Decía Levinas que el otro, cuando guardamos con él una relación verdaderamente ética, aparece ante nosotros en el "rostro". Como de ninguna otra forma, en el rostro de un ser humano cobra acto de presencia su radical singularidad. Una persona es tal y como se lee en su faz descubierta, en su semblante, con esa vida absolutamente única e insustituible. Y, sin embargo, el rostro, experimentado con hondura, expresa a todos los hombres al mismo tiempo o, por decirlo de otra forma, a lo humano universal que vive en cada uno. He aquí una notable paradoja. Un individuo es todos los seres humanos, si lo miramos de frente y con piedad. Nos damos cuenta, entonces, de que, aunque está hundido en su imagen corpórea, el rostro es inmaterial; es más, pone de manifiesto que lo material está ahí, extrañamente, para dar forma a lo invisible o, tal vez, que lo finito tiene la función de contener en determinados límites a un infinito ilimitado e inasible que desborda todo perfil.
Un individuo es todos los seres humanos, sí.
Ante todo, porque el rostro de alguien, una vez que le lanzamos la mirada correcta, se muestra como aquello que está expuesto, lo cual es una propiedad de cualquiera. Nada más expuesto que el rostro. Una playa está expuesta al mar y sus acometidas; un pararrayos lo está a la tormenta; y hasta el muro del castillo, señero y vigilante, está expuesto al lejano enemigo y a la ventisca imprevisible ¿Hay acaso algo más profundamente humano que esto, el estar expuesto? Y lo sorprendente, en este punto, no consiste en que estemos expuestos a contingencias en el mundo -que también es verdad, pero verdad simple y trivial-, sino en que somos, de raíz, la exposición misma en y al mundo.
No se trata de algo que nos ocurre por ventura y nos sacude desde fuera; la exposición está en lo que somos, independientemente de la suerte que se tenga, hasta el punto de que se puede decir que nuestro interior no es más que el otro lado de la ineludible apertura al exterior, en contraste con el cual, o como contragolpe, se va formando. El rostro es la derechura del hombre en medio de la tormenta, porque lo humano consiste en esa franca desnudez, por más harapos que se ponga. Vivimos, pues, al borde de nosotros mismos, inclinados hacia la piel tangible que envuelve al intangible rostro, como si este fuese la pendiente hacia un abismo.
Y bien, decir exposición es como decir vulnerabilidad, porque todo lo que se sustenta en su puro límite termina convirtiéndose en una frontera inestable, sujeta a las embestidas de lo que se le acerca, razón por la cual no hay mucha diferencia entre la vida de cada ser humano y la que tendría lugar en una trinchera cuyo frente fuese lo absolutamente desconocido. Estar expuesto es pertenecer a una batalla permanente y no hay otro modo de estar en vida, salvo engañándose.
Ningún conjunto de informaciones, por extenso y minucioso que pueda llegar a ser, nos da, en la adición que conforma, el rostro del que muere en una tierra polvorienta más allá de cierto círculo que nos defiende; ni presiente el de quien padece la ignominia, la persecución o, con trágica candorosidad, el hambre. La revelación del rostro del otro, de su exposición, de su vulnerabilidad, huye de las cantidades ingentes de datos, proclamas y notificaciones con las que la equívoca sociabilidad del presente llena a menudo sus oquedades. El rostro no es objeto de información, sino de aprehensión, y su mudo sonido no es ruido; es aldabonazo en un portón interior. Por lo demás, no se contempla todos los días, aunque caminemos entre muchedumbres. Que no es insólito vivir aislado en medio de una multitud.
Solo aparece el rostro a la mirada del alma, ese término que nuestro mundo va desechando como si fuese afectado y artificial. Hay, se quiera reconocer o no, unos ojos anímicos, hechos de espíritu. Solo la mirada que surge de ellos, tan primitivamente esencial, puede ver el rostro, por ejemplo, de la mujer obligada a ocultarse tras el burka, percibirlo a despecho de lo que quisiera su inquisidor. Por eso, semejante mirada puede revelar también el miedo allí donde este hunda su temible espolón; contempla la melancolía flotando en ciertos humedales -como flores de loto-, la injusticia silenciosa, el ignorado grito. Y no se le oculta la soledad de los que viven en la parte de tiniebla que puebla el mundo.
El rostro, en fin, es lo que nunca muere. Cuando hemos presenciado a un ser humano que ha muerto lentamente en su lecho y, más tarde, recordamos su rostro, nos percatamos de que, en realidad, no se ha ido: permanece en cada uno de los innumerables rostros presentes; y pone su semilla en los del pasado para llevarlos al futuro. Mirar al rostro del que parte en ese viaje final de la muerte es rescatarlo de ella y conferirle eternidad. Al hacerlo, sabemos que sobrevive en todos los rostros, especialmente –hay que decirlo- en los de aquellos cuya vulnerabilidad es sumamente intensa, porque están extremadamente expuestos. Los hace aparecer contra esa inclinación a olvidarlos que nos invade debido a que el rostro de la verdadera vulnerabilidad es tan de cristal, tan fragil pero cortante, que verlo de frente infunde pavor; nos hace mirar miserablemente a otro lado, buscando un refugio cobarde en la ceguera. El rostro del otro que se va, entonces, nos obliga a mirar y, por eso, también nos salva a nosotros.
Dedicado a mi padre, que vivió expuesto, se marchó hace muy poco y permanece aquí para siempre |
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