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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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Ocaso de Occidente: agenesia
06 / 01 /2024

Atardecer (1885). Van Gogh

Que Occidente se encuentre en un ocaso no significa que degenere o decaiga. Un ocaso es una transición, una crisis, un tiempo de indecisión, tal y como entre la noche y la mañana el sol se oculta, sin que por ello haya que pensar que el universo se desploma. De una civilización pueden hacerse dos tipos de análisis. Está, en primer lugar, el análisis socio-político, al que pertenece el diagnóstico del poder. El poder se explicita en procesos ciegos, autonomizdos, y articula las relaciones intersubjetivas en una sociedad, el modo en que unos colectivos dominan sobre otros. En ese sentido, nos parece -como hemos explicitado en otro lugar- que hoy estamos a merced de tres poderes: el del capital, el de la procedimentalización de la vida y el del espíritu de cálculo. Se trata de tres coacciones que se trenzan y que, sintéticamente, conforman, a nuestro juicio, un paradigma de poder, el gestionario.

El segundo tipo de análisis es el ontológico (la ontología se ocupa, desde Platón, del "estudio del ser"). Esta perspectiva intenta penetrar en el modo de ser de la cultura, que es el subsuelo de visiones del mundo y de comprensiones de las cosas en los que la vida de una comunidad arraiga. No apunta a las facticidades sociales, sino al espíritu de la época. Es desde esta óptica desde donde hablamos.

En El ocaso de Occidente hemos definido la civilización como una realidad de dos estratos: el socio-político, que es el mundo institucional, y el cultural, este otro que da forma a un modo de ser, a una ontología subyacente. Cada pueblo, cada civilización, presupone una ontología cultural y sobre ella se yerguen los códigos y las relaciones institucionales de carácter sociopolítico. No quiere decir esto que la sociedad sea la superficie de la cultura y mera expresión de esta. Nos hemos valido de nociones de G. Simondon para relacionar ambos estratos. La cultura constituye, ante todo, una dimensión genética, es decir, un subsuelo histórico que genera el tipo de ser humano de una comunidad, independientemente de su rol en la producción económica y en la organización política. En una teoría de los tipos humanos han trabajado muchos pensadores, como M. Weber, F. Nietzsche o S. Freud. Pues bien, ¿qué tipo de ser humano propicia en el mundo contemporáneo la cultura occidental?

Para intentar responder a esta cuestión es necesario percatarse de un rasgo que caracteriza a esta relación de dos estratos, a la relación entre fondo cultural y mundo sociopolítico. El mundo cultural tiene la forma de un campo problemático, es decir, de un campo de tensiones irresueltas y fecundas, de un tamiz de problemas objetivos. Tales problemas son "resueltos" en el nivel sociopolítico, aunque la esencia de este último no se limite a esa función resolutoria. Ahora bien, "problema" y "solución" no se entienden aquí tal y como se utilizan en nuestro lenguaje habitual.


La tempesta o La novia del viento (1913). Oskar Kokoschka

Normalmente, un problema es para nosotros una cuestión que hay que resolver y que pide una solución. El problema se disuelve en la solución. Hay otro tipo de problemas que no desaparecen en sus soluciones, sino que se materializan en ellas. Una tempestad no coincide con los fenomenos en los que se muestra: el viento, el oleaje del mar, el trueno o el rayo. Todos ellos son materialización de lo que en la tormenta no se puede contemplar: de un conflicto de fuerzas o poderes, de una tensión entre dinamismos, es decir, de un problema real. La realidad cultural es la tempestad; su materialización, un espacio social e institucional. No es un conjunto de cosas visibles, sino de cuestiones y preguntas colectivas articuladas tensionalmente. Una óptica problematizante como la que mantenemos parte de que lo cultural, el substrato de visiones del mundo y de comprensiones de las cosas, no es, él mismo, una cosa; es un conjunto complejo de problemas en movimiento que permite la interpretación y el trato con las cosas. Las soluciones, desde esta perspectiva, no representan la desaparición del problema, sino su materialización o encarnación institucional, el modo en que se lo institucionaliza y se lo lleva a la práctica. Los problemas enmarañados que constituyen el fondo cultural in-sisten en él como un tablero de juego respecto al cual las jugadas concretas son acciones socio-políticas. Un "tipo de ser humano" debe ser entendido como un modo de problematizar el mundo que se ha convertido en predominante y, por tanto, como un estilo y una forma de visión inherente a la cultura civilizacional.

Tormenta en el mar de Galilea (1663). Rembrandt


Supongamos, querido lector, que la comprensión de estos dos niveles resulta convincente. Se puede decir, entonces, que el ocaso de Occidente radica en la agenesia, que significa "incapacidad para crear". Quiere decir esto que los problemas subyacentes a la civilización occidental presente no alcanzan a ser experimentados lúcidamente por el estrato social y político como una tormenta en la que se navega. La agenesia es la pérdida de la oportunidad que abre la crisis para mirar los problemas de fondo que pone de relieve, de lo que deriva la falta de poder creativo para alumbrar una resolución a ese campo problematizante que discurre en su trastienda ontológica, cultural.

Vemos, por ejemplo, que el capitalismo ha procreado potencias que ya no pueden ser abrazadas por las organizaciones políticas y sociales vigentes. Adueñándose de las decisiones de los Estados y arrastrándolas irresistiblemente, expandiéndose a toda la trama del mudo de la vida, exigen desde sí soluciones globales, máximamente internacionales. En tal situación adivinamos que, afectando tales potencias al sentido del mundo en cuanto tal, las soluciones no pueden ser ya meramente socio-políticas. Deben transformar el modo completo de la producción misma y, por ello, la posición radical del ser humano ante el valor del progreso y de la existencia material. Ya no es posible una alteración de la economía sin una metamorfosis cultural. Exige un planteamiento consciente y deliberado dirigido a corregir un modo de vida. Es el modus vivendi entero y la comprensión occidental del mundo, invadidos inmanentemente por un capitalismo henchido de plasticidad, lo que la globalización exige cambiar.

