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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo |
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio.
Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar. |
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Unas palabras sobre J.-L. Nancy tras su triste fallecimiento. Pero primero déjenme, por favor, que les cuente una cosa, porque no de otro modo que narrando alguna historia, me parece, se puede acceder al autor, y aun así, como se verá, tal cosa se hace sumamente improbable.
Ayer, viniendo en coche desde la playa granadina, hubo tormenta. Sentado al volante, apagada la políglota y cacareante radio, en silencio casi sepulcral, se podía contemplar un fardo de nubes tocando con su vientre la cúspide de las montañas. “Tormenta”. La tormenta es un acontecimiento (no es solo un conjunto de cosas: agua en un estado determinado). Tiene lugar. Y todo lo que tiene lugar irrumpe en algún instante y cambia la mirada hacia lo que nos envuelve. Pronto, con los ojos ensimismados, la tormenta, con toda su belleza y terror unidos, pasa de empapar la tierra a empapar al mundo. Califica al mundo en que se vive.
El mundo es este viajar tormentoso, siempre barruntando una eclosión, siempre vistiendo de luto el horizonte de lo que se anhela y, al mismo tiempo, confiriéndole al anhelo su pondus específico, su gravedad o profundidad. Pero lo tormentoso discurre por distintas figuras de sí. Se transfigura en el terrible mundo de los tormentos, propios o ajenos. Cuánta gente en el planeta hoy sufriendo, mientras acontece la tormenta… Y el tormento no permanece; si se mira bien, se metamorfosea invisiblemente en los intentos de los atormentados por levantarse del fango, bajo la sacudida de trombas acuosas, en sus tentativas desesperadas por elevarse desde lo miserable a una cierta nobleza de espíritu, ahí donde vuela una magnífica ave rapaz o un simple pájaro acróbata. De lo tormentoso, pues, nace lo esperanzador, que empieza a enredarse con la angustia en paradojas que son retos. Al volver a casa, lleva uno la tormenta. Sí, ¿pero cuál? ¿La del agua que cae, la de lo tormentoso de la vida, la de los tormentos de los expulsos? No se sabe, pero es el caso que la tormenta, que me ha transformado, reaparece ahora en una resuelta forma de reorganizar las tareas pendientes, subrayando lo más expuesto y declinable, para salvarlo del olvido. Y, sin embargo, el acto conduce a un remanso de agua serena en el que, lentamente, aparece un libro a medio leer, en cuyas páginas hunde uno el alma trastabillada. Omito aquí las sucesivas transfiguraciones de la tormenta, para ahorrarle al lector tan prolijo recuento.
¿Qué “es” la tormenta? Hay quien diría que tiene una versión real (la tormenta física) y otras mil subjetivas (el resto). Pero esta idea se arroga el poder aprehender la tormenta en su pura materialidad, sin otorgarle un sentido. Todo lo que aparece al ser humano es, sin embargo, sentido, incluido el no-sentido, que es un sentido que importuna mucho, y el contra-sentido, que es un sentido contradiciéndose. “Estamos condenados al sentido”, decía Merleau-Ponty. Replique usted con un caso extremo: "no siento nada, estoy hueco, vacío". Pues está metido, se le puede contrarreplicar, en un sentido bastante oscuro y lacerante del mundo. Y es muy posible que tal sentido sea el más subcutáneo de los que hoy nos atraviesan, uno colectivo y más grande que usted. Así, pues, “Tormenta” tiene un sentido. Tiene el sentido físico, el de la vida tormentosa, el de la existencia en los tormentos, el de la esperanza, el de la reorganización por revuelta, el de la inmersión en otro mundo contra-tormentoso de remanso y muchos, muchos más. Es una diáspora o una emulsión incontrolable.
