Poco a poco
fuimos recobrando la normalidad. Tras el levantamiento
completo de la situación de alarma (hasta ahora había
sido parcial y progresivo), todavía tuvimos que asistir,
con preocupación y cierto hastío, al retroceso de
las medidas de confinamiento en dos ocasiones. Una fue justo en
el receso inicial. Ahora reconocemos que el entusiasmo y la confianza
fueron excesivos en aquel momento tan festivo, pues habíamos
estado cerca de dos meses enclaustrados, tanto en casa como en el
mundo virtual de las redes y del trabajo telemático, y había
ido creciendo en
nuestro fuero interno una nostalgia hasta entonces no experimentada
por la mayoría de nosotros: la de salir, salir al afuera.
La segunda nos sorprendió a la vuelta del verano. Superado
el primer retorno testarudo del virus, habíamos acometido
las vacaciones sin embozo, con total descuido y, envueltos en
la bruma de esas noches en la playa, de aquellas otras en la montaña,
se nos vino el velo abajo y ya no reparábamos en las distancias
corporales. Es que somos del sur, mire usted. Vivimos con resignación
este segundo retroceso, pero en el fondo iba aumentando aquella
añoranza nueva. De vuelta a cierto encierro, más
del que esperábamos, recordábamos como si fuese
un remoto pasado el tiempo en que nos movíamos libres
en el afuera. Fue entonces cuando esta palabra, el afuera,
empezó a hacerse común entre nosotros. Designaba
-y lo hace aún- una experiencia nueva. Pues, como ocurre
con un sonido constante -que, tras un largo tiempo, es enmudecido
por el oído mismo, para protegerse-, en el afuera habíamos estado siempre antes de la llegada de la pandemia.
Siempre allí, en ese afuera, y, por persistencia,
no lo notábamos. Sin embargo, en el rigor del encierro,
con el sabor amargo de la soledad social y con el cansancio respecto
a las rutinas generadas de puertas hacia adentro, esa palabra
se ha convertido en mágica. Afuera, ¡qué palabra!
¿No es maravillosa? Vivir en lo opuesto al claustro, la
mazmorra, el retiro, la ocultación, la excedencia, la reclusión...
¿cómo no habíamos caído antes en esta
palabra tan especial y bella que ahora se ha convertido en centro
de la atención?
Así que, tras estas dos fallas en el camino, o dos hundimientos,
todo volvió a ser normal. Por fin. Todavía con cierta
prudencia, eso sí, fuimos ocupando el afuera.
Cada cual recordaba el lugar que ocupaba en ese afuera y se esforzaba por hacerlo patente a los demás: tan de
vuelta estábamos que creíamos posible una usurpación
recíproca del antiguo espacio. "Yo aquí, tú
eras allá" "No, esta parte del afuera es mío,
me concedieron el destino antes del confinamiento, por eso no
lo notaste..." "tú estabas en la otra calle...",
"a ver, organización...". No nos sorprendió,
pues, que el gobierno se sintiera en la obligación de crear
la figura del "administrador espacial", una persona
-preferiblemente fría y calculadora, a salvo de las distorsiones
afectivas- que rastreaba mapas antiguos en los intestinos de la
burocracia y clarificaba: "tú estabas ahí,
pero se te cumplió; ahora estás en la calle; hay
muchas, prueba suerte"... "dile a tu hermana que no
insista, que el local lo traspasaron..." "sí,
la biblioteca sigue en el mismo lugar".... Cosas así.
Nos pareció al principio un abuso de poder, una dirección
de la vida desde arriba... pero si lo único que teníamos
que hacer era ocupar el afuera... Lo fuimos admitiendo: era más
difícil de lo que cabía esperar, pues el afuera
-ahora lo sabemos- está en el devenir -otra palabra
ahora exitosa en nuestras reflexiones- y nosotros nos habíamos
quedado parados, varados en algún lugar.
En
cuanto a mi, creo que me estabilicé una tarde de noviembre.
Esa tarde fue maravillosa y terrible. Aun la recuerdo con una
mezcla de emociones, unas agradables, otras punzantemente dolorosas.
Había encontrado mi lugar en el afuera, por fin;
sí, allí era; ese era mi espacio, mi camino al trabajo,
mis desvíos habituales, los cambios de ruta, las adyacencias,
los oscuros rincones, las claras plazas... todo. Recobré
mis lugares naturales en el afuera. Pero qué poco
me duró, para mi desgracia, la merecida paz. Pues fue esa
misma tarde cuando -maldita sea mi estampa- volví a mi
blog personal, con la intención de relatar esta historia
de mi residencia en la tierra, el largo y trabajoso sendero
hasta ella, la alegría de los primeros hallazgos, el recuerdo
paulatino... hasta esta fase final, que aun muchos buscan aturdidos
y que se conoce por doquier como "el re-establecimiento".