Pero se trata solo de un ejemplo. Como hemos sugerido, no hay un solo poder en el presente, sino, al menos, tres entrelazados. Respecto al trenzado de los tres no basta ya con cambiar reglas y procedimientos. Se hace necesario un cambio ontológico, una transformación al nivel del tipo humano que nos conforma. Es necesario penetrar en el espíritu de la época, en la tormenta, y materializar su fondo, darle palabra y concepto, materializarla en la corporalidad social. Solo experimentando la tormenta se hace posible la iluminación del rayo.

La gallina ciega(1789). Goya

En todas partes vemos crecer un politicismo extremo, es decir, una tendencia a entender cualquier problema como uno de carácter político. No exclusivamente los ciudadanos de a pie, sino (lo que resulta más escandaloso) también los intelectuales, tienden a pensar que transformar las inercias colectivas coincide con cambiar procesos políticos. Y no es que esta idea sea incorrecta. Ocurre, simplemente, es parcial. Los problemas del estrato cultural, los que atañen al fondo ontológico, son de una índole diferente a la de los políticos. Son problemas que afectan a la autocomprensión del ser humano.

Podemos pensar, por ejemplo, en lo que ha supuesto para la civilización contemporánea el acontecimiento de la muerte de Dios, es decir, el de la caída de los grandes fundamentos, de los principios últimos. F. Nietzsche, que no tuvo escrúpulo alguno en calificar el rumbo de Occidente como un nadificante emporio de enfermedad espiritual, diagnosticó en nuestra cultura la tendencia a negar dicho acontecimiento
y a reaccionar contra él. Anunció, como consecuencia de este dinamismo de negación, la nostalgia del fundamento perdido —que se obstina en la creación de nuevos ídolos al servicio de la huida del mundo—, así como la necesidad de una vida en anestesia, que busca calmantes y bálsamos para camuflar su oquedad. Describió lo que se avecinaba en términos de un predominio creciente de las fuerzas reactivas, siempre dirigidas a la negación de la vida en la vida, y de la expansión de un resentimiento generalizado dirigido hacia el espíritu creador.

Nietzsche hablaba del Nihilismo, de un fenómeno que no es político, sino ontológico, es decir, de un acontecimiento que afecta al ser de la condición humana en nuestra época. Pero no disponemos exclusivamente de este diagnóstico. El nihilismo, desde el punto de vista de M. Heidegger, consiste en el acontecimiento del olvido del ser, un olvido que conduce al hombre a ensimismarse en el trato con las cosas presentes (el ente) y a relacionarse con ellas desde la voluntad de dominio. Tampoco es este un fenómeno socio-político; es ontológico. Y del mismo cariz es la diagnosis que hace Ortega de la rebelión de las masas, el análisis de la Escuela de Frankfurt de la transformación de la razón autónoma en la ubicua y omnipotente racionalidad estratégica o, por teminar aquí, la descripción que realiza M. Weber de nuestro mundo en términos de una racionalización del mundo de la vida, unida a un desencantamiento del mismo.


Todos estos sucesos ontológicos de nuestra época exigen un tipo de comprensión específica, una mirada peculiar, un determinado pathos. Es esta óptica lo que se oscurece en nuestra época. Y en este punto se hace necesaria una precisión. La agenesia no consiste en desatender este o aquel problema. No consiste en asumir que tales problemas son, según los ejemplos anteriores, los del nihilismo, los de la razón instrumental o cualquiera otros. Cuáles son y qué forma tienen es algo que una vida con pensamiento ha de considerar en la práctica. Lo peculiar de la agenesia civilizacional estriba, más bien, en evitar todo tipo de contacto con ese tipo de problemas en general, en no considerarlos en absoluto como problemas y, por tanto, en no permitir que aparezcan y discurran interpelando a los seres humanos. La agenesia es la incapacidad para escuchar las interpelaciones de la problematicidad civilizacional a esta escala ontológica, una falta de escucha radical que impide que tales problematizaciones del estrato cultural generen, como un campo de juego, jugadas concretas en la vida de la comunidad.

 
Alma de la ciudad sin alma (1920). Christopher Nevinson


Tiene lugar, así, lo que hemos llamado sistema de complementariedad entre la anecdotización del hombre, por un lado, y la orfandad de la cultura, por otro (El ocaso de Occidente, pp. 194 y ss.). He aquí dos acontecimientos paralelos. Aparece, por un lado, un ser humano fundido con los hechos, incapaz de entenderse a sí mismo en el seno de movimientos históricos tectónicos. Vive solo como individuo, no como deseo de expresar en sí un tipo de ser humano a la altura de la época. Carece del pathos como para imaginarse en medio de procesos cuya duración es mayor que la del inmediato presente. En consecuencia, no pugna por trascenderse a sí mismo y, tampoco por re-crear el mundo.

Pero esta necedad produce, por otro lado, la autonomización de la sociedad respecto al fondo de problemas que hemos vinculado con la cultura viva de una civilización. La cultura, tomada como este fondo de problematizaciones acerca del ser mismo del hombre y de su situación en el mundo, yace hoy abandonada. Es, la de nuestra época, una cultura huérfana, dinamizada por la ausencia humana, por esa falta de presencia del hombre en su seno.