Lo más asombroso de lo que está sucediendo (al menos en mi pobre alma desconcertada) es que tiene que venir un virus y causar una pandemia de esta magnitud para que caigamos en la cuenta de cuán profunda es nuestra esclavitud. Le han bastado unos meses de detención, muy pocos, a ese mito que se llama "progreso" para que amenace a la colectividad mundial con un castigo (recesión económica o como se quiera llamar) que parece provenir del fiero Poseidón, del mismo y terrible dios que se propuso impedirle el regreso, camino del hogar, a Odiseo.
Se sabe que estamos arrojados a la ley implacable del progreso, que actúa ya con una potencia propia, ciega, turbia y cruel, independizada de las voluntades de los individuos y de todos los pueblos de la Tierra. Eso es sabido. Pero sólo como una vaga certeza que, en la vida cotidiana, es rehuida y amordazada. Esta detención del confinamiento (aún no rebasado en su totalidad) no muestra nada nuevo. Nada. Sólo hace patente lo que viene ocurriendo desde hace mucho tiempo: que el progreso es una locomotora sobre la cual viaja el ser humano a ningún otro lugar que no sea a lo inhóspito.
Subido a ese tren, nadie percibe que se mueve a tan prodigiosa velocidad y con tan firme contundencia. Para percatarse de ello, tendría que mirar por las ventanas y comprobar cómo pasan fugaces los paisajes, al amanecer y al oscurecer, un día sí y otro también. No está pasando nada nuevo. Nada. Sólo ocurre que ese tren ha desacelerado un momento, un segundo, y en el cambio de ritmo hemos sido despertados para recordar que somos viajeros en su interior, prisioneros suyos, aherrojados a su ciego movimiento, deglutidos en su estomago repugnante.
El progreso no es demonizable por sí mismo. Lo que ocurre es que no tiene un significado esencial y permanente y es necesario analizar cómo subtiende nuestra visión del mundo. Depende de la comprensión que del tiempo y del advenir tiene una determinada época. En la nuestra el progreso no es más que la dirección ciega de dinamismos que se han autonomizado de la voluntad humana, actuando como leyes. Se trata de las fuerzas ciegas del capital, pero también de las de la racionalización funcionalista y las del espíritu de cálculo o ideal moderno de Mathesis Universalis. Estas fuerzas ciegas nos conducen en un movimiento vertiginoso pero yermo e inmóvil, por paradójico que parezca. Con su procesualismo tan autonomizado, tales mecanismos inerciales arrastran sin que por ello la existencia se haga nacer a sí misma.
En nuestro tiempo ya no hay revolución, sino retorno de lo mismo, de los efectos de esas fuerzas ciegas bajo diferentes aspectos. La falsa revolución, como advertía H. Arendt, es aquella en la que el cambio está sometido a una permanencia de lo sustancial. En sus orígenes, el término «revolución» fue de tipo astronómico. Copérnico, en su De revolutionibus orbium coelestium, lo tomaba para designar el movimiento regular, rotatorio, de las estrellas, sometido a leyes inflexibles. Cuando el término descendió del firmamento a los mortales quedó impresa esta primera asignación de su sentido, de modo que designó la idea de un movimiento irresistible, eterno y recurrente en los vaivenes del destino humano. Por eso, ha sido asociado casi siempre con la idea de una restauración. La verdadera revolución, por el contrario, cifra su irresistibilidad en la viva fuerza que hace nacer algo nuevo [1]. Al espíritu revolucionario «pertenece el anhelo —sentenciaba Arendt— de liberar y de construir una nueva morada donde poder albergar la libertad». El olvido de este sentido de la revolución realmente digna reside en que se exagera el alcance de la liberación y en que la libertad siempre ha sido un proceso incierto. Por eso, para los grandes psicólogos como Montaigne, Pascal, Kierkegaard, Dostoievski o Nietzsche, el corazón «mantiene vivas sus fuentes gracias a una lucha constante que progresa en la oscuridad y precisamente gracias a ella» [2]. Es más, cuando la libertad tiene sólo el sentido negativo de una liberación respecto a algo y no el significado de un iniciar hacia adelante lo nuevo, se convierte en resentida, en una obsesiva negación que pierde el rumbo y que transforma la destrucción de lo que existe con anterioridad en un fin en sí mismo, como tal vez aconteció en la época de terror en la que desembocó la revolución francesa, cuyo lema justificaba dicha actitud negativa y reactiva: «Par pitié, par amour, pour l’humanité, soyez inhumains!» [3].
