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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio. Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar.
 

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¿Qué es la "culpa trágica"?
18 / 08 / 2019


"No soy la causa de los males del mundo. ¿Por qué habría de experimentar culpa?" Esta pregunta no es baladí. Se la puede hacer cualquiera y, de hecho, es posible que esté en el fondo de cierto sentimiento de sobre-demanda de los habitantes del "Primer Mundo". ¿De qué es uno "culpable", si ha nacido ya en un mundo con injusticia, si se ha encontrado con esta injusticia, si no la ha causado y lo único que hace es intentar vivir como cualquier otro ser humano? ¿Se le puede pedir a alguien de Europa que sienta "vergüenza" (lo cual delata la culpa) por las muertes de inmigrantes en el Mediterráneo, por la de jóvenes o viejos guerrilleros en un remoto infierno?

Tal vez haya una "culpa trágica" muy distinta de la "culpa cultural ascética" (se me ocurre llamarla así, ignoro si tiene un nombre específico en el psicoanálisis).

El peligro para el psiquismo que encierra esta segunda ya lo analizó Freud en El malestar de la cultura. El argumento freudiano se refiere a una cultura, la nuestra, orientada a un excesivo ordenamiento de la vida mediante el trabajo y sus reglamentaciones, de donde se deriva una represión también excesiva del deseo. Si nuestra cultura (se podría añadir) no anhela sólo su propia supervivencia, sino, más allá, el dominio de toda la tierra, ¿no tendrá que organizar la actividad de la población como si se tratase de la de un enorme ejército? ¿Y no tendrá que organizar esa vida en torno al trabajo? Se trabaja, uno lo sabe oscuramente, para algo más que para sobrevivir y para generar una existencia digna. Se trabaja creando un gigantesco exceso de rendimiento. ¿Y para qué va a ser realizado tal esfuerzo, sino para utilizar su resultado en el gobierno de todo lo que se plante delante?

Se puede uno imaginar que nuestros ancestros más lejanos, expuestos a una naturaleza hostil que los amenazaba continuamente con un poder titánico, desarrollaran, como reacción, un impulso a someterla, a la naturaleza toda, mediante una organización compleja y cada vez más espartana. Ese impulso al dominio de la naturaleza entera, surgido del sentimiento de indefensión en un animal sin fieros colmillos y garras y sin la guía certera del instinto, ya debilitado y suplantado por una inteligencia en ciernes, se mantiene ulteriormente como producción de un colosal desarrollo técnico y utilitario. Pero el "progreso técnico-estratégico", experimentado inconscientemente como "armazón" de conquista del mundo en cuanto tal, exige un denuedo conjunto formidable, expresado en el trabajo, que agota las horas y los días, que ordena la vida en torno a ese fin supremo y le pone coto en sus derrames ociosos. El capitalismo es, por debajo de su estructura económica, por debajo de toda ideología neoliberal, ya se ve, un arma necesaria de un enemigo más poderoso: el nihilismo y la voluntad de dominio del mundo.

En cualquier caso, este impulso generó poco a poco un ascetismo colectivo in crescendo que M. Weber tuvo la lucidez de auscultar. La cultura del placer -también enorme-, en nuestras sociedades avanzadas, no sería, entonces, más que la contrapartida mínima para restarle visibilidad al ensañamiento del trabajo: una "empresa de placer", por tanto, dirigida a abotargar más que a satisfacer el deseo.

Un desarrollo tan exacerbado y sutil del régimen ascético quizás esté entorpeciendo la labor vital de Eros -pensaba Freud- y levantando de su sueño al temible Thanatos, la protesta terrible del deseo reprimido y encerrado con cien llaves en las mazmorras del inconsciente. Y ya se sabe, a Thanatos, que es la hostilidad de la cultura hacia la cultura misma, el espíritu "que todo lo niega", el paradójico rastreo, seguimiento y promoción de la auto-destrucción (¡qué perplejidades en el ser humano!), cuyo agitado afán hoy presentimos sin atrevernos apenas a formularlo, pues iría contra toda lógica "racional", esa afrenta, sí, contra nuestras propias condiciones culturales de existencia, despierta a su vez la crueldad de los mecanismos represivos, la malicia del Super-yo, dando lugar a un círculo de auto-flagelación en el atormentado psiquismo: cuanto más alto protesta Thanatos destruyendo los vínculos de hermandad que aseguran la cultura, de forma más terrible se presta ese tribunal superyoico al castigo.