Un soplo de aire infecto me llegó desde el infierno cuando,
sentado ante el ordenador, leí lo que había escrito
poco antes de la epidemia. ¿Cómo no me había
acordado desde entonces? Era un escrito sencillo pero lleno de
esa vivacidad que tienen ciertos momentos... Se titulaba -no quisiera
ni recordarlo- "Salir al afuera y encontrarnos
al raso. Sobre las inercias de este mundo". Cuando me percaté
de que era justo el mismo título que había de colocar
en la página en blanco de una nueva entrada, cuando me
dí cuenta de que ese título había estado
ahí tanto tiempo, como esperando a cobrarse sus derechos
y a vengarse por el olvido, me recorrió un calambre en
el alma. La copio aquí. Es del día 29 de enero de
2020 (de mi cumpleaños, precisamente). La copio y no la
miro más. He decidido borrarlo (lo que escribí sobre
el afuera y lo que estoy escribiendo ahora sobre el mismo asunto.
No puedo soportar más la contradicción. ¡Ahora
que había encontrado mi lugar en el afuera!... ¡No,
no lo voy a leer una vez más! Ahí lo tiene usted
por si quisiera guardarlo, por si me volviese loco... sí,
por si no aguantase y finalmente perdiese el juicio o estuviese
al borde de perderlo. Y entonces, le pediría a usted que,
estando yo en ese quicio posible entre la cordura y la locura,
me lo hiciese llegar amablemente. Lo leería en ese momento,
ahora no. Sólo en el momento de una crisis profunda. Ahora
estoy en la normalidad y quisiera disfrutar de ella como
si fuese verdad. En un instante se me habrá olvidado esta
pesadilla y estaré en mi lugar natural, de nuevo, en el
afuera.
"Salir
al afuera y encontarnos al raso. Sobre las inercias de este mundo"
(29-01-2020)
¿Qué fue de la atención en esta época?
Se esfumó. La cuestión es: somos absorbidos.
El estilo de vida actual contiene multitud de inercias. El trabajo...
¡ay el trabajo! "Especialistas sin corazón",
decía Weber. Y llevaba razón. No
sólo porque la "profesión" ha llegado
a convertirse en una fría sumisión a reglas autonomizadas.
Puede pasar también al revés: que lo pasional (si
se tiene la suerte inmensa de trabajar en algo que conecta con
el corazón) adopta por su cuenta una inercia que reclama
todo para sí, muy depredadora con el resto de las cosas,
muy excluyente y cerrada. "Gozadores sin alma", este
es el otro extremo. Como si lo pasional se hubiese contagiado
del fondo de nuestra época, de esa dinámica protagonizada
por fuerzas ciegas, fagocitadoras de la libertad. Como si repitiese
en ella, la pasión, el funcionamiento maquinal que encuentra
en el mundo y se plegase, sin saberlo, a reglas propias que inventa
artificiosamente y que no se apartan del ritmo gélido,
sino que lo escenifican y reproducen en su fuero interno, pero
con apariencia sentimental. O el trabajo, pues, frío y
mecánico, o el no-trabajo, ocio, diversión (o como
se lo quiera llamar) inercial, extremo igualmente gélido.
A un confinamiento pendular, de uno al otro, del otro al primero,
nos entregan las fuerzas ciegas de nuestro mundo presente. No
un trabajo con el alma, porque esto no gusta a las estructuras
en las que vivimos. No un goce con inteligencia, porque esto otro
vulneraría algún equilibrio consabido. A toda prisa,
pues, de una mazmorra a su opuesta. Vertiginosamente.
Hay que añadir ahora todo lo demás: el ir por la
calle "volando", el entrar en una conversación
tomando una cerveza y "perder el norte" porque pareciera
que ya no hay nada más. Inercia. O esos días nublados
del alma: una tristeza que no negocia nada y avanza tozuda y enamorada
de sí misma: lo quiere todo para sí, esa melancolía
desalmada. Mil cosas. El domingo, otro ejemplo, ese día
limítrofe que conduce a vivir en el borde de una enorme
quebrada... ¡qué inercial es! No admite incursiones
de otro tipo, se mantiene monocorde hasta que desata terrores
ancestrales: la vida tribal que es conducida al punto en que un
ciclo se acaba y ha de saltar sobre el abismo para alcanzar la
orilla de otro nuevo.
Inercias, en fin, en la vida. Porque en el fondo, nuestro momento
histórico va de eso, de potencias desatadas que van a lo
suyo. Económicas, ¡qué distantes de los seres
humanos ya estas ruedas dentadas de la maquinaria mercantil y
del fetichismo de la mercancía! Pero hay otras potencias.
