Una de las cosas que más me sorprenden y llaman la atención en lo que respecta al rumbo actual de eso que llamamos "pensamiento" es el modo en que los "movimientos (de pensamiento)" se separan entre sí, formando opuestos severamente inmiscibles. Las ideas de “puente”, de “relación ineludible” o simplemente de "visión de conjunto" se han estrechado. Es cierto que, debido a la revolución que ha supuesto en las últimas décadas la "sociedad de la información" -con su dimensión virtual y reticular-, se hace perceptible una creciente "cultura general", esa que se adquiere como primicia para el conocimiento y que, en el desarrollo del saber, es una plataforma para situarse y hacer una prospectiva de los siguientes pasos a seguir. Pero esta cultura general parece desvinculada de propósitos ulteriores y excesivamente satisfecha consigo misma. De modo que, respecto a aquella radicalización de las oposiciones entre movimientos de pensamiento a la que me refiero, esta cultura general sirve de refugio y, quizás, también de viático para elucubraciones puramente imaginarias y sin base.
Por poner un ejemplo, se trata de la separación entre lo que viene llamándose "tradición analítica anglosajona" y los puntos de vista "continentales". La extensión del inglés como lengua franca -en realidad, vehículo de un imperio cognitivo y hasta metafísico- ha determinado, junto a otros factores de raigambre económica y política, un aumento de la impresión global según la cual el paradigma de las cosas bien pensadas radica en el mundo anglosajón. Tal filosofema forma ya parte del inconsciente colectivo. No quiere decir esto que todo lo anglosajón sea antídoto del conocimiento, no. Tampoco que quien, teniendo a mano y conociendo una amplia panoplia de perspectivas, haga mal en sentirse inclinado a situarse de ese modo, algo completamente legítimo. Mucho menos que lo anglosajón no contenga, a su vez, perspectivas internas disímiles. Quiere decir que la tradición anglosajona que se ha impuesto desde finales (y quizás desde comienzos) del siglo pasado, de sesgo positivista y analítico, se siente cada vez más libre de sus alternativas. De tal modo, este punto de vista que el inglés porta a todos los lugares del mundo adquiere la apariencia de ser la mejor de las perspectivas, apariencia que se funda en que oculta, cada vez con mayor intensidad, su incapacidad para medirse con movimientos heterogéneos al que representa. El caro criterio de falsabilidad que tanto esgrime el imperio anglosajón para el sentido de lo aceptable como válido es sustituido por un descarado blindaje (anti-científico y contra-objetivo) de todo lo que está escrito o dicho en inglés.
Es sorprendente la cantidad de obviedades y de pequeñeces que cabe leer hoy en medios de comunicación de ciertas revistas con pretensión de baluartes de la "cultura general" (sobre física, biología, estética y hasta ética). Un becario postdoctoral, por ejemplo -siendo completamente respetable en principio- puede aparecer opinando como pater en cualquier materia y ante el mundo en general, lo que lo convierte de facto en un investigador que, lejos de la humildad necesaria, se hace víctima y siervo de las deformaciones de su propia cultura.
