosa memoria). Como todo hombre en verdad eminente, era sencillo y afable en el trato. Yo recurría a él con frecuencia en demanda de consejos académicos. Como en su pequeño despacho (que compartía con todos los profesores de la Cátedra), no se podía hablar con tranquilidad, departíamos mientras paseábamos por los pasillos del primer piso de la Facultad. Los encuentros peripatéticos con Don Juan, mientras él fumaba sus inevitables Chesterfields sin filtro,  me depararon, junto con las conversaciones con otros profesores y el contacto con los compañeros de curso, los momentos más enriquecedores de una vida universitaria que, en otros aspectos fue bastante decepcionante.


    D. Oscar Sáenz Barrio, Maestro, Catedrático de Pedagogía de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Granada, compañero de claustro desde 1972. En el Libro-Homenaje con motivo de su jubilación escribí: "Óscar Sáenz es una de las pocas personas decentes que conozco y ahora no recuerdo quienes son las otras. Bajo su aparente gravedad, oculta, a resguardo de observadores superficiales, un profundo sentido del humor, de un humor a veces cáustico, casi siempre irónico, con una pizca de mala uva que procede de la entraña misma de su naturaleza iconoclasta. Jamás vi., integrados de modo tan armónico el ímpetu y la prudencia, la arrogancia y la humildad. Capaz de cantarle las cuarenta al lucero del alba, parece que ha hecho suyas las palabras de André Gide, el gran escritor francés: “El día que deje de indignarme comenzaré a envejecer”. Mas, al tiempo, desciende desde las alturas de su indiscutible autoridad y escucha mansamente las razones ajenas y las acepta, si hace al caso, con la misma naturalidad con que, un momento antes, trató de hacer valer las suyas. Como todos los grandes hombres, incluido yo mismo, Óscar Sáenz es sensible y generoso. No tiene la lágrima tan fácil como yo -la última vez que lloré en su hombro tuvo que meter la chaqueta en una secadora- pero el corazón se le acelera cuando le embarga la emoción, como a cualquier hijo de vecino o quizás más. Su entrega a los demás es proverbial. Ha criado en su gallinero muchos gallos. La mayoría cacarean con fuerza; otros, para su dolor, se han convertido en gallinas. Qué le vamos a hacer.