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Cuaderno de Bitácora
Reflexiones sobre nuestro tiempo |
Vivimos una época de cambios agitados. Un lánguido declinar se cierne sobre todo lo que conocemos y el advenir se torna inquietante. Pero el lenguaje nos salva de un naufragio.
Nos concentra para irradiar, al tiempo que logra extraernos excéntricamente de nosotros mismos. Pensar el ocaso de nuestro mundo requiere este ocaso personal en favor de la palabra y de las luces de aurora que ella quisiera congregar. |
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La ilusión de "estar presente" |
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Nada hay de sospechoso si por "estar presente" se entiende cerciorarse del navío que somos a cada instante sobre el mar de una despresencia más originaria. Pero todo puede ser malentendido en la actualidad, en un tiempo que quisiera prescindir de los derechos de la oscuridad sobre las pretensiones de la visibilidad.
Avanzamos hacia la espesura de una sociedad
del espectáculo. El progreso continuo y sin
cese pareciera aproximarnos todas las cosas y ponerlas a la mano; el capital, la racionalización procedimental, el espíritu de cálculo, son medios para este querer-disponer de lo que nos rodea. Y para disponer de las cosas hay que robarles sus secretos, hacerlas dependientes de la perspectiva humana, ante la cual ha de comparecer todo como si fuese un tribunal. |
Todo lo vago e impreciso debería, según ello, cobrar una figura presente; todo lo lejano debería, por la misma razón, hacerse próximo a la mirada, es decir, aparecer y presentarse ante nosotros, que miramos. Las formas a través de las cuales son constituidos hoy los sujetos son manifestaciones de una sutil metafísica de la presencia.
La incertidumbre rodea a los seres humanos por el hecho mismo de tener libertad, que es siempre elegir sin garantía. Pero a esta regla se suma hoy la circunstancia de que nos experimentamos movidos por procesos anónimos que escapan al control de la voluntad. A mayor inseguridad vital, mayor necesidad de estar presente, de extraer de sí mimo una forma cualquiera de presencia y de conjurar la ausencia de sí mismo bajo todas sus formas. Descartes decía estar seguro de existir mientras pensaba; si dejaba de hacerlo, todo podría hundirse de nuevo en el sueño; o en la nada.
Ahora bien, estar presente presupone darse al mundo, ofrecerse de algún modo, algo que no puede ser realizado sin sustraerse, al mismo tiempo, a la presencia. Un don, señalaba con acierto Derrida, no lo es hasta que su origen (el sujeto que lo realiza) se borra a sí mismo. Un don que hace presente su origen, en efecto, está puesto ya como un reclamo y deja de ser, por ello mismo, un don. El sujeto le pide al otro, al destinatario, que reconozca la procedencia del don en el que da, su punto de partida en la intención dadivosa del que lo ofrece, que se convierte en centro de atención. |
El don y el donante, cuando comparecen juntos, uno al lado del otro, se anulan entre sí: el don se convierte en una expresión de la voluntad de presencia del que da, y este, el donante, queda puesto en entredicho por la importancia presumiblemente mayor de aquello que constituye su don. Es una contradicción. El don, pues, no lo es si el sujeto que lo lanza a la presencia, que lo convierte en un "presente", no se sustrae, él mismo, de la "presencia", es decir, de lo que "se hace presente". La presencia, la luz, implica una ausencia, la sombra de su origen.
Se podrá comprender ahora cuán peligroso es el imperativo de presencia que nos constituye hoy por doquier. Nuestro mundo se convierte velozmente en una escena, es decir, en un espacio en el que actuamos y, por tanto, nos hacemos presentes. Bajo el escenario, en el foso, nadie quiere permanecer un instante pensativo y a hurtadillas. Tras el bambalinón ya nadie quisiera cuidar algún proyecto al margen de las miradas. |
A lo sumo, hay una retirada interesada para mover los hilos desde la tramoya, que es una forma de sustituir la propia presencia por el poder sobre todo lo presente y de construirse así el espacio en el que, al final, podría uno tomar acto de presencia como clave y medida de todos los presentes. Tras el duro esfuerzo, el que se oculta para adueñarse de la escena repasa las fulgurantes horas durante las cuales ha estado muy cerca del proscenio y, cuando se dispone a descansar, acoge a Morfeo deseando que al día siguiente pueda ocupar por fin la escena de lleno y sin obstáculos.
¿Y qué nos dicen la multitud de terapias en esta metafísica de la presencia? Que hay que estar presente (a sí mismo). No vaya a ser que sin la seguridad que ofrece la propia auto-contemplación in actu vaya el mundo interno a desmelenarse, o a actuar como los secretos más entrañables. Como si la presencia de sí a sí-mismo no necesitase, para tener lugar, una oscuridad subsistiendo bajo el espectáculo que uno es para sí mismo. |
No hay luz sin sombra. Y esto se olvida. No hay un verdadero presente si no es situado en la proyección hacia el advenir y sobre el suelo actuante del pasado. No hay visibilidad de sí mismo sin un fondo de sí que es invisible, como no hay sonidos sin silencio. No hay mirada, en fin, que no surja de lo oscuro. Si se ilumina a sí misma, la oscuridad le da la vuelta y la envuelve por la espalda, a porfía.
¡Qué hastío de presencias! Y, sin embargo, hay un arte de vivir que en silencio esperamos y que no necesita la presencia. O mejor: que no se abandona y no deja que la presencia se libere de la despresencia que le es propia. Es esta segunda la que da a la primera su suelo o marco, su legitimidad; y es también la que permite a cada instante de claridad posarse sobre su pondus, sobre su sentido peculiar acerca de la gravedad de la vida. |
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