Ese castigo de los seres humanos occidentales a sí mismos se desliza en los entresijos del día, en andanadas del sueño nocturno, en el auto-desprecio que acompaña -lo sabemos- a todo nuestro orgullo. Todos sentimos, en efecto (rarísimo sería quien dijera que no) esa presión silentemente excesiva que exige someterse a la producción continua y que castiga con tan inflexible dureza. Sí. Y no digamos en el más próximo ahora: los seres humanos de Occidente pagamos un alto precio por nuestra bonanza, el precio de la sujeción continua. No extrañaría que en esta oscura raíz de la culpa residiese el secreto último del malestar clandestino que se extiende y que, con seguridad, tendrá fatídicamente que crecer en lo sucesivo (¿hasta dónde, pues no sabemos cuánto puede un cuerpo?)

De esa culpa se nutren las innumerables instancias de normalización de nuestras sociedades avanzadas, tan numerosas y variopintas que se necesitaría un tratado entero para reseñarlas. Esa culpa es la que explica que se acepte voluntariamente el dominio. Y hay una masa de viles sometidos que, sin saberlo, se erigen en jueces y defensores de mil formas de ese ordenamiento disciplinario en nombre del "progreso" y hasta enarbolando moralina que convence a los ingenuos. "¡Culpable!" es su dictamen diario, pertinaz, el de esos muchos (como diría Nietzsche) que contribuyen a la domesticación del ser humano. Sin saberlo, inconscientemente, pues atribuirles conciencia sería concederles una inteligencia de la que carecen. Son los resentidos cancerberos de la organización del vacío y de la concomitante racionalización de la existencia. Producen náuseas.

A ese tribunal, a esa culpa cultural ascética, ni agua. No hay mejor terapia que llevarla al desierto en el alma y matarla de sed. Ni agua tendríamos que darle, pues se encamina a nuestra inculpación creciente y al sometimiento creciente que contrarresta a esta inculpación, hasta que ya no se pueda más y... en fin, nos tiente ese suicidio colectivo cuyo nombre aterra con tan solo pronunciarlo y que por eso ahuyentamos mediante panfletarios discursos de confianza en la humanidad de la humanidad.

Pero la "culpa trágica" es otra cosa. Hablaba de ella Jaspers. "Culpa" significa, en ese otro sentido no freudiano, trágico, "ser deudor". Se es deudor en la vida, no por "estar en falta", sino por todo lo contrario, a resultas de sentirse agradecido por sus dones. El agradecido por los dones que la vida le ha dado, según este espíritu trágico, no puede -precisamente por ese agradecimiento- evitar sentirse "más allá de sí", en deuda con la humanidad que sufre y que, como él, sin embargo, merece con igual justificación tales dones. Partiendo de esa noble comprensión de la "culpa", bien alejada de la freudiana, hay que insistir, porque no castiga sino que espolea, se expresaba del siguiente modo Jaspers (que es a lo que iba, querido lector):

«En el mundo abunda, sin duda, la muerte inocente. El mal oculto destruye sin ser visto, hace cosas que nadie oye. Ninguna autoridad del mundo llega siquiera a tener noticias de él (de cómo un hombre es torturado solitariamente hasta morir en la mazmorra del castillo). Los hombres mueren como mártires sin serlo cuando su martirio no es percibido ni será conocido nunca por nadie. La tortura y destrucción del débil acontecen diariamente sobre la faz de la tierra. (...) ¿Dónde está la culpa de la destrucción inocente? ¿Dónde el poder que condena al inocente a la miseria? Allí donde los hombres han despejado esta pregunta ha surgido la idea de culpabilidad compartida. Todos los hombres son solidarios. (...) [Y se experimenta que] yo soy culpable del mal que ocurre en el mundo si no he hecho todo lo posible, incluyendo el sacrificio de mi vida, para evitarlo; soy culpable porque vivo y puedo seguir viviendo mientras esto sucede. De ese modo abarca a todos la culpa compartida de todo cuanto ocurre» (K. Jaspers, "Über das Tragische", en Von der Wahrheit)