Una de las cosas que nadie quiere decir y que, sin embargo, todo el mundo sabe, es que vivimos en una sociedad que no solo impone la felicidad como forma de vida y como meta de toda praxis, sino que, al mismo tiempo, en su envés, sigue un mandato de silencio sobre el dolor, el sufrimiento o el malestar. No son la misma cosa; son dos caras distintas de la misma cosa. Y muy, pero que muy distintas. Promover la felicidad a toda costa es un principio que está arraigando en el ethos cultural de nuestra época, es decir, en el substrato viviente de visiones del mundo y de modos de actuar. Y un rasgo central de esa afirmación incondicional de la felicidad reside en el mandato (inconsciente, inercial) de expresión: no basta con perseguir la felicidad; es necesario manifestarla, acreditarla ante los demás por medio de “pruebas objetivas”, pruebas que estén ahí, a la vista de todos. Cada individuo está condenado a ofrecer estas pruebas constantemente; y gran parte de su actividad diaria se derrama en ese esfuerzo.
Todo lo contrario ocurre con la otra cara del problema, con la experiencia del dolor, del sufrimiento. El mandato de nuestro tiempo al respecto consiste en la ocultación. Desde el fondo más profundo de nuestra vida social emerge el imperativo según el cual esa experiencia no debe ser expuesta, no ha de hacerse manifiesta. Un silencio de tumba ha de rodear a la expresión de la vulnerabilidad y del sufrimiento. Se trata, para decirlo concisamente, de la estigmatización del malestar en todas sus expresiones. Todos seguimos con intensa y profunda sumisión, lo sepamos o no, esa pauta, es decir, todos nos plegamos a la norma tácita y oscuramente establecida en lo que se refiere a colocar un estigma sobre la expresión doliente del otro y a guardar obediencia debida al voto anónimo de silencio en torno a las epifanías de lo negativo, de la fragilidad y de los males que tan variados son y que traen la congoja a los seres humanos.
Se deja que el dolor entre en escena únicamente en dos lugares o formas: en las catacumbas de las consultas médicas o en la delimitación de catástrofes colectivas que se viven desde la distancia. En ambas direcciones, el sujeto logra socialmente una patente de corso; en la primera, adquiriendo, por contrato, un derecho a verbalizar todo lo que hay que guardar celosamente ante los oídos de los demás; en la segunda, adquiriendo el derecho a la denuncia (de alguna institución o de un gobierno, como causantes de la tragedia), que es otra de las obligaciones tácitas de la cultura presente, es decir, el derecho a reconocer el mal a condición de desenmascarar a algún otro. Más allá de esta doble regulación, el individuo presente cumple con el deber de no expresar (si se trata de sí mismo) y de callar (no sólo respecto a sí, sino, sobre todo, ante el otro que sufre).
Este ser humano que hoy puebla las naciones de Occidente es de risa, produce una melancólica e irónica hilaridad: estando tan claramente hundido en el malestar, se ufana de no padecerlo. Y esto no es perseguir la felicidad, sino negar el carácter rotundo de una gran parte del alma, de esa que se mantiene en el desasosiego y en el angosto camino de la infelicidad.