Es un ejemplo, porque los hay a montones. El que escribe está harto de que cualquier mercachifle le explique el sentido de la "nada física" inicial sin preguntarse por el sentido del concepto "nada", de que le aclaren la complejidad maquinal de la célula sin conocer los supuestos de la noción de "máquina" o de que le hablen sobre la última moda artística sin plantearse qué demonios es una moda y por qué razón lo es. Todo en un lenguaje plagado de términos en inglés y de ese aroma empirista y pragmático que este idioma lleva ya en sí como su mejor blasón y hasta como patente de corso en el mar del conocimiento. Me pregunto dónde va quedando ese placer que cada hablante experimenta al degustar el refinado sentido de las nuevas palabras que encuentra en su propia lengua materna. Los constantes abusos de la cultura digital, envalentonados con las auto-ediciones de libros -que exceden lo que positiva y razonablemente este vehículo de publicación aporta-, constituyen un semillero de vaguedades y de narcisismo capaz de impresionar al despistado argonauta. Una cosa es encontrar un refugio contra las grandes editoriales privadas. Otra, alardear, con una edad de infante, de haber escrito tres o cuatro libros, llamarse escritor o escritora como se puede llamar al que hace pan panadero. Hace tiempo nos reíamos de aquellos que, en su tarjeta de visita, escribían "librepensador"; y el librepensadurismo sin autocrítica se ha hecho natural en el mundo liberal del mercado simbólico. Los clásicos, junto a esto, no solo reciben menos crédito frente a la novedad, cualquiera sea esta, sino que, a menudo, caen bajo el anatema que los hace cómplices de patriarcalismo, imperialismo, colonialismo y no se sabe ya qué más de acuerdo con el orondo y novísimo Libro de los Pecados. Todo ello dibuja un mapa simbólico crecientemente invadido por la ideología, por un lado, y por los fastos, por otro, de un “sí mismo” enérgicamente atrevido y autocomplaciente. Al mismo tiempo, cunde la impresión contraria, que es falsa: el rizomático despliegue de informaciones sobre todo lo habido y por haber (muy interesantes la mayoría, hay que reconocerlo) no compensa su multívoca dispersión con un mínimo de síntesis comprehensiva, por lo que no alcanza a conjugar una imagen del mundo.
Cuando, de bastante joven, detuve mi ámbito de investigación personal para dedicarme durante unos años a la tradición analítica, no encontré más motivos para la distancia entre continentales y analíticos que razones para abandonar la distinción y la oposición entre ambos. No es por hacer alarde del libro –El conflicto entre continentales y analíticos, de 2002-, sino por no ocultar la estupefacción: si Frege y Husserl pueden ser considerados como alternativas dignas de consideración (como otras muchas: Habermas y Putnam, Wittgenstein y Heidegger, D. Davidson y Deleuze, etc.), no cabe duda de que hoy mismo podrían buscarse encrucijadas ricas en matices. Así, por ejemplo, el darwinismo puro y duro en teoría de la evolución debería revisar sus antípodas en posiciones tan profundas como las de Bergson. Igualmente, la concepción computacional de la mente y todo el tinglado que se extiende embrolladamente en torno a la Inteligencia Artificial tendría que aportar argumentos contra Husserl, Merleau-Ponty o Sartre (el de La trascendencia del Ego, por ejemplo, en este último caso, que es un paso obligado). La filosofía de la física, por su parte, no llega a tocar mínimamente perspectivas tan rigurosas como las de Simondon, al que le espera, sin embargo, su moda en un mañana hispano, pues todo en el hispanismo va ralentizado respecto a lo que franceses o alemanes (los anglosajones ni se lo plantean) consideran ya de estricta necesidad. Y, por terminar aquí, la noción de “transhumanismo” (y “posthumanismo”) no parece desear (por regla general, pues hay casos excepcionales) hacerse cargo de posiciones que la harían tambalear y hasta temblar (todo el pensamiento continental del siglo XX ha sido, quizás con la excepción de Husserl, un post o un trans-humanismo, y aquí hay ópticas para dar y regalar que, asombrosamente, ni merecen una cita en riguroso estilo APA de Chicago y Harvard).
En fin. Hoy nos asombramos (y está justificado, por supuesto) del peligro que van adquiriendo las oposiciones ideológicas (izquierda y derecha radicalizadas, con una ultraderecha en auge) y de las evidentes en geopolítica, tan ostensibles como la que ratifica la guerra Rusia-Ucrania. Y no nos asombramos de las oposiciones simbólicas, que, restando las políticas, afectan al conocimiento. Las mencionadas son solo una mínima porción. Hay para escribir un tratado, algo que, sin duda, sería empresa ardua para una colectividad -deseable- de investigación bien trenzada.
Sería coherente con nuestro mundo, a mi juicio, empezar a hablar de Geosimbolismo como un proceso paralelo al que designamos con Geopolítica. El mundo simbólico no es una nada. Es parte esencial del “ser” de una colectividad y marca, como patas de paloma, sus más silenciosos e imperceptibles pasos. Pero esto, que no es en modo alguno una nada, casi nada le importa al análisis del presente, cuya arrogancia en la parcialidad puede esconder una escisión tan peligrosa como la de las armas de combate, destrucción y muerte.