Por decirlo de algún modo, no hay lo puro, lo lleno, no hay un plenum en ninguna parte. ¿Qué es ser amigo de alguien? ¿Darle el pozo completo, rebosante, de eso que se llama "amistad"? No se puede, y no porque la amistad sea poca cosa, sino por lo grande que es. Ocurre, paradójicamente, que la amistad es limitada e ilimitable a un tiempo. Limitada, porque cada vez es una, irrepetible. Ilimitable, porque su presencia tan particular pide ser rebasada, desbordada, para ser ella misma. Cada amistad se labra una figura y, con ella, también la contrafigura de una amistad-otra que debe ser, de una amistad posible pero revocada, como esa que se niega al humilde inmigrante sentado en el suelo de la calle. Es como una gota de agua salada, que para ser necesita de todo el mar que la absorbe y diluye. Cabe intentar superar la contradicción expandiendo el contorno del amigo para acoger también a aquel pobre desconsolado, pero la amistad volvería a reclamar ese exceso para trascender su propio límite y destinarse a un otro extraño más allá. Ahora bien, no se trata simplemente de que en ella siempre quepa este más allá, sino de la contradicción irredimible entre esa prolongación sin fin que la amistad implora y la necesidad que tiene, igualmente insoslayable, de darse una forma precisa y singular: no se puede ofrecer amistad a un todo indiferenciado que se convierte en nada, sino exactamente a este caso extraordinario que cualquier amigo, sea cual sea, es.
Nada ni nadie puede detener esta aporía, según la cual un sentido (el de la amistad, por ejemplo) es, por un lado, algo concreto y presente y, por otro (y en razón de su propio ser, de su propia potencia), aquello que se despresenta en el mismo acto, debido al exceso insaturable que lleva en sí. En el amigo se presenta la amistad, limitándose y haciéndose vida tangible, pero por eso, porque cobra vida tan discernible, tan visible y elegida, la amistad misma que ahí se da es obligada a comparecer ante el espectro de lo que no acoge. Y así, cada amistad es, en realidad, la promesa de la amistad. Una promesa infinita, porque si se detiene ya no puede garantizar una dignidad a las formas insulares en las que ineludiblemente se instala. Es una aporía. Como también el don.
¿Qué es un don, sino algo que se da, un presente? Sí, pero lo que hago presente y dono se niega a sí mismo en primera instancia, dado que lleva mi nombre y las insignias de mi presencia, todo eso que exhibe que soy Yo quien da o dona, con lo cual deja de ser de veras o de los de verdad, pues reclama algo a cambio, exige un espacio de mi pertenencia en el campo del agasajado para que mi yo o mi nombre se prolonguen y conquisten más presencia en el mundo. Solo puedo dar realmente, entonces, si me oculto o retiro como el que da, si me sustraigo, al ofrecer lo que doy, como el origen del don que soy, de forma que este, el don, el acontecimiento del dar, sea honestamente "verdadero" y "sin condiciones". Un don es un presente cuyo origen tiene que ausentarse, una presencia que ha de comportar su propia ausencia, su silencio respecto a aquello que lo pone en obra.
Y así todas las cosas de valor en esta vida. Ser justo quiere decir serlo ahora, aquí, al instante, hacer presente la justicia, porque, en caso contrario, se reduciría a una vaga pretensión con volátil existencia. He de hacerla, hacer la justicia, decidirme a ello en un hic et nunc. Ahora bien, en ese mismo acto someto la regla de justicia que estoy utilizando a un estallido. Sí, porque no puedo hacer justicia aquí y ahora, en este humano de carne y hueso, sin aplicar una regla universal (del derecho); en caso contrario no podríamos hablar de justicia, sino de arbitrio o capricho. Solo que, y aquí está la cuestión, el caso sobre el que se aplica, singularmente irrepetible, resulta ineludiblemente extranjero a toda regla del derecho: no hay dos casos iguales -todos sabemos eso-, pero la regla, la norma, el procedimiento, los ha de tratar como si lo fueran. Al hacer justicia aflora el envés de una injusticia: la hago presente, pero la defraudo en el acto y no puedo evitar que se despresente, en una fuga que nada tiene que ver con mis intenciones. Solo puedo entonces querer algo completamente distinto: no la justicia como lo que se cumple o realiza en el acto, sino como un acto diferido sin término, es decir, como el acto de determinarse a ella en lo sucesivo, de convertir lo justo de ahora en una promesa infinita de justicia que jamás gozará de realización. De modo análogo a como en el amigo hago presente una amistad que desborda la situación y se promete a sí misma, la justicia consiste en una desproporción entre lo que se hace en ella y lo que se tendría que hacer a su través, un tener que hacer que pide ajustes y precisiones continuas y que, en el fondo, se sabe finalmente imposible.
