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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo |
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio.
Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar. |
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Lo eterno en la fugacidad |
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Por mucho que nos preocupen los problemas del presente -y nos deben preocupar intensamente- jamás algo importunará y conmoverá más a un ser humano reflexivo que ese tipo de problemas a los que cabe calificar de “eternos”. Es posible, sin embargo, que ambos problemas, los del “presente” (fugaces) y los “eternos” (persistentes, insistentes) alguna vez coincidan, al menos en ciertos aspectos. Es imaginable, por ejemplo, que en las décadas que nos esperan (y en aquellas en las que ya no estaremos) refulja de nuevo el problema de la conciencia, del “yo”. Con el avance del mundo virtual, con la creación de nuevos mundos experienciables al margen del estricto mundo concreto y fáctico, con el avance de la Inteligencia Artificial y de todas las hipótesis transhumanistas que se cruzan con ella, es imaginable, sí, que vuelva la eterna pregunta “¿qué quiero decir cuando digo “yo”?” Hay un reto que lanzaron Descartes, Kant y Husserl, al menos. No puedo tener experiencia de algo, de lo que sea, si esa experiencia no va acompañada de un acto de captación (yo, que percibo, percibo tal cosa; yo, que me hundo, vivo que me hundo; yo, que pienso esto que estoy escribiendo, sé que estoy pensando...).
¿Qué diferencia hay entre el yo de la experiencia virtual y el yo que va a la panadería en el mundo material? Este problema, sí, tendrá que surgir de nuevo. Si los que dicen, sin pensar demasiado, o sin pensar nada (más bien esto), que nuestra mente podrá ser proyectada y alojada en otro formato (en uno computacional, por ejemplo) tuviesen razón, entonces también es desplazable a otro formato este yo que siempre mira o contempla o se extraña. Es por poner un ejemplo, por supuesto. Digamos que es posible. Entonces, ¿qué demonios es ese yo? y ¿tiene alguna diferencia con el yo original, desde el cual es proyectado? Estas circunstancias imaginarias de un futuro permiten predecir que el problema del yo emergerá de nuevo con grandes bríos.
El yo parece acompañar a todas mis experiencias. En caso contrario, no podría decir que son “mis” experiencias. Ahora bien, el yo no es una “sustancia”, una “cosa ahí debajo”. Solo cabe decir que es un “acto”, un acto de aprehensión. Ahora bien, ¿qué causa tiene ese acto (de reparar, de aprehender, de captar)? Cuando yo me miro y me capto haciendo esto o lo otro, pensando aquello o cualquier cosa, no me puedo comprender como “dueño” de lo que hago en cuanto consciente. Soy consciente, sí, pero la conciencia no me pertenece. Me surge espontáneamente. O de otro modo: emerge en mí. De hecho, todo lo que estoy escribiendo es una perplejidad ante esa conciencia que viene no sé de dónde. La conciencia no es del yo, no es una propiedad suya. La conciencia es de algo que me sostiene. Es de la vida misma. Todo lo que puedo decir es que la vida es autoconsciente en mi. Yo no “tengo vida”, sino que la vida “es en mí”. Del mismo modo, la “conciencia” es en mí.
Soy sujeto pasivo de mí mismo. Pero, entonces, ¿qué soy, qué demonios es este yo que no deja de acompañarme jamás y que repara incluso en que su conciencia es pasiva? Incluso en la fase más aguda del alzheimer, compruebo, se mantiene esta autoconciencia, este puro acto por el cual la vida se vuelve hacia sí misma y genera un espacio de interioridad. Se ve en los ojos del enfermo, en sus ademanes, en un simple gesto. ¿Qué es esta interioridad, incluso ahí donde la memoria está prácticamente defenestrada?
Podría seguir con esta “disquisición”. Pero ya se ve que no parece acotable en un espacio como este. Más aun: el problema no es de los que se resuelven en un año, o en siete. Son de los que amenazan con permanecer irresueltos durante toda una vida. Todavía más: es un problema que surca generaciones, una tras otra, que atraviesa siglos y del cual no sabemos si habrá un resultado final. En suma, y para quien se demore más allá de lo inmediato, este problema se resiste a ser tratado como “presente” y se muestra “eterno”. No es que el presente le sea indiferente a los problemas eternos. Resulta que los problemas eternos subsisten en el presente, insisten en su fondo, como enigmas que están situados en un tiempo y un espacio y, al mismo tiempo, son independientes del tiempo y del espacio.
Este tipo de problemas es el más profundamente filosófico. De donde se sigue que las preguntas de la filosofía son y no son preguntas para el presente. Hay, en el presente de un ser humano, cuestiones eternas. Apuremos: hay en cada presente una eternidad. Somos hijos del tiempo, seres rotundamente mortales y finitos, fugaces, inmersos en la caducidad inexorable, y, sin embargo, tocamos lo eterno en tan estrecha existencia. Hijos de lo efímero y de lo intemporal al unísono, de lo que declina y de lo indeclinable, de lo finito y lo infinito.
Pues bien, una vida tan limitada y precaria como la nuestra se yergue y queda redimida si “toca” lo imperecedero que la atraviesa. Y se puede decir que todo sentimiento de declive, de amargura, de desesperación, empieza a diluirse tan pronto aparece a la experiencia lo eterno que en él subsiste. Pues una angustia es presente, pero acoge un problema inmortal.
¿No estará nuestro tiempo excesivamente sumido en sí mismo? ¿No se habrá evaporado respecto a un mar abisal que lo subtiende? Si todos y cada uno de nosotros somos un problema en movimiento, una problematicidad para nosotros mismos, ¿no estaremos vagando por encima de una problematicidad que no caduca y es intemporal? Puesto que todo es sueño, decía Segismundo en la obra de Calderón, “acudamos a lo eterno”. ¿A qué eternidad acude nuestro presente? Y si fuese que a ninguna, ¿no estaría arrebatándole a todos los problemas presentes su grandeza, esa que se experimenta cuando la “X” o el “problema” en cuestión destellan como un fondo sin fondo?
La filosofía no puede ser desalojada de la vida cotidiana. Está durmiendo en cada ser humano, en cada una de sus agonías o de sus elevaciones. Uno sabe, inmediatamente, al ver a otro ser humano, si vive exclusivamente en lo fugaz e inmediato o si está tocado por lo eterno. Hay, en el segundo caso, un destello de vida que sabe a inmortalidad. Hay en él una oscuridad productiva, un agente silencioso e innombrable del que nos percatamos. Hay, como decía Hegel en un pasaje memorable, una noche en sus ojos. Tal vez sea esa noche la que más vincula a los seres humanos, esa oscuridad que envuelve a un misterio o a un jeroglífico interno. Y tal vez sea eso la parte de poesía que no cederá jamás al discurso.
Que no haya un día sin un asombro, sin una perplejidad. Que no haya un año en la propia vida sin un enigma que lo aceche. Pues no hay más sombra y más infierno que la ausencia de extrañamiento. Somos muy poca cosa, sí, ¡pero qué grandes cosas podemos albergar! |
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