La funcional, tal vez. Esa que tiende a absorber toda espontaneidad
viviente, a rumiarla y devolverla en forma de reglas y normas
de todo tipo. Es la inercia plúmbea de la forma que devora
a las materias, que se inscribe en aquello que podría informar
y lo hace desaparecer en su legalidad sin carne. ¡Cuántos
apóstoles de la función y de la operación
esperan en todas partes, para crearte un camino entre vallas!
Aman al número más que a sus propias vidas, cuantifican
cada espacio de vida, lo reglamentan, lo cuadriculan y te obligan
a elegir entre situarte en un cuadrito aquí o en un círculo
allá.
O la potencia de los medios de comunicación. Televisores,
audios encadenados hacia un sinfin, redes sin desfallecimiento.
Son un centelleo de cosas menudas, unas al lado de otras, como
si cada noticia o tema fuese una hormiga que hace hilera, generando
la ilusión de que cada una de ellas comprende el todo en
el que están, el homiguero, cuando en realidad esto no
tiene lugar de ningún modo. Cada hormiga es un signo enlazado
con otros signos, nada más, por mucho que algunos hayan
decidido proclamar al mundo que piensan. Pues así, una
información-signo, ligada a otra información-signo;
una hilera hormigueante sin conciencia global. Cuántas
inercias, cuántos mecanismos. Es una época inercial.
Fuerzas liberadas del ser humano, procediendo desde ellas y por
mor de ellas; hacia ningún sitio, sólo hacia ellas.
Así de oscuro y rutilante es el siglo.
Y decíamos: la atención. Un suceso acompañado
del acto mental que lo capta. Uno va paseando, por ejemplo, se
topa con un escaparate y se queda allí como si ya no existiese
calle ni mundo. Pero es porque alguien ahí dentro -dentro
de uno mismo- se ha ausentado de sí. Falta el acto de captación.
Si me capto ensimismado ante un escaparate de faldas cortas y
zapatos salgo corriendo, despavorido. Pues así en todo.
¿Cómo se soportan algunas reuniones? Empiezan alegres,
porque hay otros allí y ya no estás solo. Pero luego....
son devoradas por no se sabe qué inercia demoníaca
y amenazan con hacerse infinitas. ¿Por qué no dinamitarlas?
Haría falta el acto de captación. Entonces, uno
estaría allí de nuevo, pero mirando lo que pasa
y, una vez más, saldría corriendo, despavorido.
Sí, eso. ¡Eso es tal vez lo que hay que hacer! Verter
luz sobre aquello que se está diluyendo en un devenir amorfo
y sin sentido. Atender. Captarlo. Pero ¿cómo no
abandonarlo en ese instante y dejarlo en su cuesta abajo? Salir
corriendo, pues, y despavoridos, de todas partes. Huir a toda
marcha. De los espacios para la confesión, que son muchos;
de los conventículos, que son muchos también; de
los garages oscuros de ciertas conversaciones humanas, mórbidas,
lóbregas. De las patrañas, que son tan engoladas
y cerradas. De los cafés acorazados de persianas. De la
estafeta de correos, ya está bien de simular que estás
allí, con los documentos apiñados bajo el brazo.
De todas las encerronas: aquí ya y no más; te diré,
ya no te vayas; no mires a otro lado, que te digo que... Salir,
pues, salir y estirar excéntricamente todo lo céntrico.
Y esperar que otros hagan lo mismo. Porque hacerlo en solitario
es salir de lo encerrado para encerrarse en la soledad. Ya salen
algunos. Y otros más. Y más. Esperar hasta que sea
una comunidad de innumerables fugitivos, excéntricos, saliendo
de jaulas; como tigres que habían sido domesticados. Todos
huyendo de la inmensidad de lugares que hacen culto a la inercia,
que son prácticamente la totalidad. Una comunidad de refugiados
que huyen, cada uno, de su peculiar infierno. En las calles, en
los bares, en los espacios de trabajo, hasta en los congresos
donde se reúne la inteligencia: saliendo fuera. Fuera de
los lugares. Despavoridos.
Hacia fuera. Al afuera inmenso y libre de la vida. Y en ese cruce
de huidas locas y grotescas ir recuperando la inter-cepción,
la atención recíproca. En mil direcciones. E irse
apaciguando. Que se vaya serenando el pecho de todos estos innumerables
excéntricos que huyen y se sienten fugitivos, extraditados,
fuera de centenares de prisiones. Irse apaciguando en el huir.
Y entonces, en ese apaciguamiento, darle la vuelta a la huida.
Que no sea esa cosa reactiva y miserable de decir "no"
y basta. Darle la vuelta y otorgarle un santo "sí".
Convertirla en una nueva potencia hacia adelante: avanzada, carrerilla,
paso en firme; cada cual a su manera pero en afirmación.
Si atendiéramos a lo que hacemos, quizás nos extraditaríamos
todos y nos encontraríamos al raso un día, como
recién comenzados. Luces de aurora.
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