Nada es algo concreto, sino la promesa de sí, una promesa en la que lo prometido no se presentará jamás. Ahora bien, esta imposibilidad, esta crónica de una ausencia inevitable es, paradójicamente, la que permite, aquí y ahora, el acontecimiento y lo empuja. Acontece siempre la promesa infinita de lo que acontece, su ha de llegar. El acontecimiento es, él mismo, este decir "sí, aunque aun no". Con lo cual, todo lo que acontece se inscribe entre el ser y la nada: es y no es. Es, porque expresa de algún modo lo que promete y porque el prometer es su "ser". No es, porque si fuera plenamente.... si dijéramos "¡He aquí la amistad, he aquí el don, he aquí la justicia!"... entonces ya no estaríamos más que ante un esperpento y una farsa, lo puramente presente, lo puramente actual, lo puramente convertido en un hecho, que es lo que con demasiada frecuencia ocurre.
La democracia es siempre por venir, pues cualquier democracia presente quiere contener en acto a la democracia plena (o eso, o no merece ese nombre), fracasando, sin embargo, al instante ineluctablemente en pos de la venidera. Todo es, bien pensado, venidero. El acontecimiento es anónimo, es su está llegando, como si de una lluvia eterna se tratase: "llega la lluvia, ha llegado, pero no del todo, porque seguirá llegando". Lo que acontece viene constantemente, sin agotarse nunca, so pena de negarse completamente. Y, por eso, porque todo viene, se lucha por su promesa infinita.
Y es entonces cuando los seres humanos, conmovidos por lo que ven convertirse en una aventura interminable, se encuentran entre sí. Sucedió ante el fuego y en tiempos muy lejanos, en los de la caza y la huida a la caverna. El fuego se extingue y surge incansablemente de nuevo; siempre está cuando se lo provoca, pero también como amenaza de des-aparecer; por eso, al mismo tiempo, como lo que puede venir después y nos promete hacerlo, para continuar su obra de iluminación en la inmensa oscuridad de los hombres, más densa y estrellada que la del cielo. Era el modo en que se expresaba el infinito para el sapiens o el cromagnon. El fuego fue haciendo comunidad, pero como la esperanza de convertirse en una hoguera que no se extingue jamás, he ahí el reto tan desproporcionado para una criatura tan desvalida. No hay comunidad sin que lo que ella pone en obra se des-obre al mismo tiempo ante la adivinación de su plenitud imposible. Y es esta paradoja lo que abre lo común al tiempo, a la historia. La plenitud imposible no es ni será, pero su ausencia está muy presente aquí y ahora -como la de aquellos que son amados y murieron- y resulta mucho más activa esta sustracción tan profunda que cualquier presencia sin resto de ausencia.
Lo imposible como absoluto es, en este sentido, también lo necesario absolutamente. Solo así adquiere lo finito su pondus, su gravedad, su infinito, al modo de una condición de inexistencia para entenderse a sí mismo como existencia real. Ni la amistad, ni el don, ni la justicia, ni la democracia, ni nada valioso en sí mismo, está con nosotros y afirma su incuestionable presencia....Todo es una ausencia que se presenta, como lo desconocido que deja su huella en la nieve. Todo se hurta a sí mismo, reclamándose infinitamente.
Y esto quiere decir que no hay un "He ahí Tal Cosa" (con mayúsculas), que no hay la "cosa misma y en cuanto tal", que no hay la "esencia" y la Identidad de algo consigo mismo, sino la diferencia entre lo que es ante los ojos y lo que no es más que en el prometerse y ausentarse en una fuga sostenida. Al identificarse como un "esto", lo justo ya ha diferido respecto a sí mismo y nos reenvía a otra batalla.