Entonces, dirá otro, el sentido de “tormenta” es el conjunto de sus interpretaciones y habremos quedado pensando en una pluralidad relativa de acepciones en la que ya todos los gatos son pardos. Esta torpe visión es aquella de la que se nutren los que confunden todo lo que es plural con esa oscura bruma que es obsesión de la “postmodernidad”, la cual solo existe en los que comprenden “diferencia” (la tormenta es diferentes cosas) como “multiplicidad de perspectivas interpretativas”. Dejemos a este argumentante, porque no quiere rebasar lo trivial o lo prejuicioso y es tan perezoso que no tiene la intención de proseguir más allá, reflexionando. Pensemos en esto. La “Tormenta” (en mayúscula) es, en realidad, todas sus posibles “tormentas” (en minúscula). Todas ellas virtualmente. La Tormenta con mayúsculas, empero, no existe separadamente; y no existe, primordialmente, como esencia o roca profunda detrás de las apariencias y modos de ser en los que aparece; no existe más que como indicativo de todas sus tormentas; no existe como “suelo duro”, “sustancia”, “esencia”, ahí escondida y esperando a ser captada.
Pero espere, tampoco se puede decir, así sin más, que no existe de ningún modo y que “solo hay interpretaciones” (ni Nietzsche quería decir esto, aunque es mejor que dejemos ahora a Nietzsche, olvídelo). La tormenta, en cierto sentido, “es”. Ahora bien, es en la medida, justamente, en que está dejando de ser. Es y no-es, si lo queremos resumir, aunque un poco zafiamente. Ocurre que le es inherente una nada, aunque una que no es vacía, una nada activa, muy activa: la nada-de-sustancia, la nada-de-identidad firme.
Inyectada en cada ser, esta nada de la que hablo, tan creadora, tan prolífica, tan exhuberante, hace que aquél se convierta en la destitución de sí mismo y en su exposición o lanzamiento fuera de sí. En la presencia late una ausencia dinamizadora y exploratoria.
Cualquier ser, en consecuencia, es singular-plural. Singular, porque detrás de él no hay nada. O, más bien: porque detrás de él hay nada de absoluto, globalidad o universalidad. Plural, porque esa nada-de trabaja haciendo que lo que podría ser una pura unidad cerrada implosione en su pujante e inmensa muchedumbre, una pluralidad en fuga cuyo laberinto, además, se cruza con otras laberínticas implosiones (las mil tormentas trenzándose con las mil montañas, las mil auroras...). La nada de un ser singular es un resorte que hace ser muchos al mismo tiempo, de forma que tal singularidad no se muestra jamás como algo separable atómicamente, algo que, tomado en solitario, pudiera permanecer recogido en sí mismo, como si fuera un grano de arena en la playa susceptible de ser tomado en la mano y alejado del resto de granos (o sumarse a ellos en un conjunto, en el caso de que lo arrojáramos entre los dedos). Un ser cualquiera contradice tanto la lógica del grano separado como la de los muchísimos granos separables pero reunidos. Más bien, cobra presencia ausentándose y, en el mismo acto, recobrándose en otro sentido de sí, al cual le ocurre otro tanto. De esta manera, no cabe admitir que lo singular sea Uno, sino, más bien, una multiplicidad. Entiéndase: no una multiplicidad formada por muchos sentidos, sino por envíos o fugas de cada-uno en sus otros.
Y ahora comprendo que la tormenta, contemplada en el coche, era la tormenta física “en el acto” de decaer y de nacer como “mundo tormentoso”. Y que este último, a su vez, era él, el mundo tormentoso de hoy en el que todos vivimos, pero "en el acto" inmediato de renacer como el tormento especial de los parias de la Tierra o como esperanza y sueño (que se desvanecería, una vez más, para ser, quizás, amago de revolución). Y así sucesivamente; podríamos continuar y ningún conjunto de cosas llenaría el mundo, porque el mundo es una finitud infinitamente metamorfoseante. La tormenta, entonces, se nos escapa y se nos escapará siempre. Jamás la tendremos recogida ante nuestros ojos, sean los del cuerpo, sean los del espíritu. Intentamos tocarla y se nos impone un deslizamiento y una distancia. No hay Identidad: hay diferencia. Una tormenta es su diferenciarse en otra tormenta. Y todos los sentidos del mundo tienen esta vida tan extraña: surgen destronándose. No es que emerjan de un modo y luego se destronen o derruyan y se transformen, sino que nacer, llegar a ser, venir al mundo, es ya surgir destituyéndose. Es esa “tormenta”, bien pensado, la que agitó mi espíritu: la tormenta que hacía ver tantas tormentas. Y cabe imaginar que nuestros ancestros más lejanos en el tiempo fueron humanos cuando experimentaron sus iniciáticas y misteriosas proliferaciones de tormentas, en esa zona limítrofe y medio salvaje que tan delicadamente transitaba de la animalidad sin conciencia a la inteligencia milagrosamente extrañada. La tormenta tiene el ser de la vida misma, todo sentido tiene el ser de la vida misma, es decir, un vivir que se desvive en el mismo acto.
