El
poder, obviamente, remite a las instituciones y, en especial,
al Estado, como institución de instituciones. Pero el poder
no proviene de las instituciones, como si éstas fuesen
"agentes". Creer en las instituciones como origen del
poder equivale a un pensamiento mágico que busca espíritus
en todas partes. La mayoría de los debates políticos
se mueven en este espacio de pensamiento mágico. A todos
los niveles, en lo micro y en lo macro, se aborda el tema como
si el poder consistiese en introducirse en instituciones y en
convertirlas en origen, en causa primera. Foucault lo aclara con
inteligencia:
"Al analizar las relaciones de poder desde
el punto de vista de las instituciones se sigue en condiciones
de buscar la explicación y el origen de las primeras en
las segundas, o sea, finalmente, explicar el poder por el poder.
Esto no es negar la importancia de las instituciones en el establecimiento
de las relaciones de poder. Por el contrario, sugiero que uno
debe analizar las instituciones desde el punto de vista de las
relaciones de poder, antes que a la inversa, y que el punto de
anclaje fundamental de las relaciones, aun si están corporizadas
y cristalizadas en una institución, debe encontrarse fuera
de la institución".
El poder conforma
toda la esfera de relaciones sociales. No es una "instancia"
(gobierno, institución). Es un "modo de operar"
articulado en mil formas entrecruzadas en una sociedad. Pero pensar
así el poder no significa pensar "cosas" (de
nuevo: instituciones); tampoco "personas" (que el poder
surja de las personas es otra creencia propia del pensamiento
mítico). Pensar el poder es pensar "fuerzas"
y "relaciones de fuerza". Ahora bien, las fuerzas "acontecen",
es decir, "devienen", "tienen lugar". Pensar
el poder es pensar, no "instancias de poder", "personas"
y "estructuras", sino conglomerados de fuerzas-acontecimiento
que se relacionan de modo complejo. Y pensar el "tipo",
el "modo", de esa compleja relación de fuerzas-acontecimiento"
es, por supuesto, pensar sus materializaciones institucionales
y personales, pero sólo como un medio hacia la comprensión
de las fuerzas que entran en juego y que, en su entretejimiento,
con-forman el espacio de lo que "acontece". Lo que acontece
es paradójico: no es corporal, es un incorporal, aunque
siempre materializado en instituciones, personas y procesos. Es
un incorporal-material. Pero los debates, las opiniones, las "grandes
discusiones", se quedan, la mayoría de las veces hoy,
en materialidades. No liban acontecimientos.
Estamos en un
positivismo político. Los que detestan escuchar el término
"acontecimiento" y lo vinculan con un supuesto pensamiento
"abstracto" o "místico" que "no
toca la realidad" son unos fanáticos de las cosas,
de los hechos y de las reyertas entre personas. Intentando ser
"empiristas", "prácticos", "concretos"
(y similares), permanecen en el pensamiento mítico. Y,
de un modo contrario a lo que dicen una y otra vez hasta el hastío,
los acontecimientos son la realidad más tangible y visible,
la que más se toca y se ve. Pero no con con las manos del
cuerpo o los ojos de la cara, que están para otras cosas,
sino con las manos y los ojos del pensamiento o, si me permiten
la expresión (metafórica), con los del alma.
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