Por supuesto, la clave de todo esto reside en no confundir lo que sucede con un ser-carencial paupérrimo irredimiblemente. Hay una coacción, se sabe, dirigida a que las promesas que nos hacen las realidades sean entendidas como signo de una fatal carencia en ellas, así como en nosotros, que las portamos o defendemos. Una coacción a que se entienda lo valioso y nuestro valor como una falta que, en vez de conformar e impeler, limita y desluce. La Promesa Infinita se convierte entonces, a causa de este asedio de los poderes, en su opuesto, en la Deuda Infinita, pues entonces todo lo que es se convierte en un triste retraso; y, en cuanto a nosotros, nos sentiremos siempre en déficit respecto a lo que tenemos que ser y hacer, así como con la sorda, silenciosa carga interior de estar sometidos a pagar una deuda en lo que dura una vida, una deuda que, como el pecado original, se habría adquirido nada más nacer.
Lo finito no es una carencia. Por el contrario, se desborda en lo infinito que entrañablemente es y no es, implosionando por un exceso ilimitable de riqueza. No carece de sentido. Porta demasiado sentido.
Y si la Identidad (es decir, la idea de que que hay un "esto" plenamente-en-sí) no es más que una mascarada de la falsa conciencia, entonces caen los grandes nombres propios -La Razón, La Verdad, La Realidad, la Justicia- para finitizarse en razones que prometen Razón, en verdades que prometen Verdad... en cosas que son ellas, por una cara, y el com-promiso, por la otra, con la promesa que las vela. Con lo cual hay que buscar la verdad, la razón, la justicia, el amor, la amistad... de otra manera: a la manera como se busca ese horizonte en el que se inserta cada primer plano. Importan ambos, el primer plano y su lejano horizonte. Ambos son en uno y en su diferencia ligada, articulada o plegada, de forma que impulsan a que el Uno -que es pétreo y compacto- pierda su arrogancia y decline.
He narrado hasta aquí el modo en que J. Derrida pensaba el mundo y la vida. Más o menos; lo he intentado. He aquí un camino para comprenderlo. Y lo expongo, no porque uno haya abrazado sin rebozo a un cierto Dios, el "dios-deconstructivo", para convencer a sus semejantes. No. Más bien, para (se llame Derrida, Kant, Spinoza, Nietzsche o Platón, da igual) no dejar de restituirle a un pensador -a cada pensador, al pensador- su dignidad, despreciando siempre las visiones simplistas, las que proceden, como decía Deleuze, de la estupidez. Hay mucha gente ciega, por ejemplo, que llama a todo esto "post-modernidad", para emparentarlo con el repudio de la verdad, la justicia o el futuro, cuando, en realidad, lo que hay aquí es un sobre-pujamiento de la verdad, de la justicia y del advenir, como promesas que desbordan a todas sus presencias y las hacen brillar, descomponerse después y, de nuevo, re-componerse en una presencia más audaz, para avanzar reconstruyéndose si cese.
Ni Derrida ni Nietzsche, ni Spinoza... son La Verdad. Pero sí hay en nuestra época una pretendida verdad absoluta, plena como un sol que no anochececiera, una miserable verdad porque se quiere Una, la de los que piensan con conceptos como este de la "postmodernidad" y lo emplean constantemente para el fin de la injuria. ¿Qué es, en efecto, la "post-modernidad"? ¿Qué es eso, sí? Lo voy a decir. La postmodernidad no existe filosóficamente, ya quisieran ellos; existe solo como un estado mental de cierta gente, un estado mental que les hace ver todo lo que rompe la Identidad y la Razón como signo del diablo. ¿Y saben de dónde viene ese estado mental? Viene de la muerte de Dios; no del dios cristiano (que no viene al caso); procede de la larga y dificultosa agonía de esa vieja idea según la cual hay en el mundo y en la vida algo como un "esto" pleno, un Plenum: lo idéntico a sí mismo, el fundamento, el subsuelo firme, en vez del abismo. Viene del ocaso de esa idea según la cual existe, entre las diferencias y las multiplicidades (formadas por ideas, realidades o personas)..., que existe ahí escondido entre ellas, un insigne General o cualquiera de sus máscaras (el Jefe, El Patrón, el Director, El Comité, La Comisión, El Estado, El Dinero). Los que así rumian su visión de lo que los envuelve echan de menos, sin darse cuenta, a Dios; no al cristiano, que no viene al caso; al Dios-Identidad y Fundamento, Clave de las "otras cosas" o de "los otros"; es decir, echan de menos a un General en la Vida, quién sabe si también en sus propias vidas, vacías y devoradas por el resentimiento.