Frente a esta terrible pero hermosa condición de lo que es, se yerguen hoy los Egos identitarios y narcisistas (por parte del sujeto) y la afirmación (por parte del objeto) de mundos que se agotan en lo que puramente presentan, así como en su presencia machaconamente tangible y temporalmente presente. Todo pide presencia en nuestra cultura del ocaso, purgada de cualquier forma de ausencia. Porque vivimos en un mundo de identidades, unas pequeñas y otras macroscópicas, en un mundo en el que hemos reducido la potencia-de (en todo lo que es) a plana patencia, a limpio destello, a ostentación. ¿Cómo surge la “potencia de” devenir en un ser cualquiera? ¿Acaso devendría si fuese ya una identidad recogida en sí misma, sólida, idéntica a sí como cuando se dice "A=A" y, más allá de ello, "A es solo esta A que está aquí presente"? No, para devenir, un ser ha de portar una “falta de sí” en él mismo. Pero cuidado, no piense esta “falta de sí” como una carencia. Sobre esto volveré en seguida; le ruego, querido lector, que me permita continuar un trecho más para intentar decir quién fue J.-Luc Nancy.
Ha muerto J.-Luc Nancy y toca preguntarse quién fue en realidad. Ahora bien, todo gran pensador se presenta al mundo como una tormenta. El pensador de fondo jamás aparece como un florido campo en el que ninguna flor es negra. Truena al irrumpir en el presente y lanza sobre él un menguante de su apacible luz; produce un oscurecimiento, como lo hacen los negros nubarrones. Tiene que ser así, porque de otro modo no puede venir al mundo un nuevo día despejado, con las gotas de agua todavía surcando los vericuetos de montes y llanuras. ¿Ha percibido usted alguna vez ese olor a tierra mojada tras la lluvia? ¿Ha experimentado la emoción que crece en esos instantes, una emoción que sabe a apertura, a vida rebosante y a infinito? Ese es el olor característico de un verdadero pensamiento.
Podemos, sin embargo, enfrascarnos en el intento de apropiación de la tormenta, es posible situarnos ante ella como un espectador frio que sólo narra lo que ve a distancia y que luego, al calor de una hoguera cualquiera, bien refugiado de los truenos y de las avalanchas de agua, ensalza lo que ha visto. Esto no es navegar en una tormenta, sino mirarla desde el muelle. Hoy no somos barcos en travesía, sino muelles; pero disculpe la interrupción. Pues bien, esto es lo que hoy se hace con un gran pensador. Después de desdeñarlo en vida, siempre se emiten, tras su muerte, bulliciosos discursos en los que cada cual habla de las grandes cosas que hizo y de lo importante que fue. Lo que él pensara importa muy poco. O nada. Porque pocos son los que se interesan verdaderamente hoy por el arcano o el misterio que los otros portan en sus vidas y en sus acciones. Importa el espectáculo, con el que cada cual persigue recibir para sí parte de la gloria que el difunto merece. Glorificar es, para la mayoría de nosotros, usurpar.
No importa, entonces, que lo haya tenido frente a mí, a J.-Luc Nancy, un par de veces y que haya conversado con él. O que en la editorial de la Universidad de Granada hayamos publicado, en la colección Filosofía y Pensamiento, uno de sus escritos, Sexistencia. No importa, porque tan pronto escribe uno esto, surge la sospecha de que ya ha empezado a apropiárselo, a reducirlo a la existencia propia y a utilizarlo como medio de exaltación del propio Ego, lo cual acaba siendo una deshonrosa y vergonzante infidelidad. Pronto comenzará la cadena académica de arrogancias: “yo escribí sobre él…”; “yo estuve con él en…”, yo, yo mismo, YO.
