Cuando asistimos al crecimiento de la ultra-derecha
como un fenómeno "supranacional", las
explicaciones de ese auge que remiten las causas exclusivamente
a cuestiones internas de cada país en particular
resultan estrechas de miras. En un mundo que se globaliza,
este movimiento creciente de derechización extrema
no puede ser atribuido en exclusiva a factores de política
nacional. Que alguna izquierda española, por
ejemplo, diga que hay en España un bloque reaccionario
del que su rama más derechista solamente es un
recurso para una confrontación con el "extremo"
opuesto, con el plan de construir un nuevo consenso
de "centro" basado ahora en el miedo y la
exclusión, implica quedarse en una verdad a medias,
que por ser sólo de "política casera",
se convierte en verdad de medianías. Atribuir
todas las causas a la política fáctica
de un país entra dentro de la pérdida
actual de los referentes filosóficos, que tienen
en lo político una expresión fundamental,
pero que lo exceden ampliamente.
En
el nuevo ordenamiento mundial se forja un espacio interconectado
que posee, más allá de la suma de las
naciones, su propia inercia. Habría que buscar
causas en este plano más amplio, que es el de
civilización y cultura, como procesos subliminales
que generan la "autocomprensión" de
los seres humanos, no sólo en un país,
sino en-el-mundo. Y esta aclaración
necesitaría todo un tratado, toda una investigación.
He aquí sólo un ejemplo, dirigido a uno
de los factores en juego.
La
"crisis" que atraviesa Occidente, centro de
organización, hoy por hoy, del "mundo",
no es meramente política y económica (que
también). Se trata, en su subsuelo vital, de
una "crisis de espíritu". Eso significa
que no hay "ideas", "metas" y "excelencias"
en Occidente capaces de suministrar una orientación cualitativa a la totalidad y un "sentido"
para la existencia tomada como tal (y no sólo
como supervivencia material). Y, en efecto, no lo hay,
porque tales metas, ideas y excelencias cualitativas
han sido eliminadas en favor de otras que son meramente cuantitativas: el capitalismo sólo se
moviliza a través de un crecimiento material
y técnico que se mide en números. El neoliberalismo
se dinamiza ampliando, en cantidad, la capacidad de
movimiento de la lucha darwinista entre interlocutores
egoístas. La política, en general, no
presenta hoy"visiones del mundo", "comprensiones
del progreso" o interpretaciones de lo que es o
debe ser "la comunidad", sino que únicamente
expande las innumerables "reglas de juego"
del ser democrático. En este último caso
habría que señalar que, aunque la ampliación
de la democracia es un fin insoslayable y absolutamente
necesario, no hay que caer en la ingenuidad de que con
su fortalecimiento queda asegurada la generación
de ideas, metas globlales y excelencias cualitativas,
pues se puede abrir indefinidamente el espacio de la
discusión sin que haya nada esencial que discutir
(y eso es lo que ocurre). El neoliberalismo darwinista,
el capitalismo del crecimiento continuo y la política
formalista aportan exclusivamente "reglas"
(de intercambio económico, de lucha de intereses
y de modos de formación de pactos). Que un mundo
esté sostenido sólo en una búsqueda
e implantación de "reglas" coincide
con la forja de un mundo "funcionalista" (importa
la "función", no el contenido en sí).
Pero esta unilateralidad absoluta del funcionalismo
lleva consigo, tanto el olvido de horizontes cualitativos
(que necesitan de la creación no reglamentable),
como la reglamentación cada vez más intensa
del mundo de la vida, es decir, la racionalización
de la existencia. La ultra-derecha, en este pobre desierto,
hace emerger pseudo-ideas, pseudo-valores y pseudo-excelencias,
fundadas, no en "afirmaciones" sobre cómo
debe ser la humanidad, sino en "reacciones resentidas"
contra la racionalización de la vida. Constituye,
pues, visto desde esta perspectiva, una vuelta al mito
frente a un logos que se ha vaciado funcionalistamente.
Por
lo demás, habría que decir que la defensa
de ideas, valores y excelencias cualitativas implica
siempre, de algún modo, un espíritu con
elementos de heroísmo. Estando el hombre, ante
lo in-mundo del mundo, en lucha con éste, con
el mundo, tendría que rescatar necesariamente
el pulmón de un héroe trágico que,
como D. Quijote, se mantuviera en esa lucha contra fuerzas
ciegas con "gallardía" y "valor",
inspirado internamente por la "grandeza" de
un "fin más alto". Pero en el funcionalismo
actual y en la racionalización de la vida que
lo acompaña no hay lugar ni para lo trágico
ni para lo heroico.
No hay época grande -decía
Scheler- que no contenga en algún sentido un espíritu trágico
y un tipo de heroismo dirigido al ennoblecimiento del
ser humano y la elevación del mundo hacia lo
justo, lo bello y lo potente ("Scheler, M. "Lo
trágico", en Gramática de los
sentimientos, Barcelona, Crítica). Ese
necesario espíritu trágico, y el heroismo
que lo acompaña, ya no es posible en el mundo
del funcionalismo y de la racionalización de
la vida. La nueva ultra-derecha lleva en su seno, como
uno de sus rasgos impulsores, la experiencia de la "muerte
de lo trágico" en el mundo contemporáneo
(una muerte que describe con detalle G. Steiner en La
muerte de la tragedia, Barcelona, Monteávila,
2000) y, ante ella, exhuma los cadáveres trágicos
en la forma resentida (y por eso anti-trágica
en el fondo) de ideas, valores, excelencias, que no
tienen pretensión de validez universal, intención
de constituir un horizonte para el ser humano en cuanto
tal, sino la inercia de ensalzar a una horda concreta
y bien delimitada, la de los "puros", la de
los "hijos de la tradición" y la de
los "superiores" frente a un Otro. Sus aparentes
rituales de heroicidad (banderas, proclamas enardecidas,
etc.) son todo lo contrario de lo heroico, que es siempre
cosmopolita, trans-individual. Pero esa falsificación
atrae inconscientemente hacia sí a aquellos que,
experimentando la huida de lo trágico-heroico,
lo añoran y, cansados de todo, ya no se paran
en distingos entre lo genuino-prometedor y su impostura.
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