Ser errático y vagar es bien distinto. La erraticidad del ser humano significa que no posee un centro esencial de pertenencia, que es siempre ex-céntrico, expedicionario, una tensión o intersticio entre la centricidad del habitar y la excentricidad de la expedición. El vagar, en cambio, no sólo se somete a un movimiento circular, repetitivo, en el que queda a merced de fuerzas ciegas. Se convierte, además, en el movimiento monocorde que conduce al terror, pues al entregarse a tales fuerzas sin distancia, se funde con ellas y las convierte en armas consagradas contra los otros. H. Arendt muestra también en este punto una gran lucidez. El totalitarismo se funda precisamente, nos dice, en la solidificación de un dinamismo ciego que actúa ya sobre los seres humanos como una deshumanizada «ley del movimiento». «El terror se convierte en total cuando se torna independiente de toda oposición; domina de forma suprema cuando ya nadie se alza en su camino. Si la legalidad es la esencia del gobierno no tiránico y la ilegalidad es la esencia de la tiranía, entonces el terror es la esencia de la dominación totalitaria. El terror es la realización de la ley del movimiento» [4].
Vagamos concentricamente en el presente, en una detención del tiempo paradójica, pues, en la inmovilidad se impone la máxima movilidad. Una movilidad frenética conducida por fuerzas ciegas que convierten a los movimientos del presente en expresiones de un totalitarismo. El totalitarismo se funda en la anulación de la capacidad para iniciar. Cabe decir entonces: initium ut esset homo creatus est («para que un comienzo se hiciera fue creado el hombre»). Este principio agustiniano —nos sugiere Arendt— puede ser entendido al margen de toda teología e interpretado secularizadamente como expresión de la condición humana, a la que pertenece la «natalidad», el factum de haber nacido inaugurando algo nuevo. Ese comenzar se repite constantemente, una y otra vez, en la vida del hombre (en la vida de cada individuo y en la vida de toda la comunidad). Precisamente por eso hay libertad, porque siempre comparece en la existencia el reto de convertirla en inicial, en creadora de un nuevo mundo.
Esta disolución de la potencia para crear produce una vida que vaga en torno a un centro absolutizado. Es una centricidad sin excentricidad. Pero el vagar se da también en el polo opuesto que rompe lo trágico errático, en la excentricidad sin centricidad. Vagan los hombres de este modo cuando, por temor al compromiso con la problematicidad real, se extraditan a mundos ficcionales completamente ilusorios y los adoran como refugios divinos. La creencia en que las fuerzas ciegas del capital, del funcionalismo y del cálculo nos conducen, en el fondo, a un futuro próspero y mejor ordenado, constituye una fe igualmente ciega en el progreso económico y técnico-instrumental. Es una fe que contempla los conflictos tensionales humanos y que, en vez de afirmar a quien aspira a mantenerse en ellos, quiere hacer del ser humano un dios dominador capaz de someter a la Tierra, de domeñar a su naturaleza interna y de disolver finalmente toda tensión en una plenitud de éxito y felicidad. Y así es como huye esta excentricidad enemiga de la finitud céntrica
Le ha bastado al progreso unos meses de inoportuna molestia, causada por el azar de un virus, para que levante, severo, su brazo sobre las naciones y los continentes y amenace de muerte. ¿Es el viruss o es el progreso lo que amenaza? ¡Es el progreso! No está pasando nada nuevo. Nada. Sólo está siendo vislumbrado lo que ha estado ahí desde hace mucho, mucho tiempo. Lo que pasa es que al verlo, al contemplar cómo el progreso brama y se yergue ofendido, cómo mira, tan soberbio, tan entronizado... al contemplar, sí, con qué firmeza sentencia y juzga, con qué seguridad fija un castigo, se siente uno, en cuanto ser humano que se interroga y que está sólo en el cosmos, una humillación tan profunda como elevada es esa arrogancia que está ahora a la vista, a plena luz del día. Ante la arrogancia infinita de ese dios justiciero del progreso experimenta el ser humano una infinita vergüenza. Por lo menos, el que escribe. Maldita sea la raza de los que creen en él, malditos sus ancestros y malditos sus bastardos hijos. A ese Poseidón que amenazó a Odiseo no le hemos rechistado desde entonces. Al menos el que regresaba a Ítaca tenía un horizonte, una meta. Inalcanzable, pero una. Y un hogar (oikos) que añorar. Pero nosotros, ¿hemos añorado algo, nosotros, los de esta época? Sólo miramos hacia adelante. Y por la mirilla del progreso. Que antes de irse uno al Hades no vea arrodillarse a ese Bramante, aunque sea en un ademán, al menos uno; es hiriente que siempre tenga que ceder el ser humano ante Él y que Él no acceda a nada. Eso es, amigos y amigas lo que está ocurriendo. Nada nuevo. Pero ahora está claro como una mañana de abril.
Notas
(1) Arendt, H., Sobre la revolución, Madrid, Alianza, 2004, p. 45. V. pp. 36-45.
(3) Este lema pululaba en las peticiones presentadas por la Comuna de París a la Convención Nacional.
(4) Arendt, H., Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2004, p. 623.
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