Así que digamos, por fidelidad a la verdad, que nunca tuve ante mí ni a J.-L. Nancy ni a un “producto literario” suyo. No sé quién fue ese hombre y él siempre estuvo ausente en mi humilde vida, pero no porque físicamente no haya estado ahí, en el sentido más burdo del término, sino porque no hay, esencialmente, algo así como “J.-Luc Nancy”, circunstancia que descarta cualquier contacto con su intimidad y con lo que le fue propio. Esta afirmación parece paradójica. Y lo es: la intimidad es una extimidad. Hay que empezar, al aproximarse, vaciándose a sí mismo, dándole la palabra, si es que esto posee un sentido, porque también es difícilmente admisible que a J.-Luc Nancy se le pueda “dar” la palabra, como si al hacerlo lo dejásemos emerger a él mismo más allá de nosotros, emerger “tal y como fue” o como “es en el recuerdo”. Y es que no hay tampoco una manifestación posible de J.-Luc Nancy que surja desde lo hondo de su ser al retirarme como sujeto: no tiene una esencia; hay que renunciar a esto también. Hay que realizar el intento, en suma, de abandonar estos dos extremos habituales y opuestos: ni apropiárselo, por un lado, desde el Yo (en el infame teatro de la vanidad), ni, por otro lado, creer que se lo puede desvelar desde su propio interior, como si procurásemos que él mismo se revelase hacia la claridad de su identidad y desde un fondo oculto. J.-L. Nancy no “es”, esencialmente, ni “para nosotros” ni “para sí mismo”. Al expresar el respeto y admiración que se le profesa, ese que producen los grandes pensadores, es necesario poner en movimiento este “no-ser” suyo (en el momento de ser) que tanto rodó en sus palabras y escritos, así como en su imposible presencia. Es necesario “lanzarlo a rodar”, que no es ya expresarlo o comprenderlo, sino “ponerlo en obra”, de tal modo que su operar se des-obre a sí mismo, que es lo que antinómicamente se palpa en todo lo que pensó y persiguió, conduciendo el lenguaje instituido y la tradición moderna más acendrada a un indecidible límite.
Todo pensador incorpora una idea, una sola idea, que atraviesa, como las aguas de un manantial disperso, un laberinto borgiano de surcos en la tierra. Esa idea es siempre una excentricidad, porque si hay pensamiento, hay distancia respecto a un centro determinado que constituye lo que hay y lo que se profesa. Esa idea, simple pero complejísima, bien podría ser, en el caso de Nancy, la siguiente: el sentido de cualquier suceder o devenir es su expropiación en el acto mismo de ser. Esto no significa, por supuesto, que cada acontecimiento del mundo encuentre, en algún momento y espacio de su camino, un obstáculo que lo desarma o lo deshace. Se trata, más bien, de que en el ser mismo de algo, en ese acto precisamente, deja de ser tal, como decía más arriba: su presunta “propiedad” (eso que le sería “propio”) se expropia. Más concisamente, su propiedad, si es que quisiéramos resignificar este término, es su expropiación, que es un salir de sí exponiéndose. Se expone, es decir, se ec-pone (se pone ahí, fuera), porque hay una “falta de ser” en su ser. Pero habíamos dicho que no entendamos esto como si se tratase de algo carencial. Así se piensa hoy de manera muy habitual. La carencia nos corroe. Si perseguimos algo, es porque nos hace falta, porque tenemos un hueco que tal cosa rellenaría. Si deseamos algo es porque carecemos de ello y queremos in-corporarlo. No, no se trata de eso. Esta idea es la que rige nuestros destinos como colectividad global en la historia del Progreso. Porque progresar significa, en nuestro mundo (capitalista, funcionalista, matematizante), “llegar a tener algo que no tenemos”, "llenar nuestro vacío" y organizarlo, administrarlo. Nuestra idea de progreso nos hace experimentarnos como seres carenciales que necesitamos cosas para completar nuestra indigencia (indigencia en la abundancia, paradójicamente) y superarla: cosas materiales e inmateriales, pues también hacemos acopio de ideas, utopías, distopías... como cosas. Y las vamos amontonando a ver quién colecciona más y de forma más ostentosa. El progreso, sin embargo, nos proporciona eso de lo que carecemos e ipso facto coloca otra carencia en el interior, carencia que será saturada y que generará otra; y así sucesivamente, sin pausa. El Pecado Original teológico se ha transformado en una Deuda Infinita, en virtud de la cual vivimos para esperar y esperar; esperar a que nuestro hueco interior sea por fin llenado. Esperamos como los personajes de cierta obra tragicómica esperan a Godot. Y, en esa espera de los dones del Progreso, nos sentimos oscuramente culpables, obligados a pagar tales dones con el fatigoso trabajo, un trabajo continuo, sin fin, que ocupa toda la vida. Tengamos cuidado: se nos conduce hacia la carencia. Por eso disputamos tanto unos con otros, porque lo que nos rodea se convierte en lo que nos falta para ser y, por tanto, en lo que queremos incorporar hacia dentro, hacia un espacio de posesiones cuya voracidad es insaciable.
La falta en ser, en Nancy, no es una carencia. Es un exceso. Un ser es más que él mismo. No coincide consigo mismo porque, como la tormenta, se expropia continuamente haciendo aparecer nuevas formas de ser. La expropiación que todo ser es coincide con una creación, con una otreidad que nace a la vida. De ahí también que la comunidad sea una obra que se des-obra. Se hace en el mismo acto de asumir su nada de fundamento y esencia, de modo que todo hacer en ella es un “deshacerse hacia”. La expropiación, en cualquier caso (y aquí radica lo más difícil de aprehender) proviene, como digo, de la potencia y no de la debilidad. La debilidad solo puede conducir a la apropiación. Si digo que mi padre está muriendo lentamente, no estoy diciendo que va perdiendo la vida, que se le escapa. Digo que siempre ha sido así y que ahora está incluso superándose. Era tan entusiasta y activo de joven porque no coincidía consigo mismo. Había un exceso en él, y ese plus lo conducía a exponerse en trabajos y trayectorias. ¿Por qué va a ser esta postrera, final trayectoria, algo distinto? No es la decrepitud lo que lo conduce a la muerte. Es el desbordamiento que él es, un derramarse tan intenso y potente que, poco a poco, llega a disolverse en el mundo. Su exceso por potencia de sí lo condujo desde que nació a mil exploraciones en el mundo, que eran expediciones en lo incierto. Pero ha llegado un momento en el que tales ec-pediciones se han cruzado en una tupida red y se extienden por el mundo, cada vez más a ras de suelo, hasta fundirse con él. Morir es llegar a ser máximamente: fundirse con el ser. Nancy, que yo sepa, no dijo esto concreto, pero afirmo que lo diría.
Hasta ahora no le he mencionado ningún texto del autor, querido lector. No quería mancillar este “esfuerzo puro” por poner a obrarse y a rodar esa idea única que está, me parece, en todas las que le serán atribuidas en otros (seguramente mejores) tipos de laudatio. Creo (pues cada uno tiene sus querencias y creencias) que esto es lo esencial. De hecho, pienso que se puede aplicar a cualquier tema que aborde en sus escritos. Es posible que haya errado el blanco. Me consolaría pensando, en tal caso, que encontrar lo esencial de un autor es buscarle lo esencial, aunque así ya lo estemos expropiando (y, lamentablemente, nuestro mundo -querido lector- se llena a ritmo vertiginoso de lo que, en el fondo, es baladí y no nos concierne).
Nancy es una tormenta que persiste e insiste, como todos los seres. Su identidad es la imposibilidad de identidad, es decir, la desproporción consigo mismo. No ha muerto, además, por decrepitud. Es su expropiación potente y vivificadora la que lo ha hecho cerrar los ojos definitivamente.
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